IX

La mañana se prolongaba, agradable y amodorrada, en el tranquilo cuartel general del CEP, en Saint Venant. Agnès miró melancólicamente por la ventana de la mansión, admirando los enormes olmos que se erguían como torres en el jardín, el gorjear amoroso de los gorriones llenando con su melodía aquel bucólico cuadro. Con los ojos pensativamente perdidos en la verdura, a la francesa le pareció extraño estar allí, en el centro de comando de una de las fuerzas empeñadas en aquella guerra terrible, y verse rodeada de un paisaje tan paradisiaco, ¿cómo era posible que los hombres que mandaban a otros al frente de batalla viviesen en un ambiente tan pacífico, tan recatado, tan ajeno a los horrores resultantes de las órdenes que se daban desde allí? Agnès suspiró, archivó en una enorme carpeta la carta que tenía en la mano y sacó un nuevo sobre.

Sintió que la puerta se abría a su izquierda y volvió la cabeza. Era el teniente Trindade, que entraba en la sala de mecanografía, momentáneamente desierta, o casi, e iba a reunirse con ella.

—¿Quiere un té? —preguntó el oficial portugués.

—No, gracias.

—¿Ni un café?

—No, no quiero nada, gracias. Estoy bien.

El teniente vaciló, miró a su alrededor, allí no había nadie más, el resto del personal se había ido a comer y las máquinas de escribir estaban sumidas en el silencio.

—¿Está segura de que no quiere ir esta noche a bailar un fox-trot conmigo?

—Le agradezco de nuevo su amable invitación, pero no es posible.

—Lo pasaría bien…

—No lo dudo, señor teniente, pero lamentablemente no puedo.

—Oh, no me llame señor teniente, se lo ruego. Le he pedido ya tantas veces que me trate de Cesário. Vamos, por favor, llámeme Cesário.

—Le pido disculpas, trataré de recordarlo.

Agnès se sentía ya cansada de todas las atenciones que le brindaba el teniente Trindade desde que, hacía casi una semana, había empezado a trabajar en el cuartel general. Ir a Saint Venant había sido una idea de Afonso, ahora que se había ido de casa necesitaba trabajo, y el centro de comando del CEP era una alternativa interesante. Se trataba de un lugar tranquilo, no por casualidad los soldados llamaban al cuartel general «Gran Ganga». Afonso se la había presentado a su amigo Trindade, el Mocoso, la misma mañana en que se reconciliaron y, como hacía falta una persona que se encargase de atender a los ciudadanos franceses que por alguna razón tenían que establecer contacto con el CEP, se resolvió que Agnès ocupase el puesto. El problema es que enviaron de inmediato a Afonso a las trincheras y su amigo teniente sentía por la bella recién llegada una inusitada atracción. Estaba cada vez más claro que Trindade no le manifestaba tanta amabilidad por mero sentido del deber para con Afonso, sino más bien por la evidente e insoslayable atracción que ella le producía. El teniente no se cansó de aparecer, los últimos días, en la sala de mecanografía, siempre con pretextos para conversar, y de las palabras galantes había pasado ahora a las invitaciones melosas.

—¿No quiere ir al cinematógrafo conmigo? —insistió él, después de una pausa embarazosa.

—Sería fantástico, pero no puedo.

—No sabe lo que se pierde. Van a poner una película de Max Linder que es para desternillarse de risa, y después, Juana de Arco, con Geraldine Farrar.

—Prefiero a Sarah Bernhardt.

—A mí también me gusta. Pero mire que la Farrar tiene una voz hermosísima, dicen que en la ópera es magnífica.

—No interesa mucho que tenga buena voz. —Agnès se rió—. La película es muda.

—Es cierto —reconoció Trindade, sin poder evitar que el rubor le subiese a la cara—. Pero venga, le va a gustar.

—Gracias, pero no puedo.

—Pero ¿por qué? ¿Tiene realmente algo tan importante que hacer?

—Alphonse llega esta noche.

El teniente Trindade, el Mocoso, sintió el golpe, forzó una sonrisa, murmuró una disculpa imperceptible e, irritado, dio media vuelta y salió de la sala de mecanografía. Divertida ante esta reacción, Agnès contuvo la risa y regresó al sobre que había abierto hacía unos minutos. Era de un agricultor de Lestrem que protestaba porque los soldados le habían robado todas las manzanas que había puesto en un carro, junto al mercado, y exigía ahora una compensación. La francesa tomó nota de la queja en un formulario propio y derivó el asunto al mayor Ezequiel, encargado de las cuestiones entre el CEP y los civiles. Agnès sonrió pensando en los francos que habría que desembolsar para pagar por esos hurtos. Por el volumen de quejas que recibía, comprobó que el robo de comida era común entre los soldados, en especial patatas y nabos. Pero muchos hurtaban también ropa interior, como camisetas, calzoncillos y calcetines, sobre todo de lana, e incluso guantes, chalecos, impermeables, botas de goma, todo lo que pudiese protegerlos del frío y el barro.

Cuando Agnès se preparaba para abrir el sobre siguiente, el teniente Trindade asomó por la puerta y la interrumpió.

M’dame —llamó.

—¿Sí?

—Hay una señora que pregunta por usted.

—¿Por mí?

—Mejor dicho, no exactamente por usted —titubeó el oficial—. Es una civil y creo que es mejor que hable usted con ella.

Agnès se levantó, intrigada, y siguió a Trindade hasta la puerta de entrada de la mansión. Un soldado cerraba el acceso, y del lado de fuera venían unos gritos histéricos en francés, era una muchacha claramente perturbada. Agnès se acercó, el soldado la dejó pasar y se encontró con la chica bañada en lágrimas.

—¿Qué ocurre, mademoiselle?

Al verse frente a una mujer francesa, la muchacha se calmó un poco, aunque temblaba aún presa de los nervios.

—Me voy a matar, m’dame.

—No diga disparates. Venga aquí y cuénteme qué le pasa.

Agnès cogió a la muchacha por los hombros y la llevó a la sala de mecanografía. Trindade, incómodo con la situación, optó por quedarse atrás, detestaba las escenas de llanto femenino.

—Cuénteme, pues, cómo se llama y qué es lo que tanto la agobia —le dijo Agnès cuando la muchacha se sentó en una de las muchas sillas vacías de la sala.

—Me llamo Germaine y trabajo en el LG3, la papelería de madame Faës.

Pausa.

—¿Y qué ocurre?

—Voy a tener un hijo.

—Ah —entendió Agnès—. ¿Está segura?

—Sí, fue lo que me dijo el doctor Roche.

—Y el padre es un soldado portugués.

—Sí —asintió, bajando la cabeza.

—¿Y dónde está él?

—No lo sé, ha desaparecido. —Germaine aferró la mano de Agnès con una fuerza desesperada—. Tiene que ayudarme a encontrarlo, m’dame. Tengo que casarme con él. Si no me caso, mi padre me mata. Yo misma me mato.

—Cálmese. ¿Quién es él?

—Se llama Carlos.

Agnès se levantó, fue hasta la puerta y se asomó.

—Señor teniente, por favor. Usted…

—Cesário, por favor. Llámeme Cesário.

—Perdón. Cesário. ¿Usted conoce algún soldado llamado Carlos?

—¿Carlos qué?

Agnès miró hacia atrás y le repitió la pregunta a Germaine, que meneó la cabeza, no conocía otro nombre, sólo aquél. La baronesa volvió a encarar al teniente Trindade.

—Sólo Carlos.

—Hay montones de Carlos en el CEP, m’dame. ¿Sabe al menos a qué batallón pertenece ese Carlos?

Germaine no lo sabía. Agnès le agradeció al teniente y volvió al lado de la muchacha, explicándole que, sin ninguna identificación más precisa, sería imposible localizar al joven, Carlos era tan común entre los portugueses como Charles entre los franceses. Germaine se tapó la cara con las manos y lloró desconsoladamente. Agnès intentó animarla y, para convencerla de que harían algo por ella, tomó nota del incidente, dirigiéndosela al mayor Ezequiel. Diez minutos después, acompañó a Germaine hasta la puerta y la vio marcharse abatida, desesperada, entregada a su destino.

—Eso es muy común —comentó negligentemente el teniente Trindade, apoyado en la puerta y acabando un cigarrillo—. Ya la semana pasada vino aquí una vieja cheposa, abuela de otra chica, a insultarnos a todos. —Soltó una bocanada de humo—. ¡Huy, qué vieja bruja!

Agnès lo escuchó en silencio, simuló una sonrisa leve y se retiró. Volvió a su escritorio, pero ya no fue capaz de proseguir con su trabajo. Se sentía cansada, deprimida y deseó ardientemente el encuentro con Afonso que, pronto, si así Dios lo quería, vendría de las trincheras.

La Brigada del Miño abandonó las primeras líneas la noche del 28 de diciembre, sustituida por la 2.ª Brigada de la 1.ª División. La Infantería 8 recibió orden de marcha y partió de Ferme du Bois II, al abrigo de la oscuridad, hasta Upton Road, giró a la derecha en la Queen’s Mary Road, pasó por Senechal Farm, en Lacouture, cruzó el canal La Lawe hasta Vieille Chapelle, llegó a la línea férrea en Zelobes y se estacionó en Paradis South, en plena línea de las aldeas. Después de acompañar a los hombres hasta sus posiciones de descanso, Afonso fue a la brigada a recoger el permiso que le había prometido Trindade. Con el documento en la mano, siguió, muy fatigado, hasta el Hôtel Métropole, en Merville.

Agnès llevaba dos horas sentada en el sofá de la recepción esperándolo, ansiosa y nerviosa, con el corazón en un puño. El miedo le atormentaba el alma. ¿Toda habría ido bien? ¿Estaría él sano y salvo? ¿Y si ocurrió algo esta última semana y nadie dijo nada? Se mordió la piel de las uñas y sintió que le dolía el estómago, la ansiedad que la consumía contrastaba con su aspecto sofisticado. La francesa se había arreglado con primor, para recibirlo con sus mejores galas: estaba exuberante, con un vestido malva de mousseline de soie y perfumada, como siempre, con los deliciosos aromas de L’heure bleue. Cuando lo vio, por fin, entrar en el foyer del hotel, con manchas de barro y con la mirada vidriosa y fatigada, grandes ojeras oscuras que ensombrecían aún más su rostro sucio, se le echó en los brazos, feliz y aliviada: había vuelto vivo y eso era todo lo que le interesaba. El abrazo fue intenso, pero el olor nauseabundo que exhalaba el capitán la llevó a abreviar su efusividad.

—Tengo mucha hambre —le confesó el capitán al oído; se sentía débil.

—Sí —sonrió Agnès, haciendo una mueca por el mal olor que despedía—. Pero primero un baño.

Afonso se resistió, quería comer. La francesa ordenó una cena a los camareros y aprovechó para pedirles que primero calentasen agua. Una vez que le entregaron una gran jarra de agua en la habitación, ella misma desvistió al portugués y lo condujo hasta la bañera, donde hizo que se sentase en el largo recipiente de hierro fundido apoyado en patas con forma de garra, le echó el agua caliente en el cuerpo y lo frotó con jabón de miel, sin olvidar la zona genital, lo que lo despertó del sopor de la fatiga, le provocó una erección que le hizo lanzarle una mirada maliciosa.

—Ahora no —dijo Agnès con una sonrisa que era, en realidad, una promesa; quien dice «ahora no» deja sobrentendido «después sí»; el blando «pas maintenant» de la francesa contenía el germen de un ardiente «oui».

Fue esa misma noche cuando, por primera vez, Agnès tuvo la verdadera noción de que los hombres, al regresar de las primeras líneas, vienen hechos unos auténticos animales. Cuando salió del baño, Afonso se aferró a ella, aún mojado, pero el sonido de alguien que llamaba a la puerta lo obligó a frenar su impulso, lo que no fue fácil. Agnès fue hasta la puerta y una camarera le entregó una bandeja con la cena y se llevó el uniforme inmundo, los calcetines y los calzoncillos del capitán para lavarlos, además de las botas, que también requerían una buena limpieza. El menú incluía un cassoulet de cordero que Afonso, sentado en la cama, devoró ávidamente con la ayuda de un pain de campagne; rellenó el pan con las salchichas, las alubias y la carne del cassoulet y regó abundantemente la comida con un vin ordinaire, un tinto seco de buen sabor. Agnès estaba impresionada por la voracidad con la que el portugués atacaba el plato, parecía llevar varios días sin comer. Mientras disfrutaba del cassoulet, Afonso no conversaba y sólo emitía gruñidos de satisfacción. Eructó al final, ahíto, puso la bandeja en el suelo y, temblando por anticipado, arrancó deprisa el vestido de mousseline de Agnès y la penetró sin demora, con abandono, con urgencia, ella debajo aún poco lubricada, él gritó enseguida, pronto su cuerpo se calmó, vino el silencio, ella se quedó quieta durante unos segundos, sintió que la respiración del hombre se hacía profunda, oyó un ronquido, se sorprendió, ¿sería lo que estaba pensando? Le movió la cabeza y comprobó, decepcionada y ya sin sorpresa, que él dormía como un tronco.

Afonso pasó quince horas sumergido en un sueño profundo. Agnès se pasó toda la mañana sola, viéndolo roncar pesadamente. A veces él se agitaba, perturbado. Hablaba solo y llegó a dar un grito. En momentos así, la francesa lo abrazaba y lo besaba, le susurraba «tout va bien, tout va bien», mientras le pasaba los dedos por el pelo castaño y apaciguaba su sueño agitado. Agnès encargó el almuerzo y comió junto a la ventana, decidida a no perturbar el descanso del soldado, no había dudas de que había llegado exhausto, le petit pauvre.

El capitán no despertó hasta media tarde, con los ojos hinchados de sueño y con legañas negras, el polvo de las trincheras que los párpados expulsaban. Fue a lavarse la cara y se puso a comer lo que quedaba del almuerzo, un canard d’orange servido con arroz, sin importarle que el plato ya estuviese frío, ya se había acostumbrado a eso desde hacía mucho tiempo. Con expresión descansada, se mostró mucho más hablador que en la víspera, haciendo preguntas sobre lo que había pasado durante la semana.

—¿Y la Nochebuena?

—Me sentí sola, te eché de menos —se lamentó Agnès—. ¿Y tú?

—No quiero hablar de eso —dijo Afonso con un gesto nervioso—. Bombardeamos a los boches y ellos respondieron con granadas y tiros de mortero el día 25. Murieron tres hombres y hubo unos diez heridos.

—Lo lamento —balbució la francesa, acariciándole el pelo.

C’est la guerre —comentó el capitán, con un resignado encogimiento de hombros mientras comía un trozo más del suculento canard.

—¿Sabes que has tenido un sueño muy agitado?

—¿Yo?

—Sí, tú. ¿Te acuerdas de lo que soñaste?

—No —dijo él, masticando el pato—. No me acuerdo.

—¿Fue con la guerra?

—No me acuerdo.

—¿Sueles soñar con la guerra?

Afonso suspiró.

—Sí, a menudo. Tengo muchas pesadillas.

—¿Qué tipo de pesadillas?

—Qué sé yo, sueño con la muerte de soldados que conozco, sueño que me quedo mutilado, sin piernas ni brazos, sueño que me mandan avanzar por la Tierra de Nadie y que no puedo correr, las piernas me pesan como plomo; sueño que voy a matar a un boche y descubro que él es mi padre. Ese tipo de sueños.

—Hum —murmuró Agnès, pensativa—. ¿Todos tus sueños están relacionados con la guerra?

—Sí, creo que sí.

—¿Todos?

—Todos.

—Tienes que tener cuidado —lo aconsejó—. Esas pesadillas concentradas en un único tema indican que estás a punto de sufrir un trauma emocional. Puede tener consecuencias a corto plazo.

—Oye, ¿estás practicando una sesión de psicoanálisis?

—No, Alphonse. Te estoy ayudando…

Afonso la besó.

—Eres un encanto —sonrió—. Pero no puedo hacer nada, no puedo acercarme al mayor Montalvão, mi comandante, y decirle: «Mayor, sáqueme de la guerra que estoy teniendo pesadillas». Eso no es posible.

—Pero tienes que cuidarte, ¿has oído? Entiendo que no puedas evitar seguir en la guerra, es evidente que no depende de ti, pero debes saber controlar tus emociones. Por ejemplo, el acto de poner en palabras los sentimientos dolorosos contribuye a disminuir el sufrimiento psíquico. Además, es importante que comprendas el significado de tus sueños, de tus sentimientos y de tus pensamientos: eso te ayuda a resolver esos traumas que se están gestando.

—Sí, señora doctora —replicó con una reverencia.

—Oh, ya estás tomándotelo todo a broma, contigo no se puede hablar en serio.

—Vale, vale —dijo conciliador—. No te preocupes, mi amor, recuerda que ahora trabajo sobre todo en la parte administrativa.

Agnès frunció el ceño.

—Oye, mon mignon, ¿existe realmente trabajo administrativo en las primeras líneas?

—¿Si existe? Hay un inmenso papeleo de informes, abastecimientos, logística, es un infierno de burocracia. —Afonso se movió en la cama, nuevamente incómodo por estar mintiendo sobre su función en las trincheras, y decidió rehuir aquel tema lo más pronto posible—. A propósito de burocracia, ¿cómo te va en el cuartel general de Saint Venant?

—Así, así.

—¿Trindade, el Mocoso, te ha tratado bien?

—No me quejo —respondió ella, decidida a no relatar los lances del teniente con ella, no quería ser motivo de roces entre hombres—. Pero creo que voy a buscar otra cosa, pienso que puedo ser más útil en otro sitio.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso, con las palabras ahogadas porque estaba masticando un trozo de pechuga de pato y tenía la boca llena—. ¿Dónde?

—He estado pensando que mi obligación es aplicar los conocimientos que adquirí en medicina.

—Pero no llegaste a terminar la carrera.

—Lo sé, pero aun así puedo ser útil. Como enfermera, por ejemplo.

—Ah, bien. Ya me había olvidado de que querías ser Florence Nightingale.

—Desde pequeña —asintió ella—. Además, quedarme en el hotel es demasiado caro, tengo que encontrar un sitio más económico.

—¿Quieres que vea si hay vacantes en algún hospital?

—No seas tonto, mon petit mignon, claro que hay vacantes. Estamos en guerra, no te olvides, siempre hace falta gente.

—Tienes razón —reconoció Afonso, pensativo, que se chupó los dientes para desprenderse de un trozo de carne—. Voy a ver lo que puede ser más interesante para ti. Tenemos los hospitales de sangre, las salas de convalecientes, los hospitales de la base…

—Sí, es una hipótesis. O puedo ir a un hospital francés, o incluso a uno inglés.

—Claro que puedes, aunque en un portugués estaríamos más cerca el uno del otro.

—Sí, pero creo que los portugueses se toman demasiadas libertades con las mujeres.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Afonso, suspendiendo el bocado siguiente en el aire y mirándola fijo a los ojos, inquisitivo—. ¿Has tenido algún problema?

—No —mintió ella—. Pero he oído algunas historias que no me han gustado.

El capitán se rió, reanudó su interés por el canard y comió el contenido del tenedor suspendido en el aire.

—Nosotros, los portugueses, somos así, mi amor. Unos mujeriegos.

Para probar lo que decía, y alegando que su deber patriótico de oficial era cimentar la fama de los machos portugueses entre la comunidad femenina francesa en el campo de batalla del amor, Afonso comió deprisa lo que quedaba del almuerzo, retiró la bandeja y se extendió en la cama con su amante. Comenzó a explorar a Agnès con los labios, con la lengua, con los dedos, muy despacio, rodeando sus suaves curvas, buscando sus puntos erógenos, excitándola, lubricándola, le quitó la ropa con suavidad, pieza a pieza, sin dejar de explorarla con las manos y la boca, fue lento y metódico hasta entrar dentro de ella, después adquirieron velocidad, juntándose los dos como cuerpos en brasas, navegando uno en el otro entre olas turbulentas de pasión, mientras las aguas se agitaban con fragor, revueltas, imparables, hasta que la tempestad alcanzó el auge de la furia y luego amainó, y la francesa, abandonada entre las sábanas en un sopor embriagante de sentimientos y sensaciones, se declaró satisfecha, tan satisfecha que compensaba con ello la frustración de la víspera.

Durmieron unos minutos y acabaron despertando con la perezosa lentitud del suave letargo en el que se habían sumergido.

—¿Vamos a París? —le preguntó él finalmente, en un murmullo, rompiendo el dulce silencio que se cernía sobre los cuerpos saciados.

—¿A París? —susurró Agnès, con los ojos cerrados, disfrutando de una plácida modorra—. Pero ¿no tienes que presentarte en la brigada?

—¿No te acuerdas de que he conseguido cinco días de licencia? —sonrió Afonso también relajado—. Vamos a París.

Ella abrió los ojos, repentinamente muy despierta.

—Pero eso es fantástico —exclamó con entusiasmo y excitación; se apoyó en los codos—. ¿Y cuándo comienza la licencia?

—Ya ha comenzado.

—¿Ya ha comenzado? Entonces, vámonos —decidió Agnès, que se levantó de la cama de un salto vigoroso—. Vamos, perezoso, fuera de la cama, vámonos.

Él alzó la cabeza, aturdido.

—¿Ahora?

—Sí, ahora. Tienes cinco días de licencia y ya ha pasado más de medio día.

—Pero…

—No hay pero que valga. Dentro de tres horas pasa un tren que va a París y vamos a cogerlo. Anda, date prisa. Vite, vite.

Afonso hizo un esfuerzo y se arrastró con indolencia hacia fuera de la cama, casi disgustado. Fue a afeitarse y a ponerse el uniforme lavado, que esa mañana entregaron los servicios de limpieza del hotel, mientras Agnès elegía para vestirse la imitación de un poiret, una elegante túnica negra estilo quimono con dobladillo rígido, la cintura alta ceñida con un pañuelo de seda rosa y un turbante negro en la cabeza. Afonso la miró desde el cuarto de baño como quien mira a una princesa, inalcanzablemente bella e insoportablemente distante, pero ella le lanzó un guiño de sus ojos verdes, juguetona, y enseguida se rompió la distancia, el capitán se sintió muy afortunado por contar con el amor de la mujer más atractiva y tierna que conociera nunca.

—Ese brillo de tu cara no son ojos —le dijo embelesado—. Son esmeraldas.

El tiempo escaseaba y tuvieron que darse prisa. Él se puso las botas, embetunadas con una meticulosidad impecable, y la ayudó a hacer las maletas. Media hora después, salieron de la habitación. Afonso pagó la cuenta y el gerente se comprometió a guardar el maletón hasta el regreso de la señora, dentro de unos días. Cogieron un taxi y, con sólo una maleta como equipaje, se dirigieron a la estación de Aire-sur-la-Lys a tiempo de montar en el tren a París.

Llegaron esa noche a la gran ciudad y un taxi los llevó hasta Les Halles, donde Agnès conocía un hotel agradable, situado en la Place Sainte-Opportune. El Citroën parisiense entró en la plaza y se detuvo junto a la acera. Afonso ayudó a Agnès a salir del automóvil, le pagó al chauffeur y observó el sitio pequeño y tranquilo.

En un rincón, casi escondido, se levantaba el Hôtel de Savoie, un edificio estrecho de cinco plantas, con una tienda al lado que anunciaba VINS LIQUEURS y un carruaje estacionado a la puerta. Por encima, el Hôtel de Venise, comprimido y viejo; había un cartel que informaba de que era un hôtel meublé. El angosto edificio de este hotel se encontraba encajado entre el Hôtel de Savoie y un edificio cubierto de carteles publicitarios, todos pegados de arriba abajo en la larga pared encalada. Afonso hizo un esfuerzo para leer los anuncios: uno promovía a una tal «Moussoline des Alpes»; otro anunciaba novedades en las Galeries Lafayette; un tercero hacía publicidad de los sensacionales salones de fotografía Dufayel. El capitán cogió la maleta y su atención regresó al Savoie y al Venise.

—¿Cuál es el nuestro? —preguntó con la mirada fija en los hoteles contiguos.

—Es el Savoie.

—Me parece bien —aprobó Afonso, que ya había decidido que ése era el que tenía mejor aspecto.

La habitación del Savoie, en la tercera planta, estaba dominada por una imponente cama Nenúfar, hecha esencialmente de caoba y con remates de bronce con hojas de oro. Los engastes se inspiraban en imágenes florales y la madera oscura se prolongaba en las vigorosas curvas típicas del formato espagueti que caracterizaba al art nouveau. Los recién llegados comieron una simple baguette con jamón y queso y bebieron un vaso de leche antes de sumergirse en la espléndida cama del hotel y amarse sucesivamente con tal intensidad y desprendimiento que, al final de la tercera vez, Agnès se preguntó en voz alta, lánguidamente extendida sobre las sábanas, ya exhausta pero saciada y en medio de un acceso de risa, si no estaría transformándose en una disoluta.

París fue un descubrimiento para Afonso. Agnès lo llevó a los lugares de su juventud: la universidad, el apartamento de estudiante en la Rue de Montfaucon, el Champ-de-Mars y la Torre Eiffel, la Brasserie Lipp, donde había conocido a Serge, y los cafés Le Procope, Stohrer y Tortini, donde había estudiado durante horas, además de todo el barrio de Saint Germain-des-Prés y los elegantes edificios de la Sorbona, en un emocionante viaje a su pasado estudiantil. Lo curioso es que ella conocía París, pero, a pesar de ello, se perdía con frecuencia, y era él quien acababa orientándose en las calles de la ciudad. Sin embargo, cuando era Afonso el que se perdía, lo que era raro, se negaba obstinadamente a pedir indicaciones a alguien, insistiendo en que encontraría el camino por sí mismo.

Fue así, después de una de esas porfías, como acabaron pasando accidentalmente por la galería Kahnweiler, en la Rue Vignon, donde Agnès conoció el cubismo cuando era estudiante. La galería estaba cerrada y un vecino la informó, con evidente satisfacción, de que herr Kahnweiler se había exiliado desde el mismo estallido de la guerra.

—El boche se marchó con el rabo entre las piernas, le salaud —exclamó el vecino, un viejo delgado y huesudo—. Debía de tener causas pendientes y por ello, seguramente, las autoridades confiscaron el local.

El encuentro de Afonso con el gran arte no se produjo, por tanto, en la galería Kahnweiler, así que se dispusieron a probar con el museo del Louvre. Pero el enorme palacio se encontraba también cerrado: habían trasladado las obras de arte a Tolosa en cuanto comenzó la guerra, para disgusto de Agnès, que no se resignaba a la mala suerte.

—Es una pena —se lamentó, sacudiendo la cabeza—. Me habría gustado tanto mostrarte grandes obras como la Venus de Milo, el Gladiador Borghese, el Código de Hammurabi.

—No te preocupes, otra vez será.

El Código de Hammurabi es muy importante —insistió ella—. Serge, que se graduó en Derecho, me explicó que el Código es la primera tabla de leyes conocida y que reguló la justicia de Babilonia hace cuatro mil años. Lo precedieron los Códigos de Ur y el Código del rey Ishtar, de Sumeria y Acadia, pero el de Hammurabi es la única tabla de leyes que sobrevivió intacta en el tiempo. Establece unas trescientas leyes y está redactado en caracteres cuneiformes grabados en una estela de diorita, una especie de piedra oscura que fue traída al Louvre. Un poco como la piedra de Rosetta, de los egipcios, que se encuentra en Londres. Es algo realmente impresionante, único, extraordinario, es realmente lamentable que no lo podamos ver.

—La verdad es que a mí me habría gustado tener la Gioconda enfrente.

—Oh, esa obra tiene más fama que provecho —repuso Agnès con una mueca de desprecio, decepcionada por la atención excesiva que todos insistían en darle a la minúscula pintura de Da Vinci—. La Gioconda es pequeñita, insignificante, hasta ridícula. No tiene punto de comparación, en importancia, con el Código de Hammurabi, créeme. Pero ¿sabes?, en mi época de estudiante ocurrió algo gracioso. —Sonrió—. Robaron la Gioconda. Fue un gran escándalo en aquel entonces, los periódicos insistieron en la acusación de negligencia y de incompetencia. Tardaron dos años en recuperarla, la había robado un italiano que se llevó la pintura a Italia. Cuando el cuadro volvió al Louvre, se montó un enorme dispositivo policial para protegerlo: parecía que la Gioconda era la reina de Inglaterra.

La vida nocturna de París se reveló sorprendente, sobre todo por seguir tan activa en tiempos de guerra. Pasaron una noche por el Moulin Rouge y fueron a bailar al animado Moulin de la Galette. Afonso gastó allí una parte significativa de sus ahorros, pero no le importó, ganaba 478 francos al mes y raramente los gastaba, las trincheras estimulaban poco el consumo, de modo que durante varios meses fue acumulando los salarios. La verdad es que la experiencia de la guerra le había hecho relativizar la importancia del dinero, encaraba ahora todos aquellos francos como un simple medio de vivir el presente, saborear el momento, disfrutar de la vida y dejar de lado otras preocupaciones.

Por ello, la penúltima noche, la del réveillon, decidió proporcionar a Agnès una inolvidable fiesta de Fin de Año. La llevó a las Folies-Bergère, cuya principal atracción era un espectáculo con dos de las grandes estrellas francesas del momento: la hermosa Mistinguett y el encantador Maurice Chevalier.

—Se llama Chevalier, pero no es de la misma familia —aclaró Agnès con una carcajada durante el intermedio—. Nosotros somos Chevallier con dos eles; él es Chevalier, con una sola ele.

La principal canción del espectáculo era Pas pour moi, que cantaron nuevamente cuando sonaron las doce de la noche. Brindaron por la llegada de 1918 con champagne y se hicieron promesas de amor eterno en un largo abrazo de Año Nuevo. Después del réveillon, y ya terminados el espectáculo y la fiesta, Agnès salió de las Folies-Bergère cogida del brazo de Afonso y tarareando la melodía popularizada por Mistinguett y Chevalier:

Y a des gens veinards

qui mang’nt des huîtr’s et des z’homards

des pâtés d’foi,

c’est pas pour moi.

Paris les permitió conocerse mejor. Dieron largos paseos por las márgenes del Sena, por las Tullerías y por los Campos Elíseos, siempre cogidos de la mano y desafiando el frío, y en la habitación del Savoir ahondaron en su intimidad y aprendieron los gustos de cada uno, ella llena de gracia femenina, él inundado de vigor masculino. Para Agnès, Afonso representaba un tipo de compañero que vivía pendiente de sus necesidades. Era sensible, atento, comprensivo, preocupado por los pequeños detalles, uno de ellos muy importante: se reveló como el único hombre que había conocido que tenía paciencia para acompañarla a hacer compras, hasta demostró cierto placer cuando Agnès lo arrastró a las Galeries Lafayette y allí se pasó toda una tarde.

—¿Por qué no te pruebas éste? —le preguntó él, señalándole un vestido expuesto en un maniquí.

Agnès observó el traje, era un vestido de color crema, largo y ajustado en las caderas, con una falda sobre la falda principal, una especie de túnica que llegaba hasta debajo de las rodillas. En vez de los habituales cuellos altos, sin embargo, éste lo tenía abierto en V, detalle que de inmediato llamó la atención de la francesa.

Oh la la, te van a excomulgar —dijo ella con una sonrisa maliciosa.

—¿A mí? ¿Por qué?

—No te hagas el tonto, pillín. —Se rió—. ¿No ves acaso que el vestido se abre por delante, por debajo del cuello?

Afonso observó con atención.

—¡Ah, es verdad! —exclamó, antes de mirarla—. Entonces es mejor que no lo compres, es un poco atrevido.

—Oh, esto para nosotros ya no tiene nada de especial. Pero, hace unos tres años, la Iglesia denunció estos vestidos como escandalosos e indecentes y hasta hubo médicos que dijeron que constituían una amenaza a la salud pública, fíjate.

—Claro, claro —asintió Afonso, que se volvió inmediatamente hacia otro vestido, más convencional, intentando distraerla del anterior—. Mira, éste también es bonito.

Además de ayudarla a elegir la ropa, los sombreros y los zapatos, dando opiniones y resistiendo estoicamente sus indecisiones, Afonso llegó incluso a arrastrarla a otras zonas de las galerías que nunca había recorrido con atención. El portugués se sentía fascinado con aquel enorme establecimiento, nunca había visto cosa igual. Aprovechó para comprar artículos para él: productos de uso corriente, como una lata de Crème Eclipse para limpiar botas, la crema Dianoir para zapatos y un jabón de afeitar Erasmic. También le regaló a Agnès el último grito de la moda parisiense, el sonado Chypre, milagroso perfume recién lanzado al mercado y que llevaba a miles de francesas a la locura con sus deliciosos aromas de bergamota, jazmín y musgo de cedro, combinados con un leve toque de heno liberado por la cumarina.

—¿Estás insinuando que no te gusta L’heure bleue? —preguntó la francesa, mirando el delicado frasco de Chypre.

—¿Qué es eso?

L’heure bleue es mi perfume.

—Oh, no, tu perfume es fantástico —aseguró Afonso, que olió el frasco que ella sostenía en sus manos. Cerró los ojos, extasiado con la fragancia—. Pero debes seguir la moda, n’est-ce pas?

Fue fuera de las Galeries Lafayette, sin embargo, donde Afonso hizo las dos compras que lo dejaron más entusiasmado. Una fue un nuevo artículo importado del otro lado del Atlántico, la pasta de dientes Colgate’s Ribbon Dental Cream, que los doughboys, como se conocía a los soldados estadounidenses, habían llevado a París. Como todo el mundo, Afonso estaba habituado al polvo para dientes que normalmente compraba en botes de porcelana, y le resultó curioso descubrir, en un quiosco de Saint Germain-des-Prés, la caja roja de cartón que anunciaba que el polvo de los dientes venía ahora en crema, contenido en un tubo maleable, con unas instrucciones que indicaban que bastaba con doblar el tubo para que la pasta fuese saliendo.

La otra compra que lo exaltó fue la que hizo en una pequeña tienda del Trocadero. Iban los dos caminando en dirección a la Torre Eiffel cuando Afonso vio una pequeña cámara fotográfica expuesta en un escaparate del establecimiento.

—Mira esta cámara —señaló—. Los gringos tienen muchas como ésta en las trincheras.

Era una Vest Pocket Kodak. Después de admirarla con la vista, Afonso entró en la tienda y preguntó el precio.

C’est combien?

—Son sesenta y cinco francos, m’sieur —dijo el comerciante.

El vendedor le mostró cómo podía sujetar el estuche de la máquina en el cinturón, un detalle de utilidad práctica que facilitó la decisión de Afonso. Sacó la cartera, contó los billetes y se los entregó al hombre. Pasaron el resto de la tarde jugando en el Champ-de-Mars, ambos divirtiéndose como chiquillos, rodando en el césped, corriendo entre los arbustos, riendo y gritando. La minúscula cámara fotográfica, además, disparaba clichet tras clichet para registrar la felicidad de la pareja de enamorados.

No todo era perfecto, claro. A Agnès le fastidiaba un poco la forma en que el portugués ponía todo patas arriba, la ropa siempre desordenada en el dormitorio, negligentemente amontonada en un rincón, y el cuarto de baño transformado en un verdadero campo de batalla. Siempre que iba a darse un baño, el capitán dejaba la bañera repleta de pelos y el suelo inundado de agua: era un verdadero salvaje. Cantaba en voz alta y desafinada en la bañera, pero mantenía un desconcertante pudor siempre que ella entraba en el cuarto de baño. Se cubría con una toalla, avergonzado y tímido, lo que la hacía reír.

—Vaya, tú crees que nunca he visto eso, ¿no? —le preguntó ella en cierta ocasión, provocándolo al entrar en el cabinet de toilette para ir a buscar un cepillo. Le divertía verlo tan lleno de pudores—. Anda, muéstramelo.

Él se sonrojó, turbado.

—Oh, no seas así —rezongó Afonso, encogido en la toalla—. Vete y déjame tranquilo, anda.

Mon Dieu, ¡una vez seminarista, siempre seminarista! —exclamó Agnès, revirando los ojos en un gesto burlón. Cogió el cepillo, dio media vuelta y se dirigió a la puerta para salir—. Quien te viera nunca diría que eres un semental en la cama. —Se rió y espió por la rendija antes de cerrar la puerta—. ¡Hasta ahora, fornicador púdico!

En otros momentos era él quien la provocaba. Evitaba las vulgaridades, prefería frases más románticas, con un toque platónico y elocuente.

Mon petit choux —le dijo en una ocasión, mientras se preparaban para salir—. Eres una santa, eres hermosa como una flor de primavera.

Era un piropo trivial, incluso algo ordinario, pero Agnès se sintió complacida.

—Tan amoroso —agradeció con expresión tierna, devolviéndole el cumplido en los términos que sabía irresistibles para el ego de cualquier hombre—. Pues mira, mon mignon, tu mayor atributo es esa potencia incansable. —Reviró los ojos y adoptó una pose de cocotte—. Oh la la.

—¿Te parece? —preguntó él con falsa modestia, bajando momentáneamente los ojos, algo avergonzado.

Ah oui!

Siempre que ella lo ponía a prueba, preguntando, por ejemplo, si tenía el culo gordo o los senos demasiado pequeños, cosas que sabía que no eran verdaderas, él daba siempre la respuesta justa e insistía en que Agnès era linda, perfecta, suprema, única.

Cuando se ovillaban en la cama, después de saciarse en el amor y antes de abandonarse al sueño, Afonso le susurraba palabras apasionadas al oído, enaltecía su belleza y su generosidad, le musitaba frases tiernas y la acariciaba suavemente. Abrazados en la habitación del Savoie y a la sombra de la noche, el capitán le juró que huiría de las trincheras sólo para cantarle una serenata bajo la lluvia. La mecía con un arrullo de amor entre promesas dulces y susurros melosos, le decía que la amaba, que la adoraba, que la idolatraba, que ella era lo mejor que le había ocurrido, que envejecerían juntos, que Agnès era una diosa, la mujer de sus sueños. Ella era una rosa, una joya, un rayo de sol, un aroma florido, un aria sublime, una brisa pura de primavera. La francesa cerraba los ojos y bebía con avidez aquellas palabras encantadas que la hacían sentirse tan especial, tan única, las bebía hasta marearse, hasta sentirse embriagada de amor y ebria de pasión, hasta sentir que, en realidad, Afonso era incomparable, era el mejor de los hombres.

De todos modos, pronto se agotó la licencia en el fulgor de aquel intenso e inolvidable paseo por París, y el momento del regreso se aproximó, implacable, inexorable, como una nube negra que corriese con rápida y traicionera lentitud en dirección al sol, corriendo hasta ocultarlo y lanzar sobre los amantes su siniestra y triste sombra; los arrancó de la exaltada felicidad en la que vivían sumergidos y los arrastró penosamente hacia la pesadilla de la aterradora hornaza en que se había convertido Flandes. Agnès y Afonso cogieron el tren de regreso a Aire-sur-la-Lys como esclavos resignados a su maldito destino, la sombría nube solitaria que los perseguía no paraba de crecer, de ensancharse, de llenar el horizonte, amenazadora y sofocante, recargada y gris, hasta volverse, cerca del indeseado destino, una vasta y tenebrosa tempestad de guerra.