Afonso no paraba de sorprenderse por la ingeniosa capacidad de camuflaje de la artillería portuguesa. Los cañones se escondían en hoyos distribuidos por los campos detrás de su sector, y la disimulación era tan eficaz que hacía ya dos meses que el enemigo no lograba detectar ni alcanzar una sola pieza del CEP. La Infantería 8 estaba actuando de apoyo a la línea de las aldeas en el sector de Laventie, por detrás de Fauquissart, y el capitán aprovechó la mañana tranquila para ir a observar un cañón Schneider-Canet de 7,5 centímetros que habían ocultado cerca de su puesto, detrás de la Rue de Paradis. La pieza de artillería permanecía disimulada dentro de un refugio al que los soldados llamaban «Elefante», un hoyo protegido por chapas de hierro onduladas y gruesas, de forma cilíndrica, ligadas por rinconeras y tapadas con tierra y vegetación, y cuya boca parecía un corto túnel que surgía del suelo.
—Que me caiga muerto si los boches consiguen encontrar esta alabarda —murmuró Afonso para sí, contemplando con admiración aquella obra de perfecto camuflaje.
Sintió pasos a la derecha y vio a Joaquim acercarse a la carrera con una hoja de papel en la mano izquierda y la Lee-Enfield balanceándose colocada en bandolera. El capitán fijó los ojos en la hoja y reconoció el Folhetim de Guerra, un impreso que los alemanes arrojaban regularmente a las líneas portuguesas a tiros de mortero y que caía a este lado en paquetes metidos en los proyectiles que los muchachos llamaban «ananás».
¿Y, Joaquim? —saludó Afonso—. ¿Traes ahí el Diario de Noticias de Berlim?
Sí, mi capitán —confirmó el ordenanza, jadeante, extendiéndole el impreso—. Arrojaron esto esta mañana.
—Vamos a ver si es mejor que el mulero de las trolas —comentó el capitán con ironía, refiriéndose a la forma en que era conocido el boletín diario de las operaciones emitido por el CEP. Cogió la hoja, con el título Folhetim de Guerra bien visible en la cabecera y abajo todo el texto redactado en portugués—. Déjame ver esto.
Corría el día 25 de enero de 1918 y la hoja era del 30 de diciembre. Era un ejemplar atrasado, pero traía novedades. El primer titular anunciaba de manera muy destacada que había una «desmovilización de las tropas en Portugal» y que sólo se exceptuaban las «tropas portuguesas que se encuentran en los diversos teatros de guerra». El capitán estudió el estilo de la redacción, lo que hacía siempre que echaba un vistazo a un ejemplar como aquél, y reforzó su convicción de que el redactor del texto era alguien que había vivido en Portugal. O era un portugués o, si no, se trataba de un alemán que conocía a fondo la lengua portuguesa. El tema se discutía mucho entre los oficiales, divididos entre las dos hipótesis. Afonso pensaba que se trataba de un compatriota, probablemente un prisionero de guerra, pero también podía ser un monárquico, ya que era conocida la simpatía que muchos monárquicos sentían por Alemania. Sin llegar a grandes conclusiones en aquel instante, pero siempre atento a los detalles que pudiesen ofrecerles nuevos indicios, el capitán pasó a la segunda noticia, la cual, bajo el titular «Portugal y los aliados», informaba de la existencia de malas relaciones entre el nuevo Gobierno de Sidónio Paes y los Ejecutivos de Londres y París; indicaban que «Inglaterra se opone con todos los medios a todo cuanto el nuevo Gobierno resuelva». La sospecha de que el autor del texto era un monárquico portugués se atenuó a través de la lectura de otro tramo de la misma noticia, especialmente la referencia a la restauración de la Monarquía, proyecto que, según la hoja alemana, «ni los propios monárquicos portugueses apoyarían, sabiendo, comprobado está, que el joven rey don Manuel se halla completamente en manos de los ingleses y avasallado por ellos». Este ambiguo fragmento ofrecía el indicio de que el autor del texto podría no ser un monárquico. Es cierto que muchos monárquicos simpatizaban con los alemanes y se mostraban críticos con el Rey en el exilio, pero acusarlo de ser un vasallo de los ingleses parecía demasiado fuerte. Ahora bien, si el autor del panfleto no era un monárquico, reflexionó Afonso, sólo podría tratarse de un prisionero, seguramente un oficial. Meditó un breve instante sobre qué llevaría a un militar a traicionar de aquella forma al país y, dándose cuenta de que no tenía respuesta porque no conocía las circunstancias en que se encontraba el traidor, volvió a la hoja. La tercera noticia, «Un éxito alemán en África», narraba un combate en Mozambique entre fuerzas alemanas y portuguesas, y la última información del Folhetim de Guerra era que habían sido apresados en Lisboa dos antiguos ministros portugueses de la Guerra, el general Barreta y el coronel Pereira.
—¿Y ésta? —se sorprendió Afonso después de emitir un largo silbido en cuanto leyó los nombres—. Pereira en chirona. Sí, señor, muy bonito.
El capitán dio media vuelta y avanzó en dirección al puesto con el impreso en la mano, había allí suficiente información para llenar una mañana de conversación con el Zanahoria o hasta con Tim. Nadie ignoraba que aquél era material de propaganda, pero lo cierto es que tales «noticias» solían tener algún fundamento, el problema era analizar los textos y saber interpretarlos, buscar la verdad por detrás de la retórica. Todos sabían que había noticias que el CEP jamás dejaba traslucir y que la mejor manera de tener acceso a ellas era a través de aquellos boletines de propaganda enemiga. Entre los militares predominaba la convicción de que la verdad se situaba en algún sitio entre las dos versiones, la dificultad era localizarla con exactitud en la enorme distancia que separaba a ambas propagandas.
Absorto en sus pensamientos, el oficial no reparó en la llegada del capitán Resende, «el lisboeta-que-era-gordo-y-adelgazó», para quien Afonso y Mascarenhas habían preparado dos meses antes una memorable recepción al novato en las trincheras.
—Hola, capitán Brandăo —saludó Resende, muy sonriente, que venía de la dirección de Laventie.
—¿Eh? Ah, hola, capitán Resende —repuso Afonso, como si estuviese despertando.
—Hola y adiós, digo yo.
—¿Ah, sí? Adiós, pues, adiós.
—Hombre, cuando digo «adiós» es exactamente «adiós». Me marcho.
—¿Ah, sí? ¿Adónde? ¿Se va a París?
—¡Qué París ni qué diablos! —Resende se rió, realmente de buen humor—. Me voy a Lisboa, caramba, me voy a casa.
Afonso se ablandó, admirado de tal revelación.
—¿A casa? ¿Cómo?
—En tren, ¿cómo habría de ser? En tren, caramba.
—¡Pero si usted acaba de llegar! ¿Cómo es eso de que se va a casa? Que yo sepa, la guerra aún no ha terminado.
—¡Qué me importa la guerra! Puede no haber terminado para usted, capitán Brandão, pero fíjese: ha terminado para mí. ¡Me marcho y me cago en toda esta mierda!
Afonso se quedó pasmado, aún indeciso en cuanto al significado de aquellas palabras.
—Disculpe, capitán, pero no lo entiendo. ¿Quién ha autorizado su partida?
—Sidónio, caramba, ¿quién si no?
—¿Sidónio Paes?
—Sí, claro. Me voy yo, se van Almeida, Cabral, Carriço y un montón de gente más que tenía relación con Sidónio. Vamos a hacer unas comisiones en Lisboa, cosas importantes, aunque no sean de naturaleza militar. De cualquier modo, ya era hora de que el país reconociese nuestro valor.
Para Afonso ahora todo estaba claro. Irritado, su rostro enrojeció, sobre todo al oír el nombre del capitán Cabral, aquel que en Tancos intentó incitarlo a unirse al general Machado Santos para sublevarse contra los embarques a Francia. Junto con otros oficiales sediciosos, Cabral fue detenido y enviado a la fuerza a Flandes, mientras que ahora se lo premiaba con un regreso anticipado a casa. Bajando la voz y frunciendo el ceño, Afonso formuló la pregunta siguiente con tono acusatorio.
—¿Usted ha hecho palanca para salir de aquí?
—¡Oiga, capitán! —repuso el otro, escandalizado, y hasta ofendido—. Yo no huyo de mis responsabilidades. Usted no me conoce, pero yo soy un hombre de bien, cumplidor de mis deberes, fiel a la patria y a la República. De mala gana, se lo digo sinceramente, de muy mala gana regreso a Portugal. Si quiere saberlo, la verdad es que nunca quise ir, pero Sidónio… —Hizo un gesto vago, como si buscase la palabra adecuada—. Mire, Sidónio es un tipo formidable, un hombre derecho, amigo de sus amigos. Mandó decir que me necesitaba. No que él me necesitaba, que la patria me necesitaba. Me resistí, se lo aseguro, estimado capitán Brandăo, me resistí. Pero ese individuo es tremendo, tiene un poder de persuasión impresionante, es una fuerza de la naturaleza, un arrebato. De modo que, ¡ay de mí!, me dejé convencer. Me marcho con el corazón destrozado, puede creerlo, puede creerlo, pero me marcho con el sentimiento del deber cumplido. Y si la patria me necesita en Lisboa, ¿qué quiere que haga? ¿Quién soy yo para decir lo contrario? De modo que, estimado capitán Brandăo, algunos amigos y yo hemos recibido la orden de irnos y vamos a regresar ahora.
—Y todos los oficiales que se marchan con usted, como el capitán Cabral y los demás, ¿también están respondiendo a un llamamiento de la patria?
—Mire, yo quiero creer que sí —dijo el capitán Resende, que adoptó la actitud de quien hace una confidencia—. Pero sospecho que hay algunos casos, sí, de enchufe. —Cerró los ojos y los abrió en una mirada convencida—. De enchufe, se lo digo yo.
Afonso se quedó analizándolo, fastidiado. ¿Estaría el hombre subestimándolo? Era evidente que sí, aquel discurso no era normal, su postura demasiado teatral, pero decidió no demostrar debilidad.
—Pues sí, capitán Resende, vaya entonces a prestar su servicio a la patria —dijo en tono cordial, antes de soltar el veneno—. Siempre es más útil estar valientemente sentado en un despacho que quedarse aquí, escondido en las trincheras. Al menos en Lisboa no tiene que estar huyendo siempre del enemigo.
El capitán Resende lo fulminó con la mirada, despechado y ofendido, le dio la espalda y siguió su camino a paso rápido y con modales bruscos. Afonso se quedó allí inmóvil, en medio del barro, en silencio, viéndolo partir, con un peso en el alma por presenciar aquel abandono; al fin y el cabo, era un oficial más que se marchaba. En honor a la verdad, aquello sólo tenía un nombre, deserción, aquellos oficiales se servían de sus relaciones con el nuevo régimen y huían, dejaban atrás a sus hombres, entregados a sí mismos, en manos del destino.
Baltazar, el Viejo, fijó los ojos en el documento y lo leyó con esfuerzo, letra a letra, sílaba a sílaba, palabra a palabra. El serrano era el único del grupo que sabía leer. Leía mal, pero nadie se podía quejar, el párroco de Pitões das Júnias había dado lo mejor de sí cuando el Viejo era joven, pero no se podía exigir de las pocas clases que el joven sacerdote Augusto, con la mejor voluntad, había impartido muchos años antes al pequeño Baltazar, durante las breves lecciones de catequesis en las frías mañanas de domingo. Baltazar era entonces un miserable pastorcillo que venía de un lugar yermo perdido en la sierra de Gerês, entre Tourém y Outeiro, más habituado al balar de las ovejas y al piar de las perdices que al extraño latín de las misas o a los sonidos ininteligibles que liberaban las hojas escritas. Fue difícil, pero la catequesis le entreabrió las puertas de la literacia.
Al comenzar esa tarde, en un hoyo triste y fangoso de Flandes, Baltazar recompensaba al párroco de Pitões con una lectura titubeante. Pero aun vacilante, lleno de fallos y de dudas, sumando las letras con dificultad para reproducir sonidos y formar sentidos, el Viejo leía lo suficiente para ser capaz de extraer de aquel texto rebuscado la información que todos aguardaban ansiosamente.
—¿Y, Baltazar? —se impacientó Vicente, el Manitas—. ¿Para hoy o para mañana?
—Calma, Manitas, calma —dijo el Viejo, alzando la mano. Se demoró unos instantes más hasta entender el significado de lo que tenía delante, un telegrama del documento firmado por Sidónio Paes sólo cuatro días antes—. Entonces es así. Aquí dice que tenemos derecho a la primera licencia ciento veinte días después de haber llegado.
—¿Después de haber llegado a las trincheras?
Baltazar releyó el texto, titubeante. Se detuvo allí. Vaciló, volvió a arrancar y descubrió qué decía.
—No. Después de haber llegado a Francia.
—¿Cuatro meses? —exclamó Matias, el Grande, después de hacer las cuentas—. Ya han pasado, ya han pasado.
—Es verdad, ya llevamos cuatro meses —reafirmó Vicente, rascándose el cuero cabelludo irritado por los piojos—. ¿Y qué más?
—Calma —pidió Baltazar, aún concentrado en el documento. Recorrió las letras con los ojos, se sonó, murmuró sonidos imperceptibles y, después de una eternidad más descifrando el texto, captó finalmente el sentido—. Dice aquí que tenemos derecho a treinta días de licencia.
Un murmullo de satisfacción llenó el refugio, todos se miraron y sonrieron, ya se imaginaban en el Miño, con la familia, ayudando en la labranza, bañándose en el Cávado, en el Este, en el Lima, bailando el vira, cavando la tierra, cogiendo uvas, llenando el hórreo, comiendo un cocido regado con un vino verde de Megaço…, vaya cogorza que se pillarían la primera noche entre los suyos.
—Un mes —repitió Vicente, soñador.
—Ah, si yo me encuentro en el Miño, oliendo los robles y los tejos de Gerês, o respirando aquella brisa suave, en lo alto de la sierra, nunca más me echan el ojo —sentenció Baltazar, que cerró los párpados con intensa nostalgia—. Qué categoría. Me escondo en el monasterio de Pitões, y el Ejército que se joda.
—Yo no seré menos —dijo Vicente, que se imaginó en su carpintería de Barcelos y en los paseos entre los guijarros de Cávado—. Voy y no vuelvo, ya veréis.
—Yo lo único que quiero es la sopa seca que mi madre hace en casa —se desahogó Matias, que sintió que se le hacía la boca agua—. ¡Hum, pensar que voy a saborear el salpicón, el jamón, la ternera, la gallina y la lombarda que ella mezcla en la sopa! —Suspiró—. Sólo os digo, un manjar. Después mojaré una galleta en la sopa. —Se pasó la mano por el estómago vacío—. ¡Ah! Voy a manducar hasta quedar hinchado como un cerdo.
—Mi patrona también hace una sopa seca sensacional —comentó Baltazar, que no perdía oportunidad de hablar de comida—. Pero lo mejor es el corazón de cerdo con vino tinto, cortado en cubos y servido con patatas y habas cocidas. ¡Ah, muchachos, deberíais verlo! ¡Ése es un plato de quitarse el sombrero! Una categoría, lo único que os digo. ¡Una categoría!
—Y ya me estoy imaginando echándole un polvo a la primera muchacha que se me presente —exclamó Abel, el Canijo, que hasta entonces se había mantenido tímidamente callado, como era habitual en él—. Comienzo como quien no quiere la cosa, con un besito aquí, otro más allá, y después le echo un buen polvo, los dos amarrados en un hórreo. En el estado en que me encuentro, hasta con un adefesio me conformaba.
Todos hicieron señas de aprobación. Sentían lo mismo, sabían muy bien lo que cada uno quería decir, el aire de la tierra, la comida de casa y una buena muchacha del Miño era todo lo que deseaban de la vida; al fin y al cabo, no eran más que hombres sencillos en busca de cosas sencillas.
—¿Ahora qué tenemos que hacer? —preguntó Matias, aún embriagado con los deseos que satisfaría cuando regresase a Palmeira.
—Presentar la solicitud de licencia, creo yo —respondió Bal-tazar, que se encogió de hombros y dobló el documento con las informaciones sobre el nuevo sistema de licencias recién aprobado por el Gobierno de Sidónio Paes—. Vamos a ver a los carboneros de la brigada y presentamos los papeles.
—Pero eso ya lo hemos hecho una porrada de veces —se quejó Vicente—. Y no acabó en nada.
Un zumbido familiar llenó el aire, in crescendo, y todos se arrimaron a las paredes del refugio casi instintivamente. El Minenwerfer estalló fuera, el suelo tembló, las paredes vibraron y soltaron algo de polvo, pero resistieron. Después oyeron un sonido diferente, como el gluglutear de un pavo, seguido de explosiones sordas, con un pop seco, semejante al ruido de un tapón que saltase de una botella de champagne. Después, nada más. Los soldados aguardaron un instante, se aseguraron de que no había consecuencias mayores y volcaron su atención en el asunto que tenían entre manos como si no hubiese habido interrupción.
—¿Cómo sabemos que no nos van a echar otra vez la zancadilla? —siguió Vicente, con el corazón cargado de sospechas sobre el nuevo sistema de licencias aprobado por Sidónio Paes—. No es la primera vez que esos cabrones nos engañan. ¿O ya no os acordáis de las promesas que nos hicieron en los últimos meses? Y todavía estamos aquí…
El grupo despertó de su sopor y reinó, insidiosa, la desconfianza.
—Tal vez tengas razón —meditó Baltazar—. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía…
—¿Queréis saber mi opinión? —preguntó Matias. El cabo raramente urdía comentarios sobre este tema, pero ya hacía un tiempo que le parecía que se habían superado todos los límites—. Pues yo pienso que, dicho claramente, todo es puro blablablá, puro blablablá.
—O, por lo menos, es cierto sólo para algunos —interrumpió Vicente, que levantó el índice—. A los oficiales ya les están dando las licencias, claro. Sus señorías están siempre primero.
—Sí —confirmó Baltazar—. Unos cuantos se fueron de vacaciones a Portugal, ya hace tiempo, y nunca más dieron noticias.
—Hasta hoy —comentó Vicente, que nunca dejaba escapar una observación sobre el comportamiento de los oficiales.
—Son unos burros —consideró Baltazar—. Si vosotros os fueseis de licencia, ¿volveríais?
—Sólo si fuese un tonto —admitió Vicente, meneando la cabeza—. Pero ya llevamos aquí más de seis meses, ya hemos pagado más de la cuenta, ¿no? Ni los gringos aguantan tanto tiempo en el frente, ¿no habéis visto a los ingleses de la línea izquierda, en Fleurbaix, que ya se han retirado a descansar? Y nosotros aún aquí. Que traigan a otros a esta carnicería.
—Además —meditó Matias—, esa mierda de los treinta días de licencia no es ninguna novedad, ya antes de Sidónio nos dijeron lo mismo, y la verdad es que aún no hemos visto nada.
El ambiente entre los hombres del CEP no era de los mejores y se deterioraba día tras día, el cansancio los desgastaba y el ejemplo que venía de arriba no era alentador. Los lanudos veían a los aliados rotando regularmente a los soldados; días antes, incluso, habían sustituido a la 38.ª División Británica, la vecina de la izquierda del CEP, por la 12.ª División después de haber permanecido solamente tres meses en la línea. Matias podía ser un hombre respetuoso con la jerarquía, pero no era estúpido y sacó sus conclusiones cuando comenzó a ver a los propios oficiales portugueses pasando al frente de los soldados. La verdad es que todos disfrutaban de licencias que, en la práctica, estaban vedadas a los soldados. El sentimiento de injusticia, que crecía desde hacía algún tiempo entre los soldados, comenzó a afectar profundamente el estado de ánimo en las trincheras. Donde unos minutos antes predominaba la euforia, se imponía ahora la angustia, la incertidumbre, la duda.
—Los tipos de Portugal se cagan en nosotros, ¿no te das cuenta? —exclamó Vicente, en medio de abundantes gestos, frustrado y molesto, ansiaba desesperadamente volver a casa—. Sidónio ha dado el golpe y nos ha abandonado, no nos ha mandado refuerzos, no ha mandado la tercera división que Afonso Costa les prometió a los gringos.
—Pero, al fin y al cabo, ¿con quién está en guerra Alemania, eh? —quiso saber Baltazar, levantando la voz—. ¿Está en guerra con Portugal o sólo con el CEP? ¿Eh? ¿Con quién está en guerra? ¡Es que parece que Portugal no tiene nada que ver con esta mierda, joder, parece que la guerra es sólo con nosotros!
—Los boches tienen razón —declaró Vicente, sacudiendo desanimado la cabeza—. Los políticos nos engatusaron y ahora se lavan las manos.
Vicente se refería a los folletos que, lanzados por los alemanes, informaban a los hombres del CEP sobre la nueva política de guerra de Sidónio Paes. El Folhetim de Guerra distribuido por los morteros enemigos subrayaba en sus sucesivas ediciones que Sidónio, antiguo ministro plenipotenciario de Portugal en Berlín, era un germanófilo que siempre se había opuesto a la entrada de Portugal en el conflicto mundial y que, después de derribar al Gobierno de Afonso Costa, había frenado el proyecto de constitución de una tercera división para el Cuerpo Expedicionario Portugués. Según la versión alemana, el nuevo Gobierno había decidido dejar las fuerzas en Flandes entregadas a sí mismas; lo mejor era, en realidad, que los soldados se rindiesen.
—¿No habéis visto lo que pasó con el mayor Gomes? —intervino Baltazar—. Pidió licencia para ir a Portugal, la consiguió antes que nadie y se marchó. Después, alegó que estaba enfermo y se quedó allá.
—¿Y el coronel Antunes? —añadió Vicente—. Me dijeron que el tipo presentó los papeles en Aveiro jurando que andaba con problemas de salud.
—¿Problemas de salud? —preguntó Matias con una sonrisa irónica, volviendo a romper su silencio—. Debe de ser diarrea. ¿No os acordáis acaso de que el hombre se cagó todo la noche aquella en que los disparos casi alcanzaron el refugio donde él estaba escondido, en Marmousse?
Todos se rieron, encantados, recordando la escena que entonces narró el ordenanza del coronel, Alfredo, que lo había visto todo.
—Categoría —exclamó Baltazar, dándose una palmada en el muslo.
—Si el tío es de Aveiro ha de ser un cagón —intervino Vicente, siempre ácido en sus comentarios sobre los oficiales—. Y como es un cagón, a la hora de volver también debe de haberse cagado, pobre.
A varios de ellos ya les había pasado lo mismo, se cagaron en los pantalones una o dos veces durante un bombardeo, sobre todo después de las primeras muertes, al principio, cuando el sonido de la tempestad de fuego desatándose alrededor de ellos les helaba la sangre y liberaba sus intestinos, problema que, con el tiempo y la experiencia, aprendieron a controlar. Cagarse en los pantalones no era, en consecuencia, algo vergonzoso entre los soldados, sino solamente una señal de inexperiencia. En el grupo, comenzó a ser considerado un fenómeno natural, a fin de cuentas ellos eran lanudos, vivían en el barro como topos, compartían el rancho con ratas y el sueño con piojos y se pasaban los días sorteando la muerte, huyendo de los snipers, escondiéndose de los Minenwerfers. Para colmo, eran la carne que los cañones descuartizaban. Pero el coronel Antunes era diferente, él era un carbonero, como casi todos los altos oficiales estaba habituado a dar órdenes para que otros murieran y a dar sermones sobre el sacrificio que deberían hacer terceros por la patria, pero desconocía lo que era sufrir de miedo, aquel miedo a la muerte que subía por las piernas débiles y secaba la garganta, aquel horror paralizante que se desparramaba por el cuerpo y penetraba en el corazón, la tempestad de granadas estallando en el alma y despedazando la voluntad. Por eso, cuando un carbonero se cagaba, todos los lanudos se regocijaban por ello.
Matias se recostó en su rincón.
—Es la pura verdad —asintió el cabo, mirándose las uñas sucias—. Pero la mayor verdad es que el coronel Antunes se pasea ahora en Portugal a sus anchas y nosotros aún estamos aquí.
Las sonrisas se deshicieron y todos se callaron, pensativos y resignados. Fue en ese momento cuando Baltazar comenzó a husmear el aire con inspiraciones cortas y fuertes, como un perdiguero.
—¿No oléis a ajo?
—¿Ya estás con hambre, Viejo? —preguntó Vicente.
—Un poco.
—Pero hemos comido hace una hora…
—¿Qué quieres? Tengo hambre y este olorcito no ayuda.
—Aquí tienes una lata de corned-beef.
—Qué cornobife ni qué diablos. Un bistec frito en salsa de ajos es lo que me comería ahora con mucho gusto.
Y estornudó.
El capitán Afonso Brandăo abrió la cigarrera plateada que Agnès le había regalado después de su primer encuentro amoroso, sacó un Kiamil, lo encendió y se quedó con la mirada perdida en el horizonte.
—¿Te has fijado, Zanahoria? —soltó sin volverse hacia su amigo—. Ya buscan enchufes para salir de aquí. Enchufes.
El teniente Pinto se pasó la mano por el bigote pelirrojo y sonrió.
—Eres realmente ingenuo, Afonso. ¿Y qué estabas esperando?
—¡Hasta el capitán Cabrai!
—Ojalá pudiese irme con él…
Afonso soltó una bocanada de su Kiamil y bajó la cabeza.
—¿Sabes qué es lo que no entiendo?
—¿Qué?
—Que no haya una decisión.
—¿Qué decisión?
—Una decisión cualquiera, caramba, pero al menos una decisión. —Miró a su amigo—. Si Sidónio piensa que es el momento de salir de la guerra, que lo asuma y nos vamos todos, no estamos haciendo nada aquí. Si Sidónio piensa que hay que quedarse, que nos envíe refuerzos, que cree las condiciones para poder combatir con eficacia. ¿Ahora esto? Esto no, esto no es nada, esto es no querer decidir, esto es huir de las responsabilidades.
Pinto suspiró.
—Ay, Afonso, Afonso, parece que naciste ayer, hombre.
¿Cuánto tiempo hace que te digo que nos hemos metido en un embrollo, que no estamos haciendo nada aquí? Nosotros a tiros y esos tipos burlándose de nosotros…
—La cuestión no es ésa, Zanahoria —dijo Afonso, que dio media vuelta para entrar en el puesto, hacía demasiado frío fuera—. La cuestión es que andamos en zigzag, primero estamos comprometidos, después no lo estamos y volvemos a estarlo otra vez… —se desahogó, entre abundantes gestos, irritado, mientras el teniente Pinto lo seguía hacia el interior del refugio—. Así nadie se entiende. Por ejemplo, fíjate en la payasada del sistema de licencias.
—¿Qué pasa con ellas?
El capitán se sentó pesadamente en la caja de municiones que servía de banco y el teniente se acomodó en el catre de alambre.
—¿Que qué pasa con ellas? Pasa que son una total vergüenza. Primero, eran quince días. Después, dijeron veinte. Más adelante, treinta. En resumidas cuentas, estamos en cero, porque sólo las disfrutan los oficiales.
—¿Y aún te quejas? Que yo sepa, el otro día te fuiste a París con una licencia…
—Pero el problema, Zanahoria, no es que los oficiales disfruten de licencia, eso es normal y se la merecen. El problema es que los soldados no disfrutan un cuerno de licencia, y eso es desmoralizador para los hombres.
—¿Estás preocupado por ellos?
—Claro que lo estoy, caramba, y tú también deberías estarlo. ¿Cómo nosotros, los oficiales, vamos a dirigir a unos soldados que se sienten burlados, olvidados y humillados? ¿Qué autoridad moral tenemos para mandarlos al combate cuando, en el momento de conseguir licencia, nosotros somos los primeros? ¿Qué pensarán de estos oficiales que tienden unas redes para tomar las de Villadiego y que, una vez en Portugal, van a una junta médica formada por amigotes y consiguen mil y una disculpas para no volver aquí? Es evidente que los soldaditos pueden ser analfabetos, pero no son del todo estúpidos y entienden muy bien que son los únicos que no encuentran la manera de salir de aquí.
—Problema de ellos.
Afonso tiró el Kiamil consumido al suelo fangoso del puesto y aplastó la colilla con la bota, comprobando que quedaba apagado.
—No es problema de ellos, no, señor. Es un problema nuestro, ya te lo he dicho. ¿Cómo voy a dirigir en combate a soldados que se sienten relegados de este modo? ¿Qué moral habrá en la tropa cuando las cosas se pongan difíciles? ¿Crees que es posible luchar solo contra los boches? Cuando la cosa está que arde, necesitas de los hombres, Zanahoria. Si no estuviesen en el campo o no quisieran combatir, mira, estás perdido, no hay salida. No te olvides de eso.
—Afonso, cada uno se las arregla…
—Joder, Zanahoria, métete en la cabeza que, con esa mentalidad, nadie va muy lejos. Tenemos un cuadro de oficiales que es una vergüenza, siempre conspirando, hablando mal de todo, preocupados por pasárselo bien, viendo a ver cuándo pueden escaquearse…
—La vergüenza no son los oficiales —interrumpió el teniente Pinto alzando la voz—. Son los políticos que nos han vendido, todos esos Afonso Costa…
—¿Quién es peor? ¿Afonso Costa, que colocó a Portugal en el mapa…
—… todos esos Bernardino Machado…
—… o Sidónio Paes, que nos ha abandonado?
—… todos esos canallas de los republicanos y del Partido Democrático.
Ya no se escuchaban, ambos a gritos, cada vez más alto, dominados por los nervios, hasta que la voz de Afonso acabó imponiéndose: a fin de cuentas, aunque amigos, él era el capitán.
—Deja la política de lado —dijo finalmente, haciendo un gesto para que se apaciguaran y evitar ese aspecto controvertido sobre el que nunca se pondrían de acuerdo—. Tal vez los políticos sean todos culpables, no lo sé y para el caso no interesa. Lo que importa es que nos mandaron aquí y aquí estamos. Y, si estamos aquí, sólo tenemos ahora dos opciones: o cumplimos bien nuestra misión o nos quedamos de brazos cruzados hablando mal de todo y de todos. No sé lo que tú pretendes hacer, pero yo sé cuál es mi deber.
—Vas a cumplir bien tu misión —soltó el teniente con desdén.
—Exacto —asintió Afonso, que optó por ignorar la ironía que brotaba del comentario de su amigo—. No puedo aceptar el comportamiento que veo en muchos oficiales que están lisa y llanamente cagándose en los hombres, no quieren saber si ellos están bien, no demuestran ningún interés en compartir sus privaciones y sacrificios, ni siquiera en correr los mismos riesgos. Sólo se muestran preocupados por pasárselo bien, por tirarse a las demoiselles, por salir de paseo, por llenarse de cerveza en los estaminets…
—Tiene guasa que tú digas eso, Afonso —repuso Pinto con frialdad—. Hace apenas una semana tú estabas con una demoiselle dando un paseo…
—No es lo mismo —corrigió Afonso, turbado.
—… en París. Ahora, lo más curioso, querido amigo, es que tú hablas de compartir privaciones, y eso es muy bonito, pero la verdad es que te dedicas a dormir en palacetes. Y, en cuanto a correr riesgos junto a los hombres, me gustaría saber para qué misiones te has postulado tú.
—Estuve dirigiendo la operación para expulsar a los boches que atacaron nuestras trincheras en noviembre.
—Eso fue cuando ellos atacaron, qué remedio tenías salvo combatir. Pero lo que me interesa saber es para cuántas misiones de patrulla y para cuántos raids te has postulado.
—Sabes muy bien que nosotros no hemos organizado raids.
—Pero ha habido patrullas todas las noches. ¿En cuántas has participado tú?
—No se dio la ocasión.
—No has participado en ninguna. En ninguna, Afonso. Las patrullas están casi exclusivamente formadas por soldados, se hacen montones de patrullas por la noche y raramente hay un oficial que las dirija. Por tanto, no me vengas con historias y a decir de nuestros oficiales que son una mierda, porque tú también eres uno de ellos. También tú te paseas con demoiselles por la retaguardia mientras los soldados tienen que pagar por las putas de Le Drapeau Blanc, también tú duermes en palacetes mientras los soldados se quedan en los pajares, también tú te refugias en el puesto de hormigón mientras los soldados se aguantan cuando las bombas de los boches les caen en los hoyos de barro, también tú te quedas mirando desde la primera línea cuando los soldados tropiezan con los boches en los fosos traicioneros de la Avenida Afonso Costa. En el fondo, querido amigo, eres como yo y todos los demás. Sólo hablas de manera diferente.
Afonso miró a su amigo a los ojos y se quedó un instante en silencio. Cuando habló, habló con intensidad, con convicción, con la voz tranquila y segura, la mirada serena y resuelta.
—Estás equivocado, Zanahoria —dijo—. No soy como vosotros y he de daros una prueba.
Se levantó y abandonó el puesto, avanzando con paso firme hacia la ronda de la tarde. Pero la certidumbre de que daría una prueba de su diferencia se fue disipando a medida que caminaba y reflexionaba sobre lo poco que sabía de sí mismo. En lo más íntimo, no se hacía idea de cómo aplacar el miedo que frenaba sus movimientos en los instantes de puro terror. Tenía conciencia de que una cosa era hablar y otra ejecutar, sabía que, en los momentos de angustia, sus reacciones eran imprevisibles e incontrolables, la emoción se enseñorea de la mente y la animalidad se sobrepone a la humanidad. Cuántos hombres que se pasaban la vida hablando de heroísmo y preparándose para la gran prueba no flaqueaban llegado el momento, mientras que otros, tímidos y callados, parecían superar todo a la hora de las dificultades. ¿Qué era, al fin y al cabo, la temeridad sino fingimiento? ¿Qué era el valor sino el miedo a ser considerado un cobarde? ¿Qué era el heroísmo sino un acto resultante del miedo social que se sobrepone al miedo animal? ¿Y qué era la bravura sino un momento de pura locura, un gesto insano hecho para beneficio ajeno y perjuicio propio?
El mayor Botelho acercó la vela para observar mejor los ojos del soldado. Eran más de las tres de la mañana cuando el grupo de soldados apareció en el puesto de socorro avanzado para informar de su malestar. El mayor era el médico militar de guardia. Analizó superficialmente a los soldados, eran cuatro hombres y algunos gemían. Comenzó con el caso que le pareció más agudo.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó, observando los ojos inflamados del hombre.
—Baltazar, mi mayor.
—¿Cómo ha pillado esto, Baltazar?
—No lo sé, mi mayor. Estaba en el refugio con mis compañeros y comencé a estolnudar, a estolnudar…
—A estornudar —corrigió el médico.
—Eso. Y mis compañeros igual. Después sentimos cómo nos ardía la nariz y la garganta, una sensación cada vez más fuerte, nos dimos cuenta de que teníamos gripe. Hace poco comenzaron a dolemos mucho los ojos y nos moqueaba la nariz. Me vinieron también unos dolores de tripa y vomité antes de llegar aquí, al puesto.
—¿Cuándo comenzaron a estornudar?
—Hace unas doce horas, a primera hora de la tarde, mi mayor.
—¿Y ustedes? —preguntó a los otros sin apartar los ojos de la inflamación de Baltazar.
—Nosotros lo mismo, mi mayor —dijo Matias—. Fue en el mismo momento. La diferencia es que nosotros no vomitamos.
—A mí, además de la tripa, me duele también la cabeza —intervino Vicente.
Abel, el Canijo, señaló unos puntos en la cara y en el cuello.
—Yo tengo unos granitos.
El médico lo examinó mientras limpiaba los ojos de Baltazar con un algodón humedecido.
—Hum —murmuró pensativamente—. ¿No habréis sufrido por casualidad un ataque con gas?
—No, mi mayor —negó Matias, reafirmando lo que decía con un meneo de cabeza—. Es gripe.
—Hum —volvió a murmurar el médico—. Abra la boca. —Baltazar la abrió y el mayor Botelho observó la garganta irritada—. ¿No percibieron olor a mostaza?
—No, mi mayor.
—¿Ni a ajo?
Los soldados se miraron.
—Pues…
—¿Olor a ajo?
—Sí, mi mayor.
El médico dejó de revisar a Baltazar y miró al grupo.
—¿Y no se pusieron las máscaras?
Los soldados bajaron la cabeza.
—No, mi mayor.
El médico suspiró.
—Idiotas. Ustedes son idiotas. ¿Acaso no saben que hay que ponerse las máscaras en cuanto perciben olor a algo químico? ¿No lo saben?
—Mi mayor —dijo Baltazar con voz sumisa—. Nosotros no olimos algo químico. Olimos comida.
—¡Qué comida ni qué diablos! Les ha caído gas encima. ¿Dónde estaban cuando olieron a ajo?
—En el refugio, mi mayor.
El mayor Botelho apartó los ojos de Baltazar y se sentó en una caja, junto a una mesa. Sacó unos impresos de un cajón, los puso sobre la mesa y comenzó a tomar notas.
—Cuando salieron del refugio, ¿vieron algunas granadas intactas?
—Sí, mi mayor.
—¿Cómo eran?
Los hombres se miraron, sin entender la pregunta.
—Pues, eran granadas de hierro, mi…
—No es eso —se impacientó el médico—. ¿Estaban pintadas con algún color?
—Sí, mi mayor —respondió Matias, el más observador del grupo—. Eran granadas de 7,7 centímetros, de modelo alargado, pintadas de azul y con la cabeza amarilla. Me acuerdo de que tenían dos cruces, creo que una era verde y la otra amarilla.
—Vaya, no entiendo nada. ¿Verde y amarilla, o azul y amarilla?
—Las cruces eran de color verde y amarillo, pero las granadas estaban pintadas de azul y amarillo.
—Azul y amarillo —repitió el médico, que cogió un voluminoso dosier de un estante, cuya cubierta indicaba que contenía los informes de los Chemical Advisers del XI Cuerpo británico. Abrió la carpeta y hojeó las páginas—. Azul y amarillo. —Pasó una hoja—. Azul y amarillo. —Otra hoja. Miró rápidamente cada informe, sólo atento al segundo punto de cada documento, titulado «Nature of the shells»—. Azul y amarillo…: aquí está. —Apoyó el dedo en la línea que buscaba y leyó—. Painted blue with yellow on top. —Sacó la hoja y la estudió con atención. Estuvo un minuto analizando el informe y sacando conclusiones, más para sí mismo que para los hombres—. Ya lo veo, éste es un derivado del azufre con un porcentaje elevado de clorina —murmuró, rascándose el mentón. Consultó detenidamente el último punto del documento, identificado como «Symptoms of personnel». Un buen rato más de lectura hasta que volvió a romper el silencio—. Pues sí, aquí está todo. Vómitos, ojos inflamados, irritaciones en la garganta. —Sin levantar la cabeza, arrancó una hoja del impreso y comenzó a rellenarla—. Voy a mandarlos a un hospital de sangre. —Alzó la cabeza y miró a los hombres—. ¿Nombres y números?
—¿Es grave, mi mayor?
—Es grave, sí —confirmó el médico con expresión ceñuda—. Lo grave es que ustedes sean unos tontos de capirote y no se pongan las máscaras tal como señala el reglamento.
—Pero ¿es muy grave? —insistió Baltazar, ansioso y con los ojos que le lagrimeaban en abundancia por culpa de la inflamación.
—Lo único grave es que el CEP va a tener que sobrevivir sin ustedes durante dos días —replicó el médico, prolongando el «suspense»—. En cuanto a sus miserables personas, pasarán una mala noche, pero mañana, hacia mediodía, estarán mejor. Éste es un gas traicionero porque casi no se siente su olor, pero la ventaja es que no hace demasiado daño. Les daré una baja de cuarenta y ocho horas y después regresarán a las trincheras.
—Gracias, mi mayor —dijeron todos casi a coro, aliviados y fugazmente sonrientes. No había mejor cosa que tener una baja debido a un daño pasajero.
—Rápido, rápido —se impacientó el mayor Botelho—. ¿Nombres y números?
—Matias Silva, mi mayor. Número 216.