Décima sesión

Pasaba algo. Sentíamos con claridad que nuestra reputación levantaba el vuelo. Se hablaba cada vez más de nosotros en Liverpool. Estábamos volviéndonos glorias locales. Había periodistas que nos preguntaban por nuestros gustos y disgustos. Al volver de Hamburgo, todo el mundo estaba asombrado de lo bien que hablábamos inglés: ¡nos creían alemanes! La excitación general estaba justificada. En el escenario lo entregábamos todo. Entregábamos nuestra juventud. Y el público nos devolvía una enorme energía. Eso nos electrizaba. El grupo estaba soldado. Habríamos podido seguirnos aun con las orejas tapadas. Ahora yo sabía que nada nos detendría.

Fue entonces cuando empezamos a tocar en el Cavern Club. Un club minúsculo, que volveríamos inmenso. Había que bajar por una escalera muy estrecha para llegar a la sala. La gente se apiñaba una contra otra. ¡Quizás era por eso que venían! Con la esperanza vagamente erótica de pegarse, de encontrarse en un estrecho cuerpo a cuerpo. Casi no había aire. Y hedía. Una mezcla asquerosa de sudor y el desinfectante que se usaba en los baños. La mayoría de las veces tocábamos al mediodía. La gente venía a escucharnos comiendo un sándwich. Había cada vez más gente. La multitud se apretujaba. Era como en el metro a la hora punta. Y la estación hacia la que marchaba ese metro era el rock. Tocábamos todos los clásicos. Tanto habíamos tocado en Alemania que sabíamos qué temas causaban más efecto. Fue ahí donde empezaron a gritar las chicas. Ahí comenzó la invasión del mundo.

¿Pero qué había que hacer? No sabíamos nada. Decíamos que quizás era hora de grabar un disco. Pero no teníamos la menor idea de cómo se hacía. Cuando lo pienso, me digo que todo fue sencillo. Porque justamente en ese momento entró Brian Epstein en nuestras vidas. Él lo cambiaría todo. Años después, cuando murió en circunstancias sórdidas, recapacitamos un poco. Descubrimos lo que nos había hecho firmar. Era totalmente incapaz para los contratos. En fin, incapaz para con nosotros. Él, por su parte, se hizo millonario. Pero, bueno, había que tener un pie en el futuro para saber que nos convertiríamos en el grupo más rentable de la historia.

Brian tenía una tienda de discos en Liverpool. Un día fueron varias personas a pedirle un disco de los Beatles. Eso hizo que viniera a escucharnos. Era un preciosista. Y no debió de ser muy agradable para él bajar a nuestra caverna. Como Klaus en Hamburgo, visitaba un sitio fuera de sus circuitos. Pero al parecer le gustó, porque volvió. Varias veces. Al fin, se decidió a hablarnos. No parecía muy a gusto. Fue lo que pensé al comienzo, pero poco a poco su encanto actuó. Nos gustó el tipo, que nos parecía educado, serio, refinado. Y judío. Creo que fue el padre de Paul el que dijo que haríamos bien en confiar nuestros asuntos a un judío. Entonces, cuando nos propuso ser nuestro mánager, lo tomamos muy en serio. Sobre todo porque no había otro para el puesto. Nos convenció de que podía, con su red de contactos en la industria del disco, conseguirnos un contrato. Al fin aceptamos unirnos a él por cinco años. Se quedaría con el veinticinco por ciento de todas nuestras ganancias. Cinco años después, ya andábamos por Sgt. Pepper’s, así que puede hacer el cálculo. Pero, en fin, cuando firmamos teníamos realmente la impresión de que era él quien nos hacía un favor.

Me entendí bien con él de entrada. Yo era su favorito, eso era evidente. En su oficina habría sobre todo fotos mías. Creo que me amó desde el primer momento. Inclusive, estoy persuadido de que fue su amor por mí lo que le hizo hacerse cargo de los Beatles. Sin su deseo de meterme en su cama quizás habríamos seguido tocando por siempre en una cueva.

Igual que yo, a él lo habían criado mujeres. Su madre era una especie de diva. Se vestía cada noche para la cena, y era una ceremonia cotidiana que lo fascinaba. Puedo imaginármelo sentado en pantalones cortos en un sillón esperando la aparición materna con los ojos muy abiertos. No supimos de inmediato que era homosexual; no nos importaba, pero el hecho tenía mucho peso sobre su carácter. En la época era un delito. Había que ocultarlo. La sociedad lo obligaba a avergonzarse, lo que provocaba en él comportamientos autodestructivos. Iba a los bares, buscaba pelea, se hacía vapulear. Después de su muerte oímos muchas cosas sórdidas. Había habido una historia fea. Un tipo lo había extorsionado. Para poner fin al calvario, debió confesar su vida a su familia y hacer la denuncia a la policía. Todo eso lo había vuelto completamente neurótico. Se sentía en él algo así como una prohibición de ser lo que era. Una prohibición de existir. Quizás fue por eso por lo que empezó a vivir exclusivamente para nosotros. Brian era increíblemente preciso. Con él todo estaba en su lugar. Nos mandaba notas todo el tiempo, por todo. Era un maniático de la nota. Pero no era sólo un mánager. Se ocupaba mucho también de lo artístico. Había tomado el negocio familiar por despecho. Ya había fracasado en muchas cosas, en el teatro especialmente. Cuando empezamos a pisar fuerte, él tenía el aire del tipo sorprendido que ha ganado la lotería sin jugar. Vivía su sueño, al fin. Éramos su compañía. Muchas de las cosas que construyeron nuestro éxito fueron decisiones suyas. Él nos elegía la ropa, insistía para que usáramos corbata, y sobre todo fue él quien nos impuso que hiciéramos nuestro saludo, los cuatro juntos, al final de cada concierto. Poco a poco dio forma a la imagen Beatles. Toda esa imagen que después yo llegué a odiar. Pues, en el fondo, significó prostituirse. Lo hicimos a contracorriente de todo lo que éramos. Pero tuvo éxito. Sus consejos nos permitieron acceder a la cumbre.

Nos faltaba siempre lo esencial: un disco. Hicimos una maqueta y la enviamos a todas las compañías. Todas la rechazaron. Pero había que hacerlo de todos modos. Nadie quería a los Beatles. Brian insistió ante distintos productores para que vinieran a vernos tocar, pues era ahí donde éramos grandes. Pero no hubo nada que hacer, no querían. Todos esos idiotas se mordieron las pelotas después, cuando los aplastábamos a golpes de millones de discos vendidos.

Lo que nos gustaba de Brian era su optimismo. Estaba completamente seguro de que nos iría bien. Entonces, no nos asustábamos. Decía que sólo había que esperar un poco. Para soportar la espera, nos conseguía cantidad de conciertos. Nos volvimos realmente importantes en toda la región. Hasta hicimos un programa para la BBC, y quedamos atónitos de ver el impacto que tenía. Recuerdo que ese día a Pete lo aplaudieron más que a nosotros. ¿Eso fue la causa? Han dicho que lo echamos porque era más popular, más apuesto, más no sé qué… Han dicho que yo tenía miedo de que él me hiciera sombra. Es cierto que el público lo quería, a Pete. Cosa que yo no comprendía. Era un tipo muy aislado. Después de todos esos años juntos, yo seguía sin conocerlo. Pero debe de haber algo de cierto en esta historia de los celos.

Aunque no fue sólo eso. Tuvimos una propuesta para grabar un disco. Y el productor, George Martin, puso en duda las capacidades de Pete. No lo defendimos ni un segundo. Desde hacía tiempo queríamos a Ringo. Lo queríamos. Lo conocíamos desde Hamburgo. Tenía una personalidad simpática, siempre estaba de buen humor. Y tenía un coche. Sí, parece tonto, pero nos impresionaba verdaderamente que tuviera un coche. Le preguntamos si quería venir con nosotros. Y como estaría mejor pagado que en donde estaba, aceptó. Así de simple. Por unas pocas libras podría haberse negado. Fue así como entró en la aventura, semanas antes de nuestra explosión.

En cuanto a Pete, era como un hijo abortado. Lo echábamos justo antes del parto. Había tocado con nosotros durante tres años, y lo hacíamos a un lado días antes de nuestro primer disco. Nadie se atrevió a decírselo en la cara. Me avergüenzo. Pero el rock es un rejunte de canallas. Mandamos a Brian a hacer el trabajo. Nos contó que Pete había recibido la noticia como un puñetazo en la cara. Había quedado tan aturdido que ni siquiera presentó batalla para conservar su puesto. Le hacía demasiado mal que lo expulsáramos así, sin siquiera tomarnos el tiempo de explicarle nuestros motivos. Me habría correspondido a mí hablar. Era mi grupo. Pero siempre he sido cobarde, siempre hui de las responsabilidades. Y además, era el sálvese quien pueda. Ahora me arrepiento un poco. Y quizás ni siquiera eso: quizás digo que me arrepiento para que usted piense que soy más humano. En el fondo me da lo mismo. Sólo recuerdo que me sentía mal, que todo el tiempo lo estaba evitando. Durante los últimos conciertos todos sabíamos que lo echaríamos, pero yo no decía nada. Me preguntó: ¿hay algún problema? Y yo respondí: no, ¿qué problema? Pero, en fin, mierda, también era culpa suya. Era distante, estaba en plan estrella, no quería cortarse el pelo como nosotros. Seguramente si hubiera sabido adónde llegaríamos habría hecho algo más para integrarse. Para no arruinar nuestras vidas deberíamos vivirlas al revés. Pero no servía de nada buscar motivos. No lo queríamos y eso es todo. Todos nos convencimos de que Ringo era mejor. Sin embargo, George Martin tampoco lo quiso a él en nuestro primer disco. Era verdaderamente humillante. Acababa de llegar, y lo remplazaban en el estudio por otro músico. Pero no pasó más que una vez. Ya formaba parte del grupo.

Los fans de Pete Best trataron de impedirnos tocar. Ringo recibió cartas con amenazas. A George le dieron un puñetazo en la cara. Por un momento nos dijimos que quizás habíamos subestimado el amor del público por Pete. Pero no duró. A fin de cuentas, no cambiaba nada. Pasó el tiempo y se lo olvidó por completo. Años más tarde, Hunter Davies, el tipo que escribió nuestra biografía oficial, un rejunte de estupideces en las que no se podía decir realmente la verdad, nos dio noticias de Pete. Se había hecho carnicero, y ganaba en una semana lo que nosotros ganábamos en menos de un segundo. Saberlo no me dio ni frío ni calor. Me importaba un comino su descenso a los Infiernos. Y además yo estaba mal cuando me enteré de eso. Me sentía asfixiado por la celebridad, no podía hacer nada de modo normal. Estaba enganchado a la heroína. Pensé que la vida de carnicero debía de ser mejor que la nuestra. Pero, como digo, no me importaba saber qué había sido de él. No me interesan los cadáveres que quedan en el camino. Me han preguntado por qué no le dimos una ayuda, después. Por qué no le compramos una casa. Pero es así, no es nuestra vida. Había que ser duro para triunfar, y siempre hay que serlo. Es un sálvese quien pueda, en esta mierda.

Después de su expulsión él trató de formar otros grupos. Pero no funcionó. Mientras tanto, nos volvíamos enormes. Todo el mundo en Liverpool lo conocía como el baterista de los Beatles, así que no podía dar un paso sin que alguien murmurara sobre su fracaso. Le tenían compasión. Era el tipo que casi había sido parte del mito. El más grande cornudo de la historia de la música. Si lo pienso un segundo, me digo que realmente debió de dolerle todo eso. Sé que pasó un año en casa de su madre. Un año sin moverse, tirado en un diván, frente al televisor. Y un día quiso terminar con todo. Quizás después de vernos en la televisión o en los diarios. Era imposible vivir sin ver nuestras caras en alguna parte. Entonces quiso ponerle fin. Me dijeron que tuvo dos intentos fallidos de suicidio. Su destino era fallar. Pero hay una cosa que no se le puede negar, a Best, y fue que no se vengó de nosotros. Nunca lo hizo. Supongo que le habrán ofrecido millones para contar todo lo malo que sabía de nosotros, de la época de Hamburgo, porque él estaba en la primera fila de nuestros extravíos. Y debo decir que esa actitud es muy respetable[6]. Muy distinto de todos los canallas que hacen libros sobre mí, que inventan trescientas páginas sobre una supuesta relación, cuando me los he cruzado apenas dos minutos. Todo el mundo se permite comentar lo que piensa sobre lo que yo pienso, todo el mundo tiene una opinión sobre el modo en que meo, tanto que aun ahora, cuando hablo con usted, no estoy seguro de ser yo.