La mano derecha se curvó como una garra, las uñas cargadas con la suciedad negra del barro oscuro de la tierra, aquel barro viscoso y pegajoso que lo invadía todo y todo lo impregnaba, insidioso y tan omnipresente que todos se habían resignado a él. Vicente metió su mano por debajo de la camisa y se rascó el hombro izquierdo.
—¡Joder con las pulgas! —exclamó, volviendo el cuello hacia el lado donde sintió la comezón. Se levantó un poco la camisa, por el cuello, y observó la roncha roja producto de la picadura del parásito. Acto seguido, con la misma mano se rascó el cuero cabelludo, irritado por los piojos. Vicente recorrió el refugio con la mirada y suspiró de fastidio—. Sólo a nosotros nos meten en este gallinero —rezongó—. Quien ha visto a los boches viviendo como hidalgos, en sus palacetes subterráneos, y quien nos ha visto aquí, en este agujero hecho de barro y mierda, debe de pensar que somos tontos. —Se calló un instante, reflexionando—. ¿Y quieren saber algo? Realmente lo somos. Somos tontos, somos unos soberanos tontos por someternos a estas condiciones, y todos calladitos, mientras los cabrones de los oficiales se hacen con las mejores instalaciones, los buenos ranchos, las grandes cogorzas y las buenas mujeres, y se están cagando en nosotros. Se están cagando.
—Puedes estar seguro —coincidió Baltazar, tumbado en su catre, con los brazos abiertos y las manos cruzadas bajo la nuca, a manera de cojines, sosteniendo la cabeza—. Esto no es vida, no es vida. Estamos aquí arrastrándonos, manducamos unas raciones mal preparadas y, para colmo, tenemos que aguantar estos bombardeos del carajo que no hay forma de parar.
Fuera, la artillería de los dos lados estaba ese día muy activa, más de lo normal. Es verdad que la actividad había crecido en las dos últimas semanas, pero parecía ahora prolongarse más que de costumbre. Los cañones vomitaban granadas con un ritmo regular, y se sucedían explosiones en ambos lados de las trincheras, no muy intensas, pero permanentes, una detonación aquí, después otra allí, y aún otra más. No era una barrera de ataque, sino un martilleo de desgaste.
—Dices bien, no paran —se quejó Abel, con los nervios destrozados—. Esto para mí es lo peor. Hace dos días que no duermo. No sé qué bicho ha mordido a los alemanes, pero la verdad es que, desde que hace unas semanas les ha dado por incordiarnos a toda hora y de atacarnos con las botellas de litro, los vasos de medio litro, las calabazas y no sé qué más, yo no pego ojo.
—Para mí, lo peor son los «barriles de almud» —comentó Vicente, refiriéndose a los proyectiles de grueso calibre—. ¡Cuando estallan, hasta me tiemblan los huevos, carajo!
Todos esbozaron una sonrisa fatigada. Los cañonazos proseguían, incansables.
—Los bombardeos son tremendos, es verdad —insistió Baltazar—. Pero lo que puede conmigo es la comida. —Se sentó en el catre y miró a sus compañeros, en un esfuerzo por desviar la atención del violento bombardeo desencadenado en el exterior—. ¿Qué me diríais si os cuento que fui a comprar un quesito a la Cantina Depósito, un quesito que era una categoría, una categoría de queso flamenco, lo traje aquí, a las trincheras, y desapareció todo?
—¿Cómo que desapareció? —quiso saber Matias, hasta entonces entretenido en limpiar la Lewis.
—Desapareció. Lo colgué ahí, apagamos la luz, fui a echar una cabezadita y, cuando volví, ya no estaba.
—¿Eres tonto o te lo haces? ¿Así que dejas el queso ahí y después te sorprendes de que haya desaparecido?
—Sí, claro que me sorprendo. Nunca me imaginé que mis camaradas me birlasen la comida, caramba.
—¿Nosotros? ¿Birlarte el papeo? —Matias dejó el paño de la limpieza en una piedra y se llevó el índice a la sien—. ¡Hombre, ten juicio! ¿No ves que esto está lleno de ratones?
—¿Y qué tienen que ver los ratones con mi queso?
Matias se quedó atónito.
—¿Que qué tiene que ver? Oye, si son ratones…
—¡Qué ratones ni qué leches! ¿Te estás quedando conmigo o qué? —Baltazar se levantó bruscamente, con grandes gestos, irritado—. ¡Yo colgué el queso! Lo colgué, ¿entiendes? Aquí. —Señaló el lugar—. ¿Ves este gancho en el techo? —Tocó el gancho—. Até el queso y lo colgué aquí, en el gancho. ¿Cómo pretendes que los ratones hayan venido a buscar el queso, eh? ¿Cómo pretendes? Salvo que hayan sido ratones voladores…
—¡Oye, Baltazar, a ver si te aclaras un poco!
—¿Aclararme? ¿Yo?
—¡Sí, aclararte esa cabeza! ¿No sabes acaso que los ratones se cuelgan de los ganchos para llegar a la comida?
—¿Se cuelgan de los ganchos? ¿Los ratones? ¿De los ganchos? ¡Ve a que te zurzan!
—Te estoy diciendo que se cuelgan de todo, Baltazar. De todo. Hasta de los ganchos.
—¿Los has visto alguna vez?
—Casualmente, sí.
Baltazar lo miró con incredulidad.
—Me estás tomando el pelo.
—Te estoy diciendo que los he visto. Una vez, cuando vosotros estabais trabajando en el drenaje de las trincheras y yo volví solo de una guardia de centinela, dejé una baguette colgada en una bolsa a la altura del techo. Me fui a acostar y, cuando estaba a punto de dormirme, sentí a las ratas corriendo encima de mí. Pasado un rato, quise ir a mear. Encendí la vela y vi a todos los ratones colgados del pan, parecían un racimo, con las colas negras suspendidas en el aire. Al ver la luz, soltaron la baguette, cayeron al suelo y se escabulleron todas, pero lo cierto es que estaban colgadas allí. Fui a investigar, para seguirles la pista, y vi sus ojitos brillando en los huecos y entendí todo. Han montado un sistema de túneles en las paredes de las trincheras y se mantienen al acecho. Cuando la luz se apaga, salen y se lanzan como locas sobre la comida. Como locas. Sienten el olor y saltan de todos lados. Por tanto, con toda seguridad fueron ellas las que también se cargaron tu queso.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Baltazar, sorprendido—. ¡Es de no creer! Es verdad que andan siempre por aquí husmeando, y por la noche, cuando la luz está apagada, aparecen más. Pero nunca imaginé que pudiesen pillar comida colgada en el aire, carajo. ¡Es impresionante!
—¡Los ratones son una mierda! —gruñó Vicente, rascándose aún las ronchas de las picaduras de las pulgas—. Tampoco sé ya dónde puedo esconder la comida. Y me quedo aquí pendiente cuando los siento andar por encima de mí durante la noche. Los más pequeños saltan, si estamos muy dormidos ni nos damos cuenta, como si tal cosa. Pero están los otros, esos gordos y bien alimentados, ¿sabéis? Ésos son realmente pesados, caramba, es difícil ignorarlos. Para colmo a veces escondo el pan debajo de la almohada, para que no se acerquen, pero los cabrones no me dejan en paz, se ponen a olerme el pelo.
—Sí, parecen nutrias —asintió Abel con expresión de saber de qué se está hablando—. ¿Os habéis fijado en que, después de los combates, los bichos están más gordos? ¿Os habéis fijado en eso, eh?
Todos se callaron y se quedaron momentáneamente cavilando en la perturbadora observación del Canijo, acompañados por el sonido de las explosiones. Matias se acordó del cadáver que había rescatado semanas antes de la Tierra de Nadie, medio comido por las ratas, y se estremeció. En aquel momento no comentó el asunto con nadie y prefería no hacerlo ahora.
—Pero ¿por qué no se emprende un exterminio de los ratones? —preguntó Vicente, también escalofriado con la idea de que los ratones se alimentasen de carne humana—. Se acabaría por fin con esta plaga…
—El comando no lo permite —respondió Baltazar—. Parece que los jefes piensan que los ratones son útiles.
—¿Utiles? ¿Los ratones? ¿Utiles para qué?
—Los tipos piensan que los ratones no dejan pudrir la carne de los muertos, son útiles para la higiene de la Avenida Afonso Costa —dijo el Viejo, proyectando la mano derecha vagamente en dirección a la Tierra de Nadie.
—¡Joder con esos tipos! —vociferó Vicente—. ¡Sólo en la mente de esos guarros de los oficiales puede brotar una idea tan repugnante! ¡Cabrones de mierda! ¡Cerdos endemoniados! ¿Y qué dirían ellos si les tirásemos unas ratas famélicas en su cabeza, eh? ¿No sería útil también para la higiene de las trincheras? Tal vez sería ideal: ¡nos libraríamos de una vez por todas de esa cáfila de parásitos y maricones y nos iríamos todos a casa! —Era en los momentos de irritación cuando Vicente se atropellaba más al hablar y más sílabas se tragaba—. ¡La madre que los parió!
La artillería se acalló en ese momento y los soldados respiraron de alivio. Matias apoyó la Lewis en un rincón, se sacudió las manos y se levantó, decidido.
—Compañeros —dijo entonces—. Vamos a ocuparnos de la salud de los ratones.
—¿Cómo es eso de ocuparnos de su salud? —se sorprendió Baltazar.
El cabo ignoró la pregunta.
—Abel y Vicente, id afuera a buscar cuatro palas.
Los dos soldados se levantaron, sin entender nada, se colgaron las máscaras antigás al cuello, no fuese justo a pasar algo, y salieron del refugio para cumplir la orden. Matias se acuclilló junto a las provisiones, sacó una lata de corned-beef y la abrió. Los soldados regresaron, mientras tanto, con las cuatro palas y se quedaron aguardando instrucciones. El cabo cogió dos palas, mantuvo una en la mano y le entregó la otra a Baltazar. Enseguida, desparramó un poco de corned-beef por el suelo húmedo del refugio y miró a sus hombres.
—Vamos a apagar la luz. Cuando los bichos aparezcan y vengan aquí a manducar la carne, en cuanto les dé la orden empezamos a darles con las palas. ¿Entendido?
Todos murmuraron que sí y fueron a apagar las velas. En cuanto el refugio se sumió en la oscuridad, se oyó el habitual sonido de las patitas que recorrían el suelo mojado y confluían en el lugar donde se encontraba la comida. Se oyó también a pequeños cuerpos que se rozaban unos contra otros, atareados y golosos, sin duda se amontonaban, ansiosos, hambrientos, disputando con ferocidad el mísero pedazo de carne.
—¡Ahora! —exclamó Matias.
Los cuatro hombres descargaron las palas sobre la masa invisible de ratones, acertaron en el sitio donde estaba la carne y oyeron chillidos de animales que se escapaban del suelo. Siempre a oscuras, volvieron a alzar las palas y volvieron a golpear, esta vez usando el perfil de la concha de la pala como si fuese una hoja filosa gigante, y golpearon aún una y otra vez, a veces las palas se juntaban unas con otras, pero golpeaban igual. Oyeron a los ratones dispersarse por el refugio, presos del pánico, y la violencia acabó tan deprisa como había comenzado. Sintiendo la calma restablecida, Baltazar volvió a encender las velas. La luz reveló pequeños cuerpos negros y castaños extendidos en el suelo, ensangrentados, mutilados, contaron siete, dos muertos, tres moribundos, dos heridos. Los que aún se movían quedaron pronto aniquilados por las palas vengadoras. Terminada la matanza de los sobrevivientes, los soldados llenaron las palas con cuerpos deshechos de ratones y ratas y los llevaron hasta las trincheras. Fuera llovía. Tiraron los cuerpos en fosos de barro que se encontraban más allá del parapeto y repararon en que en esos charcos había otros ratones, vivos, nadando, con las naricitas asomadas a la superficie, todas centradas en los cadáveres recién llegados.
—¡Que se coman los unos a los otros! —dijo Baltazar con una mueca de asco—. Buen provecho.
Sonaron en ese instante las sirenas Strombos. El soldado se puso la máscara en el rostro y aceleró el paso en dirección al refugio. Estaban lanzando gas.
Afonso y Pinto fueron al Laventie East Post, la mañana del 18 de marzo, para coordinar el apoyo a las primeras líneas. El regreso de la primavera había sido turbulento, y las posiciones portuguesas tuvieron que enfrentarse a sucesivos vendavales de bombardeos alemanes. El enemigo emprendió nuevos raids el 12 y ese día 18, lo que reflejó un aumento de actividad que provocó una merma entre los depauperados efectivos portugueses. Cuando terminó el último raid y los alemanes se retiraron, los dos oficiales siguieron por la Harlech Road en dirección a Red House, en la Rue du Bacquerot. A mitad de camino, cerca de Harlech Castle, se cruzaron con el teniente Cook, que venía en sentido contrario.
—What ho, Afonso, my lad! —saludó el ingles, haciendo una venia, y miró al Zanahoria—. ¿Cómo está, Pinto?
—Hola, Tim —saludó Afonso—. ¿Tú por aquí?
—Sí, estoy preparando un report para mi boss.
—Esto va mal, ¿no?
—Right ho —asintió el teniente Cook sombríamente—. Not good, not bloody good.
—Venga, vamos a tomar un tecito.
El inglés aceptó la invitación y se unió a los dos portugueses. Caminaron por la Harlech Road, cogieron la Rue du Bacquerot junto a Red House, giraron a la izquierda hasta Picantin Road y se instalaron en Picantin Post.
—Joaquim, té para tres —dijo Afonso a su ordenanza al entrar en el puesto.
El soldado fue a calentar la tetera mientras los tres oficiales recién llegados se instalaban dentro del refugio del capitán, sentados en cajas de municiones. Cook sacó del bolsillo una pipa y un saquito lleno de lo que parecía una hierba oscura.
—Tabaco de Aleppo —explicó, notando la mirada inquisitiva de los portugueses.
El teniente inglés puso el tabaco en la pipa y le acercó la lumbre de una cerilla. Afonso carraspeó.
—¿Qué crees que están preparando?
—¿Quiénes? ¿Los jerries? —Sí.
El teniente inglés aspiró fuerte, con la cerilla encendida sobre el tabaco, y consiguió echar una bocanada de humo. El aroma agradable de la pipa perfumó el refugio.
—Hard to say —dijo finalmente. Aspiró un poco más y echó una nueva nube de humo—. No hay dudas de que los jerries atacarán en breve. No doubts whatsoever. El propio Alto Comando ya lo comenta abiertamente. La cuestión es saber dónde.
—¿Crees que será aquí?
—Hardly. —Se levantó y se acercó al mapa que se encontraba en la pared—. Tenemos informaciones fidedignas que apuntan a algún sitio en el sector de Arras, más hacia el sur. —Indicó con la pipa el punto que destacaba Arras en el mapa—. Aquí.
—Entonces, ¿por qué están bombardeándonos de esta forma todos los días y emprendiendo estos raids?
—El Alto Comando piensa que son maniobras de distracción. Los jerries quieren mantenernos en la oscuridad, que intentemos descubrir qué punto va a ser atacado. Por ello han reactivado este frente.
—Pero ¿sabes qué es lo que ya hemos notado? —preguntó Afonso, moviéndose incómodo en la caja sobre la que estaba sentado—. Los boches han comenzado a regular el tiro sobre nosotros.
Cook hizo un gesto de intriga.
—What do you mean?
—El fuego de artillería no está cayendo aleatoriamente. Por el contrario, han empezado a disparar con mucha precisión sobre determinados objetivos. Por ejemplo, están regulando el tiro sobre caminos, cruces y puestos de comando. —Frunció el ceño—. Da la impresión de que están ensayando. ¿De qué les sirve bombardear caminos, a no ser para marcarlos de tal modo que, si emprenden un gran ataque, puedan impedir la circulación de refuerzos?
—Eso es curioso —reflexionó Cook, que se sentó en su caja—. Confieso que me estoy inclinando a la posibilidad de que estén intentando crear una maniobra de distracción, pero lo que usted dice me crea más dudas. —Aspiró la pipa y soltó una bocanada más de humo aromático—. Da la impresión, ¿sabe?, de que todos estos raids están sirviendo para que estos tipos pongan a prueba las defensas de este sector. Admito que lancen una operación por aquí, pero seguro que va a ser una acción limitada, sólo para incordiarnos, ¿me entiende?
Afonso y Pinto se miraron. El capitán se levantó, fue a buscar una carpeta que guardaba debajo del catre y volvió a sentarse en la caja. Abrió la carpeta y mostró un fajo de folios mecanografiados, copias de documentos hechas con papel de calco.
—¿Ves esto? —preguntó, levantando los folios y agitándolos delante del inglés—. Son nuestros informes diarios. Los han elaborado los oficiales de la Brigada del Miño y se refieren a la actividad aquí, en Fauquissart, el sector bajo nuestro control. —Afonso se puso a hojear los documentos, leyendo aquí y allá, pasando los folios, leyendo un poco más, pasando más folios, y así sucesivamente. En un momento dado, se detuvo en un folio, volvió al anterior, de nuevo el siguiente, otra vez el anterior—. Aquí está —exclamó finalmente, y señaló el centro de la página—. Mira esto.
—What?
Afonso leyó el documento.
—Éste es el informe del día 7 de marzo, hace menos de dos semanas. Esa noche salieron varias patrullas hacia la Tierra de Nadie, y dice aquí lo siguiente. —Hizo una pausa para leer el texto—: «Ha habido bastante ruido de vehículos en la retaguardia de las líneas enemigas». —Alzó la cabeza y miró al inglés—. ¿Has oído? Es la primera vez que un informe menciona la existencia de ruido de vehículos en la retaguardia alemana. —Pasó al folio siguiente—. Ahora el informe del 8 de marzo. —Comenzó a leer el fragmento que le interesaba—: «Se oyó circular vagonetas en la retaguardia de la primera línea enemiga». —Sin levantar la cabeza, pasó al folio siguiente—. Éste es el informe del 9 de marzo. —Una breve pausa y leyó—: «Durante toda la noche se oyó circular vagonetas en la retaguardia de la primera línea enemiga». —Nuevo folio—. Informe del 12 de marzo. —Vaciló, sorprendido—. Mira, me falta el del 10 y el del 11. —Buscó en el fajo, fue hacia atrás y hacia delante, pero no los encontró y se encogió de hombros, resignado—. No importa, vamos a ver el del 12. —Breve pausa—: «Todas las patrullas informan de que durante la noche hubo gran movimiento de vehículos en la retaguardia de las líneas enemigas y circulación de vagonetas». —Folio siguiente—. Informe del 13 de…
—All right, all right, I got it —interrumpió Cook—. Ya he entendido que hay gran movimiento de vehículos en las líneas alemanas.
Afonso alzó la cabeza y lo miró a los ojos.
—Exactamente. Están movilizando tropas en nuestro frente.
—Puede significar muchas cosas.
—Puede ser.
—Puede ser que estén movilizando fuerzas hacia otros puestos del frente.
—Puede ser. Pero también puede ser que estén movilizando fuerzas de otros puntos hacia aquí. Además, todo esto coincide con el aumento de los bombardeos y de los raids enemigos sobre nuestras líneas. Más claro, imposible.
Joaquim entró en el refugio con el agua caliente de la tetera y jarros de lata. Los dos oficiales portugueses se sirvieron, pero el inglés prefirió concentrarse en la pipa. Cook aspiró fuerte, sus labios se cerraron sobre la boquilla, pero no salió nada de humo.
—Damn! —protestó, examinando el tabaco que había en la pipa—. Se ha apagado.
Dejó la pipa a un lado, con fastidio, y se sirvió té.
—El problema es que esta actividad de los boches está reflejándose negativamente en la moral de las tropas —dijo Afonso.
—Lo he notado —repuso Cook—. He visto a centinelas cabeceando en las trincheras, con las municiones desparramadas por el suelo, al azar, y he visto también parapetos sin reparar. Eso no es bueno, claro que no.
Afonso suspiró.
—Llevamos aquí demasiado tiempo, demasiado. Mira, Tim, cuando nuestra brigada entró en las líneas, en septiembre, los boches tenían frente a nosotros la 219.ª División. En noviembre, esa división fue sustituida por la 50.ª. En enero salió la 50.ª y entró la 44.ª. Y este mes la 44.ª se fue a descansar y ahora tenemos enfrente a la 81.ª División alemana. O sea que, en seis meses, han colocado allí cuatro divisiones diferentes, cambiando a los hombres y dejándolos descansar. Pues en esos seis meses nosotros no hemos descansado nunca y hemos tenido que enfrentarnos siempre a tropas frescas. —Bebió un sorbo de té—. Vuestras fuerzas, incluso, siempre se han renovado. A nuestra izquierda, desde septiembre, han estado sucesivamente la 38.ª División británica, la 12.ª División y ahora la 57.ª División. Y a la derecha se han sucedido, en el mismo periodo, la 25.ª División, la 42.ª División y ahora la 55.ª División. Y nosotros siempre igual, parece que hemos echado raíces. ¿Cómo quieres que la moral de nuestras tropas se mantenga elevada? ¿Eh?
Cook asintió con la cabeza.
—Ustedes tienen que ser sustituidos, no me cabe la menor duda. Ni a mí ni al Alto Comando. Además, ésa es la recomendación que le he hecho a mi boss. —Bebió de un trago el resto del té y se incorporó—. Look, Afonso, tengo que irme ya para hacer mi report. Si tengo alguna novedad, te la comunico, ¿vale? —Hizo una venia—. Cheerio, old chap.
Comenzó siendo solamente un rumor, alguien que dijo que alguien oyó decir, y la palabra fue circulando de boca en boca, revoloteando por las trincheras, saltando de refugio en refugio.
En el puesto de señaleros, sin embargo, el rumor se transformó en certidumbre.
—Sí, mi capitán, los boches han lanzado una gran ofensiva —confirmó el oficial de guardia en el servicio de comunicación, un teniente.
—¿Dónde? —quiso saber Afonso.
—Entre Arras y Saint Quentin, mi capitán.
Afonso se dirigió al mapa.
—Hum, eso está enfrente de Amiens —comprobó, midiendo la distancia con respecto a Armentières y con respecto a París—. ¿Y cómo están las cosas?
—Creo que mal, mi capitán. Tenemos pocas informaciones, pero dicen que es el mayor bombardeo que haya habido y que una marea de boches avanza sobre los gringos.
—¿Hasta dónde han avanzado los enemigos? —quiso saber Afonso, siempre con los ojos fijos en el mapa.
—Eso no lo sé, mi capitán.
Afonso sintió que sus hombros se liberaban de un gran peso. Era el día 21 de marzo y aquélla era seguramente la gran ofensiva de la primavera. Los alemanes daban el todo por el todo para quebrar las líneas aliadas y, más importante que todo lo demás, no habían elegido el sector del río Lys para hacerlo. El capitán casi sonrió de contento: el peor escenario, aquel que más había temido y que más lo había consumido, no se había confirmado. Tim tenía razón cuando decía tener informaciones seguras de que los alemanes avanzarían antes hacia el sector de Arras.
Tras reforzar la convicción de que ya no había motivos para temer una gran operación alemana contra el CEP, la actividad del enemigo sobre las posiciones portuguesas disminuyó drásticamente de intensidad durante los días que siguieron al gran ataque del día 21. Las patrullas siguieron registrando un enorme movimiento de vehículos en la retaguardia de las líneas enemigas, pero a partir del día 25 se restauró la tranquilidad.
Afonso suspiró con alivio.