Yoko y yo habíamos vivido en el mundo totalizante del amor absoluto. Y sin embargo la locura de mi felicidad no había alterado mi desasosiego. Los demonios de siempre seguían en mí. Había probado tantas cosas para mejorar, y nada servía. Al contrario, empeoraba. Bebía tanto que a menudo era agresivo. Las muertes precoces y atroces de tantas estrellas de rock me habían traumatizado. Vivía mi situación como si estuviera en la vida en libertad condicional.
En una fiesta vi a una rubia. O mejor dicho: vi que ella me miraba. En fin, digo rubia pero podía ser de todos los colores. Bajo el reinado de Nixon, mis recuerdos eran en blanco y negro. Vi en su mirada lo que tantas veces había visto antes. Era una de esas chicas con las que yo podía acostarme sin necesidad de seducirla. Hacía años que me había apartado de las mujeres, y sentía que eso empezaba a faltarme. Me acerqué a la chica, y comencé a acariciarla. Le hablaba con las manos. Yoko estaba ahí, a unos metros. No decía nada. Se tragaba su humillación. De pronto se levantó. Dejó la fiesta sin mirarme siquiera. Yo debería haber salido corriendo, debería haber hecho todo lo necesario para alcanzarla en la noche, pero en lugar de eso arrastré a la rubia al cuarto de al lado. Después, no sé muy bien lo que pasó. Debí despertarme al día siguiente, o al siglo siguiente. ¿Qué sabía del tiempo, en ese momento? Debí de volver a Yoko, lastimoso y avergonzado, miserable y masculino. Como siempre, sería ella la que tomaría la decisión de nuestro porvenir. Si yo quería arruinarlo todo, si quería acostarme con las rubias, y hasta si quería morir, ella no me lo impediría. Me devolvía mi libertad. Eso fue lo que dijo: te doy tu libertad. Pero en Yoko eso tenía un gran poder. Quería decir que me abandonaba a mi soledad. Propuso que me quedara el fin de semana en California para vivir mi deriva. Quizás después vería claro. Sería un fin de semana que duraría catorce meses.
Ahora no puedo dejar de ver toda la fuerza de Yoko en su actitud. Sé que sufrió. Haciendo el balance de nuestros años, no daba un resultado muy glorioso. Ella había perdido la custodia de su hija. Había accedido, por mí, a una notoriedad mundial, pero no siempre había sido reconocida como una gran artista. Pienso que corrió el riesgo de perderme. En todo caso: de hacerme evaluar mi vida por el vacío. Por la falta de ella. Al hacerse a un lado, me dejaría ver lo que yo realmente quería. Pero no me dejaba completamente solo. Desde hacía unos meses, tenía una ayuda formidable: May Pang. Ella se ocupaba de todo lo nuestro, maravillosa de atención y de dulzura. Yoko le pidió a May que me siguiera y se ocupara de mí. Y que cediera a mis avances, si yo quería tener una historia con ella. Esto puede parecer demente o repugnante. Pero yo puedo ver la dignidad que tiene, y no la perfidia. En alguna parte, Yoko se decía: perdí a John, pero prefiero saber que está con una aliada. Una mujer que me contará su vida. Por medio de esta otra mujer, seguiré con él. Yo no supe nada de todo eso. Sólo pensé que May me acompañaba porque era mi asistente.
Las primeras semanas, me acosté con muchas chicas. Era como una zambullida en mi pasado. Salía todas las noches, con una banda que incluía a Keith Moon y Harry Nilsson. Hacíamos el recorrido por los clubes. Ringo solía estar por ahí. Es una época en que también vi mucho a Mick Jagger. Estábamos en el pozo de los años setenta. Las mitades de década nunca son muy excitantes. El gobierno seguía intentando expulsarme, pero yo resistía. Tenía el mejor abogado. Y me respaldaban muchos artistas. Mi comité de sostén iba de Dylan a Sinatra, pasando por Fred Astaire y Allen Ginsberg. Me hacía bien ser querido y ayudado así. Pero eso no cambiaba nada: estaba perdido.
Una mañana en que me dolía mucho la cabeza, May se recostó a mi lado. Era toda la dulzura del mundo. La abracé con fuerza. Tenía llanto en el cuerpo. Pero no lloré. Sonreí. Y ella también sonrió. Fue el comienzo de una bella historia. Yo no la había visto llegar, pero yo nunca veo llegar nada. May llamaba todos los días a Yoko para hacerle un informe. Pero a partir de ese momento empezó a apartarse de la verdad. No podía contarle nuestra sesión cotidiana de balbuceo amoroso. Era una comedia extraña, en la que cada uno ignoraba la actitud de los otros. Yo habría querido contarle todo a Yoko, pero ella se negaba a hablarme. Era peor que una abstinencia de heroína. Es cierto que lejos de ella yo respiraba, pero nunca había querido cortar así los puentes. Peor, oía rumores de que se estaba acostando con un guitarrista. Un guitarrista bigotudo, además. Me repugnaba imaginar los labios de Yoko en otros labios que no fuesen los míos. Entonces una madrugada, a la salida de una discoteca, besé a May bajo los flashes de un fotógrafo. El mundo entero se nos unía en nuestra mascarada.
Yoko no me perdonaría nunca eso. Creo que ella siempre quiso que fuéramos una suerte de mito. Siempre tuvo conciencia, mucho más que yo, de lo que debíamos ser. Éramos John y Yoko. Y si ella no era reconocida en tanto artista, al menos creaba la obra de la pareja. En ella hay una voluntad permanente de ponernos en escena. Inclusive cuando hablamos a los medios. Somos una novela. Esta separación debía ser una respiración, era nuestra verdad oficial. Necesitábamos una pausa. Pero al hacerme fotografiar así le revelaba al mundo la sórdida verdad. La verdad de una descomposición atrozmente banal. Yo rasgaba con un cuchillo nuestro cuadro. Esta vez, se dijo que todo había terminado definitivamente entre nosotros.
Yo bebía, me peleaba. Mi vida era un eterno recomienzo. Trataba de avanzar pero todo me devolvía siempre a mi pasado. Usted no puede imaginarse cuántas veces por día oía: «Y entonces, ¿cuándo vuelven a formarse los Beatles?». Era todo lo que le interesaba a la gente. Todo el tiempo. A toda hora. Era LA pregunta. A veces yo quería ponerme un cartel en la cabeza que dijera algo así: «Al próximo que me pregunte si volverán a reunirse los Beatles, le pego». Pero al mismo tiempo, lo encontraba increíble, esa supervivencia de los Beatles. Pensaba que se calmaría con el tiempo, como pasa con todos los grupos que se separan. Pero no. Casi podría decirse que empeoraba. Habíamos sido grandes, pero el tiempo que pasaba nos volvía inmensos. Nos habíamos vuelto un mito. Era casi como en los tiempos de la Beatlemanía. Yo no podía tener una vida normal.
Recuerdo que en esta época todo el mundo hablaba de una película porno, algo que se llamaba Garganta profunda, creo. Yo también quería verla. Había un cine en Willshire Boulevard. Como se imaginará, quise ser más discreto de lo habitual. Estaba con un amigo. Nos instalamos en un rincón. Él compró los billetes, y entraríamos al cine después del comienzo de la función. Pero alguien me reconoció, y se produjo la excitación general. Derroté al porno. Tuvimos que salir corriendo. Al fin mi amigo fue a verla sin mí, y trató de contármela. Pero no era lo mismo. Sus palabras no eran muy excitantes. No sé por qué le cuento esto. Quizás porque lamento no haber podido ver esa película. Es parte de las cosas que me están prohibidas. Tengo una vida excepcional, de acuerdo, pero es una vida a menudo al margen de los placeres simples.
No quería morir en la piel de un ex-Beatle. Mis últimos discos no habían tenido mucho éxito. Y seguían hablándome, siempre, de las viejas canciones. Pero para mí los años sesenta eran la Grecia antigua. Siempre había un idiota diciéndome que su favorita era «Yesterday». Yo no decía nada, pero, bueno, no tengo nada que ver con esa canción. Es de Paul. Es completamente Paul. Tantas veces he comido en restaurantes donde los músicos se ponían a tocar «Yesterday» para agasajarme. Hay que ser realmente idiota para creer que eso me alegraría. Aun si fuera una de mis canciones. Puedo asegurarle que es raro vivir en el 74 y que todo el mundo le tire a la cabeza el 64.
Un fin de semana partí a Las Vegas. Seguramente para perder dinero de una manera organizada. Pero no, no jugué en realidad. Sobre todo bebí. Y entonces, siempre es lo mismo. Con el alcohol se viaja siempre al mismo lugar. Terminé en un antro de striptease, y la chica desnuda frente a mí me preguntó si los Beatles volverían a reunirse. Salí corriendo. Rara vez lo he pasado tan mal como en Las Vegas. Con todos esos conciertos de artistas acabados. Tuve el terror de mi vida. Me imaginé a los sesenta años, tocando «Love Me Do» por un poco de dinero. Pensé que me volvería un monstruo de feria, encerrado por siempre en el traje de Beatle. ¿Quién sabe? Quizás es lo que pasará. Nos reencontraremos los cuatro, con el pelo blanco. O calvos. Seremos cuatro viejitos simpáticos.
Todos los días recibíamos proposiciones cada vez más alucinantes para volver a formar el grupo. Nos ofrecían millones de dólares por un concierto, una canción, una nota. O una simple aparición juntos. La gente está loca. Lo discutí con Paul, y los dos pensamos que sería una locura aceptar. El planeta entero estaría mirando. Y necesariamente sería decepcionante. ¿Quién puede estar a la altura de un mito? El secretario de las Naciones Unidas nos suplicó que tocáramos para una asociación benéfica. Es cierto que reuniéndonos una hora podríamos salvar a un país de la hambruna. Seguramente exagero. O quizás no. Pero hacer un concierto no es posible. De verdad, no puedo. Un disco, en cambio, por qué no. Me parece bastante plausible que volvamos un día los cuatro al estudio.
Después de unos meses de vagabundeo californiano, volví a Nueva York. Me instalé en un apartamento con May Pang. Me hizo bien volver a mi ciudad. Los Ángeles siempre ha sido para mí un lugar de desenfreno. Una ciudad donde uno pasa los días durmiendo al sol la borrachera de la noche anterior. Me hacía falta Yoko, por supuesto, pero tenía momentos maravillosos con May. Y comenzaba a admitir que empezaba una nueva vida. Nuestra historia se volvía seria. Estábamos enamorados, creo. Yo escuchaba sus consejos. Ella me incitó a ver a mi hijo. Hacía mucho que no lo veía. Lo invitamos a Nueva York, y hasta fuimos unos días a Disney World. Estuvo bien. Lo hice tocar en mi álbum Walls and Bridges. Yoko sufría tanto por estar separada de su hija que no soportaba la idea de que yo pudiera ver a mi hijo. En fin, no quiero que usted crea… Quiero decir… Sé bien que soy responsable de mi relación con Julian. Yoko no tiene nada que ver con mi sequedad. Pero necesitaba de alguien que me ayudara a construir una relación. Solo, no era capaz de nada. Y desde luego que no era capaz de ser padre.
May también me impulsó a volver a verme con Paul. Me dijo que yo hablaba todo el tiempo de él, lo que era cierto. Me hizo admitir que lo extrañaba, lo que era cierto también. De todos modos, el odio era ridículo. Había que apaciguar las cosas. Volvimos a vernos, y estuvo bien. Ya no era como antes, por supuesto, pero estaba bien. Nos conocíamos tanto. No necesitábamos hablar. Éramos un viejo matrimonio. Hablamos de nuestros proyectos. La música había sido siempre nuestro terreno de entendimiento. Él estaba a punto de partir para Nueva Orleans a grabar Venus and Mars. Faltó poco para que fuera con él. Pero había que calmarse un poco. No podíamos recuperar nuestros diecisiete años. Ese tiempo en que teníamos la impresión de que todo el mundo se reducía a nosotros dos.
Trabajé mucho en esa época. Hice colaboraciones con David Bowie y con Elton John. Me emocionaba ver que muchos artistas querían trabajar conmigo a cualquier precio. Aunque uno componga éxitos mundiales, puede seguir dudando de su talento. Yo nunca terminé de convencerme de mis capacidades. Entonces, me conmovía realmente volverme algo así como un maestro. O más simplemente, un músico al que se respeta. Fue un lindo período. Inclusive llegué al número uno de las listas de ventas con «Whatever Gets You Thru the Night». Algo bastante inesperado. Había cosechado fracasos con lo que yo pensaba que eran grandes canciones, como «Mind Games», y de pronto estaba en la cima con algo liviano. Nada es previsible. No hay recetas.
Elton quería que fuera a tocar con él en el Madison Square Garden. Es un músico que admiro, un pianista fabuloso, y también un amigo. Además, es el padrino de Sean. Su propuesta me tentaba, pero me angustiaba terriblemente la idea de cantar en público. Era capaz de vomitar en un concierto. Nunca tuve confianza en mí. Y entonces me sentía más frágil que lo habitual. Había pasado semanas huyendo de la verdad: extrañaba a Yoko más y más. Era un sufrimiento que mantenía en la penumbra. May me hablaba de proyectos para el futuro, y yo decía que sí. Pero quería discutir de todo eso con Yoko. Quería que ella decidiera por mí, que ella me dijera qué hacer. Le dejaba mensajes todos los días. Le suplicaba que me aceptara de vuelta. Era la mujer de mi vida, y mi vida estaba lejos de haber terminado. ¿Cómo había podido pensar que podría vivir sin ella? Me respondía que yo no estaba listo todavía. Que no era el mejor momento. Estaba obsesionada con la numerología y no tomaba la menor decisión sin haber consultado con su numeróloga. Mi destino entonces estaba marcado por las estrellas.
May veía hasta qué punto yo era cambiante. Podía estar alegre a la noche y a la mañana siguiente despertarme con el cuerpo atravesado por la incertidumbre. Me quedaba horas frente al televisor, obsesionado con las publicidades. Ella me daba mucho, pero no colmaba el agujero abierto por la ausencia de Yoko. Insistió para que aceptara la propuesta de Elton. Hizo bien. Fue una ocasión extraordinaria. Aunque no por ella. En el escenario interpreté tres canciones, una de ellas «I Saw Her Standing There». Cantarla era una doble señal de pacificación: con mi pasado que tanto había calumniado, y con Paul, pues era una de sus composiciones. Me conmovió mucho interpretarla. Quería decir que ponía fin oficialmente a nuestra guerra. Y de modo inconsciente también quería decir que yo hacía las paces con mi pasado. Era una señal que mandaba, y sería recompensado. En la multitud, perdida entre todas las caras, estaba la que yo esperaba. Yoko estaba ahí, y yo no lo sabía. Después del concierto vino a verme, con una rosa en la mano. Y esa rosa significaba: John, puedes volver.
Nos reencontrábamos, y era más fuerte aún que nuestro primer encuentro. Volvimos a casa e hicimos el amor. Me quedé pegado a mi mujer durante horas. No pensaba en May, que debía estar loca de preocupación. Ya no existía nada: ni nuestro pasado ni nuestros proyectos. Yoko la llamó al día siguiente, y le dijo simplemente: «Retomé a John». Alguien fue a buscar mis cosas. Me doy cuenta de lo violento que debió de ser. Pero era así. Cuando Yoko estaba ahí, el mundo entero podía desangrarse que no me importaba. Más adelante volví a ver en secreto a May una o dos veces. Me dijo lo brutal que había sido Yoko. La tomé en mis brazos porque no sabía qué decir. Había experimentado sentimientos sinceros hacia ella. Pero ya no era mi problema. Era su vida. No podía cargar con otros. Tenía demasiado conmigo. Con Yoko y yo. La dejamos ahí, y por supuesto no podíamos volver a tenerla de asistente. De un día para otro, se encontró sin nada.[10] Y eso no tenía ninguna importancia para nosotros, que lo teníamos todo. Y tendríamos algo más que todo: un hijo.