Tercera sesión

No he dejado de pensar en usted, y cuando pensaba en usted, eso quería decir que pensaba en mí. Pensaba en todo lo que le había dicho. Por primera vez he hablado de mi infancia de una manera calmada. Toda mi vida he querido tapar mis emociones con palabras. Todas mis canciones, como usted sabrá, son autobiográficas. Casi todas. No puedo expresar nada artístico si no es personal.

Han pasado unos meses desde mi última visita, y mi vida sigue exactamente igual. Al fin puedo vivir días que se parecen unos a otros. Descubro la rutina maravillado. Escapo así a los extravíos del pasado. Ayer por la noche Mick Jagger pasó un mensaje bajo la puerta. Quería verme. Pero no lo llamé. Yoko me confirmó que hago bien en terminar con todo eso. No tengo más ganas de salir, de beber, de buscar una puta o una groupie para la cama. Aunque no es tan fácil negarse. Es como una tentación que uno sigue cargando. Los años tienen la perfidia de embellecer lo que era negro. Es fácil dejarse vencer por un recuerdo. Siento fuerzas para resistirme, pero a veces paso días enteros fumando, caminando en círculos, y me digo que bastaría muy poca cosa para hacerme saltar por la ventana. Es perfectamente posible experimentar, en el centro de una inmensa felicidad, pulsiones suicidas.

Es curioso ver los puentes que unen épocas de una vida. Ahora tengo la impresión de vivir de nuevo mi adolescencia. Entonces me quedaba horas en mi cuarto, sin hacer nada. Estoy seguro de que el tedio de los años cincuenta fue el motor de la explosión psicodélica de los sesenta. No puede imaginarse cuánto me aburrí en mi infancia. No tenía otro escape que inventar mundos. Estaba fascinado por Lewis Carroll. Sentía que en mi cerebro bullían mecanismos que podían propulsarme hacia vidas paralelas y maravillosas. Debía buscar los escondrijos emotivos de mis sueños. En el fondo, actué del mismo modo con la droga, más tarde. De niño, me drogué con la imaginación, lo que era menos nocivo. Había que poner colores sobre cada cosa para luchar contra la hegemonía del gris.

Al comienzo me resultó muy raro vivir en casa de Mimí. Debí de pensar que sería por dos o tres días, como ya había pasado. Toda mi infancia la viví con el sentimiento de lo provisorio. Siempre estaba a la espera de que pasara algo. Pero no comprendía por qué me encontraba ahí. Mi madre no me había explicado nada. Y yo no me atrevía a hacer preguntas. Los niños no deben interrogarse sobre su vida, ¿no? No tienen que ponerle nombre a sus inquietudes. Son los adultos quienes deben dar las respuestas. Yo estaba en la niebla. Me decía que seguramente sería por causa de Dykins. Me decía que él no me quería. ¿Yo le repugnaba, quizás? ¿Sería mi cara la que no le gustaba? Mi madre había tenido que escoger entre los dos, y yo había perdido. Después de todo, yo sólo era su hijo.

Fue entonces cuando volvió mi padre a Liverpool. Fiel a su costumbre, aparecía de la nada. Debió de irritar a Mimí. Se había librado de mi madre, pensaba haber pasado lo peor, pero no era así, pues mi padre vino a buscarme. Ella debió de intentar algo para espantarlo, pero no había nada que hacer. Era mi padre, podía llevarme cuando quisiera. Yo era más un objeto que un niño. Junté rápido mi ropa y me fui con él. En mis recuerdos, Mimí nunca mostraba su tristeza. Debió de despedirme con una gran sonrisa y decirme que era maravilloso que yo me fuera con mi papá. Él dijo que me llevaba por unos días nada más. Estaba de vacaciones, tenía un poco de dinero, y quería disfrutar de su hijo. Así fue como nos encontramos en Blackpool, los dos. Yo encontraba tan sublime que mi padre, ese héroe, volviera de los mares sólo para buscarme. Podríamos haber pasado una semana encerrados en el baño, me habría encantado igualmente. Nos fuimos juntos, padre e hijo, y yo estaba orgulloso, sí, estaba orgulloso. Ni por un instante dudé de sus intenciones.

Blackpool era un pequeño balneario realmente bueno para pasar las vacaciones. Paseábamos, jugábamos al fútbol. Mi padre tenía un amigo que pasaba a vernos con frecuencia, y debían de vaciar las botellas en cuanto me dormía. Yo vivía días que no tenían nada que ver con mi vida en casa de Mimí. No se dormía a las mismas horas, no se comían las mismas cosas, ni siquiera se hablaba del mismo modo. Mi padre quería hacerlo todo para acercarnos. Comprendí más tarde su maniobra: quería volver a anudar el lazo familiar con el fin de recuperar a mi madre. La amaba todavía, y le ponía enfermo saberla con otro. Ahora que la había perdido, quería empezar a triunfar justo donde había fracasado. Siempre lo hizo todo al revés, y debo decir que heredé eso de él. Mejor no contar con nosotros para enfrentar un problema por donde hay que enfrentarlo. Pero yo me divertía con él. Tenía una locura tranquila. En el fondo, siempre pensé que mis padres estaban hechos para entenderse. Eran muy parecidos. Locos simpáticos. Y yo soy el fruto lógico de esa unión.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero al fin Mimí empezó a inquietarse seriamente. Sobre todo porque no sabía siquiera dónde estábamos. Mi padre no se comunicaba con ella. Ya no tenía aspecto de vacaciones, sino de secuestro. En fin, no un secuestro, porque era mi padre. Digamos que retomaba súbitamente su derecho de custodia, sin haber prevenido a nadie. Asustada, Mimí fue a ver a mi madre para explicarle la situación. No sé cómo hizo Julia para encontrarnos, pero lo cierto es que una mañana apareció en nuestro apartamento. Me echó una mirada, y empezó a gritarle a mi padre. Padres normales habrían intentado entenderse de modo más discreto, pero a ellos no les importaba un bledo que yo estuviera presente. Mi padre evocó Nueva Zelanda, lo que necesariamente envenenó la discusión. Desde hacía varios días yo soñaba con ir a ese país con él. Me hablaba de Nueva Zelanda todo el día, me decía lo bien que estaríamos. Conocía a alguien allí que le daría trabajo. La buena vida. La vida de dos aventureros. ¿Cómo iba a imaginarme que esta Nueva Zelanda yo la descubriría veinte años más tarde, recibido por decenas de miles de chicas que gritaban mi nombre?

Mi madre lo trató de enfermo mental. No había estado nunca presente en la casa, y ahora quería llevarme al otro lado del mundo. Él debió de responderle que ella vivía con otro hombre y que me había abandonado en casa de Mimí. Era verdad. Entonces ella se largó a llorar, a decir que no era cierto, que no había podido evitarlo… y empezaron a faltarle las palabras. Mi padre volvió a verse frente a la fragilidad de mi madre, frente a la belleza súbita de su sinceridad. Amaba los momentos en que ella perdía pie, quizás porque le daba la esperanza de hacerse fuerte en su posición. Quería protegerla. Ella seguía llorando, y él tenía los ojos rojos de las lágrimas de mi madre. Todo era culpa de él. Había sido tan idiota de viajar todo el tiempo, idiota por ir a tratar de ganarse la vida tan lejos, cuando el alma de su vida estaba ahí, frente a él, tan cerca. Habría debido aceptar cualquier trabajo, hasta el de barrer mierda, sólo para estar cerca de ella. Ahora comprendía todo eso, era como un relámpago en su corazón. Pero, bueno, ya era tarde. Llevaba al menos dos o tres años de retraso con las buenas decisiones.

Se quedaron ahí un instante, calmados. Sí, recuerdo haberlos mirado, y estaba feliz con esa calma. Quería que no salieran nunca más de esa calma. Que fuéramos una familia calma. Papá calmo, mamá calma, hijo calmo. Pero había que hablar. Siempre llega el momento en que hay que hablar. La primera boca en abrirse fue la de mi padre. Intentó, con esa energía tan bella como patética de la desesperación, reconciliarse con mi madre. Dijo en voz baja: «Mira a nuestro John. Mira qué hermoso es. Somos una familia, los tres. Te lo ruego, Julia, reflexiona… ¿Y si volviéramos a empezar?… Yo te amo y haré todo lo que esté en mi mano para hacerte feliz. Te amo, y nos uniremos para empezar una nueva vida, esta vida que todavía no logramos vivir…». Debió de alinear esas palabras. Es como si las oyera. Sé que fue sincero y creíble, pero chocaba con una pared. Mi madre ya no lo amaba. Eso había terminado. Nunca se puede dar marcha atrás en el corazón de una mujer. Ella había soportado, había esperado, pero ahora era tarde. Él estaba soplando sobre un fuego apagado. ¿Qué había que hacer entonces? Mis padres estaban frente a mí, como dos locos, pasajeros de sus vidas. Sí, como dos locos, porque debían de tener las neuronas desencarnadas para hacer lo que hicieron. Para actuar de un modo tan irracional con un chico de cinco años. Fue mi padre el que tuvo la idea.

Fue mi padre el que tuvo la idea de hacer de mí un verdugo. De hacer de mí un niño que rompe el corazón de uno de sus padres. Le dijo a mi madre: «Sólo tenemos que preguntarle a John qué quiere. Preguntarle si prefiere vivir con su padre o con su madre». Fue atroz hacer algo así. Mi madre estuvo de acuerdo. Ninguno de los dos tenía energía como para estar lúcido, y ver la barbarie mental que se preparaba. No sabían cuál era la solución correcta, que seguramente no existía, pero, bueno, debía de haber un camino intermedio entre una mala solución y esa solución terrible que eligieron y que me pudrió la vida.

Vinieron hacia mí, se acercaron mucho. Y mi padre me preguntó suavemente con quién quería vivir. Yo acababa de verlos discutir, había presenciado su locura, y ahora me pedían mi opinión. Pero mi opinión en el fondo era simple, era la opinión que había tenido esa mañana al despertarme. Vivía desde hacía varios días con mi padre, entonces mi padre era mi realidad, la realidad de mi estabilidad en el momento en que debía hablar. Pensé que estábamos bien, que nos divertíamos, que teníamos proyectos interesantes. Entonces debí de pronunciarme rápido en favor de mi padre. Sí, no debí de pensarlo mucho. Pero seguramente no comprendía qué estaba en juego en mi respuesta. No comprendía que con mi respuesta estaba excluyendo definitivamente a mi madre de mi vida. Ella me escuchó sin decir nada. Mi palabra le ponía fin. Mi palabra era la consumación última de su fracaso. El fracaso que todos le habían estado echando en cara. Y era yo, el pequeño John, el tribunal superior que terminaba de condenarla. Me miró a los ojos, y vi toda su angustia, vi toda su angustia y la verdad de su angustia en ese instante: era toda la desesperación del mundo fijada en una pupila. Partió sin palabras. Pienso que intentó decir algo, besarme, sonreír quizás. Pero todo eso era imposible, porque estaba muerta en vida.

Se alejó. Fue insoportable ver a mamá sufrir de ese modo. Sobre todo por mi culpa. Miré a mi padre para preguntarle qué tenía que hacer, pero él no se movía. Había quedado como una estatua, por el malestar o la vergüenza. No podía saborear su victoria, porque su patética maniobra sólo podía producir perdedores. Ella ya estaba fuera. Yo la miraba, aterrado. Y la sigo viendo, porque esa imagen puebla mis noches. Corrí hacia ella, gritando que no quería que se fuera sin mí. Que no podía vivir sin mi mamá. Mi padre, viendo esa inversión de la situación, debió tener sentimientos mezclados. Algo entre el sufrimiento y el alivio. ¿Cómo podría llamárselo? No sé. Seguramente no hay una palabra. Nunca hay una palabra para expresar esas emociones inexistentes que son la suma de nuestros pensamientos contradictorios: la suma incesante de nuestra inestabilidad. Yo no quería saber más de palabras. No quería que nunca más me preguntaran nada. Quería esconderme.

Mi padre recogió mis cosas. En unos segundos mi maleta estaba hecha. Con las tres camisas que había usado todo el tiempo. ¿Por qué no se guardó una? No quería nada más de mí. Yo dejaba su vida, y era definitivo. Finalmente, no fue así. Un año después trataría de volver. Pero de eso yo me enteraría mucho más tarde. Después del episodio de Blackpool iría de un trabajo a otro, hasta terminar preso por un robo absurdo. Cuando llamó a Mimí para verme, ella le hizo comprender que era mejor que no reapareciera. Tener un padre que salía de la cárcel seguramente haría peligrar lo que yo tenía al fin: una estabilidad afectiva. Entonces, sometido a la voluntad de Mimí, volvió al mar para siempre. Pero la historia no termina ahí. Conmigo las historias nunca terminan. Cuando me volví lo que soy, él no se privó de venir a golpear mi puerta. Es el inconveniente de la fama: todo el mundo recuerda que uno existía. Su aparición desde el pasado me hirió profundamente, pero, bueno, ya le contaré los detalles más adelante. Eso seguramente merece una sesión entera.

En el tren de vuelta, pensé que al fin viviría con mi madre. Ella había venido a buscarme para que estuviéramos juntos. Pero cuanto más desfilaba el paisaje, mayor era mi impresión de que ella se me escapaba. Había combatido para recuperarme, lo había hecho todo para tenerme, pero la situación no cambiaba. Tenía una nueva vida con otro hombre. Y pronto tendría otros hijos. Yo era una mancha del pasado. Durante el viaje estuvimos pegados uno contra el otro, sin decir nada. Y yo deseaba que el tren no llegara nunca.

En casa de Mimí, me esperaba mi cuarto. Yo estaba agotado. Mi madre se quedó un instante a mi lado, después me besó. Le prometí tener lindos sueños. No sabía, en el momento en que cerré los ojos, que no volvería a verla durante mucho tiempo. No sabía que no volvería a ser su hijo. Cuando bajó, su hermana la esperaba con ojos llameantes. La mirada del juicio. Mi madre contó lo que había pasado en Blackpool. Y puedo imaginarme muy bien las palabras de Mimí, pronunciadas con ese susurro calmo que resuena tanto dentro de la cabeza: «¿Has visto en qué estado está John? ¿Has visto cómo lo traes?…». Julia debió de bajar la cabeza, como un niño castigado. Y esta vez, había que admitirlo. Nada funcionaba con normalidad; ella me quería, sí, pero su vida siempre era demasiado complicada. Confesó que no podía más. Mimí alcanzaba la victoria al fin. Una victoria por knock-out sobre su hermana. Pero no era suficiente. Había que avanzar en el borrado de mi madre. Mimí agregó: «Yo me lo quedo, sí. Pero no quiero que tú lo veas más. Sufre demasiado con estas permanentes idas y venidas. Por su estabilidad, vale más que te alejes de él definitivamente, ahora». Mi madre no dijo nada. Y su silencio era un sí. Volvió a su casa, con su amante, a buscar consuelo, y calentarse contra el cuerpo de un hombre que le daría tanta vida con su amor y sus besos, mientras yo dormía solo, helado en el frío de mi abandono. De ahora en adelante podía afirmarlo: mis padres me habían abandonado.