Yoko dio a luz. ¿Se da cuenta? Soy padre. Y mi hijo… mi hijo Sean es un genio. Lo sé desde ya. Estuvo Mozart, estuvo Einstein, y ahora está Sean. Tuvo el buen gusto de nacer el día de mi cumpleaños, el día de mis treinta y cinco años. El 9 de octubre de 1975. El 9 es decididamente el número de mi vida. Nací el 9, conocí a Yoko un 9, y podría darle una decena de razones por las que estoy persuadido de vivir mi vida bajo la influencia de ese número. Apuesto a que moriré un 9. Es el número del fin del ciclo. El número que anuncia el comienzo de una era. Y es lo que ha pasado una vez más: el nacimiento de mi hijo viene acompañado de otra noticia luminosa. Mi abogado me dice que al fin podré ser ciudadano norteamericano. Después de tantos años de lucha con los servicios de inmigración, al fin me admiten. Tengo la impresión de encontrarme de pronto en el umbral de la vida normal. Y es lo que quiero, esa clase de vida. La quiero como loco. Quiero quedarme cerca de Sean. No hay nada más que importe. No hay más Beatles. No hay más música. No hay más Nixon. No hay más nada. Nos quedamos aquí, en la casa, gozamos del tiempo que pasa. Estoy a cuatro patas y tengo la impresión de estar corriendo.
Sé que recupero todo el tiempo que no pasé con Julian, mi primer hijo. Siempre, a lo largo de mi vida, fallé primero, para después hacerlo bien. Julian nació al mismo tiempo que yo nacía al mundo. Yo era un canalla, como todos los que triunfan. A los niños se los quiere de una manera diferente según el momento en que se los tiene. Quizás fue sólo eso. Cayó en mal momento. Y además, yo no sabía cómo hacerlo, nunca había tenido padre, no tuve un modelo. Algunas veces quisiera reaccionar, hacer lo que entonces no supe hacer, pero ya no puedo. Pasé años sin verlo. No lo extrañaba. Estos últimos tiempos, vino a visitarnos. Pero yo no sabía muy bien qué hacer con él. Era incapaz del menor gesto de ternura. Veía sus ojitos que pedían algo, y eso me recordaba el modo patético en que yo había pedido el afecto de mi madre. Podría haberme conmovido, pero no, al contrario, me volvía violento. He llegado a ser malvado… Lo sé. Mi amor por él está impedido, es así. Entre los dos hay mundos enteros de aridez. Me doy cuenta perfectamente de que eso debe de ser más atroz aún con la llegada de Sean. Me ve loco de amor por un niño. Mientras que a él lo crié con el amor de una jeringa por una vena.
Mi encuentro con Yoko fue la anulación de mi vida anterior. Al besarla me volví amnésico. Julian perdió contornos. El fruto de una época que ya no existía en mi mente. Digo eso, trato de encontrar los motivos, pero quizás es ridículo reflexionar sobre los sentimientos. Pensar en lo que se siente o no se siente. Yo soy puro instinto. Siempre viví bajo el dictado de mi sensibilidad. Así que no me gusta poner palabras sobre el corazón que late. Quizás no hay nada que decir sobre la estrechez afectiva. Sus amigos psicólogos dicen que hay dos tipos de padres: los que reproducen los esquemas y los que los quiebran. Pues bien, yo soy todos los esquemas. He sido todo en mi vida, y así es también con la educación. A Sean lo rodeo de todo lo que yo no tuve nunca. Con Yoko, le damos un hogar estable, un amor solar. En cambio con Julian, reproduje. Le transmití las raíces de mi mal. Le di todo el sufrimiento que fue el mío. Reproduje los rechazos de los que fui víctima. ¿Es cierto que todo se juega antes de los cinco años? Si es cierto, entonces a mí me tocó la partitura del desastre.
La partitura de mi fragilidad.
Al comienzo mismo, oí el ruido de los bombardeos. Yo no vine al mundo. Vine al caos. Liverpool era el blanco de las bombas alemanas. Todo lo que cuento es una mezcla de mis recuerdos, de lo que se contaba en mi familia, y quizás también de todos los comentarios que he leído sobre mi infancia. Soy tan famoso que mi vida pertenece a todos. Todo el mundo tiene su opinión sobre lo que he vivido. Hasta tal punto que a veces no estoy seguro de nada. Pero ahora, es diferente. Se olvidan un poco de mí y al fin me siento libre de viajar en mis recuerdos sin toda la carga de los otros. Puedo ver al niño John más de cerca. Puedo tomarle la mano.
El comienzo, entonces, es el ruido de las bombas. Viví toda mi vida con el miedo en el estómago. Seguramente fue el miedo de mi madre, cuando corrió en la noche para llegar al hospital. Estaba sola, porque yo tenía por padre a un marinero. Durante mucho tiempo encontré fabuloso ser hijo de un hombre que surcaba los mares. De niño, debí de convencerme de que era de los marineros que van a combatir a los piratas. Cuando crecí, supe que lo único que combatía era la miseria. Y que su papel en los barcos no era de los más gloriosos. Era camarero, y debía ayudar a lavar los platos. Pero recuerdo que cada una de sus apariciones era un acontecimiento fabuloso. Tan fabuloso como raro. No lo veíamos casi nunca. Desaparecía durante meses y meses. Estoy seguro de que eso lo hacía sufrir. Sobre todo el no ver a mi madre. Estaba loco por ella. Se habían conocido muy jóvenes, en una suerte de experimento de vida bohemia. Mi padre cantaba, mi madre tocaba el banjo. Podrían haber formado un dúo. Sus nombres en un gran cartel: Alfred y Julia. Eran dos bons vivants, y, cosa corriente, la vida no quiere a los bons vivants. No tuvieron la felicidad que habrían podido tener. Su historia no ha dejado de crear historias.
Creo que, como pasa más o menos con todos los ingleses, es probable que yo haya nacido de una botella de whisky. Huele a salida de sábado a la noche. Cuando mi madre quedó embarazada, mis padres tuvieron que tomar la decisión de casarse. Había que despedirse de la bohemia. En mi familia materna —en fin, digo familia pero se trata más bien de una entidad seca obsesionada por la moral— no gustó la situación. Mi madre daba el toque final definitivo a su imagen de pequeña mala pécora. Era loca, era rebelde, pero nadie había pensado que llegaría hasta tal punto en la depravación. Un hijo prematrimonial con un proletario era algo que rozaba la deshonra. Para dar buena impresión, mi padre trató de ponerse el traje de hombre responsable. Pero no tardó en darse cuenta de que le quedaría grande. Jamás habría podido simular ser lo que no era. Era un buen actor, pero no sabía representar su propio papel. Ese fue el ambiente de mi vida de feto. Me habría gustado que me esperaran con sonrisas, pero mi llegada fue una fuente de angustias. Se terminó el canto, se terminó la diversión. Yo pesaba unos pocos gramos y ya era un peso inmenso. Y además, para no desentonar con esta linda mecánica del desencanto, habría que agregar una guerra mundial como telón de fondo.
Un edificio cerca del nuestro se derrumbó, con varios muertos. En el camino que me traía a la vida, me crucé con almas quemadas. Había que hacerlo rápido, no había tiempo para esperar las horas de trabajo necesario a todo parto. Todo el mundo sudaba, tratando de ver algo en la oscuridad. Para no correr riesgos, decidieron practicar una cesárea. Le dieron una inyección a mi madre, y salí de su vientre. Solté un grito. Mi primer grito. Nadie tuvo la buena idea de grabarlo. Hoy valdría una fortuna, ese grito. Yo medía unos centímetros, no era nada. Mi tía Mimí me dijo que de inmediato me pusieron debajo de la cama. Como si una cama pudiera atenuar el derrumbe de un techo. Pero nunca se sabía, todo temblaba, los objetos se caían de las estanterías, había que protegerme, y mi madre seguramente no se sentía con fuerzas para hacerlo. Era joven, era linda, seguramente había soñado algo mejor para el comienzo de su vida de mujer que estar ahí, en la sangre y la oscuridad, sintiéndose culpable bajo la mirada de su hermana. Me pregunto si no estaría a pesar de todo un poco feliz, ese día. Creo que sí. Sobre todo porque yo era varón. Al fin un hombre en esa familia de mujeres. Me pusieron de nombre John Winston, porque había que rendir homenaje a Winston Churchill. Homenaje harto descarriado, porque yo sería un niño débil, cobarde, y terriblemente miedoso.
Los primeros días no debieron de ser muy divertidos para mi madre. Yo era una carga. Una traba a su libertad. Sin embargo, al comienzo intentó hacer bien su papel. Trató de probarle al mundo, es decir a su familia, que era perfectamente capaz de criar a un niño. Esperaba los regresos de mi padre portándose bien. Pero esos regresos se espaciaron cada vez más, tanto que a veces ella no sabía qué estaba esperando realmente. Entonces empezó a salir de nuevo. Me dejaba de noche, solo en nuestro apartamento. A la edad de un año, dos años, tengo el sentimiento de haberme despertado a la noche y haber sentido el silencio que me rodeaba. De haber comprendido que estaba solo, y era como un dolor atroz que me impedía respirar. Entonces gritaba. Y gritaba cada vez más fuerte. Los vecinos se quejaron. Mi madre mintió diciendo que tenía problemas de oído. Sí, les dijo a los vecinos que era sorda para ocultar su comportamiento irresponsable. Se olvidaba de que ellos la oían cantar y tocar el banjo, lo que hacía menos creíble su excusa.
Pensó entonces que sería mejor llevarme en sus salidas. Puede decirse que fueron mis primeras giras. Pero sin público para aclamarme. Quizás vienen a verme, en la cuna, y yo simulo dormir para que me dejen en paz. Lo único que quiero es a mi madre. Tengo la impresión de que está ahí, de que se ocupa de mí, y sin embargo no siento nunca que se detenga. No hay un momento que se fije en la ternura. Siento profundamente su ausencia. Me siento solo, y todo salió de esta soledad. Es por eso que los Beatles funcionaron. El cimiento del grupo es mi soledad. Mi necesidad de vivir con ellos para sobrevivir.
Mi tía temía por mí y le inquietaba la actitud de su hermana. Mi madre balbuceaba excusas, como hizo siempre, con la calma atroz de los que nunca dudan de sus buenas intenciones. Mimí propuso entonces tenerme más tiempo con ella. Había que pensar en mi equilibrio. Así fue como empecé a pasar tiempo con mi tía, la más dura y respetada de las hermanas. Quizás al comienzo su actitud fue motivada simplemente por el deseo de evitar un escándalo familiar. De evitar que la irresponsabilidad de mi madre se hiciera pública. Quizás está mal de mi parte pensar así. Porque con Mimí nunca me faltó amor. Y tendría muchos años para comprobarlo.
Los primeros tiempos en casa de mi tía, yo me quedaba en la entrada. Como un perro. Un cachorro bueno. Esperaba que volviera mi madre, que viniera a buscarme. Estaba obsesionado con ella. ¿Son así todos los niños? ¿Todos los niños abandonados se torturan así? Ahora pienso que el amor experimentado es proporcional al que no se recibe. Cuanto más ausente estaba mi madre, más la quería yo con un amor irreal. Un amor embebido en culpa. Pues no podía evitar verme como el responsable de todo aquello. Si ella podía estar sin mí, significaba que yo no tenía valor esencial. Pero la sensación de rechazo quedaba atenuada por el amor que recibía. El de Mimí y de George, su marido. Su amor colmaba en parte el agujero abierto en mi corazón. Siempre era mejor que nada. Siempre era más que el que me daba mi madre.
Hay que decir otra cosa: yo amaba locamente a mi madre porque ella tenía una capacidad inaudita de hacerse amar locamente. Ella tenía su parte de responsabilidad. Los hombres de su vida enloquecieron por ella, y en la primera fila de esa locura amorosa estaba mi padre. Cuando volvía, yo veía una fiesta en su rostro. Le traía regalos. Durante horas le contaba todo el tiempo que había pasado pensando en ella. Quería hacerla reír, hacerla bailar, darle toda su vida. La cubría de promesas de un futuro maravilloso. Eso duraba unos días, de una intensidad luminosa, y después volvía a partir, con la cabeza baja. Al fin mi madre se cansó definitivamente de esa felicidad que sólo existía entre paréntesis.
Un día, sentí claramente que había pasado algo. Todo el mundo se puso a murmurar, era mala señal. Sobre todo en mi madre, que siempre hablaba alto. Estaba en la sala, con sus hermanas. Les daba la noticia. Esta noticia que ya no podía ocultar más. Esta noticia que estaba en su vientre desde hacía varios meses ya. No podía decir nada del origen del niño que esperaba. ¿Lo sabía acaso? Yo, como todos los niños, le preguntaba todo el tiempo si podía tener un hermano o una hermana. No quería seguir solo. Entonces comprendí que su vientre quería decir que ella me quería dar el gusto. Pero no había ninguna alegría. Cuando yo estaba de buen humor y preguntaba qué nombre le pondríamos, sentía que nunca era buen momento para preguntar. Y, por lo demás, ¿dónde estaba mi padre? Todo eso se mezclaba en mi cabeza de niño, no comprendía nada. Y no era más que el comienzo. Me esperaba la zambullida en una insostenible confusión.
Nació mi hermana. Tengo la impresión de tener recuerdos de su nacimiento. Y sin embargo, lo reprimí todo. Mucho más tarde, cuando el hermano de mi padre me contó toda la historia para que yo pudiera restablecer la verdad de mi infancia, las piezas del rompecabezas se reconstituyeron. Yo no estaba loco. La recordaba. Recordaba haber jugado con ella. Haberle hecho cosquillas. Y después, una mañana, nada. Ya no estaba. Mi hermana había desaparecido. Pregunté dónde estaba, pero nadie quiso responderme. Era así. Había venido, y después se había ido. Después de todo, yo estaba habituado a las idas y venidas de mi padre. ¿Quizás ella también se había ido en un barco? ¿Y quizás pronto me tocaría a mí que me llevaran a alguna parte? Tenía tanto miedo de eso.
Mucho después supe que el Ejército de Salvación se había hecho cargo de ella. La hija de la vergüenza. Le habían cambiado el nombre para confundir las pistas de su origen, y adiós. Las vidas no son nada. Cuando descubrí la verdad, hice de todo para encontrarla. Puse avisos en los diarios y tuve millones de hermanas. Todo el mundo quería ser mi hermana, hasta hombres. Pero mi hermana, mi verdadera hermana de sangre, no apareció nunca. No sé siquiera si esa mujer sabe que soy su hermano[1].
¿Y mi padre en todo esto? Se encontró frente al hecho consumado. Al ver a mi madre embarazada, debió de sentirse muy mal. Pronto regresó al mar. Nada mejor que un océano para ahogar una pena. Después del parto y el abandono del bebé, volvió a retomar su lugar, sin decir nada. Había perdonado, sin más. Le habría perdonado todo a mi madre. Si ella se hubiera acostado con dos polacos, habría hecho lo mismo. En fin, no… Seguramente tuvo que sentirse un poco mal. La quería demasiado para callarse. Sí, seguramente gritó un poco, pero mi madre debió de gritar más fuerte que él. Debió de decirle que era culpa suya. Que la había abandonado completamente, y no debía asombrarse de que ella fuera a buscar afecto a otro lado. Mi padre no podía decir nada, el argumento era fuerte. Mi madre siempre fue una reina de la inversión de situaciones. Pero en el fondo estoy seguro de que ella habría querido que él enloqueciera de furia, que rompiera todo, que no la perdonara nunca. Que encontrara un poco de virilidad en su desgracia. Pero ese modo que tenía él de admitir las cosas terminó de condenarlo. ¿Qué más tendría que hacer ella para arruinar el matrimonio?
Pasaron los meses, y como nada cambiaba, la historia se repitió. Mi madre me dejaba con Mimí y se iba a bailar lejos de mí. Poco traumatizada por lo que acababa de vivir. Encontró otro hombre. Un tipo simple, un poco tosco, un poco típico. Uno de los que pueden hacerte creer que se hacen cargo de las cosas. Él también estaba loco por ella. Cuando ella murió de una forma atroz, él no se repuso nunca. Nunca supe qué pensaba realmente yo de él. Era algo cambiante. Podía ser simpático, podía ser pesado. Como todos los hombres. Pero habría podido ser genial y eso no habría cambiado el fondo de odio que corría en mí, pues fue él quien me echó definitivamente a un lado. O no, debo decir que era ella la que tomaba todas las decisiones. Debo admitir de una vez por todas que ella es la responsable de haberme abandonado.
Cuando conoció a este hombre, no tenía noticias de mi padre desde hacía mucho. Él debía de navegar por alguna parte, y sentirse miserable por no ser capaz de enviarnos un poco de dinero. Pero quizás lo que digo no es cierto. Quizás él cantaba, salía con chicas, llevaba una buena vida. Y nosotros no le importábamos. Era capaz de hacernos creer, cuando reaparecía, después de un año de silencio, que había sufrido el martirio de la separación. Y estoy seguro de que en el momento en que lo expresaba lo creía profundamente. Era su lado de artista: la sinceridad del momento. Este momento que ya no existe, que está muerto después de haber sido cierto el tiempo que dura su pequeña eternidad. Pero, bueno, en esta época, mi madre le hizo la cruz. No quería un amante, no buscaba aventuras. Buscaba un amor. Y fue Dykins. Llegó en el buen momento de la vida de mi madre. Sí, llegó en el momento en que ella no aguantaba más su matrimonio fantasma. Necesitaba asentarse, y Dykins le ofrecía la posibilidad de hacerlo.
Se instalaron en un pequeño apartamento, un nido de ratas. Pero el lugar nunca tiene importancia en el comienzo de las historias de amor. Los primeros tiempos, se miraban a los ojos y eso les bastaba. El decorado empieza a interesar después; con la llegada del primer asomo de hastío uno recuerda que el mundo existe. La guarida que tenían era el lugar ideal para vivir de amor y de agua fresca, pero como estaba yo, el mito romántico se complicaba. Pasaban el día abrazándose, jugando, y les importaba un bledo si yo dormía o no. Eso debía hacerme sentir mal, muy mal, y empecé a ponerme insoportable. Quería dormir con ellos, no en el suelo al lado de su cama. A Dykins debía de molestarle que yo estuviera todo el tiempo presente, un chico que ni siquiera era de él. Una prueba humana del pasado. Debía estar harto, eso es seguro. Y al fin se salió con la suya. Pero me aferro a la idea de que mi madre quería realmente que me quedara con ellos. Me aferro a esta idea con la energía del pobre diablo que soy cuando busco pruebas microscópicas del amor maternal.
Fue Mimí la que hizo que las cosas se decidieran. Tenía razón seguramente, ¿no? En fin, no lo sé. Me llevaban de aquí para allá desde que nací. Ella debió decir que ya era demasiado. Que me volverían loco si eso seguía. Un domingo se presentó en el apartamento, y hay que creer que se espantó de lo que vio. Me quería de verdad, Mimí. Le dolía el corazón de verme ahí, seguramente sucio, sentado en el suelo en un rincón con aire perdido. Tuvo una crisis. Cosa rara en ella. Era de tener cóleras frías. Dijo que no podía seguir así, que mi madre debía avergonzarse; Julia se defendió un poco, debió de decir: «No es cosa tuya, es mi hijo». Entonces Mimí respondió que yo era su sobrino, y sobre todo era un niño, así que el espectáculo repugnante de esa depravación no podía continuar. Hay que decir que estábamos en la Inglaterra de posguerra, más pacata imposible. La situación de mi madre ya había sido escandalosa. Un matrimonio con un hombre siempre ausente, una vida ligera, un hijo al que se abandonaba: era demasiado. Ensuciaba el honor de la familia. Mimí dio por terminada la discusión diciendo que presentaría una queja ante los servicios sociales. Y lo hizo.
Así fue como comencé mi vida, a la edad en que no existen los recuerdos. La primera etapa de mi destrucción. Y sin embargo, la etapa mejor, comparada con lo que me esperaba.