IV

Afonso estaba sentado en una banqueta en Picantin Post, fumando un cigarrillo, cuando oyó una sirena Strombo dando el alerta de gas tóxico. La alarma sonaba justo a su lado y parecía que iba a perforarle los tímpanos. Sobresaltado, el capitán miró el lugar de donde venía el sonido y descubrió, con estupefacción, que era Agnès quien hacía sonar la Strombo. Se agitó en la banqueta, confundido. No daba crédito a sus ojos. Pero, en el instante siguiente, se deshicieron las dudas, era realmente ella, sintió que un bálsamo de felicidad le llenaba el alma y que le recorría el cuerpo una liberadora sensación de euforia. Corrió hacia la mujer, inmensamente aliviado por verla viva, la tremenda alegría que lo invadía relegó a segundo plano la extrañeza de encontrarla allí, en las trincheras. Pero, cuando se acercaba a su adorada francesa, preparándose para ceñirla en un maravilloso abrazo de reencuentro, vio el bulto gris de un alemán que aparecía en las trincheras, justo detrás de Agnès. Empuñó la pistola y lo derribó. Luego apareció otro alemán, y otro más, y otro. Cubriendo el cuerpo de Agnès, fue abatiendo a uno tras otro. Pero los alemanes no paraban de llegar, parecían un hormiguero, avanzaban inexorablemente e intentaban rodearlos. Afonso comenzó a desesperar, a sentir que no lograría frenar aquella inevitable oleada de asaltantes. Protegía a Agnès con su cuerpo y abría fuego sin descanso a diestro y siniestro, febrilmente, los mataba uno a uno y ellos, aun así, avanzaban, eran tantos que el oficial portugués acabó presa del pánico, intentó abrazar a Agnès y disparar al mismo tiempo, sintió que querían llevársela, que intentaban robársela, que pretendían matarla, eso no podía ser, eso no lo podía permitir, ni pensarlo, ni pensarlo, una enorme congoja le llenó el alma, un indecible terror dominó su corazón ante la perspectiva de volver a perderla. Se puso a llorar, implorando a la Divina Providencia que la salvase, que la dejase quedarse con él, Agnès era ahora un frágil bulto a sus espaldas, ambos rodeados por alemanes que avanzaban amenazadores, ella protegida débilmente por un desesperado Afonso.

—¿Qué ocurre, hijo?

Afonso se descubrió sentado en la cama, gritando y llorando, con un nudo en la garganta, mientras su madre, junto a la puerta, lo miraba alarmada. Sintió gotas de sudor en la frente, estaba jadeante y con lágrimas en los ojos. Miró a su alrededor, momentáneamente confundido, atolondrado, pero acabó entendiendo. Suspiró.

—No es nada, madre. He tenido una pesadilla.

Doña Mariana se llevó la mano al pecho.

—Ay, qué susto me has dado, Afonso. Gritabas tanto que daba miedo, válgame Dios.

—Ha sido sólo una pesadilla.

—Es la segunda vez que te ocurre esta semana, hijo. A ver si sueñas con cosas más alegres, ¿me has oído?

—Sí, madre. Buenas noches.

—Buenas noches, hijo. Descansa, anda.

Afonso cerró los ojos, se recostó en la cama e intentó calmarse. Desde que se enteró de la muerte de Agnès, experimentaba esa pesadilla, siempre diferente y, no obstante, siempre la misma, repetitiva, recurrente. Se acordó de las conversaciones con su amada sobre Freud y la importancia de los sueños e intentó imaginar lo que Agnès le habría dicho sobre esa pesadilla en particular. Tal vez ocultaba un deseo y un sentimiento de culpa, el deseo de verla viva y los remordimientos por no haber sabido protegerla de la muerte, por no haber estado con ella en el momento de la enfermedad, quizá su presencia habría sido determinante para impedir el trágico desenlace. Asaltaban la mente de Afonso mundos alternativos, diferentes hipótesis, la palabra «si» lo atormentaba en todo momento. «Si al menos hubiese hecho algo diferente —pensaba—. Si no le hubiese conseguido aquel puesto en el hospital, o si me hubiese quedado con ella el día en que fui a verla al hospital por última vez, o si me hubiese escapado de los campos alemanes, o incluso si hubiese hecho algo diferente, algo que alterase la cadena de los acontecimientos, tal vez ella aún estaría viva». Eran tantos los «síes», tantas las pequeñas cosas que no se habían alterado, tantas las minúsculas piedrecitas que provocaron aquel doloroso alud. Lo consumía la culpa, cruel e implacable, obsesiva e incansable.

El capitán se quedó dos meses encerrado en casa de su madre, en Carrachana. Se encerró en la habitación con sus demonios, atormentado por los fantasmas que le ensombrecían el alma. Carolina fue a verlo varias veces durante las dos primeras semanas. A partir de la tercera semana comenzó a visitarlo todos los días. Al principio ella hablaba y él se mantenía callado, en silencio, deprimido, sumido en sus recuerdos y en sus planes destrozados, a veces con ataques de ansiedad o accesos de culpa. Padecía de insomnio y temía quedarse despierto, lo atormentaban las pesadillas y tenía miedo de dejarse arrastrar por el sueño. No comía, se sentía débil y sin energía, la boca se le secaba y le dolía la cabeza, había dejado de lavarse, de afeitarse o de cambiarse de ropa. Se mostraba apático, ensimismado, callado, solitario, no pasaban cinco minutos sin que pensase en Agnès, sin que se apenara por su desgracia. Los sueños y los pensamientos se concentraban obcecadamente en el mismo tema, como si intentara reorganizar el pasado, como si se afanase por un desenlace diferente, más feliz. Le costaba aceptar la realidad, alimentaba a veces la secreta esperanza de recibir una carta que lo desmintiese todo, se despertaba por la mañana con la fugaz ilusión de que todo no había sido más que una pesadilla, pero sólo era un breve instante de fantasía traicionera. Deprisa volvía en sí y entendía que el libreto ya estaba escrito, no era posible trastornar el pasado, lo hecho ya estaba hecho, aquél era un camino ya recorrido y sin retorno, una ópera triste que ya había sido cantada. Pequeñas cosas, palabras, sonidos, melodías, aromas, naderías, le recordaban a Agnès. Le dolía la forma abrupta en que todo se había producido, la imposibilidad de despedirse. Se angustiaba pensando en los instantes anteriores al fallecimiento, se preguntaba si ella había sufrido, si se habría asustado, si se había dado cuenta de la inminencia de la muerte, insidiosa e inexorable como una terrible tormenta que se abate sobre la tierra. En esos instantes, se volvía aún más sombrío, deprimido, taciturno, se sentía vacío y se ensimismaba, se sumergía en las tinieblas de un abismo sin fondo.

En un determinado momento, sin embargo, comenzó a reaccionar. Después del choque inicial y de los primeros meses de depresión, días cuya existencia no era ahora más que un oscuro borrón en su memoria, despertó del letargo. Se acordó de las palabras de Agnès sobre el efecto terapéutico de la comprensión de los traumas y de la verbalización de los sentimientos y sintió que lo dominaba una inesperada energía, ligera pero firme. Ayudado por el recuerdo de la francesa y por todo lo que ella le había enseñado con respecto a la mente y a sus malestares, comenzó gradualmente a intentar resolver aquel sufrimiento que lo paralizaba. Dio el primer paso cuando se dispuso a escuchar a Carolina, sobre todo cuando ella le hablaba del trauma de la muerte de su marido. Se comprendían bien, habían pasado por lo mismo, habían perdido «al otro» y les costaba encarar la realidad. En cierto sentido, eran almas gemelas, hermanos en el dolor.

Afonso se fue abriendo lentamente. De oyente pasivo se convirtió en narrador activo, al principio titubeante, era difícil transformar los sentimientos en palabras, el dolor era inefable, inexpresable. Pero, con el tiempo, el capitán se volvió más locuaz, más articulado su discurso, resurgió poco a poco del abismo en el que estaba sumido. Sentado en la cama o asomado a la ventana, revivió dolorosamente el pasado, convirtió los sentimientos en palabras, le habló de Agnès, de su vida, de sus sueños, de sus proyectos compartidos, del amor que no había vivido y del dolor que lo desgarraba. Lloró como un niño cuando comenzó a rozar la profunda herida que le rasgaba el corazón, hablaba entre sollozos y con esfuerzo, temiendo aquel sufrimiento pero enfrentándolo para resolverlo; lo afrontó con tal determinación que hasta parecía un acto de autoflagelación, daba pena verlo sufrir de aquella manera.

Una tarde, después del almuerzo, el padre Álvaro entró en la habitación de Afonso. Carolina salió para dejarlos a solas. El sacerdote se sentó al borde de la cama en la que Afonso estaba acostado y se asustó ante el aspecto de su antiguo discípulo, con el pelo despeinado y revuelto que le daba cierta apariencia de enfermo, de loco. El capitán, a su vez, miró al religioso que lo llevó, siendo adolescente, a Braga: lo halló viejo, con la piel surcada de arrugas y el cuerpo flaco cada vez más encorvado, casi como si le estuviese creciendo una joroba, los pelos canosos que se desordenaban rebeldes en la cabeza y en la barba.

—¿Qué ocurre, hijo? —preguntó el padre Álvaro con una voz tierna—. ¿Qué te ocurre?

Afonso se quedó callado. Lo examinó con la mirada y después se fijó en el infinito, en un punto perdido más allá de la ventana. Sólo habló al cabo de unos tres minutos.

—¿Por qué? —le preguntó por fin el capitán.

El cura lo observó sorprendido.

—¿Cómo?

—¿Por qué?

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Por qué me ha ocurrido esto? —Afonso lo miró—. He pasado la guerra pensando que moriría, que tal vez no llegaría a salvarme. Y, cuando veo que me he salvado, cuando pienso que todo ha acabado, que la guerra ha terminado y que podré finalmente vivir, justamente en ese momento me entero de que ella ha muerto. ¿Qué sentido tiene que las cosas se hayan dado así? ¿Para qué ha servido esa muerte? ¿Por qué ha ocurrido? ¿Por qué?

—Ha sido la voluntad de Dios, hijo mío.

Afonso endureció la mirada y volvió a fijarse en el infinito más allá de la ventana.

—Dios no existe —sentenció finalmente.

El padre Álvaro se incorporó, incómodo por la blasfemia, miró a su alrededor, como si estuviese asegurándose de que el Señor no estaba en la habitación y no había oído semejante herejía, y miró a su protegido.

—Vamos, hijo, ¿qué dices? Escucha, escúchame, es necesario creer en Él, en su bondad. —Extendió el dedo, indicando que aquélla era una advertencia, y levantó la voz hasta una altura que consideraba suficiente para que el Señor lo escuchase—. Y es necesario también temer a Dios.

—¡Qué disparate! —repuso Afonso, con los ojos clavados en el sacerdote, fijando allí su rebelión interior—. ¿Dios es bondadoso o Dios es temible? ¿Eh? ¿En qué quedamos? ¿Qué contradicción es ésa? O es bondadoso o es temible. No puede ser las dos cosas al mismo tiempo.

El padre Álvaro lo contempló con serenidad.

—Dios es bondadoso, tenemos que tener fe, pero también tenemos que temerlo.

Afonso suspiró, impaciente.

—¿Sabe, padre Álvaro?, yo he visto muchas cosas estos últimos dos años. Cosas de las que no quiero hablar, cosas de las que ni siquiera consigo hablar. Incluso ya me he olvidado de algunas de ellas, fíjese. Al ver todo eso, y después de mucha reflexión, sólo puedo concluir que nos engañamos cuando hablamos de Dios.

—Pero ¿qué cosas dices, hijo mío, por Dios?

—Es toda una sarta de disparates —exclamó, y levantó la mano izquierda, con la palma vuelta hacia arriba—. Mire, dice la Iglesia que es necesario creer en Dios, es necesario tener fe, es necesario rezar. Y yo me pregunto para qué. ¿O sea que los que no creen en Él se van al Infierno sólo por no creer en Él? ¿Quiere decir que si yo fuese un canalla y rezase todos los días como un beato, y otro fuese un hombre de bien, íntegro y honesto, pero no tuviera fe ni rezase, yo me iría al Cielo y él al Infierno? ¿Yo que soy un canalla y él que es íntegro? Pero ¿qué sentido tiene eso? ¿Qué Dios es éste, tan egoísta que exige que lo idolatren, que impone la adoración por encima de la bondad?

El sacerdote reviró los ojos, rezando una plegaria silenciosa para que el Señor estuviese distraído y no escuchase aquel desborde de palabras pecaminosas.

—Dios es el Creador, tenemos que respetarlo, amarlo, temerlo.

—Mire, si quiere, incluso estoy dispuesto a aceptar su existencia —asintió Afonso—. Pero le aseguro que, si Dios existe, no es ciertamente el Dios del que habla la Iglesia. Dios no es bueno ni malo, Dios es inexpresable, está más allá de las palabras, de los conceptos, de la moral. Es simplemente el Creador, la fuente de las cosas, el origen de la muerte y la inspiración de la vida. A Dios le importa muy poco que mueran diez, cien o mil soldados, a Él no le intereso yo ni le interesa usted, ni Agnès ni nadie, en definitiva. Para Dios, una piedra vale tanto como una golondrina, como una persona, como usted o como yo, todo lo que existe son creaciones suyas, todo tiene el mismo valor. —Afonso carraspeó, pensativo—. Mire, ¿sabe cuál es la gran cuestión, la cuestión que responde a todo?

—¿Cuál?

—La gran cuestión es la vieja duda de saber por qué razón Él nos ha creado, por qué razón nos inflige tanto sufrimiento y con qué propósito. Ésa es la gran cuestión, el gran misterio. —Se mordió los labios—. Creo que la clave de ese misterio radica en el problema de determinar si el futuro está abierto o está cerrado. Es decir, si las cosas están o no previamente determinadas, si somos realmente libres y dueños de nuestro futuro o si sólo tenemos la ilusión de la libertad y no somos más que esclavos del destino, meros personajes en el teatro divino. —Afonso se examinó las uñas, las contempló sin verlas verdaderamente, sus ojos se internaban en el misterio que lo abrumaba—. ¿Estaría la muerte de Agnès previamente determinada? Creo que la respuesta a este problema nos permite entender cuál es el designio de la creación. —Su mirada se perdió de nuevo en la ventana—. La dificultad, naturalmente, está en que no sé cómo responder a esa pregunta que tanto me atormenta. ¿Estaba la muerte de Agnès determinada de antemano? —Suspiró una vez más—. Bien, si su muerte estaba escrita desde el principio de los tiempos, eso significa que Dios es todo, Él lo controla todo y todo lo decide, nosotros somos una ínfima parte de su ser. Así como una célula desconoce que forma parte del cuerpo, nosotros desconocemos que formamos parte de Dios. El cuerpo está constituido por millones de células, cada una es una entidad viva que tiene una individualidad y que no sabe que forma parte de un todo muy complejo, el cuerpo. Pues nosotros, al igual que ocurre con las células, vivimos con la ilusión de que tenemos una individualidad y que una cosa somos nosotros y otra el mundo, el universo, Dios, cuando, al fin y al cabo, todo es la misma cosa, todo es una ínfima parte del todo, de Dios.

—¿Y si el futuro no está previamente determinado?

—En ese caso, padre Álvaro, mucho me temo que Dios no existe. O, si existe, tiene muy poco poder.

—Escucha, hijo, ¿no será ése más bien el indicio de que Dios decidió concebir al hombre como un ser libre?

—No lo creo. Mire, no creo en esa idea de que el Todopoderoso haya alienado su poder de decidirlo todo. Si así fuese, no sería todopoderoso. Si existe realmente un Creador omnipotente, puede estar seguro de que Él no creó el universo para dejar las cosas entregadas al azar. Si Él es todopoderoso, lo ha decidido todo. En consecuencia, si el futuro no está ya determinado, ello se debe a que Él tiene poderes limitados. Un dios con poderes limitados no es Dios. Con esa hipótesis, tal vez Dios realmente no existe.

—Ay, Jesús, ¿cómo puedes decir eso? —exclamó el padre Álvaro, que reviró otra vez los ojos hacia arriba, casi pidiéndole disculpas al Señor por la blasfemia de su antiguo pupilo, como si sintiese que aquel insulto a Dios también fuese de su responsabilidad—. ¡Virgen Santísima!

—Mire, le digo todo esto por una razón muy sencilla. Si el futuro no está previamente determinado, significa que yo tengo libre arbitrio y que Dios no me controla ni a mí ni al futuro. Ahora bien, si yo controlo mi destino, Dios, por consiguiente, no es todopoderoso. Las cosas no ocurren porque tienen que ocurrir, sino solamente como fruto del azar y de las diversas voluntades individuales, sin propósito último ni razón trascendente. En ese caso, probablemente, Dios no es más que un deseo, una creación humana destinada a otorgarle un sentido inexistente a la existencia.

—¿Y tú, hijo? ¿Qué opinas?

Afonso se recostó en la cama y fijó los ojos en el techo. Había dos arañas pegadas a sus telas en un rincón de las paredes encaladas y oscurecidas por la humedad, y el capitán se quedó observándolas deambular entre los insectos inertes sujetos a sus redes. ¿Estarían aquellos movimientos de las arañas determinados desde el comienzo del tiempo? La cuestión, de veras, lo abrumaba.

—Quiero creer que el futuro está previamente determinado —dijo por fin—. Sólo eso da sentido a todo aquello por lo que he pasado y por lo que estoy pasando.

—¿Creyendo en eso temes a Dios?

—Eso es un disparate, ya se lo he dicho. ¿De qué le sirve a Dios el miedo de los hombres? En realidad, el miedo a Dios es un concepto ridículo, dado que sugiere que el Creador es inseguro, tal vez hasta prepotente, mimado, mezquino y egoísta. Pero, si el futuro está previamente determinado, supuestamente por Él, ¿de qué le sirve que los hombres lo amen o lo teman, si ha sido Él quien lo ha determinado todo al escribir la ópera cósmica que interpretamos en todo momento? —Afonso meneó la cabeza e hizo una mueca con la boca—. No, Dios no está para ser amado ni para ser temido. Dios es, simplemente es. Se mueve con un propósito misterioso, y creo que todos nosotros, hombres, animales, plantas, cosas, todos formamos parte de ese propósito, de ese proyecto. Nada ocurre por casualidad, todo tiene una causa y un efecto. Agnès murió, ése es un acontecimiento aparentemente insignificante en la escala del universo. Sin embargo, creo que esa muerte forma parte del universo, creo que el universo se ha vuelto diferente con la desaparición de Agnès y de cada uno de mis compañeros de armas. Su fallecimiento es un acto más de la grandiosa pieza de teatro previamente compuesta por el dramaturgo divino, aunque el propósito de la muerte nos parezca gratuito. Su verdadero sentido sigue siendo desconocido para nosotros.

—Los designios del Señor son insondables —sentenció el padre Álvaro.

Afonso lo miró con expresión meditativa.

—Ésa es posiblemente la única gran verdad que la Iglesia enseña, padre Álvaro. Todo tiene un propósito, creo yo, pero ese propósito se nos escapa. —Bajó la cabeza—. La alternativa sería simplemente insoportable. La de que las cosas ocurren porque ocurren, sin sentido ni razón. Eso sería insoportable.

Afonso echó en falta al padre Nunes, pensó que tal vez su antiguo maestro sería capaz de comprenderlo realmente. Se calló. La tarde se prolongó, silenciosa y lánguida. El padre Álvaro se despidió al anochecer, se marchó intranquilo e inquieto, pero Carolina se quedó. Ese día y los días siguientes. Afonso se volcó hacia ella en busca del equilibrio, de la salvación. No tenía capacidad para seguir sus razonamientos, pero le ofrecía consuelo emocional. Carolina le daba la mano en los momentos más difíciles, llegaba incluso a abrazarlo cuando lo sentía desesperado, perdido, vacío. Le dio fuerzas y calor humano, lo ayudó a enfrentar los fantasmas del pasado, los recuerdos de Agnès, el dolor por la pérdida, los remordimientos y el sentimiento de culpa, la furia y la rebeldía por la partida que le había impuesto el destino, la desesperación por ser aquél un camino sin retorno. Frágil, Afonso se aferró a aquella boya, se refugió en aquel puerto seguro, soltó sus emociones y abrió su alma. Él se le abrió tanto que, casi sin quererlo, mansamente, fue abriéndole también el corazón.

Carolina y Afonso se casaron en el verano de 1920, en una boda sencilla celebrada en la pequeña iglesia de Rio Maior. Ofició la misa el anciano padre Álvaro, tío de Carolina y protector de Afonso en Braga, un entusiasta maestro de ceremonias muy compenetrado con su papel, ya que insistía en otorgar a aquel casamiento una solemnidad y grandiosidad que lo volverían inolvidable.

Sin embargo, uno de los contrayentes apenas lo oía. De pie en el altar, frente al sacerdote que oficiaba la misa en latín, el capitán se pasó gran parte del tiempo abstraído de lo que ocurría a su alrededor, con la mente vagando por el pasado como un vagabundo perdido, buscando a Agnès, imaginándola a su lado, fingiendo que aquélla no era la pequeña iglesia de Rio Maior sino la gran catedral de Amiens: la ensoñación se hizo tan nítida que hasta creyó captar un acento francés en el latín del sacerdote. Durante algunos instantes, sin embargo, regresaba a la realidad e intuía vagamente la monstruosidad de su traición, percibía que entregaba su cuerpo incompleto a aquella mujer, le faltaba el alma y el corazón, ambos rehenes del amor de otra. Comprendía la falsedad de ese momento, la doblez de aquella situación, sus sentimientos se encontraban lejos de allí, se casaba con una y difícilmente pasaba una hora sin pensar en la otra. Se arrepentía y le apetecía huir, salir de la iglesia y correr, abandonar el altar y buscar refugio en el útero acogedor de la habitación de Carrachana. En un supremo esfuerzo por distraerse, la mente deprisa se sumergía en su sueño, en su fantasía, en el camino imaginario por donde avanzaba presa de un delirio febril, un sendero hecho de recuerdos y sensaciones, de remembranzas de tiempos felices y de deseos sin satisfacer.

En el momento de la verdad, cuando el padre Álvaro le formuló la pregunta sacramental, Afonso dijo que sí. A su lado estaba Carolina y, al oírlo decir «sí», supuso que se lo decía a ella, no sabía que se lo estaba diciendo a la otra que ya no podía estar allí, el fantasma que sería para siempre su sombra.

Se instalaron en una casa junto a la Praça do Comércio, en Rio Maior, por detrás de la vieja Casa Comercial de José Ferreira Lopes. Doña Isilda inició a Afonso en la gestión de la Casa Pereira. Lo llevó a las fábricas adonde iba a buscar la mercancía, se lo presentó a los abastecedores, le explicó las cuentas y le reveló las técnicas de venta. Le enseñó cómo exhibir los productos, cómo recibir a los clientes, cómo evaluar a los empleados, cómo decidir cuándo se debe o no se debe conceder crédito a un cliente, cuánto crédito y durante cuánto tiempo.

—Un comerciante no tiene corazón —le repitió ella—. La prioridad es defender el negocio, eso es lo que cuenta. Las decisiones no las dicta la piedad, sino la racionalidad.

Afonso se acarició el bigote, meditando en estas palabras, dudando de si tendría estómago para poner en práctica lo que, dicho en palabras, parecía tan fácil.

—Pero, doña Isilda, a veces encontramos situaciones humanas…

—Que las resuelva la Iglesia —interrumpió la suegra—. Si eres piadoso y concedes crédito a todo el mundo que no puede pagar, si mantienes en la tienda a empleados incompetentes, todo porque esas personas te dan pena, te quedarás rápidamente en la ruina. Si eso ocurre, muchacho, has perjudicado a todos. Te has perjudicado a ti mismo, a tu familia, a tus buenos empleados y a tus buenos clientes. —Hizo una pausa y lo miró fijamente a los ojos—. ¿Y sabes cuál es la gran ironía? ¿Lo sabes? Que, en resumidas cuentas, los malos empleados y los malos clientes se quedarán como se habrían quedado si los hubieses enfrentado antes, unos sin empleo y otros sin crédito, porque la casa ha entrado en bancarrota. La piedad no les ha servido ni siquiera a ellos. Ni siquiera a ellos.

—Pero negarle crédito a quien lo necesita y despedir a quien necesita trabajar para vivir es una crueldad —dijo el capitán—. No sé si seré capaz de hacerlo.

Isilda suspiró.

—Imagina, Afonso, imagínate que estás en la guerra y una bala te hiere la pierna. Vas al hospital y los médicos comprueban que tienes gangrena. Al comprobar esa situación, los médicos sólo tienen dos opciones: o te cortan la pierna y te salvan la vida, o dejan que todo quede como está, porque les da pena cortar la pierna. En este caso, mueres. Mueres tú y, gran ironía, muere la propia pierna. Ahora imagínate que tu cuerpo es la Casa Pereira, el médico eres tú y la pierna gangrenada es un mal dependiente o un mal cliente. Si cortas la pierna, salvas el cuerpo. Si no la cortas, el cuerpo muere y la pierna también. ¿Qué haces, eh? ¿Qué haces?

—Bien…

—¿Qué haces?

—Pues… supongo que tengo que salvar el cuerpo, ¿no?

—Buen muchacho. —Alzó el dedo—. No te olvides, Afonso. Un comerciante no tiene corazón; la prioridad es defender el negocio.

No fue fácil la adaptación, pero Afonso se habituó gradualmente a las exigencias de la función, a la imposibilidad de agradar a todos, a la necesidad de enfrentarse a inevitables rupturas, a la prioridad de defender lo colectivo sobre lo individual. Al final de cuentas, ¿no era eso lo que había hecho durante la guerra? Reparó en una curiosa ironía, la de que, en los momentos críticos, a pesar de que lo colectivo recibía el beneficio de sus decisiones, era lo individual lo que atraía la simpatía general. Si despedía a un empleado inepto, por ejemplo, todos lo lamentaban, lo acusaban de no tener corazón y de ser inhumano, nadie entendía que sus actos estaban guiados por el bien de la mayoría. Lo colectivo era abstracto, lo individual concreto, las personas se identificaban con el individuo, no con el grupo. Pensándolo bien, se dijo, la muerte de su ordenanza en Pincantin había sido una tragedia, pero la muerte de cuatrocientos hombres en toda la batalla no era más que una mera estadística. Lo colectivo era más importante, reflexionó, aunque fuese con el individuo con quien realmente se identificaban las personas.

El capitán comenzó dividiendo su vida entre el negocio de la familia y la carrera militar. Pasaba mucho tiempo viajando entre Braga y Rio Maior, hasta que llegó a la conclusión de que no podía seguir así. Consideró incluso la posibilidad de pedir traslado al cuartel de Santarém, pero, al cabo de dos años de persistentes conversaciones, doña Isilda lo convenció de que había una opción mejor.

—Tienes que abandonar la vida militar, Afonso —le dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que te lo estoy diciendo, eh? Un negocio es como un matrimonio: requiere exclusividad.