A finales de febrero de 1939, las perspectivas de la causa republicana en Madrid eran desalentadoras. La escasez de productos básicos, sobre todo comida, estaba acabando con la voluntad de resistir. En su informe sobre las condiciones de vida en la capital en el invierno de 1938-1939, la Comisión Internacional para la Ayuda a Niños Refugiados declaró a mediados de marzo de 1939 en París que el índice de mortandad infantil era doce veces superior a la media anterior a la guerra. Los niños se desmayaban en las colas para conseguir pan. También destacaba que la población civil no recibía más de 800 calorías diarias. Calculaba que una dieta tan exigua provocaba una pérdida de peso diario de casi cinco kilos y la muerte a los dos o tres meses. La situación militar y política era igual de nefasta. Cataluña había sido ocupada por completo y, aunque Juan Negrín insistía en que el Gobierno republicano seguiría luchando hasta que Franco cumpliera sus «tres puntos» —garantías de independencia de España, libertad y ninguna represalia—, el primer ministro socialista fue abandonado por el presidente de la República, Manuel Azaña, y su jefe del Estado Mayor, Vicente Rojo. Lo peor llegaría con el reconocimiento oficial del régimen de Franco por parte de Gran Bretaña y Francia el 27 de febrero.
Figuras militares y civiles clave dentro de la ciudad sitiada creían que el único obstáculo para la paz eran los comunistas. Aprovechándose de la declaración del estado de guerra en toda la zona republicana el día 23 de enero de 1939, el SIM arrestó el 7 de febrero a doce comunistas —nueve de los cuales eran mujeres— por distribuir un manifiesto emitido por el politburó del PCE, en el que se reafirmaba la fe en la victoria republicana. «Mi querido coronel», escribió Ángel Pedrero, jefe del SIM de Madrid, a Segismundo Casado López, jefe del Ejército del Centro, «le remito ejemplares recogidos a varias mujeres que se hallan a su disposición [que] dejan al descubierto los intentos criminales de estos hombres [el politburó del PCE]». Finalmente, los prisioneros fueron liberados el 20 de febrero tras la intervención personal de Negrín, pero la reacción draconiana del SIM ante la diseminación de una proclamación comunista a favor del Gobierno demostró que Pedrero tenía poco estómago para la política de resistencia continuada contra Franco. Sin embargo, el antiguo segundo de Atadell no se resignó a la derrota inevitable. Al mismo tiempo que fustigaba los «intentos criminales» de los comunistas, estuvo estrechamente ligado a los preparativos de un golpe de Casado contra el Gobierno. Este se basaba en la convicción errónea de que una administración no comunista podría garantizar una paz honorable con Franco. Pedrero actuó como eje entre los bandos civiles y militares de la conspiración, organizando la primera reunión decisiva entre el líder socialista, Julián Besteiro, y Casado el 3 de marzo, 48 horas antes del golpe.
La participación de Pedrero en la conjura de Casado es una de las muchas paradojas de la Guerra Civil. Tras haber pasado casi tres años luchando sin cuartel contra la imaginada y la real quinta columna, ahora formaba parte de un movimiento subversivo que mantenía informado a los espías franquistas de sus conversaciones a través del médico y asistente personal de Casado, Diego Medina Garijo. El jefe del SIM no fue el único personaje asociado con el terror que ahora deseaba un fin negociado de la Guerra Civil. Entre el variopinto grupo de izquierdistas anticomunistas decididos a derrocar el Gobierno de Negrín estaba Eduardo Val, jefe del Comité de Defensa de la CNT-FAI. Los anarcosindicalistas eran fundamentales para el golpe que tenían previsto, puesto que el IV Cuerpo del Ejército de Cipriano Mera era el único del frente de Madrid que no estaba bajo las órdenes de los jefes comunistas. Así, cuando Casado se sirvió del hecho de que Negrín ascendiera a militares comunistas como pretexto para la rebelión del 5 de marzo, las tropas de Mera tuvieron un papel fundamental a la hora de someter a la oposición comunista durante la posterior y confusa semana de luchas. Y lo que es otra ironía, el faísta y jefe del CPIP, Benigno Mancebo, siguiendo instrucciones de Val, participó en la defensa de la sede central de la DGS. Mientras tanto, Pedrero se esforzó por sofocar la resistencia ordenando a sus agentes del SIM que arrestaran a los jefes comunistas de los distintos Estados Mayores de División y Brigada. Cuando la nueva guerra civil que se luchaba dentro de la Guerra Civil finalmente terminó el 13 de marzo, aproximadamente 2.000 personas habían muerto y varios miles fueron encarceladas. Entre estas últimas había comunistas relacionados con las matanzas de 1936, entre ellos Álvaro Marasa Barasa, miembro del tribunal revolucionario de la calle San Bernardo número 72 y uno de los policías que acompañaba a las víctimas hasta Paracuellos. Terminó pasando en prisión el resto de la Guerra Civil y luego quedó bajo custodia franquista. No sería el único[1].
La victoria de Casado fue pírrica. Durante las dos semanas siguientes su Consejo Nacional de Defensa trató en vano de asegurar unos términos de rendición por parte de Franco que fueran aceptables; el caudillo solo se comprometió a que aquellos que habían cometido «crímenes» tendrían algo que temer de su victoria. Cuando el Caudillo comenzó con su ofensiva definitiva de la guerra el 26 de marzo, la resistencia republicana del frente se desintegró. A la noche siguiente, las tropas desertaban en masa de las trincheras. Aunque algunos regresaron a casa, muchos fraternizaron con los soldados franquistas en «tierra de nadie». Tal era el derrumbamiento de la disciplina del Ejército republicano a las nueve de la noche que el coronel Zulueta, jefe del II Cuerpo republicano, cruzó el frente para pedirle al coronel Eduardo Losas, jefe franquista, que ordenara a las tropas de ambos bandos que regresaran a sus respectivas trincheras. La respuesta de Losas fue lacónica: «Los soldados ya han hecho la paz». Para entonces, la quinta columna ya se había hecho con el control de facto de buena parte de Madrid. Durante las veinticuatro horas previas, las redes de gas, electricidad, agua y comunicaciones habían quedado aseguradas; se había liberado a los prisioneros de derechas; y hasta las patrullas secretas estaban desarmando a las tropas republicanas que dejaban el frente y estaban examinando las alcantarillas y los túneles del metro para evitar posibles intentos de sabotaje. Estas acciones se realizaron con el conocimiento y la aquiescencia de la DGS, puesto que José Jimeno Pacheco, ahora comisario general, siguiendo los consejos de Basilio del Valle, un policía quintacolumnista, ordenó a las comisarías que no ofrecieran resistencia.
A las ocho del martes 28 de marzo de 1939, a O. D. Gallagher, el corresponsal de guerra del Daily Express londinense lo despertaron los gritos ensordecedores que entraban por la ventana de su habitación en el hotel Ritz, en el centro de Madrid. Una multitud gritaba: «¡Franco, Franco, Franco!». Tras salir a la calle, Gallagher vio que se estaba colgando la bandera nacional amarilla y roja en ventanas y balcones. El sorprendido periodista llegó a la conclusión de que «la quinta columna de Franco había tomado la ciudad». Pero aquella no era la puñalada trapera que había preocupado a los antifascistas desde julio de 1936. La quinta columna había salido finalmente de las sombras porque la resistencia republicana ya había implosionado; su presencia en las calles de la capital era la consecuencia y no la causa de la derrota militar republicana. Aun así, la quinta columna aseguró una transición de poderes pacífica. A las doce menos cuarto de la mañana, Jimeno Pacheco entregó oficialmente la DGS a Basilio del Valle; este último ordenó que «todo el personal permanezca en sus puestos y cualquier resolución que haya de adoptarse sea consultada previamente con [la] Comisaría General». Por tanto, cuando el teniente coronel Adolfo Prada, jefe de las fuerzas republicanas del centro de España, se rindió formalmente a la una de la tarde, el orden en la ciudad había quedado asegurado. Esa misma tarde las fuerzas franquistas desfilaron por fin hacia el centro de la capital y fueron recibidas por una multitud que «era cinco veces superior a cualquier muchedumbre que se hubiera visto durante la guerra». Por supuesto, no todos estaban de fiesta. José Antonio Torres Muñoz, un camarero anarcosindicalista, golpeó en la cara al capitán de Infantería retirado Benjamín García Fernández después de que este hiciera un saludo hacia una bandera franquista que colgaba de un camión que pasaba por la calle[2].
Evidentemente, Torres no fue uno de los miles de antifascistas que decidieron salir de la ciudad entre el 27 y el 28 de marzo con la esperanza de exiliarse. Los que salieron de Madrid en las circunstancias más confortables fueron los miembros del Consejo Nacional de Defensa de Casado. A excepción de Julián Besteiro, que decidió quedarse en la capital —decisión que le llevaría a la muerte por tuberculosis en la cárcel de Carmona en 1940—, Casado y sus consejeros tomaron un avión desde Barajas a Valencia la mañana del día 28. Entre ellos iba Eduardo Val, consejero de comunicaciones, y otros miembros del Comité de Defensa de la CNT-FAI, incluidos José García Pradas y Manuel Salgado. Sin embargo, para la gran mayoría de hombres, mujeres y niños que salieron en dirección al Levante, el viaje fue arduo, a través de carreteras en malas condiciones, y aún peor por el miedo a que, de repente, les detuviera una columna franquista que pasara por allí. Lo que no sabían las multitudes de potenciales exiliados que empezaron a llegar a Valencia en busca de un barco para huir de las garras de Franco la mañana del 29 de marzo era que los últimos dos barcos de refugiados ya habían salido de Alicante el día anterior. El S. S. Maritime había zarpado a medianoche con apenas 32 republicanos, principalmente representantes de las autoridades civiles y militares de Alicante; el Stanbrook había salido antes, a las once de la mañana, en dirección a Orán, en el norte de África, con 2.638 exiliados. Entre ellos iba Fermín Blázquez Nieto, diputado socialista por Toledo entre 1931 y 1935 y agente de la brigada de Atadell. Blázquez tuvo más suerte que su amigo Ángel Pedrero. Como recompensa por sus servicios durante el golpe del 5 al 13 de marzo, Casado nombró a Pedrero jefe de la Policía militar del Levante. Este puesto le proporcionó la estupenda oportunidad de evacuar a sus más cercanos compañeros de la brigada de Atadell y del SIM. Por desgracia, el barco que Pedrero había contratado en Mazarrón (Murcia) zarpó sin ellos, y su grupo, de unas 50 personas, llegó a Alicante la noche del día 29.
Para entonces, el puerto rebosaba de refugiados que habían llegado a Valencia tras tener noticias de que había barcos esperando en Alicante para sacarlos de allí. La moral estaba alta: Eduardo de Guzmán, el periodista anarquista que se encontraba entre la marea humana que avanzaba lentamente hacia Alicante, recordaba que había un ambiente de fiesta. De hecho, había barcos de la France Navigation, propiedad de comunistas franceses, en el mar cerca del puerto, pero el bloqueo naval franquista hizo que no se atrevieran a atracar. Así las cosas, Casado fue al puerto cercano de Gandía para embarcar en el destructor británico Galatea con sus consejeros —entre ellos, Val—, otras figuras importantes —como Salgado y García Pradas— y sus familias. En total, unas 160 personas. Casado salió para Marsella la noche del 29 al 30 de marzo con el consentimiento tácito de la armada franquista, pero esta generosidad no se extendió a los que esperaban en Alicante. A lo largo del día 30 empezaron a ser conscientes de que los habían abandonado a su suerte en los muelles. Pedrero describiría más tarde a sus captores franquistas las espantosas escenas que siguieron: «Un terrible paroxismo se había apoderado de aquellos desgraciados. Llegaba a tal extremo el decaimiento de la multitud que pudo verse cómo alguno de sus componentes al tiempo de gritar: “¡¡yo soy inocente!!”, “¡¡yo soy un hombre honrado!!”, se disparaba un tiro en la sien, mientras otros muchos que exclamaban: “¡¡yo también!!” se arrojaban al mar e incluso se degollaban a sí mismos…». Pedrero seguía teniendo esperanzas de ser salvado. Cuando llegaron noticias infundadas de que un crucero francés con espacio para no más de 150 personas se preparaba para atracar, los representantes superiores de las organizaciones del Frente Popular presentes en el puerto se reunieron para asignar las plazas. Entre los elegidos por los socialistas estaba Carlos Rubiera, el gobernador civil de Madrid en otoño de 1936 —fusilado en 1942—, Ricardo Zabalza, secretario general de la Federación Española de Trabajadores de la Tierra —fusilado en 1940—, y Pedrero[3]. Entre otros de los que se encontraban en Alicante y que sabían que no eran «inocentes» de las matanzas perpetradas al principio de la guerra, se encontraba Benigno Mancebo. Él también rechazó la idea del suicidio. De hecho, parece ser que pocos o ninguno de los killers de 1936 acabaron con su vida cuando la ratonera de Alicante se cerró el 1 de abril con casi 15.000 personas atrapadas en su interior. Lo mismo ocurrió con los asesinos que se quedaron en Madrid o que estaban en otros lugares de la zona republicana durante los últimos días de marzo de 1939. En su informe del 17 de agosto sobre el destino tras la guerra de los miembros del CPIP, la Policía franquista informó de que únicamente el socialista Tomás Carbajo Núñez se había suicidado al final de la contienda.
Las circunstancias caóticas de los primeros días de la «paz» de Franco indicaban por un momento que los implicados en el terror de 1936 escaparían sin ser descubiertos. Con más de 177.482 prisioneros para el 5 de abril, algunos consiguieron pasar desapercibidos. En particular, los anarcosindicalistas hicieron uso de sus experiencias anteriores de persecución para eludir a las autoridades franquistas. Mancebo, por ejemplo, consiguió salir del campo de Los Almendros, un campamento temporal situado a cuatro kilómetros de Alicante, y se refugió con unos parientes en esa ciudad. Mientras tanto, su compañero del CPIP, Manuel Rascón, que terminó la guerra como capitán de Intendencia de Andalucía, se escondió en su territorio de Barcelona. Otros regresaron en secreto a Madrid. Carmelo Iglesias, que formó parte del tribunal revolucionario de la CNT-FAI de la calle Ferraz número 16, llegó a la capital desde Alicante en abril de 1939 y tomó el nombre de Francisco Ramiro, y vivió de la venta de las joyas y dinero confiscados que le había proporcionado José Álvarez Guerra, director de la Compañía Arrendataria de Tabacos, a quien Iglesias salvó la vida en 1936. Pero la implacable determinación del régimen de Franco por cazar a los «criminales rojos» supuso que su libertad fuera relativamente efímera. Mancebo fue apresado por la Policía militar y llevado de vuelta a Madrid en agosto de 1939, mientras la Brigada Político-Social apresaba a Iglesias en una emboscada a finales de noviembre de 1940. Rascón siguió huido más tiempo, pero la Policía lo capturó en Barcelona en julio de 1941 y fue ejecutado ese mes de septiembre. Elviro Ferret fue quien probablemente más duró como prófugo. Este catalán sindicalista, que dirigió la brigada policial de la calle Marqués de Cubas número 19 en 1936 (véase el capítulo 4), convenció a las autoridades de que era un gallego llamado Juan Barreiro González, y con la ayuda involuntaria del Ejército franquista, viajó a La Coruña, donde vendía pipas y corbatas por los cafés. Aún viviendo bajo su nombre ficticio, Ferret se mudó a Valencia en 1948 antes de irse al pueblo de Borriol (Castellón), donde finalmente lo capturaron en junio de 1953[4].
La mayoría de los «chequistas» que se quedaron desamparados volvieron a Madrid en calidad de prisioneros. La Policía franquista rastreó con gran éxito los campos de concentración de toda España en busca de quienes estuvieron implicados en los «crímenes de sangre». Una prueba de esto es la tristemente célebre «expedición de los 101», que salió del campo de Albatera en dirección a Madrid a mediados de junio de 1939. No solo llevaba a destacados políticos y periodistas de izquierdas, como Carlos Rubiera, Ricardo Zabalza, David Antona (secretario interino del Comité Nacional de la CNT en 1936 y gobernador civil de Ciudad Real en 1938), Manuel Navarro Ballesteros (director de Mundo Obrero) y Eduardo de Guzmán, sino también a jefes del SIM, como el mismo Pedrero, y a miembros del CPIP. Entre ellos, Fidel Losa, secretario de Mancebo, Antonio Molina, representante comunista en el comité del CPIP, y los jefes de grupo Victoriano Buitrago y Felipe Sandoval. La posterior experiencia de los miembros de esta expedición después de llegar a la comisaría de la calle Almagro, 36 nos proporciona una explicación de la eficacia de la Policía franquista. En sus memorias, Guzmán describió con gran detalle cómo los prisioneros fueron torturados para sonsacarles información. El suicidio de Sandoval tras dos semanas de brutales interrogatorios ha sido objeto recientemente de un documental de Carlos García-Alix. Pero no fue solo en la calle Almagro donde los republicanos que estaban bajo custodia de la Policía fueron golpeados y humillados. Por un terrible capricho del destino, la Brigada Político-Social utilizó la calle Fomento número 9 como centro de interrogatorios entre 1939 y 1940. La tortura hizo que fuera imposible guardar silencio. A pesar de haber jurado lo contrario, los prisioneros se denunciaron unos a otros. De hecho, en el verano de 1939 las cabecillas capturadas del CPIP que fueron llevados de Madrid a Albatera provocaron el descubrimiento de sus colegas socialistas Agustín Aliaga de Miguel y José Delgado Prieto.
Desde luego, el principal objetivo de la captura de los «rojos criminales» no era conseguir información, sino venganza. En Madrid, al igual que en el resto de la España franquista, los tribunales militares juzgaron a republicanos por delitos de «rebelión militar». Aquello era, como dijo Ramón Serrano Suñer en sus memorias, la «justicia al revés». Para aquellos que participaron en el terror de 1936, la condena a muerte era probable, si no inevitable: al menos 25 de los 51 agentes de la brigada de Atadell fueron condenados a muerte entre 1939 y 1944 y solo las penas de ocho de ellos fueron conmutadas. Entre los ejecutados se encontraba Ángel Pedrero. Descrito por su tribunal militar el 20 de febrero de 1940 como un «hombre frío, sanguinario y depravado» y «la máxima figura del terror», Pedrero fue agarrotado menos de dos semanas después, el 3 de marzo. Al menos otros veinticinco fueron sometidos a esta forma especialmente cruel de muerte antes de febrero de 1944. El primero, ejecutado a finales de abril de 1939, fue Manuel García Atadell, que murió por los delitos de su hermano; ese mes de noviembre Octaviano Sousa, que siguió a Pedrero desde la brigada de Atadell hasta el SIM, sufrió el mismo destino. Dos hombres que habían conseguido esquivar a la Policía franquista pagaron también por su audacia con la estrangulación. Carmelo Iglesias, el anarcosindicalista arrestado apenas un año antes (véase más arriba), sufrió la pena del garrote en diciembre de 1941; Felipe Marcos García-Redondo, jefe de los Linces de la República, fue también ejecutado con garrote el 27 de enero de 1944. Marcos, que había estado oculto bajo el nombre de Santiago García, no sería capturado hasta noviembre de 1942.
Ninguno de estos casos alcanzó la atención pública que recibió el juicio militar de la «checa de Bellas Artes/Fomento» en la primavera de 1940. Se trató este de un asunto inusualmente largo de nueve sesiones celebradas entre el 6 y el 8 de abril. En el banquillo de los acusados se encontraban 59 miembros del CPIP, entre ellos, algunos del comité y del tribunal, como Mancebo, Carrillo, Escámez, García Pena, Delgado, Peinador, Aliaga, Diamante y Hernández Macías; jefes de grupo como Ariño, Cabo, Vázquez Téllez y Valentín, así como agentes, chóferes y guardias. En su agresivo discurso final, el fiscal le dijo al tribunal que «se está enjuiciando un hecho histórico», que quienes estaban siendo juzgados eran «infrahumanos… criminales natos». Después de que el fiscal pidiera 59 condenas a muerte, los abogados de la defensa alegaron que sus clientes «se vieron arrastrados por las excepcionales circunstancias en que se vieron a actuar» y que lo hicieron «no por instinto criminal, sino creyendo cumplir un deber». Las ejecuciones, insistieron, no habían sido ordenadas por los acusados, sino que fueron realizadas por «incontrolados» a quienes se oponían. El tribunal militar no tuvo en cuenta estas peticiones de clemencia. De hecho, dictó 51 penas de muerte. El único miembro del comité del CPIP al que se perdonó fue a Julio Diamante, el representante de IR que dimitió después de darse cuenta de que el CPIP iba a matar a algunos de sus prisioneros (véase el capítulo 4). Las ejecuciones tuvieron lugar en el cementerio del Este el 27 de abril de 1940, a excepción de la de Mancebo, que fue fusilado dos días después.
Durante el juicio, el fiscal alegó también que el CPIP estaba cumpliendo los depravados deseos de líderes del Frente Popular exiliados. Pero en abril de 1940, estos últimos se encontraban fuera de su alcance. Esto cambiaría con la victoria alemana sobre Francia aquel mes de junio, que llevaría a la extradición de varios republicanos destacados, entre ellos Julián Zugazagoitia —fusilado en Madrid el 9 de noviembre de 1940— y Lluis Companys, el presidente de la Generalitat —fusilado en Barcelona el 15 de octubre de 1940—. Otro que se vería obligado a regresar a España fue Manuel Muñoz Martínez. El director general de Seguridad en 1936 había cruzado la frontera francesa con docenas de miles de otros republicanos antes de la caída de Cataluña en febrero de 1939 y se había ido a vivir a París. En octubre de 1940 fue arrestado por la Gestapo por petición de las autoridades franquistas, y extraditado a España, con la aprobación del mariscal Pétain, en agosto de 1942. El 28 de noviembre de ese mismo año, se enfrentó a un tribunal militar de Madrid, que declaró que había continuado como director general de Seguridad «a conciencia de cuanto ocurría y estaba identificado con los principios revolucionarios marxistas». Igual de desagradable era el hecho de que Muñoz había obtenido el rango más alto en la francmasonería, el grado 33. Fue condenado a muerte y fusilado 72 horas después[5].
Por supuesto, la «justicia de Franco» tras la Guerra Civil fue mucho más que un simple castigo a los implicados en los «crímenes de sangre». Ya he tratado anteriormente con detalle la despiadada represión franquista en Madrid[6]. Existen diferencias entre el castigo de «fascistas» durante la guerra y la represión de posguerra en Madrid. Una de ellas es el número de víctimas. Ya alegué en el año 2005 que al menos 3.113 personas fueron ejecutadas en la provincia entre el 28 de marzo de 1939 y el 30 de abril de 1944 y nada de lo que se ha publicado después me ha empujado a revisar esa cifra[7]. Es, por tanto, probable que el número de fusilamientos en el Madrid republicano superara en dos a uno al del Madrid franquista. Pero es demasiado simplista argumentar que el primero fue, por tanto, «peor» que el segundo. Como hemos visto, el terror rojo en 1936 se caracterizó principalmente por las ejecuciones extrajudiciales, aun cuando hubiera agencias estatales que actuaran como cómplices de las matanzas. La represión franquista tras la guerra, por otra parte, se basó en un sistema burocrático pseudolegal de justicia militar. Dicho de otro modo, el número relativamente bajo de ejecuciones tras la guerra en Madrid fue reflejo de la institucionalización de la represión que tuvo lugar en la zona franquista a partir del invierno de 1936-1937. Para comprender la importancia de este proceso, solo hay que echar un vistazo a la evolución cronológica de las ejecuciones rebeldes en el resto de España desde 1936 hasta 1945. Paul Preston ha sugerido recientemente que durante la guerra se fusiló a más de 100.000 en la España franquista, mientras que «solo» perecieron 20.000 después de marzo de 1939. De manera más específica, los meses anteriores a la investidura de Franco como generalísimo de los Ejércitos y jefe de Estado en octubre de 1936 fueron con mucho los más crueles: entre el 50 y el 70% de las ejecuciones tuvieron lugar en este corto periodo de tiempo. Aunque estaba en vigor el estado de guerra, el poder político estaba fragmentado y los fusilamientos eran principalmente extrajudiciales. Solo una muy pequeña minoría, sobre todo de militares que se negaron a unirse a la rebelión, se enfrentó a un tribunal militar antes de ser fusilados. En la ciudad de Zaragoza, por ejemplo, solo 32 de 2.578 víctimas murieron como consecuencia de una pena de muerte en 1936. Así, las provincias que quedaron bajo el control rebelde en 1936 —especialmente las de Extremadura, Andalucía y Castilla y León— fueron testigos del mayor número de ejecuciones. En estas zonas, sin embargo, el número de víctimas bajó cuando los tribunales militares sustituyeron a las matanzas arbitrarias de 1937. En Sevilla, por ejemplo, hubo «tan solo» 137 fusilamientos entre febrero y octubre de 1937, en comparación con los 3.028 matados durante los seis primeros meses de la Guerra Civil.
Dado que las matanzas republicanas se concentraron también en los seis primeros meses de la guerra, la cuestión más importante que los historiadores tienen que responder no es si la matanza de un bando fue «peor» que la del otro, sino por qué 1936 resultó ser tan sangriento. Sin embargo, en los últimos años la historiografía ha llegado a estar dominada por la tesis del exterminio franquista «planeado». Como declaró en 2010 Francisco Espinosa Maestre, uno de los más enérgicos defensores de esta hipótesis: «Por supuesto que sí hubo muerte programada, plan organizado de exterminio y genocidio político, aunque haya quien prefiera hablar de politicidio o genticidio». Para Preston, el término genocidio no es suficiente. Él prefiere el de «holocausto español». Este énfasis en los «planes» y «programas» del terror es producto de las acusaciones que se hicieron a los nazis más destacados en Nuremberg en 1946. De hecho, Francisco Espinosa ha sostenido que el régimen de Franco es culpable de genocidio, tal y como lo definió el jurista polaco Raphael Lemkin y se incorporó en el derecho internacional en 1948 tras los juicios de Nuremberg —a saber, la destrucción sistemática de grupos raciales, étnicos y religiosos—. Tal y como demostró Norman Naimark, no hay nada inherentemente malo en ampliar el concepto de genocidio a la eliminación deliberada de grupos políticos. Se incluyó en la definición original de Lemkin del término, pero se omitió por miedo a que la Unión Soviética se opusiera a una convención internacional en contra del genocidio. El problema está en que aunque las aseveraciones de «genocidio» franquista toman a Nuremberg como su centro conceptual, los historiadores del genocidio han rechazado en gran medida los modelos explicativos mecánicos basados en planes o programas de destrucción. La investigación más reciente sobre la aniquilación de entre 1.000.000 y 1.200.000 armenios en el Imperio otomano entre 1915 y 1916, por ejemplo, sostiene que «no hubo un anteproyecto a priori de genocidio»; más bien, el genocidio fue la consecuencia de un proceso de «radicalización política acumulada». Dicho de otro modo, la facción dominante del Gobierno otomano, el Comité de Unión y Progreso, consideró a su población armenia cristiana como una amenaza para la integridad territorial del Imperio y un obstáculo para la creación de una «comunidad nacional» turca étnicamente homogénea antes de la Primera Guerra Mundial. Aun así, no se adoptó una política genocida hasta mayo de 1915 como reacción al curso de la guerra desarrollando iniciativas locales para resolver la «cuestión armenia».
Sería muy difícil afirmar que un proceso parecido de «radicalización política acumulada» se diera en España después de julio de 1936. De hecho, la cronología de las ejecuciones rebeldes indica lo contrario. Como hemos visto antes, existe una correlación entre la institucionalización de la represión dentro del «Nuevo Estado» franquista y un descenso en el número de ejecuciones: la burocratización del proceso de la muerte provocó menos víctimas. Pero para los historiadores del «genocidio político» franquista, el punto de referencia no es el genocidio armenio, sino el exterminio nazi de casi seis millones de judíos europeos. Se dice que el «holocausto español» presagió el gran crimen de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Josep Fontana, por ejemplo, sostiene que el «plan» de exterminio rebelde hizo de «las sangrientas matanzas de Badajoz [en el verano de 1936]… un anticipo de Auschwitz». Sin embargo, ningún experto en el Holocausto aceptaría ahora el primer cargo contra los acusados nazis en los juicios de Nuremberg de 1945 de que el genocidio nazi fue reflejo de un «plan común o conspiración». El desafío, tal y como Christopher Browning declaró en su estudio de 2004 sobre los orígenes de la Solución Final, es explicar por qué «en solo dos años, entre el otoño de 1939 y el de 1941, la política judía nazi pasó rápidamente de ser una política de preguerra de emigración forzada a la Solución Final tal y como ahora se conoce —el intento sistemático de asesinar hasta al último judío que quedara dentro del control alemán»—. La transición desde la exclusión hasta el asesinato de todos no fue lineal ni lógica, sino que consistió en un proceso complejo de radicalización tras la invasión nazi de la Unión Soviética en el verano de 1941. Tal y como dijo Karl Schleunes en 1970, el camino hacia Auschwitz no era recto, sino lleno de curvas.
Los genocidios armenio y judío no son más que los ejemplos más extremos y violentos de eliminación de población durante la primera mitad del siglo XX. De hecho, y a pesar de sus numerosos horrores, la Guerra Civil española no produjo expulsiones masivas, selectivas o permanentes de población. No existe un equivalente español del desplazo de eslavos macedonios «comunistas» desde Grecia durante la guerra civil entre 1945 y 1949 ni de la brutal deportación de más de tres millones de no rusos de sus tierras hacia el interior de la Unión Soviética, incluidos polacos, letones, estonios y lituanos, entre 1939 y 1940; alemanes soviéticos en 1941; kalmukos y karachais en 1943; y chechenes, ingushes, balkares, tártaros de Crimea, griegos, turcos y kurdos en 1944[8].
Lo cierto es que podría decirse que el terror antifascista tuvo una mayor influencia en modelos posteriores de violencia política fuera de España. Se ha escrito mucho sobre la intervención soviética en España durante el conflicto, pero mucho menos sobre el impacto de la Guerra Civil en la Unión Soviética. Los historiadores reconocen ahora la importancia de lo que aconteció en España en la decisión de Stalin de desencadenar el «Gran Terror» entre 1937 y 1938. Oleg Khlevniuk ha demostrado que el dictador leyó con avidez los informes que los agentes del NKVD enviaban desde España relativos a la aparentemente poderosa «Quinta Columna» de Madrid y que decidió evitar que surgieran quintas columnas en la Unión Soviética en caso de guerra con la Alemania nazi y el Japón imperial. Tal y como dijo en los años setenta Vyacheslav Molotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo y posteriormente ministro de Asuntos Exteriores de Stalin en 1939, las purgas «eran necesarias. Si se tiene en cuenta que tras la revolución dimos hachazos a diestro y siniestro, conseguimos la victoria, pero la supervivencia de enemigos de diferentes tendencias continuó y podrían unificarse ante la creciente agresión fascista. En 1937 nos dejamos llevar por la idea de que en tiempos de guerra no tendríamos una quinta columna». En cuanto a su escala, la acción estalinista contra los quintacolumnistas no tuvo mucho paralelismo en la España republicana. La orden operativa 00447 del NKVD, «relativa al castigo de los antiguos kulaks, criminales y demás elementos antisoviéticos», emitida el 30 de julio de 1937, condujo a unos 800.000 arrestos y 367.000 fusilamientos para finales de 1938. Aquí se incluye la limpieza étnica de no rusos de las regiones fronterizas de la Unión Soviética.
No eran solo los comprometidos con el estalinismo los que creían que una «quinta columna» podría ayudar a la derrota de Estados en guerra. Joseph Davies, el embajador estadounidense en Moscú entre 1936 y 1938, sugirió en el otoño de 1941 que la resistencia soviética no se derrumbó después de la invasión nazi de aquel mes de junio porque «[los soviéticos] habían hecho desaparecer cualquier Quinta Columna que hubiera surgido [entre 1937 y 1938]». Davies escribió durante el pánico de la quinta columna que se extendió por Estados Unidos entre 1938 y 1942 que llevó a la detención de 111.999 japoneses en centros de internamientos tras el ataque japonés sobre Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. En Europa, fue la quinta columna alemana la que causó pavor. Al igual que los defensores clandestinos de Franco habían tomado Madrid desde dentro en 1939, los rápidos triunfos militares de los nazis al comienzo de la Segunda Guerra Mundial podrían explicarse, en parte, según se creía entonces, por las viles acciones de quintacolumnistas internos que trabajaban con agentes alemanes. Por ejemplo, el Joint Intelligence Committee (JIC), el órgano superior de los servicios de inteligencia británicos civiles y militares, concluyó sin lugar a dudas en mayo de 1939 que la ocupación nazi de Noruega y Dinamarca fue obra de la «Quinta Columna» alemana. El JIC advirtió al primer ministro Winston Churchill que «no podemos descartar la posibilidad de que las acciones de la “Quinta Columna” de este país que en el presente se encuentra aletargada, bien podría tener un papel muy activo y enormemente peligroso en el momento que el enemigo lo decida oportuno».
La «quinta columna» alemana fue en gran parte imaginaria, pero las acciones que se emprendieron en su contra no lo fueron. Unos 5.500 alemanes étnicos fueron asesinados por los polacos antes de la rendición en septiembre de 1939, aunque, desde luego, esto no justifica la ejecución sistemática de 50.000 polacos por parte de los invasores a finales de ese mismo año. En los Países Bajos, miles de personas fueron recluidas tras la invasión nazi de mayo de 1940, entre ellas, más de 6.000 solo en Ámsterdam. En la ciudad de La Haya tuvo lugar una epidemia de tiroteos el día 11 de mayo, cuando las tropas holandesas creyeron por error que se enfrentaban a un levantamiento de nazis holandeses. Decenas de miles se internaron en Francia ante la noticia del ataque alemán; el campamento de Gurs, al sur del país, contenía entre 12.000 y 13.000 «comunistas, anarquistas, alsacianos sospechosos, judíos, griegos, rusos, armenios, alemanes, flamencos y holandeses», así como «ratas, piojos y pulgas». En Gran Bretaña se recluyó a 27.200 hombres y mujeres en 1940, entre ellos, a 712 italianos y 478 alemanes —nazis y refugiados judíos— que murieron ahogados el 2 de julio de 1940 cuando los alemanes torpedearon y hundieron el Arandora Star, el transatlántico que los llevaba a campos de internamiento de Canadá. Aun así, en Gran Bretaña el pánico tuvo, al menos, una consecuencia positiva: el argumento de que una quinta columna democrática en la Europa ocupada pudiera provocar la rebelión contra los nazis fue esgrimido por Winston Churchill en el verano de 1940 como uno de los motivos por los que Gran Bretaña debía continuar con la lucha contra Alemania[9].
Establecer paralelismos con la violencia política durante la Segunda Guerra Mundial no implica que no se pueda hacer un análisis comparativo del terror «rojo» y el «azul» en España. Una de las consecuencias del reciente énfasis que se ha puesto en el genocidio franquista ha sido la reticencia a analizar el terror republicano y el franquista de manera comparativa basándose en que no existió un «plan» republicano equivalente. Pero las investigaciones llevadas a cabo según este paradigma han revelado en realidad varias similitudes entre las dos. Por ejemplo, José María García Márquez, en su reciente estudio sobre el terror rebelde en Sevilla, habla sobre las «checas azules» falangistas y la utilización por parte de la Delegación de Orden Público del código «X-2» para camuflar ejecuciones extrajudiciales —la DGS de Madrid prefería las órdenes de libertad falsas—. Es interesante ver que también muestra que las autoridades militares, al igual que los tribunales republicanos después de 1936, castigaron de forma selectiva a los autores del terror franquista por sus «excesos». También está claro que el «gangsterismo» que caracterizó a Madrid en 1936 fue muy evidente en el otro lado. De este modo, hubo dos «brigadas Amanecer» en Pontevedra; «escuadras de la muerte» en Logroño y un «Al Capone» en Sevilla. Al igual que en la capital española, los cines también serían utilizados como trampolines hacia la muerte: una de las prisiones improvisadas más conocidas de Sevilla fue el cine Jáuregui, desde donde eran sacadas las víctimas, entre las que se encontraba el andalucista Blas Infante, para ser fusiladas[10].
Estos gánsteres de derechas operaban en un contexto de «gran miedo»; la fiebre del espionaje no se limitaba a la España republicana. Los verdaderos espías descubrirían pronto que la preocupación por los «comunistas» les haría el trabajo casi imposible. El primer agente que fue enviado en secreto por el servicio de inteligencia militar alemán, el Abwehr, a la España rebelde en agosto de 1936 fue apresado en Algeciras y encarcelado con «comunistas» en Sevilla hasta que intervino el cónsul alemán para garantizar su liberación. En marzo de 1937, el oponente británico del Abwehr, el Secret Intelligence Service, culpó de su incapacidad para desarrollar una red de inteligencia en España a la «extrema histeria sobre el espionaje que había en ambos bandos».
Por último, tal y como ha comentado Rafael Cruz, ambos bandos mataban «en nombre del pueblo». En el juicio de la checa de Bellas Artes/Fomento en abril de 1940, el fiscal recordó a los representantes del CPIP las consecuencias de una derrota incondicional: «La voz del fiscal es ahora la del verdadero pueblo que se defiende de la opresión y del luto que ha costado la actuación de los procesados». Según Eduardo de Guzmán, uno de los acusados, Benigno Mancebo, reflexionó sobre su papel en el terror mientras se encontraba en el muelle de Alicante casi un año antes. Con actitud desafiante, le dijo al periodista anarquista que «la revolución no se hace con agua de rosas… Para defenderla de sus enemigos es preciso mancharse las manos. En nuestro caso, he tenido que manchármelas yo. Mi papel era menos heroico que el que peleaba en las trincheras y menos brillante que el que hablaba en las tribunas; pero tan necesario como el primero y más eficaz que el segundo»[11]. Las palabras de Mancebo nos recuerdan que el terror de 1936 fue parte integrante de la lucha del «pueblo» antifascista de Madrid por la supervivencia.