Sexta sesión

Hace un buen rato que deserté de su diván. Nos fuimos a Japón, varios meses. A ver a la familia de Yoko. Pero, en fin, el viaje no duró tanto. Yo no quería volver aquí. Después de la última sesión, comprendí que quería dejar de hablar. Si venía de nuevo, evocaría la muerte de mi madre. Realmente quería abandonar. Y después, pasó algo. Algo que me sacudió y me sacó de las tinieblas. Ese algo es la muerte de Elvis[4]. Al comienzo, no lo creí. Me dije que no era posible. Hay personas que no pueden morir. O, digamos: hay personas que no tienen el derecho de morirse. Fue como si me anunciaran mi muerte. Me sentí tan cerca de su cuerpo… En estado de comunión con su tránsito: ¿quién podría comprenderlo mejor que yo? Yo, y los otros tres Beatles. Vivimos la misma locura y la misma histeria. Supimos de eso que desarraiga a un hombre del resto de los hombres.

Hace unos días leí un artículo en el que me comparaban con Elvis. Si yo había desaparecido de los medios, era por ser gordo como él. Y calvo. Sí, según el periodista no hacía más discos porque no tenía más pelo. Corren tantos rumores sobre mí… Como si necesariamente fuera patológico no dar más noticias, o no hacer más música. Si se da el caso, no volveré nunca. Seré la Greta Garbo del rock. No hay nada que decir. Soy sólo un artista que hace una pausa, que se ocupa de su hijo y vuelve a verlo a usted porque le afectó la muerte de Elvis. Si soy el que soy, es porque Elvis fue el que fue. Él dinamitó mi vida. No olvidaré la primera vez que lo oí. Creí que mis orejas tenían piernas. Que se ponían a correr en mi cerebro y en mi cuerpo. Todo eso está tan ligado a mi madre. Cuando retomé contacto con ella, empezamos a salir juntos. Ella se volvió mi heroína absoluta. Me fascinaba. Era tan hermosa, tan libre, tan loca. Era como una hermana mayor para mí. Hablaba con toda libertad de sus deseos, cosa que a veces me incomodaba, pero creo que en el fondo me gustaba que me escandalizara. Me decía que su libertad de palabra era el terreno de nuestra connivencia. Me permitía escapar de la crisálida de buenos modales de Mimí. Mi madre bailaba, cantaba y tocaba el banjo. Fue ella la que me enseñó los primeros acordes. Así fue como entró la música en mi vida. Al comienzo había cierta dificultad en comunicarnos, era tan extraño reanudar de pronto una relación después de diez años de ausencia. Entonces los discos hablaban en nuestro lugar. Y sobre todo Elvis. Lo escuchábamos y de inmediato se creaba una calidez entre nosotros. Algo rompía el hielo y nos hacía movernos. Elvis era nuestra terapia. Y Elvis me despertaba de mi letargo. Cuando íbamos al cine, veíamos imágenes de chicas gritando, y ahí comprendí que ser una estrella era una buena profesión. Todos queríamos ser Elvis, y yo estaba lejos de imaginarme que no sólo sería Elvis, sino que lo superaría al punto de relegarlo al pasado.

Para mí, ese primer período de Elvis siempre ha sido el mejor. Cuando le cortaron el pelo le cortaron las bolas. Nunca debería haberse alistado en el ejército. Quiso probar que era como todo el mundo, que era patriota, ¡qué idiotez! Quizás ahora es fácil juzgar. A nosotros no nos confrontaron con esa elección. Tuvimos una suerte increíble. Una suerte que lo permitió todo. Se sabe poco, pero la supresión del servicio militar en Inglaterra fue lo que permitió que existieran los Beatles. Dada nuestra diferencia de edad, nunca podríamos haber tocado juntos. Ringo y yo nos habríamos ido. Un año después le habría tocado a Paul, y al año siguiente a George. A veces tienen buenas ideas, esos ingleses imbéciles. Cuando Elvis volvió a los Estados Unidos, su público había cambiado un poco. Las chicas ya no eran las mismas. Quizás ya no se excitaban con él. El servicio militar, la sumisión a las órdenes, eso tiene que borrar un poco el aspecto sexual de la transgresión. En fin, trato de encontrar excusas, pues la verdadera razón de su decadencia fuimos nosotros.

Soñábamos con los Estados Unidos, pero decíamos que iríamos allá sólo cuando fuéramos el número uno. No antes. Y fue lo que pasó con «I Want to Hold Your Hand». Lo recuerdo bien. Estábamos en París, tocábamos frente al peor público posible, y allí Brian nos anunció la increíble noticia. Todo lo que nos pasaba era grandioso, pero esto era el Grial. Todo se enloquecía. Unos años antes habíamos pasado unas vacaciones en París, con Paul. Allí habíamos tenido nuestra primera gran emoción erótica al descubrir una camarera con pelos en las axilas. Eso nos había fascinado. Debíamos ir a España pero anulamos todo sólo para ir a ver a esta chica todos los días. Tomábamos cerveza durante horas, esperando que ella levantara los brazos. Durante esa estada dormimos en hoteles de mala muerte, y anduvimos con putas en Montmartre. Y ahora, tranquilamente instalados en el George V, nos enterábamos de nuestra conquista de América. Lo repetíamos todo el rato. Cada diez segundos decíamos: «¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta?». Estábamos como idiotas. Sabíamos que era el momento de ir. El país que tanto nos fascinaba nos estaba esperando. Pero no podíamos imaginar que tendríamos semejante recibimiento. Llegamos en un clima de histeria general. Es algo que se queda en uno: la impresión de ser esperado por decenas de miles de personas en un país que nunca habíamos pisado. En todo el mundo era lo mismo.

Estuvimos en el Ed Sullivan Show, el programa más importante del país. Se batió el récord de audiencia. Más de setenta millones de telespectadores, creo. Antes de que empezáramos a tocar, Sullivan leyó un mensaje de Elvis. Nos daba la bienvenida, aunque le daba por el culo que nos plantáramos en su terreno. Después de todo, él no iba a plantarse en Inglaterra. Ese mensaje al comienzo del programa fue una idea de su mánager, el coronel Parker, para hacer creer que era un contrincante leal. Años más tarde supimos que había hecho de todo para perjudicarnos. Le escribió a Nixon para decirle que nos drogábamos y que éramos antinorteamericanos. Pero no sirvió de nada. Destronamos al rey. Durante toda nuestra primera gira, preguntábamos todo el tiempo: «¿Dónde está Elvis? ¿Dónde está Elvis?». Se había vuelto nuestra broma favorita. Veíamos a todo el mundo, a los artistas más grandes, a las estrellas inaccesibles, todos querían conocernos, pero Elvis nunca aparecía. Brian trató de organizar el encuentro con Parker, pero siempre había algún problema de lugar, de logística. Nosotros lo deseábamos. Era nuestro maestro, nuestro dios. Amábamos los Estados Unidos porque era su país. Pero nada que hacer; nos dejaba esperando. Hasta el momento en que se decidió. La mañana del encuentro, me desperté con el rostro de mi madre ante los ojos. Ella había llamado Elvis a su gato. Habíamos pasado tantas tardes escuchando sus discos. Pensaba más que nunca en el miserable que la mató. Me decía que si ella estuviera viva, habría podido abrir los ojos al sueño conmigo.

El encuentro tuvo lugar en una casa que él alquilaba en California. Debía de estar filmando uno de sus innumerables bodrios. Lo rodeaba una corte nutrida. Nosotros en cambio íbamos con poca gente, cosa que yo prefería. Nos sentamos alrededor de él, como si fuera una especie de gurú. Ahora pienso que debíamos de tener aspecto de idiotas, mirándolo como lo mirábamos. Pero, bueno, era Elvis. No sonreía, no hacía nada para hacernos sentir cómodos. Era un poco un Yalta de la música, una reunión cumbre. La reunión de dos mundos muy diferentes. Al fin se levantó y empezó a hablarnos de su mobiliario. Alucinamos completamente al ver un billar en la sala, y hasta creo que había más de uno. Y después, sobre todo: los televisores. Fue ahí donde vi por primera vez un mando a distancia. Nos mostró cómo funcionaba. Estábamos con Elvis, y nos extasiábamos con un aparato que podía cambiar los canales a distancia. Poco después, debí de decir algo que lo irritó. No lo hice a propósito. Mencioné sus primeros discos, dando por sentado que él hablaría del tema. Me miró con un aire que decía: ¿pero quién eres tú, pequeña basura, para darme consejos? Su sonrisa tenía la dimensión de un asesinato cortés. Fue realmente una reunión extraña. Era cálida, calma, simpática, y sin embargo había algo de violento por debajo, un suspenso subyacente. Elvis se fue relajando poco a poco, sonreía, pero a sus ojos seguíamos siendo cuatro canallitas ingleses que le habíamos birlado su lugar. Finalmente, como la charla languidecía, nos pusimos a tocar un poco. Unas pocas canciones, sólo para no tener que confesar que no pasaba nada extraordinario en la reunión. Apareció un instante su mujer; era tan raro, era como el billar, Elvis nos la mostró, y ¡hop!, ella tenía que regresar por donde había venido. ¿De qué tenía miedo? ¿De que se la birláramos también? Curiosamente, viendo el aspecto de animal triste de Priscilla, pensé en Cynthia[5]. Era nuestro único punto en común, quizás. Teníamos las mismas mujeres. Mujeres que vivían a la sombra de nuestro ego. No le dijimos cuánto lo admirábamos. Él lo sabía muy bien. No queríamos lisonjearlo, mientras que él por su parte no fue capaz de decirnos una palabra sobre nuestra música. Eso no importaba. Esa noche éramos fans. Sólo que fans más famosos que su ídolo. Años atrás, yo había hecho todo para parecerme a él. Me hacía el tupé, usaba chaqueta de cuero y unos vaqueros remangados. Tenía aire de duro, de lo que se llamaba un Teddy Boy. Mimí se ponía loca de verme así. Confiaba en que fuera una crisis de adolescencia, y en que pasara. Pero yo sabía que me afirmaba. La música me había despertado, y sería para siempre. Sin embargo, trataba de tenerla siempre contenta. Ella no estaba al corriente de todo lo que yo podía hacer. Su amor fue como una frontera, una suerte de límite a mis extravíos. Hace años que no la veo, pero la llamo a menudo, me entero de sus cosas. Siempre me dice lo mismo. Dice que nunca termino mis frases, y que soy demasiado generoso. Creo que ya se ha acostumbrado a lo que soy. Lo que la exasperaba era la guitarra. Decía que eso no me llevaría a nada, que perdía el tiempo. Su frase exacta, que se hizo famosa, era: «La guitarra está muy bien, John, pero no te ganarás la vida con ella». La recuerdo porque la enmarqué y se la regalé. La colgó sobre la chimenea.

Para no apenar a Mimí, no le decía que veía con frecuencia a mi madre. Ella me quería como una madre, y sentía el temor maternal de perderme. Pero no pudimos ocultárselo mucho. Andábamos por toda la ciudad. Y mi tía descubrió la verdad. Hubo una discusión muy fuerte entre las dos hermanas. Mimí acusó a mi madre de sabotear todo lo que había hecho por mi educación. Nunca había estado presente, y de pronto reaparecía para ser una mala influencia. Yo estaba en plena crisis de adolescencia, el momento de los sentimientos injustos, entonces es cierto que no soportaba más a Mimí. Quería terminar con esa vida estrecha. Mi madre era como una bocanada de aire. Después de la discusión que tuvieron, decidí mudarme con ella. Recuperaba mi lugar en la foto. Pero no duró mucho. Dykins vio con malos ojos mi regreso. No se negaba a que su mujer viera a su hijo, pero no quería tener que soportarlo todos los días. Comprendí pronto que no funcionaría. Quiero decir: no hubo discusión. Me fui antes de que empezaran los problemas. Me han rechazado tanto que soy capaz de oler el rechazo antes de que se manifieste.

Durante varios días había dejado a Mimí sin noticias. Puedo imaginarme cuánto debió sufrir al encontrarse de pronto sola. Volví una noche, sin hacer ruido. No vi a nadie en el salón. Ella debía de encontrarse en su dormitorio. Me quedé un instante ante su puerta dudando antes de llamar. Pero no había nada que decir. Fui a acostarme. Mi cuarto estaba perfectamente ordenado. Las sábanas limpias. Siempre había habido algo frío allí, pero en ese momento ese frío me conmovía profundamente. Ese frío era el lugar donde más me habían querido en toda mi vida. Me dormí, agotado. Al día siguiente, temía un poco la discusión con Mimí, pero ella ya se había ido. En la mesa de la cocina, me esperaba mi desayuno con todo lo que me gustaba. Había tanta delicadeza en la preparación de esa comida. Esa visión me emocionó hasta las lágrimas. Después de eso, tuve cuidado de protegerla más. Pero era difícil. Ella no podía dejar de ver que yo iba mal en los estudios. No pensaba más que en la música. Y seguía viendo con frecuencia a mi madre. Tocábamos juntos. Escuchábamos discos en su gran fonógrafo a manivela. Ella era tan exuberante y tan ingeniosa. Un día, recuerdo que dibujó una enorme mariposa amarilla en el baño. Arriba había escrito: «Si quiere que sus dientes tengan el color de la mariposa, es fácil: no los cepille». Cuando nos veíamos las horas pasaban rápido. Y yo sentía como una herida el momento en que debía irme. En que debía dejarla. Eso me hacía más evidente su actitud: me había abandonado. Mi amor se transformaba entonces en un terrible sufrimiento. Estaba perdido, no sabía qué pensar, no quería verla más, me había hecho demasiado daño, y después la necesitaba, la necesitaba como no había necesitado nunca a nadie, y quería verla lo antes posible. Era la coreografía incesante de mi corazón. En el fondo estábamos tan cerca uno del otro, éramos tan idénticos. Ella había sido la oveja negra de su familia, y cuando veía las malas notas en mis boletines del colegio parecía casi orgullosa. Me valoraba por lo que yo era. Me hacía comprender que la vida nunca estaba donde los otros querían que estuviera. Cada cual debía recorrer su propio camino, sin economizar los dolores potenciales. Y fue ella la que me impulsó a formar mi primer grupo. Creo que quería vivir a través de mí lo que no había podido vivir ella. Había querido cantar, actuar en un escenario. Lo hizo a veces, antes de abandonar. No sé realmente por qué. Tanto le dijeron que hacía las cosas mal que al fin decidió ser madre y ama de casa y nada más. El viento de la realidad se llevó el sueño de gloria. Ahora, me motivaba. Les dije a algunos amigos que seríamos ricos y famosos, y que todas las chicas se enloquecerían por nosotros, con lo que logré que todos quisieran estar en el grupo. En referencia al nombre de nuestro colegio, lo llamé The Quarry Men. Y así comenzó la historia de los Beatles. Podría precisar que comenzó en el retrete. Creo que nunca lo conté, pero fue en el baño del colegio donde anuncié el nacimiento del grupo.

Empezamos a ensayar. Seguramente debió de ser patético al comienzo. Y hay que decir que no me ayudaban los discapacitados que me rodeaban. Pero había buena voluntad, y yo tenía fe. Como nunca antes la había tenido en nada. Se instalaba en mí una densidad. Y me sentía protegido. Comprendí muy pronto que estar en un grupo era tener una coraza. La vida en banda permitía no seguir solo, no seguir enfrentando las situaciones de manera autónoma. Lo que me daba una gran fuerza. No podía sucederme nada más. Fue esa sensación de fuerza la que hizo de mí un líder. Había cambiado, y las miradas sobre mí también eran diferentes. Sobre todo las de las chicas. Era tan raro ver eso. Empezaban a rondarme. Recuerdo una que me seguía por todas partes. Debí de acostarme con ella una vez o dos. En aquel entonces, me gustaba llevar a las chicas detrás de un arbusto… En cierto modo era… mi zarza ardiente. Pero no quería compromisos. Una pequeña pelirroja había ido directamente a ver a mi madre. Tuve que pedirles a mis hermanas que inventaran algo para que se fuera. Ahora que vuelvo a pensarlo, me digo que aquella chica fue mi primera groupie.

Durante meses ensayamos temas conocidos. No había modo de encontrar los acordes ni las letras que se necesitaban. Lo hacíamos como mejor podíamos. Pero no era grave, no nos preocupaba la precisión. Lo que contaba era la energía. Tocamos aquí y allá, en lugares imposibles, hasta el día en que nos llamaron para tocar en la fiesta parroquial de Woolton. Estábamos felices, porque sabíamos que habría mucha gente. Era el 16 de julio del 57. Difícil no recordar la fecha. Todo el mundo me la repite desde hace años. El programa de la jornada era delirante. Creo que la culminación del espectáculo era la exhibición de perros policía entrenados. O las animadoras finlandesas, no sé bien. Recuerdo sobre todo mi angustia porque Mimí había venido a escucharnos por primera vez. Mi madre también estaba, como en todos los conciertos. Me puse a tomar cerveza, mucha, mucha, y con el calor el alcohol se me subió a la cabeza. Pero en el escenario dejé de sentir náusea. En el escenario, entraba en otro cuerpo.

Ese día era el rey del mundo. Hacía algo que me gustaba, todo el mundo me miraba, las chicas se reían, yo bebía y escupía, y me disponía a despertar a esa podrida ciudad de Liverpool. Después de tocar, nos reunimos los músicos. Ivan, uno de mis amigos, vino acompañado de un chico. Un chico con cara de bebé lindo. Me quedé mirándolos un instante. Ivan sólo dijo: «Quiero presentarte a alguien. Se llama Paul». Entonces ese Paul me tendió la mano y se presentó: «Paul McCartney». Así fue. Así entró Paul en mi vida. En ese momento el destino me bendijo. ¿Habría ido tan lejos sin él? No lo sé. Pero, en fin, en ese momento no podía imaginar lo que vendría. Si usted hubiera visto su cara, una cara de niñato virgen, no habría anticipado nada grandioso.