El cautiverio en Lille duró sólo unos días. A Afonso lo colocaron con tres mil prisioneros portugueses detrás de las puertas de hierro del cuartel del antiguo regimiento de coraceros franceses, instalaciones militares incrustadas en la gigantesca Citadelle. Se trataba de una enorme fortificación en forma de estrella pentagonal, situada al noroeste de Lille y separada de la ciudad por el río Deûle y sus respectivos canales.
Fueron días duros, con los hombres alimentados a pan, agua y sopas aguadas. Dormían en el suelo y tiritaban de frío por falta de abrigos. Estaban prohibidos los contactos con civiles franceses, una orden innecesaria, por otra parte, debido al aislamiento en que se encontraban los prisioneros. Aun así, Afonso descubrió a un francés que trabajaba en la cantina y no tardó en entablar conversación con él.
—¿Usted es de Lille? —le preguntó en la primera oportunidad, cuando el hombre le servía la sopa en la cola del comedor.
El francés miró a su alrededor, asustado.
—Chist, no puedo hablar con los prisioneros.
Afonso lo miró a los ojos.
—¿Conoce a Paul Chevallier? Tiene una tienda de vinos en la Vieille Bourse.
El hombre lo miró con expresión de sorpresa. Para Afonso era evidente que su interlocutor conocía al padre de Agnès. El francés se recompuso y fingió que comprobaba la sopa del portugués.
—Ahora no —murmuró muy bajo, hablando apresuradamente—. Escriba en un papel lo que quiere y démelo mañana, cuando venga a buscar la sopa.
Afonso se pasó la tarde en torno a una hoja, intentando redactar una carta en francés. Consultó varias veces a un oficial portugués de origen francés, para pedirle que verificase palabras y revisase frases. Intentaba de ese modo evitar errores ortográficos e incoherencias gramaticales, como faltas de concordancia y de género, en un esfuerzo para crear una buena primera impresión en el destinatario, el padre de Agnès. Cuando terminó de revisar el texto, se dio por satisfecho y pasó la versión final a un papel limpio:
Estimado señor Paul Chevallier:
Mi nombre es Afonso Brandão, capitán de infantería del ejército portugués en Francia, actualmente prisionero en la Citadelle de Lille. Le escribo estas breves líneas para comunicarle que conocí a su hija Agnès en Armentières; ella me contó que, con el comienzo de la guerra, dejó de tener contacto con su familia. Siendo así, lo informo de que su marido Serge murió en combate ya en las primeras batallas y ella se fue a vivir a casa del barón Redier en Armentières. Nos enamoramos, le pedí contraer matrimonio y tuve la felicidad de verla aceptar mi propuesta. Ella es ahora enfermera en un hospital de guerra portugués y se encuentra bien de salud. Le ruego que le comunique, si tiene oportunidad de verla antes de que yo pueda reunirme con ella, que estoy vivo y con salud, aunque prisionero por los alemanes. No sé cuál es el destino que me reserva el enemigo, pero asegúrele, por favor, que la buscaré en cuanto sea liberado.
Con mis mejores deseos,
AFONSO BRANDÃO
Cuando concluyó esta versión final, Afonso releyó el texto, dobló la hoja y la guardó en el bolsillo. Volvió a considerar si realmente valdría la pena omitir que Agnès se había casado y separado del barón Redier y que estaba esperando un hijo suyo, pero temió que los principios morales de su futuro suegro fuesen tan estrechos que esa información lo echase todo a perder. Decidió, por consiguiente, mantener el texto así. Al día siguiente, durante el almuerzo, pasó discretamente el papel a las manos del francés de las sopas, murmurando que se lo entregase a monsieur Chevallier.
El francés tardó un tiempo en cumplir la misión. Alegó que no encontraba a Paul Chevallier y que su tienda de vinos estaba cerrada. Las autoridades alemanas, entre tanto, anunciaron que los portugueses serían enviados a un campo de prisioneros en Alemania, y Afonso temió que tuviese que salir de Lille antes de establecer contacto con el padre de Agnès. Pero, al cuarto día, llegó finalmente la respuesta. El francés le entregó un sobre por debajo de la escudilla de la sopa y Afonso contuvo a duras penas las ganas de leer inmediatamente, durante la comida, la carta que había escondido bajo los pantalones. Tomó apresuradamente la sopa y el trozo de pan y se retiró al dormitorio común donde, recostado en una pared, abrió el sobre.
Estimado capitán Brandão:
No sabe hasta qué punto ha hecho de mí un hombre feliz por haber recibido al fin noticias de mi pequeña Agnès. Lamento la muerte de Serge, me parecía buen muchacho, pero, debo decirlo, no llegué a conocerlo bien. Lo que interesa, sin embargo, es que mi hija se encuentre bien de salud y feliz, como parece ser.
La vida aquí en Lille, bajo la ocupación enemiga, ha sido muy difícil. Mi pobre Michelle falleció hace tres años, según los médicos víctima de neumonía, pero en realidad víctima de los alemanes. Los ocupantes comenzaron en 1914 a requisar todos los bienes de las casas de los franceses. Se llevaron nuestros muebles, bicicletas, teléfonos y, lo más grave de todo, hasta las camas. Tuvimos que dormir en el suelo. Hubo también mucha hambre en 1914 y 1915. Debilitada, durmiendo todas las noches en el frío suelo de piedra de nuestra casa, mi mujer no resistió e incubó una neumonía fatal. Me quedó mi hija Claudette, pero, en 1916, los alemanes la deportaron de Lille, se la llevaron con muchas otras muchachas a hacer trabajos forzados en el campo. Veinticinco mil personas de Lille, sobre todo mujeres y niños, fueron enviados a la fuerza a provincias para cultivar la tierra, partir piedras, construir puentes, hacer sacos de tierra y otros trabajos de esclavo. Afortunadamente, esta dura experiencia sólo duró cinco meses y Claudette ya está de nuevo conmigo.
Perdóneme estas divagaciones de viejo, pero tienen un propósito. Le cuento todos estos detalles sobre nuestra vida por si usted logra encontrarse primero con mi hija. Le aseguro, no obstante, estimado capitán, que, en el caso de que sea yo el primero en verla, le mostraré sin duda la misiva que tuvo la amabilidad de enviarme, y puede estar seguro de que bendeciré el matrimonio que han decidido, consciente de que usted la honrará y hará de ella una mujer feliz.
Que Dios lo bendiga.
PAUL CHEVALLIER
Días después, los guardias alemanes ordenaron formar filas a los prisioneros para su traslado a Alemania. Afonso y sus compañeros salieron de la Citadelle y atravesaron una gran avenida, con el irónico nombre de Boulevard de la Liberté, hasta llegar a la estación de mercancías, al otro lado de la ciudad.
El viaje en tren duró cuatro días y culminó en Rastatt, una pequeña población en la linde de la Selva Negra, en Baviera, donde encerraron a los prisioneros, famélicos y doloridos, en un Russen Lager, o campo ruso. El campo tenía treinta hectáreas y estaba dividido en bloques, cada uno aislado por dos redes de alambre de espinos. El campo estaba en un principio destinado a prisioneros rusos, pero, con la salida de Rusia de la guerra el año anterior, comenzó a internar a franceses, británicos y portugueses.
Comenzó allí el calvario de la vida de recluso. Afonso y otros oficiales fueron sometidos a una dura dieta de remolacha, zanahoria, patatas y harina, a veces con trozos de carne o migas de bacalao. Los militares portugueses pasaban las comidas protestando contra la calidad de la alimentación, mientras que los oficiales británicos se mantenían a la mesa compuestos y serenos.
Al cabo de pocos días, Afonso fue trasladado a la fortaleza de Friedrichfest, también en Rastatt, y regresó más tarde al Russen Lager. Unas semanas después, los alemanes lo llevaron a Karlsruhe y lo encerraron en un Kriegs offizier gefangenenlager, un confortable campo de oficiales prisioneros situado en un acogedor parque de la ciudad, donde los portugueses se entretenían admirando a las atrevidas fraulein que se contoneaban deliberadamente frente a los reclusos extranjeros. Hubo también uno, el teniente Ribeiro, que trabó amistad con una alemana muy rubia, la Bochona, como la llamaban, que no era esbelta pero parecía una valiente valquiria y le cayó en gracia, así que el amorío se convirtió en tema de conversación entre los reclusos: ¡menudo era Ribeiro! No duró mucho la permanencia en esa cárcel paradisiaca, porque el capitán recibió nueva orden de traslado, esta vez para un miserable campo en Hannover, donde encontró al comandante de su batallón, el mayor Montalvão, también capturado en la gran batalla.
Durante todo el tiempo en que anduvo yendo de campo de prisioneros en campo de prisioneros, Afonso intentó buscar la manera de mantener contactos con el exterior. Le escribió a su familia a través de la Cruz Roja, pero tuvo gran dificultad en localizar a Agnès, porque no había memorizado el domicilio del anexo de Béthune. Optó por dirigir las cartas al hospital Mixto de Medicina y Cirugía, sin obtener respuesta alguna. El silencio de la francesa lo dejó perturbado y era permanente tema de preocupación. El capitán mudaba diariamente de estado de ánimo, sumiéndose en una quieta melancolía o consumiéndose en una agitada inquietud, humores que alternaba con agotadora frecuencia. Los abatimientos melancólicos estaban dominados por recuerdos en detalle de todos los instantes que había pasado con ella y por emocionantes fantasías sobre el reencuentro, pero los momentos de inquietud se revelaban peores, se preguntaba entonces sobre el embarazo y su evolución e indagaba de manera enfermiza sobre los motivos que había tras el silencio a sus insistentes cartas. ¿Podría haberse extraviado la correspondencia? ¿Habría abandonado Agnès el hospital? ¿Acaso ya lo había olvidado? Resurgía agotado de esos instantes de mayor angustia, compensándolos con otros momentos en los que alimentaba la certidumbre de que todo iba bien, intentaba consolarse, tranquilizarse, se convencía de que, a fin de cuentas, los sucesivos traslados de campos de prisioneros dificultaban las cosas a la Cruz Roja, impedían que llegasen a sus manos las ansiadas cartas de respuesta.
En compañía de Montalvão, Afonso se mudó meses más tarde al campo de Breensen, en Mecklemburg, el último destino de los permanentes tránsitos por el interior de Alemania. Pasó allí el mes de octubre con una monótona existencia, sólo animada por una divertida representación de una pieza de teatro, puesta en escena, en tres actos, por el teniente coronel Malheiro, con el título El amor en la base del CEP. La acción transcurría en las playas de Tréport y París-Plage, en Francia, hecho que al capitán le pareció significativo. En realidad, la elección de esos lugares de veraneo para el lugar de la acción era muy representativa de la forma en que algunos oficiales encaraban sus deberes en la guerra, aquélla era realmente una historia de carboneros y palmípedos, oficiales de la retaguardia habituados al ocio y a la vida au grand air en la placentera costa francesa. Afonso conocía a algunos que hasta se jactaban de que les pagasen para ir a disfrutar de la playa, beneficiándose de un absurdo sistema de subvenciones que premiaba la negligencia. Mientras que un capitán que arriesgaba la vida en las trincheras se limitaba a ganar la subvención de campaña, aquellos que iban a pasear por los grandes centros de veraneo se beneficiaban de un subsidio extra de veinte francos diarios para pagar casa y comida, además de recibir una buena calderilla para el combustible.
Aunque la pieza le volvió a traer a la memoria algunos de los aspectos más grotescos y lamentables de la organización del CEP, la verdad es que la representación teatral tuvo la virtud de, aunque más no fuera por un breve instante, permitirle evadirse de sus preocupaciones obsesivas. Aquél fue, indudablemente, un acontecimiento en el campo de prisioneros, por añadidura muy divertido, sobre todo porque los distintos personajes femeninos eran interpretados, como no podía ser de otra manera, por oficiales. Fue de reírse hasta las lágrimas ver al capitán Grilo, con su enorme bigote y los brazos gordos y peludos, personificar a una joven actriz parisiense, supuestamente esbelta y deslumbrante, y hacer arrebatadas declaraciones de amor al esmirriado teniente Santos. Sólo faltó que los dos oficiales se besaran para que el excitado público echase abajo el barracón.
La representación sólo fue para Afonso, sin embargo, una fugaz distracción, siempre con la mente concentrada en el embarazo de Agnès. Por lo cálculos que habían hecho los médicos, el parto debería de producirse por aquella fecha; el capitán se desesperaba por no poder estar presente. Había momentos en que lo sofocaba la ansiedad, le apetecía huir, dejar atrás el portón, corriendo, saltar las vallas, tenía sed de libertad y hambre de amor, le faltaba el aire en aquella prisión, quería salir de allí a toda costa, no había forma de que terminase la guerra.
Este estado de ánimo sólo se alteró una mañana gris de noviembre. Afonso se despertó temprano, como todos los prisioneros, se vistió y salió del barracón, enfrentando el frío cortante y agreste del amanecer para dirigirse a las letrinas. Cuando pasaba cerca del portón reparó en que todos los guardias alemanes del campo de Breensen sostenían periódicos, con la expresión circunspecta, sombría, intercambiando comentarios con murmullos sigilosos. Ya en la víspera notó que el ambiente era extraño entre los carceleros, pero no le otorgó gran importancia a ese hecho. Ahora, sin embargo, el comportamiento de los guardias se había vuelto más pesado y parecía tener los periódicos como epicentro. Lleno de curiosidad, Afonso se acercó al grupo, formado por cuatro soldados.
—Hallo —dijo con un suspiro—. Wie geht’s?
Un soldado respondió con un gruñido malhumorado, los otros se mantuvieron en silencio, ignorándolo, con los ojos siempre fijos en el periódico, perdidos en las noticias del frente. Extrañado por aquella actitud, Afonso bajó la cabeza, miró la primera página y sintió que el corazón le daba un vuelco. El periódico, con fecha de ese día, 12 de noviembre de 1918, anunciaba que la guerra había acabado en la víspera. Los aliados habían vencido.
A pesar del armisticio, Afonso permaneció dos meses más en cautiverio. Lo liberaron en enero, en pleno invierno, con el cuerpo debilitado por el frío y la mala alimentación. Cogió un tren a Francia, planeando ir en busca de Agnès, pero no tenía dinero y se encontraba muy débil y con fiebre. Se dio cuenta de que no estaba en condiciones de ir en pos de su francesa y se dejó llevar hasta Brest con otros compañeros que habían salido con él de Breensen.
El día 25 cogió el paquebote Gil Eannes en el gran puerto francés rumbo a Portugal. El barco estaba atestado de ex prisioneros y enfermos, la mayoría tuberculosos. El capitán buscó entre los tuberculosos a los que habían estado ingresados en el hospital Mixto de Medicina y Cirugía y pronto encontró a uno que se acordaba de Agnès.
—Era una chica mucho buena, ¿no? —dijo uno de los tuberculosos, entre dos accesos de tos. Hablaba de manera confusa, como Vicente, una especie de Manitas con un cerrado acento del Algarve—. Me recuerdo de ella, claro que me recuerdo. ¿Cómo no iba a recordarme? Ésa era una mujer, caray, no era como unos adefesios ordinarios que andaban por ahí, unas tipas que hasta tenían bigotes encima la boca.
—¿Qué le ocurrió?
—¿A la francesa? Después del 9 de abril andaba mucho tristona, cuitada. —Tosió—. La muchacha estaba empreñada, creo que su hombre era un portugués que las diñó durante la batalla. —Volvió a toser—. Andaba desconsolada la pobrecita. Al cabo de un tiempo, pidió la baja y nunca más la volvimos a ver. —Más toses—. Fue una pena, aquella moza era capaz de resucitar a un muerto, caramba, era una alegría verla pasar por la enfermería moviendo su hermoso culito.