XII

Agnès se sentía cansada. Sin embargo, hizo un esfuerzo por mantener una expresión sonriente al pasar por la enfermería. Se había quedado toda la noche de guardia y su turno se acercaba al final, pero había que mantener una apariencia fresca ante los pacientes, era importante para que no decayese la moral de éstos durante su convalecencia. Además, le gustaba el trabajo que hacía, desde el comienzo de la guerra nunca se había sentido tan útil, tan necesaria, tan empeñada en la vida, asumía el cansancio con avidez de trabajo, con el alma íntegramente dedicada a la tarea que tenía en sus manos, el sueño de infancia se concretaba, al fin era Florence Nightingale, un ángel de consolación gravitando en un antro de dolor y sufrimiento.

El cambio que se había producido en su vida se debía a su capitán. Gracias a unos hilos movidos por Afonso, había entrado hacía una semana al servicio en el hospital Mixto de Medicina y Cirugía, en la retaguardia, escapando al tedio del cuartel general de Saint Venant y a los incómodos lances del teniente Trindade, el Mocoso. El capitán intentó primero colocarla en uno de los dos hospitales de sangre, el hospital n.º 1, en Merville, o el hospital n.º 2, en Saint Venant, ambos constituidos por ocho tiendas y con capacidad para doscientos pacientes, pero Agnès había insistido en ir al que estuviese lo más lejos posible del Mocoso, y el hospital Mixto le pareció adecuado. Se adaptó fácilmente al trabajo, y los pacientes a ella, no era común ver a una mujer de aquella belleza circulando entre la soldadesca, una palabra aquí, una caricia allá, una sonrisa cautivadora acullá, y su simple paso por la enfermería era un tónico maravilloso para los enfermos. Aunque había estudiado para convertirse en médica, se veía en el papel de enfermera y lo desempeñaba con gusto y dedicación. No hablaba portugués, pero los soldados se desenvolvían bien con el torpe patois de las trincheras y eso parecía suficiente. «Moi pas bonne, mademoiselle bonne, boches méchants», eran frases que formaban parte ahora de sus diálogos cotidianos.

Agnès cruzó apresuradamente la enfermería esa mañana porque la había informado el bedel de que un oficial se había presentado a la puerta del hospital pidiendo hablar con ella. Supuso que se trataba de Afonso, que su portugués estaba de regreso de las trincheras, pero existía también la pavorosa posibilidad de que fuese una mala noticia, un amigo de su amante con la terrible novedad, temía todos los días que lo que le había ocurrido a Serge se repitiera con Afonso, un mensajero desconocido con un telegrama negro que le destruyese la vida. La sola idea la llenó de ansiedad, de inquietud. Casi corrió hasta la puerta, con el corazón acelerado, presa del sobresalto.

Al llegar a la entrada, se detuvo bajo la dovela y suspiró de alivio, lo vio sentado en un escalón, con la gorra en las manos, los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás como para recibir mejor el aire fresco de la mañana, dejándose mecer por el dulce aleteo de los colibríes y por el canoro gorjeo de las alondras que revoloteaban entre los tilos del jardín. Murmuró con los ojos cerrados una breve plegaria de agradecimiento y corrió finalmente hacia él, lo abrazó y lo besó, dividida entre el alivio de verlo sano y salvo y el deber de mantener una postura respetable en el perímetro hospitalario.

Tu m’as manqué —le susurró al oído.

Mon petit choux. —Eso fue todo lo que él pudo decir en el calor del abrazo.

T’es bien?

Él dijo que sí con un gesto de la cabeza. Sintió la delicada fragancia de Chypre y sonrió, era el perfume que le había regalado en París. La francesa le acarició el pelo y, desprendiéndose despacio, lo cogió de la mano y lo atrajo hacia ella.

Viens, ven a ver mi enfermería.

Afonso se dejó llevar, deslizándose por la puerta de entrada guiado por Agnès. El suave aroma de Chypre desapareció de inmediato y, a cambio, el capitán notó el olor a éter y a desinfectante flotando en el aire. El hospital le resultaba feo y frío, hecho de largos corredores de chapa de zinc acanalada, todo metálico y negro, pintado con brea. El suelo, de madera encerada o barnizada, crujió al pisarlo; la luz entraba a raudales por ventanas abiertas en pestaña en la chapa de zinc. Los muebles eran de hierro y cristal, en un estilo art nouveau rudimentario, por aquí un florero con begonias o risas perfumadas, por allá una revista clavada a la pared con una beldad estampada en la tapa. Se veía mucho movimiento por los pasillos, una barahúnda de enfermeros, un puñado de médicos y mucho personal auxiliar, unos y otros de aquí para allá, afanosos y atareados, observados por pacientes silenciosos, algunos tosían angustiosamente, cinco o seis balanceaban en las sillas los muñones de las piernas y los brazos.

—Hoy es día de evacuación —explicó ella—. Vamos a mandar pacientes al hospital de Hendaya, por eso está todo un poco caótico.

—Tal vez sea mejor que venga a visitar el hospital otro día…

—No, quédate. Hasta dentro de dos horas no aparecerán los camiones para llevarse a los pacientes a la estación.

—¿Estación?

—Sí, claro. Hendaya queda junto a la frontera española.

—Pero eso está lejos.

Oui. No se entiende bien por qué razón el ejército portugués ha instalado en Hendaya su principal hospital. Pero, voilà, es así.

Llegaron a una puerta y ella le soltó la mano.

—Ésta es mi enfermería —anunció con intensidad—. Todos los pacientes que están aquí son tuberculosos. —Levantó el índice—. Ahora presta atención. En esta enfermería, yo no soy tu Agnès, soy la enfermera que no sólo ayuda a los enfermos, sino que también alimenta sus sueños, sus fantasías, sobre todo su voluntad de ponerse buenos. Por tanto, nada de intimidades delante de los enfermos, ¿has oído?

—Bien…

—¿Has oído?

—Pues… sí.

Hecha la advertencia, y aparentemente satisfecha con la respuesta, algo titubeante, empujó la puerta y entró en la enfermería con Afonso tras ella. Era una sala grande y bien iluminada, con camas dispuestas en fila, una al lado de la otra, de uno a otro extremo, con un pasillo en el eje central de la enfermería. Agnès siguió por ese pasillo, con el capitán a su lado, casi apoyado en ella. El aire se llenaba de toses, toses persistentes en unos casos, toses secas en otros, algunos con pequeñas palanganas en la mesilla de noche para expectorar allí, unos pocos gimiendo débilmente. La enfermera francesa, con actitud muy profesional, indicó a un paciente que dormía a la izquierda.

—Éste está muy débil, tiene fiebre constantemente, no sé si se salvará. —Señaló al del lado derecho, que tosía casi sin parar—. Aquél está un poco mejor, pero también se lo ve desfalleciente. —El siguiente de la izquierda, con una pierna escayolada—. Éste es un caso curioso. Fue a la sala de traumatología, una esquirla casi le quitó la pierna. Cuando estaba casi recuperado, pilló una tuberculosis. Resiste.

Mademoiselle —llamó uno, desde el lado derecho—. Moi pas bonne. Masagge, sirva el puré.

S’il vous plaît —corrigió Agnès.

—Sirva el puré —insistió el paciente.

Après, Luís, après —repuso la enfermera, que, volviéndose a Afonso, se rió—. Éste es un pillo, dice que se va a casar conmigo cuando acabe la guerra.

—¿Ah, sí?

—No te pongas celoso, mon petit mignon —sonrió Agnès—. Ya está casi curado y va a tener el alta en breve, así que no volverá a ponerme los ojos encima.

Al capitán no le gustó, pero se quedó callado. Sabía que era inevitable que su francesa, guapa como era, atrajese piropos en un mundo de hombres hambrientos de hembras. Le costó más aún ver que eso ocurría delante de él, pero se contuvo, no tenía más remedio, sería absurdo ir a abofetear al paciente atrevido.

—Lo que no faltan por aquí son pillos —añadió ella, después de una breve pausa. Sacó del bolsillo un papel bien doblado y se lo mostró a Afonso—. Mira esto. Es una carta que me entregó un paciente hace días para mandarle a su hermano —sonrió—. El muchacho insistió en escribir en francés para que en su pueblo viesen que habla bien, quiere impresionar. —Agnès le extendió la carta al capitán—. Léela, c’est rigolo.

Afonso desdobló el papel. La carta estaba escrita con letras irregulares, las líneas torcidas, pero el contenido era extraño.

France, 2-2-1918

Ma chere frére:

Te participe que muá parle tré bien le francé.

Ha bocú de madamuaseles joli.

Mangé tujur cornbif e une cigarrete al jur.

Gringos tré simpatiques, muá acheté a un anglé un par de botes até le genú avec cordons e muá doné a lui une garrafe de picles.

Muá emé alor un madamuasele e apré la guerra fini partir Portugal avec muá fiancé. Les mules du Parque bone santé.

Bocú de sovenires de ta frere,

JOSÉ PAPAGAIO

Con expresión divertida, Afonso devolvió la carta, que Agnès guardó enseguida en el bolsillo.

—Hasta parece inventada —comentó el capitán.

La enfermera siguió caminando por el pasillo central de la enfermería y, ya en el final, se detuvo y fue a observar a un paciente acostado en la cama de la izquierda. Le puso la mano en la frente y le acarició el pelo. La sonrisa que brillaba en sus labios se deshizo. El soldado respiraba con dificultad, jadeante y cansado, con los ojos mortecinos entre ojeras profundas y oscuras, la piel seca como un pergamino, los pómulos salientes en el rostro delgado y macilento, parecía una momia. Afonso observó la bacinilla colocada en la mesilla de noche y comprobó que el recipiente estaba sucio, con expectoraciones y restos de sangre. La enfermera miró resignadamente al capitán.

—No se salva, le petit pauvre —murmuró—. No creo que pase de hoy.

Después de darle de beber al paciente moribundo, Agnès salió de la enfermería con el oficial siempre atrás.

—¿Mueren muchos? —quiso saber Afonso.

—Algunos, no demasiados —dijo Agnès—. Un tercio de los muertos por enfermedad es víctima de la tuberculosis, éste es el mal que más mata. Un poco más atrás vienen la meningitis y la neumonía. Pero tenemos muchos casos de astenia y anemia que vuelven a los soldados incapaces de regresar a las líneas.

—¿Ésas son las enfermedades más comunes?

—Sí —dijo la francesa, que hizo una pausa; luego vaciló y añadió en voz baja, apresuradamente—: Están también las enfermedades venéreas, pero esos pacientes van a otro hospital.

—Según vuestros cálculos, ¿los soldados mueren más por enfermedad o por los combates?

—Por los combates. Por lo que he podido ver, de cada cuatro muertos, tres provienen de heridas en combate y sólo uno de alguna enfermedad.

—¿Y los heridos?

—También tenemos heridos, claro. Están en otra enfermería o, si no, se los manda a los hospitales ingleses, como el 39th Stationary Hospital o el General Hospital 7, y después van al depósito de convalecientes.

Un enfermero pasó junto a ellos, empujando una cama con ruedas con un hombre sin el brazo izquierdo, el muñón escayolado a la altura del hombro, con manchas de sangre seca en la tela blanca.

—¿Cuál es el tipo de heridos más común? —preguntó Afonso, sin apartar los ojos del muchacho mutilado.

Agnès hizo una pausa para pensar.

—Los gases representan más o menos el cuarenta por ciento de los heridos, aparecen muchos, muchos. Hay pocos muertos por el gas, pero los soldados acaban con lesiones incurables en los pulmones y hasta en otros órganos. Todo porque no se ponen las máscaras, o se las ponen mal, o se las quitan demasiado pronto. —Hizo una nueva pausa—. Hay también un diez por ciento de heridos en accidentes. Pero no hay duda de que la mitad de los heridos que vienen a parar aquí han sido alcanzados por proyectiles en combate. La mayoría trae heridas horribles, por las esquirlas, he visto a alguno que se quedó sin mentón, apareció vivo sin la mitad de la cara…

Afonso comenzó a sentirse indispuesto, todo aquello no era una mera abstracción, sino un futuro posible para él, una realidad que podría alcanzarlo en breve, irreversible, final. Angustiado, decidió de repente marcharse del hospital, no quería ver ni saber nada más, sintió que el pánico crecía en su alma, una claustrofobia que lo sofocaba, estar en aquel sitio de sufrimiento era un mal augurio, qué pésima idea el haber entrado, tenía que marcharse, salir, huir. Balbució una disculpa atropellada y se despidió deprisa con un beso huidizo, casi corrió hasta la puerta, y fuera realmente corrió, corrió con miedo, con ansiedad, corrió como si su vida dependiese de correr. Sólo se detuvo, jadeante, cuando llegó al Hudson que le habían prestado en el cuartel general de la 2.ª División, en La Gorgue, y allí se quedó esperando, sentado al volante, con gotas de sudor frío que le brotaban en la frente, los ojos fijos en los portones del hospital Mixto de Medicina y Cirugía, aguardando el final del turno de la mujer a quien amaba.

Afonso consiguió en La Gorgue una dispensa para poder elaborar el plan del raid sin preocuparse por los deberes del día a día. No le reveló nada a Agnès sobre las órdenes que había recibido, justificando su repentina libertad de movimientos aludiendo a una licencia especial que le habían otorgado para ocuparse de unos papeles, en el marco de las funciones burocráticas que desempeñaba. No veía razones para aumentarle la ansiedad y destruir la felicidad que ella sentía de tenerlo más tiempo consigo.

El capitán pasó varios días estudiando mapas y analizando fotografías aéreas, identificando todas las líneas de comunicación en el sector enemigo, incluidos bifurcaciones y cruces, además de la posición conocida de minas, puestos de francotiradores, escondrijos de ametralladoras, posiciones de morteros y artillería. Éste fue, por otra parte, un ejercicio especialmente difícil, dado que, desde el aire, la lectura del terreno se reveló complicada, sólo se veían hoyos, manchas y líneas dentadas. La confusión era tal que decidió pedirle ayuda a Tim Cook.

—Usted sabe que —explicó el teniente inglés—, cuando se los ve desde arriba, los objetos tienen un aspecto diferente del que presentan cuando los vemos desde el suelo.

—Pero ¿cómo puedo entender eso? —se desesperó Afonso, exhibiendo una ininteligible fotografía aérea de la Tierra de Nadie y de las posiciones alemanas frente a Fauquissart.

Tim cogió la fotografía y la examinó atentamente.

—Nosotros tenemos especialistas que se pasan la vida visitando las líneas que les hemos conquistado a los jerries y comparando la perspectiva del suelo con la perspectiva aérea —murmuró el inglés, sin dejar de observar la fotografía—. Aprenden así a entender cuál es el aspecto que una cosa presenta cuando se la ve desde arriba. —Señaló una línea dentada—. ¿Ve esto? Son trincheras.

Afonso suspiró de impaciencia.

—Gracias, Tim —dijo con ironía—. Hasta ahí había llegado. El problema es todo lo demás.

El teniente señaló un cráter.

—Ahí hay una posición de ametralladora… y ésa es de artillería —afirmó.

—¿Cómo lo sabes? —se sorprendió Afonso, que escrutaba intensamente la fotografía—. Sólo veo ahí un cráter, no vislumbro ninguna ametralladora ni ningún cañón.

—No te olvides de que me dediqué mucho tiempo a la fotografía aérea cuando volaba en el Royal Flying Corps. —Señaló un punto en la imagen—. ¿Ves esa línea más clara que sale del cráter?

—Sí.

—Es la prueba de que no se trata de un cráter cualquiera. Esa línea es un camino y significa que el cráter está en uso. Y no me estoy refiriendo a que se use para plantar patatas, no. Me estoy refiriendo a ametralladoras y artillería.

—Hum —dijo Afonso como toda respuesta.

—Y esto otro, ¿lo ves? —preguntó Tim, señalando otras manchas—. Son refugios y letrinas. Y allí hay alambre de espinos.

Con las fotografías debidamente interpretadas y la respectiva información trasladada al mapa, Afonso fue a visitar las líneas para observar el área donde pretendía lanzar la operación. Tomó nota del sitio donde se encontraban los desagües, los puntos de difícil paso, las hileras de árboles, las posiciones de alambre de espinos y la localización de cráteres para refugio en caso de necesidad. Provisto de un telémetro, midió distancias a través de un ingenioso sistema de triangulación ocular, con los ojos fijos en la lente, y fue registrando las coordenadas. Inspeccionó puestos de artillería y abrigos de ametralladora, estudiando sus posiciones de tiro, y consultó los informes sobre las anteriores operaciones lanzadas contra las posiciones enemigas, esforzándose por extraer lecciones de los éxitos y los fracasos.

La vida con Agnès adoptó entre tanto aspectos de verdadera convivencia de matrimonio. La francesa ya no se hospedaba en el hotel de Merville. Había alquilado un anexo de un caserón en los alrededores de Béthune, la importante población justo al sur del sector del CEP. Se encontraba instalado allí el cuartel general del I Cuerpo del I Ejército Británico, que guarnecía las líneas a la derecha de las fuerzas portuguesas, al sur de Ferme du Bois. Aprovechando su licencia especial, Afonso comenzó a pernoctar en Béthune, haciendo casi vida conyugal con la francesa. Llevaba al anexo delicias portuguesas que compraba en la Cantina Depósito y que trasladaban a Flandes los sabores de su tierra. Obsequió a Agnès con el Ermida tinto maduro, el Bucellas blanco y el Amarante verde, todos a menos de dos francos, además de un oporto de 1870 que compró por ocho francos. También le dio a probar la ginja[10], que adquirió a cinco francos, y hasta las galletas Maria, cuya lata de un kilo le costó la astronómica suma de dieciocho francos. Bebieron agua Vidago-Sabrozo y el capitán le llevó bacalao, que compró a cuatro francos con cincuenta el kilo, y le enseñó a guisarlo según una receta que le había garrapateado Matos, el cocinero del batallón.

A veces iban los dos a visitar las tiendas de la YMCA para una sesión de cinematógrafo. En ese final de invierno vieron Le mystère d’une nuit d’été, un sensacional melodrama romántico con Yvette Andreyor bañada en lágrimas del principio al fin, y el exótico Cleopatra, con la sensual Theda Bara en el papel principal. Pero la pièce de résistance era, inevitablemente, el gran Charlie Chaplin, que aparecía después del newsreel, el bloque de noticias de la Pathé, y desencadenaba un terremoto de carcajadas en la tienda repleta de soldados.

Durante este periodo, el capitán se encontró varias veces con Mardel y con Montalvăo para hacer un balance de la situación. El teniente coronel lo fue manteniendo al tanto de la evolución de los acontecimientos, y la verdad es que cada vez había más cosas que contar. Los diferentes batallones reflejaban un aumento de la actividad de las patrullas y de la artillería enemiga, aumento que comenzó a notarse, sobre todo, a partir de finales de febrero.

—Los boches saben que estamos siguiéndoles el rastro —confió Mardel con preocupación, mostrando una gran cantidad de informes de operaciones e informaciones—. Capitán, necesito iniciar nuestro plan cuanto antes.

—Dentro de unos días se lo presento —prometió Afonso—. ¿Cree que este aumento de la actividad enemiga traerá cola?

—Sí. Están preparando algo. No sé qué, pero preparan algo, seguro que preparan algo.

Afonso volvió a las líneas para ultimar el plan. Sabía que, antes de presentarlo, él mismo tendría que efectuar una patrulla por la Tierra de Nadie para reconocer el terreno. Ésa era una actividad reservada por lo general a los soldados, todas las noches las fuerzas portuguesas efectuaban más de diez patrullas y era relativamente raro ver a oficiales en ellas. Pero, impulsado por los enfrentamientos verbales con el Zanahoria y preocupado por elaborar con cuidado un plan para el raid, el capitán decidió encabezar una patrulla para dentro de tres noches. Fue a hablar con el sargento Rosa y le ordenó que preparase a un grupo de hombres para la acción.

—Quiero a aquel mocetón capaz de cargar la «Luisa» —indicó.

—¿Quién, mi capitán?

—Aquel mocetón, el grandote…

—¿El cabo Matias, el Grande, mi capitán?

—Ése. ¿Qué opina de él?

—Matias es un buen hombre, un buen soldado. Es fuerte como un toro y disimula el miedo, con él los boches no se envalentonan. La gente lo quiere, se siente segura estando él cerca, los hombres incluso combaten mejor cuando están al lado de Matias.

—Pues que venga ése. Ése y unos cuantos más.

—¿Cuántos soldados exactamente, mi capitán?

—Qué sé yo, hombre, unos cinco o seis, no más. Esto no es un raid, es una patrulla de reconocimiento de terreno, tiene que ser algo discreto. Mire, voy yo, va usted, va el cabo corpulento y unos tres más. —Sumó con los dedos—. Seis.

—Voy a llamar a los hombres de Matias, mi capitán.

—¿Ellos son buenos?

—Sí, mi capitán. Usted llegó a dirigirlos cuando se produjo aquel ataque de los boches el año pasado en Neuve Chapelle.

—Ah, ya recuerdo —exclamó Afonso, que hizo un gesto como si recordara—. Eran buenos, sí. ¿Cómo se llaman?

—Son sólo tres, mi capitán. El pelotón se ha reducido mucho, tenemos que meter más hombres. Pero Lisboa no manda a nadie…

—Adelante, hombre —se impacientó el capitán—. Dígame cómo se llaman.

—Está Vicente, el Manitas, que es un poco respondón, protesta mucho, es de aquellos hombres que se cabrean por nada y se pasa la vida soltando mensajes pesimistas, llega a ser irritante. Pero en los momentos duros es firme a tope, puede estar seguro. Baltazar, el Viejo, es una especie de padrecito del grupo, se preocupa por que estén cómodos y les da estabilidad. El problema es que es un tragaldabas, sólo piensa en comida, y con esta dieta de corned-beef eso a veces es nocivo para la moral. Y Abel, el Canijo, es del género calladito, muy ensimismado. No tiene mucha iniciativa, aunque hace todo lo que le dicen. Puede estar cagado de miedo, pero no se las pira cuando las cosas se ponen feas.

—Bien, que vengan ésos.

Afonso pasó dos días sumergido en una nerviosa actividad, preparando con detalle la patrulla en la Tierra de Nadie. La mañana del 2 de marzo, un mensajero fue a llamarlo y el capitán se presentó en el cuartel general de la 2.ª División, en La Gorgue, donde mandaron que se sentase en una silla junto a la entrada. Se quedó cuatro horas esperando, sin que nadie le diese ninguna explicación. Hacia la una de la tarde, Eugénio Mardel irrumpió apresuradamente en el edificio, Afonso se incorporó de inmediato y se cuadró. El teniente coronel soltó un gruñido malhumorado y le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiese. Recorrió el pasillo en silencio, entró en el despacho y se dejó caer pesadamente en su silla. Suspiró y se quedó aguardando a que Afonso se sentase.

—¿Se ha enterado ya del desastre de esta mañana? —le preguntó por fin, con expresión cansada.

—No, mi teniente coronel —se sorprendió Afonso—. ¿Qué ocurrió?

—Los boches hicieron un raid en Neuve Chapelle y las cosas acabaron mal. —Sacudió la cabeza con desánimo—. Se nos echaron encima con todo: artillería, gases, morteros, ametralladoras. Después asaltaron nuestras posiciones en Chapigny en oleadas sucesivas, ocuparon la primera línea, llegaron a las líneas de soporte y anduvieron paseándose por allí durante dos horas, hasta que nuestra artillería los obligó a retirarse.

—¿Sufrimos muchas bajas?

—Muchas. —Su cabeza se movió asintiendo—. Muchas. Hemos perdido más de cien hombres.

—¡Mierda!

—Los tipos atacaron la Infantería 4, de Faro, y la Infantería 17, de Beja. Se habla incluso de ciento cincuenta bajas, entre muertos, heridos y prisioneros. —Hizo una pausa—. ¡Es realmente un desastre!

Afonso miró el mapa de las trincheras, colgado en la pared del puesto.

—Conozco bien Chapigny. Ya he estado en Dreadnought Post y en el Grants Posts, incluso atrás.

—He pasado la mañana en una reunión del comando para analizar la situación y discutir las opciones que tenemos —dijo Mardel, como si no hubiese escuchado a Afonso—. Tengo buenas y malas noticias para usted. ¿Cuáles quiere oír primero?

El capitán hizo una mueca nerviosa con la boca.

—Tal vez sea mejor empezar por las malas.

—Muy bien —asintió Mardel—. El general Simas ha estado discutiendo su raid con el general Tamagnini y han decidido no avanzar.

Afonso suspiró profundamente. Parecía un suspiro disgustado, hecho de desilusión y frustración, pero era en realidad un suspiro de alivio, el capitán no tenía ningunas ganas de avanzar a pecho descubierto por la Tierra de Nadie, bajo una lluvia de balas y explosiones, ni alimentaba ambiciones de grandes actos de bravura. Lo que quería era vivir, sobrevivir si fuera necesario, pero sobre todo saborear todos los momentos, deleitarse con cada instante, sólo buscaba los placeres sencillos que la vida le concedía, las pequeñeces, comer bacalao, beberse unas cervecitas, dormir en una cama de paja, amar a Agnès. El proyecto de raid no lo entusiasmaba, era una mera obligación de militar, un riesgo estúpido e innecesario, el capricho de un carbonero de la retaguardia que fantaseaba con hazañas gloriosas arriesgando la vida ajena. Pero no lo podía confesar. Por ello, simuló estar contrariado.

—Qué pena —lamentó con simulada satisfacción—. ¿Sabe decirme por qué razón han tomado esa decisión?

—Claro —exclamó Mardel—. Fue expedida hace días una orden del I Ejército británico poniendo en práctica un acuerdo de enero entre los Gobiernos de Portugal y de Gran Bretaña. El acuerdo prevé la disolución del CEP como cuerpo autónomo y su integración en un cuerpo del Ejército británico, que ha de ser tratado como si fuese una formación inglesa. El CEP quedará con una división en las primeras líneas y otra saldrá de descanso. Como la 1.ª División está hace más tiempo en las trincheras, será ella la que quede liberada. A la luz de los acontecimientos de hoy, el comando ha decidido emprender un raid y, dado que la 1.ª División ha de salir, el comando ha entendido que debería salir a lo grande. Frente a la elección entre un raid de la Infantería 8 y otro de la Infantería 21, el comando ha optado por la propuesta del 21, puesto que esa unidad pertenece a la 1.ª División.

—Qué suerte han tenido esos hombres —comentó Afonso, ya relajado—. ¿De dónde es el 21?

—Es gente de Covilhă.

—Pero ¡qué suertudos! Eso se llama haber nacido con estrella.

Mardel sonrió por primera vez.

—Pero, capitán, también tengo buenas noticias para usted.

—¿Ah, sí? —exclamó. Si las malas noticias habían sido tan buenas, Afonso se quedó con la curiosidad de saber si las buenas podían ser aún mejores—. Lo escucho.

—El general Simas ha intercedido con vehemencia por usted y ha obtenido una concesión del general Tamagnini y del general Gomes da Costa.

—¿Una concesión?

—Exacto. El general Gomes da Costa ha aceptado que un pelotón del 8 sea incluido en el raid del 21.

—¿Cómo es eso?

—Hombre, ¿tendré acaso que explicarle todo? ¡Usted también va a participar en el raid, caramba! —le extendió la mano—. ¡Felicitaciones!

Agnès llegó esa noche algo diferente. Afonso estaba sentado en la cama fumando un Tagus y consumiéndose con el pensamiento de que realmente participaría en el raid, cuando sintió que se abría la puerta y vio entrar a la francesa. Ella llevaba un elegante jersey de punto y una chaqueta de lana azul sin cuello, abotonada por delante. Agnès sonrió débilmente, sin convicción ni espontaneidad. Sus labios esbozaron una sonrisa, pero sus ojos verdes se veían cargados de preocupación. Colocó dos sacos a la entrada, cerró la puerta y fue a darle un beso.

Salut, mon mignon —lo saludó.

Afonso le devolvió distraídamente el beso y se quedó sentado en la cama viéndola dirigirse a la encimera de la cocina a preparar la cena. En circunstancias normales, él habría notado de inmediato que había algo extraño en aquel comportamiento, que ella estaba fuera de sí. Pero aquéllas no eran circunstancias normales. El capitán pasó el último mes angustiado con la perspectiva del raid que estaba preparando e indeciso en cuanto a lo que podría contarle. ¿Debería decirle que iba a participar en un ataque a las líneas alemanas? El mes transcurrió rápidamente, y ahora, ante la inminencia del raid, la angustia se hizo profunda y lo dejó ciego al mundo que lo rodeaba. El teniente coronel Mardel le reveló que se había fijado la operación para el 9 de marzo, exactamente dentro de una semana, y que tendría que integrarse para la acción con los hombres del 21. El anuncio significaba que el capitán tendría que tomar una decisión sobre qué le diría a Agnès. Pasó las últimas horas analizando la cuestión y se sentía inclinado a no contarle nada. ¿De qué serviría mortificarla con la noticia? ¿Qué ganaría con ello, a no ser una semana de ansiedad compartida? Por otro lado, consideró que tal vez aquélla fuese su última semana que pasarían juntos, tal vez no volvería a verla, y se preguntó si tendría derecho a ocultarle esa información.

Sumido en sus pensamientos, Afonso tardó en darse cuenta de que Agnès se había apoyado en la encimera presa de un llanto silencioso. Sus ojos la veían, pero el cerebro no registraba nada. Hasta que, sin esperarlo, una imagen de las lágrimas de la francesa se filtró en la complicada cadena de raciocinios que consumía su mente. El capitán se estremeció, la vio inclinada en la encimera llorando bajo, con una mano sobre la boca y los ojos cerrados, de los que brotaban delicadas gotas que se deslizaban despacio hasta el mentón. Se levantó de golpe, sorprendido y alarmado, y fue a abrazarla.

—¿Qué ocurre, mon petit choux?

Ella sollozó y fijó sus ojos en el suelo.

C’est rien, c’est rien.

Afonso sospechó que alguien la había informado del raid. Le sorprendió comprobar que una información tan secreta estuviese circulando ya entre los civiles, parecía imposible, pero después se acordó de que Agnès trabajaba en el hospital, y en un hospital se sabe todo.

—Calma —le susurró al oído—. Calma.

Ella se estrechó contra el cuerpo de Afonso, que sintió cómo temblaba. La cogió en brazos y la llevó a la cama, la acostó con delicadeza y le limpió las lágrimas. Agnès estaba roja, con el semblante húmedo, los ojos verdes brillando con intensidad, más hermosa que nunca. Esbozó una sonrisa dulce, casi aliviada.

Merci, mon mignon.

El capitán sintió que se derretía con el calor suave de aquellas palabras. La besó en las mejillas y en los labios húmedos, pasó sus dedos por los cabellos largos y rizados, deslizó su índice por la nariz respingona y mojada.

—Dime qué te preocupa.

Agnès se incorporó lentamente en la cama, se sentó y fijó en Afonso sus ojos cristalinos y enamorados, pero en ellos se veía también preocupación, se vislumbraba cierto recelo. Lo cogió de la mano.

—Alphonse, ¿tú me amas?

Bien sûr, mi cielo.

—Pero ¿me amas realmente, Alphonse? ¿Me amas de verdad?

Afonso frunció el ceño, sorprendido por la intensidad de los sentimientos que descubría en ella.

—Claro, mi vida. ¿Qué ocurre?

—¿Me amas como un soldado que mañana me olvidará o como un hombre que nunca me dejará?

—¡Qué pregunta, mi amor! Claro que nunca te dejaré, salvo que me haya vuelto loco. Te amo con todas mis fuerzas.

Vraiment?

—Sí, te amo por encima de todo, por encima de mi propio ser. Tú eres el aire que respiro, el alma que me colma, la luz que me guía, la vida que me hace vivir.

—¿Y qué va a ser de nosotros cuando acabe la guerra?

—Cuando acabe la guerra, ma petite, me quedaré aquí contigo. Me quedaré aquí o te llevaré conmigo. Nunca nos separaremos.

La francesa soltó un «hum, hum» con la garganta, afinando la voz.

—Alphonse —dijo.

Vaciló y dejó la frase suspendida en el aire. Se hizo un silencio.

—¿Sí?

—Alphonse —retomó Agnès—. Hoy he ido a ver al doctor Almeida.

—¿Quién?

—He ido a ver al doctor Almeida, un médico del hospital.

—Ah.

Je suis enceinte.

—¿Cómo?

—Estoy embarazada.