Fue como si alguien hubiese encendido el interruptor. En un instante todo estaba tranquilo, sereno, silencioso. Se oía a las ranas croar junto a los charcos y a los grillos chirriar en los descampados devastados. En el momento siguiente, sin embargo, la tempestad se desencadenó con una violencia inaudita. No se trató al principio de un tiro, seguido de otro y de otro. Fueron los cañones disparando explosivos con una intensidad brutal, en una cerrada barrera de fuego, como una brusca marea que, sin aviso, gana terreno e invade la playa con una furia destructiva, como una orquesta que de repente rasga el silencio e irrumpe furiosamente en una infernal sinfonía.
Desde que regresara de Fleurbaix, el capitán Afonso Brandão se había sumido en un gran estado de ansiedad. Comunicó al mayor Montalvão todo lo que había sabido en el cuartel general de la 40.ª División británica, pero el comandante de la Infantería 8 no se mostró muy preocupado, probablemente pensó que era una más de las muchas falsas alarmas dadas por algún otro oficial demasiado nervioso. Sintiéndose impotente para frenar el rumbo de los acontecimientos, Afonso se resignó a su destino y regresó al Picantin Post aún con la íntima esperanza de que sus temores fuesen realmente infundados. No pudo dormir. Pasó la noche inquieto, inspeccionando las trincheras, mandando limpiar las armas y revisando los polvorines. Fijaba a veces los ojos en las líneas enemigas, intentando avizorar algún movimiento, tratando de adivinar lo que allí se tramaba, pero no veía nada, era como si se hubiese alzado un muro negro, amenazador y siniestro, insondable e impenetrable. Hacia las cuatro de la mañana, algo cansado, se recogió en el puesto y se sentó junto al depósito de ametralladoras a beber un té con dos hombres de guardia armados con Vickers.
A pesar de que ya estaba sobre aviso, Afonso casi volcó la jarra de té por el susto que le produjo aquella enorme oleada de explosiones que de repente encendió el horizonte e iluminó las sombras. Un fragor tumultuoso llenó la noche, el suelo temblaba como si lo sacudiera un tremendo terremoto, brutal y feroz, de una intensidad alucinante, colérica, el aire vibraba y trepidaba hasta el punto de hacer revirar los ojos, el ruido era tanto y tan compacto que al capitán le costó entender lo que le gritaba uno de los hombres de la ametralladora situada a sólo unos dos metros de distancia.
—… ya… al… gio.
—¿Cómo?
—… ya… al… gio.
Afonso, perplejo, miró al soldado. No lograba entender lo que éste le gritaba. Dio un paso y acercó su oído a la boca de quien gritaba.
—¡Vaya al refugio! —vociferaba el hombre.
El capitán respondió que no, con la cabeza. La intención del soldado era buena, pero quien daba allí las órdenes era él. Miró el reloj y comprobó que eran las cuatro y cuarto de la madrugada. Estiró la cabeza por encima del montón de sacos de tierra que protegía el refugio y vio el horizonte encendido enfrente y, detrás de él, una claridad roja de infierno se alzaba de las trincheras mientras fulgores luminosos cruzaban el cielo a centenares, a miles, silbando todos los proyectiles incandescentes que lanzaban los alemanes como lluvia sobre las líneas portuguesas, alcanzando al principio la zona del comando, en la retaguardia. Los cañonazos eran tantos que no se oía ninguno aisladamente, sino que todos formaban un bramido único, sordo, brutal, siniestro. Por el sentido de las detonaciones, se hizo evidente que el bombardeo no era aleatorio, sino dirigido con precisión a las carreteras, cruces y puntos de comando. Brillaban resplandores de fuego en el sector donde se situaba Laventie: probablemente el cuartel general de la brigada ardía.
El mayor Gustavo Mascarenhas despertó sobresaltado y vio pedazos de ladrillo, tierra y caliza desparramados sobre la manta que lo abrigaba. Dio un salto en la cama, sorprendido, con los oídos que aún le zumbaban, y, ya en pie, miró al otro lado de la ventana destrozada. La noche se había encendido, iluminada por sucesivas explosiones, la planicie temblaba bajo una barrera de fuego jamás vista por las tropas portuguesas. El segundo comandante de la Infantería 13 se quitó torpemente el pijama y se puso deprisa el uniforme. Una vez vestido y armado, salió de la habitación y bajó a la sala que servía de despacho, adonde afluyeron también los otros oficiales del batallón tramontano.
—Mi mayor, ¿ha visto esto? —le preguntó el alférez Viegas, aún calzándose una bota—. Ni el último día los boches nos dejan en paz. Ni el último día, carajo.
—Sí —asintió Mascarenhas de buen humor—. Me parece que ya nos están echando de menos y han decidido mandarnos estas simpáticas postales de despedida.
Todos se rieron nerviosamente, incluso dos sargentos que ejecutaban tareas de amanuenses en el despacho del batallón. El comando de la Infantería 13 se encontraba instalado en un edificio denominado Senechal Farm, en Lacouture, un puesto que estaba con respecto a Ferme du Bois como Laventie con respecto a Fauquissart.
Fuera, el ruido de las detonaciones era ensordecedor. La casa temblaba con la vibración de las explosiones, pero los oficiales se mostraban serenos.
—¿Saben qué es esto? —preguntó el capitán Ambrosio después de un estremecimiento más de los cimientos de la casa.
—¿Una venganza por nuestro bombardeo de ayer? —arriesgó Viegas.
—Ni más ni menos. Los tipos nos están haciendo pagar lo de ayer.
La artillería portuguesa, en la víspera, había bombardeado las posiciones alemanas en Bois du Biez, frente a Neuve Chapelle, y todos coincidían en que estaban recibiendo la respuesta del enemigo.
—Oye, Viegas, fíjate a ver si este bombardeo es sólo en nuestro honor o si está también afectando a otros batallones —ordenó Mascarenhas.
El alférez era el señalero de la Infantería 13, y fue a comunicarse por teléfono con la brigada. Cogió el teléfono, se pegó al micrófono y se puso el auricular en el oído izquierdo.
—¡Oiga! ¡Oiga! —llamó, e hizo una pausa—. ¿Me oye bien? ¡Diga! ¡Oiga! —Intentó la comunicación durante un minuto más hasta convencerse de que no era posible la llamada. Miró a Mascarenhas y meneó la cabeza—. No hay respuesta, mi mayor. Las granadas deben de haber cortado los hilos.
—Coge a dos hombres y ve a reparar las líneas —ordenó el mayor.
Viegas se puso la gabardina, llamó a dos soldados, cogió una caja de herramientas y salió, sumergiéndose en la noche turbulenta.
Hacía ya una hora que el pelotón dirigido por el sargento Rosa se protegía en la línea del frente, viendo cómo las granadas y bombas, que ululaban al acercarse, despedazaban metódicamente la trinchera de la primera línea. Las primeras salvas se habían dirigido a la retaguardia, pero la artillería alemana fue poco a poco acortando el tiro, arrasando las posiciones portuguesas de atrás hacia delante como un rodillo compresor, hasta concentrarse en la primera línea. A Vicente ya le había rozado el hombro una esquirla de bomba cuando se oyó un zumbido más y todos se acurrucaron, dándose cuenta por instinto de que la granada caería justo encima de ellos.
La explosión se produjo de lleno en la línea del frente, en una zona guarnecida por algunos hombres del pelotón. Fue una deflagración terrible, seguida de una ráfaga caliente de aire y de una lluvia de escombros, piedras y polvo, como si estuviese pasando por allí una corriente de los infiernos. Matias, el Grande, se levantó, los oídos le zumbaban, se inspeccionó el cuerpo, confirmó que había salido ileso a pesar de tener las mangas del uniforme rasgadas, y miró el cráter donde había caído la granada. En el lugar de sus compañeros se encontraba solamente aquel siniestro hueco humeante, era evidente que los cuerpos habían sido cortados a pedazos o incluso se habían volatilizado por la acción del calor de la explosión. El sargento Rosa se levantó con igual dificultad, se sentía mareado, y miró, contándolos, a cada uno de los hombres del pelotón.
—Faltan tres —concluyó. Miró de nuevo, buscó los rostros que no veía y los llamó—. ¿Ribeiro? —insistió—. ¡Ribeiro! ¡Ribeiro! —Todos se quedaron callados, con la mirada pesada, tensa—. ¿Párente? ¿Oliveira?
No hubo respuesta y el grupo supuso, sin gran margen para la duda, que los tres estaban muertos. En el cráter se veían algunos trozos de carne suelta y se reconocían incluso dos dedos, uno de ellos un pulgar. Había más vestigios, pero nadie quiso analizarlos. Otros dos hombres se encontraban heridos y gemían apoyados en lo que quedaba del parapeto, con unos sacos de tierra ya rasgados. A uno de los heridos le sangraba abundantemente la cabeza y el segundo tenía una esquirla clavada en la pierna.
—Pedroso —llamó Rosa—. Ayuda a esos dos y llévalos al puesto médico.
—Sí, mi sargento.
Pedroso se colocó la Lee-Enfield en bandolera, agarró el brazo del que estaba herido en la pierna, que se apoyó en él, cogió la mano del otro, y avanzaron trinchera arriba hasta donde pudiesen prestarles ayuda.
El pelotón se encontraba ahora reducido a unos cuatro hombres extendidos en la primera línea vigilando la Tierra de Nadie. A lo largo de la trinchera, se refugiaban otros pelotones de la compañía, pero no estaban a la vista. Diez minutos más tarde, otras dos granadas cayeron a continuación en plena línea del frente, a unos quince metros de distancia de los restos del pelotón del sargento Rosa, y los hombres se miraron.
—Mi sargento —dijo Matias, hablándole a Rosa al oído—. Es mejor que nos vayamos a una trinchera de comunicación; de lo contrario, estamos perdidos. Esta línea no se sostiene.
Rosa observó la parte de la línea del frente que se extendía al alcance de sus ojos y comprobó que la trinchera había quedado totalmente desmantelada, en ciertas partes ya no había parapeto, sólo una amalgama de tierra y barro, tablas rotas y sacos reventados. Los hombres se encontraban todos tumbados en el suelo, tapándose los oídos con las manos: la única manera de defenderse de las sucesivas explosiones. Rosa se levantó, tocó la espalda de cada uno para llamarles la atención, hizo una seña con la cabeza, agarró el teléfono y fue corriendo, agachado, hasta Burlington Arcade, la primera trinchera de comunicación que tuvo delante; lo que quedaba del pelotón lo siguió. Una vez en la nueva trinchera, que se encontraba más entera y ofrecía mejor protección a las detonaciones de flanco, los hombres se refugiaron, con las Lee-Enfield preparadas, Matias sin desprenderse de la Lewis, y aguardaron.
Afonso miró una vez más el reloj. Eran las seis de la mañana, llevaba casi dos horas encerrado en el refugio, abrumado por la violencia de aquel fuego compacto. El capitán se preguntó cuánto duraría el bombardeo. Convencido de que se encontraban frente a una gran ofensiva, admitió la hipótesis de que la lluvia de bombas podría prolongarse más de un día y se preguntó también si, en aquellas condiciones, sería posible iniciar la retirada del CEP y la entrada de las nuevas fuerzas británicas destinadas a aquel sector. Era deseable que eso ocurriese antes del avance de la infantería alemana, razonó, pero Afonso sabía que era improbable, jamás los ingleses efectuarían una sustitución de fuerzas bajo tamaño bombardeo.
—Creo que van a hacer un raid —opinó el teniente Pinto con la voz trémula.
Todos los oficiales que se encontraban en el refugio de Pincantin coincidieron. Aquél sólo podría ser el bombardeo preliminar de un raid alemán más. Afonso tenía otra opinión, pero se ahorró manifestarla, sabía que acabaría corroyendo la determinación y la moral de los soldados.
—André, llama a la línea del frente —ordenó al telefonista de guardia.
El sargento André cogió el teléfono y llamó.
—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Primera línea? —Hizo una pausa—. Un momento, el capitán Brandão quiere hablarle.
Afonso fue hasta el teléfono.
—¿Diga? Aquí el capitán Brandão. ¿Quién habla? —Pausa—. Sargento Rosa, ¿qué ocurre en la primera línea? —Pausa prolongada—. Sí, han hecho bien. —Una pausa más—. Claro. —Pausa—. Sargento, la orden es resistir, ¿entendido? Si es preciso, retrocedan hasta la línea B. Pero resistan, ¿ha oído? Resistan. —Pausa—. Hasta luego, sargento. Hasta luego.
Apoyó el auricular y miró a sus compañeros del refugio.
—¿Y? —quiso saber Pinto.
—Toda la línea del frente está destruida —dijo—. Han caído unas granadas encima del pelotón de Rosa, hay tres muertos y dos heridos, ya trasladados al puesto médico. El resto del pelotón se ha instalado en la Burlington. —Miró al telefonista—. André, ponme con los otros puestos de la primera línea.
El sargento cogió el teléfono, pero Joaquim llamó a Afonso antes de que se concretase la nueva llamada.
—Mi capitán, ha venido un ordenanza de la compañía del centro —anunció, señalando a un soldado delgaducho, con expresión de susto.
—¿Qué ocurre, muchacho?
—Mi capitán, mi comandante manda comunicar que ha retirado parte de la compañía hacia la derecha y otra parte hacia la izquierda porque no se puede seguir en el punto donde nos encontrábamos. La barrera es muy fuerte y ya tenemos dos muertos y seis heridos.
—Muy bien —replicó Afonso—. Dile al comandante que he tomado nota y voy a transmitir esa información. —Se volvió hacia el teniente Pinto—. Zanahoria, hazme el favor, llama a Augusto. Quiero que se reúna con el mayor Montalvão para transmitirle esta información y solicitarle instrucciones.
—Mi capitán —interrumpió André, sosteniendo el teléfono—. El cabo Veloso de la primera línea al habla.
Afonso miró todos los rostros vueltos hacia él, ansiosos, multiplicándose en demandas, y pensó que iba a tener un día muy difícil.
Sacudida la Senechal Farm por sucesivas detonaciones, sus ocupantes comenzaron a sentirse seriamente preocupados. Hacía casi tres horas que el alférez Viegas había salido a reparar las líneas telefónicas, pero lo cierto es que los teléfonos seguían mudos.
—Son las siete de la mañana, ya llevan tres horas de bombardeo —se impacientó Mascarenhas—. Esto parece algo más que una venganza.
—Es un raid, mi mayor, sólo puede ser un raid más —aventuró el capitán Ambrosio—. ¡Y qué raid!
La puerta de entrada se abrió con brusquedad y entró un soldado despavorido; otros venían detrás.
—¿Me permite, mi mayor?
—¿Qué ocurre?
—Tenemos heridos, mi mayor.
—Entren, entren —dijo.
Por la puerta pasaron cuatro hombres que llevaban a hombros a otros tres con sus ropas desgarradas, manchas de sangre en los brazos, en las piernas, en la cabeza. El capitán Ambrosio los llevó a los cuartos y ayudó a colocarles las vendas. El sargento Cacheira, uno de los amanuenses que se encontraban en la sala, se había acercado a una ventana a observar las explosiones cuando lanzó la alarma.
—Acaban de caer unos cilindros vacíos —anunció—. ¡Tienen humo dentro! —Estiró la cabeza para ver mejor—. ¡Atención! ¡Es gas! ¡Es gas!
Todos se pusieron las máscaras, incluso los heridos. Los militares sintieron la respiración pesada, el aire enrarecido, las gafas se empañaron, pero resistieron el impulso de arrancarse las máscaras y se mantuvieron así.
El sol se alzó por detrás de las líneas alemanas, pero nadie llegaba a verlo. La claridad del día brotaba pálidamente de la niebla cerrada que se había abatido sobre las trincheras, una neblina tan densa y opaca que sólo permitía una visibilidad de treinta metros, a lo sumo cincuenta. Afonso se cansó de usar los prismáticos para intentar observar lo que ocurría, sus ojos tropezaban con una barrera nublada que las lentes no lograban penetrar. El bombardeo había disminuido sensiblemente de intensidad sobre las primeras líneas, con la artillería alemana concentrada ahora en la retaguardia del sector portugués. Esta evolución, por un lado encarada con alivio, era en realidad muy preocupante, porque significaba que el enemigo, con alta probabilidad, hacía avanzar a su infantería. El problema es que la densa niebla impedía observar lo que ocurría en la Tierra de Nadie, dando así una enorme ventaja a las fuerzas atacantes.
—André, ¿no puedes conectarme con la primera línea? —preguntó Afonso.
El sargento meneó la cabeza.
—Creo que han cortado los hilos telefónicos, mi capitán. Nadie responde.
Afonso suspiró. Necesitaba hablar con urgencia con la línea del frente para saber si habían avistado a soldados enemigos, pero sin comunicaciones era difícil determinar la situación de la compañía. Los teléfonos no funcionaban y la neblina no permitía ver los «Very Lights» lanzados por los diferentes pelotones y compañías pidiendo socorro o informando del abandono de las líneas. Al darse cuenta de que no podía operar sin disponer de alguna información, el capitán fue hasta la puerta del refugio y llamó a su ordenanza.
—¡Joaquim! ¡Joaquim!
El soldado salió de su búnker y se acercó a paso rápido.
—¿Sí, mi capitán?
—Quiero que vayas a la primera línea a ver qué está ocurriendo. Si ves algún boche, no quiero tiroteos. Vuelves corriendo y me informas, ¿entendido?
—Sí, mi capitán.
—Ve, pues, anda.
Afonso regresó pensativo al refugio. Si el bombardeo se había atenuado, volvió a razonar, se debía sin duda a que la infantería alemana avanzaba. La neblina sólo servía para ocultar el avance de las tropas.
—Zanahoria —dijo, dirigiéndose al teniente Pinto—. Ve a decirles a los hombres de las ametralladoras que quiero que rieguen la Tierra de Nadie con ráfagas sucesivas. Que disparen hacia allá, aunque no distingan ningún objetivo.
Matias se agitaba en la trinchera, preocupado porque no lograba ver la Tierra de Nadie. Se oían disparos de ametralladora y fusiles, pero nada se podía observar, eran sólo sonidos que venían de alguna parte. El problema no era únicamente aquella neblina densa que empañaba su visión, también lo era la posición en la que el pelotón se encontraba. La Burlington Arcade podía incluso ser más segura que la primera línea durante un bombardeo pesado, pero, debido a su trazado perpendicular, no constituía sin duda el mejor sitio para observar un eventual avance de la infantería enemiga. No era casual, además, que no se hubiera concebido la Burlington como una trinchera de combate, sino sólo de comunicación.
—Mi sargento —llamó hacia atrás.
Ya no había necesidad de gritar, las granadas seguían estallando por allí, pero sin la intensidad de las tres primeras horas.
—¿Qué, Matias?
—La infantería boche debe de estar a punto de avanzar en cualquier momento, si es que no ha avanzado ya —indicó el cabo—. En esta trinchera no podemos distinguirlos. Oímos los tiros, pero no vemos nada. Tenemos que marcharnos.
—¿Y adónde quieres ir, Matias? —se sorprendió el sargento Rosa—. ¿No ves que la primera línea ha quedado inutilizada? Además, ya ni siquiera hay primera línea.
—Lo sé, mi sargento. Lo mejor es que vayamos a la línea B.
—El capitán Brandão ha ordenado resistir hasta el final.
—Sí, mi sargento —asintió Matias—, pero aquí no resistimos nada. Si los boches aparecen, desde el punto que ocupamos sólo llegaremos a verlos cuando se nos vengan encima. Además, como la artillería boche ya ha reducido su acción en esta zona, es muy posible incluso que estén intentando rodearnos, para pillarnos por detrás. Por eso tenemos que ir a la línea B. Allí resistiremos mejor.
—Él tiene razón, mi sargento —coincidió Baltazar, tumbado detrás de Matias.
Rosa se quedó meditando en el asunto. Alzó la cabeza, miró a un lado y al otro, comprobó que, realmente, no lograba ver lo que ocurría ni a la derecha ni a la izquierda y se volvió hacia el pelotón.
—Está bien —exclamó finalmente—. Vamos allá.
Eran las ocho de la mañana cuando el pelotón del sargento Rosa abandonó su posición en la Burlington Arcade, junto a la línea del frente, y retrocedió por aquella trinchera de comunicación rumbo a la línea B. Los hombres avanzaron a paso rápido, siempre agachados, y fueron a desembocar en la Rue Tilleloy, donde se formaba la segunda línea. Siguieron corriendo para atravesar la gran carretera, pero, a mitad de camino, sintieron que proyectiles rasantes cortaban el aire. Se inmovilizaron, sorprendidos, oyeron el matraqueo de una ametralladora a la derecha, se desorientaron; uno de ellos cayó al suelo con un sonido seco, fue alcanzado, Rosa saltó hacia delante y se lanzó al arcén, el resto del pelotón retrocedió y quedó del otro lado.
—¡Boches! —gritó Matias, jadeante, pegado al suelo—. ¡Hay boches en la Tilleloy!
Los hombres alzaron la cabeza y observaron al compañero que había caído en plena carretera, alcanzado por la ametralladora enemiga. Era Abel, el muchacho delgaducho y callado que había venido de Gondizalves. La herida era seria, su situación parecía desesperada. El Canijo se agarraba el cuello, de donde brotaban, en pavorosos chorros, chisguetes de sangre oscura, las manos teñidas de rojo intentaban parar la hemorragia, el agujero en la garganta emitía horribles ruidos de aire que se esforzaba en entrar y salir. Abel se asfixiaba en silencio, incapaz de proferir, aunque más no fuese, un gemido, y nadie podía ayudarlo. Vicente se incorporó para saltar a la carretera e ir a socorrer al amigo, la ametralladora abrió fuego y Matias lo atrapó por las piernas y lo tiró al suelo.
—¡Déjame! —se quejó Vicente, intentando soltarse—. ¡Déjame que lo ayude!
—¡Quédate quieto, Manitas! —bramó el cabo—. No lo puedes ayudar. Y, si vas allí, te matarán también a ti.
Matias era mucho más fuerte que su compañero y lo mantuvo firmemente sujeto entre sus enormes brazos. Vicente se dio cuenta de que no podría desprenderse, estiró la mano izquierda en dirección a Abel, que aún se retorcía en plena Tilleloy, y comenzó a llorar, desesperado, impotente. Ya había visto morir a otros camaradas, pero éste era diferente, formaba parte de su núcleo más directo de amigos del pelotón. El Canijo se retorcía ahora preso de las convulsiones, era evidente que vivía sus últimos instantes, y todos los hombres, a excepción de Matias, volvieron la cara a un lado o cerraron los ojos, no querían presenciar la muerte del joven. Sólo el cabo vio el estertor final, las piernas temblando en un violento espasmo, los ojos revirados hasta ponerse en blanco, el cuerpo estremecido en una postrera convulsión, un suspiro hondo y tenebroso, la carne inmóvil finalmente, la sangre que se estancaba y dejaba de brotar de la garganta.
Los hombres del pelotón se quedaron un buen rato callados.
Vicente había recuperado el control de sus emociones y se mantuvo igualmente silencioso. Pero los hombres sabían que se encontraban en una situación mucho más difícil de lo que habían previsto. Matias se preguntaba qué hacía una ametralladora alemana en la Rue Tilleloy, en el sector de Fleurbaix, a la izquierda de las líneas portuguesas, una zona que, era de suponer, estaba guarnecida por las tropas británicas de la 40.ª División.
—Mi sargento —dijo.
—¿Qué? —respondió la voz del otro lado de la Tilleloy.
—¿No ve a los gringos?
—No.
Matias se quedó pensativo.
—Deben de haberse ido —razonó en voz alta frente a Rosa—. Los gringos se fueron y los boches están entrando por allí. —Hizo una pausa para proseguir su razonamiento—. Esto significa que han comenzado a flanquearnos, mi sargento, están dando la vuelta para sorprendernos por detrás. ¡Estamos perdidos!
—Tenemos que retroceder más —dijo el sargento—. ¿Qué sugieres?
Matias miró al pelotón. Vicente y Baltazar estaban tumbados detrás de él, muy quietos. El cabo se arrastró hasta un árbol calcinado, a diez metros de distancia, alzó la cabeza, despacio, y espió por el borde del tronco hacia su derecha. Vio hombres al fondo. Miró con atención los cascos y confirmó que eran alemanes. Se agachó y se arrastró de nuevo en dirección a sus hombres.
—Los boches están allí, justo al fondo, vigilando la Tilleloy —dijo en voz lo bastante alta para que Rosa lo oyese—. Vamos a hacer lo siguiente… —Hizo una pausa para retomar el aliento—. Ya los he visto y voy a abrir fuego sobre esos tipos con mi «Luisa». Cuando comiencen las ráfagas, vosotros saltáis al otro lado —ordenó, hablando ahora con los dos soldados que estaban junto a él—. Después, vosotros tres disparáis y yo salto, ¿comprendido?
Los hombres asintieron con la cabeza. Rosa confirmó de viva voz. Matias hizo una seña a sus compañeros para que se preparasen, agarró la Lewis con firmeza, respiró hondo, se levantó y abrió fuego. Acto seguido, Vicente y Baltazar se incorporaron y pasaron al otro lado de la carretera. Los alemanes respondieron y el cabo se agachó de inmediato. Aguardó un instante.
—¿Va todo bien?
—Sí —confirmó Rosa—. Aguanta un poco, vamos ahora a prepararnos nosotros. En cuanto os dé la señal, abrimos fuego y saltas tú. —Hubo un compás de espera para que los tres hombres prepararan las Lee-Enfield. Unos instantes más y se oyó la voz del sargento—. ¡Ahora!
Los tres hombres se incorporaron y dispararon con los fusiles. Al mismo tiempo, Matias se lanzó al otro lado de la Tilleloy y rodó por el arcén, mientras la Maxim alemana volvía a ametrallar la carretera y los repiqueteos de la ráfaga levantaban nubes de tierra y barro.
—¿Estás bien? —preguntó Rosa, nuevamente agachado.
—Sí, yo…
Un ruido por detrás los dejó momentáneamente paralizados. Dirigieron las armas hacia la Picadilly Trench, la trinchera de comunicación que prolongaba la Burlington Arcade, y se prepararon para apretar los gatillos, pero el azul del uniforme del hombre que vieron asomar desde la línea los hizo suspender los disparos. El recién llegado era portugués.
—¿Qué pasa, muchachos? —saludó el desconocido.
Los integrantes del pelotón suspiraron.
—Hombre, estuvimos a punto de liquidarte, caray —exclamó el sargento Rosa—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—El capitán Brandão me ha mandado a ver qué pasa en la línea del frente —dijo el soldado, incorporándose para seguir avanzando—. Tengo que ir hasta allá.
—¿Cómo te llamas?
—Joaquim.
—Pues bien, Joaquim, la línea del frente es ésta.
—¿Ésta? Pero ésta es la Tilleloy. Lo que tengo que hacer es…
—Joaquim —interrumpió Rosa—. La primera línea ya no existe, está arrasada. ¿Entiendes? Hay boches allí, a la izquierda, con una ametralladora dispuesta a hacernos polvo. Por eso ya no puedes avanzar, ésta es ahora la línea del frente. ¿Has entendido?
Joaquim miró a los cuatro hombres con desconfianza. Pero su expresión seria y cansada, además del cuerpo extendido en plena carretera, lo convencieron de que, por increíble que pareciese, estaban diciendo la verdad. Los alemanes habían llegado realmente a la Rue Tilleloy.
—¿Los boches están aquí?
—Sí —confirmó Matias, que señaló hacia la izquierda—. Allí al fondo.
—¿Los habéis visto?
—Los hemos visto, disparamos sobre ellos, ellos dispararon sobre nosotros y han matado a uno de nuestros compañeros.
Joaquim dio media vuelta.
—Entonces es mejor que me acompañéis hasta el Pincantin Post. El capitán Brandão querrá hablar con vosotros.
A la misma hora, a las ocho de la mañana, el alférez Viegas entró en la casa de Senechal Farm con un soldado a sus espaldas. El hombre llegaba jadeante, cubierto de polvo y barro, y, detalle en el que repararon los oficiales de la Infantería 13, estaba desarmado.
—Mi mayor —dijo Viegas—. He cogido a este desertor corriendo por la carretera, como una gallina atontada. Trae novedades del frente.
El mayor Mascarenhas se acercó al hombre, que parecía absolutamente aterrorizado.
—¿Identificación?
—Soy el soldado Fonseca, mi mayor —dijo entre jadeos—. Mi número es el 173, contramaestre de cornetas de la Infantería 17.ª.
—¿La Infantería 17.ª? —repitió Mascarenhas, que reconstruyó mentalmente la disposición de las fuerzas en el terreno—. Si no me equivoco, deberías estar en Ferme du Bois. Creo que tu comando está en el Lansdowne Post. ¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Eh? ¿Quién te ha autorizado a ausentarte de tu puesto?
El hombre lo miró con horror.
—Pero, mi mayor…, no está comprendiendo —exclamó de manera atropellada—. Los boches…, los boches entraron de repente… Un montón de ellos, parecían hormigas… Arramblaron con todo, el comando del 17, el comando del 4, además de todos los hombres… Está todo hundido, todo hundido… El hundimiento es general, mi mayor… Ellos están muy cerca, tenemos que escapar.
—Pero ¿tú me estás tomando el pelo o qué? —preguntó Mascarenhas con dureza—. ¡Qué boches ni qué diablos! ¡Tú no eres más que un desertor, has abandonado a tus compañeros, ésa es la verdad!
—Mi mayor…, por favor. —El hombre titubeaba, jadeaba, reviraba los ojos, las palabras le salían en tropel, se mostraba agitado y parecía al borde de un ataque de nervios—. Tenemos que irnos…, ¡por favor, deje que me vaya!
Entró en la sala un centinela del 13.
—Mi mayor, han aparecido más desertores en la carretera, vienen huyendo de las primeras líneas. ¿Qué hacemos?
Mascarenhas vaciló. Miró al contramaestre de los cornetas del 17, comprobó que la historia que había contado era verdadera, sólo podía ser verdadera, dado su estado de nervios y la aparición de más fugitivos, y se volvió hacia el centinela.
—Juntadme a todos esos desertores y recoged la información que traigan —ordenó—. Después preparadlos para resistir. Es el momento de que estos tipos dejen de huir y vayan a combatir. —Señaló al soldado Fonseca—. Y llevaos a este soldado también.
El mayor hizo una seña a los oficiales de su Estado Mayor para que se acercasen y fue a buscar un mapa, que extendió sobre una de las mesas de la sala. Cogió un lápiz y señaló la situación en el terreno antes del ataque.
—Por tanto, en la línea de Ferme du Bois estaba el 17 en Lansdowne Post y el 10 en Path Post, con el 4 detrás, en Chavattes Post —dijo, escribiendo los números de los respectivos batallones en el punto que ellos supuestamente guarnecían—. Ahora bien, de creer a ese idiota, todo indica que está diciendo realmente la verdad, el 17 y el 4 han dejado de combatir. No tenemos noticias del 10, pero, si el 4, que está atrás, fue aniquilado, el 10 también debe de encontrarse fuera de combate. —Marcó con una cruz Lansdowne, Path y Chavatte, asumiendo que no podía contar con esas fuerzas. Alzó la cabeza y miró a sus oficiales—. Eso significa que nosotros somos ahora la línea del frente y que los boches vienen de un momento a otro. —Se hizo silencio—. ¿Alguna sugerencia?
El capitán Ambrosio carraspeó.
—Mi mayor, ¿no deberíamos aplicar el plan de defensa?
—Sí —asintió Mascarenhas—. El problema es que no tenemos plan de defensa. Se lo pedimos ayer al mayor Passos e Souza; él dijo que se ocuparía del asunto, pero no se ha vuelto a comunicar con nosotros. Por tanto, no hay plan y nosotros tendremos que inventarnos uno. —Miró de nuevo el mapa y suspiró—. Sólo veo un camino. Tenemos que avanzar en el terreno y establecer contacto con el enemigo. —Volvió a mirar a sus oficiales—. ¿Voluntarios?
—Yo, mi mayor —exclamó de inmediato el teniente Alcídio de Almeida, comandante de la segunda compañía.
—Muy bien, Alcídio —dijo Mascarenhas en tono de aprobación, y volvió con el lápiz al mapa—. La segunda compañía va a ocupar aquí la trinchera 5 y enviar patrullas para explorar el terreno de enfrente. La misión de esas patrullas es localizar al enemigo, reunirse con cualquiera de nuestros hombres que lleguen a encontrar y resistir hasta el límite. —El mayor alzó la cabeza y miró al alférez Martins, ayudante del batallón—. Además, lo mismo deben hacer la primera y la tercera compañía. Por ello, señor alférez, transmita estas órdenes al teniente Goçalves y al capitán Magno. —Se enderezó, dando muestras de que la reunión había concluido—. Señores, vamos a resistir hasta que lleguen los refuerzos. Está previsto que los ingleses nos sustituyan esta tarde. Una hora o sólo diez minutos pueden marcar la diferencia. Tenemos que esperarlos y después, de forma compacta, mandar a los boches al Infierno. Por ello, amigos, cuento con vosotros para aguantar lo más posible, aguantar hasta que lleguen los ingleses. Buena suerte a todos.
Los oficiales se dispersaron. Mascarenhas acompañó al teniente Alcídio hasta donde se reunían los hombres de la segunda compañía y comprobó que las municiones estaban en situación crítica. Faltaban cartuchos, cada soldado estaba provisto de su dotación individual. Además, no había granadas de mano ni de fusil. El mayor se acordó entonces de que los hombres de la Infantería 24, que antes ocupaban Senechal Farm, habían dejado varias cajas de cartuchos abandonadas, distribuidas por el acantonamiento de Lacouture, y fue con los soldados a buscar esas municiones, que se recogieron y guardaron por el momento en el despacho. Se distribuyeron cartuchos entre todos. Cuando finalmente partió la segunda compañía, Mascarenhas salió en busca de más municiones.
Fue al hacerse la toilette de la mañana cuando Agnès se dio cuenta por primera vez de que algo anormal estaba ocurriendo. Al acercarse a la ventana del anexo reparó en que el rumor de la artillería había recrudecido con mayor intensidad que de costumbre. Se detuvo en medio de un movimiento y se quedó estática, atenta a los sonidos distantes. En vez de los habituales estampidos que caracterizaban los lejanos disparos de cañón, notó ahora un rumor permanente, un murmullo ininterrumpido y aterrador. Abrió la puerta, asomó la cabeza fuera y confirmó esa impresión. Se quedó con miedo y pensó inmediatamente en un raid. Para calmarse se repitió varias veces que Afonso desempeñaba funciones administrativas y que no ocupaba las primeras líneas. Además, nada aseguraba que, de ser un raid, se tratase de un raid enemigo. Muy bien podía ser una operación de los portugueses. Se calmó. El pánico dio lugar a un incontenible nerviosismo.
Salió a la calle quince minutos después, en un estado de gran inquietud, ansiosa y perturbada. Cogió la bicicleta y se dirigió deprisa al hospital para asegurarse del turno que le habían asignado. Pedaleó con los ojos vueltos hacia el este, hacia la fuente del fragor de la batalla, y entendió por la reacción de los transeúntes que también éstos consideraban que el ruido de la artillería era más intenso que de costumbre. Igualmente el tráfico de vehículos militares parecía anormalmente elevado, lo que contribuía al estado de nerviosismo general que se había adueñado de todos.
En cuanto entró en el hospital, Agnès notó que el ambiente era caótico, el movimiento intenso, el patio se encontraba repleto de heridos y se cernía en el aire una inquietud indefinible. Con un mal presentimiento que le pesaba en el alma, la francesa pasó por el despacho.
—¡Oh, mademoiselle! —llamó la enfermera jefe portuguesa cuando la vio en la puerta de su despacho—. ¡Hoy la necesitamos en la sala de traumatología, hay que ver el trajín que hay allí!
—¿En traumatología? ¿Por qué?
La enfermera jefe se detuvo, sorprendida.
—¿Por qué? ¡Vaya pregunta! ¿No ha visto que hoy tenemos muchos heridos?
Agnès se sintió paralizada. Quería formular la pregunta que tenía en la mente, la pregunta crucial, la pregunta que la consumía desde que por primera vez oyera el fragor anormalmente intenso de la artillería. Experimentaba, sin embargo, un pavor que la inmovilizaba, temía la respuesta, le daba miedo la verdad. Vaciló un buen rato, angustiada e indecisa, pero acabó pronunciando las palabras que la sofocaban.
—¿Qué ocurre?
La enfermera jefe llenaba el registro de las admisiones de último momento y no levantó la cabeza.
—Así pues, ¿no lo sabe? Los boches han lanzado una gran ofensiva.
El corazón de Agnès se aceleró.
—¿Dónde?
—En todo el sector portugués. Ferme du Bois, Neuve Chapelle, Fauquissart. Es una catástrofe, hay muchos muertos y no paran de llegar heridos a centenares.
Agnès miró aterrorizada el registro que estaba haciendo la enfermera jefe, lo arrancó con brusquedad de las manos de su superiora jerárquica, que se quedó boquiabierta, y buscó con angustia y en gran estado de ansiedad el nombre del capitán Afonso Brandão. Recorrió la lista tres veces. Después de comprobar que no constaba en el registro, dejó caer el documento al suelo y se fue corriendo hasta el patio. Con los ojos bañados en lágrimas y la mano derecha pegada a la boca, se quedó inmóvil mirando el horizonte.
—Alphonse —murmuró conmovida.
Quiso gritar, pero le faltaban las fuerzas, sólo asomó un sollozo a su garganta. Allí se quedó paralizada, con la mirada perdida, invadida por presentimientos tumultuosos, la desesperación adueñada de su alma, la esperanza sumida en un rincón, rota y olvidada. Se sentía perdida, amedrentada, abandonada por el destino, rodeada por el siniestro fragor de la batalla, aplastada por las tenebrosas columnas de humo negro que se extendían hacia el cielo en un pavoroso augurio de muerte: eran en definitiva el oráculo, la profecía de una terrible tragedia.
Eran poco más de las nueve de la mañana y Afonso sabía que la situación era muy crítica. El sargento Rosa le había traído la noticia de que los alemanes estaban flanqueando al batallón, entrando por el sector inglés de Fleurbaix, lo que implicaba que el puesto corría el riesgo de ser cercado.
—No entiendo por qué motivo los gringos no dijeron nada —se desahogó hablando con Pinto—. ¿O sea que retroceden y no avisan?
El teniente Pinto lo encaró con expresión alucinada.
—Deberíamos hacer como ellos, Afonso —dijo—. Si ellos se han ido, también tenemos que irnos nosotros, es peligroso estar aquí.
Afonso se quedó atónito ante este comentario hecho delante de los soldados.
—¡Oiga, teniente, compórtese! —bramó el capitán, que asumió con firmeza su papel de superior jerárquico—. ¡No quiero oír aquí ese tipo de comentarios! Tenemos un deber que cumplir y vamos a cumplirlo. Haga el favor de asegurar que los hombres bajo este comando mantengan su espíritu de combate.
El teniente no dijo nada más y fue a sentarse junto al telefonista, cabizbajo. Afonso lo miró con preocupación. Se negaba a salir del refugio, alegando los más variados y absurdos pretextos, sudaba mucho y se mantenía ajeno a las funciones de comando a las que, por ser oficial, estaba obligado. El capitán consideró que, dadas las circunstancias, eso era normal, él mismo se encontraba terriblemente amedrentado, pero el Zanahoria no debería dejar traslucir de un modo tan visible su miedo, sobre todo frente a los hombres. Más que afectar al prestigio de los oficiales, esa actitud era, en aquellas circunstancias, tremendamente peligrosa.
Una intensa fusilería estalló en ese momento en el puesto. Las ametralladoras y los fusiles comenzaron a disparar, y se oían zumbidos por todos lados. Afonso salió del refugio de comando y fue corriendo hasta uno de los tres depósitos de Vickers existentes en el puesto. El encargado de la ametralladora disparaba furiosamente hacia delante, mientras el ayudante preparaba una segunda cinta de balas para encajar en el arma. El capitán se le acercó al oído, intentando hacerse entender en medio del estruendo.
—¿Qué pasa?
—Boches, mi capitán —gritó el ayudante como respuesta. Señaló hacia delante; Afonso vio cascos que se movían en las líneas, eran varios centenares—. Están allí.
El capitán miró a su alrededor y vio a los soldados que defendían el puesto de Picantin abriendo fuego hacia el este y hacia el norte. Volvió al refugio de comando para coger, también él, un fusil, y coordinar la defensa. Asomó a la puerta y lanzó las órdenes.
—André, ve con un soldado hasta Red House a pedir auxilio. Diles que nos están rodeando y necesitamos refuerzos y municiones.
—Inmediatamente, mi capitán —exclamó el telefonista, que se levantó de la silla y se procuró un arma.
Afonso miró a su alrededor.
—¿Dónde está el teniente Pinto?
André lo encaró turbado.
—El teniente… ha salido, mi capitán.
—¿Que ha salido? ¿Adónde?
El telefonista se encogió de hombros y bajó los ojos. El capitán se dio cuenta de que no estaba diciendo toda la verdad.
—André, ve a llamarlo, anda. —Afonso fue hasta el armario del refugio y cogió la última Lee-Enfield que había ahí. Dio media vuelta para salir y vio a André inmóvil en el mismo sitio—. ¿Y? ¿Qué estás haciendo ahí?
—Mi capitán —titubeó el telefonista, que se calló enseguida.
—¿Qué hay, hombre? —se impacientó Afonso, imperioso—. ¡Desembucha, anda!
—Mi capitán, el teniente Pinto no está aquí —dijo André con gran esfuerzo.
—Eso ya lo sé. Ve a buscarlo.
El telefonista vaciló.
—Mi capitán, el teniente Pinto se ha ido.
El mayor Gustavo Mascarenhas miró las cajas de municiones que había logrado reunir. Eran ahora las diez de la mañana y el segundo comandante de la Infantería 13 había juntado solamente tres mil cartuchos, mendigados al comandante de un batallón de ciclistas ingleses que se encontraba en el blockhaus de Lacouture, al lado de la iglesia. No eran muchas balas, pensó, pero tendrían que arreglárselas con lo que había. El problema era ahora hacer llegar estas municiones a las compañías que habían salido en busca del enemigo.
—¿Me permite, mi mayor?
Mascarenhas se volvió y vio al alférez Viegas.
—¿Qué ocurre, Viegas?
—Han aparecido soldados del 15, mi mayor.
El mayor siguió al alférez y encontró a los integrantes de la Infantería 15, de Tomar, junto a la iglesia. Ese batallón se mantenía en reserva detrás de Vieille Chapelle y su aparición era la primera buena noticia del día. Mascarenhas fue a reunirse con el comandante del 15, el mayor Peres, que se encontraba en el sótano de una casa de los alrededores, y le expuso el problema de la falta de municiones.
—No tengo cartuchos para darle —respondió Peres.
Mascarenhas suspiró, desalentado.
—Entonces no sé cómo podremos resistir —repuso—. Sin balas no tenemos cómo oponernos al avance del enemigo.
El mayor Peres se quedó pensativo, desplegó un mapa sobre la mesa e indicó un punto.
—Mayor Mascarenhas, lo mejor que podemos hacer es montar un servicio de reabastecimiento de municiones a través de los puestos hasta aquí, en Vieille Chapelle. Vosotros vais a los puestos a buscar las municiones y las distribuís entre las tropas. ¿De acuerdo?
—Es mejor que nada —se consoló Mascarenhas—. Pero necesitaría también refuerzos.
El mayor Peres tamborileó sobre la mesa donde se extendía el mapa, sopesando las opciones. Acabó decidiéndose.
—Os doy una compañía —dijo—. La del capitán Brito.
El alférez Viegas entró en ese momento en el sótano, acompañado por un soldado jadeante.
—¿Me permite, mi mayor? —dijo dirigiéndose a Mascarenhas.
—Dime.
—Está aquí el soldado Camacho, de la segunda compañía, que acaba de llegar con informaciones.
—¿Qué pasa?
El soldado hizo el saludo militar; su pecho jadeaba pesadamente por haber llegado a la carrera.
—Mi mayor, los desertores dicen que los boches avanzan por los intervalos entre los puestos, rodeándolos y apresando a todo el mundo. —Hizo una pausa para respirar—. El teniente Alcídio pregunta qué hacer. —Alcídio era el comandante de la segunda compañía—. Él también pide municiones.
—Muy bien, Camacho —dijo Mascarenhas—. Vas a volver a las líneas; llevarás algunas municiones contigo. Dile al teniente Alcídio que vamos a enviarle soldados del 15 para que lo apoyen. ¿Ya han tenido contacto con el enemigo?
—Aún no, mi mayor.
—Cuando lo tengan, las órdenes son resistir, siempre resistir. ¿Has entendido?
—Sí, mi mayor.
—Ve, pues.
Vicente, el Manitas, sentía cansados los músculos del brazo derecho de tanto repetir el movimiento. Apuntaba a un alemán, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, abría la culata, tiraba de ella, dejaba que la bala siguiente entrase en el cañón, cerraba la culata, apuntaba, disparaba, y así sucesivamente, hasta agotar, en el lapso de dos minutos, las diez balas del depósito de la Lee-Enfield. En ese momento sustituía el depósito y recomenzaba el proceso de abrir la culata, tirar de ella, dejar que la bala entrase en el cañón, cerrar la culata, apuntar y disparar. En realidad, el proceso de vaciar un depósito duraba dos minutos porque el capitán Brandão había dado órdenes para ahorrar balas y sólo disparar en caso necesario. De lo contrario, los soldados eran capaces de gastar las diez balas en sólo cincuenta segundos, dado que el proceso de cargar el fusil duraba apenas cinco segundos.
—¡Ha caído el equipo de la ametralladora! —gritó alguien—. ¡Ayuda!
Vicente se dio cuenta, por la alteración en el estruendo que lo rodeaba, de que una de las Vickers había dejado de disparar. Siguió alguna confusión, sólo con los fusiles y otra Vickers abriendo fuego, hasta que alguien le tocó el hombro. Manitas se volvió y vio a Afonso con la alarma estampada en los ojos.
—¿Sabes usar la Vickers? —le preguntó el oficial.
—Más o menos, mi capitán.
—Entonces, ve. Sérgio te ayudará con las cintas de municiones.
Vicente corrió agachado hasta el escondrijo de la ametralladora y vio a los dos hombres que la manejaban tumbados en el suelo. Uno yacía inerte, el otro se movía y un tercer compañero lo miraba. En una mirada de soslayo, se dio cuenta de que los habían alcanzado balas, supuestamente de ametralladora. Observó por la aspillera, la brecha abierta entre los sacos de tierra, y buscó el arma enemiga que había disparado contra los hombres de la Vickers. A la izquierda, apoyada en el tronco de un árbol, había una Maxim, que probablemente habían colocado los alemanes sin que el equipo de la Vickers se diese cuenta. Manitas agarró las asas de la ametralladora pesada, apuntó a la Maxim, esperó que Sérgio se reuniese con él para reabastecerlo de municiones y, ya en su puesto, apretó el gatillo. Se alzaron junto al tronco sucesivos penachos de tierra y polvo. La Maxim respondió, Vicente insistió, lanzó ráfaga tras ráfaga y la ametralladora enemiga dejó de responder. Cuando se asentó el polvo, pudo ver la Maxim caída, claramente alcanzada por los disparos.
—¡Los hemos cogido! —se felicitó Vicente, que le sonrió a Sérgio.
El ayudante devolvió la sonrisa.
—Bien, Manitas.
Vicente vio varias decenas de hombres corriendo cerca del sitio donde se encontraba la Maxim y volvió a apretar el gatillo; nuevas ráfagas alcanzaron a algunos alemanes más. De repente, la ametralladora portuguesa comenzó a disparar en seco. Vicente se quedó sorprendido, observó y vio que se había agotado la cinta de balas.
—Mete más municiones —le pidió a Sérgio—. ¡Deprisa, deprisa!
El ayudante cogió una nueva cinta y se acercó al tambor de la Vickers para encajarla en la ametralladora. Al tocar el arma, sin embargo, gritó de dolor.
—¡Caramba, esta mierda está hirviendo! —exclamó sacudiendo la mano.
Vicente experimentó la temperatura del metal con un leve toque de los dedos y comprobó que la ametralladora estaba, en efecto, muy caliente.
—Agua —pidió, mirando frenéticamente a su alrededor—. ¿Dónde hay agua?
No encontraron agua para enfriar el tambor, y Sérgio fue a hablar con Afonso para ver si conseguía un poco. El capitán dio un salto al escondrijo de la ametralladora y, después de comparar igualmente la temperatura de la Vickers, miró a Vicente.
—La poca agua que tenemos tiene que ser racionada y únicamente debe usarse para dar de beber a los hombres —dijo.
—Pero, mi capitán, ¿cómo enfriamos la ametralladora? Está muy caliente y, de seguir así, se derretirá el cañón.
Afonso lo miró a los ojos.
—Oye, ¿no tienes ganas de mear?
El rostro de Vicente se congeló en una expresión interrogativa, pero al cabo de dos segundos se iluminó con una sonrisa, había comprendido. Manitas fue a buscar un recipiente, retiró la Vickers de la aspillera abierta entre los sacos de tierra, colocó el recipiente por debajo de la parte delantera del tubo, desenroscó la tapa y del interior del tubo comenzó a chorrear agua hirviendo en el recipiente. Cuando el agua dejó de caer, colocó de nuevo la tapa mientras Afonso desenroscaba otra tapa, ésta situada en la parte superior del tubo, justo después de la mirilla del arma. Los dos hombres, a quienes se agregó Sérgio, se incorporaron, manteniendo el tronco inclinado para no exponerse al fuego enemigo, se abrieron la bragueta e hicieron puntería en la abertura situada en el extremo del tubo. Cuando la orina tocó el hierro caliente se produjo de inmediato un ffzzzz de enfriamiento; parte del líquido se evaporó, la otra parte se acumuló en el tubo cilindrico. Cada uno vació la vejiga en el interior del tubo. Afonso fue a llamar a más hombres para que orinasen en la Vickers. Cuando el tubo estuvo lleno, Sérgio enroscó la tapa y Vicente probó con los dedos la temperatura del metal.
—Sigue caliente, pero ya está mucho mejor —dijo—. Aguanta unos cinco minutos más, diez a lo sumo.
—Cuando vuelva a hervir, vacías de nuevo el tubo y le metes el agua del recipiente —lo instruyó Afonso, que consultó el reloj: eran las diez de la mañana.
—Sí —asintió Vicente—. Con el frío que hace aquí, a esa altura el agua ya se habrá enfriado.
Afonso observó por la aspillera las posiciones enemigas.
—De cualquier modo, intenta ahorrar municiones, ¿eh? No te olvides.
El capitán se retiró, dejando a Vicente y Sérgio manipulando la Vickers. Manitas volvió a colocar la ametralladora en la aspillera, vio a más alemanes corriendo al fondo, lanzó una ráfaga e inmediatamente otra. Algunos alemanes cayeron, los demás buscaron refugio. Vicente giró la Vickers hacia la izquierda y hacia la derecha, buscando nuevos blancos. De reojo alcanzó a distinguir un objeto metálico que caía a su lado, parecía una botella. Sérgio se levantó de repente, como impelido por un muelle.
—¡Granada! —gritó.
El espacio que albergaba la Vickers estalló.
Los sonidos de la guerra retumbaban intensos alrededor de Senechal Farm. Eran ya las once de la mañana, y el mayor Mascarenhas se mostraba sorprendido por la persistencia de la neblina. Comenzó a sospechar que todo aquel humo no provenía de una mera niebla matinal, sino que también era fruto del empleo de granadas de humo destinadas a ocultar el movimiento de la infantería atacante. Se acercó los prismáticos a los ojos e inspeccionó la neblina. A la izquierda sólo se veía vapor blanco y enfrente también. Giró los prismáticos hacia la derecha y, por entre las nubes bajas, observó bultos que se deslizaban por el terreno. Bajó los prismáticos y miró sin el auxilio de las lentes aquel sector. Había allí, en efecto, algunos puntos minúsculos que se movían. Supuso que se trataría de una de las compañías que había enviado para establecer contacto con el enemigo, aunque no podía asegurarse de ello. Miró de nuevo por los prismáticos, pero la imagen temblaba en exceso, debido a los ligeros movimientos de sus manos, tremendamente amplificados por las lentes. Para estabilizar los prismáticos, los apoyó sobre una piedra, se acuclilló detrás de ella e insistió en seguir observando. La imagen se presentaba ahora mucho mejor. Mascarenhas distinguió con claridad el contorno de los cascos. Eran alemanes.
—¡Maciel! —gritó, llamando al alférez que lo acompañaba.
El hombre se acercó corriendo.
—¿Sí, mi mayor?
—¿Ves aquellos puntos? —preguntó Mascarenhas, apuntando hacia la derecha.
El alférez Maciel se volvió en la dirección indicada, estiró la cabeza hacia delante, frunció los ojos y, después de una breve vacilación, asintió.
—Los estoy viendo, mi mayor.
—Son boches. Haced fuego nutrido sobre aquel sector, pero después tened cuidado porque allí hay también hombres de los nuestros.
Las ametralladoras y los fusiles portugueses abrieron una barrera de fuego sobre la derecha, barriendo la zona donde habían avistado a los alemanes. El enemigo respondió al fuego con fuego; el tiroteo se generalizó a la derecha de Senechal Farm. Los defensores distribuyeron las tareas: los ciclistas ingleses defendían la izquierda, que se mantenía tranquila; la Infantería 13 vigilaba el centro; la Infantería 15, la derecha. Una hora después, también avistaron alemanes a la izquierda y las tropas portuguesas barrieron el sector con dos ametralladoras y muchos fusiles. Varios soldados enemigos cayeron al suelo, alcanzados por la descarga, pero Mascarenhas no se hacía ilusiones. Los alemanes aparecían por la izquierda y por la derecha, así que Senechal Farm pronto quedaría cercada. Viéndose momentáneamente impedidos de avanzar, los atacantes se quedaron en el terreno. Pronto Mascarenhas fue presa del miedo, no sólo a causa de la fragilidad de su posición, sino sobre todo debido al creciente aislamiento de las compañías que había enviado para hacer frente al enemigo.
—¡Maciel! —volvió a llamar.
—¿Sí, mi mayor?
—Envía ordenanzas con barriles de municiones para las compañías del frente.
El alférez Maciel fue a ejecutar la orden y Mascarenhas volvió a los prismáticos.
El puesto de Picantin ya sólo tenía un puñado de hombres resistiendo. Afonso los contó: eran unos veinte; además las tres Vickers estaban fuera de servicio: una destruida por la granada que había matado a Vicente, el Manitas, y a Sérgio, otra que se había bloqueado, la tercera tenía el cañón derretido. En cuanto a ametralladoras, sólo funcionaban dos Lewis, una de ellas manejada por Matias, el Grande.
—Mi capitán —gritó el cabo—. Ya sólo me queda un disco.
La Lewis era alimentada por un disco con noventa y siete balas. La guarnición de Picantin ya había saqueado un polvorín y se había llevado todos los discos para las Lewis, cintas para las Vickers y depósitos para las Lee-Enfield, pero las municiones estaban a punto de agotarse y la defensa del puesto se hacía insostenible. Afonso sabía que era imposible resistir con bayonetas. Sin balas no valía la pena permanecer en Picantin.
—¡Vamos a evacuar el puesto! —gritó—. Que todo el mundo ayude a los heridos a salir. Llévenlos a cuestas si es preciso —señaló a Matias—. Cabo, usted quédese ahí para darnos cobertura con la «Luisa»; sólo salga cuando el último hombre abandone el puesto. —Señaló a su ordenanza—. Joaquim, ayúdalo.
Joaquim se acomodó en el sitio de la Vickers bloqueada, con la Lee-Enfield acechando por la aspillera. Matias, el Grande, se colocó en un punto desde donde podía observar a la vez la izquierda y la derecha. Cuando el resto de la guarnición dejó de disparar y comenzó a retirarse, Joaquim comenzó a apuntar a los bultos que se movían enfrente, mientras que Matias abría fuego en diversas direcciones con ráfagas muy cortas. El objetivo de los dos portugueses ya no era ahora abatir a soldados enemigos, sino simplemente crear la impresión de que aquella posición aún tenía muchos hombres encargados de su defensa.
Afonso registró la hora en que el puesto quedó abandonado. Eran las once de la mañana. La guarnición de Picantin Post avanzó por las trincheras casi sin municiones y cargando a dos decenas de heridos. La mayoría siguió por su propio pie, algunos apoyándose en sus compañeros cuando las heridas eran en una pierna o les impedían andar normalmente. Tres iban en camillas improvisadas, no estaban en condiciones de caminar. Con la columna en marcha, Afonso lanzó una postrera mirada al puesto y se preguntó cuánto tiempo conseguirían resistir solos Matias y Joaquim.
Danzando en una dirección y en otra, el cabo seguía manteniendo al enemigo ocupado, mientras que Joaquim permanecía quieto en el rincón de la Vickers. Pero la ilusión de que el puesto aún permanecía guarnecido duró sólo cinco minutos, acabados los cuales se agotó el último disco de la ametralladora de Matias. La Lewis se había calentado al rojo vivo, el cañón estaba a punto de fundirse, y el cabo dejó caer al suelo el arma que tanto le había servido en los últimos meses, agarró una Lee-Enfield abandonada por un compañero. Le extrañó no volver a oír los disparos del fusil de Joaquim, fue al recinto de la Vickers y vio a su camarada tumbado en el suelo, acribillado por el tiro certero de un Mauser enemigo. Le tomó el pulso y comprobó que Joaquim estaba muerto. Le acarició el pelo, con una fugaz caricia de despedida y, sin perder más tiempo, echó a correr en pos de la columna que huía hacia Red House.
Los aviones alemanes irrumpieron en vuelo bajo sobre Senechal Farm. Los Gotha, los Halberstadt, los Roland y todos los demás descendieron sobre las posiciones portuguesas, que regaron con ametralladoras y bombas; enviaron señales luminosas para regular el fuego de la artillería. Mascarenhas comenzó a convencerse de que no lograría mantener Senechal Farm por mucho tiempo más. Ninguno de los ordenanzas enviados para reabastecer de municiones a las compañías del frente había regresado. Además, el hecho de que aparecieran cada vez más soldados alemanes por el frente hacía suponer lo peor. Llegó la confirmación de que Senechal Farm era ahora, literalmente, la línea del frente, cuando apareció en el lugar un puñado de sobrevivientes de la primera compañía y algunos hombres de las restantes.
—Mi mayor —dijo un cabo recién llegado, con la mirada alucinada—, nos barrieron cuando los atacamos con una carga de bayoneta. Hay aún algunos del 13 resistiendo en las trincheras, pero están rodeados y no van a durar mucho.
Mascarenhas miró a su alrededor.
—¡Maciel! —llamó—. Distribuye cartuchos entre estos hombres.
El fuego enemigo se volvió más nutrido hacia las doce y media, los alemanes disponían visiblemente de más soldados en el sector. Los aviones parecían moscardones espolvoreando el cielo. Mascarenhas los observó uno a uno y sólo identificó enormes cruces negras dibujadas en las alas y en la carlinga.
—Pero ¿dónde están los gringos? —se preguntó en voz alta, abriendo los brazos en señal de frustración—. ¡Sólo se ven aeroplanos boches!
La Infantería 13 y una compañía de la Infantería 15 resistían allí con sólo dos Lewis y las Lee-Enfield de cada soldado. Los portugueses atacaban a los alemanes de flanco, intentando contener su avance. A la una de la tarde, la resistencia de los defensores estaba circunscrita, a la izquierda, al blockhaus, donde se refugiaba el batallón de ciclistas ingleses, y al cementerio, donde había otros ingleses. En el medio permanecían los portugueses, ocupando Senechal Farm; a la derecha, junto a King George’s Street, otra fuerza portuguesa. En cierto momento, el alférez Sevivas, que empuñaba una de las Lewis en Senechal, desapareció, y la resistencia quedó circunscrita a una única ametralladora ligera. El alférez Maciel, visiblemente consternado, se acercó a su segundo comandante.
—Mi mayor, vamos a ser rodeados —dijo.
—Lo sé, ya me he dado cuenta. —Mascarenhas miró el compacto refugio de cemento que se encontraba junto a la iglesia de Lacouture—. Tenemos que retirarnos hasta el blockhaus. —Observó la disposición de sus fuerzas—. ¿Quién es aquél? —preguntó, señalando al soldado que tenía la única Lewis operativa en sus manos.
—Es el sargento Carvalho, mi mayor.
—Que nos cubra.
La orden de evacuación se dio de inmediato. Decenas y decenas de soldados portugueses convergieron en el sector de la iglesia, corriendo agachados entre la arboleda, saltando sobre los cráteres, rodeando el alambre de espinos, cruzando la ribera Loisne, y entraron en el blockhaus. El sargento Carvalho quedó atrás, solo, con la Lewis manteniendo a las formaciones alemanas en jaque en aquel terreno accidentado y cubierto de vegetación. Cuando comprobó que todos los compañeros se habían retirado de Senechal Farm, Carvalho se deslizó entre los arbustos, corrió, corrió, corrió y entró por fin, también él, en el macizo refugio de hormigón.
Hacía casi dos horas que la columna encabezada por Afonso erraba por la laberíntica red de trincheras, intentando desesperadamente evitar el contacto con el enemigo. Las municiones se encontraban prácticamente agotadas y el volumen de heridos hacía de aquellos hombres una ineficaz fuerza de combate. La columna estaba ahora reducida a la mitad desde que abandonara el Picantin Post. Los alemanes flagelaban implacablemente a la unidad, que fue perdiendo hombres a medida que los sobrevivientes de la Infantería 8 se enfrentaban con las fuerzas enemigas. La idea inicial de Afonso era retirarse hacia Red House, donde se encontraba el comando de la Infantería 29, pero, por el momento, ese plan se había desbaratado por completo. Todos los caminos estaban bloqueados, las posiciones y puestos portugueses habían caído en manos del enemigo y la columna que había evacuado Picantin ya sólo pretendía retroceder, fuera a donde fuese con tal de retroceder.
Hacia las dos de la tarde, los hombres del 8 fueron alcanzados simultáneamente por el frente y en la retaguardia. Afonso se dio cuenta de que ya sólo le quedaba una carta en la manga, una carta frágil, incierta, débil. Pero era la única.
—Los heridos que pueden caminar van a proseguir la retirada —gritó, tendido en el suelo mientras las balas zumbaban sobre las cabezas de los portugueses—. Serán escoltados por el cabo Esperanza y un hombre más. Los restantes se quedan conmigo para atraer al enemigo y cubrir la retirada. Cuando los heridos estén lejos, también nos retiraremos nosotros. ¿Entendido?
—¿Y los heridos que no pueden andar, mi capitán? —preguntó Rosa, señalando a los tres hombres acostados en las camillas.
—Van a tener que rendirse, no veo otra posibilidad.
Los hombres asintieron, sabían que no quedaban alternativas. El cabo Esperanza se arrastró hasta los heridos que podían andar y desde allí, a la distancia, llamó a Afonso.
—¿Cuál es el hombre que llevo conmigo, mi capitán?
—Yo qué sé —respondió Afonso, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Elíjalo usted, me da igual.
El cabo eligió a un soldado de su confianza y ambos fueron trasladando a los heridos hasta llegar a una zona de trinchera con los parapetos altos. Se pusieron todos de pie y partieron: los que tenían una pierna inutilizada apoyados en fusiles, usados como si fuesen bastones. Acostado en el barro, Afonso contó los soldados de los que disponía. Tenía allí al cabo Matias, al sargento Rosa, al soldado Baltazar y a otro más a quien sólo conocía de vista. Sumaban cinco hombres.
—¿Cuántas balas tenemos? —preguntó Afonso.
Los soldados contaron los cartuchos. Había, en total, veintidós balas.
—Aún alcanzan para liquidar a veintidós boches —bromeó Baltazar—. Qué categoría, ¿no?
Nadie se rió.
—Cuando vengan, sólo disparen a lo seguro, en el momento en que estén realmente cerca. ¿Han entendido? —Afonso cerró ruidosamente la culata de su fusil—. Un tiro: un tipo.
Los alemanes disparaban furiosamente sobre la posición portuguesa, protegida por sacos de tierra, y la ausencia de fuego de respuesta aumentó su coraje. Comenzaron a acercarse, despacio, muy despacio. Cuando se encontraban a cincuenta metros, Afonso mandó disparar y varios alemanes cayeron a tierra. Los restantes se refugiaron y volvieron a atacar a los portugueses con tiros de Mauser. En cierto momento, se sumó una Maxim al tiroteo. Después de la segunda ráfaga, esta vez certera, el sargento Rosa fue alcanzado en la cabeza y cayó muerto, el otro hombre recibió varios tiros en la espalda y ya no dio señales de vida. Uno de los heridos, que se encontraba acostado en la camilla, también fue alcanzado y agonizaba, moribundo. Afonso, Matias y Baltazar se miraron. Se dieron cuenta de que habían llegado al fin de la línea. Antes de que sonase el disparo de la tercera ráfaga, Afonso estiró el cuello y gritó:
—Kamerad!
El primero en levantarse, con las manos hacia arriba, fue Baltazar. El Viejo se puso de pie y lo abatieron inmediatamente varios tiros de fusil. Matias lo vio caer a su lado sin soltar un gemido, se le reviraron los ojos y quedaron en blanco, tenía un orificio en la frente y otros tal vez en el tronco, la nuca abierta por la salida de la bala, se veía la materia blanca y esponjosa de la masa encefálica que se escurría fuera del cráneo. El cabo lo observó, estupefacto, se negaba a creer que aquél fuese su amigo Baltazar, que había caído muerto, abatido como un perro cuando se rendía. A Matias le parecía estar viviendo un sueño, experimentó una sensación de profunda irrealidad, de una extrañeza aturdida, tuvo la impresión de que nada de aquello estaba ocurriendo, lo veía y no podía creerlo. Primero había sido el Canijo, después el Manitas, ahora el Viejo; su mermado pelotón ya no existía, había sido diezmado en pocas horas, los amigos transformados en pedazos de carne inerte. Meneó la cabeza, cerró los ojos y los abrió nuevamente, con la ilusión de que despertaría así del sueño, pero Baltazar seguía tumbado, con la mirada opaca. Estaba realmente muerto. Lo miró atolondrado, aturdido, perdido en una incredulidad absorta.
La voz del capitán, ronca y gutural, lo despertó del letargo.
—Kamerad! —gritó Afonso a pleno pulmón—. Kamerad! —El tiroteo se había acabado por fin. Aprovechando la pausa, el capitán volvió a gritar—: Ich bin Kamerad!
Se oyó un leve rumor a la distancia y una voz le respondió a Afonso.
—Ergebt euch! —gritó—. Legt die Waffen nieder! Los! Los!
Después, una segunda voz adoptó el francés de las trincheras.
—Armes pas bonnes. Portugais prisoniers, bonnes. Portugais guerre, pas bonnes! Jetez les armes!
Afonso miró a Matias. El cabo se encontraba en estado de choque, aunque ya estaba saliendo del breve trance en que se había sumido. La sensación de irrealidad seguía siendo intensa, aún pensaba que todo aquello no podía ser más que un mal sueño, pero, guiado por la cautela, algo dentro de sí decidió que debería comportarse con prudencia; a fin de cuentas, lo que estaba ocurriendo a su alrededor comenzaba a parecer muy real.
—Quieren que tiremos las armas —le explicó Afonso.
Los dos cogieron las respectivas Lee-Enfield y las arrojaron hacia delante, de manera lo bastante alta para que fuesen vistas a la distancia. Después, despacio, con miedo, se irguieron con las manos levantadas, primero se quedaron agachados, esperando en todo momento lo peor, y después, más confiados, enderezaron el tronco, con los brazos siempre elevados hacia el cielo.
Mascarenhas espió por la aspillera y miró en la dirección que le indicaba el alférez Viegas. Al fondo circulaban camionetas que transportaban soldados y se veían hombres con banderolas regulando el tránsito, eran los alemanes que enviaban refuerzos aprovechando las brechas abiertas por la ofensiva de esa mañana. El cielo estaba cubierto de aviones enemigos, lo que consternaba a los sitiados.
—¡Es impresionante! —exclamó Mascarenhas—. No se ve un solo aeroplano nuestro.
Viegas asintió.
—Estamos totalmente aislados, mi mayor. Somos una isla en un mar de boches.
Ya eran más de las cuatro de la tarde y el mayor decidió inspeccionar el blockhaus. El refugio de cemento donde se encontraba encerrado estaba camuflado por una casa. Lo formaban dos pisos, ambos con aspilleras en donde los ciclistas británicos encajaban unas ametralladoras pesadas y disparaban sobre las posiciones enemigas. Mascarenhas hizo balance de los soldados y contó setenta ingleses y casi ciento setenta portugueses, la mayoría del 13 y algunos del 15. Muchos de los portugueses estaban heridos y tenían vendadas distintas partes del cuerpo. Dentro del blockhaus había también una zona de seguridad adicional, un refugio de hormigón con cámara de explosión, donde se había atrincherado el comandante británico con la mayor parte de las municiones. Mascarenhas fue allí a solicitar un reabastecimiento de municiones, y el mayor inglés le cedió cinco mil cartuchos. El mayor del 13 distribuyó las balas entre los hombres y, ya sin nada que hacer, volvió a las aspilleras.
La sombra de la noche surgió en el horizonte como un bulto umbroso, sobre todo del lado de donde venía el enemigo, pero los aviones se mantenían en el aire con sus vuelos rasantes.
—Parecen moscas —le comentó Mascarenhas al cabo Guedes.
—Me gustaría derribar uno con mi «Luisa» —comentó el cabo.
—Desde aquí no es posible —le explicó el mayor—. Necesitarías estar en un lugar más alto.
El cabo frunció el ceño.
—Mi mayor, acaba de darme una idea —dijo con una sonrisa maliciosa—. Me voy ahí arriba, al tejado. Puede ser que tenga suerte.
Guedes cogió la Lewis y subió al tejado de la casa que se levantaba por encima del blockhaus. Se acercó a la chimenea y se quedó al acecho, observando la evolución de los aparatos sobre Lacouture. Un avión se acercó finalmente por delante, descendió y, casi en vuelo rasante, comenzó a ametrallar el refugio de hormigón. El cabo levantó la Lewis, apuntó y lanzó una ráfaga. El aparato viró hacia la derecha y ganó altura, esquivando el fuego del tejado. Decepcionado, Guedes regresó al blockhaus.
Afonso y Matias, el Grande, caminaban uno al lado del otro sin intercambiar palabra. Se sentían demasiado cansados para eso. Marchaban como máquinas, ajenos a lo que los rodeaba, la mente sólo fija en los acontecimientos de la mañana, recordando cada episodio, los instantes de los bombardeos y las circunstancias que envolvieron la muerte de sus amigos. Caminaban como sonámbulos, tropezando por el camino, con la mente ausente, estaban ya sumergidos en el pasado, en los recuerdos de aquella mañana brutal, revivían aún cada sentimiento, cada sensación, el terror y el miedo, los olores y los sonidos, las explosiones y los gritos.
Ya se había despejado la neblina, revelando un paisaje lunar humeante, las trincheras removidas por las bombas y las granadas hasta el punto de haberse vuelto irreconocibles. Los prisioneros seguían solos, sin escolta, cruzándose con miles y miles de soldados alemanes que marchaban por Fauquissart rumbo al frente de combate. Un oficial les quitó las máscaras antigás, por lo que ambos vigilaban el terreno de una forma inconsciente, parecían ajenos a todo y, no obstante, en algún rincón de su mente se mantenían vigilantes, preocupados por detectar a tiempo cualquier nube sospechosa. Avanzaron por la Great Northern y pasaron al lado de Flank Post. Afonso lanzó una mirada ausente sobre el refugio, pero la desolación de aquel sitio familiar le despertó la atención, el puesto se encontraba totalmente devastado. Se veían algunos muertos, cuerpos despedazados, caídos de bruces o en posiciones extrañas. Los soldados alemanes paraban aquí y allá para examinar los cadáveres. Les sacaban dinero, algunas prendas de ropa, botas, relojes y, sobre todo, comida.
Afonso y Matias llegaron a la antigua línea del frente y comprobaron que, de las trincheras portuguesas, sólo quedaba ahora un vago alineamiento. Su interés por lo que los rodeaba aumentó considerablemente a partir de ese punto, fue como si comenzasen a brotar de un sueño. Entraron en la Tierra de Nadie y tomaron la dirección de las antiguas líneas enemigas. A Afonso le resultó extraño estar paseando así, a la luz del día y tan apaciblemente, por sectores donde antes sólo se circulaba por la noche y con mucho miedo.
Un soldado alemán, corpulento por añadidura, se acercó a los dos y le gritó a Matias, apuntándole a los pies.
—Gib mir deine Stiefel!
—Quiere sus botas —tradujo Afonso.
Matias se quedó sorprendido, pero obedeció. Se sentó en el suelo y se quitó maquinalmente las botas, que entregó al soldado enemigo. El alemán se quitó las suyas y se puso las del portugués, que eran aproximadamente del mismo tamaño. Se levantó y afirmó bien los pies en el suelo.
—Mist, die sind kaputt! —vociferó disgustado.
Se quitó las botas de Matias y las tiró furiosamente contra el cabo. Enseguida, se calzó de nuevo las suyas y se marchó.
—El tipo debía de creer que nuestras botas eran iguales a las de los gringos —comentó Matias mientras se calzaba.
—¿Qué tienen tus botas?
—Están descosidas por delante —explicó el cabo, mostrándole la suela abierta—. ¿Lo ves? —estiró la pierna y acercó la bota a los ojos del capitán—. El boche quedó peor que una cucaracha.
Llegaron a la primera línea alemana en Nut Trench y se internaron por una hilera de trincheras hasta llegar a la curva de un camino. Haciendo un esfuerzo para recordar el trazado de las líneas enemigas en los mapas, Afonso concluyó que aquélla era la Rue Deleval, una calle con tanta importancia para los alemanes como la Rue Tilleloy para los portugueses. Si ésta era la Rue Deleval, razonó Afonso, a la izquierda estaba situada la Farm Delaporte y Orchard, y la curva en la que se encontraban correspondía a Irma’s Elephant.
Un oficial se acercó a los dos y les ordenó que se dirigiesen hacia un punto a la derecha, en la Rue Deleval. Obedecieron y se encontraron con un lugar donde había un puñado de militares portugueses.
—Hola —saludó Afonso.
—Ruhe! —ordenó un guardia, mandándolo callar.
El grupo permaneció en silencio a la espera de instrucciones. La noche caía y apareció un segundo oficial que los mandó seguir a dos soldados. Se dirigieron hacia el oeste y tomaron la curva hacia el sur en un lugar que Afonso identificó como «Sousa», una casa señalada en el mapa del CEP y que, por ironía, había pertenecido a un portugués que vivió en Flandes. Bajaron por la carretera, caminando paralelamente a las antiguas primeras líneas alemanas, vieron la Rue Dante a la izquierda, pero los guardias la ignoraron y prosiguieron por la Rue Deleval. Seguían viéndose aquí muchas formaciones de soldados marchando con aplomo hacia el combate, hombres flanqueados por oficiales a caballo que lanzaban sobre los prisioneros miradas llenas de curiosidad. Diversos oficiales alemanes llegaron a ablandar la marcha de las cabalgaduras para observar mejor a los soldados enemigos. Siguiendo mecánicamente a los guardias, los portugueses cruzaron Clara Trench y Butt House, pero, cuando llegaron a Fauquissart Road, la cogieron en dirección al este, rumbo a Aubert, alejándose definitivamente de la Rue Deleval y de la zona del frente.
Las granadas comenzaron a caer sobre el blockhaus con violencia a las seis y media de la tarde. Se oía el chillido de los proyectiles en vuelo. Con el impacto de las bombas, el edificio se estremecía, sacudiéndose hasta los cimientos, mientras un fragor terrible ocupaba el interior. La estructura crujía, algunas partes se desmoronaban, caían escombros por todas partes, una nube de polvo danzaba en el aire. Pero, en lo esencial, el refugio se resistía, era sólido y macizo.
Mascarenhas decidió recorrer los dos pisos del blockhaus, preocupado por mantener la moral de los hombres. Nada mejor que una conversación para distraer la mente y hacer que los hombres olvidasen las granadas que llovían sobre el edificio.
—No se preocupen, el refugio fue construido para soportar esto y mucho más —explicó a un grupo del 13 que guarnecía una de las aspilleras.
—Mi mayor, nosotros no tenemos miedo —dijo un soldado con una sonrisa forzada—. Pero, aunque estuviésemos cagados de miedo, no tendríamos por dónde escapar, ¿no?
—Quienes escaparán serán los boches, ustedes ya van a ver. Los gringos van a enviarnos refuerzos, correremos a todos esos cabrones y hasta acabaremos siendo tratados como unos héroes.
Una granada alcanzó el blockhaus, e hizo estremecer el edificio. Todos se callaron. Cayó un poco de polvo, pero no tuvo mayores consecuencias.
—A mí lo que más me agobia es el hambre —exclamó un soldado.
Mascarenhas sonrió.
—Si pudieses encargar un plato, ¿cuál elegirías?
—¡Mi mayor, qué pregunta para hacer en este momento!
—¿Qué importa, muchacho? No tenemos comida, pero nada nos impide soñar con ella, ¿no?
—Ah, mi mayor, yo me chuparía los dedos con una buena feijoada a la tramontana, carajo, una de las que sabe hacer mi madre…
—¿De dónde eres tú?
—Soy de Bisalhães, mi mayor, justo allí al lado de Vila Real.
—Ya lo sé, ya lo sé —repuso Mascarenhas—. La tierra de los barros negros.
El mayor sabía que no había nada que le gustase más a un soldado que hablar de comida y soñar con su tierra. Ésos eran dos temas que sin duda despertaban el interés de cualquier hombre, además de las mujeres, claro. Dadas las circunstancias, hablar sobre esos asuntos era el mejor modo de mantenerlos distraídos y animados. Se volvió, por ello, hacia otro soldado.
—Y tú, ¿de dónde eres?
—Yo soy de Lamas de Olo, mi mayor.
—¿Dónde queda?
—En Tras-os-Montes, mi mayor.
—Hombre, eso ya lo sé, aquí todos somos de Tras-os-Montes. Pero ¿dónde queda ese pueblo?
—Lamas de Olo está cerca de Alvão, mi mayor. Entre el Tâmega y el Corgo.
—¿Y es bonito?
—¿Si es bonito? ¡Es un paraíso, mi mayor, un paraíso! Ahí se vive en medio de la sierra, uno puede darse unos baños en las Fisgas de Ermelo, pasear hasta el Alto das Caravelas, salir de caza, comer perdiz con uvas, faisán con castañas…, yo qué sé. —El hombre suspiró—. Ah, mi mayor, cómo lo echo de menos…
—No me habléis de comida, caramba, no me habléis de papeo —interrumpió el primer soldado—. ¡Con el hambre que tengo, hasta la mierda del cornobif me sabría a cabrito asado!
Una nueva explosión interrumpió el diálogo, era un Minenwerfer que había dado en el blockhaus con estruendo. El resplandor de la explosión iluminó las aspilleras, ahora que la noche había caído y toda la luz brillaba con más fuerza.
El soldado alemán apuntó al teniente portugués con el Mauser y gritó:
—Die Jacke her!
El teniente se quedó absorto, sin entender qué quería el hombre.
—Dele la gabardina —le dijo Afonso—. Quiere la gabardina.
Atolondrado, el teniente se quitó la gabardina, el alemán se quedó con ella y se marchó.
—Ahora esto —se quejó el teniente—. Ahora me han birlado la gabardina, fijaos…
Nadie dijo nada, las órdenes insistían en guardar silencio. El grupo prosiguió la marcha y los guardias se desentendían de los soldados que robaban a los prisioneros. Rodearon el Bois du Biez, la posición alemana tantas veces bombardeada por la artillería portuguesa, y observaron con curiosidad los sólidos búnkeres instalados en el bosque y los muchos cañones que se encontraban dispersos por allí: un auténtico mar. No se veían cuerpos de hombres, pero había en abundancia cadáveres de caballos, víctimas inocentes de los bombardeos portugueses. Prosiguieron el camino por la Fauquissart Road y llegaron a Aubert. La población estaba aniquilada, las casas reducidas a ruinas, parecía Neuve Chapelle.
Después de Aubert siguieron hasta Illies, donde los llevaron hasta unos barracones montados en un perímetro protegido por alambre de espinos. Al cabo de una hora, les sirvieron la cena, pan de centeno con una salchicha y un poco de mantequilla. Fue su primer contacto con los bratwurst. Para beber, los guardias distribuyeron agua. Cuando los prisioneros acabaron su frugal menú, recibieron la visita de un general de aspecto bonachón.
—Guten Abend. Willkommen in Illies —los saludó el oficial—. Mein Name ist General Albert Zeitz. —Los portugueses lo miraron con cara de quien no entiende nada. El general se puso a hablar en el chapurrado francés de las trincheras—. Moi general Zeitz. Allemands bonnes. Portugais promenade aujourd’hui à Lille. Compris?
Un mayor portugués levantó el brazo y el general le hizo una seña para que hablase.
—Compris. Portugais cansés, promenade pas bonne. Dormir bonne. Compris?
El general asintió. No sabía qué demonios quería decir «cansés», nunca había oído semejante palabra, pero admitió que se trataba de una expresión sofisticada, rebuscada, acaso propia de un francés de calidad literaria. Lo que importaba, pensó, es que las demás palabras le resultaban familiares. Sonrió con franqueza, satisfecho por poder comunicarse con tanta fluidez con los prisioneros, y no le costó, por eso, ceder a su voluntad.
—Compris —concedió, magnánimo.
Algunos hombres dormían acostados sobre el cemento. El bombardeo contra el blockhaus había parado, pero todos se sentían débiles, soñolientos, afectados por el cansancio y el hambre.
—En este momento daría cualquier cosa por el corned-beef y las mermeladas de los gringos —se desahogó el alférez Viegas, que se sentía débil y hambriento.
—Todos tenemos hambre, Viegas —dijo Mascarenhas—, pero tenemos que aguantar, puede ser que lleguen refuerzos.
El alférez inclinó la cabeza.
—¿Cree realmente en eso, mayor?
Mascarenhas suspiró.
—Creo que es posible.
—Posible es, mayor —admitió Viegas con una mueca de la boca—. Pero mire que esto está mal. Sólo se ven boches ahí fuera, los aeroplanos son todos de ellos y el sonido de la artillería se está alejando, da la impresión de que ellos siguen avanzando y nuestra primera línea retrocede.
El mayor se acercó a una aspillera, vigilada por un centinela del 15. Más allá de la pequeña abertura, la oscuridad era total.
—Sí, ahí fuera hay un movimiento tremendo —dijo, llamando al alférez con un gesto de la mano—. Ven aquí, ven aquí. ¿Quieres oír esto?
Se callaron y se quedaron atentos. En el exterior, a la distancia, se oía sonido de motores.
—Son camiones, mayor.
—Sí. Los tipos están reforzando las líneas y nosotros no somos más que un estorbo, una espina que les ha quedado clavada en la espalda.
De repente, estallaron unas cuantas de detonaciones y el blockhaus volvió a recibir sucesivamente el impacto de varias granadas. El refugio tembló hasta los cimientos y todos los soldados se despertaron, asustados por el fragor infernal del bombardeo. El reloj de pulsera de Mascarenhas, un Longines plateado, señalaba las cuatro de la mañana. Algunos hombres se sentían tan cansados que volvieron a dormirse, incluso bajo el estruendo de aquellas explosiones, pero la mayoría permaneció vigilante.
—¡Gas! —gritó una voz dando la voz de alerta.
Se colocaron las máscaras deprisa, los dientes apretaron la boquilla, una pinza metálica bloqueó la nariz para imponer la respiración por la boca, las cintas elásticas ajustaron la tela de la máscara al rostro. Se quedaron así veinte minutos, con una gran molestia, les faltaba el aire, la respiración se hacía pesada y ruidosa. Cuando se quitaron las máscaras, primero un hombre, después los demás, el aire recuperó la circulación normal, la nariz sólo sintió el eterno olor a pólvora al que se habían habituado en zona de guerra.
El hambre, entretanto, empezó a apretar. A pesar de que el edificio seguía siendo atacado por la artillería enemiga, crujiendo terriblemente a cada impacto de granada, Mascarenhas decidió ordenar que saliera una patrulla para evaluar la situación y, entonces, buscar alimentos.
—¿Voluntarios? —preguntó.
Se ofrecieron cinco hombres. El mayor determinó que comandaría el raid el militar de más alta graduación, el cabo Macedo. Abrieron la puerta y la patrulla se deslizó por la oscuridad con la misión de ir a registrar una casa próxima. El edificio estaba situado en la línea de tiro de las aspilleras del blockhaus, por lo que los alemanes no se habían aún atrevido a ocuparlo o incluso a inspeccionarlo. A las siete de la mañana, el bombardeo contra el reducto de Lacouture se suspendió y regresó la patrulla, que se anticipó al amanecer. Los hombres trajeron comida y la ofrecieron a los oficiales: era pan y queso.
Los prisioneros se levantaron al alba y formaron en el patio de los barracones tiritando de frío. Un oficial alemán dividió a los portugueses en dos grupos, de un lado los oficiales, del otro los soldados. La mayoría, con aspecto miserable, parecían vagabundos y pordioseros. Afonso y Matias se vieron así separados, hermanos de armas divididos por la jerarquía y por el destino. Se buscaron con los ojos, se despidieron con una seña a la distancia, en silencio se desearon mutuamente buena suerte y siguieron caminos diferentes.
La columna del capitán marchó hasta Fournes, los arcenes de la carretera estaban plagados de civiles franceses que miraban, callados, taciturnos, a los prisioneros de guerra. Algunos hacían señas con panes o se acercaban con escudillas de caldo, pero enseguida unos lanceros a caballo, que formaban la escolta de la columna, intervenían, interponiéndose entre los civiles y los prisioneros, impidiendo el contacto, ahuyentando a la multitud.
Al final de la mañana, la columna entró en Lille por la Porte de Béthune, al sur de la gran ciudad, y se internó por la Rue d’Isly, la cual, más adelante, después de la Place de Tourcoing, se transformaba en el Boulevard Vauban. Unos soldados alemanes montaron cordones de seguridad en todo lo ancho de la avenida, impidiendo también que los civiles entrasen en contacto con los prisioneros. Los habitantes del pueblo llenaban las aceras, mirando con tristeza a los soldados capturados. Algunos arrojaban panes o chorizos a la columna, otros lloraban amargamente, con la mano en la boca, lloraban con tal emoción que Afonso se sintió conmovido y lloró también. En algunos puntos, el cordón de los soldados estaba roto, supuestamente por falta de efectivos, y algunos civiles arriesgaban algunas palabras, lanzadas con cariño, arrojadas como flores.
—T’es anglais? —preguntó una mujer joven, mirando a Afonso con intensidad.
—Non —dijo el capitán, meneando la cabeza sin dejar de caminar—. Je suis portugais.
La mujer vaciló, sorprendida. No sabía que había portugueses combatiendo por Francia. Era joven, pero su rostro parecía prematuramente envejecido, no era fácil la vida bajo la ocupación enemiga. Viendo desfilar a los soldados vencidos frente a ella, lamentando su derrota pero deseando confortarlos, se iluminó con una sonrisa triste. Casi corriendo por la acera, en un conmovedor esfuerzo por acompañar la marcha de los prisioneros, la francesa lanzó besos al aire en dirección a Afonso.
—Merci, le Portugal.
Cuando los prisioneros cruzaron la Rue Colbert, los civiles que llenaban las aceras empezaron a cantar. La Marseillaise estaba prohibida por las autoridades ocupantes, pero los franceses tenían otras opciones para animar a los prisioneros y desafiar a sus carceleros. Las voces se elevaron a coro, desafinadas, desafiantes, con las miradas fijas en los hombres derrotados que marchaban miserablemente por el suelo adoquinado del Boulevard Vauban:
Où t’en vas-tu, soldat de France,
tout équipé, prêt au combat?
Où t’en vas-tu, petit soldat?
C’est comme il plaît à la Patrie,
je n’ai qu’à suivre les tambours.
Gloire au drapeau,
gloire au drapeau.
J’aimerais bien revoir la France,
mais bravement mourir est beau.
A Afonso la letra le pareció inadecuada, era una canción para militares franceses que partían a la guerra, no para soldados portugueses que venían de ella en cautiverio. No obstante, el capitán entendió la intención, sintió el calor humano que brotaba de aquellas voces, el orgullo que vibraba en el coro, la multitud agradecida, rindiendo homenaje a los extranjeros que combatieron por ella. El oficial portugués dejó de caminar encorvado, con los ojos fijos en el suelo, arrastrándose por el empedrado, abatido y cabizbajo, no era ésa la postura que esperaban de él aquellos franceses. Alzó la cabeza, enderezó el tronco, atravesó la verdeante Esplanade y entró con altivez por la majestuosa Porte Royale, cruzando los muros fortificados de la Citadelle.
El tiroteo se reanudó a las ocho de la mañana, pero esta vez los sitiados pudieron responder al fuego enemigo. Ya había salido el sol, iluminando los campos calcinados de Lacouture y las posiciones donde los alemanes abrían fuego sin cesar. Las municiones se acabaron. Mascarenhas fue al refugio donde se albergaba el comandante del batallón británico y pidió más cartuchos.
—Take it —dijo el mayor inglés, señalando unas cajas de municiones—. Les derniers, compris? Les derniers.
Mascarenhas contó los cartuchos, eran dos mil. Los últimos. Las municiones se distribuyeron entre los hombres que guarnecían las aspilleras, con la recomendación de ser prudentes en el uso del gatillo y de sólo disparar a blancos seguros. El mayor observó los terrenos circundantes y comprobó que había alemanes por todas partes, el blockhaus se encontraba totalmente cercado. A las once de la mañana, se agotaron las municiones, cada fusil quedó convertido en una bayoneta y reducido a dos o tres balas, guardadas para usarlas en caso de extrema necesidad.
Un hombre se acercó entonces con una bandera blanca en la mano izquierda. Mascarenhas lo observó con los prismáticos. El individuo llevaba un uniforme kakhi, era un soldado británico. Se abrieron las puertas del blockhaus para dar paso al hombre. Se trataba de un camillero inglés aprisionado por los alemanes que venía con un mensaje del enemigo. Entregó el mensaje al mayor inglés, que se reunió a puertas cerradas con los comandantes de la Infantería 13 y de la Infantería 15. La reunión terminó media hora más tarde, y el comandante del 13 llamó a los hombres y anunció que el comando del reducto había decidido que se rendirían. Ya no había municiones y el enemigo, dándose cuenta de que el fuego del blockhaus estaba casi interrumpido, amenazaba con hacer volar todo por los aires. El camillero salió con la respuesta de los sitiados y volvió más tarde con las instrucciones de los alemanes.
Mascarenhas desarmó a los cien soldados de la Infantería 13, mientras que los oficiales del 15 y del batallón inglés hacían lo mismo con sus integrantes. Las Lee-Enfield, las Lewis y las Vickers quedaron amontonadas en un rincón. Los hombres lloraban convulsivamente al formar en el interior del blockhaus. También lloraron cuando se abrieron las puertas y salieron fuera del refugio para entregarse al enemigo. El mayor se quedó a la zaga del grupo y fue de los últimos en abandonar el reducto. De repente, oyó armas que abrían fuego y vio retroceder a los hombres que iban delante, presas del pánico, en un tropel acongojado, con los brazos levantados en señal de rendición, pero también de desesperación.
—¡Están disparando! —gritó un soldado que intentaba a toda costa volver a entrar en el blockhaus—. Nos están matando.
Mascarenhas también vio, estupefacto e indignado, cómo los alemanes descargaban las armas en los prisioneros, pero intervino un oficial enemigo y se suspendió el fuego. Algunos hombres se revolcaban en el suelo, heridos. El oficial alemán, con una cinta blanca en el brazo y empuñando una pistola, gritaba con sus soldados. Después, hizo una seña a los sitiados para que saliesen, pero parecía más preocupado por vigilar a sus soldados que a los portugueses y a los ingleses.
Los prisioneros recibieron la orden de marchar y avanzaron por la carretera rumbo al cautiverio. Los hombres de la Infantería 13, tramontanos rudos y obstinados, gente de campo habituada a la vida dura en Boticas, en Alfândega, en Mogadouro, en Romeu y en Moncorvo, rústicos de modales bruscos y palabras toscas, alzaron las voces como niños y empezaron, muy bajo, en un coro suave, a entonar el himno del batallón:
Un pecho de acero palpita en cada uniforme,
no dará del 13 un paso atrás ni un solo hombre.
Un alemán los mandó callar. Eran poco más de las doce del día 10 de abril.