Decimoquinta sesión

Yoko estaba casada; y su marido había tenido la buena idea de estar viajando en el momento de mi llamada. La conversación duró unos segundos, ni siquiera eso. Dije que era yo y que le enviaba a mi chófer. Ella llegó y Pete seguía conmigo. Pareció incómoda por la presencia de él, y yo también, y él también. Pero yo quería seguir un poco más en esa incomodidad. Quizás quería que la incomodidad del trío, una vez deshecha, nos propulsara a la facilidad del dúo. Sí, seguramente era eso, porque cuando Pete se fue nos echamos a reír de estar solos los dos. Esa primera hora de frustración facilitó la relajación de las horas que siguieron. Creo que yo habría estado totalmente aterrorizado por la idea de recibir solo a Yoko. No era una mujer sino un mundo.

Subimos al primer piso, a mi estudio. Le hice escuchar algunas demos. Yoko era muy sensible a la música. Había trabajado con John Cage y tenían universos muy cercanos. Ella me iniciaría en los trabajos sonoros de la vanguardia. Todas esas obras compuestas a partir de sonidos, de ruidos de la vida, de diálogos. Correspondía perfectamente a mis aspiraciones de exploración musical. Esa misma noche grabamos canciones. Nuestra primera noche juntos fue sumamente productiva. Yo me veía frente a lo que siempre había buscado: una mujer que fuera también una compañera de la creación. Y la felicidad física se escondía ahí, detrás de la prioridad intelectual del deseo.

Llegó la mañana e hicimos el amor.

Después salimos a caminar, en la niebla de las mañanas inglesas, en esa parcela de tiempo que vacila entre el día y la noche. Querría describir la maravilla, y no creo que haya palabras para medir la pureza de la dicha que se apoderó de mí. Enterraría mi pasado. Por primera vez en mi vida, el camino que se ofrecía era total. Nos instalamos en la cocina para desayunar. Nos sentíamos importantes por nuestro amor revelado. Yoko se puso la bata de Cynthia, y yo pensaba que las cosas avanzarían en la simplicidad. Me sentí casi sorprendido al ver volver a mi mujer. Me había olvidado de su existencia, como un alcohólico puede olvidar el agua en el mundo de su ebriedad. Se quedó plantada, inmóvil, mirándonos. Absolutamente fija. Seguramente comprendió de inmediato que todo había terminado. La puesta en escena de nuestra pequeña tragedia familiar, ahora me doy cuenta, era de una brutalidad sádica. ¿Pero qué había que decir? No había palabras. Yo había cerrado todos los diccionarios para tener la libertad de amar.

Hice como si no estuviera ahí. No me importaba nada de ella. De hecho, no me importaba nada de nada. Había encontrado mi razón de vivir: la razón de abandonarlo todo. La violencia de mi actitud llevó a Cynthia a la fuga. Mi crueldad impedía toda discusión. Si hubiera dejado una grieta, si hubiera dejado filtrar un rasgo de sensibilidad en la mirada, un remordimiento o una pena, entonces le habría abierto una puerta. ¿Qué habría pasado si ella se hubiera puesto de rodillas? ¿Si me hubiera suplicado que no la abandonara? Yo tenía un miedo terrible al divorcio. No sé. Entonces hice todo para evitarlo. La violenté. Subió a buscar sus cosas. Ella, tan silenciosa desde siempre, de pronto actuaba con modales de huracán. La oía romper cosas y dar portazos. Y después, nada. Volví a la sala. Por la ventana vi alejarse su coche. Ya estaba lejos, pero sin embargo me pareció oír el ruido de sus lágrimas.

Yo también me fui, me mudé con Yoko. Podríamos haber ido a cualquier parte, podríamos haber vivido en una cabaña. Me sentía como un bohemio. No necesitaba nada, pues lo tenía todo.

Cuando nos casamos, tiempo después en Gibraltar, tomé su nombre. Me llamo John Ono Lennon. Nos hemos fundido. Encontré mi mitad, con la que formé una sola persona. Dondequiera que vaya ella estará conmigo. Algunos vieron ahí una alienación de la pareja, cuando era todo lo contrario. Con ella yo encontraba la libertad. La libertad suprema, la que está en el seno de toda fusión. Con Yoko estaba completo al fin. Me sentía consumado. Hasta entonces había vivido en la incompletud de mí. Había encontrado el refugio. Había encontrado la madre.

Yoko es yo.

Modificó mi vida en todos los niveles. Me enseñó lo que eran las mujeres. Antes no las veía. Las maltrataba. Dejaba que me sirvieran, como los demás hombres, y es peor todavía cuando se es una estrella. Me parecía inaudito que una mujer pudiera leer el diario antes que yo. Es el ejemplo que se me ocurre. El mundo giraba alrededor de mí, y no podía hacer otra cosa que volverme loco. La gente muere de sus privilegios. Yoko me educó. Nadie sabe hasta qué punto tenemos una relación de maestra a alumno. Las canciones grabadas nuestra primera noche dieron un álbum que bautizamos 2 Virgins. Es lo que éramos. Éramos vírgenes. Nuestro pasado ya no existía.

Nacíamos al mundo.

Esta virginidad debía ser total. Tomé fotos de nosotros completamente desnudos para la portada del disco. No elegimos la más bella, o la que nos hacía quedar mejor. Queríamos aparecer en la crudeza pura de nuestra revelación. Queríamos terminar con todos los artificios. Queríamos ofrecernos con nuestros defectos y nuestras imperfecciones: John y Yoko. Quise sacar el disco en nuestro sello. Y todo el mundo se alarmó. Sobre todo por causa de la carátula. Era inédito, como todo lo que haríamos. Yo no comprendía las reticencias. Éramos una pareja que se amaba, que quería compartir su amor, y no veía qué había de malo en eso. Vi de entrada el odio que todo aquello suscitaba. Algo molestaba, chocaba. No vi desde el primer momento que Yoko causaría problemas, que se volvería la mujer más odiada del mundo.

Todos parecían consternados. Paul decía que yo me había vuelto loco. Que destruiría a los Beatles con mis idioteces. Las chicas y las madres mostrarían su disgusto. Y todo se terminaría. Pero no me importaba nada su opinión. Quería sacar ese disco, y eso era todo. Causó un enorme escándalo, y hasta fue prohibido en algunos países. Cuando veo que ahora todo el mundo posa desnudo, no sé por qué se armó semejante circo. Hoy lo chocante sería posar vestido hasta el cuello. A pesar de nuestras declaraciones sobre la droga, y nuestras canciones tendenciosas, se nos seguía viendo como chicos buenos. Esta vez yo realmente pondría fin a todo eso. Al fin sería yo. Por supuesto, a los imbéciles no les importaba que fuéramos artistas. Todo el mundo ignoraba nuestro mensaje de belleza y de amor. Todo quedó parasitado por la polémica. Se olvidaban de que había un disco detrás de eso. Un disco que nadie escuchó de verdad. Estaban demasiado ocupados comentando nuestros cuerpos, que encontraban feos. No hablaban más que de la carátula sulfúrica. De esa foto que rompía mi imagen.

Nos instalamos en un apartamento prestado por Ringo. Hendrix había vivido en él antes que nosotros. Nos quedábamos muchas horas en la cama, a veces días enteros. Bebíamos champagne. Era nuestro período de sexo y olvido. Pero el bienestar que se apoderaba de mí fue paradójicamente el comienzo de mi verdadera adicción a la heroína. Yoko y yo estábamos drogados todo el tiempo. Quizás porque sentíamos la hostilidad del ambiente, y queríamos protegernos. Quizás porque era la unión de dos dolores. Quizás por todos los quizás. Lo que sé es que en ese momento me volví más frágil todavía, más paranoico. Nadie podía hablarme. Es gracioso, discutí de todo esto con Ringo hace unos días. Me dijo que en esa época todo el mundo me trataba con guantes, para no herirme. Un día yo me tomaba por Cristo, al día siguiente buscaba una ventana para saltar.

La heroína seguramente acentuó nuestra necesidad de ser inseparables. Uno puede tener la impresión de morir sin su compañero de droga. En Londres, era la época de la persecución de los drogadictos. Cosa que siempre me pareció vergonzosa. No veo en nombre de qué se trata a los consumidores como criminales. Antes habría que preguntarse por qué la gente se droga. Por qué se llega a eso, a no soportar más lo cotidiano. Por qué la vida se vuelve semejante carga. En lugar de eso, un pequeño policía de mierda se empecina en meter en la cárcel a todas las estrellas de rock. Una verdadera cacería de genios.

Un espía nos informó de que se preveía un allanamiento en nuestro apartamento. Limpiamos todo, como locos. Pero teníamos miedo, con Hendrix y todos los otros drogatas que habían vivido ahí antes que nosotros, de que la policía encontrara bajo los sillones bolitas de droga, o polvos. Y no falló. Encontraron suficiente para acusarnos. Habían caído al amanecer, para atraparnos, como si fueran buitres. Nos detuvieron, y pensé que podrían expulsar a Yoko, que no era inglesa. Para protegerla, me declaré culpable. Y pagué una multa. Así se arreglaron las cosas. Sin saberlo, yo acababa de hacer una enorme estupidez. El hecho de haberme declarado culpable me traería más tarde muchos problemas.

Queríamos vivir tranquilamente nuestra dicha, pero siempre había alguien para tirarnos mierda a la cara. Y después tuvimos la buena noticia: Yoko estaba embarazada. Yo estaba loco de contento. No puedo explicarlo. Mi amor me daba un sentimiento paternal nunca experimentado antes. Yoko debía cuidarse al máximo, sobre todo porque ya había sufrido muchos abortos. Pero bueno… Fue horrible… Perdió el bebé. Eso nos abatió completamente. Yo me quedé tirado en el suelo, en el cuarto del hospital. Pensaba en ese niño que no existiría. Los médicos nos dijeron que sería muy complicado para Yoko volver a quedarse embarazada. Dieron a entender que la droga había estropeado su organismo. Me enfermaba pensar que no habría nunca un fruto de nuestro amor.

En esa época grabamos el álbum blanco. No sabíamos qué forma tomaría ese proyecto. A fin de cuentas, dada la cantidad de canciones, decidimos hacer un álbum doble. Que se llamaría simplemente The Beatles. Creo que ahí están mis mejores canciones. Pasó algo. Hasta George alzó vuelo como compositor. Ya era hora. A menudo, cuando nos proponía un tema, nos hacía sentir incómodos. Pero ahora su progreso era real. Hay que decir que seguramente lo benefició vivir cerca de dos genios como Paul y yo. Comenzaba a sentirse sin espacio en el grupo. Tenía muchas canciones. «While My Guitar Gently Weeps» no está mal. Debería haber hecho él mismo el solo, y no pedírselo a Clapton. Quizás deberíamos haberle hecho más lugar en ese álbum. En todo caso, comprendí más tarde que no le había gustado nada que Yoko y yo hubiéramos acaparado largos minutos del disco para «Revolution 9», que él consideraba una mierda vanguardista.

Yoko estaba presente en cada sesión. Y cuando se enfermó, instalamos una cama en los estudios de Abbey Road. Yo veía claramente que eso les molestaba a todos. Hasta entonces no habíamos tolerado a ninguna chica. Pero era así. Lo repito: no es que ella me acompañara, éramos una sola persona. Y yo respetaba mucho su trabajo. Pensaba que había que escucharlo. Que ella podría tener una gran influencia sobre nosotros. Al contrario, los otros se molestaban por sus observaciones, por su modo de decir Beatles en lugar de The Beatles. Creo que ella tenía buenas intenciones, y no comprendía por qué no pasaba a integrar directamente el grupo. George tuvo un cortocircuito y se largó. No tuvimos más noticias de él durante un tiempo. Pero volvió. Después fue el turno de Ringo, que se marchó en el barco de Peter Sellers. No recuerdo bien por qué, ni las fechas. Había cada vez más tensión entre nosotros. Después Ringo también volvió. Debía de esperar un recibimiento glacial, pero fue todo lo contrario. Habíamos puesto flores sobre su batería, para decirle cuánto lo queríamos.

Todas esas pequeñas separaciones anunciaban la grande. El grupo ya no existía en realidad. Había cuatro entidades pegadas. Compartíamos la custodia del hijo Beatles. Si se escucha el álbum, las diferencias son flagrantes. Y sin embargo forma un todo absolutamente coherente. Creo que ahí está nuestra magia. El acuerdo de los desacuerdos.

Ese año Paul compuso «Hey Jude», en homenaje a mi hijo, para consolarlo del divorcio de sus padres. Era la primera vez que un single superaba los siete minutos. Fue un triunfo planetario. Paul podía producir éxitos con una facilidad desconcertante. Pese a todo lo que nos separaba cada vez más, y lo que yo pude decir, siempre hubo una admiración recíproca. Y todavía podíamos pasar buenos momentos, como instantes robados a nuestra descomposición. Cuando me casé con Yoko, quise contar nuestra epopeya en una canción. Llamé a Paul, y nos reunimos un domingo los dos en el estudio. De un modo artesanal hicimos «The Ballad of John and Yoko». Esa grabación es un gran recuerdo de la belleza de nuestra colaboración. Ese día dejamos todo a un lado para hacer música y nada más. Hacer música como cuando éramos adolescentes.

El álbum blanco tuvo muy buena recepción y calmó un poco las tensiones. Pero estuvo manchado por un drama. Escuchando ciertas canciones, sobre todo «Helter Skelter», Charles Manson creyó encontrar una cantidad de significados satanistas o no sé qué. Oyó mensajes que lo impulsaban al crimen. Así fue como ese psicópata justificó el asesinato de Sharon Tate, la mujer de Polanski. Y de varios de sus amigos. Barbarie atroz porque ella estaba embarazada de ocho meses. Después hubo imbéciles que dijeron que Polanski había recibido su merecido, que no debería haber hecho películas malsanas como Rosemary’s Baby. Me recordó a cuando quemaban nuestros discos. Tengo la impresión de que a veces el genio se paga. Que el salvajismo del que somos víctimas alivia a los miserables. ¿Quién puede pensar que una obra de arte es responsable de algo tan inmundo? ¿Cómo ese degenerado de Manson pudo decir que la mierda que tenía en la cabeza venía de nuestras canciones? Cuando hay mensajes, los hacemos explícitos. No sé por qué hay esa locura de encontrar signos secretos, como si nuestros álbumes fueran objetos sagrados. Lo mismo con todo el delirio sobre la muerte de Paul. Eso supera el mero rumor. Había gente que encontraba detalles en todas nuestras canciones o portadas de discos que probaban que estaba muerto desde hacía mucho, y que lo habíamos remplazado por un sosias. Desde entonces siento que los que me escuchan son idiotas.

Era la época del amor, pero el clima estaba tenso. Había locos, había rumores, y sobre todo había odio. Sí, era el tiempo del odio. Del odio contra Yoko. No sé exactamente cómo pasó, pero se expandió como un reguero de pólvora. Esos putos ingleses se mostraron realmente racistas. Es por eso que no vuelvo a poner los pies ahí. Me da vergüenza mi país. Vergüenza del torrente de porquería que vertieron sobre la mujer de mi vida. Por un tiempo conservé todas las cartas de insultos que recibía. Hasta quise publicarlas. Era demencial. Quizás yo estaba rompiendo un sueño, una imagen, pero no comprendía por qué escupían tanto sobre Yoko. Todos los días aparecían caricaturas de ella en la prensa. La llamaban la Dragon Lady, o la Ramera, o la Jap. La veían dominando al pequeño bobo que era yo. Esa servidumbre la he asumido. Me asombra que hayan despreciado una idea tan buena: la de un hombre cediendo su autonomía a una mujer. Si yo hubiera elegido a Nathalie Wood en su lugar, se habría vuelto un mito romántico. Mientras que con esta asiática fría se volvía repugnante. Fue por eso por lo que nos vinimos a los Estados Unidos. Aquí nos consideran dos artistas, no dos animales de feria.

Un poco más, y nos habrían escupido en la cara. Podía suceder que una camarera se negara a servirnos en un restaurante. Los Beatles pertenecían a todo el mundo, y no había que atentar contra ellos. Yoko, esta mujer que encontraban fea, cristalizaba la muerte de un sueño. ¿De qué otra mujer se ha dicho tantas veces que era fea? Es algo que no se dice nunca de una mujer, aun si es horrible. Yo la encontraba hermosa. Me maravillaba. Cuando se tienen todas las mujeres que uno quiere, cuando la sensualidad es un país recorrido en todos los sentidos, entonces el terreno del deseo se desplaza. Viaja hacia lo profundo. Hacia todo lo que no es una mañana igual a otra, con una mujer igual que otra, después de una noche en que se han dicho las mismas cosas que la anterior a mujeres intercambiables. Y nadie veía nada de todo esto, en su mezquindad. ¿Con qué derecho juzgaban mi libertad de amar? Yo no les debía nada. Quizás había entrado en sus vidas con mis canciones, pero eso no les daba el derecho de opinar sobre mi corazón. El mundo entero dijo que Yoko había separado a los Beatles, pero la verdadera culpable fue la opinión que tuvieron de ella. Si la hubieran recibido de otro modo, nada habría pasado como pasó. Fue desmedido. Ahora me digo que fue a la medida de este amor desmesurado que habíamos recibido durante tantos años. A nadie le importaba que yo no fuera feliz. A nadie le importaba saber que yo había gritado pidiendo auxilio. Todos pensaron que Yoko había venido a destruir, cuando fue la que me dio la fuerza para aceptarme. Ella me salvó la vida. Yo estaba ligado a los Beatles, eran mi verdadero matrimonio desde siempre, y ella me dio al fin la fuerza para divorciarme. Me tomó de la mano y me dijo: la vida está en otra parte.