VIII

Los soldados se quedaron con la boca abierta y los ojos fijos en el cielo en un gesto de asombro. Una vasta cortina de luz llenaba el firmamento, dibujando un fantasmagórico arco de colores que se perdía en las alturas. El destello luminoso danzaba en silencio, como un majestuoso y magnífico armonio, las profundas tinieblas celestiales se habían pintado con manchas de luz amarilla, verde, roja, azul incluso. Era algo nunca visto, una visión pasmosa, un prodigio que llenaba de fascinación o de terror a los hombres en la Tierra. La cascada brillante y colorida se deslizaba suavemente, muy despacio, en un lento y ondulante movimiento, llena de misterio, sublime en su majestuosidad. Un murmullo respetuoso se alzó de Ferme du Bois, varios lanudos cayeron de rodillas rezando, había incluso quien temblaba de miedo, Dios se manifestaba, la Virgen regresaba, o si no, pensaban ciertos soldados más supersticiosos, era la furia del más allá que estaba a punto de desencadenarse sobre ellos, miserables pecadores sumergidos en el barro y en la nieve. Algunos hombres, pasado el estupor inicial, comenzaron a gritar y a huir por las trincheras, temían el castigo divino, otros se quedaban pegados al suelo contemplando aquel vasto incendio celeste que iluminaba la noche como una hoguera gigante.

—Una aurora boreal —comentó Afonso, encantado con el singular espectáculo que le proporcionaba el cielo.

Era la noche del 20 al 21 de diciembre, el batallón, horas antes, había acabado de instalarse en las trincheras para enfrentarse a un enemigo más desgastador que los alemanes: el frío. Se acercaba la Navidad y un hielo increíble se abatió sobre toda Flandes. Afonso golpeaba el suelo con los pies, junto al fuego encendido en el gran recipiente cilindrico instalado en el suelo del puesto, intentando desesperadamente calentarlos en medio de aquel frío glacial, nunca había visto algo así, las mañanas heladas de Braga parecían brisa tibia comparadas con esas condiciones polares. Con las manos enguantadas metidas en los bolsillos del abrigo y densas nubes de vapor que salían por la nariz y por la boca, el capitán se levantó y fue a saltitos a comprobar la temperatura en el termómetro colgado de la pared lodosa del puesto. El mercurio registraba quince grados bajo cero. Afonso entendió la noción de la muerte de frío. Temblar de frío, como tantas veces tembló en Rio Maior, y sobre todo en Braga, no era frío, era mera frescura molesta. Aquél era un frío de verdad, era un frío que no hacía temblar, más bien hería la piel, desgarraba la carne, rasgaba el cuerpo; era un frío que quemaba, que dolía, que paralizaba, que entorpecía; era un frío que le hacía arder la cara, que le robaba el aire, que le dormía las manos y las dejaba entumecidas e insensibles, que le arrancaba gritos de dolor como si le estuviesen clavando cuchillos en la piel, que escaldaba el cuerpo con un ardor tan fuerte que se confundía con fuego, que le hinchaba y magullaba los dedos hasta las lágrimas; era un frío verdadero que lo torturaba lenta y largamente en Ferme du Bois, a él y a todos los desgraciados que el CEP había enviado al frente.

La aparición de la aurora boreal esa noche suspendió por un par de horas las hostilidades en tierra, como si los soldados temiesen que aquella extraña luz que se manifestaba en el firmamento iluminase los actos de guerra. Pero en cuanto el fuego divino desapareció, las trincheras despertaron de su sopor y reapareció el fuego humano. Las líneas enemigas volvieron a cruzar ocasionales tiros de cañón o ametralladora, pero era fuego de rutina, disparos destinados a recordar a los soldados de ambos lados que la guerra no había terminado. Venía la Navidad; era muy improbable que se diesen ahora operaciones de gran envergadura, no sólo necesariamente debido al periodo festivo, sino también porque el invierno había surgido inclemente, había nieve y barro por todas partes, no era práctico que la infantería avanzase por aquel suelo resbaladizo, donde el progreso de las tropas se revelaba lento y los reabastecimientos difíciles. Con el estado del terreno, que imposibilitaba cualquier ofensiva a gran escala, aquel frío cruel que los rodeaba y paralizaba se convirtió en el principal adversario de los lanudos, contra él tenían ahora que combatir las tropas desharrapadas que vivían en el barro de las trincheras.

En el calendario fijado en la pared húmeda del puesto, Afonso contaba y volvía a contar los días que le quedaban en las trincheras. Pasaría allí la Navidad y no se iría hasta el 28, era una eternidad, pero no había remedio. Para distraerse, se sentó en el banco y releyó la Orden de Operaciones n.º 12, destinada a su batallón. El 8 ocupaba ahora, y durante una semana, justamente la de la Navidad, el subsector S.S.2., o Ferme du Bois II, y el capitán recorrió con los ojos las instrucciones firmadas en la víspera por el comandante interino de la brigada, el teniente coronel Eugénio Fardel: «La compañía avanzada de la derecha guarnecerá los puestos Boar’s Head y Cockspur, con el comando de la compañía en S.15.b.50.95. La compañía avanzada de la izquierda guarnecerá los puestos Vine, Copse y Goat, con el comando de la compañía en S.15.a.65.40». «Muy interesante», pensó, bostezando. «El batallón del 8 ocupará el puesto de observación Savoy (5.9.d.08.18), que le será entregado por el jefe de los observadores del batallón del 3». Afonso comprobó en el mapa la localización del puesto Savoy. «Terminada la ocupación de los nuevos subsectores, el batallón del 8 y del 3 lo comunicarán a este comando con las palabras “Barcellos” y “Valença”, respectivamente, por telégrafo». El capitán tomó nota del código Barcellos. «En el S.S.2., el depósito de municiones de Saint Vaast reabastecerá por la decauville de Saint Vaast y directamente a la compañía de la izquierda. El depósito de municiones de King’s Cross reabastecerá por la decauville de la Rue du Bois directamente a las compañías de la derecha y apoyo». Afonso buscó en el mapa los polvorines de Saint Vaast y King’s Cross. Comprobó que Saint Vaast quedaba justo detrás de Lansdowne, su puesto, y eso lo puso nervioso. Sería conveniente que no cayese allí ninguna granada enemiga, sería un fuego de artificio memorable.

Cuando acabó de estudiar la orden de operaciones, se tumbó en el catre, se cubrió con una manta, cerró los ojos y dejó que su mente vagase melancólicamente hasta Agnès. Entendió que ya nada entre ellos sería como antes, habían dado un paso irreversible, ineludible, sus destinos estaban ahora irrevocablemente cruzados. Se compadeció de la preocupación que la mujer había manifestado por él, por su seguridad, pero no había dudas de que por detrás de aquellos miedos de mujer por la vida del hombre al que se entregaba se escondía la firmeza de quien había encontrado su camino. El capitán admiró la determinación y la valentía de Agnès, aquélla no era una mujer de melindres, parecía delicada como una flor, pero era francamente dura como una roca. Eso lo asustó un poco, esperaba que todas las mujeres fuesen dóciles, sumisas y frágiles, era así como se educaba en Portugal, pero esta francesa era enérgica y el portugués se sorprendió por sentir que incluso así le gustaba. Aquella determinación que se leía en sus ojos le parecía al mismo tiempo temible y admirable, lo que, inexplicablemente, le hacía amarla aún más. Era como si temiese que un día ella lo abandonase con la misma ligereza con que ahora se apartaba de su marido, como si cambiar de vida fuese tan fácil como volver la página de un libro, no hay duda de que, en estas cosas de romper las relaciones, las mujeres son más arrojadas que los hombres. Encarándola de este modo, el capitán comenzó a entender que para amar a una persona era necesario admirarla.

Matias, el Grande, accionó la bomba manual y comenzó a extraer el agua, en un esfuerzo por drenar la trinchera. Agachado junto a él, Vicente, el Manitas, lo ayudaba con un cubo, llenándolo de barro helado y tirándolo más allá de las líneas de circulación.

—Esta mierda no para de llenarse —rezongó Vicente, frustrado, con las piernas sumergidas en el barro hasta las rodillas—. Los cabrones de los boches no paran de echar agua para este lado.

—¿Los boches? —se sorprendió Matias—. Oye, Manitas, no insistas con esa estupidez. Dime una cosa: ¿qué culpa tienen los boches de este tiempo desgraciado?

—¿Es que no ves su posición? —preguntó Vicente, señalando la elevación de terreno al otro lado de la Tierra de Nadie, justo enfrente de Neuve Chapelle, el sector vecino de la izquierda—. ¿No ves que esos tipos ocupan una posición más elevada que la nuestra?

—¿Ah, sí? ¿Y qué hay con eso?

—¿Y qué hay con eso? Que me han dicho que también tienen bombas y las usan para echar el agua en nuestro sector.

—¿Ah, sí? ¿Y quién te lo ha dicho?

—He escuchado una conversación entre dos oficiales en el estaminet.

Matias interrumpió el trabajo de limpieza y miró al sargento Rosa, que descansaba recostado en unos sacos de tierra.

—Mi sargento, ¿me permite que suba a observar al enemigo?

El sargento hizo un gesto displicente. Matias trepó al parapeto, desde donde acechó fugazmente la posición alemana. El manto de nieve cubría toda la línea del frente, la Tierra de Nadie y el sector enemigo, situado entre la arboleda carbonizada del Bois du Biez. Recorriendo el terreno con los ojos, comprobó que, en efecto, los charcos de barro y de agua no se encontraban en la elevación de terreno ocupada por los alemanes, sino más abajo, junto a las líneas portuguesas.

—Realmente es así —confirmó el cabo, que se apartó y volvió a su puesto de trabajo—. No sólo tenemos que aguantar las bombas de esos tipos, sino que cargamos con el barro de los cabrones.

—¿Has visto cómo está la Rue de Puits, justo atrás de Euston Post?

—¿Si la he visto? El barro llega hasta el pecho, carajo. Me dijeron que hace un tiempo allí murió un gringo, ahogado.

Se concentraron en el trabajo, momentáneamente en silencio.

—Esto es una lata —se desahogó Matias, que se esforzaba por mantener la bomba manual drenando la trinchera.

—Pero fíjate, Matias, tú eres cabo, no tienes por qué estar aquí sacando barro.

El hombretón de Palmeira se encogió de hombros.

—No me importa —dijo—. Si no viniese yo, mandarían al Viejo o al Canijo, y ésos no aguantarían, caramba. Están hechos polvo.

El cabo se enderezó en la trinchera, reposando un momento del trabajo de extraer el agua y el barro. Sacó una botella de ron del bolsillo y bebió un trago.

—Ahhh, esta bebida es una maravilla —exclamó Matias, echando un vaho cálido y vaporoso—. Hasta parece que se enciende un horno dentro de uno.

—Dame un poco.

Matias, el Grande, le extendió la botella y Vicente bebió un largo trago de ron.

—Caramba, hombre —protestó Matias—. No te lo bebas todo. A ver si te vas pillar una cogorza y te pierdes por ahí.

—Anda, no te preocupes —repuso Manitas, que se limpió la boca con la manga—. Va sobrar un montón de este licorcito, ya verás.

Matias miró con desaliento el río de barro que llenaba la trinchera.

—Mañana es víspera de Navidad y nos la vamos a pasar aquí, apiñados en el barro como marranos —refunfuñó—. ¿Has visto esta mierda?

—No me hables de eso. Lo bueno es que van a traer bacalao.

—¿Bacalao? ¿Qué bacalao?

—Oye, Matias, mira que andas distraído. ¿Acaso no sabes que la ración de la Nochebuena va a ser bacalao?

—¡No me digas! —exclamó Matias, haciéndosele la boca agua. Estaba harto del corned-beef y de las pies, y un filete de bacalao con patatas y aceite venía de perillas—. ¿Y eso es mañana?

—Espero que sí. —Vicente se rió y le devolvió la botella de ron.

Matias guardó la botella en el bolsillo y reanudó el trabajo con redoblado entusiasmo.

—Y así será —dijo, encendiendo vigorosamente la bomba—. Sólo faltaría que los boches se portasen como colegas y nos dieran un día de descanso.

—Pienso que es normal que no haya guerra en Navidad.

—Ya he oído decir eso, pero no me lo creo.

—A mí quien me lo dijo fue una furcia de Béthune. Me contó incluso que siempre hay fiesta para la Navidad en las trincheras, los compañeros saludan a los boches, van hasta la avenida Afonso Costa e incluso juegan a la pelota.

—¿Y tú te lo crees?

—Pues…

—¿Nosotros jugando a la pelota con los boches en la Afonso Costa? Ésos son cuentos, engañabobos. Oye, Manitas, realmente eres un ingenuo.

El sargento Rosa se agitó en su reposo de sacos de tierra. Él era el militar graduado encargado de vigilar aquella obra. Se trataba de un trabajo de poca importancia, en caso contrario le habrían dado cuatro, cinco o hasta quince hombres, pero estaba decidido a hacer valer su autoridad. Por ello, con esfuerzo y elevado sentido del deber entreabrió un ojo para reprender a los dos hombres a sus órdenes.

—¿Y, muchachos? —rezongó perezosamente—. Vamos, menos palique y más trabajo. —Bostezó—. Después del drenaje, nos queda aún reparar las vigas, los travesaños y las banquetas. —Se movió, buscando una posición más agradable, y volvió a recostarse, indolente, en los confortables sacos de tierra—. Así que vamos, deprisa, deprisa.

Cerró los ojos, bostezó de nuevo y retomó la siesta.

La víspera de la Navidad amaneció serena. Tímidos rayos de sol atravesaron la bruma húmeda y bañaron con luz fría la nieve reluciente de Ferme du Bois, pero sólo por un breve instante. Pesadas nubes oscuras se dieron prisa en cortarles el camino, celosas, bloqueaban la luz y envolvían la martirizada planicie de Flandes con un sombrío y monótono manto gris. El termómetro registraba un grado bajo cero, nada malo para quien había padecido un frío peor sólo hacía unos días, pero lo que más impresionó a Afonso fue el silencio sepulcral que se abatió sobre la zona de guerra, no se oía un solo tiro en las trincheras.

—Buenos días, Joaquim —dijo, saludando al ordenanza a la salida de su refugio, el puesto de Lansdowne, situado junto a Forresters Lane, una transversal al sur de la Rue de la Bassée.

—Feliz Navidad, mi capitán.

—Feliz Navidad. Parece que hoy todo está muy tranquilo, ¿no?

—Sí, mi capitán.

Afonso hizo una ronda por las líneas y fue a enterarse de cómo había sido el «A sus puestos» de la mañana, la formación efectuada una hora antes de la salida del sol. Entró por la Forresters Lane en dirección al norte, como si fuese a Neuve Chapelle, bajó por la Rue de la Bassée y giró hacia el interior en la Rue du Bois. Se cruzó de camino con el teniente Pinto.

—Hola.

—Feliz Navidad, Afonso.

—Felices fiestas, Zanahoria. ¿Cómo ha ido la formación?

—Una maravilla. Ni un tiro.

—Hoy esto promete.

—Vaya si promete. ¿Has visto qué tranquilidad? Me dijeron que en Navidad siempre es así.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Tu amigo inglés.

—¿Tim? ¿Dónde está ese cabrito?

—Anda por ahí.

Afonso continuó por la trinchera cenagosa de Pioneer’s, empuñando el bastón de contera metálica, con Joaquim detrás de él. Aquélla era la primera Navidad de las tropas portuguesas en la zona de combate; la fecha parecía contagiar a todo el mundo, se veían sonrisas, había alegría en las trincheras. La mañana siguió tranquila, con los hombres limpiando las armas y bombeando el agua y el barro fuera de los pasajes. Después del almuerzo, Afonso fue a inspeccionar el sector de Port Arthur y se encontró en Pope’s Nose con el teniente Cook y otro oficial británico, que estaban tranquilamente sentados en la cima del parapeto y vueltos hacia el enemigo, a merced de las balas alemanas.

—Oye, Tim, ¿estás loco o te lo haces? Sal ahora mismo de ahí.

What ho, Afonso, old lad. Merry Christmas.

Merry Christmas para ti también, pero hazme el favor de salir de ahí, tú y tu amigo. A ver si recibes un balazo.

—Relájate, Afonso —sonrió el teniente Cook, hablando con su característico acento brasileño—. Todo el mundo está haciendo lo mismo. —Señaló a su alrededor—. Mira allí: los soldados portugueses están haciendo relax.

Afonso subió el escalón del parapeto, estiró la cabeza y se quedó boquiabierto al ver a los lanudos desperezándose lánguidamente en el extremo de los parapetos, ignorando con una calma olímpica las letales miras alemanas.

—Pero ¡están todos locos!

—Calma, Afonso —dijo el inglés—. Hoy es víspera de Navidad y las trincheras suelen estar tranquilas, es así todos los años —sentenció, señalando el sector enemigo—. Además, ¿no lo ves? Hay neblina allí enfrente, los boches no pueden llegar a vernos.

Un denso vapor se cernía, en efecto, en la Tierra de Nadie, reduciendo sobremanera la visibilidad. El alambre de espinos se mezclaba con las nubes bajas, la nieve se perdía en la claridad alba de la neblina. Afonso se encogió de hombros, resignado, y, con movimientos vacilantes y desconfiados, escaló el parapeto y se sentó junto a los oficiales británicos.

Captain Gleen, this is captain Afonso —los presentó el teniente Cook—. Afonso, éste es el capitán Gleen. El Alto Comando destacó al capitán para el periodo de Navidad.

How do you do? —saludó Afonso.

Howdy, mate. Merry Christmas. Compris Christmas?

Yes.

Christmas bonne. —El capitán Gleen se rió; sus mejillas rosadas le llenaban el rostro ancho—. Beaucoup rhum, beaucoup champagne, beaucoup port-wine. Et beaucoup zigzag! —Hizo un gesto con la mano, simulando un movimiento de embriaguez—. Compris? Beaucoup rhum, beaucoup zigzag!

Compris. Zigzag. Compris —respondió Afonso con una carcajada, divertido por el torpe patois de inglés y francés tan típico de las trincheras. Se volvió hacia el teniente Cook—. Oye, Tim, ¿este tío está como una cuba o qué?

—Él es siempre así.

—Ah, vale —exclamó. Miró la neblina, aún con cierto recelo por ponerse tan al descubierto, perfecto blanco para los francotiradores alemanes, sintiéndose como si estuviera desnudo. El problema es que nadie parecía otorgar demasiada importancia a la posición vulnerable en la que se encontraban, por lo que no sería él quien diese imagen de débil. Para abstraerse de la incómoda sensación de peligro decidió seguir conversando—. ¿Qué significa eso de que tu amigo fue destacado durante el periodo de Navidad?

—El capitán Gleen ya ha pasado tres navidades en las trincheras. La primera fue justo aquí al lado, en Neuve Chapelle. El Alto Comando consideró que él podría ser útil, con todo su knowhow, para ayudarnos a lidiar con los acontecimientos de estas fechas.

—¿Los acontecimientos de estas fechas? ¿Qué acontecimientos?

—La confraternización con el enemigo. El Alto Comando está preocupado por eso.

—¿Confraternización? ¿De qué hablas?

—Me parece que será mejor que él mismo te lo cuente —dijo el teniente Cook, que se dirigió a su colega en inglés—. Captain, ¿puede decirle a nuestro amigo portugués lo que ocurrió en la Navidad de 1914?

Christmas 1914 —repitió el oficial británico, con los ojos inundados de nostalgia—. Fue una Navidad extraordinaria. Extraordinaria. —El capitán Gleen sacó del bolsillo una caja amarilla de cigarrillos, con la marca Gold Flake escrita en la tapa, encendió uno, echó una bocanada y fijó los ojos en el infinito—. Sólo llevábamos cuatro meses de guerra cuando llegó la Navidad de 1914. Yo era en ese momento un corporal de los 18th Hussars destacado en un regimiento hindú de caballería de los Royal Garhwal Rifles. Estábamos atrincherados justamente aquí, en Neuve Chapelle, en las mismas trincheras donde están ahora los portugueses. Hubo violentos combates hasta el día 24: los jerries atacaron el 20, los hindúes retrocedieron el 22 y nuestro I Cuerpo respondió y reocupó posiciones. El tiroteo se prolongó durante la víspera de Navidad, pero, cuando cayó la noche, los combates se interrumpieron totalmente y todo quedó en silencio. Un silencio como éste, en este momento. —Extendió la mano, señalando a su alrededor—. De repente, en medio de la oscuridad, comenzamos a ver luces que se encendían del otro lado. —Volvió a señalar con un gesto—. Eran hileras e hileras de luces. Lanzamos un «Very Light» y vimos que los jerries estaban colocando pequeños árboles de Navidad iluminados en la parte superior de los parapetos. Nosotros y los hindúes nos quedamos atónitos mirando. Nuestros muchachos comenzaron a decir que era el divali, el divali. Les pregunté que era eso del divali y me explicaron que se trataba de la fiesta más importante del calendario hindú, consagrada a una diosa que augura riqueza. Fue una noche curiosa, pero las cosas no fueron a más.

—Eso fue en Nochebuena —intervino Afonso, medio preguntando, medio afirmando.

Indeed —asintió.

—¿Y el día de Navidad?

—Bien, ese día fue diferente. La mañana del 25 amaneció gloriosa, el día era maravilloso, el sol brillaba alto en el cielo, la lluvia de Flandes había desaparecido milagrosamente. En un momento dado, los jerries comenzaron a cantar. Eran prusianos del VII Cuerpo y cantaban a coro, algunos con magníficas voces de tenor, hasta se nos ponía la carne de gallina. Los oíamos entonar el O Tannenbaum, el Stille Nacht, Heilige Nacht, el O du Fröhliche, todos muy afinados, llenos de entusiasmo, de emoción. Como eran prusianos, y en consecuencia militaristas, no se olvidaron, claro, de las canciones nacionalistas, en especial del Wacht am Rhein y del Deutschland über Alles. Me parece estar oyéndolos…

El capitán Gleen se calló por un instante, sumido en la memoria de aquellos momentos.

—¿Ustedes respondieron? —quiso saber el teniente Cook, que rompió el silencio.

—Los hindúes no. Se quedaron callados, mirando. Pero algunos oficiales británicos entonaron en voz baja el Tipperary. ¿Nos imaginan cantando It’s a long way to Tipperary? —Se rió—. Bien, hacia el mediodía empezamos a verlos haciendo desfilar sobre las trincheras sombreros y cascos colgados de palos. Después se pusieron a acechar por los parapetos, primero con miedo, a continuación alzando la cabeza cada vez con más confianza. Nosotros estábamos pasmados viéndolos.

—¿Y nadie disparó?

—Nadie disparó. Supongo que nos pareció que, en aquellas circunstancias, eso habría sido asesinato a sangre fría. Comenzaron entonces a gritar en inglés, deseándonos feliz Navidad. «A Happy Christmas to you all!», vociferaban. Algunos hasta tenían acento cockney, ¿no es increíble? Otros gritaban: «Friede auf der Erde». Yo pillo algo de alemán, pero no entendí. El capitán Collins, que hablaba con fluidez el alemán, me dijo que eso significaba «paz en la Tierra». No les respondimos. Una hora después, repitieron la gracia. Lanzaron varios gritos de Happy.

Christmas y, en un momento dado, se pusieron en pie sobre los parapetos, desarmados, totalmente a merced de nuestros fusiles y ametralladoras. Nosotros estábamos perplejos. Los soldados apuntaron las Lee-Enfield para acabar con los prusianos, pero el capitán Collins dio una orden prohibiendo disparar. Todo quedó en suspenso, ellos saludando, nosotros quietos. La situación era anormal y, medio vacilantes, algunos de nuestros hombres se pusieron también de pie y saludaron, lo que provocó una fiesta del lado de los jerries. Ellos gritaron diciendo que podían darnos unos puros y que nos acercásemos, que no dispararían, que era Navidad. Desconfiamos. Salió entonces un prusiano que cogió una caja de puros, saltó a la Tierra de Nadie y avanzó en nuestra dirección. —El capitán Gleen señaló un sitio a la izquierda, en una parte de la Tierra de Nadie cubierta de neblina—. Vino por allí, me parece que lo estoy viendo, con el pickelhaube en la cabeza, una gabardina manchada de barro, la caja de madera a la altura del pecho, sostenida con las dos manos como si fuese un tesoro. Como nadie se movía, yo salté también a la Tierra de Nadie y fui a reunirme allí con él. —Señaló a la izquierda, indicando el punto de la trinchera de Neuve Chapelle que había ocupado en esa tarde memorable—. Yo estaba nervioso, me temblaban las piernas, sentía fusiles invisibles apuntados a mi cabeza, a mi pecho, a mis piernas. Hasta pensé en dar media vuelta y echar a correr, pero me controlé y seguí adelante, preguntándome mil veces qué estaba haciendo en medio de la Tierra de Nadie. Nos encontramos en el centro, junto al alambre de espinos. Él me entregó la caja y me dijo: «A Happy Christmas to you». Me quedé pasmado, sin saber qué hacer ni qué decir. Le estiré el brazo y le di la mano, le dije: «Danke schön und Merry Christmas». Cuando nos vieron en el handshake, los jerries del otro lado comenzaron a gritar como locos, parecían los de Cambridge festejando la victoria sobre Oxford en la regata, muchos saltaron a la Tierra de Nadie y vinieron en nuestra dirección, nuestros hindúes los imitaron y fueron a reunirse con ellos, era de no creer. Se dieron la mano unos a otros, se entregaron regalos, nosotros les dábamos cigarrillos, corned-beef, bizcochos, chocolates, ron, té y mermeladas Tickler; ellos nos obsequiaban con schnapps, sauerkraut, cognac, vino y dulces. Pero tenían sobre todo muchos puros que, por lo visto, se distribuían en abundancia en la retaguardia como presentes del káiser. Los puros eran tantos que el capitán Collins comentó que habíamos caído en medio de un batallón de millonarios. —Gleen soltó una carcajada y suspiró—. Ah, fue una fiesta increíble, tendrían que haberlo visto, aquélla fue realmente una Navidad en serio. Pensándolo bien, fue tal vez, en cierto modo, la mejor Navidad de mi vida, el ambiente era absolutamente fantástico.

—¿Conversaron? —preguntó Afonso.

—Claro. Había muchos handshakes y sonrisas, pero logramos hablar un poco. Me quedé con la impresión de que ellos creían estar ganando la guerra y se sorprendían de que nosotros siguiésemos combatiendo. Hubo uno que dijo incluso que había tropas alemanas en Londres, lo que provocó una risotada general entre los oficiales británicos. Creo que se quedaron desconcertados con nuestra reacción. —Gleen enterró el cigarrillo en la nieve y la punta incandescente se hundió en el hielo blando y se apagó con un fssssh—. Después, un oficial jerry propuso que enterrásemos los cuerpos que yacían abandonados en la Tierra de Nadie, y estuvimos de acuerdo. Entregamos todos los jerries que encontramos de nuestro lado y ellos nos entregaron los hindúes que había de su lado. Un cura jerry ofició allí una misa campal. Aún lo veo rezando con las manos juntas el padrenuestro, con sus rodillas en la nieve y la cabeza gacha diciendo: «Vater unser, der Du bist im Miel, Geheiligt verde Dein Name». Después nos sacamos fotos, volvimos a saludarnos y nos despedimos. Quedó acordado que habría una nueva tregua en Año Nuevo para que, una vez reveladas las fotografías, nos diésemos copias. Volvimos a las trincheras y el resto del día siguió en paz. A veces nos lanzábamos mensajes de un lado al otro, unos ofreciendo puros, otros prometiendo suvenires, y por la noche volvieron los cánticos. Ellos tenían el mismo repertorio de la mañana. Nosotros, los oficiales británicos, además del Tipperary, les brindamos una valiente interpretación del My little grey home in the west, del Home sweet mome y, claro, del God save the King, todo con muchos aplausos y aclamaciones efusivas al mismo tiempo. —Suspiró—. Fue realmente un día extraordinario.

—Al día siguiente volvieron los tiros —dijo Afonso.

Not really —replicó Gleen, meneando la cabeza—. Las cosas se mantuvieron en calma hasta el 26, nadie quería disparar el primer tiro. La artillería abrió fuego de la retaguardia, pero la infantería seguía quieta. A veces, cuando un alto oficial aparecía en las trincheras, disparábamos unos tiros al aire, para disimular. Ellos también disparaban y, una o dos horas después, se disculpaban, alegando que un general había pasado por allí. En Año Nuevo todo siguió igual. Algunos hombres se encontraron junto al alambre de espinos de la Tierra de Nadie para entregar las fotografías de Navidad. Las cosas siguieron así durante meses; sólo nuestra gran ofensiva de marzo de 1915, lanzada justamente aquí, en Neuve Chapelle y Ferme du Bois, puso fin a ese estado de cosas.

—¿Y toda esa confraternización de Navidad sólo se dio en este sector? —quiso saber el capitán portugués.

—No, fue generalizada —replicó Gleen—. Creo que dos tercios de la línea del frente británico, que en aquel momento se situaba entre Saint Eloi y La Bassée, interrumpieron la guerra. Se dice que hasta los franceses y los belgas, que odian a los jerries por haber invadido sus tierras, confraternizaron con el enemigo. Fue todo muy parecido en todas partes. Los cánticos, las luces de los pequeños árboles de Navidad, los apretones de mano, las fotografías, los intercambios de regalos, el rechazo a reanudar la guerra…

—He oído decir que hasta jugaron al football —apuntó el teniente Cook con una sonrisa.

—También yo lo he oído, sí, pero no vi nada y nunca conocí a nadie que diese testimonio de ello de primera mano. Pero se habló mucho. Se decía que, en ciertos sectores, nuestros hombres jugaron al football con los Fritz. Unos aseguran que todos anduvieron chutando una lata de corned-beef, otros hablan de pelotas improvisadas con trapos. Llegó incluso a publicarse en un periódico de Londres la noticia de que un partido entre nuestros tommies y los jerries terminó 3-2, a favor de ellos. Pero ésos son rumores. Yo personalmente no vi nada.

—¿Las otras navidades fueron también así? —quiso saber Afonso.

—No fue tanto, aunque efectivamente hubo confraternización. El Alto Comando dio instrucciones rigurosas para que no hubiese comportamiento amistoso con el enemigo, pero esas órdenes no se cumplieron en todas partes. En 1915, los soldados confraternizaron en Laventie, por ejemplo. —Señaló la retaguardia de la izquierda, detrás de Fauquissart—. Y el año pasado, aunque no hubo diálogo ni encuentros entre tommies y jerries, tampoco hubo combates, a pesar de que se dieron algunos disparos de artillería. De cualquier modo, y en lo que respecta a la infantería, casi puede decirse que no se dispararon tiros en las tres navidades de esta guerra.

Los tres oficiales se quedaron sentados en el borde del parapeto, con la mirada perdida en la neblina de la Tierra de Nadie, escrutando las líneas enemigas, adivinando intenciones, buscando señales. Una bandada de aves irrumpió con fragor sobre las trincheras. Era una visión rara, los pájaros nunca venían a visitar aquel volcán de fuego y muerte. Afonso suspiró, casi feliz, observando a las pequeñas aves posándose en los árboles calcinados y rompiendo el silencio con sus alegres canciones de enamoramiento.

—Me muero de curiosidad por saber qué va a ocurrir esta noche —comentó Afonso.

—Usted lo que quiere es conversar con los boches. —Cook se rió, con tono de provocación.

—Bien…, ¿y por qué no? —admitió el portugués—. Debe de ser interesante conocer así al enemigo, hablar con él. Los únicos boches que he visto al natural eran prisioneros o eran bultos distantes que desaparecían en un santiamén.

—Pero mire que el Alto Comando no lo va a consentir.

—Al Alto Comando que lo parta un rayo. ¿Qué harán ellos si yo, en Nochebuena, converso con el enemigo? ¿Me mandarán a las trincheras?

—Si usted fuese británico, lo enviarían ante el tribunal de guerra.

—¿Qué? No me digas que detuvieron a todos los que confraternizaron en 1914…

—No, claro que no. Pero hubo oficiales que sufrieron sanciones disciplinarias en 1915, y los reglamentos, desde entonces, se hicieron más duros en lo que se refiere a la confraternización con el enemigo.

—Pues entre nosotros no existe esa preocupación —sonrió Afonso—. Las ventajas de ser portugués.

—¿Qué pretende hacer?

—¿Yo? Nada. Pero, cuando surjan los cánticos, no me callaré, será un concierto fabuloso. Si los boches se ponen a cantar el O Tannenbaum, respondemos con el Malhão, Malhão, ya verás. Y si ellos nos sueltan el Wacht am Rhein, la gente del 8 les devuelve un vira del Miño. Y si los tipos insisten con el Stille Nacht, nosotros le respondemos con un fadiño de la Severa. —Se frotó las manos, anticipando con impaciencia el espectáculo que montaba en su imaginación—. Será una maravilla.

El teniente Cook le explicó al capitán Gleen las intenciones de Afonso. Gleen meneó la cabeza.

—Usted no puede hacer eso.

—¿Por qué?

—Porque los jerries no deben ver el estado en que se encuentran las tropas portuguesas.

—¿Por qué?

—Si ellos ven cómo están ustedes, todos rotos y desharrapados, cansados y ansiosos por salir de aquí, delgados, sucios y sin afeitar, yo no quiero estar cerca. Saltarán sobre ustedes con toda la fuerza que tienen.

—¿Rompen la tregua?

—No. Saltan encima después de la tregua. Después.

—Ah —exclamó Afonso, que se quedó cavilando sobre esa observación.

—Es imprescindible que no haya contacto entre portugueses y jerries, el Alto Comando insiste mucho en eso. Si hay confraternización, el enemigo se da cuenta en un instante de que ustedes son potencialmente vulnerables en nuestro sistema defensivo.

—¿Combatimos mal?

—No es exactamente eso —atenuó Gleen—. Digamos que da la impresión de que sus hombres ya llevan demasiado tiempo en las trincheras. ¿Cuándo llegaron aquí?

—¿Adónde? ¿A Francia?

—A las trincheras.

—Bien, la 1.ª División ocupó sus posiciones en el frente de combate a finales de mayo, y nuestra brigada, que pertenece a la 2.ª División, entró en las trincheras exactamente el día 23 de septiembre.

—Hum, mayo y septiembre… —repitió Gleen, haciendo las cuentas mentalmente y contando los dedos como si fuesen meses—. Por tanto, si no entiendo mal, la 1.ª División está combatiendo desde hace siete meses seguidos y la 2.ª División desde hace tres. Mire, si fuesen fuerzas británicas, ya habría llegado la hora de regresar a la retaguardia para un descanso prolongado, en especial la 1.ª División. Ningún soldado aguanta estar tantos meses seguidos hundido en charcos de barro con bombas que estallan a su alrededor y balas que vuelan constantemente sobre su cabeza. Fíjese en los jerries de ahí enfrente, por ejemplo. Hace poco tiempo estaban en aquellas trincheras, del otro lado, los hombres de la 50.ª División. Pues los últimos prisioneros que capturamos nos revelaron que ésos ya se fueron a descansar. Ahora están allí los tipos de la 44.ª División, también pertenecientes al VI Ejército de Von Quast. Así pues, de un lado hay jerries frescos y del otro unos portugueses fatigados. —Se sorbió la nariz—. Si quiere que le diga la verdad, esto huele mal.

—¿Y qué quiere que hagamos?

—Consigan refuerzos. For Christ’sake! —respondió, se sorbió de nuevo y echó un escupitajo a la nieve—. Ustedes necesitan tropas frescas y aún no han recibido ninguna. El cansancio se acumula, la moral se resiente y eso comienza a notarse en la forma en que los hombres se presentan.

Sintieron movimiento en la trinchera, justo detrás, y volvieron la cabeza para ver qué era. Pasaba un lanudo muerto de frío, envuelto en una pelliza sobada y con las mangas del uniforme rasgadas y largas, más grandes que los brazos, pero lo que más se destacaba en él eran las botas abiertas por delante, la suela se despegaba del cuero, parecía una boca abierta con la lengua fuera, la lengua eran los pies, claro, los calcetines rotos y apolillados iban cubiertos de trapos inmundos en el extremo, para protegerse los dedos. El cuero se había curtido sin grasa, lo que era común en Portugal y adecuado a las benignas condiciones climáticas del país, pero allí era diferente, el clima de Flandes resultaba mucho más húmedo y, en aquellas condiciones, el calzado portugués se volvía más permeable al agua y al barro, lo que facilitaba la putrefacción de los hilos que unen la suela con la pala y provocaba aquel lamentable y ridículo espectáculo.

El capitán Gleen señaló con el pulgar al miserable soldado que se arrastraba con dificultad por las tablas de la trinchera y que tan oportunamente les había brindado su inspiradora aparición.

You see? Justamente por esto no podemos dejar que Fritz los vea.

Afonso se quedó mirando al astroso soldado, pobre y muerto de frío, que se alejaba cabizbajo, trinchera arriba, en dirección a Hun Street.

—Comprendo.

—De cualquier modo, todos los oficiales británicos vinculados con las fuerzas portuguesas han recibido la orden de permanecer todo el día en las primeras líneas de este sector —aclaró Gleen—. Si los jerries llegan a inventar algún entretenimiento parecido al de 1914 o 1915 en Neuve Chapelle y en Laventie, tendremos que pasar enseguida la información al cuartel general.

Afonso lanzó una última mirada a la neblina que ocultaba las posiciones enemigas y, apoyándose en el bastón con contera metálica, saltó de nuevo a la trinchera, donde lo aguardaba Joaquim.

—No sé qué obligaciones tienen ustedes, muchachos —dijo despidiéndose de los dos británicos—, pero yo tengo que hacer una ronda. Hasta luego.

Cheerio.

El capitán atravesó la trinchera para dar una vuelta por todo el sector ocupado por la Infantería 8, bajando por la Rue du Bois hasta Richebourg Avoué; después giró a la derecha en Factory y subió por la Edward Road, donde tropezó con dos ratas gordas junto al Páteo das Osgas, le parecieron repugnantes, con sus colas largas y sus cuerpos tan pesados que hasta les resultaba difícil correr. Decidió volver nuevamente a la derecha, en Windy Corner, cogiendo la Forresters Lane hasta llegar a Lansdowne, su refugio, habitualmente el conjunto que albergaba el comando del batallón, pero que esta vez se limitaba a acoger al responsable de la compañía y a unas decenas de hombres más. Lo esperaba el teniente Pinto.

—Hola, Afonso, ¿por dónde has andado?

—Encontré a Tim con otro gringo y nos quedamos conversando en Pope’s Nose —respondió Afonso, que entró en el refugio y se sentó en el catre de alambre. Pinto lo imitó y ocupó el banco, junto a la caja de municiones que servía de mesa. El capitán se quitó el casco y miró a su amigo—. Los gringos están preocupados por la posibilidad de que confraternicemos con los boches.

—¡Qué disparate!

—No, escucha, no es ningún disparate. Me estuvieron contando que los boches suelen ser especialmente simpáticos en Navidad; los gringos temen que nos acerquemos a conversar con ellos y les mostremos nuestras miserias al enemigo.

—¿Ah, sí? Aún no he notado nada raro…

—Pero ¿no te has dado cuenta de que aún no ha habido hoy ningún disparo?

—Eso es verdad —asintió el Zanahoria—. Además te lo dije esta mañana.

—¿Y ya los has visto estirarse encima de los parapetos? Hasta parece que están de excursión.

—Afonso, esto «es» una excursión —repuso el teniente Pinto con especial énfasis en la palabra «es», su lado monárquico antiintervencionista siempre presente—. No deberíamos estar aquí, ya te lo he dicho mil veces. Sidónio tiene que sacarnos de esto…

—Oye, Zanahoria, no hablemos de eso —interrumpió Afonso, que alzó las manos al cielo con un gesto de impaciencia—. Hoy no me apetece, no tengo paciencia. Dame una tregua, es Navidad.

Un mensajero apareció en el puesto y se quedó observando desde la entrada.

—¿Me permite, mi capitán?

—¿Qué ocurre?

—Mensaje de la brigada.

El hombre extendió un sobre amarillo. Afonso cogió el sobre, lo rasgó y se dispuso a leer el mensaje. Irritado, sus mejillas enrojecieron; Pinto se dio cuenta.

—¿Algo grave?

—Estos tipos son unos cabrones —farfulló Afonso—. Esto no se hace.

—¿Qué?

—Escucha —dijo, y leyó el mensaje en voz alta—: «Se deben tomar todas las medidas para el combate. Toda la artillería bombardeará durante media hora al enemigo a las diecisiete, a las diecinueve y a las veintiuna horas». —Levantó la cabeza y agitó el mensaje—. ¿Qué me dices?

—¿En la víspera de la Navidad?

—Estos tíos están locos.

—Pero ¿qué bicho los ha picado?

—Yo lo sé. —Afonso suspiró y se levantó del catre, para salir del puesto—. Quieren asegurarse de que no habrá confraternización y han decidido ofrecer a los boches granadas como regalos de Nochebuena. Y a nosotros que nos zurzan.

—¿Y ahora?

—Y ahora vamos a comunicarle a la gente que se prepare para la fiesta. Va a ser un jaleo de cojones.

Matias, el Grande, se acomodó lo mejor que pudo junto a los sacos de tierra de la línea B, en Copse Post, entre Port Arthur y Richebourg Avoué. El sargento Rosa había pasado por allí para comunicar que habría combate, la artillería iba a entrar en acción y era inevitable la contraofensiva enemiga, por lo que debían tomar las precauciones necesarias. En verano y en otoño, un aviso sobre la inminente entrada en acción de la artillería conduciría a todo el mundo a los refugios, pero en invierno, con el agua y el barro invadiéndolo todo, los refugios no ofrecían ninguna seguridad. Construidos en tierras arcillosas y con las paredes de barro, lo normal era que se desmoronasen completamente cuando los alcanzaba una granada alemana. No era la primera vez que morían así varios hombres, ahogados en la ola de fango que se abatía bajo el impacto de una explosión próxima. De ahí que, en invierno, el último sitio adonde iban los soldados durante un bombardeo enemigo eran justamente los refugios, a menos que se los construyese de hormigón. Preferían quedarse al aire libre, pegados a las paredes de las trincheras, rezándole a la Virgen para que los protegiese de las bombas y de las esquirlas.

—Manitas —interpeló Matias—. Pásame un cigarrillo.

Vicente sacó del bolsillo de la chaqueta un paquete de cigarrillos franceses, los Gauloises Bleues, y le dio uno a Matias.

—¿Quieres fuego? —preguntó Baltazar, el Viejo, el veterano del grupo.

—Sí.

—Entonces espera a que la artillería abra fuego —respondió el serrano, que soltó una sonora carcajada.

Matias meneó la cabeza, paternalista.

—Eres realmente muy gracioso.

Baltazar tosía y se reía al mismo tiempo, divertido por la broma y sintiendo ya los síntomas de la tuberculosis. Abel, el Canijo, encendió una cerilla y Matias acercó la punta del cigarrillo, aspirando con fuerza.

—¿Qué hora es? —quiso saber Vicente.

Matias consultó el reloj.

—Falta un minuto.

Se quedaron callados, temiendo la inminencia del estruendo.

—¿Nos darán realmente bacalao para cenar? —preguntó Vicente, que rompió el tenso silencio.

—He ido a la cantina y Matos lo ha confirmado —dijo Matias—. Bacalao con patatas y aceite. Y habrá vino.

—Seguro que es una trola —rezongó Vicente, desconfiado de la calidad del tinto—. ¿Y de postre?

—Arroz con leche.

—¿No hay torrijas? —preguntó Abel, rascándose la cabeza piojosa—. Para mí, una Navidad sin torrijas no es Navidad.

—Joder, Canijo, mira que estás exigente —intervino Baltazar, ya recuperado del ataque de risa y de tos—. Dentro de poco vas a exigir cama con sábanas lavadas, almohadas y pijama. Y si estás agarrado a una tía con un respetable par de tetas y un buen felpudo, aún mejor.

Un violento rugido interrumpió abruptamente la conversación. El aire estalló y se sacudió, agitándose en ondas sucesivas, tremendas, y la tierra se puso a temblar bajo el impacto de los estallidos.

—Ha comenzado —gritó Vicente, más para sí mismo que para los demás.

Las detonaciones venían de atrás, seguidas por un zumbido que sobrevolaba las líneas y explosiones que se sucedían del lado alemán. Las baterías portuguesas se encontraban diseminadas por la línea de las aldeas, hacia la retaguardia, y disparaban furiosamente sobre las posiciones enemigas. Eran piezas de 75, de tiro tenso, y obuses de 4,5 pulgadas, con fuego más prolongado. Cada cañón descargaba cuatro tiros por minuto los primeros diez minutos, lo que provocaba un caos aterrador.

—¿Habéis visto esta mierda? —preguntó Baltazar entre el rugido de la artillería portuguesa—. Qué falta de categoría, bombardear de esta manera al enemigo el día de Nochebuena. ¿Qué van a pensar los boches?

—Sí —coincidió Matias, el Grande—. No es nada católico. Van a creer que somos unos salvajes.

—Esto es realmente un golpe bajo.

—Bombardear a los boches en la víspera de Navidad nos va a traer mala suerte —vaticinó Vicente, impresionado por el cañoneo.

—Cállate, Manitas.

—Esperad a ver —repitió Vicente, alzando el índice como quien lanza una advertencia—. Esto nos traerá mala suerte.

Al cabo de diez minutos, el bombardeo disminuyó de intensidad. De cuatro tiros por minuto, la artillería portuguesa pasó a dos tiros por minuto. El estruendo siguió siendo violento, pero se notaba que ahora se había vuelto algo menos cerrado. Transcurrida media hora, el ataque se suspendió abruptamente.

El silencio volvió a las trincheras y los lanudos se quedaron apoyados en las paredes de barro, los sonidos de las baterías retumbaban aún en los tímpanos, todos esperando nerviosamente la respuesta de los alemanes.

—Deben de estar todos cabreados —susurró Baltazar, temiendo que hablar alto fuese la gota de agua que colmase el vaso de la paciencia del enemigo—. Esto va a traer tela, ya veréis.

Siguieron esperando, pero nada, los alemanes no se movieron, ni un tiro. Nada. Esperaron, esperaron, pero sólo respondió el silencio.

—Tragaron y callaron —comentó por fin Vicente, en el fondo sin creer que eso fuese verdad, era tal vez un deseo, una súplica, una esperanza.

Al cabo de quince minutos, sin embargo, empezaron finalmente a creer que no habría contraofensiva inmediata y se relajaron un poco, fumando un cigarrillo tras otro. Inesperadamente, Baltazar lanzó un grito de alarma.

—¡Atención, gas!

Los compañeros dieron un salto y miraron con ansiedad alrededor, asustados, procurando evitar en vano la temida nube de color, mientras las manos acudían frenéticamente en busca de las máscaras.

—¿Gas? ¿Dónde?

Baltazar hizo presión con su barriga y, con un ruido aparatoso, liberó la flatulencia retenida en los intestinos.

—Gas alubia —exclamó el Viejo antes de echarse a reír de nuevo a carcajadas—. Categoría, categoría.

Los hombres se miraron, agobiados, y volvieron a sentarse. Matias suspiró y se quedó meneando la cabeza, con una sonrisa condescendiente dibujada en los labios.

—Muy gracioso.

Instantes después, el sargento Rosa apareció en el lugar y se sentó en cuclillas junto a los hombres. Venía jadeante, el temor de la contraofensiva alemana lo obligaba a correr agachado, lo que resultaba agotador. Aprovechó la pausa en la ronda para recuperar el aliento.

—¿Y? —jadeó—. ¿Novedades?

—Los boches están quietos, mi sargento —informó Matias.

—Ya me he dado cuenta.

—¿Por qué razón hay tan pocos hombres nuestros en las trincheras, mi sargento?

—La brigada dio orden de dispersar a la gente por los campos, allá atrás, en la línea de las aldeas, por si se produce la contraofensiva de los boches.

—¿Y nosotros?

—Alguien tenía que quedarse en las trincheras, ¿no? Les ha tocado a ustedes y a unos cuantos más.

—Siempre la misma mierda —rezongó Vicente, el Manitas—. Los jefes deciden distribuir castañas en Navidad y los pobres diablos nos quedamos con las sobras. ¡La madre que los parió!

—No vale la pena que insultes; los boches, por lo visto, no han reaccionado —lo amonestó el sargento Rosa.

—Por ahora, mi sargento, por ahora —insistió Vicente—. Espere a vuelta de correo.

—Pero ¡qué ave de mal agüero! —comentó Matias con tono reprobador. El cabo sabía que los presagios del Manitas tenían un efecto negativo en el pelotón.

—¿Cuándo sirven el bacalao? —preguntó Baltazar, igualmente preocupado por el efecto de los malos augurios de Vicente y decidido a aligerar la conversación y cambiar de tema. Como tenía siempre en la mente el rancho, para colmo con el menú especial de Nochebuena avivándole el apetito, creyó que éste era un tema magnífico para distraer al grupo—. He oído decir que esta noche, para la cena, va a haber unos platos de categoría…, y yo ya estoy con un hambre…

—No habrá bacalao para nadie —interrumpió el sargento secamente.

—¿Cómo? —se sorprendió Matias—. Pero Matos me ha dicho que…

—Se ha suspendido el rancho en la cantina.

—¿Qué?

—Disculpen, muchachos, pero son órdenes superiores —explicó Rosa, turbado por ser el portador de aquellas noticias—. Quieren a todo el mundo en su puesto durante la noche, la borrasca va a continuar.

—¡Oh, no! —protestó Baltazar—. Pero qué cabronada.

—Lo lamento, pero, como he dicho, son órdenes. Van a tener que conformarse con el corned-beef.

—¡Que el «cornebif» se lo coma su puta madre! —rugió Vicente, furioso y sublevado, dando un intempestivo puntapié a un saco de arena. Lanzó una sarta de tacos—. ¡Apuesto cualquier cosa a que la mierda del bacalao va a ir a parar a la mesa de los oficiales!

Nadie quiso apostar, era evidente para todos que el bacalao se destinaría a los «pájaros» carboneros de la retaguardia.

—Pero ¿de qué borrasca está hablando, mi sargento? —preguntó Matias, atento a las anteriores palabras de Rosa.

—Va a haber un nuevo bombardeo a las siete de la tarde.

—¿Otra vez?

—Otra vez —confirmó el sargento, que se incorporó para proseguir la ronda. No quería quedarse allí aplacando las protestas. Dio un paso para marcharse, vaciló, miró hacia atrás y esbozó una tímida sonrisa—. Feliz Navidad, muchachos.