XVI

—¿Qué? ¿Atacas con el triunfo? —preguntó Afonso, que miró sorprendido el siete de copas puesto sobre la mesa de madera tosca.

—Es el comodín. Anda, fíjate a ver si puedes con eso, anda —desafió el teniente Pinto con expresión burlona.

El capitán sacó una carta de las suyas y la echó sobre la mesa. Era el as de copas.

El teniente sonrió.

—Ya sabía yo que tenías el as.

—Claro —dijo Afonso, recogiendo las cartas—. Tenía el as y me quedé con el comodín.

Pinto miró su juego. Sin levantar los ojos de las cartas, volvió al asunto que le interesaba.

—No entiendo cómo han planeado la ofensiva. —Sacudió la cabeza—. No lo entiendo.

—¿Quiénes? ¿Los boches? —preguntó Afonso, sabiendo muy bien que el teniente hablaba de los alemanes—. Tal vez nuestros hombres también han contribuido; al fin y al cabo, no íbamos a dejarlos andar por ahí de paseo, ¿no?

—Aun así.

Los dos oficiales jugaban a las cartas al comenzar la tarde del 3 de abril, sentados sobre sacos de tierra junto a uno de los puestos de ametralladora de Picantin Post, comentando el fin de la ofensiva alemana. El enemigo había llegado a tomar Ham y Bapaume, y se había acercado peligrosamente a Amiens y Arras. Habían sembrado el pánico entre los aliados. Pero una muralla improvisada, constituida incluso por artillería proveniente del sector del CEP, consiguió frenar el avance de los alemanes y la ofensiva se agotó.

Afonso se preparaba para echar el tres de copas y, de ese modo, hacer que su adversario descartase más triunfos, cuando llegó un mensajero en bicicleta y sacó un sobre de un bolso que llevaba en bandolera. El capitán firmó el papel acusando recibo, cogió el sobre, lo abrió por un extremo, sacó la hoja que había dentro y la desdobló. Era la Orden R.O./23. Comenzó a leerla y una sonrisa afloró en sus labios.

—¿Qué hay, Afonso? —quiso saber Pinto, a quien no le pasó inadvertida la reacción de su amigo.

—Zanahoria, amigo, intuyo que dentro de poco iremos a pasear a París.

—Me estás tomando el pelo —se excitó el teniente, que se inclinó hacia delante y extendió la mano para coger la orden—. Muéstrame eso.

El capitán soltó una carcajada y echó el brazo hacia atrás, manteniendo la hoja fuera del alcance de su amigo, que se estiraba para poder cogerla.

—Calma —dijo con una sonrisa—. Calma.

—Eres un indecente. Muéstramela…

Pinto volvió a sentarse, aunque a regañadientes, y Afonso leyó de nuevo la orden.

—Así son las cosas —dijo ante la expectativa del teniente—. Mañana por la noche, la 1.ª Brigada sale de la línea, va a descansar y la sustituye la 2.ª Brigada. Pasado mañana, la 3.ª Brigada sale de la línea y las que se quedan aquí reparten sus fuerzas para ocupar el espacio que aquélla ha dejado. La 2.ª División, reforzada por la 1.ª Brigada, se encargará de todo el sector, mientras que la 1.ª División se irá finalmente a descansar. Y dentro de tres días nos integraremos en el XI Cuerpo de los gringos.

El teniente vaciló.

—No entiendo por qué estás tan contento —intervino, decepcionado—. La que va a descansar es la 1.ª División, ésos deben de estar saltando de alegría. Nosotros nos quedamos aquí encerrados: ¿dónde está la gracia?

—La gracia, querido Zanahoria, es que esto significa que también nos iremos en breve a descansar. ¿No te das cuenta de que la 2.ª División, aun reforzada por una brigada de la 1.ª División, no puede quedarse eternamente aguantando un sector que antes defendían dos divisiones? Los gringos no van por ahí.

Cuando pasemos a integrar el XI Cuerpo, ellos se quedan controlándonos y, ¡zas!, nos sustituyen enseguida. —Hizo un gesto rápido con la mano, acompañando el «zas»—. Ellos saben que estamos en las últimas.

Esta vez fue Pinto quien sonrió.

—Sí, tal vez tengas razón —admitió—. ¿Y dónde queda nuestra brigada?

—Ésa, amigo Zanahoria, es la guinda del pastel. La 2.ª Brigada va a Ferme du Bois, la 6.ª a Neuve Chapelle y la 5.ª a Fauquissart. ¡Y la Brigada del Miño, amigo, nuestra Brigada del Miño sale de Fauquissart y se queda gloriosamente de reserva!

El teniente se dio una entusiasta palmada en el muslo y se rió.

—¡Bien, bien! ¡Buenas decisiones! ¡Realmente es así! Adiós, Brigada del Miño, viva la Barrigada del Miño.

Una hora después, la Orden R.O./23 se completó con la Orden de Operaciones n.º 19, emitida por la Brigada del Miño con instrucciones detalladas sobre el proceso de retirada de fuerzas. Este segundo documento, firmado por el comandante interino de la brigada, el teniente coronel Mardel, establecía que la retirada se completaría en tres días, con la Infantería 8 en situación de apoyo y, a continuación, de reserva. El ambiente entre los nativos del Miño se despejó considerablemente. Afonso podía contener apenas la ansiedad por volver a ver a Agnès. El día siguiente, 4 de abril, volvió a ser tranquilo. Los hombres hablaban casi solamente de las retiradas que se anunciaban, presintiendo en ellas el preludio de un descanso más prolongado, quizás el regreso a casa. Se veían soldados sonriendo, bromeando, la pesadilla se acercaba a su fin.

En la mañana del día 5, convocaron al capitán a Laventie para una reunión con el teniente coronel Mardel. Los comandantes de los cuatro batallones del Miño y los demás comandantes de compañías se reunieron en la sala de conferencias del cuartel general, había muchas sonrisas, algunas carcajadas en medio del murmullo animado de la conversación, los oficiales se apegaban relajadamente a sus cigarrillos, se vivía un ambiente festivo, alegre, aliviado.

El suave rumor de las voces se interrumpió al abrirse la puerta y entrar Mardel en la sala. El comandante interino de la Brigada del Miño llegaba con el semblante ceñudo y la expresión grave. Los saludó con un gesto seco y les ordenó sentarse. Los oficiales se callaron y se acomodaron en torno a la gran mesa, repentinamente inquietos, presentían problemas en la mirada sombría de Mardel.

—¡Oh, diablos! —le dijo Afonso a Montalvão entre dientes—. Viene con cara de circunstancias.

Mardel esperó a que todos se instalasen. Afonso notó que tenía las cejas cargadas y un tic nervioso en la nariz: no era buen augurio.

—Señores —dijo por fin el teniente coronel, que miró lentamente a su alrededor—. La noche pasada, los hombres de la Infantería 7 tomaron las armas y se sublevaron.

Un murmullo tenso recorrió la mesa. El 7, de Leiria, pertenecía a la 2.ª Brigada y todos sabían que ésa era la única brigada de la 1.ª División que no tendría descanso. Mardel dejó que la noticia se asentase.

—Los soldados del 7 no han aceptado quedarse en la línea mientras las otras brigadas se retiraban. Según informaciones que ahora me han llegado, los soldados se negaron a marchar hacia Ferme du Bois, el sector que les estaba destinado. Comenzaron a disparar e impidieron que la Infantería 23 y la Infantería 24 avanzasen hacia sus posiciones. —El 23 y el 24 también pertenecían a la 2.ª Brigada—. De modo que, señores, lamento tener que comunicarles que he recibido órdenes de Saint Venant que imponen que la Brigada del Miño se mantenga en Fauquissart.

Los oficiales se miraron, decepcionados. Todos pensaron en el efecto que tendría la noticia en los hombres, ya felices por salir de la línea y ser pasados a la reserva.

—Mi teniente coronel, ¿cuál será nuestra disposición? —preguntó el mayor Xavier da Costa, comandante de la Infantería 29, el otro batallón de Braga.

—Queda todo como está. En las primeras líneas seguirán la Infantería 8, a la izquierda; y la Infantería 20, a la derecha. Atrás tendremos a la Infantería 29 y la Infantería 3.

—¿Y la 5.ª Brigada va a Ferme du Bois? —quiso saber el mayor Montalvão, comandante del 8.

—Exacto. Sustituirá a la 2.ª Brigada. Además de nosotros, la que resulta afectada es la 3.ª Brigada, que tenía derecho a retirarse y no lo hará; por tanto, queda en reserva debido a la sublevación en la 2.ª Brigada.

Como era de prever, los hombres no recibieron bien la noticia. Se oyeron insultos y protestas, pero, en el fondo, todos comprendían que la gente de la 1.ª División tenía más derecho al descanso que la 2.ª División, dado que llevaba más tiempo en las líneas.

La preocupación de Afonso se acentuó esa noche. El capitán mandó al sargento Rosa y a su pelotón a efectuar una patrulla de reconocimiento y se quedó en la línea del frente, junto a la Great Northern Trench, aguardando el regreso de los hombres. Oyó varias ráfagas de ametralladora mientras la patrulla se encontraba en la Tierra de Nadie, lo que le hizo temer por la seguridad de los hombres. Al cabo de dos horas, sin embargo, la voz de Matias, con la contraseña del día, le devolvió la tranquilidad. El enorme cabo volvió de regreso a la primera línea, seguido de Abel, del sargento Rosa, de Vicente y de Baltazar.

—¿Y? ¿Todo en calma? —preguntó Afonso al sargento.

—Mi capitán, las ametralladoras han estado muy activas, ha sido algo agitado.

—Las he oído. ¿Y en cuanto al resto?

El sargento hizo una mueca con la boca y miró de reojo al resto de la patrulla, con la mirada ensombrecida por el temor.

—No lo sé, mi capitán. No lo sé.

—¿No sabes qué? —se sorprendió Afonso.

Rosa suspiró.

—Mi capitán, ¿sabe?, están pasando cosas extrañas del otro lado…

—¿Cosas extrañas? ¿Qué cosas extrañas?

—Hemos oído el sonido de motores en la retaguardia enemiga, eran camionetas y camiones que pasaban unos tras otros, un movimiento tremendo. —Rosa se rascó la barba rala—. Y hemos oído también un sonido diferente, algo como «chucuchú», «chucuchú». Parecía, no lo sé, parecía un tren…

—¿Un tren?

Rosa miró a Matias.

—¿Era o no era un tren? —quiso precisar el sargento.

Matias respondió que sí con la cabeza, sin decir nada, y los demás hombres lo imitaron.

—¿Un tren? —preguntó Afonso, verdaderamente intrigado, y miró a Rosa—. ¿Y eso fue todo?

—No, hubo más —indicó el sargento—. Vimos también a muchos hombres desarmados, al fondo, y a un grupo reparando cables telefónicos.

Afonso regresó pensativo y preocupado a su puesto de Picantin. Fue a hablar con el teniente Pinto, al que comunicó las novedades, y ambos decidieron ir a conversar con los hombres que habían participado en las patrullas de los días anteriores. Localizaron a los soldados a la mañana siguiente, 6 de abril, y lo que oyeron los dejó francamente inquietos. Los soldados implicados en las acciones de reconocimiento revelaron haber vuelto a oír, el día 2, el ruido de camiones que circulaban en la retaguardia alemana. Los soldados hablaban excitadamente de un gran movimiento de tropas enemigas y decían haber visto a hombres reparando cables telefónicos, colocando señales, transportando madera, cargando sacos y cajas, montando cráteres artificiales, mejorando las vías de comunicación. Uno de los soldados afirmó incluso haber observado a un oficial alemán que estudiaba con prismáticos las líneas portuguesas y tomaba notas, mientras que otros descubrieron el uso de periscopios.

Enormemente alarmado, Afonso solicitó un caballo y avanzó por la Harlech Road hasta Laventie. Se presentó en el cuartel general de la brigada y pidió hablar con el teniente coronel Mardel. Después de una espera de sólo cinco minutos, el comandante interino de la Brigada del Miño lo recibió y Afonso le comunicó todas las informaciones que había recogido. Cuando concluyó la exposición, Mardel sonrió.

—Usted se preocupa demasiado, estimado capitán Brandão.

Afonso se sonrojó, cohibido.

—¿Le parece, mi comandante?

—¿Tiene que parecerme otra cosa?

—Pero ¿no piensa que estas señales son preocupantes?

—Claro. Pienso que son preocupantes, capitán, incluso muy preocupantes.

El capitán se quedó turbado, sin entender la desconcertante reacción de Mardel.

—Entonces…

—Las señales son preocupantes, pero no para nosotros —interrumpió el comandante—. Son preocupantes para los ingleses.

—¿Para los ingleses? —se sorprendió Afonso—. Pero mire que todo esto está ocurriendo frente a nosotros, mi comandante, y se nos vendrá encima.

—No, capitán. De ninguna manera. Caerá encima de los ingleses.

Afonso vaciló.

—Pero… ¿cómo es que…?

—Calma, capitán, calma —repuso Fardel, que abrió un cajón de su escritorio, de donde sacó unos folios mecanografiados—. ¿Ve esto? —Le mostró la primera página; Afonso vio que era un documento redactado en inglés—. Ésta es la Orden de Retirada n.º 329, emitida esta mañana por el general Haking, el comandante del XI Cuerpo británico, y que me ha llegado hace poco aquí, a la brigada, hace unos veinte minutos. ¿Y sabe lo que dice? —Mardel fijó los ojos en Afonso, intentando captar su expresión cuando pronunció la frase siguiente—: «La Orden de Retirada n.º 328 determina la retirada del frente de combate de todo el cuerpo portugués». —Hizo una pausa dramática—. Todo.

Afonso abrió la boca, tratando de digerir el impacto de la noticia.

—¿Todo el cuerpo portugués? ¿Vamos a retirarnos?

—Exacto, capitán Brandão. Vamos a retirarnos.

—Pero hasta hace unos días…

—El general Haking ha venido a visitar nuestras líneas —se apresuró Mardel en aclarar—. Ha visto el estado de las tropas y ha concluido que los hombres no pueden continuar en el frente, ya no están en condiciones. De modo que, amigo, salimos nosotros y entra la 50.ª División británica.

—Pero eso es magnífico, mi comandante. ¡Magnífico!

Afonso no pudo contener su alegría. Efusivo, el capitán se levantó de la silla y, con entusiasmo, extendió la mano para saludar a Mardel. El teniente coronel devolvió el saludo y la sonrisa.

—¡Dentro de unos días, capitán, nos vamos a París, caramba, nos vamos a buscar mujeres!

Afonso miró por la ventana y sintió un aroma suave que le llenaba los pulmones, respiró aquella fragancia leve que le anunciaba la libertad tanto tiempo deseada, era un sentimiento inexpresable e inefable, el corazón le bailaba en el pecho, tuvo ganas de saltar, de cantar, de correr, de traspasar la puerta e ir a contarle a Agnès la gran noticia, le apeteció abrazar a Mardel y oler las flores, quiso reír y llorar, decir poemas y amar. Los colores le parecían más vivos, el aire más perfumado, los sonidos más melodiosos. Sin embargo, la inesperada sombra de una sospecha, furtiva y traicionera, le nubló momentáneamente el espíritu.

—¿Cuándo será la retirada? —preguntó desconfiado.

—Comenzamos a salir el 9 de abril por la noche y completamos la retirada a la noche siguiente.

—¿El 9 de abril?

—El 9 de abril.

Afonso calculó mentalmente.

—Estamos a 6 de abril. —Rozó sus otros dedos con el pulgar: siete, ocho, nueve—. Tres días. —Se tranquilizó—. Faltan tres días.

El capitán Afonso Brandão estaba entretenido ordenando sus cosas en el refugio de Picantin Post, dos días después, cuando Joaquim asomó por la puerta.

—Mi capitán, hemos recibido una comunicación de la brigada diciendo que el teniente Cook desea hablar con usted con urgencia, por lo que debe presentarse hoy mismo en el cuartel general de la 40a División Británica, en Fleurbaix.

Afonso miró a su ordenanza, intrigado. Pero ¿qué rayos tendría que decirle Tim con tanta urgencia? Era el día 8 de abril, todo seguía tranquilo, a la noche siguiente se retirarían las fuerzas portuguesas, ¿qué podía ser tan importante que no pudiese esperar veinticuatro horas más? El capitán llegó a vacilar y admitió la posibilidad de ignorar la petición, pero lo pensó mejor y consideró que aquél era un excelente pretexto para pasarse por la retaguardia e ir a ver a Agnès.

Pidió un caballo, le entregaron una yegua, y abandonó Fauquissart. Cuando llegó a Laventie, en vez de dirigirse hacia el norte, rumbo a Fleurbaix, prosiguió hacia el oeste. Fue al hospital Mixto de Medicina y Cirugía, se apeó, dejó la yegua junto al portón y mandó llamar a la enfermera Agnès Chevallier. La francesa corrió hacia él en cuanto lo vio. Llevaba una bata blanca, un uniforme concebido para neutralizar la feminidad de las enfermeras, pero en aquel cuerpo el uniforme era claramente incapaz de arrebatarle su sensualidad. Agnès lo abrazó con fuerza, se besaron en las mejillas, en el cuello, en los labios.

Salut mon mignon —dijo ella finalmente, sujetándole el rostro con las dos manos—. ¿Te encuentras bien? ¿Vienes de la trinchera?

—Aún no, pero tengo que darte una noticia —le anunció.

Vraiment? ¿Buena o mala?

—Buena, buena —sonrió él tranquilizándola—. Mañana salimos de las trincheras e iniciamos un largo descanso en la retaguardia. Para mí, la guerra ha acabado. C’est fini! Zut!

Oh la la! —exclamó Agnès con sus ojos verdes encendidos. Lo abrazó de nuevo con mucha fuerza—. Merci, merci, mon Dieu! Estoy tan contenta, no te imaginas lo contenta que estoy.

Le dio besos en los oídos, de sus labios rosados salieron caricias y susurros, palabras suaves y melosas.

—Mi amor —murmuró él con los ojos cerrados y sintiendo el cuerpo de la mujer ceñido al suyo.

—¡Me siento tan aliviada! —Agnès suspiró—. Ah, oui, qué bueno, ha terminado la pesadilla.

Les costó mucho despedirse. Agnès acompañó a Afonso hasta el portón, se besaron y abrazaron, se sentían radiantes. El capitán se armó de ánimo para marcharse y se montó en el caballo. Se alejó lentamente y de mala gana. Al fondo de la calle, antes de la curva, se volvió una última vez hacia atrás, vio a Agnès de pie en el mismo lugar, con las manos cruzadas sobre el corazón, el pelo castaño claro reluciendo al sol, trigueño y cristalino, con una sonrisa feliz dibujada en los labios. Ambos levantaron los brazos y se dijeron adiós. Afonso espoleó a la yegua y desapareció tras la curva.

Una hora y media después, el capitán portugués se presentó en el cuartel general de la 40.ª División británica, en Fleurbaix, y pidió hablar con el teniente Timothy Cook. Tim apareció poco después, bajando las escaleras para encontrarse con Afonso en el lobby.

What ho, Afonso. Jolly good to see you!

—Hola, Tim, ¿cómo estás?

Come on —lo invitó Tim, conduciendo a Afonso por las escaleras.

—Eres realmente un gringo —sonrió el portugués—. ¿Qué cosa tan urgente es la que me ha hecho venir hasta aquí?

El teniente inglés se detuvo en un escalón.

—Tenemos informaciones… disturbing… ¿Cómo se dice?

—Preocupantes.

Right ho, preocupantes. Tenemos informaciones preocupantes —siguió, subiendo las escaleras, con los ojos fijos en los escalones—. Desde el día 31 de marzo, nuestra aviación ha registrado un movimiento general de tropas y artillería alemanas hacia el norte, que congestiona carreteras y vías férreas. El día 1 de abril, un único aeroplano contó, en sólo dos horas, cincuenta y cinco trenes convergiendo en el sector que está justo enfrente de vuestras posiciones. Esa observación la han confirmado en los días siguientes otros aeroplanos. —Miró de reojo al portugués—. Anteayer los aeroplanos comprobaron que las carreteras y vías férreas justo enfrente del sector portugués se encontraban atascadas de camiones y camionetas, y nuestras patrullas vieron a los jerries transportando cajas y más cajas de municiones hacia sus líneas de apoyo.

—Ésa no es una gran novedad para nosotros, Tim —repuso Afonso—. Hace ya algún tiempo que nos hemos dado cuenta de que esos tipos están montando un gran ataque en este sector. Pero ése, si quieres que te diga, ya no es un problema nuestro. Es vuestro. Mañana por la noche, amigo, salimos de las líneas. —Hizo señal de adiós con la mano derecha—. Goodbye!

Wrong, Afonso, ése «es» un problema vuestro —dijo Tim acentuando la palabra «es». Llegaron al segundo piso y se internaron por un pasillo—. Es un problema vuestro y muy grande.

El capitán lo miró, perturbado.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que nuestros especialistas piensan que los preparativos han terminado y que los jerries os van a atacar ahora con toda la fuerza que tienen.

Afonso sintió que le faltaba el aire.

—¿Cómo…, cómo es que ellos pueden prever eso? —titubeó—. Los boches sólo pueden atacar dentro de unos días. ¿Por qué justamente mañana?

—Por lo que está ocurriendo hoy.

—¿Y qué está ocurriendo hoy?

—Nada.

—¿Nada? Entonces, ¿cuál es el problema?

—El problema es que nada significa todo.

—Oye, ¿eres tonto o te lo haces? ¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que hoy no ha ocurrido nada en las líneas alemanas. Nada.

—¿Y?

Llegaron junto a una puerta y Tim se inmovilizó.

—Afonso, cuando están haciendo preparativos para un ataque, lo normal es que haya un gran alboroto detrás de las líneas. En el momento en que se detiene el alboroto, han terminado los preparativos. —Alzó el índice—. Están listos y van a atacar.

El capitán volvió a respirar con dificultad. Suspiró pesadamente y miró a su amigo con expresión suplicante.

—Está bien, han terminado los preparativos, ya lo he entendido. Pero ¿qué seguridad hay de que realmente ataquen mañana? ¿Por qué no otro día?

Tim no respondió inmediatamente. Giró el picaporte y abrió la puerta, invitando a Afonso a entrar. Era una sala amplia, llena de actividad, había mesas arrimadas a las paredes con enormes aparatos encima y hombres sentados con auriculares tomando notas. Tim se acercó a uno de ellos y le pidió que dejase libre el lugar. El hombre se incorporó, hizo el saludo militar, salió y el teniente, con una seña, le indicó al capitán que se sentase.

—Éste es un sistema que tenemos por el que podemos interceptar las comunicaciones telefónicas entre los jerries —explicó, extendiéndole los auriculares—. Se llaman Listening Sets. Como usted habla alemán, estoy seguro de que estas conversaciones le resultarán muy interesantes.

Afonso se sentó en la silla y se colocó los auriculares. Los oídos se le llenaron de sonidos extraños, metálicos, sólo se captaban interferencias, chasquidos y silbidos. El capitán aguardó un minuto, el ruido era permanente. Hizo una seña al teniente Cook, como quien dice que allí no se oía nada, pero Tim le pidió paciencia con un gesto. Afonso no tuvo otro remedio que permanecer con los auriculares puestos. Pasaron diez minutos, quince, veinte, los párpados empezaron a pesarle, tenía sueño, se iba dejando arrullar por el sonido de las interferencias. De repente, resonó una voz en sus oídos.

Hallo, Spandau.

Jawohl —respondió otra.

Bleiben Sie am Apparat.

Was ist das?

Bleiben Sie am Apparat. Geben Sie mir das Kennwort.

Jawohl.

Se oyó una señal eléctrica.

Hallo. Is die Verbindung in Ordnung?

Jawohl.

Also, jetzt gut aufpassen, auf keinen Fall von dem Apparat Weggehen.

Se hizo silencio, pero Afonso se mantuvo aferrado a los auriculares, tenso, a la expectativa, totalmente despierto, atento a cada palabra que se había pronunciado. El silencio se prolongó durante cinco minutos, hasta que la primera voz volvió a la línea.

Spandau. Passen Sie auf… 5 Uhr 36. Ruben Sie Oberhalb an und geben Sie es weiter. Passen Sie auf… 5 Uhr 36. Muss aber genau stimmen.

Afonso se quitó los auriculares, horrorizado, con los ojos empañados por el miedo.

—¡Dios mío! —murmuró—. Están sincronizando los relojes.