Undécima sesión

Pues bien, ya estamos en pleno corazón del verano del 62. El grupo se dispone a grabar. No lo sabemos todavía, pero eso dinamitará todo. Nuestro productor contribuirá activamente a la revolución sonora que se anuncia. Es George Martin. La primera vez que lo vimos, quedamos fascinados… por su estilo de vestir. Increíblemente elegante. Y hablaba un inglés perfecto, que nos aturdía. Cuando hablaba teníamos la impresión de haber sintonizado la BBC. Este hombre tan alejado de nosotros fue el primero en comprendernos. El único que nos aceptó. Pensó que no era un gran riesgo, que valía la pena intentarlo. No nos miraba como si hubiera descubierto perlas. No podía imaginar que nos volveríamos grandes genios, grandes compositores. Él mismo lo dijo. Dijo que le gustó nuestro encanto, nuestro humor, nuestra originalidad, pero que nada dejaba presagiar lo que seríamos. Tiene razón cuando habla de encanto. Éramos graciosos. Había una alquimia entre nosotros. Ringo se había integrado perfectamente. Formábamos un hombre con cuatro cabezas, y esa era nuestra fuerza. Nos ayudábamos entre nosotros, nos protegíamos, nos adorábamos.

Querría decir algo ya mismo sobre George Martin. Con su gran conocimiento de la música clásica nos ayudó a encauzar nuestra locura creativa. Fuimos los primeros en utilizar cuerdas en el rock. Le explicábamos nuestras intenciones, y él las ejecutaba. No trato de rebajarlo al decir esto. Es sólo que me molesta cuando se habla de él diciendo que es el quinto Beatle. No hay quinto Beatle. Hay muchos que quieren un trozo del pastel. Pero sin nosotros él no tiene nada. Sin nosotros, no tiene historia. No hay una nota, una melodía. No debería decir esto. Seguramente es responsable de un átomo de nuestro genio, y eso ya es inmenso.

Le hicimos escuchar todas nuestras composiciones, y nos pusimos de acuerdo en «Love Me Do». Cuando salió el disco, pasábamos las noches sin dormir escuchándolo en la radio. Ahí estuvo la fuerza de Brian. No sé muy bien cómo lo hizo, pero se las arregló. Tenía que estar entre los veinte primeros en ventas para que lo pasaran en la BBC. Él compró por anticipado muchos de nuestros discos para hacernos subir artificialmente, y fue así como salimos de la masa. No era enorme, pero la difusión ya era nacional. Hicimos un segundo disco que anduvo muy bien. Entonces nos propusieron hacer un álbum. Lo grabamos en un día. Todo parecía extrañamente simple. Como algo que se liberara de pronto.

En esa época tocábamos prácticamente todas las noches. Volvimos a Alemania, hicimos giras por Escocia y en todo el Reino Unido. Sentíamos que prendía un poco en todas partes. Y sobre todo: descubríamos la histeria de las chicas. Era absolutamente loco. Cynthia, que me había conocido desconocido, estaba atónita de oírlas gritar mi nombre. Debía compartirme. Y además, había que ser discretos. Brian era muy firme en que ella debía mantenerse oculta. Nadie debía saber que yo tenía pareja. Eso habría puesto en peligro nuestra carrera. Cuando lo pienso, me digo que mis dos mujeres vivieron en un opuesto absoluto. Cynthia no debía existir; y ahora yo no existo sin Yoko. En cierto modo es muy simbólico: en la segunda parte de mi vida me ocupé de deshacer todo lo hecho en la primera.

Por el momento, me comportaba como un soldadito obediente. Pero un soldado al que le darían un golpe de maza en la cabeza. Cynthia me anunció que estaba embarazada. Habría querido que yo diera saltos de felicidad, pero era imposible. Yo no podía hablar. Era lo peor que podía sucederme, eso es lo que pensé. Todo terminaría. Mi carrera estaba arruinada. Tendría que casarme. Se sabría. Imaginaba los títulos en la prensa: «Lennon casado», «Lennon padre». ¿Quién compraría los discos de un tipo casado y con un hijo? Sí, ya sé… Es un poco idiota decir eso ahora, pero en aquel momento yo tenía el sentimiento de que el cielo se caía sobre mi cabeza. Empezábamos a pisar fuerte, y había un riesgo real de decepcionar a las fans con esta noticia. Quizás pensé todo esto por causa de Brian, porque él hacía un drama inmenso de todo aquello. Aunque tal vez no pensaba realmente que hubiera peligro; era su modo inconsciente de hacerme pagar mi vida sin él.

Fui a ver a Mimí para contarle todo. Habría querido algo de apoyo por su parte. Pero era lo que ella más detestaba, que no se respetaran las apariencias. Cynthia, esta chica que no le gustaba, embarazada antes del matrimonio. Entonces se mostró fría, realmente fría. Es tan insoportable a veces. Decidió no asistir a la boda. Y nadie de mi familia se presentó. Fue una boda fantasma. Nadie estaba al corriente. Ni Ringo lo supo. Todavía era demasiado nuevo en el grupo para confiar en él. Se enojó cuando lo supo, más tarde. Pero debería habérmelo agradecido: se salvó de la ceremonia más siniestra de todos los tiempos. Cynthia la comparó con un funeral. Y era exactamente eso. Yo lo viví como una muerte, esa boda. Aceptaba al bebé, pero no lo quería. Era joven, el mundo gritaba mi nombre, y yo tenía miedo de morir si me atrapaba la vida normal. Ni pensar en aceptar eso. Había cumplido con mi deber casándome, pero eso era todo.

Cuando nació Julian, no fui a verlo de inmediato. No fue muy lindo dejar a Cynthia esperando durante días. Pero al menos yo era sincero. Nunca simulé. Cuando al fin me decidí a ir a la maternidad, mi mujer ni siquiera se mostró resentida. Me preguntó: ¿quieres tomarlo en brazos? Respondí que no. Entonces me dijo: mira, mira cómo te sonríe. Yo miré para otro lado. Había pasado a saludar, pero tenía otros planes. Había decidido irme de vacaciones con Brian. Se lo anuncié a Cynthia, que palideció. No sé siquiera si estaba molesta. Quizás comprendió que no había nada que hacer, nada que decir. Debía de pensar que era el más grande de los canallas al largarme de ese modo. Yo no dejaba de repetir lo cansado que estaba, y no le hice siquiera una pregunta sobre cómo había sido el parto, ni si ella estaba cansada o no. Mi hijo llegaba al mundo, y yo quería gritar: yo, yo, yo.

Tenía ganas de estar con Brian. Me sentía bien con él. Nuestras vacaciones hicieron correr mucha tinta. Todo el mundo quiere saber si me acosté con él durante esa semana. No lo sé. Había ternura, eso es cierto, yo sentía una parte de amor. Pero no, no era físico. No podía serlo de mi parte. Estábamos ahí, en la playa, exhibiéndonos. Y me gustó eso. Me gustó jugar al homosexual. Quería probar mis límites, saber dónde estaba. Como hice siempre. Mi vida es una sucesión de intentos de saber quién soy. Porque siempre estuve perdido. La homosexualidad, la India, la droga, Yoko, todo es lo mismo. Son conceptos a los que me aferré como un náufrago. Si hubiera pensado que amar a los hombres podía salvarme, habría ido corriendo en esa dirección. A fin de cuentas, encontré un equilibrio con Yoko, la mujer más hombre del mundo.

De regreso, las cosas salieron mal. En una fiesta Bob Wooler, un disc-jockey conocido mío, me hizo enojar. Me repetía una y otra vez que todo el mundo decía que yo me acostaba con Epstein. Yo no quería reaccionar, quería mantenerme indiferente. Pero de pronto exploté. Entré en el ataque de furia más loco de mi vida. Necesariamente debía de tener un miedo fatal del homosexual que dormitaba en mí, para transfigurarme de ese modo. Lo golpeé con un bastón, con todas mis fuerzas. Si no se hubieran precipitado sobre mí para detenerme, francamente creo que lo habría matado. Estaba en el suelo, cubierto de sangre. Completamente fuera de combate. A mí me empujaban, me decían que estaba loco. Yo seguía mirando a Wooler que gemía. Y fue esta visión la que lo cambió todo para mí. Fue como un clic. La última vez en mi vida que fui tan violento. Ya había, quizás, matado a alguien en Hamburgo, y ahora volvía a hacerlo. Era capaz de golpear al que me hiciera enojar hasta matarlo. Me fui cabizbajo, diciéndome que había hecho una inmensa estupidez. El tipo me demandó en los tribunales por golpes y heridas, y la prensa habló del asunto. Esta vez todos supieron de mi locura.

En ese momento todo el mundo trataba de hacernos rivalizar con los Stones. Qué idiotez. En primer lugar, éramos amigos, inclusive les habíamos escrito canciones. Y además, yo era cien veces más violento que Mick. Al cambiar nuestro estilo les abrimos el camino a ellos. Ellos tenían el pelo largo, decían palabrotas en el escenario. Nosotros en cambio habíamos tomado la línea de amables y limpios. Pero ellos pasaban el tiempo copiándonos. Cuando sacamos nuestro segundo álbum, fuimos los primeros en poner mala cara en la carátula de un disco. Estábamos en la penumbra, sin sonreír. Era muy osado hacer algo así. Y ellos hicieron lo mismo. Y después, cuando sacamos Sgt. Pepper’s, ellos sacaron Their Satanic Majesties Request. Era casi el mismo concepto. Podría citar cincuenta ejemplos como ese. Los únicos con quienes de verdad rivalizamos fueron los Beach Boys. Recuerdo que habíamos quedado maravillados al escuchar Pet Sounds. Era realmente una obra maestra. Grabamos Sgt. Pepper’s pensando que debíamos superarlos. Cosa que hicimos. Y era lo que hacíamos siempre: explicarle al mundo que éramos los mejores. Brian Wilson, cuando lo escuchó, perdió la razón[7].

Finalmente, el caso Wooler no hizo tanto ruido. Logramos taparlo, pagando. Así se calmó, y no echó a perder nuestra bella imagen de chicos buenos. Éramos respetables. Teníamos todos los honores. Nos invitaron a la gala de la Reina, la Royal Performance. Toda Inglaterra nos escuchó ese día. Antes de tocar, me permití una pequeña broma. Dije que el público en los asientos menos caros debía aplaudir con las manos, los de las primeras filas no tenían más que sacudir las joyas. En aquel momento sonó como algo muy insolente. Pero pasó como una carta por el correo. Porque lo acompañé con una sonrisita tonta. Nos perdonaban todo, nos encontraban graciosos y simpáticos. Por nuestra parte, estábamos realmente felices de todo lo que nos pasaba, lo encontrábamos fabuloso, éramos estrellas, todo el mundo nos reconocía, todo el mundo nos amaba. Y yo me decía que quizás terminaría encontrándome, en alguna parte. Que todo ese circo que tenía lugar alrededor de nosotros sería la clave de mi completo desarrollo. Lo que era ridículo. Ponía en cada día un poco más de olvido de mí. Enterraba mi malestar.

Olvidaba que tenía una mujer y un hijo. Cynthia se había instalado en casa de Mimí. Era una tregua de las hostilidades. Yo no tenía interés en saber nada de ellas. Cuando iba por ahí, mi mujer no me contaba nada negativo. No quería culpabilizarme. Mimí, en cambio, no se reprimía en contarme todo el infierno que vivía Cynthia. Y de rebote un poco del suyo. Julian no dormía casi nunca. Debía levantarse de noche para tratar de calmarlo. Yo escuchaba eso y no me importaba nada.

Pero, bueno, tengo que dejar de hablar de mí subrayando todas mis bajezas. Porque eso fue al comienzo. Cuando se desató el ciclón Beatles. Después traté de hacer el esfuerzo, de volver más agradable la vida de Cynthia proponiéndole que me acompañara en algunas giras. Quizás no era fácil estar conmigo, pero de todos modos había compensaciones. Fui un buen marido, durante las pausas de mi locura. Recuerdo ciertos días en los que me despertaba, extrañamente para mí, con ideas luminosas, y me decía: debo pensar en los demás.

Fue entonces cuando comenzó la fama. La fama de verdad. No la pequeña. No la de la gente que te detiene en la calle para pedir un autógrafo. Hablo de una fama atómica. Lo que se llamó la Beatlemanía. Fue progresivo. Ya nos habíamos habituado a que nos miraran, pero jamás habríamos podido pensar que iría tan lejos. Nada en nuestras vidas volvería a ser igual. No daríamos nunca marcha atrás al anonimato. Al comienzo lo encontré muy extraño. Sobre todo en los lugares públicos. Unos meses antes, cuando entraba a un restaurante, me miraban con desconfianza. Yo tenía el aspecto de un ladronzuelo. La gente se preguntaba qué podía estar haciendo ahí. Y ahora todos se empujaban para verme mejor, todos me sonreían, todos me saludaban. Me instalaban en la mejor mesa. El chef venía a preguntarme qué me gustaría comer. Yo podía decir cualquier cosa, lo primero que me pasara por la cabeza, espárragos con salsa de frambuesas, por ejemplo, y bien, me decía no hay problema señor Lennon. Nunca había el menor problema cuando yo quería algo. Todo se plegaba a mis deseos. Y yo cambiaba de opinión y no tocaba los espárragos. Y eso era como un incidente diplomático. El chef tenía una depresión porque yo no había probado su plato. Yo era el cliente más importante de su carrera. Conmigo todo tomaba proporciones grotescas. Seguramente después le repetía toda la noche a su mujer: «Te das cuenta, dijo que no tenía hambre». Al día siguiente el chef era capaz de hacerme llevar al estudio espárragos a la frambuesa. Con una nota que decía: «Con la esperanza de que hoy sí tenga hambre». Firmado: «Su mayor fan». Todos firman así, entonces yo me pierdo. Deberían ponerse de acuerdo entre ellos. En fin, ya ve que es imposible no volverse un monstruo en esas condiciones.

Lo peor es que el cambio tenía lugar también en nuestras familias. Ringo me contó que una vez había volcado una taza de té en casa de sus padres, y todo el mundo se había precipitado a limpiar. Antes le habrían gritado que tuviera más cuidado. Eso ya no era posible. Y le produjo una gran tristeza. En el seno del hogar ya nada podía ser como antes. Ya no éramos hombres. Éramos Beatles. Lo que vivimos juntos tenía que unirnos para siempre. ¿Quién podría comprenderlo, aparte de los otros tres? ¿Quién más podría vivir en el interior de la Beatlemanía? Éramos como los cuatro pasajeros de una misión espacial, los únicos hombres en haber pisado la Luna de la notoriedad.

Hablo de la familia de Ringo porque es una anécdota que recuerdo, pero hay que imaginarse lo que significó para todas nuestras familias. Era una locura absoluta. Los padres de Ringo estaban muy contentos al comienzo, después se volvió una pesadilla. Todo el día había chicas gritando frente a la casa para que les dieran un pedazo de calcetín de su hijo. La madre dio todo lo que podía. Al fin se vieron obligados a mudarse. A una buena casa, es cierto. Pero en un barrio donde no conocían a nadie. Fue lo mismo para todas las familias. La madre de George se obligaba a responder a todo el correo que recibía, que eran sacos postales llenos. Se volvió un trabajo a tiempo completo: administrar el club de fans de su hijo. La vida de Mimí también se trastornó por completo. Ella que era la reina de la discreción se veía ahora con ómnibus llenos frente a su casa. Miles de fans le suplicaban que autorizara una visita. Mimí me contó que una chica lloró sólo de ver el sillón donde me gustaba sentarme. Trató de ser amable, daba pequeñas cosas que me pertenecían, pero a la larga se volvió un infierno. Las chicas se introducían de noche, acampaban frente a la casa esperando que apareciera por ahí. Mimí se aferró mucho tiempo a su casa, hasta que resolvió mudarse. Le compré una residencia junto al mar. Ella también se quedó sola. Es así. El amor loco de la gente creó muchas soledades.

Y nosotros también estábamos solos. Solos con millones de personas rodeándonos. Como en una burbuja. Éramos número uno en todo el mundo. Nuestra ola lo invadía todo. Y ya era hora de ir a verlo de cerca. Era hora de comenzar las giras mundiales.