Colocaron la plancha con firmeza, estableciendo la conexión entre el Gil Eannes y el muelle del puerto de Lisboa. El oficial que comandaba la operación se rascó la barba rala mientras observaba a los hombres asegurándose de que el paso era transitable. Cuando concluyeron las comprobaciones y se completó el atraque, se volvió hacia la legión de militares miserables y andrajosos que observaba tierra con una incontenible avidez.
—Muy bien —gritó—. Primero bajan los oficiales, después los soldados y, por fin, salen los enfermos. Quiero un desembarco ordenado y sin confusiones. —Hizo un gesto dirigido a un sargento situado junto a la plancha—. Adelante.
Los oficiales se dirigieron hacia la plancha y la cruzaron. Afonso esperó su turno en la cola, paciente, con los ojos perdidos en el horizonte entrecortado por los familiares tejados rojos de Lisboa, el opaco color ladrillo que se explayaba bajo el azul pálido del cielo invernal. Su atención deambuló distraídamente por su alrededor, se fijó en las gaviotas que graznaban en medio de inquietas nubes, melancólicas, iban y venían como olas que cortasen el aire, a veces rasaban las aguas cristalinas del Tajo y se perdían en los centelleos de luz reflejada en la cresta de la espuma; el aroma salado del mar, en su encuentro amoroso con el río, le llenaba la nariz y le traía a los pulmones el olvidado perfume de su tierra, el efluvio fresco y vigorizante que flotaba en la brisa baja.
El capitán atravesó finalmente la plancha, pisó el suelo del muelle y comprobó, sorprendido, que se mantenía la fila de los oficiales.
—Mayor, ¿qué cola es ésta? —le preguntó a Montalvão, tres lugares más adelante.
—Es para la Comisión Protectora de los Prisioneros de Guerra.
—¿Ah, sí? ¿Ya tenemos comisión protectora? ¿Y de qué nos protege?
—Debe de ser de los boches —bromeó Montalvão.
A medida que la fila avanzaba, Afonso se dio cuenta de que, instaladas detrás de una mesa, unas señoras de mediana edad entregaban a los oficiales unos papeles pequeños. Cuando llegó su turno, una de las mujeres también le dio un montón de papeles.
—¿Qué es esto, señora?
—Son bonos, señor oficial.
—¿Bonos? ¿Bonos para qué?
—Corresponden a donativos de vestuario y dinero. Con esos bonos, usted puede adquirir los productos que necesite, señor oficial.
Afonso guardó los bonos en el bolsillo y siguió al grupo de oficiales. Se aglomeraban todos alrededor de otra mesa instalada en el muelle, discutiendo animadamente, algunos se mostraban irritados y alzaban la voz, otros abrían los brazos sumidos en un desconsuelo resignado. Al capitán le extrañó el rumor y fue a reunirse con Montalvão.
—¿Qué pasa, comandante?
El mayor se encogió de hombros.
—No lo sé muy bien —dijo con vacilación—. Parece que hay algún problema y no podemos ir a Braga.
—¿No podemos ir a Braga? ¿Por qué?
—No lo sé, no lo sé, no lo he entendido.
Afonso se abrió paso entre el grupo y fue a hablar con un teniente que estaba sentado a la mesa. Era un muchacho joven, con bigote fino y con un tic en la boca. El teniente tomaba nota de los nombres de los recién llegados.
—¿Qué ocurre, teniente?
El teniente no levantó la vista.
—Van a tener que quedarse acuartelados aquí en Lisboa —dijo, atareado, sin parar de escribir—. Vuelva a la cola, por favor.
Afonso miró con intensidad a ese jovenzuelo recién salido de la Escuela de Guerra, se puso a pensar en que el chico no había oído nunca un tiro disparado con furia, evidentemente no sabía cuán desesperada era la angustia que atormentaba a los hombres que esperaban frente a él, ignoraba sin duda aquella dolorosa y punzante ansiedad de quien sufre por el reencuentro con su familia. Se mantenía fríamente ajeno al hambre de afecto y a la sed de bienestar que les invadía el cuerpo y les inquietaba el alma. En vez de respetarlos, el joven teniente se comportaba incluso como si estuviera haciéndoles un favor, gastando su preciosa atención con un hatajo de andrajosos malolientes. El capitán sintió que una furia ciega, poderosa y liberadora le crecía en el estómago, le llenaba el pecho, le subía a la cabeza y se hacía dueña de él.
—Teniente —gritó de pronto, con voz de comando—. ¡Cuádrese frente a su superior!
El teniente se estremeció del susto, miró alarmado a Afonso, se levantó atropelladamente de la silla y se puso muy rígido, cuadrándose. Se hizo un silencio alrededor.
—Pero ¿qué mierda es ésta? —insistió Afonso con tono amenazador—. ¿Así que no se saluda como corresponde a un superior jerárquico?
—Sí, mi capitán —dijo por fin el teniente, lívido, alzando la mano para hacer el saludo militar.
Afonso lo miró de arriba abajo, examinándolo. Le señaló los pies.
—¿Y usted con esas botas? ¿Eh? ¿Cómo se atreve a ponerse esas botas?
El teniente miró de reojo las botas.
—Mi capitán…, eh…, le pido que me disculpe —titubeó, sin entender qué tenían de malo las botas.
—Cuando acabe de ocuparme de usted, quiero que esas botas brillen como la bayoneta de un boche, ¿me ha oído? ¡Como la bayoneta de un boche!
—Sí, mi capitán.
Afonso estaba morado. Respiró hondo y se calmó, repentinamente sorprendido por su acceso de furia, más aún por haber soltado un taco, desde los tiempos del seminario era incapaz de decir «mierda».
—Ahora cuéntenos por qué razón tenemos que quedarnos acuartelados en Lisboa —ordenó el capitán con un tono de voz más tranquilo.
Un clamor de aprobación se alzó desde el grupo de oficiales. El joven había sido llamado al orden y ahora tenía que responder a la pregunta que todos querían ver respondida.
—Son…, son órdenes del general Figueiredo, mi capitán.
—¿Y quién es ese sujeto?
—Es mi comandante, mi capitán.
—¿No sabe el general Paneleiredo[11], o como se llame ese tipo, que la gente de las trincheras no ve a su familia desde hace más de un año? ¿Eh? ¿No lo sabe?
El teniente bajó los ojos.
—Yo…, es que…, yo no sé nada de eso, mi capitán.
Afonso se quedó observándolo, con el ceño fruncido, la expresión desconfiada, íntimamente perplejo por haber soltado un segundo taco: nunca pensó que sería capaz de llamar «Paneleiredo» a un superior.
—¿Y usted? —preguntó finalmente—. ¿Sabe al menos por qué razón no podemos ir a Braga?
—Debido a la sublevación, mi capitán.
—¿La sublevación? ¿Qué sublevación?
—La del Norte, mi capitán.
—¿La sublevación del Norte? Pero ¿usted se ha vuelto loco? ¿Qué sublevación es ésa, eh? ¡Explíquese, hombre! ¡Vamos, desembuche!
El teniente sudaba. Miró a su alrededor, dejando escapar un rictus acongojado.
—Han sido los monárquicos, mi capitán —titubeó—. Se sublevaron hace unos diez días. La Junta Militar del Norte ha proclamado la Monarquía en Oporto y ha aclamado a don Manuel II como rey de Portugal. En Lisboa también se han sublevado, los monárquicos han acampado en Monsanto y ha habido enfrentamientos tremendos la semana pasada, pero los republicanos han acabado derrotándolos.
El teniente se calló y los oficiales se miraron, asombrados.
—Sí, señor, muy bonito cuadro —comentó un mayor—. Hemos salido de una y nos encontramos con otro desastre, ésa es la cosa.
—Es la estratagema de costumbre —aventuró otro oficial.
—Siempre la misma mierda.
—¿Y Sidónio? ¿No hace nada? —preguntó Montalvão.
El teniente lo miró estupefacto.
—El presidente ha muerto.
Se hizo silencio en el grupo.
—¿Qué dice? —preguntó una voz—. ¿Que Sidónio ha muerto?
—Fue asesinado en la estación del Rossio —aclaró el teniente—. Hace cosa de un mes y medio, antes de Navidad.
Con el país en pie de guerra y el Norte en rebeldía, los militares del Miño fueron instalados en un cuartel de Lisboa, donde aguardaron el desenlace de los acontecimientos. Pero Afonso no era del Miño y tenía a su familia en Rio Maior, del lado de acá de la frontera invisible que, durante los tormentosos veinticinco días que duró la Monarquía del Norte, dividía el país. Sin nada que lo atase a la capital, el capitán se presentó en el cuartel general, llenó los documentos que regularizaban su situación, solicitó un permiso, que le concedieron inmediatamente, y dos días después, ya bien dormido y comido, se dirigió a la estación del Rossio. Corrían los primeros días de febrero de 1919 cuando cogió un tren hasta Caldas da Rainha y siguió en calesa hasta Rio Maior, conteniendo a duras penas la ansiedad que le llenaba el pecho.
El reencuentro con su familia fue emotivo y triste. Afonso supo entonces que su padre había muerto el año anterior, como consecuencia de una caída cuando recogía frutas de un árbol. El capitán fue ese día al cementerio a visitar la tumba donde se encontraba sepultado. Depositó una corona de flores junto al túmulo, murmuró una oración y encargó una misa en memoria de Rafael Laureano.
Por la noche, la familia se reunió en Carrachana para cenar. Vinieron los hermanos, Manuel, Jesuína, João y Joaquim, con sus respectivas familias, todos juntos para celebrar el regreso del benjamín. Doña Mariana colocó en la mesa una olla con misturadas; Afonso devoró su ración con un placer que lo sorprendió, no se acordaba de haber apreciado tanto ese plato en su niñez.
—Está muy bueno, madre, está realmente sabroso —exclamó, acompañando la sopa con pan.
—¿Y cómo no iba a estar bueno? —Se rió Manuel, el mayor—. Para quien ha estado comiendo todas esas porquerías en Francia y en Alemania, éste debe de ser un manjar de reyes.
—Di si nuestros platos no son mejores que los de los extranjeros, ¿eh? Dilo, anda —lo desafió Jesuína.
—Claro —asintió Afonso—. ¿Dónde hay en Francia una olla, un cocido como éste?
—¿Qué comen ellos, hijo? —quiso saber Mariana.
—Bien, comen más o menos lo que nosotros comemos, sólo que elaborado de manera diferente y con nombres finos. Por ejemplo, en vez de lenguado frito, ellos dicen lenguado a la meunière, queda más chic.
—¿Y tú comías eso, hijo mío?
—A veces, cuando iba a los estaminets o a los bistrots.
—¡Ay, qué nombres raros! —comentó Jesuína—. ¡Vaya por Dios! ¡Me da impresión!
—Oye, Jesuína, compórtate —intervino Joaquim—. ¿Qué nombres querías que los franceses diesen a su casas de comida, eh? Tasca de Zé Russo, ¿no? —Soltó una gran carcajada—. Sería gracioso: los franceses diciéndose unos a otros: «¡Oye, que me voy a la Tasca de Zé Russo a comer un magro de cerdo!».
Todos se rieron. Manuel solía tener gracia cuando se reunían en grupo. Ahora se sentía como el jefe de la familia, por ser el hombre mayor después de la muerte de su padre, le gustaba animar las reuniones familiares.
—Oye, Manel, que no es nada de eso —repuso Jesuína, avergonzada por ser blanco de la pulla de su hermano—. Sólo me sentía sorprendida de ver que Afonso sabe palabras extranjeras, sólo eso.
—Pero, Afonso, ¿entonces tenías que comer esas cosas de los franceses? —insistió su madre, siempre preocupada por la alimentación de su hijo durante la guerra; a fin de cuentas, comprobó, el muchacho llegó hecho un palo de flaco, hasta se le veían las costillas, pobre: decididamente la comida no debía de ser allí gran cosa.
—Sí, madre, también comía eso, pero sólo cuando estaba en la retaguardia. Cuando iba a las trincheras, nos daban una carne que venía en latas inglesas, y eso era mucho peor que la alimentación francesa, créame. Y, cuando me apresaron los boches, la cosa empeoró más aún, los tipos casi no tenían carne para sus soldados y mucho menos para nosotros.
—¿Ah, sí, hijo? ¿Y ésos que comen?
—¿Quiénes? ¿Los gringos o los boches?
—Los dos.
—Los gringos comen mucho corned-beef. Por eso también los llamamos «bifes» —dijo—. Los boches se llenan de salchichas, horrorosas, llenas de grasa, pero fue la única carne que vi por allá. El resto eran verduras, patatas y cosas por el estilo.
—Nadie hace las comiditas que te hace tu madre, ¿no?
—Oh, madre, claro que no.
—No hay comida como la de nuestra madrecita —coincidió Manuel, siempre de buen humor y ya ligeramente chispo por el vino. Miró a su mujer y añadió—: Nuestra madrecita y mi Aurinda, desde luego.
—¡Ah, menos mal! —repuso la mujer.
Afonso miró a su alrededor, como si buscase algo. Desde que llegó a su casa quería saber si Agnès le había escrito, ésa era una cuestión absolutamente esencial, prioritaria. Necesitaba saber su paradero, recibir noticias, entrar en contacto con ella, buscar la manera de ir a Flandes para ver si la encontraba o para quedarse allá. Además, y según sus cálculos, ya debía de ser padre desde hacía unos dos o tres meses, pero necesitaba la confirmación. El problema era plantear la cuestión, no sabía bien cómo hacerlo. Tragó saliva y encaró a doña Mariana, esforzándose por darle la mayor naturalidad posible a la pregunta que tenía que hacerle.
—Madre, dígame, ¿no ha recibido ninguna carta para mí? —preguntó, fingiendo que ese interés le había surgido en aquel momento.
—¿Carta de dónde, hijo?
—Yo qué sé. De Francia, por ejemplo.
—¿De Francia?
Doña Mariana se mostraba genuinamente sorprendida. Afonso, acuciado por la impaciencia y doblegado por la ansiedad, no resistió y fue derecho al grano.
—¿Sabe, madre?, estoy esperando una carta de una señora francesa.
Hubo una risotada general, para gran embarazo de Afonso, inmediatamente arrepentido por haber planteado la cuestión delante de todos. La madre sonrió y le guiñó un ojo.
—Así que mi niño con amiguitas francesas, ¿eh?
Afonso se sonrojó.
—Oh, madre, no es nada de lo que usted está pensando…
—¡Ah, gran Afonso! —bramó Manuel desde el otro lado de la mesa—. ¡Ya me parecía que ibas a honrar el nombre de los machos de la familia, carajo! ¡Eso es ser hombre! Seguro que todas las francesas han ido a comer de tu mano, ¿eh? ¡Qué buena vida debes de haber pasado en Francia!
—¡Cállate, Manel! —ordenó su mujer, la áspera Aurinda—. Basta ya de bromas, deja al muchacho en paz.
Pero fue Mariana quien no lo dejó.
—¿Y Carolina entonces? ¿Ya no quieres saber nada de ella?
—Pero ¿qué tengo yo que ver con Carolina, madre? Ella está casada y espero que sea muy feliz.
—No está casada. Está viuda.
—¿Viuda? ¿Qué le ocurrió a su marido?
—Pilló el tifus. Hubo una epidemia tremenda el año pasado, en marzo, y el señor ingeniero estiró la pata.
—Pobre.
—¡Pobre, no! No haberse metido con Carolina, que era tuya. ¡Oye, y tal vez hasta está mejor ahora! —Lo miró con picardía—. Así como así, ahora está sin hombre.
—¡Vete a por ella! —gritó Manuel, con unas gotas de tinto escurriéndosele del bigote.
—Cállate, Manel —insistió Aurinda.
La paciencia de Afonso había llegado al límite.
—Basta, parad con eso —exclamó con voz irritada—. ¡Dejadme en paz!
—Vale, vale, no te pongas nervioso.
Afonso respiró hondo. Había planteado la cuestión y ahora llegaría hasta el fin.
—Madre, dígame: ¿ha recibido o no ha recibido nada para mí?
—¿De Francia?
—Sí.
Mariana esbozó una mueca con la boca mientras hurgaba en su memoria.
—No…, no… Ah, espera…, me acuerdo de que apareció Inácio…
—¿Inácio?
—Sí, el cartero. Ahora que hablas de eso me acuerdo de que llegó con una carta para ti. Como no teníamos noticias tuyas, le pedí a tu hermano que leyese la carta —dijo, señalando a Joaquim.
Afonso interrogó a su hermano con los ojos, pero éste se encogió de hombros.
—Oye, Afonso, yo abrí la carta, pero no entendí un pimiento de lo que ahí venía escrito, era una lengua extranjera.
—¿Francés?
—Yo qué sé. Hasta podía ser chino. No se entendía nada, eran unos garabatos horrorosos.
—¿Y qué hicisteis con la carta?
—Mira, hijo —intervino doña Mariana—, como no entendíamos nada de aquel galimatías, fui a llevarle la carta a doña Isilda, que es muy culta y sabe cosas complicadas. La leyó y me dijo que me quedase tranquila, que no era nada importante.
—¿Doña Isilda leyó la carta?
—Sí, Afonso, la leyó y…
Afonso se levantó de la mesa, interrumpiéndola.
—Disculpe, madre, pero es urgente que yo sepa qué decía esa carta. ¿Cuándo la recibió?
—Yo qué sé…, fue antes de Navidad, justo antes.
—¿En diciembre?
—Sí, hijo.
Afonso se puso una chaqueta y se dirigió deprisa hasta la puerta.
—Pero, hijo, acaba de cenar. ¿Adónde vas, válgame Dios?
—Voy a ver a doña Isilda —dijo, y se despidió—. Enseguida vuelvo.
El capitán se fue a pie desde Carrachana hasta el centro de Rio Maior. La Casa Pereira estaba cerrada, ya era de noche, pero Afonso sabía que la propietaria vivía en el piso de arriba y golpeó la puerta. Oyó pasos y la puerta se abrió. Carolina lo miraba sorprendida, incluso estupefacta.
—Hola, Carolina, ¿cómo estás?
Estaba más madura, con el pelo desordenado, aunque seguía siendo atractiva. Nunca había sido una belleza, pero no hay duda de que era capaz de despertar la atención de los hombres.
—¡Afonso…, qué sorpresa! ¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a hablar con tu madre. ¿Está?
Los ojos de Carolina revelaron cierta decepción, contenida a duras penas, porque Afonso hubiese ido en busca de su madre y no de ella.
—Sí, sí, entra —dijo, abriendo totalmente la puerta—. Disculpa que te reciba así, con estas pintas, pero sinceramente no te esperaba.
Subieron las escaleras y Carolina lo llevó ante la presencia de su madre. Doña Isilda le pareció mucho más vieja, acabada, con su cuerpo menudo envuelto en una manta junto a la chimenea. Le brillaron los ojos cuando vio a su antiguo protegido entrar en la sala, garboso con aquel uniforme azul de militar.
—¡Mira quién ha llegado! —exclamó—. Nuestro héroe.
Afonso le besó la mano.
—¿Cómo está, doña Isilda?
—Mejor —sonrió ella—. Mejor ahora que te veo. Estás hecho un hombre, muchacho, un hombre.
—Y usted sigue saludable…
—No digas disparates, Afonso. La edad no perdona.
—¿Cómo anda su hermano?
—Bien, anda bien. Fue trasladado a Chaves, fíjate, pero se encuentra bien. Y pregunta muchas veces por ti, ¡vaya si pregunta!
—Transmítale mis saludos, doña Isilda. Dígale que lo echo de menos.
—Así lo haré. Se pondrá contento cuando sepa que has vuelto de la guerra. Qué cosa terrible la guerra, ¿no? Terrible.
Afonso suspiró.
—Sí, es algo inimaginable. —Hizo una pausa—. A propósito, he hecho muchas amistades en Francia, y mi madre me dijo que había recibido una carta para mí escrita en una lengua que ella no identificó, supongo que será francés, y que se la trajo para que usted se la leyese. ¿Tiene esa carta?
Doña Isilda se agitó en la silla, incómoda. Su rostro se ensombreció y miró de soslayo a Carolina, que seguía la conversación de pie.
—Carolina, hija mía, ve a preparar una infusión para tu madre y para Afonso, ¿sí?
Carolina bajó la cabeza en señal de asentimiento y se fue a la cocina. En cuanto su hija abandonó la sala, doña Isilda le hizo una seña a Afonso para que se sentase y le cogió la mano.
—Hijo mío, tienes que ser fuerte —dijo simplemente.
Afonso la miró con horror, con un pavoroso presentimiento que le oprimía el alma.
—¿Qué ocurrió, doña Isilda?
—Yo quemé esa carta.
—¿Que quemó la carta? Pero ¿por qué motivo?
—Quemé la carta porque era terrible, Afonso, terrible.
El capitán sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Qué decía la carta?
La vieja bajó los ojos y suspiró.
—No me acuerdo de los detalles, sólo de lo esencial. La carta venía de Lille y estaba firmada por un señor.
—¿Un hombre?
—Sí, un hombre.
Sólo podía ser Paul Chevallier, pensó Afonso.
—¿Y qué decía?
Doña Isilda le apretó la mano aún con más fuerza.
—Decía que su hija había muerto.
Afonso abrió la boca, horrorizado. No quería creer en lo que estaba oyendo.
—¿Qué…, qué hija? —balbució.
—Me acuerdo de que se llamaba Agnès —dijo doña Isilda—. Ella murió. Ella y… la niña. ¿Entiendes? La niña. Contrajeron la gripe española y murieron en Lille.
Afonso se quedó un largo rato paralizado, boquiabierto, en estado de choque. Intentó hablar, pero no consiguió decir nada. Se acordó de la última imagen que guardaba de Agnès, la francesa en el portón del hospital, sonriente, con sus ojos enamorados, despidiéndose de él con expresión feliz, alegre por la noticia de que Afonso pronto abandonaría las trincheras. El capitán se levantó con brusquedad y se arrastró por la sala, sintió que perdía el equilibrio, oyó vagas voces a su alrededor, eran doña Isilda y Carolina hablando, pero no las entendió, se tambaleó por las escaleras tropezando varias veces con el pasamanos, se sintió hundido en una pesadilla, caminó como un sonámbulo y, cuando finalmente salió a la calle, la noche se puso turbia de lágrimas y lloró, lloró como nunca había llorado desde su infancia, lloró con abandono, con desesperación, lloró perdidamente, y su voz lanzaba terribles gemidos, sumido en un sufrimiento atroz. Se sintió perdido, repudiado por la suerte, hostigado por el destino. Se descubrió horriblemente solo.