Afonso abandonó las líneas en un estado de total agotamiento y, como todos los hombres que participaron en el raid, obtuvo un permiso especial de dos días. Después de presentarle un informe al mayor Montalvăo, el comandante de la Infantería 8, solicitó un caballo y se fue hasta Béthune, al anexo que se había convertido en su hogar. Dejó la montura amarrada a un roble, junto a un abrevadero, y caminó ansiosamente hacia el local alquilado por Agnès. Se detuvo frente a la puerta de madera tosca, buscó la llave en el bolsillo, la puso en la cerradura y entró.
—¿Agnès?
Nadie respondió. Miró a su alrededor y comprobó que todo se encontraba ordenado, el anexo relativamente templado. Su amante se había ido probablemente a trabajar, pero había dejado el anexo impecable antes de salir. Afonso cerró la puerta, se quitó la chaqueta, fue hasta el lavabo, se miró al espejo, se vio cansado, para colmo sin afeitarse y con unas ojeras que le ensombrecían los ojos. Cogió la jarra, se echó agua fría en las manos, se lavó la cara, se quitó la ropa inmunda, las botas enlodadas y los calcetines sucios, sumergió los pies en la tina, el agua estaba tan fría que hasta le dolieron los oídos, se pasó agua por el cuerpo, esforzándose por quitarse el barro seco que le cubría la piel, se frotó con jabón, volvió a pasarse agua, después sumergió la cabeza en el agua fangosa, salió más barro, se pasó también una toalla húmeda por el cuerpo, temblando de frío se secó deprisa, se puso calcetines limpios, un pijama lavado, se tumbó en la cama y se envolvió con las mantas.
Una superficie húmeda, cálida y suave pegada a sus mejillas y un agradable y familiar aroma perfumado lo hicieron abrir los ojos. Vio unos labios enormes frente a él y tardó dos segundos en volver en sí. Era Agnès quien lo besaba.
—Ça va, mon mignon?
La voz era suave, casi una caricia, y Afonso se sintió bien.
—Hola, mon petit choux —dijo con voz de sueño.
Se dio cuenta entonces de que estaban en la penumbra, todo se encontraba oscuro, había caído la noche, se había pasado todo el día durmiendo. La francesa le pasó la mano cariñosamente por la cara.
—¿Y? ¿Cómo ha ido la guerra hoy?
Afonso vaciló. Quiso contarle todo, hablarle del raid, de los mil peligros, del miedo, de los muertos y de la historia del alemán moribundo, incluso abrió la boca, pero se interrumpió a tiempo, pensó que era inconveniente relatarle la operación, se asustaría y viviría sobresaltada, más de lo que ya vivía, era preferible que siguiese creyendo que su capitán estaba ahora únicamente encargado de tareas burocráticas en las trincheras.
—Todo normal —repuso, fingiéndose despreocupado—. Muchos papeles, muchos papeles.
—¿No has hecho des bêtises?
—Non.
—¿No has andado detrás de demoiselles?
—¿En las trincheras?
Ella se rió.
—Oh la la! ¡Son las peores! —exclamó, haciéndole un guiño con sus adorables ojos verdes.
—¡Ah, sí, lo que más hay allá son justamente demoiselles! —comentó Afonso con una sonrisa amarga—. Tontita.
Dijo «tontita» en portugués y ella abrió mucho los ojos.
—Quoi?
—Tontita.
—C’est quoi, ça?
—¿Tontita? Pues… qué sé yo, es algo así como…, pues…, parvalhone.
—Parvalhone?
Afonso se rió. Cuando no sabía cuál era la palabra francesa exacta, afrancesaba una palabra portuguesa, pero no siempre le salía bien.
—No interesa —dijo desistiendo de encontrar la palabra exacta—. ¿Cómo va el pequeñito?
Agnès miró su vientre. La prominencia del embarazo era aún minúscula.
—Oh, se ha portado bien, es un amor.
—Tenemos que elegirle un nombre. ¿Ya lo has pensado?
—Oui —dijo ella, poniéndose seria—. ¿Por qué no Alphonse, como su papá?
—¿Afonso? No, vamos a pensar en otro…
—También tenemos la posibilidad del nombre de mi padre. ¿Cómo se dice Paul en portugués?
—Paulo.
—Hum, parece italiano. —Adoptó una actitud meditativa, apreciando la sonoridad del nombre—. Paolo. Me gusta.
—Paulo —corrigió Afonso—. Me parece bien. —Le dio un beso—. Pero, oye, ¿y si es una niña?
—Si es una niña, tenemos dos posibilidades. O Michelle, como mi madre, o, si no, el nombre de tu madre. ¿Cómo se llama ella?
—Mariana.
—Mariana, pues. Uno de esos dos.
—¿Por qué no Inês?
—¿Inês? ¿Qué nombre es ése?
—Es Agnès en portugués.
Agnès hizo una mueca con la boca, pensativa.
—Es una idea. Vamos a madurarla, al fin y al cabo, tenemos tiempo. El doctor Almeida me ha dicho que el parto no será hasta octubre.
Afonso hizo esa noche el amor sin tranquilidad, las imágenes del raid, del alemán despanzurrado, de la carrera alocada, de los proyectiles que silbaban, todo en su mente todo el tiempo. Miraba a Agnès y veía la guerra, los muertos, las explosiones, los disparos, los «Very Lights», los gritos, la crueldad, el miedo. Tuvo dificultad en concentrarse. Después de saciar sus cuerpos, se aferró a ella como si fuese a perderla al cabo de unos instantes. Emocionado, le cogió la mano y la miró a los ojos.
—¿Quieres casarte conmigo?
Agnès se estremeció y lo abrazó con fuerza.
—Oui, oui —susurró—. Pensé que nunca me lo preguntarías.
Él la besó en los labios y sintió sus mejillas húmedas.
—Nos casamos, tenemos el hijo y vienes conmigo a Portugal. Vas a ver aquel sol…
Ella se sonó.
—Oui.
—Voy a pedir un permiso para casarnos. ¿Qué te parece a finales de abril?
—Me parece difícil.
—¿Por qué?
—Alphonse, no te olvides de que aún estoy casada. Ya he presentado los papeles para el divorcio, pero creo que no sea una mujer libre hasta el verano.
Afonso suspiró, resignado.
—Entonces será en el verano. El problema es que la Iglesia no acepta divorcios…
—No seas bête. ¿No ves que yo no me he casado por la Iglesia?
—¿Cómo? ¿Que no te has casado por la Iglesia?
—Con Serge me casé por la Iglesia, pero él murió. Con Jacques, que es ateo, me casé en el Registro de Armentières. Por tanto, para la Iglesia ni siquiera estoy casada, soy viuda.
—Pero eso resuelve todo —exclamó Afonso con entusiasmo—. Siendo así, nos casamos por la Iglesia, comm’il faut. Hablamos con el capellán del Ejército y celebramos la ceremonia en la parroquia de Aire o de Merville.
—No, ahí no, es demasiado vulgar. Siempre he soñado con una boda grandiosa. ¿Por qué no en la catedral de Amiens?
—En la catedral de…
—La catedral de Amiens es la mayor de Francia, es magnífica.
—Muy bien, será en la catedral de Amiens —asintió—. La pena es que mi familia no pueda asistir.
Se quedaron un rato abrazados, en silencio. De repente, Afonso cogió la vela que estaba en la mesilla de noche, se levantó, fue a sentarse a la mesa, desnudo, se cubrió con una manta y acercó la pluma, el tintero y papel de carta.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, apoyada sobre el codo, en la cama, sorprendida al verlo escribiendo a aquella hora.
—Voy a escribir una carta —se limitó a decir.
Agnès se quedó observándolo: su hombre, inclinado sobre la hoja de papel, dejaba asomar la lengua entre los labios mientras trazaba las letras, releyendo bajito lo que había escrito en aquel idioma desconocido, y de vez en cuando mojaba la punta de la pluma en el tintero y volvía a escribir. Finalmente dobló la hoja, la metió en el sobre, pasó la lengua húmeda por la cola, cerró el sobre y se lo entregó. La francesa analizó el sobre, sorprendida.
—¿Me has escrito a mí? —preguntó sin comprender.
—No, le he escrito a mi madre.
—Pero ¿qué quieres que yo haga con esta carta? ¿Quieres que la lleve al correo?
—No, no, ésa sería una mala señal —le dijo—. Sólo debes mandar esa carta si me ocurre algo, ¿has entendido?
La francesa lo miró con alarma y ansiedad.
—¿Si te ocurre algo?
—No te preocupes, es una mera medida de precaución. Estamos en guerra, yo ando por las trincheras, en principio no ocurre nada porque me ocupo de los papeles, no de combatir, pero nunca se sabe, ¿no? De modo que, si me ocurre algo, lo que no creo que llegue a pasar, pero, si pasa, tienes ahí el contacto de mi madre con todas mis explicaciones.
—¿Qué explicaciones?
—Las cosas normales en tales circunstancias. Quién eres tú, que te amo, que quiero casarme contigo, que tienes a mi hijo en tu vientre, que debe darte todo el apoyo que necesites, que todos mis bienes, pocos, quedan para ti… Todo.
Agnès volvió a mirar la carta, perpleja.
—¿Y a qué se debe que te hayas acordado ahora de eso, a esta hora?
Él la abrazó.
—Qué sé yo, me acordé, listo. —Le dio un beso—. Pero no te preocupes, ma mignonne, ya te he dicho que no moriré ni aunque me maten, vas a ver. Ni aunque me maten. Tu Afonso es firme como un roble, para dar cobijo y durar mucho tiempo.
Después de que Agnès se durmió, el capitán se mantuvo unas cuantas horas despierto, reviendo los acontecimientos de la madrugada, segundo a segundo, imagen por imagen, emoción tras emoción. Se sentía exhausto, pero, cuando se fue a acostar, tardó en dormirse, era la conciencia la que lo oprimía, la imagen del alemán con las visceras fuera, la voz una súplica de moribundo retumbando en su memoria.
Tuvo varias pesadillas durante la noche, llegó a despertarse sudando y Agnès le susurró, intentando calmarlo: «Tout va bien, mon petit, tout va bien», pero la última vez que despertó la luz del sol entraba ya por la ventana. Palpó la cama, buscando a la francesa a su lado, pero su mano sólo encontró la sábana, se dio cuenta de que ella ya no estaba, se había ido a trabajar. Se quedó una media hora más en la cama, un poco para un lado, un poco para el otro, disfrutando del calorcito, del sueño, de una modorra deliciosa, hasta que sintió hambre, bostezó y se levantó. Era mediodía. Se puso un uniforme lavado, un abrigo encima y salió a la calle.
Fuera lloviznaba, pero la gorra protegía la cabeza del oficial. Dio de comer y de beber al caballo, que seguía atado al árbol, y continuó a pie por el pueblo. El tronar de la artillería se revelaba ese día particularmente intenso, y Afonso agradeció a los cielos el no encontrarse de guardia en las trincheras. Vagó por las calles de Béthune y fue a un estaminet muy frecuentado por los oficiales del CEP, cuya dueña, madame Cazin, era una normanda rechoncha y bien humorada, buena compañera de los portugueses. Afonso se sentó en una mesa junto a la ventana y la señora Cazin le llevó una marmita Dieppoise, un suculento plato de su Dieppe natal, servido en un cazo donde se mezclaban pescado, mariscos y nata, con una tarte normande de postre, todo regado con poiré, una bebida tradicional normanda hecha con peras. Estaba ya saboreando la manzana de la tarta cuando vio un rostro familiar que entraba en el estaminet.
—Psst, Mascarenhas —llamó—. ¡Eh, Mascarenhas! ¡Mascarenhas!
Su amigo tramontano de la Escuela del Ejército, el hincha incondicional del Sporting que era segundo comandante de la Infantería 13, se acercó a saludarlo.
—¡Benditos los ojos, Afonso! ¿Tú por aquí?
—Aquí estamos. Siéntate, hombre.
El mayor Mascarenhas se acomodó en la silla de enfrente, la claridad de la luz del día entraba por la ventana y le iluminaba el lado derecho del rostro.
—¿Qué andas haciendo por aquí? —preguntó el recién llegado—. ¿Has desertado o qué? Que yo sepa, el 8 está en las líneas y aquello está hoy casi ardiendo.
—Pues mira, yo estoy con licencia, gracias a Dios.
—¿Ah, sí? ¿A quién has tenido que sobornar, granuja?
—No me digas nada, hombre. Participé en la madrugada de ayer en un raid a Mitzi.
—¿Qué? ¿El raid del 21? ¿Tú has estado allí?
—Sí, pues.
—Pero ¿qué estabas haciendo en el raid del 21? ¿Has cambiado de batallón o qué?
—Es muy complicado, Mascarenhas, muy complicado. Cosas de política dentro del CEP. Era una operación de la 1.ª División, pero el personal de la 2.ª también quiso poner su parte y quien sirvió de carne de cañón ha sido este menda.
—Vaya, caramba. —Mascarenhas se rió—. No me digas. Cuenta cómo fue aquello.
—Más o menos.
—¿Más o menos? Se habla de un gran éxito, de todos los objetivos alcanzados y de una sarta de cruces de guerra y promociones en camino…
Afonso se encogió de hombros, cansado.
—Sí, desde este punto de vista no ha estado mal. Entre todos los pelotones que participaron en el raid, matamos a un montón de boches, hicimos un prisionero, destruimos un decauville y unos cuantos refugios, no estuvo mal.
—¿Vosotros sufristeis muchas bajas?
—En mi pelotón, ninguna. Pero, en los demás pelotones, hubo más de diez hombres heridos, entre ellos un alférez y un teniente. Creo que encontraron un refugio que era un verdadero avispero de boches, pero los mataron a todos. O, mejor dicho, a casi todos, incluso apresaron a uno, que yo sepa.
—He oído decir que nuestros dos oficiales que acabaron heridos no se encuentran bien —comentó Mascarenhas en voz baja; por un momento, se hizo un silencio embarazoso, pero el tramontano retomó la conversación deprisa con un tono más animado—. ¿Y tú? ¿Has visto a muchos boches?
—Ni por asomo. Los tipos se escabulleron, llegamos a pillar a unos cuantos en fuga y a otros escondidos en los refugios, pero nada especial.
—Espero que el raid haya puesto a los tipos a raya. Se están envalentonando cada vez más, con los ataques que nos lanzaron los días 2 y 7. ¿Te has fijado en que han intensificado las operaciones?
—Sí, está llegando la primavera, el barro comienza a secarse y la cosa se va a calentar.
—Pero no son sólo los raids —insistió el mayor—. He estado leyendo los informes y he observado que los tipos han intensificado también las patrullas, este mes ya intentaron entrar varias veces furtivamente en nuestra primera línea. Eso raramente ocurría antes.
—¿Ah, sí? No lo sabía…
—¿Y has notado que la artillería boche ha estado más activa de lo normal?
—En eso ya había reparado. Me pregunto qué es lo que están pretendiendo hacer. Además, el propio Mardel está preocupado, por eso hemos hecho el raid de ayer.
—Pues hoy las cosas se han puesto de nuevo calientes, el comando ha recibido la información de que los tíos atacarían en todo momento y lanzó la orden de que nuestra artillería bombardease Piètre, Lugny le Petit y algunos sectores de la retaguardia a la altura de Illies. De modo que, en este momento, hay una actividad desenfrenada.
Se quedaron los dos oyendo el rumor distante de la artillería, los cañones portugueses y alemanes a fuego y contrafuego. Madame Cazin se acercó mientras tanto a la mesa con el menú. Mascarenhas lo consultó y pidió unas andouilles con manzana. La dueña del estaminet se alejó y el mayor le guiñó el ojo a Afonso.
—No sé qué cuernos es eso de las andouilles, pero por el nombre parece un ave. ¿Serán tal vez golondrinas?
Afonso sonrió.
—Picadillo envuelto en tripa —dijo.
—¿Tripa?
—Rellena de picadillo. Y manzanas. Los normandos le ponen manzanas a todo.
—¿Normandos?
—Sí, hombre, normandos. ¿No sabías que la dueña de este estaminet es normanda?
—¿Qué? ¿Ella? ¿Una vikinga?
—No, hombre, Normandía es una región de Francia que está aquí cerca, junto a la costa. Vino de allí, nada más que eso.
—Ah —exclamó, hizo una pausa y se quedó pensando en el plato que había encargado—. No me disgustan las tripas ni el picadillo. En Vila Real comemos eso y mucho más.
Se quedaron los dos callados, mirando por la ventana que estaba junto a la mesa. Afonso bebió el último trago de poiré.
—¿Sabes lo que más sorprendió cuando fuimos ayer a recorrer la Mitzi?
—¿Qué?
—Las trincheras de los boches.
—¿Qué tienen?
—Son de un lujo tremendo. Todo muy bien cuidado, el suelo seco, sofás, literas, iluminación eléctrica, gramófonos, relojes de péndulo, alfombras, qué sé yo. Hasta he visto un refugio decorado con papel pintado, fíjate.
—Estás bromeando.
—En serio. Aquello es increíble, parece que están en casa, está todo muy limpio, muy bien organizado. Además, son de una seguridad a toda prueba. Los refugios de la línea B están cavados en profundidad, defendidos por paredes de hormigón y conectados unos a otros por una red de túneles subterráneos. Resulta difícil de creer.
—Pero ¿es realmente así?
—Tal como te lo digo. Tim ya me había hablado de eso alguna vez, pero yo no lo creí, pensé que eran patrañas. Pero ahora que lo he visto…
—¿Cómo consiguen tenerlo todo tan arreglado?
—Han invertido mucho en las instalaciones de defensa. Por lo que parece, mientras que nosotros consideramos las trincheras como un lugar de paso, un refugio efímero mientras no los obligamos a retroceder, ellos las consideran como un puesto de permanencia a largo plazo, un sitio del que nunca saldrán. Nuestros mandos piensan que tenemos que dejar de lado las comodidades para afirmar nuestra voluntad de expulsarlos, dicen ellos que es para que mantengamos el espíritu ofensivo. Los mandos de los alemanes, en cambio, piensan que su ejército tiene que sentirse cómodo para afirmar su voluntad de no retroceder. De modo que, mientras que nosotros estamos en una pocilga, ellos se regalan con suntuosas mansiones excavadas en la tierra.
Mascarenhas abrió las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto resignado.
—C’est la vie!