XI

Eran más de las doce y la mañana, como de costumbre, había sido tranquila. Las actividades de ambos lados de las trincheras fueron intensas desde la puesta del sol de la víspera, con legiones de hombres que reparaban pasaderas, arreglaban el alambre de espinos y drenaban los pasos inundados bajo la protección del manto oscuro de la noche, mientras que otros patrullaban la Tierra de Nadie o buscaban objetivos por la mirilla de las Lee-Enfield, si eran portugueses, o de las Mausers, en el caso de los alemanes. Cuando por fin asomaron los rayos del sol, alzándose el astro lenta y majestuosamente por detrás de las líneas enemigas, ya se había cumplido el primer «A sus puestos» de ese día 8 de febrero y muchos hombres fueron a acostarse. Afonso y Pinto se despertaron a eso de las once, se lavaron la cara en una palangana llena de agua lodosa e inmunda, mearon en un rincón húmedo de la trinchera, junto a su puesto de Picantin, y se sentaron en la caja de municiones para tomar el desayuno que les había llevado Joaquim. Comieron rápidamente la tortilla francesa y las tostadas con mantequilla, regadas con la tapioca con azúcar y una taza de café cargado. Cuando estaban a punto de terminar, llegó el teniente Timothy Cook.

What ho, Afonso, old bean —saludó.

El capitán se incorporó, se frotó las palmas de las manos en los muslos para quitarse las migas de las tostadas y la grasa de la mantequilla y le dio la mano al oficial inglés de enlace.

Old bean? —preguntó conteniendo un eructo—. ¿Por qué me estás llamando viejo frijol, tunante?

Tim se rió.

—No me hagas caso, en realidad, se trata de un apelativo cariñoso.

El inglés saludó a Pinto con un gesto.

Breakfast? —preguntó Afonso, señalando lo que quedaba del desayuno.

—No, gracias, ya he comido —respondió Tim—. Bacon con scrambled eggs and baked beans —explicó satisfecho—. Capital breakfast. Capital.

—Si es así, pues, vamos a hacer la ronda.

El capitán y los tenientes, con el ordenanza detrás, bajaron por la Picantin Road hasta la Rue Tilleloy, giraron a la derecha para tomar por Picantin Avenue, avanzaron chapoteando en el barro hasta llegar a la línea B, entraron allí junto al puesto avanzado Flank Post y siguieron hacia el sur en dirección a Rifleman’s Avenue, donde rodearon su sector en Fauquissart. Se detuvieron y alzaron los ojos. Del lado enemigo venía lo que parecía ser, a lo lejos, una mosca molesta, zumbaba como un moscardón, era un avión alemán, con las cruces negras visibles en el fuselaje a pesar de la distancia.

—Un Tauber —dijo Pinto.

—Qué manía tienen ustedes de llamar Tauber a todos los aeroplanos jerries —acotó Tim—. Ése es un Fokker.

—¿Cómo lo sabe?

I know, lad. I know.

—Tim sabe distinguirlos —explicó Afonso—. Estuvo en el Royal Flying Corps y conoce todos los aeroplanos. Si Tim dice que ése es un Fokker, amigo Zanahoria, es porque se trata, efectivamente, de un Fokker.

El monoplano volaba alto, como si quisiese pasar inadvertido. De repente, y de forma inesperada, alteró su comportamiento. El avión avanzó en picado hacia las líneas portuguesas, sobre Fauquissart, dando la impresión de que iba a abrir fuego.

—Va a lanzar una calabaza —exclamó Pinto.

Sin embargo, no lanzaron ninguna bomba. Ya cerca del suelo, se enderezó y sobrevoló las posiciones del CEP en el sentido norte-sur a baja altura. Las Vickers y las Lewis comenzaron a matraquear, intentando alcanzar al aparato, pero el Fokker ganó altura en cuanto cruzó Ferme du Bois, más al fondo. Subió, hizo una pirueta y volvió a descender sobre las posiciones portuguesas, esta vez en el sentido inverso, de sur a norte, aunque no disparase un solo tiro: se encontraba evidentemente en misión de observación. Un segundo aparato irrumpió en ese momento sobre las líneas, ahora proveniente del lado aliado.

—Uno de los nuestros —comentó Pinto con satisfacción.

—¿Qué aeroplano es? —quiso saber Afonso, mirando al teniente británico.

—Un Sopwith Camel —identificó Tim, con los ojos fijos en el cielo.

—¿Un camello?

Right ho —sonrió el inglés—. ¿Ve el formato de la carlinga del aeroplano? Para algunos se parece a una joroba, aunque yo no llego a verla. De cualquier modo, por eso lo llaman camel.

Los tres oficiales y el ordenanza se quedaron pegados al suelo, expectantes acerca de lo que podría pasar. Los combates aéreos eran altamente apreciados en las trincheras y los consideraban el espectáculo más emocionante de la guerra. En vez de la muerte impersonal e industrial en medio del barro, con masas de soldados cayendo acribillados o destrozados por granadas y bombas que lanzaban enemigos invisibles y distantes, los enfrentamientos en el aire estaban rodeados de un aura romántica, los pilotos eran los modernos caballeros del cielo, duchos en galanteos caballerescos y elegantes actos de nobleza, sus embates aéreos se transformaban en emocionantes duelos entre las nubes, uno contra el otro, arrojo contra arrojo, pericia contra pericia, un vencedor y un vencido.

Las trincheras se agitaron por anticipado, se veían índices apuntados hacia arriba, soldados y oficiales se llamaron unos a otros, más hombres abandonaron los refugios y se reunieron con los que continuaban inmóviles esperando el duelo. Pero un «¡oooh!» decepcionado recorrió las líneas cuando el avión alemán dio media vuelta y huyó hacia sus posiciones, eludiendo el combate. El Sopwith Camel lo siguió persiguiendo durante unos minutos, pero volvió atrás y se quedó patrullando los cielos sobre Ferme du Bois, Neuve Chapelle y Fauquissart.

—Los jerries les tienen miedo a los Sopwith Camel —comentó Tim con una sonrisa orgullosa.

—¿Por qué?

—El Sopwith Camel es un aeroplano muy bueno —dijo—. Pero atención: no es para cualquiera. Es difícil de pilotar, suele… ¿cómo se dice?… Spin out of control

—¿Quedar fuera de control?

Yes, se queda out of control en los… tight turns?

—Curvas cerradas.

Right ho —confirmó el inglés—. Muchos aviadores poco experimentados han muerto en estos aeroplanos. Pero los buenos pilotos opinan que el Sopwith Camel es el mejor aeroplano que existe. Es muy ágil y sube a gran velocidad. Por eso los pilotan los grandes ases del Royal Flying Corps. Los jerries lo saben. De ahí que les dé miedo y huyan.

Cuando ya nadie esperaba más novedades, apareció en el sector de Bois du Biez, en las líneas alemanas, un segundo avión. Los hombres del CEP, muchos de los cuales ya se habían desmovilizado, retomaron su actitud de observadores del gran espectáculo, seguros ahora de que el combate era inevitable.

Oh, blast it! Éste es un Albatros D-type —exclamó Tim, refiriéndose al nuevo aparato alemán.

—¿Y?

—Es el mejor aeroplano jerry. Vuela a ciento setenta kilómetros por hora, tiene una excelente velocidad de ascenso y está equipado con dos ametralladoras sincronizadas.

—¿Qué es eso?

—¿Ametralladoras sincronizadas? Well, el sincronismo es un mecanismo que permite a los pilotos disparar las ametralladoras mediante el… ¿propeller?

—Hélice.

Right ho. Dispara mediante el… hélice, sin afectar a las aspas del hélice.

—De la hélice.

Sorry. De la hélice. La hélice está conectada al gatillo de la ametralladora de una forma que le impide disparar siempre que un aspa queda frente al cañón de la ametralladora, con lo que evita que los tiros destruyan el aspa. En el caso de este aeroplano, no tiene sólo una, sino dos ametralladoras sincronizadas con los movimientos de la hélice.

—¿El aeroplano inglés no tiene esas ametralladoras?

—Claro que las tiene.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

None whatsoever —dijo Tim—. Ésos son los mejores aeroplanos de los dos lados. Va a ser a jolly good fight.

El Albatros alemán viró en dirección al Sopwith Camel. La confrontación parecía inminente, pero el avión británico dio repentinamente media vuelta y, en clara actitud de fuga, comenzó a ganar altitud. Los oficiales y los soldados volvieron a suspirar de disgusto: en definitiva, se los privaría de aquel gran espectáculo.

—El gringo está escaqueándose —protestó Pinto.

—No entiendo —se sorprendió Afonso.

—El tipo se ha amilanado, ¿qué quieres?

El teniente inglés se quedó callado y su rostro se ruborizó de vergüenza al ver al Sopwith Camel en fuga. El aparato británico se escondió en una nube, pero el alemán no desistió y, siempre tras él, fue en su busca más arriba. Cuando el Albatros pasó por la nube, el Sopwith Camel salió disparado en su dirección, como si fuese a estrellarse contra el enemigo, se enderezó en el último instante, por encima del alemán, y lanzó una bomba. El Albatros estalló en pleno vuelo, acabó envuelto por las llamas y comenzó a caer. Un nuevo «¡oooh!», ahora emocionado, se elevó desde las trincheras. El avión atacado descendía velozmente en dirección al suelo, soltando una estela de humo negro, pero, cuando todos esperaban el impacto, el piloto alemán logró controlar el aparato y, a pesar de estar envuelto en lenguas de fuego, se curvó hacia el este e intentó llevarlo de nuevo hacia las líneas alemanas. Los hombres en las trincheras contuvieron la respiración, absortos en el esfuerzo titánico del piloto enemigo. Ya cerca del suelo, aún sobre las líneas aliadas, los soldados vieron que caía una figura del aparato humeante, como una bala disparada hacia abajo, cuyo trayecto se interrumpió abruptamente cuando se estrelló en el suelo. Enseguida el avión, ya sin piloto, inclinó la nariz, descendió con rapidez y embistió violentamente contra la tierra, dando vueltas y vueltas, era ahora una bola de fuego que se descoyuntaba, una masa ardiente que se despedazaba, un bloque de lava desparramándose por el suelo, incandescente. El silencio se abatió momentáneamente sobre las trincheras, los hombres estaban petrificados ante la escena. Cuando los restos en llamas del Albatros se inmovilizaron junto a las paredes de unas ruinas, se oyó una salva de aplausos desde las líneas portuguesas, eran los lanudos, no festejando la muerte del enemigo, sino homenajeándolo en su último vuelo de valiente.

—El gringo supo confundirlo —comentó el teniente Pinto, que dio media vuelta para proseguir la ronda.

—Lo confundió a él y también a nosotros —corrigió Afonso, con los ojos fijos en el suelo en busca de partes menos fangosas donde apoyar los pies—. Pensamos que se las piraría… y al final…

La actividad se reanudó en las trincheras. Una ametralladora alemana abrió fuego a la izquierda, su matraqueo era claramente audible, y la artillería portuguesa respondió con dos disparos de un mortero pesado, por el sonido todos identificaron un calibre de quince centímetros, probablemente un mortero Hadfields. Los tres oficiales y el ordenanza se encogieron un poco más en la línea B, pero, aparte de esa postura reflexiva, prosiguieron como si nada ocurriese.

—El boche no se esperaba que le iba a caer una bomba encima —consideró Pinto—. Tuvo una muerte terrible…, estrellarse así en el suelo.

—La alternativa era peor, believe me —explicó Tim—. Los pilotos mueren normalmente por tres razones. —Levantó tres dedos de la mano izquierda a medida que enumeraba las razones—. O son ametrallados por el enemigo, o revientan en el suelo, o mueren carbonizados vivos dentro de los aeroplanos. La muerte por fuego es la peor. —Hizo una mueca— Ghastly! —Golpeó la pistolera con la palma de la mano derecha—. Muchos pilotos llevan siempre una pistola a la cintura y, si el aeroplano se incendia y ven que no pueden escapar, se pegan un tiro en la cabeza.

—¿En serio?

No shit.

Sin dejar de comentar las incidencias del emocionante duelo aéreo, aún más dramático que aquellos que solían presenciar todos los días desde las líneas, llegaron a Rotten Row y giraron hacia el interior, cruzando la Rue Tilleloy y prosiguiendo por la Regent Street hasta la Rue du Bacquerot, desde donde dieron la vuelta hacia la derecha hasta Picantin Road. Luego regresaron al puesto, una vez traspuestas las redes de alambre de espinos. Picantin Post era un pequeño reducto de perfil elevado, con dos posiciones descubiertas para ametralladoras y un polvorín, además de tres refugios pequeños. Tenía capacidad para una guarnición de cien hombres y lo defendían exteriormente tres refugios para ametralladoras pesadas Vickers, construidos en ladrillo y hierro y a prueba de estallidos, con aspilleras que daban a la carretera y a Picadilly Trench. Su importancia era enorme, puesto que defendía el acceso más corto y directo de las primeras líneas hasta Laventie, razón por la cual era normal que se viesen allí bastantes hombres. Aun así, Afonso vio a un estafeta que se encontraba sentado a la entrada del refugio de Picantin. Cuando los vio acercarse, el soldado se alzó de un salto e hizo el saludo militar.

—¿Capitán Afonso Brandăo?

—¿Sí?

—Con su permiso, mi capitán, el teniente coronel Mardel desea hablar con usted.

Eugénio Mardel era uno de los oficiales más importantes de la Brigada del Miño, el hombre que asumía el comando de la brigada siempre que se ausentaba el comandante. Si Mardel lo había llamado, razonó Afonso, era porque había novedades, y de las grandes.

—¿Dónde está el teniente coronel?

—En Laventie, mi capitán.

Afonso entró en el refugio, cogió la máquina de escribir y la puso sobre la caja que le servía de mesa, se sentó en el banco, colocó dos hojas con papel de calco en el medio para hacer una copia y redactó apresuradamente el informe de su compañía sobre las últimas veinticuatro horas en el sector de Fauquissart. Sabía que Mardel querría ver el documento y no deseaba disgustarlo. La redacción del texto obedecía a un formato previamente establecido y el capitán sólo necesitó media hora para acabarlo. Cuando terminó de mecanografiar el texto, releyó todo, hizo dos pequeñas correcciones con la pluma, firmó, dobló el documento, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y salió.

—Vamos —dijo al abandonar el refugio—. Pinto, sustitúyeme en el puesto. Hasta luego, Tim.

Cheerio, old bean.

No era el dolor en los músculos lo que molestaba a Matias, sino el cansancio y, sobre todo, la indisposición general que lo dejaban postrado. El cabo se quedó apoyado en el parapeto y aspiró con fuerza el Woodbine que tenía en sus manos, se trataba del más barato de los cigarrillos ingleses, aunque era francamente útil para dejarlo satisfecho. Sintió el humo invadirle los pulmones, intentó relajar la espalda y echó el humo despacio, liberando un agrio soplo gris.

—¿Cómo crees que ha quedado el cuerpo de ese tipo? —preguntó Baltazar, sentado junto a él mientras limpiaba la Lee-Enfield.

—¿Quién? ¿El tipo del aeroplano?

—Sí.

—Debe de estar destrozado, ¿no?

Matias sintió la acidez del vómito aún presente en la garganta y volvió a dar una calada del Woodbine en un intento de quitarse aquel sabor agrio de la boca. La noche no había sido fácil. Tres días antes, habían abatido a un hombre del 8 en la Tierra de Nadie, junto a Bertha Trench, durante una patrulla nocturna, y sus compañeros huyeron desordenadamente, dejándolo atrás. En las noches siguientes se organizaron patrullas para localizarlo, pero no llegaron a detectarlo al fin hasta la madrugada anterior. Matias integró esta última patrulla y fue el olor nauseabundo de un cadáver en proceso de putrefacción, un hedor que le recordaba la pestilencia que soltaban las patatas podridas, lo que lo atrajo al lugar donde se encontraba el cuerpo del hombre perdido. Lo encontró dentro de un hoyo, semihundido en aguas fétidas, a la izquierda del sector portugués, ya en el área patrullada habitualmente por los ingleses estacionados en Fleurbaix. «Después de que lo hirieran, debe de haberse desorientado y arrastrado hasta aquí —razonó Matias, que reconstruyó mentalmente el recorrido del soldado moribundo—. No es de sorprender que las patrullas no lo hayan encontrado, está muy lejos del sitio donde se produjo la escaramuza». El cabo se inclinó sobre el cadáver para levantarlo, pero suspendió el ademán al oír un ruido y sentir actividad sobre sus pies. Le llevó un momento darse cuenta de que eran ratas arrancando pedazos de carne del muerto. El olor era fuerte, inmundo, repugnante. Ahuyentó a los roedores con la culata del fusil, se colocó la Lee-Enfield en bandolera y, venciendo el asco, cogió el cuerpo, lo sintió tieso y endurecido, caminó unas decenas de metros en la oscuridad, siempre intentando contener la respiración, no pudo, el peso del cadáver lo hizo jadear, la pestilencia invadió sus fosas nasales, sintió que se le revolvía el estómago, dejó caer al muerto, se inclinó hacia delante y vomitó. El ruido atrajo la atención del resto de la patrulla. Con susurros apenas contenidos, los demás soldados fueron a ayudarlo a transportar el cuerpo por el camino de barro hasta las líneas portuguesas. Dijeron la contraseña al centinela y entraron en la línea del frente portugués, aliviados. Depositaron el cadáver en el suelo y se sentaron en el parapeto, derrengados y jadeantes, a recobrar el aliento. Minutos después, uno de los hombres se levantó y fue en busca de los camilleros, dejando a los otros descansando. En un determinado momento, ya recuperados, los ganó la curiosidad de conocer el rostro del muerto que habían rescatado en la Tierra de Nadie. Encendieron una linterna y Matias observó de reojo la figura extendida en la base de la trinchera. El cadáver estaba hinchado, su piel de un color amarillo grisáceo, un brazo vuelto hacia arriba, tieso, congelado en aquella posición, con los ojos vidriosos y revirados hacia arriba, tenía partes de los labios y de las mejillas arrancadas, supuestamente por las ratas, que dejaban a la vista los dientes, el propio comienzo de la calavera. El cabo vomitó por segunda vez.

—No estará peor que el tipo que fuiste a buscar —comentó Baltazar.

Matias lo miró sin comprender.

—¿Quién?

—¡El boche del aeroplano, diablos! —exclamó el Viejo, fastidiado por la expresión ausente del amigo—. Acaba de morir, no debe oler tan mal como el otro, ¿no? —observó su Lee-Enfield, ya limpia y aceitada—. Bien, la verdad es que, si está despedazado en el suelo, debe de tener las tripas fuera. Y las tripas huelen a mierda, ¿no?

El cabo miró el parapeto con la mirada perdida en el infinito y acabó el Woodbine. Apagó el cigarrillo en el barro y arrojó la colilla lejos.

—¿Sabes cuál fue el primer muerto que vi, Baltazar?

—¿Hum?

—Cuando yo era un niño, tenía unos catorce años, había una tipa en el barrio, en Palmeira, que estaba casada con un marinero. —Se acarició las patillas—. Se llamaba Maria do Céu. Andaba por los treinta años. Tenía una cara ancha y muy rosada, con una verruga bajo un ojo. No era guapa, pero tenía unas tetas de este tamaño. ¡Ésos sí que eran unos melones fabulosos!

—¿Estaba buenorra?

—Buenorra no diría yo, pero tenía buena presencia. —Hizo una pausa, como si estuviese recordando algo—. Un día, la tipa vino a hablar conmigo. Yo ya era un mocetón; en ese momento trabajaba la tierra de quien me contratase. Pues ella vino y dijo que me quería contratar para trabajar todas las mañanas en su patio, que tenía que cuidar la huerta y su marido estaba navegando. De modo que fui. —Se rascó la nariz—. No había que saber mucho para ocuparse de esa huerta. Había unas patatas, unos repollos, unos tomates, un manzano, con tromentelos[8] a su alrededor, y en el rincón había una cerca con unos cerdos y unas gallinas. Pero estaba todo un poco abandonado. Fui a trabajar allí y la tipa no me dejaba solo, se quedó allí y no me quitaba ojo. Pensé que era desconfiada. «Vaya —me dije—. O sea que esta mujer me está vigilando». Me sentí un poco mosqueado, caramba, eso empezó a fastidiarme. Al segundo día, se dedicó a hacerme preguntas. Quería saber si yo tenía novia, si era muy mujeriego, si ya había besado a alguien, cosas así. Me dio un poco de vergüenza, ésas no eran cosas para conversar con una mujer, ¿no? Después de un rato de conversar de cosas así, la tipa me dijo que quería mear. Se levantó la falda delante de mí y se puso a orinar, se le veía la raja y todo.

—Categoría.

—Mientras orinaba, me clavaba la vista. «¿Te gusta verme mear?», me preguntó. Dije que sí con la cabeza y sentí que me crecía la pija dentro de los pantalones, fue como si la verga hubiera crecido al oír aquella pregunta. Creo que entendí lo que la mujer quería. Era una calentorra de primera. Se dio cuenta de que estaba empalmado y se acercó. Se quitó el suéter y dejó las tetas al aire, esos melones maravillosos, nunca había visto nada tan bueno. Estaban un poco caídas y tenían unos pezones muy anchos, rojizos, con la punta tiesa. Me quitó los pantalones despacito y se prendió con la boca al cipote.

—¡Vaya! ¡Categoría! Yo nunca he tenido mujeres así a mi lado, carajo.

—Así que, cada vez que iba a trabajar a la casa de Maria do Céu, era la pura jodienda. Me enseñó todo lo que había que aprender y era tremenda para los polvos, no había día que no pidiese verga. Aun cuando andaba con la regla quería caña, chorreaba sangre por todos lados, parecía un cerdo en día de matanza, pero la tipa no se rendía, disfrutaba de todo el plato. Sólo había algo que era extraño: me insistía en que fuese allí sólo por la mañana. Por la tarde, no. Sólo por la mañana. De manera que me dediqué un año a la vagancia a expensas del hambre de Maria do Céu. —Matias escupió al suelo, intentando expulsar los últimos restos del sabor ácido del vómito—. Un día, el marido volvió y yo dejé de ir. El hombre vino para quedarse unos días. Al cabo de una semana, hubo un gran alboroto, las vecinas gritaban: «Policía, policía». El tipo había matado a su mujer.

—¡Ah! —exclamó Baltazar, casi conmovido—. No me digas que él se enteró de que la tía estaba follando contigo.

—Conmigo, no. Pero, por lo visto, se dio cuenta de que había hombres que iban a la casa. El marinero fue detenido y yo fui allí por última vez. Encontré una multitud a la puerta, todas las mujeres conversaban como gallinas atontadas. El cuerpo de Maria do Céu estaba en el suelo, en medio de un charco de sangre. El tipo le dio no sé cuántas cuchilladas, se veían golpes en el pecho y en la barriga, un horror.

—¿Y después?

—Y después, nada. Fue la primera persona que vi muerta, sólo eso. —Oyeron un silbido creciente, encogieron la cabeza y sintieron la explosión de la granada doscientos metros atrás. Se volvieron para ver el penacho de humo y polvo elevándose al cielo y, después de una vacilación, Matias miró a su amigo de nuevo—. Me impresionó un poco verla muerta, parecía una muñeca, costaba incluso imaginar que aquel cuerpo inmóvil, que ahora no reaccionaba ante mi presencia, había sido antes una hoguera voraz, nunca se quedaba quieto. Pero lo que me pareció más extraño es que no sentí nada dentro de mí. Me dio pena, claro, hasta recé por ella, era una buena mujer. Una calentorra tremenda, pero buena mujer. Pero la tipa la diñó y no me sentí deprimido, ni siquiera angustiado. —Sacó de los pantalones el paquete de Woodbine—. ¿Quieres un cigarrillo?

—Dame uno.

Matias le extendió un cigarrillo a su amigo, sacó otro y se lo llevó a la boca.

—Un año después, conversando con un chico vecino mío, Lourenço, llegué a descubrir algo sorprendente.

—¿Qué?

—En cierta ocasión hablamos, no sé por qué, pero hablamos de Maria do Céu. El tipo adoptó la actitud de quien hace una confidencia y así, poco a poco, me contó que fue ella quien lo llevó por primera vez a la cama. —Rascó una cerilla, encendió el cigarrillo y echó la primera nube de hubo—. Era siempre por la tarde.

Afonso y Joaquim siguieron al estafeta, el capitán algo nervioso por la convocatoria que acababa de recibir. Recorrieron de nuevo la Picantin Road y fueron hacia la Rue du Bacquerot, se orientaron hacia el sur y, justo al lado de Red House, giraron a la derecha hacia Harlech Road. Antes de llegar a la Rue de Paradis, volvieron a la izquierda y entraron en Laventie, dirigiéndose al edificio donde se encontraba instalado el cuartel general de la brigada durante el periodo en que la fuerza del Miño permaneciese en aquel sector de Fauquissart, en el extremo norte de las líneas portuguesas. El estafeta se alejó y Afonso se dirigió al militar graduado del edificio. Explicó que iba a hablar con el teniente coronel Mardel. El militar le pidió la identificación, le dijo que esperara y al volver, instantes después, le señaló la puerta entreabierta. Afonso observó y vio a Mardel.

—¿Me permite, señor teniente coronel?

—Mi estimado capitán —exclamó Mardel efusivamente. Se levantó de la silla donde trabajaba y yendo a su encuentro hasta la puerta—. Benditos los ojos que lo ven.

Afonso se cuadró y después se dieron las manos.

—He venido en cuanto supe que me había llamado.

—Gracias, gracias —respondió Mardel, que indicó otra silla—. Siéntese, siéntese. Póngase cómodo.

El capitán se sentó en la silla, disimulando los nervios e intentando acomodarse lo mejor posible. Mardel volvió al lugar del que se había levantado.

—¿Quiere café? —preguntó el teniente coronel, que se recostó en su silla.

—Sí, por favor.

Mardel se volvió hacia la puerta del refugio.

—Duarte —llamó.

La cabeza del militar asomó a la entrada.

—¿Sí, mi teniente coronel?

—Trae dos cafés. Calentitos, ¿eh?

—Inmediatamente, mi teniente coronel.

El militar se retiró y Mardel se volvió hacia Afonso.

—¿Y? ¿Cómo van las cosas?

—Tirando —respondió Afonso, que llevándose la mano al bolsillo, sacó el informe de las últimas veinticuatro horas. Sabía que era un documento que leía con mucho interés el Alto Comando—. ¿Quiere el informe?

—Claro —dijo Mardel, extendiendo la mano—. Muéstremelo.

El teniente coronel cogió la hoja, la abrió y la leyó con atención.

—Por lo visto, una patrulla ha detectado problemas en la alambrada de los boches —dijo con una sonrisa.

—Sí, mi teniente coronel —asintió Afonso—. En el sector de Wick Salient.

—Algo para investigar —comentó crípticamente.

El militar entró en el despacho con dos tazas humeantes y una cajita con azúcar en una bandeja, colocó el café en la mesa y se marchó. Los dos oficiales echaron el azúcar en el café, lo revolvieron y bebieron un sorbo.

—Ah, qué maravilla —exclamó Mardel.

—Una delicia —coincidió el capitán, que sintió que el sabor cálido y azucarado del café le endulzaba la boca.

Mardel dejó la taza.

—¿Ha visto el combate aéreo de hace poco?

—Sí, mi teniente coronel. Fue reñido.

—Es verdad. Fue reñido —coincidió Mardel—. Pero ¿sabe qué es verdaderamente relevante en lo que vimos en el cielo?

—¿La victoria del aeroplano inglés, mi teniente coronel?

—No, capitán. Eso fue agradable, pero no lo más importante. Lo más significativo fue el comportamiento del primer aeroplano boche. ¿No reparó en nada extraño, capitán?

—Huyó al ver el aeroplano inglés.

—Tampoco es eso. Eso es relevante, pero no lo más extraño. Lo verdaderamente insólito es que no abrió fuego sobre nuestras líneas. Sin duda, sabe lo que eso significa.

Afonso se acomodó en la silla, incómodo con ese método de interrogatorio continuo, se sentía de vuelta en el colegio primario de Rio Maior, donde lo forzaban a responder a las preguntas del profesor, sólo que esta vez no era Manoel Ferreira poniéndolo a prueba con la cartilla Joăo de Deus[9], sino su superior jerárquico.

—Estaba en observación —dijo finalmente, esperando acertar.

—Exacto. Su misión era observar nuestras líneas desde el aire, probablemente sacando fotografías. Y por eso, sin duda, evitó el combate, su misión no era enfrentarse. Pero ¿sabe lo que me está perturbando realmente, a mí y a todo el comando del CEP?

—No, mi teniente coronel.

—Lo que nos está perturbando es notar un creciente interés de los boches en nosotros. Han aumentado las patrullas enemigas, aparecen cada vez más aeroplanos de observación, se ve a oficiales boches observándonos con prismáticos. En fin, están estudiándonos y nosotros comenzamos a ponernos nerviosos.

—¿Los boches están estudiando al CEP?

—Exacto, capitán.

—¿Y sabe cuál es el objetivo?

—No. Suponemos que quieren hacer un raid, pero eso lo decimos nosotros. La verdad es que no lo sabemos.

Bebieron un sorbo más de café, el capitán sorprendido por el lenguaje telegráfico que se imponía en el colorido léxico de su superior jerárquico. Afonso dejó la taza y pronunció la que sospechaba que era la frase clave de la conversación.

—Tendremos que enterarnos de qué es lo que ocurre.

—Exacto, capitán —coincidió Mardel, esta vez con solemnidad, acentuando la palabra «exacto» y pronunciándola de manera pausada. El teniente coronel se inclinó entonces hacia delante y fijó los ojos en su interlocutor—. Hace ya algunos días que estamos pensando en esto, pero el comportamiento del primer aeroplano boche ha despejado todas las dudas y hemos tomado una decisión definitiva. Tenemos que efectuar un raid en las líneas enemigas y quiero que usted prepare el plan.

—¿Yo, mi teniente coronel? ¿Por qué yo?

—¿Por qué usted no? ¿Tiene miedo?

Lanzó la pregunta con tono de desafío, de provocación, como para probar su masculinidad, y Afonso se dio cuenta de que no tenía opción. El capitán suspiró.

—Miedo tenemos todos, mi teniente coronel. Pero tendré mucho gusto en preparar ese plan y ejecutarlo.

El rostro de Mardel se iluminó con una amplia sonrisa.

—Sabía que podía contar con usted, capitán Brandăo —dijo—. Le comunicaré al general Simas su disponibilidad, se quedará satisfecho.

El general Simas Machado era el comandante de la 2.ª División y, al igual que el general Gomes da Costa, de la 1.ª División, respondía sólo ante el general Tamagnini Abreu, el comandante del CEP.

—¿Y el mayor Montalvăo? —preguntó Afonso, preocupado por no pasar por encima del comandante de la Infantería 8, no quería problemas con su superior jerárquico.

—He hablado con él hace poco y le he pedido que me haga el honor de ser yo quien le proponga preparar el raid —dijo Mardel—. Como usted puede ver, él ha accedido.

—Muy bien —dijo el capitán—. ¿Cuál es el objetivo táctico de la operación?

—El plan tiene tres objetivos —contestó Mardel, siempre telegráfico, y levantó los dedos uno a uno—. Uno: capturar prisioneros para obtener informaciones. Dos: mostrar al enemigo capacidad de combate. Tres: elevar la moral de nuestras tropas.

—¿La moral de las tropas?

—Exacto. Como sabe, la gente lleva ya demasiado tiempo en las líneas y comienza a estar saturada. Lisboa no manda refuerzos y no tenemos manera de dar descanso a los hombres. A falta de algo mejor, puede ser que un espectacular golpe de mano anime a los soldados.

—Ya veo —dijo Afonso sin gran convicción. Sorbió el último trago de café y dejó indolentemente la taza—. ¿Cuándo quiere que comience esta operación?

—Dentro de un mes —indicó Mardel—. No se dé prisa, estudie bien las cosas, observe el terreno, busque los puntos débiles del enemigo, establezca pautas de acción. Estamos a finales de la primera semana de febrero; tiene que preparar bien los detalles del raid para llevarlo a cabo en la primera semana de marzo, más o menos. Cuando tenga todo estudiado, venga a verme para ratificar el plan.

El teniente coronel se levantó de la silla y Afonso lo imitó. Mardel le extendió la mano, se despidieron y el capitán salió del puesto de Laventie y regresó pensativo y muy preocupado a su refugio de Picantin, con los ojos perdidos en un punto infinito.