Decimotercera sesión

Durante años fui algo así como un viajero de mis días. Habíamos trabajado como bestias, habíamos dado miles de conciertos, y entre gira y gira siempre había algo que hacer. Grabábamos un disco, o filmábamos una película. Era la moda, era como Elvis. Los músicos debían ser personajes. Y nosotros lo éramos. No sé lo que pienso ahora de esas películas. Seguramente tengo una cierta ternura por la primera, y pienso que las otras son verdaderas mierdas. Las películas sirvieron para acentuar la imagen de cada uno. Paul era el romántico bonito, George el contemplativo secreto y un poco tímido, Ringo el mejor amigo siempre de buen humor, y yo era el intelectual sarcástico. Por supuesto, era la versión de nosotros sin cigarrillos, sin alcohol y sin sexo. Los cuatro chicos al viento eran muñequitos de Playmobil. En el fondo de mí, eso me hartaba cada vez más, esos clichés con los que nos etiquetaban. Sobre todo porque eran falsos. En todo caso, necesariamente éramos más complejos. Paul no era el más simpático, y yo no era el más ácido. Paul podía ser duro, malo, inflexible. Y entonces yo era más amable. Nuestra pareja era un sube-y-baja, y nuestras composiciones encontraban el punto de equilibrio de nuestras dos incertidumbres.

El cine lo tomábamos como un patio de juegos. Recuerdo un rodaje en el que fumamos marihuana todo el tiempo. Era evidente que estábamos perdidos. No sabíamos el texto, nos comportábamos como chicos en una fiesta. Durante las sesiones de reflexión con los guionistas, nos preguntábamos: «¿Adónde nos gustaría ir?». Si Paul quería hacer esquí, decíamos: «¡Tiene que pasar en la montaña!». Y como Ringo se quejaba de que tendría frío, la historia empezaba en Gstaad y terminaba en el Caribe. Todo era posible. Podíamos decir cualquier cosa, y había un comité de crisis que trataba de organizar esa cualquier cosa. Era nuestro modo de hacer cine.

Debí de tomarle el gusto porque cuando dejamos de hacer giras acepté una propuesta de Dick Lester. Y fui a aburrirme largas semanas a España. Todo eso para filmar un bodrio. Las esperas entre las tomas se hacían interminables. A mí siempre me gustaron las cosas del instinto. Más tarde, con Yoko, hicimos muchas películas. Pero películas experimentales, basadas en las sensaciones. Podíamos filmar una mosca sobre un cuerpo humano. En fin, hablo de la inmediatez, pero ese rodaje fue muy complicado. No es fácil darle órdenes a una mosca. Sobre todo a una mosca rebelde. Tardamos horas. Por suerte las moscas no tienen sindicatos, en caso contrario habríamos tenido problemas. Para volver a la película que filmé como actor, quizás no era tan mala. Digamos que fue un semibodrio. Las semanas de rodaje a fin de cuentas sirvieron de algo, porque mi personaje usaba gafas. Eso lo cambió todo. Decidí asumir al fin el hecho de que las necesitaba. Me dije que había sido muy estúpido de mi parte pasar todos esos años en la niebla, sólo porque no me parecía propio del rock. Entraba en una nueva era de mi vida: la etapa en la que reivindicaría lo que soy.

Usaba gafas, trataba de ver el mundo, pero la droga le hacía dar media vuelta a mis visiones. Tenía un mirador a la vida interior. El mundo de mi espíritu. Mis composiciones avanzarían así hacia mis secretos. Rubber Soul fue el álbum de la marihuana, y Revolver el del ácido. Refinábamos cada vez más nuestros álbumes de estudio. Ya no pensábamos la música como materia para los conciertos. Descubríamos cosas, experimentábamos. George Martin adaptaba nuestras ensoñaciones a la realidad. «Eleanor Rigby», escrita por Paul, es la primera canción de rock acompañada exclusivamente por cuerdas. Las letras también tomaron más importancia. «In My Life» es seguramente mi primera gran canción. En fin, suena ridículo decirlo. Quiero decir que era la primera canción que yo había buscado en alguna parte de mí, que ya no estaba ligada a la superficialidad de mi talento fácil.

Comencé muchas canciones en esa época, pero sentía que el vacío me roía. Ya nada me excitaba. Estaba en un estado depresivo, sin saberlo. Me quedaba en casa, aplastado, frente al televisor. Me había hecho adicto a Meet the Wife, una suerte de telecomedia para amas de casa inglesas. Cyn no podía creer que me fascinara ese folletín. En casa la televisión estaba encendida todo el día, sin sonido. Se había vuelto como un faro, un elemento luminoso que me tranquilizaba. Pasaba días enteros sin hablar. Mi hijo estaba ahí, jugaba delante de mí, y a mí no me importaba nada. No era feliz con mi mujer, me asfixiaba, y era un sufrimiento invisible, porque ella me asfixiaba mediante el silencio. Era amable y seguramente habría sido perfecta para muchos hombres, pero yo acumulaba contra ella una enorme violencia. Compartíamos esta atroz armonía de nada. Era la vida «conyucalma». En ese momento, pensé en morir más de una vez. Pero no era realmente la idea del suicidio la que me dominaba, era más extraño que eso: era como un suicidio por medio de la vida. Vivía mi vida con las posturas de un muerto. No sé si me daba cuenta, pero conservaba la cabeza fuera del agua únicamente gracias a Paul. Él venía a verme, con el eterno buen humor de sus quince años. Venía con canciones, y me decía que era hora de hacer un álbum. Yo debía despertarme, debía componer. Fue en ese momento cuando puede decirse que él se apoderó de los Beatles. Pero no me robó el grupo. Simplemente se comprometió más que yo, y no fue muy difícil como golpe de Estado. Nada más fácil que tomar el lugar de una sombra. Revolver fue el último álbum bajo mi dominio, el último álbum en el que se puede decir que yo todavía soy el líder del grupo que había creado. Yo vegetaba, y Paul vino a sacarme de mi letargo para hablarme de su proyecto de un disco conceptual: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.

Cuando oí ese nombre, dije: por qué no. Era mi modo extremo de mostrar entusiasmo. No podía imaginar que sería el álbum más revolucionario de todos los tiempos. No es mi preferido, no lo escucho nunca. No salvaría nada de ese álbum, salvo quizás «A Day in the Life», y ni siquiera estoy tan seguro de que sea un tema tan bueno como me parece. En aquel entonces, las canciones que salían en 45 revoluciones no se incluían nunca en los álbumes. Quizás con mi «Strawberry Fields» y el «Penny Lane» de Paul, el álbum habría sido más grande aún. Ya no me importa nada de eso. Ahora no me importa nada. Me parece tan lejano. Sólo retengo el placer demente de escuchar los rumores que corrían sobre nosotros. Habíamos dejado de hacer giras, no sacábamos discos, entonces todos pensaban que estábamos terminados. Pero nosotros sabíamos que estábamos haciendo algo nunca visto. Sabíamos que se tendrían que morder la lengua. Fuimos los primeros en pasarnos meses en el estudio. Se volvía un abismo financiero. Pasábamos días enteros sobre un pasaje, puliéndolo al extremo. Todo era analizado. Ringo se aburrió locamente. Siempre dijo que durante la grabación de ese álbum él había aprendido… ¡a jugar al ajedrez! Es cierto que era un álbum de compositor, no de intérprete. Le escribimos una bella canción para que la cantara él. «With a Little Help from my Friends» es muy a su imagen y semejanza, una oda a la amistad. Joe Cocker la retomó en Woodstock y tuvo un gran éxito. Recuerdo también que Hendrix tocó «Sgt. Pepper’s» en concierto, tres días antes de la salida del álbum. Era raro ver cómo nuestras locuras viajaban a las de los otros.

Y después estuvo la historia de la carátula. Ahí también, queríamos ser inventivos. Decidimos poner a todos los artistas que admirábamos, hacer un patchwork barroco de nuestras glorias, un collage loco, como un panteón emocional del siglo. No estábamos seguros de tener todas las autorizaciones. La casa de discos hizo todo para que cambiáramos de opinión. Pensaba que nos encontraríamos metidos en toda clase de pleitos, y que costaría una fortuna en indemnizaciones. Pero impusimos nuestra idea. Y el álbum salió justo antes del comienzo del verano del 67. Siempre se lo consideró como el álbum más grande de todos los tiempos. Fue maravilloso ver las reacciones. Aquel verano tenía el sabor de una revolución. La gente pensaba diferente, se vestía diferente, y nosotros le ofrecíamos al mundo la banda sonora de la época.

Y más que una banda sonora, yo crearía un himno con «All You Need is Love». Desde hacía un tiempo Brian nos pedía que pensáramos una canción para un programa de televisión que se difundiría en todo el mundo. Era la primera vez que una retransmisión se hacía global. Yo les hice escuchar a los otros ese tema que acababa de componer, y dijeron que sería perfecta para la ocasión. Sería el comienzo de mi obsesión con los valores humanistas. Antes del programa, yo estaba mortalmente nervioso. Quería vomitar. Había que cantar frente a cuatrocientos millones de personas. Mastiqué chicle durante la difusión, y pensaron que yo era increíblemente cool, cuando simplemente estaba tratando de relajarme como mejor podía. Trataba de desatar todos los nudos de mi estómago. Había muchos amigos en el público. No es fácil imaginarse lo que representaba eso. Era una parte grande de la humanidad. Y si los soviéticos no hubieran decidido en el último momento no difundir el show, habría habido al menos cien millones más. Invadíamos los oídos del mundo. Y sin embargo, en medio de esos millones de oídos, ya había una persona para la que yo cantaba. No sé si era consciente o no, pero el amor ya estaba en mí, germinando de una manera irreversible. No, no debía de saberlo todavía en ese momento. Era como una bomba de relojería en mi corazón.

Unos meses antes, el 9 de noviembre del 66, otra vez y siempre el 9, había conocido a una artista medio rara. Esta mujer que yo tanto había soñado con conocer, esta mujer que había imaginado sin saberla, esta mujer que esperaba como un hombre que sufre del martirio puede esperar la liberación de la muerte, esta mujer que había dibujado en mis sueños y que me salvaría de la nada, esta mujer estaba ahí, ahora, sentada en mi cerebro, y los millones de personas comenzaban a reducirse y a desaparecer, a hundirse en el vacío, a ser olvido en el amor que sentía por una sola persona, una sola persona que reducía el mundo a nada, y esa es la definición suprema del amor: una persona que reduce el mundo a nada.