Soy un amo de casa, una especie atípica. Y soy tan carismático que voy a lanzar la moda. ¿Quiere oír mi opinión? El futuro del hombre es volverse mujer. Se van a invertir los roles. Y a mí eso me viene muy bien. Me siento mujer. Y me siento niño también. No soy un adulto. Nunca he tenido dinero en el bolsillo, no tengo ninguna noción del precio de las cosas, nunca he tenido que conservar nada. Ni siquiera los números de teléfono: nunca soy yo el que marca. Siempre me han llevado a alguna parte, depositado allí, y después me han llevado de vuelta a casa. Y hasta podría decir que a menudo me han metido en la cama. Soy alguien a quien se lleva y se trae. Alguien que no ha realizado el menor movimiento autónomo desde hace más de diez años. Con la paternidad activa, comienzo a integrar el sentido de las responsabilidades, y ahora llego a tener opiniones concretas, hasta sobre las tareas del hogar. Es una forma honesta de la dicha.
En una época, Yoko se empeñó sinceramente en que yo me volviera un hombre. Para ella, eso quería decir conducir. Recorrer las rutas sin chófer. Partimos por la carretera con Julian y Kyoko[3]. Qué recuerdo atroz. Estábamos en Escocia: o sea que había niebla. No es posible viajar en coche por Escocia. Deberíamos haber ido a Los Ángeles, donde las rutas son rectas y anchas. Y los autos son automáticos. En fin, quizás esa niebla la inventé. Quizás fue mi miedo a lo desconocido lo que transformó la carretera en nubes. En un momento, creí ver otro vehículo que se precipitaba hacia nosotros. Giré bruscamente, y caímos a la banquina. Faltó poco para que nos matáramos. Por suerte a los niños no les pasó nada, pero Yoko estuvo unos días en el hospital. Al salir, tomó la decisión de poner los restos del auto en medio del jardín. Como no lo había lavado, se veían todavía las manchas de sangre en los vidrios. Era una obra de arte. Y así podíamos despertarnos todas las mañanas con la visión de nuestra supervivencia.
«Supervivencia» es quizás la palabra de mi vida. Sobrevivo, como todas las estrellas de rock que todavía no se murieron. ¿Cuántos cadáveres contamos en nuestro ejército? Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison y tantos más. De todos modos, sé muy bien que sin Yoko yo estaría en esa lista. Ella me acompañó en mi deriva, y eso lo cambió todo. Rara vez se muere a la par.
Antes de Yoko, estaba muy solo. El abandono de una madre condena a un hombre a la soledad. Cuando volví a casa de Mimí, después del episodio de Blackpool, recuperé mi pequeño nido aséptico. Y lo hice todo para olvidar. Es lo que ustedes llaman denegación, ¿no? En fin, el nombre no tiene importancia. Había que encontrar el modo de anestesiar el dolor. Y yo hice más: me apliqué a no ver. Desde los diez años usé gafas, pero estoy seguro de que mi vista comenzó a deteriorarse a partir de los cinco. Estoy seguro de que todo estaba relacionado con mi voluntad de difuminar una realidad que había sido demasiado violenta conmigo. Más tarde, tuve vergüenza de usar gafas. Al comienzo de los Beatles, nadie me vio llevarlas. Gracioso, cuando se piensa que ahora mis caricaturas son una nariz y unas gafas. En su momento eso no correspondía al rock. Al final de mi adolescencia, cuando salía de casa de Mimí me las quitaba, y pasé años en la bruma, años tropezándome con todo. Quizás así me volví artista, soñando lo que veía. Inventando la realidad. Todos los escritores usan gafas, y se piensa que es porque leen mucho. Estoy convencido de lo contrario: porque no ven nada, desarrollan las capacidades necesarias a la escritura.
Yo soñaba con ser escritor. Mis primeras revelaciones artísticas se las debo a Lewis Carroll, del que ya le hablé. Alicia en el país de las maravillas seguramente es la obra que más me influyó. Es un universo que no deja de viajar en mí, exaltando lo único que me aliviaba: la distorsión de la realidad. Dentro de mi cabeza se formaban historias con monstruos y conejos rosados. Comencé a dibujar pequeños cómics, y los escondía en un rincón de mi cuarto. O bien los escribía en código, por si Mimí los descubría. No quería que ella supiera nada. Y ella siempre juzgaba mal todo lo que yo hacía. La locura que se instalaba en mí, sin embargo, no era otra cosa que la visión que yo tenía de la ciudad. No sé si tenía relación con el fin de la guerra, pero Liverpool estaba lleno de rengos y desdentados. La pobreza provocaba toda esa deformidad ambulante. Y a la noche tenía pesadillas en las que me arrastraba a través de las sombras y la bosta. Tantos de mis recuerdos son recuerdos de pesadillas…
Sin embargo, vivíamos en un barrio decente. Yo era un pequeño burgués, en una casa con un trozo de jardín. Cosa que no pasó con los otros Beatles. Ellos eran verdaderos proletarios. Las imágenes atroces de mi ciudad debía verlas sólo cuando salía a la calle. Dos veces por año Mimí autorizaba una gran expedición. Yo me arreglaba. Tenía la impresión de que mi vida era emocionante. Íbamos a ver el gran desfile de Navidad en el Liverpool Empire. Y después, en verano, había otra gran salida. A menudo era para ir a ver una película de Disney. Ahora me pregunto cómo hice para pasar todos esos años con tan pocas distracciones. Esos años de morir de tedio en el jardín, esperando a tener ganas de mear para regar las flores. Algunos han visto en mí un príncipe de la exuberancia, y les sorprendería saber que todo eso nació de un gran mutismo. Vivía recluido. Pasaba días enteros sin hacer nada, y contemplaba la soledad. Nací de esa soledad. Se piensa que para llegar a ser artista hay que leer, escribir, observarlo todo. Mi imaginación echó raíces en la nada. Los artistas nacen de la nada.
Exagero un poco, quizás. Nuestras infancias suelen volverse desiertos cuando se las evoca. Al menos había visitas. Yo tenía primos y primas. Era fácil divertirse. Yo hacía el payaso, o el matón, cualquier cosa para que me vieran. Con la familia no tenía que sufrir la pregunta que oí durante toda mi infancia: «¿Por qué vives con tu tía?». Ni un día sin que alguien me hiciera esa condenada pregunta. ¿Qué debía responder? ¿Que a mi madre la habían echado como a una sucia puta? No sabía qué responder, entonces me callaba, o empujaba al idiota que me hacía la pregunta. Todavía no pegaba, pero creo que así fue como nació una cierta violencia en mí, a causa de la excitación incesante de los otros. No comprendía por qué todos querían saber siempre algo, por qué siempre tenía que haber un imbécil al que le interesaba saber por qué mi madre no estaba conmigo. Conocí mucha violencia más tarde, en Liverpool y en Hamburgo, por supuesto. Pero esta violencia, la de las palabras y las miradas que te hacen sentir que eres diferente, la siento todavía hoy, y me hiela como la premeditación de un asesinato.
Eso influyó en mi sentimiento de saberme diferente. Oh, sí, era diferente. Desde el principio supe que yo era un genio. Tenía en mí la dosis de sufrimiento necesaria para la formación del genio. No creo haber cambiado con la fama: son los otros los que cambiaron. Fue el mundo entero el que de pronto comprendió quién era yo.
El genio comenzó con visiones. No era más que una cuestión de la percepción de las cosas. Yo era John en el país de las maravillas. Un país del que yo era Dios. El sentimiento de mi poder se formó ahí, y no hice nada por ocultarlo. Sin embargo, nadie veía mi mutación. Estaba convencido de que saltaría a la vista de todos, pero no, yo seguía invisible. El genio se forma como una enfermedad solapada. Me roía desde dentro, lo sentía, pero necesitaba tiempo todavía para hacerlo evidente. A veces temía estar loco. En la cama, me contaba historias y a veces me reía, o lloraba, ya no sé. Mi sensibilidad mezclaba mis lágrimas. Ya no había ninguna frontera entre mis emociones.
Mimí me repetía que yo era un pequeño loco, y eso comenzó en el jardín de infancia. Hacía los castillos de arena inclinados. Debí de robar biberones o birlar meriendas, porque me acabaron echando. Mi tía tuvo que cambiarme de arenero. Recuerdo que desde la más tierna edad se nos hacía pasar por un examen en el que era imprescindible no fallar. A los seis años ya nos estaban amenazando con una vida de mierda. La mayoría de mis maestros me angustiaron. Y al crecer empeoró. Todos me miraban como si yo fuera un retrasado. No, no todos, pero casi todos. En secundaria, querían que estudiara para médico o dentista. Como si yo hubiera tenido ganas de meter la nariz en la jeta de la gente todo el día. Para ellos era la realización mayor de la vida. El orgasmo de la vida profesional. Pero, bueno, si así hubiera sido yo habría sido el más grande dentista de todos los tiempos. Habría revolucionado el modo de hacer puentes. Habría llenado estadios con público mirándome extraer una muela. Yo sería grande, pasara lo que pasara.
Si afuera era un pequeño demonio, en casa no montaba jaleo. Quería ser amado. Quería ser el pequeño John de Mimí, quería verla contenta. Ella me hacía sentir el peso de todos los sacrificios que hacía para ocuparse de mí. Entonces yo debía ser rentable. Debía devolver el dinero de su bondad. Ser un buen chico. Cosa que era, seguramente. Tenía mucha debilidad en mí, ligada a mi emotividad. Todo me hería. Mi fragilidad era mi miedo. Mi introversión venía de ahí: no quería que me abandonaran todavía.
Me llevaba muy bien con George, mi tío. Nunca se comportó como un padre, sino más bien como un hermano mayor. Mimí era dura, él era mi aliado; muchas veces me defendía. Entre nosotros había una verdadera connivencia. Escuchábamos juntos la radio, me daba a probar alcohol, y hasta me regaló una armónica. Había vivido y viajado mucho, lo que me fascinaba. Lo amaba, y lo sigo amando. Hablo de él, porque creo que fue gracias a él que llegó el fin de mi infancia. Murió de golpe. Fue el primero de una larga serie trágica, esta serie que hace de mi vida un camino angosto entre cadáveres. Murió sin aviso, de una hemorragia en el hígado. Estábamos ahí, hablando, y no recuerdo bien qué pasó, pero en unos minutos todo había terminado. Mimí se derrumbó, y yo no sabía qué hacer. No creía que ella pudiera llorar. Nunca había imaginado que pudiera tener un corazón que sangrara. Horas después del drama, subí a mi cuarto con una de mis primas. Y nos pusimos a reír. Me avergüenzo todavía hoy de esas risas. Me repugnan. No sabíamos por qué nos reíamos, pero estábamos ahí, como si la muerte no significara nada para nosotros. Yo estaba perdido, y no sabía qué había que hacer. Lo que acababa de suceder no me parecía posible.
A Mimí la rodearon la familia y los amigos. Pero las cosas pronto retomaron un curso normal. Era extraño. Ella era capaz de hacer bromas sobre el cadáver todavía caliente de su marido. Yo le debo mucho de mi cinismo. A mí me parecía tan extraño ver que la muerte no nos mataba. Fue en esta época que mi madre empezó a visitar con más frecuencia la casa. Su presencia me molestaba. A veces no quería verla y me iba a esconder en el jardín. Otras veces me quedaba ahí, plantado frente a ella, idiota de admiración. Tanto me habían repetido que no había que hacer preguntas, que no sabía nada de ella. En fin, sí, sabía lo esencial: vivía con Dykins y tenía dos hijas. Pero no sabía siquiera su dirección. Fue uno de mis compañeros de escuela el que me dijo dónde vivía. Entonces supe que su casa estaba enfrente de la nuestra. Me hizo mucho mal darme cuenta de que ella había estado tan cerca todos esos años en que yo había sufrido a muerte su ausencia. Pero yo era como todos los niños que se inventan historias para no odiar a sus padres. Transformé este descubrimiento tan hiriente en una noticia positiva: mi madre estaba muy cerca de mí, y yo no tenía más que cruzar el parque para verla. Cosa que hice un día. Toqué el timbre de su puerta. El corazón me latía como si fuera a estallar, como para una cita amorosa. Ella abrió la puerta y me miró fijo. No sé cómo describir ese instante. Se quedó inmóvil, seguramente paralizada por la sorpresa. Y de pronto me tomó en sus brazos susurrando: «Mi chico, mi chico grande». Yo no esperaba en modo alguno algo tan efusivo, y me esforcé para no mostrar mi emoción. Quería aparentar ser un hombre frente a mi madre. Ese momento me llenaba de una alegría inmensa, pero era una alegría mezclada. Era una alegría que me devastaba. ¿Cómo podía mostrarme tanto afecto, ella que nunca había intentado verme siquiera? Sonreía, seguía sonriendo, y comprendí que no era el momento de hacerse preguntas. Simplemente había que saborear la belleza de nuestro reencuentro. Era instintivo, era fuerte. Los diez años de nuestra separación se esfumaban. El presente, con su furiosa evidencia, expulsaba el pasado. Los dos lo comprendimos ese día, lo sé. Lo vi en su sonrisa y en su alivio. No nos dejaríamos nunca más. Ella sería el centro de mi vida. La eternidad del amor maternal comenzaba al fin.