Ahora estoy en calma, y trato de cerrar los ojos para escuchar dentro de mi cabeza el ruido de los años sesenta. ¿Es posible contar eso? Cada minuto que vivíamos tenía la densidad de un siglo. Si me concentro, llego a revivir mis emociones pasadas. Puedo sentir el momento en que subimos al avión. Delante, en primera clase. Las azafatas nos sonreían, y seguramente se habrían acostado gustosas con nosotros. Éramos cuatro británicos criados a base de garbanzos, y nos daban langosta y champagne. Brian nos pedía que no bebiéramos demasiado, porque habría una conferencia de prensa al llegar. No nos importaba nada. De todos modos, él sabía que haríamos bien nuestro trabajo. Estábamos unidos, y seguíamos concentrados en llegar a la cumbre. Para lo cual, ante todo, debíamos parecer simpáticos. Pasé esos años con la sonrisa fijada en la mandíbula. Cuando nos preguntaban qué pensábamos de la guerra de Vietnam, hacíamos una broma y pasábamos a otra cosa. Éramos genios de la pirueta.
Usted nunca fue a un país donde hubiera miles de personas esperándolo. En el frío, en la noche, no importaba. Los aeropuertos eran el sitio de las primeras escenas de histeria. A veces pensaba que no era posible. Lo que estaba viendo no podía ser sino una distorsión de mis pupilas. El velo de mis alucinaciones. Pero no, era muy real. Tan real como lo soy yo aquí hablándole. Al llegar a Nueva York levanté los brazos para saludar a la multitud. Era un jefe de Estado, era la Reina de Inglaterra frente a sus tropas. Nos precipitaron a una sala. Había cientos de periodistas. Miles, quizás, no lo sé. Esa tarde podría haber empezado la Tercera Guerra Mundial y nadie habría hablado de ella. Los norteamericanos querían descubrirnos. Querían saber cómo hablábamos, cómo nos movíamos. Hasta ahí no habíamos invadido más que los oídos de los Estados Unidos. No los íbamos a decepcionar. Estuvimos grandiosos. Éramos realmente graciosos en las conferencias. Nuestro humor tuvo su papel en la Beatlemanía. No sé cómo lo hacíamos, pero nunca había un blanco. A cada pregunta uno de nosotros encontraba algo que decir, una broma o no sé qué. Recuerdo que nos habían preguntado si nos gustaba Beethoven, y Ringo respondió: «Sí, sobre todo sus poemas».
Después de la conferencia salimos del aeropuerto en un Cadillac. Para ir al Plaza. En el camino, las chicas seguían gritando. Una vez en el hotel, en nuestro cuarto, nos sorprendió que hubiera tantos canales en la televisión. Nos quedamos al menos una hora, fascinados, mirando todos los programas posibles. Para nosotros era el símbolo último de la desmesura. Pero había que seguir concentrados. Debíamos enfrentar un desafío mayor: el Ed Sullivan Show. Ese programa era la Meca. Ahí no podíamos fallar. Y fue enorme. En quince minutos, todo Estados Unidos nos conocía. Los padres preocupados por la histeria de sus hijas se tranquilizaron al vernos. Sobre todo por la cara de muñeco de Paul. Estoy convencido de que nuestro éxito viene de ahí: éramos como una locura controlada. Una revolución suave. Éramos a la vez subversivos y respetuosos. Era como meterse en una casa y acostarse con la hija, pero no sin antes haberse limpiado la suela de los zapatos en el felpudo.
Estábamos excitados por todas esas chicas. Nos habíamos vuelto predadores. Ellas ya no existían individualmente. Eran cuerpos, ofrendas a los dioses que éramos. Estaban por todas partes: en los armarios, tras las cortinas, en los camerinos. Teníamos sexo todo el tiempo. Los guardaespaldas nos proveían de groupies o putas. Había un abismo entre el escenario y las bambalinas. Era la orgía permanente. Todo el mundo se saciaba. Yo podía comenzar acostándome con una chica y terminar con otra. Tenía lenguas sobre mi cuerpo todo el tiempo. Más tarde se lo conté a un periodista. Lamenté haberlo hecho, porque nos trajo problemas. En esa época los cuatro estábamos en pareja. Yo el primero. Yo era el tipo más sexy del mundo, así que por supuesto debía aprovechar. Y, para decir la verdad, era técnicamente imposible ser fiel. Yo tenía todo el tiempo una chica de rodillas frente a mí. Sin embargo, siempre me sentía un poco culpable. Había sido educado con principios, y ahora los trastornaba. ¿Pero qué hombre puede rechazar a todas las mujeres?
Seguramente fue en esas orgías cuando nació en mí el fantasma absoluto de una mujer que aniquilaría con su potencia a todas las demás mujeres. Una mujer que dominaría mis deseos con un amor supremo. Una mujer que sería la única. He visto chicas graciosas, picantes, sorprendentes, pero todas se mezclaban en una multitud que al fin tomaba el color de la nada. Con este consumo excesivo de nada, acumularía la frustración necesaria que haría de la aparición de Yoko un acontecimiento.
No había pausas. Casi no dormíamos. No comíamos más que porquería. Yo me sentía mal. Había engordado. Una vez pasada la excitación del descubrimiento, comenzamos a encontrar muy asfixiante ese circo. Hay que imaginarse nuestra vida. No bien entrábamos a algún lado, todos querían tocarnos. Recuerdo una fiesta en que alguien le cortó un mechón de pelo a Ringo. Nos perseguían todo el tiempo. Siempre con gritos. Cuando creíamos estar al fin al abrigo en el hotel, seguía. Había que firmar autógrafos para el personal. O sacarnos fotos con los policías que se ocupaban de nuestra protección. Y si yo llegaba a ponerle mala cara a alguien, o a mandarlo a la mierda, sabía que diría que yo era un mal tipo, sin pensar en mi derecho a aflojarme un instante. No tenía el derecho de dejar de ser quien era.
En cada ciudad había recepciones en nuestro honor. Le decíamos a Brian que no queríamos ir, pero era difícil rechazar una invitación de una embajada o de un alcalde. Todo el mundo nos hablaba al mismo tiempo, tratando de captar una centésima de nuestra atención. Yo siempre tenía a alguien al lado dándome la lata con algo como: «¿Recuerda que yo estaba cuando usted comió un sándwich de tomate en el 63?». Cuando sacaba un cigarrillo, aparecían de golpe por lo menos cincuenta encendedores. Y yo debía agradecerle a cada uno por tanta amabilidad. Sin embargo, sentía una agresividad latente, una suerte de envidia atragantada o deformada, algo violento que decía más o menos: ya tendrán que pagar por todo esto. Los queremos, pero después los aplastaremos. Me daba miedo. Por momentos sentía mucho miedo. A menudo, después de los conciertos, nos encerrábamos los cuatro en el baño. Y respirábamos. Estando juntos recuperábamos la energía. Pero los demás se preocupaban. Todo el tiempo estaban preocupados por nosotros. Éramos los bebés más cuidados del planeta. Bastaba que yo tosiera para que abrieran todas las farmacias de la ciudad.
En los hoteles teníamos por lo general una planta entera, clausurada. Nuestro personal y la policía dejaban pasar a algunas chicas lindas, pero aparte de eso, era muy difícil subir. Sólo los VIP podían acceder. Y ese era otro desfile. Todas las estrellas venían a vernos. Recuerdo una noche en la que se presentaron las Supremes. Y yo no tenía nada que decirles. Era como una cita arreglada por los padres entre dos jóvenes que no pueden soportarse. O que son tímidos. Yo estaba harto, no me decían nada las Supremes, con su chucrut en la cabeza. Hablamos un poco de música, pero, en fin, era molesto tener que hablar siempre. Y una noche pasó Dylan. Eso era otra cosa. Yo escuchaba desde hacía meses su música, y lo admiraba profundamente. Inclusive había escrito una canción en su estilo. Me influenció mucho, sobre todo en las letras. Me impulsó a ser más personal, más poético, a ampliar mi campo de visión.
Escribir siempre fue lo más importante para mí. Había publicado un libro en el que se encontraban mis ideas fantásticas y mi gusto por las pequeñas historias retorcidas. Había tenido éxito, y hasta me habían invitado al círculo más prestigioso de la literatura inglesa. Ese día los literatos habían esperado un largo discurso, una salida original, agradecimientos líricos, o no sé qué. Tenían todos los ojos fijos en mí, y yo no sabía qué decir. Entonces simplemente murmuré un «gracias» apenas audible. Todos vieron en eso una provocación, un gesto de arrogancia, cuando sólo se trataba de mi timidez por estar allí. Siempre hay una gran distancia entre lo que soy y lo que la gente se imagina de mí. Me intimidaba realmente estar ahí. Y además, después de todo, no había nada que decir. Los textos o las letras de las canciones pertenecen a lo sentido. A la esfera emocional. Gusta o no gusta, eso es todo. Yo no tenía nada más que expresar, es así de simple.
Volviendo a Dylan: fue él quien nos dio marihuana por primera vez. En Hamburgo habíamos tomado anfetaminas para resistir, pero nunca habíamos fumado. Nos hundió en el universo de la risa. Todos reíamos y nos hacía mucho bien. Necesitábamos encontrar escapes para soportar los momentos de angustia. Y los teníamos. Sobre todo cuando se trataba de entrar a un estadio. Los fans rodeaban todo el día el lugar del concierto, esperando gozar de un segundo extra de nosotros. A veces nos escondían en camionetas de tintorería, o no sé dónde. Siempre eran unas maniobras imposibles para llegar al escenario. ¿Y todo para qué? Cuando tocábamos no nos oíamos. Ringo nos miraba para ver en qué estábamos. Podríamos haber dejado de tocar, daba lo mismo. Ya no podíamos hacer música como antes. No podíamos ser graciosos y hablar con el público. Éramos como marionetas que la gente venía a ver y no a oír.
En todas partes del mundo era lo mismo. En el Shea Stadium de Nueva York tocamos delante de cincuenta mil personas, era algo sin precedentes. En Nueva Zelanda, recuerdo que hubo una acogida demencial. Todo el país debía de estar ahí, de otro modo no era posible. Quedamos bloqueados en nuestra limusina durante un momento, y los fans aprovecharon para cortar la ruta y subirse encima del auto. Tuvimos miedo de verdad. Creí que moriríamos aplastados como sardinas en una lata. Nuestro regreso triunfal a Liverpool también fue especialmente loco. Era extraño volver allá, ver al borde de la calle a gente que habíamos conocido, y seguramente chicas que nos habían rechazado. Subimos al balcón de la alcaldía, aclamados por una población orgullosa. En la multitud debían de estar todos los profesores que no habían creído en mí. ¿Quién no sueña con una venganza así? Pero yo no la saboreaba. Me sentía incómodo en ese puesto del adulado. Entonces me puse a imitar a Hitler. Se me ocurrió de pronto. Los otros Beatles eran los únicos que comprendían por qué yo levantaba el brazo. Era mi clase de humor. Me relajaba mediante el cinismo. Pero era para volverse loco.
Tendría que contarle todas las visiones que nos persiguieron durante esos años. No sé bien cómo sucedió. Al comienzo, a las personas discapacitadas las ubicaban cerca del escenario, seguramente como medida de seguridad. Después, empezó a oírse decir que los Beatles tenían poderes curativos. A partir de entonces hubo cada vez más paralíticos saliéndonos al encuentro, en los túneles que nos llevaban al escenario, en los palcos. Había hasta camas en el pasillo, carpas de oxígeno. Se habría pensado que los hospitales de cada ciudad hacían la gira con nosotros. Viajábamos con los amputados y los ciegos. Madres llorosas nos decían: «Toquen a mi hijo, toquen a mi hijo, por piedad…». Ponían su última y patética esperanza en nosotros. El mundo del dolor estaba ahí: justo debajo del sueño.
Quizás fue por eso por lo que dije que éramos más populares que Jesucristo. Pronuncié esta frase durante una larga entrevista con una periodista inglesa, Maureen Cleave. Me entendía bien con ella. Hablamos de muchas cosas, sobre todo de la decadencia del cristianismo. Fue una buena entrevista, que me daba tiempo, por una vez, de ir al fondo de las cosas. No causó ninguna sensación, hasta el momento en que alguien volvió a publicarla en los Estados Unidos. La frase extraída de su contexto hizo una bola de nieve, y se volvió una cuestión mundial. Interiormente me dije que si esa frase causaba tanto efecto era porque se apoyaba en una cierta verdad. Había que haber vivido mi vida durante tres años para saber que tenía razón. La gente nos adulaba, ya no era una cuestión de música. Era una religión. Sigo pensándolo. Quizás me expresé mal, pero, mierda, era tan evidente.
El asunto tomó proporciones inauditas. En los Estados Unidos, sobre todo en el sur, empezaron a quemar nuestros discos. El Ku Klux Klan anunció que impedirían por todos los medios nuestros conciertos. Empecé a tener miedo. No quería volver a los Estados Unidos. Quería anular la gira. Era el país de los asesinatos de Kennedy y de Luther King. Pensaba sinceramente que podían meterme una bala. Al fin decidimos honrar nuestro contrato. Yo pedí disculpas públicamente. No tenía otro medio de pacificar las cosas. Pero me daba vergüenza rebajarme de ese modo. Nunca más haré la menor concesión concerniente a mi libertad de pensamiento. Todos los conciertos que siguieron los toqué con una bola en el estómago. El miedo me hacía acelerar el ritmo de las canciones. Una noche se oyó un ruido que parecía una detonación. De inmediato los otros tres Beatles se volvieron hacia mí. El blanco no podía ser otro que yo.
En el fondo, quizás yo soy Cristo. La muerte a balazos es la crucifixión moderna. Habría podido morir en el escenario. Habría podido morir como mueren los mensajeros de la Paz. Mire mi vida ahora: estoy en mi casa, medito y hago pan. ¿Es una locura creerse Jesucristo? Debo confesar que en un momento tuve mis dudas. Era hacia el final de los Beatles. Yo estaba destruido, me sentía infeliz. En plena noche, había despertado a todo el grupo. Teníamos que vernos lo antes posible. Yo debía compartir con ellos la iluminación de mi revelación. Se presentaron a la mañana en el estudio. Parecían cansados, con ojos que seguían en la noche. Pero yo había insistido en que no podía esperar. Y tuvieron la amabilidad de escuchar mi anuncio: yo soy Cristo. En esa época, no había que contrariarme. Dijeron que era genial. Que se sentían felices de conocer a Cristo. Y cada uno volvió a su casa. No me creyeron. Mientras que yo sí creía. Y sigue habiendo una parte de mí que lo cree. No me diga que estoy loco. Se necesita un poco de divinidad en la sangre para vivir una vida como la mía. ¿Hasta dónde me llevará? ¿Dónde estaremos mañana Yoko y yo? ¿Dónde estaremos?
Este asunto enturbió la atmósfera de la última gira. Acentuó lo que todos sentíamos en lo profundo. No podíamos más. Habíamos dado más de mil conciertos en menos de cuatro años. Estábamos agotados. Y la histeria nos destruía los nervios. Se ha dicho que nos retiramos porque se vendían menos entradas. Qué estupidez. Nos retiramos porque no podíamos más. Estábamos hartos de subirnos a los aviones. Sin contar otro detalle: el miedo. El miedo a las balas, el miedo a los locos, y hasta el miedo a volar. Pues una vidente dijo que nuestro avión se estrellaría. La misma que había previsto el asesinato de Kennedy. Había motivos para estar angustiados.
Paul era el único que quería seguir. Pero después de la etapa de Manila, aceptó la opinión colectiva. Seguramente esa fue la peor experiencia de mi vida. No recuerdo exactamente los detalles, pero lo que pasó allá fue atroz. La mujer del dictador Marcos había organizado una gran recepción en nuestro honor. Brian pensó que no tendríamos ganas de ir, y no nos previno. No midió el drama que provocaría. Ella nos esperó, con todos los niños invitados. Humillada porque no apareciéramos, lanzó una declaración diciendo que éramos enemigos del pueblo o algo así. Y todos enloquecieron. Nos tiraban piedras. No sabíamos cómo escaparnos. Nadie quería llevarnos al aeropuerto. Tuvimos que cargar el equipaje nosotros mismos, bajo un calor sofocante. Pensé que era nuestro fin. Que nos matarían. El calvario duró horas, pero al fin pudimos subir al avión. Golpearon a nuestro asistente justo antes de embarcar. Y se quedaron con Brian como rehén. Querían la taquilla del concierto. Nos estafaron. Mientras viva no tomaré un avión que sobrevuele ese país de imbéciles. Así que ya ve: esa etapa fue la gota que colmó nuestro océano. De otro modo habríamos seguido de gira durante siglos. Éramos alumnos obedientes. Escuchábamos lo que nos decían, y nos decían que debíamos seguir dando conciertos. Nos estimulaban a seguir juntando dinero mientras se pudiera. En ese momento nadie sabía que seríamos genios de grabaciones de estudio. Nos daba algún temor interrumpir las giras. Además, no sabíamos cómo era la vida sin giras. Quiero decir, prácticamente no habíamos parado en diez años. Yo ya no sabía lo que era pasar meses en el mismo lugar, vivir sin una maleta bajo los ojos. Pero el concierto de las Filipinas no nos dejaba elección. Fue así como decidimos parar. Los Beatles no darán conciertos nunca más. Yo no sabía que sería la mejor decisión de mi vida. No sabía nada en ese momento. El alivio no cambiaba en nada nuestra angustia. ¿Qué sería de nosotros?