VII

Los triángulos rojos señalaban la proximidad de las tiendas de la YMCA, la Young Men’s Christian Association, que se encontraba repartida por todo el sector que ocupaba la British Expeditionary Force. El Hudson sorteó la curva embarrada y se detuvo junto a la primera tienda, a la que afluían varios tommies ingleses, todos ellos visiblemente animados.

—Es aquí —dijo Afonso, que desconectó el motor y bajó del automóvil.

El capitán rodeó el coche por delante, abrió la puerta del pasajero e invitó a Agnès a salir. La joven baronesa se mostraba elegantemente vestida, a pesar de que sus trajes estaban cuatro años atrasados en la agenda de los exigentes estilistas parisienses. La silueta minaret, que había confeccionado en París en sus tiempos de estudiante de Medicina, había estado de moda en 1913, pero ya la habían sustituido otras novedades, aunque ése no fuera más que un detalle insignificante que se perdía en aquel rincón de provincias embrutecido por la guerra. Una mujer hermosa era siempre una mujer hermosa, y su sofisticada túnica de vivo carmesí, que cubría una falda ajustada de crinolina y acababa en un magnífico sombrero cloche, produjo un inevitable efecto dramático entre la soldadesca británica. Afonso entró en la tienda orgulloso como un pavo real, llevando del brazo a una elegante francesa que dejaba a los tommies con los ojos desorbitados. El capitán invitó a Agnès a un vaso de refresco de culantrillo y ambos se sentaron en las butacas, esperando el comienzo del espectáculo.

—¿Sueles ir al cinematógrafo? —quiso saber Afonso mientras bebía su refresco.

—Ahora, raras veces. Pero en París fui muchas veces al Phono-Cinéma-Théâtre du-Tours-la-Reine, a las salas Omnia y al Gaumont-Palace, que es el mayor cine del mundo.

—¿El mayor? —se admiró Afonso—. Pero mira que yo creo que, si lo fue, ya no lo es. Dicen que en América se acaba de inaugurar un teatro cinematográfico de lujo, muy ricamente decorado, con candelabros de cristal, alfombras en el suelo y todo. Leí en el periódico que es algo faraónico. Por lo que parece, el teatro tiene más de tres mil butacas y una orquesta con espacio para treinta músicos.

Vraiment? Mon Dieu, eso sólo en América —comentó Agnès con énfasis apreciativo antes de dedicarse a su tema favorito, las estrellas de cine—. Mi artista favorita es Sarah Bernhardt.

—A mí me gustan Mary Pickford y Marion Davies.

Ella frunció el ceño, puso boquita de piñón y lo encaró con expresión grave.

—Si tuvieses que elegir, ¿optarías por ellas o por mí?

Afonso se rio, divertido por la pregunta típicamente femenina.

—Por ti, claro, ma mignonne.

—Buena respuesta, mon chéri. —Agnès sonrió complacida—. Pues yo te prefiero a ti muy por encima de Douglas Fairbanks.

Los jóvenes de la YMCA cerraron mientras tanto el acceso a la tienda, tratando de impedir la entrada de la luz, y anunciaron el inicio de la proyección. La máquina de cinematografía comenzó a funcionar, ronroneando como una ametralladora lejana, tac-tac-tac-tac, emitió un foco de luz sobre una tela blanca, aparecieron números en negro saltando en la imagen y después vino la película. Un sacerdote anglicano se sentó al piano y comenzó a tocar, llenando la tienda de música y quebrando el silencio de la película. Primero pasó un documental: Les annales de la guerre; era un trabajo de la Section Photographique et Cinématographique de l’Armée con las últimas novedades sobre el conflicto, al que le siguió, para atenuar el impacto, el sketch cómico The rink, de Charles Chaplin, que produjo un tremendo efecto dentro de la tienda. Los espectadores no contuvieron los aplausos cuando vieron la figura del vagabundo con bigotes, y las carcajadas se hicieron irrefrenables cada vez que Chaplin tropezaba en su papel de hombre torpe con patines que intentaba equilibrarse dentro de un cuadrilátero. Por fin vino la película principal, titulada The heart of the world. Era un trabajo de descarada propaganda patriótica, firmado por D. W. Grifith y rodado parcialmente en el frente francés. Afonso pronto se desinteresó de las actitudes crueles de Erich von Stroheim, en el papel de un sádico oficial alemán, concentrándose en el apetecible cuello de Agnès. La francesa aceptó algunos besos más discretos, pero, cuando el capitán comenzó a entusiasmarse demasiado, se vio forzada a rechazar delicadamente esos impetuosos avances, preocupada por no transformarse en un espectáculo dentro del espectáculo.

Pas ici —susurró, apelando a la paciencia del amante—. Après, Alphonse. Après.

Cuando acabó la película, salieron del local de la YMCA y se encaminaron hacia el Hôtel Boulogne, en Boulogne-sur-Mer, un villorrio al noroeste del sector portugués, en la costa atlántica de la Picardía, a la entrada del canal de la Mancha. Ambos habían decidido que no era conveniente que Afonso volviese al Château Redier. Además de la falta gratuita de respeto que significaba dormir juntos en la casa del marido traicionado, había que considerar el factor de riesgo. Ninguno de los dos lograba disimular en absoluto sus sentimientos en presencia del otro, lo que el barón iba a notar, era inevitable, y, por otro lado, el anfitrión o los criados acabarían también comprobando las escapadas de Agnès a la habitación de huéspedes. Para zanjar el asunto, la baronesa dijo a su marido que iba a pasar dos días a París, y, haciendo coincidir ese «paseo» con la licencia obtenida por el capitán en el cuartel general del CEP, ambos se fueron a Bouloge-sur-Mer. El inconveniente era que, a pesar de estar relativamente lejos de Armentières, deberían evitar mostrarse juntos en público, lo que los obligó a encerrarse en su habitación de hotel. En honor a la verdad, sin embargo, para Afonso ése no fue en absoluto un problema.

El Hôtel Boulogne sirvió para vivir la pasión a sus anchas. Se amaron fogosa y repetidamente, aprovechando los intermedios para encargar comidas o conversar sobre mil y una cosas.

En la mañana del segundo día, Agnès se mostró interesada en conocer el pasado de su amante, un interés que no era nuevo, pero que, esta vez, se reveló más insistente.

—Pero ¿para qué quieres saber mi historia? —se resistió Afonso—. No hay nada interesante que contar, ma mignonne.

Agnès frunció el ceño, no iba a dejar que las cosas se quedasen así.

—Hum, no me convences —dijo—. ¿Cuál es el problema de que me cuentes tu pasado?

—No hay ningún problema, mi gorrioncito. Ocurre que no tengo nada especial que contar. Creo que mi vida se resume en tres ideas principales: nací, crecí y te conocí.

—Disculpa, pero ésa no es una respuesta. No me lo quieres contar, ¿no?

—No hay nada que contar, querida.

Ella cerró los ojos.

—Tu silencio me resulta sospechoso —sentenció—. ¿No será que me estás ocultando algo? No me digas que estás casado…

—¿Yo? ¿Casado? —Afonso se rio—. No, mi amor. No es nada especial, la verdad es que no me produce demasiado placer hablar de mí, ¿me entiendes?

—No, no te entiendo. Creo que estás escondiendo algo…

—Que no, querida. Créeme.

Pero Agnès no lo creyó. Irritada, se encerró en sí misma. Se recostó en la cama a leer la enigmática novela À la recherche du temps perdu y no le presto la menor atención. Estaba enfadada. Afonso intentó romper el hielo con algunas gracias, pero la francesa se mostró altivamente indiferente y permaneció distante, simulaba estar sólo preocupada por la descripción de Proust del glamour de la doble vida de Swann, los cotilleos de la tía Léonie, las posesivas soirées de los Verdurin, la tormentosa relación con Odette de Crécy.

Al cabo de una hora, temiendo desperdiciar de aquella forma un fin de semana tan prometedor, el capitán suspiró y se rindió. Apoyado en la cabecera de la cama, le contó al fin su historia. Afonso relató su infancia en Carrachana, la adolescencia en el seminario de Braga y la juventud en la Escuela del Ejército. Pasaron la mañana discutiendo el pasado, comparando su respectiva educación y la importancia de los viajes que ambos hicieron de pequeños a distintas capitales: él a Lisboa, ella a París. Cerca del mediodía, Agnès se desperezó y se levantó de la cama. Había seguido el relato con atención, pero daba señales de sentirse cansada por quedarse tanto tiempo encerrada en la habitación del hotel, ya le bastaba con las interminables horas de encierro en el Château Redier, lo que ahora quería era realmente expandirse. Ya muy avanzada la mañana, la francesa, de pronto impaciente, incitó a Afonso a dar un paseo.

—Ya me contarás el resto —le dijo mientras se ponía la chaqueta—. On y va?

El capitán no se moría de ganas de salir a la calle, no sólo porque encontraba en la exigua habitación del hotel ricos y sobrados motivos de interés, sino también debido a su temor a que los viese alguien cercano al barón Redier. Lo que menos les convenía era que el marido engañado descubriese la verdad. El problema es que Agnès no quería saber nada de los argumentos aparentemente razonables que le expuso con insistencia su amante.

—Nadie viene a Boulogne-sur-Mer para estar todo el tiempo encerrado en la habitación —sentenció la baronesa en un tono que no admitía más discusión, abriendo la puerta de forma decidida e internándose resueltamente en el pasillo—. Ven, mon chéri.

Afonso se resignó y no tuvo otro remedio que acompañar a Agnès a dar un paseo. Salieron del Hôtel Boulogne y fueron a pasear por la Grande Place y por todo el casco histórico, situado en el interior de las murallas de la Haute Ville. La mañana estaba fría y el sol asomaba tímidamente entre las nubes. Fueron a la Basilique Notre-Dame a ver la estatua de madera cubierta de joyas de Notre-Dame de Boulogne, patrona de la población, y siguieron hasta el majestuoso castillo poligonal construido en el siglo XIII para los condes de Boulogne, apreciando el exterior todo de piedra y las elegantes ventanas que asomaban por el tejado negro. A las dos de la tarde salieron por la Porte des Degrés, donde admiraron las dos torres medievales que flanqueaban la callejuela, y decidieron ir a almorzar una terrine de anguilas y un foie gras au sauté con langostino asado a un agradable restaurante de pescado situado en el muelle Gambetta, cuyas mesas tenían vistas al río Liane. De postre disfrutaron de unos deliciosos craquelins de Boulogne.

—Menos mal que no te hiciste cura —sonrió Agnès en su primer comentario al relato de la mañana—. Habría sido un desperdicio.

—Estoy de acuerdo —coincidió Afonso mientras cortaba el langostino con ahínco—. No era ése mi destino.

La francesa lo miró fijamente, maliciosa.

—Seguro que no dejaste a esa noviecita tuya en paz —le soltó.

—¿Qué noviecita? —preguntó, haciéndose el desentendido.

—Esa tal «Carolina».

Afonso tragó saliva y esbozó una sonrisa forzada, meditando si estaría cometiendo un error o no al contar su historia con tanto detalle. Con las mujeres nunca se sabe, reflexionó, todo lo que les contamos puede volverse en contra de nosotros. Pero ya había contado la mitad de su vida y no había manera de volverse atrás ahora.

—Oh, fue algo sin importancia —se justificó y, turbado, asomó el rubor en sus mejillas.

—Hum, no sé si creérmelo —dijo ella con una mueca sonriente—. Pero cuéntame lo que falta, anda.

—¿Ahora?

Pourquoi pas?

El capitán, durante el postre, habló de su integración en la Infantería 8, de los episodios de la entrada de Portugal en la guerra y de la ida a Francia. Concluyó la historia después del café. Afonso pidió la cuenta, besó a Agnès, pagó, subió al Hudson que había solicitado en el CEP y la llevó a dar un paseo por la costa.

Sintieron que la perfumada brisa marina les llenaba los pulmones con las fragancias frescas del océano cuando el automóvil comenzó a serpentear por las carreteras paralelas a la Côte d’Opale hasta conducirlos a la Colonne de la Grande Armée, al norte de Boulogne-sur-Mer. Admiraron cogidos de la mano el monumento de mármol que se alzaba allí, leyeron en la inscripción que la obra se había construido en 1841 para homenajear los planes que elaborara Napoleón para invadir Gran Bretaña, y se quedaron disfrutando de la hermosa vista panorámica de la costa hasta Calais, el gran puerto francés perfectamente visible desde aquel punto. Como una pareja de novios, subieron también a los promontorios ventosos del Cap Gris-Nez y del Cap Blanc-Nez para apreciar el mar bravio que rompía abajo en la ladera escarpada, las manchas blancas de los peñascos de la costa inglesa dibujadas entre el azul oscuro del mar y el azul claro del cielo. Vieron la puesta del sol en la línea del horizonte, el astro anaranjado zambulléndose en el canal de la Mancha, y se hicieron apasionados juramentos de amor. Cuando el manto de la noche se extendió por la costa, subieron al coche y dieron media vuelta para regresar al Hôtel Boulogne. Se hacía tarde y tendrían que viajar esa misma noche hasta el hotel que habían reservado en Merville, dado que la licencia del capitán estaba a punto de acabarse y tenía órdenes de presentarse en la brigada por la mañana temprano.

Al entrar en la habitación del hotel, Agnès se sintió angustiada y frustrada por la brevedad de la licencia de su amante. Quería quedarse con él y se veía sometida a las cadenas de un matrimonio que no deseaba y de una guerra que temía.

—¿Qué pasa, mon petit choux? —se preocupó Afonso, solícito. Se sentó a su lado, le enjugó las lágrimas y le preguntó en portugués—: ¿estás mosca?

C’est quoi, ça! —dijo saber Agnès, sin entender la pregunta.

Afonso le tradujo lo que le había dicho y la francesa apoyó la cabeza en su hombro.

—Estoy aterrorizada —dijo y sollozó—. Te quiero, Alphonse, pero tengo miedo de sufrir, de sufrir mucho, ¿sabes?

El capitán la besó varias veces.

—Pero yo nunca te haría daño, mi flor.

—No digas, eso, hacerme daño no depende de ti sino de Dios. ¿Entiendes? —Sollozó y dejó que las lágrimas corriesen por su rostro, ahora abundantes—. No depende de ti.

Afonso la atrajo hacia sí y la abrazó con más fuerza.

—Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué tienes?

—Me ocurre, Alphonse, que vivo aterrorizada con la posibilidad de que te ocurra lo mismo que le sucedió a Serge —dijo. Se sonó—. Tengo miedo de volver a pasar por lo que pasé hace tres años, de volver a sentirme perdida —continuó con un sollozo—. No sé quién sufre más, si el que va a la guerra o la que lo espera. Es algo…, algo difícil de definir, un sufrimiento, una ansiedad, una inquietud… Es terrible, terrible, sobre todo para quien vive esto por segunda vez.

No pronunció la palabra «muerte», seguramente debido al temor supersticioso de que la simple mención acarrease mala suerte, pero el capitán no tenía dudas sobre la naturaleza de los miedos de Agnès. La baronesa no lo quería perder y la angustiaba la inminencia de la hora de separarse, sufría por el comienzo de una semana más de sobresalto, de la ansiedad de la espera, de abatimiento cuando oía rugir con más fuerza los cañones, de incertidumbre en cuanto a la seguridad de su amante. Él mismo sabía que existía la posibilidad de no estar vivo dentro de poco tiempo, pero no podía hacer nada salvo aprovechar todos los instantes, saborear cada momento, vivir el presente, aferrarse a lo que la vida le daba. Abrazó un largo rato a su amante.

Cuando ella al fin se calmó, se levantó y fue a ordenar las cosas. Cerrar la maleta resultó, sin embargo, una tarea más complicada de lo previsto debido a un problema con la cerradura. Afonso comenzó a echar pestes y a dar puñetazos en el cuero. En medio del esfuerzo, oyó a Agnès chapurrear un portugués afrancesado.

Tu es mosca? —preguntó.

Afonso se rio y volvió a abrazarla. El abrazo se transformó en voluptuosidad y, minutos después, se amaban con fervor, gimiendo y respirando con suspiros jadeantes, navegando el uno en el otro, dando y recibiendo, los sentidos despiertos y embriagados. Toc-toc-toc. Unos golpes en la puerta rompieron el hechizo, aunque intentaron ignorar la interrupción y volver a concentrarse en sí mismos, regresando al mar de su pasión. Toc-toc-toc. Así no podía ser. Los nuevos golpes obligaron a Afonso a saltar irritadamente de la cama. Agnès se apoyó en la almohada, envuelta en la sábana, mientras el capitán se puso rápidamente el albornoz y, avanzando sobre las ropas desparramadas por el suelo, fue a ver quién era. Abrió la puerta con irritada brusquedad y sintió que se le helaba la sangre y se le paraba el corazón.

Era el barón Jacques Redier.

—¿Está mi mujer?

—Eh… ¿Perdón?

El barón lo empujó, entró en la habitación y encaró a Agnès, tumbada en la cama, cubierta por la sábana. El francés se puso rojo de furia, pero se contuvo.

—Agnès, vamos a casa.

La baronesa, con los ojos desorbitados, miró a su marido.

—¡Jacques!

—Vámonos, anda.

Afonso se acercó a la cabecera de la cama, preparado para defender a Agnès en caso de necesidad.

—Señor barón —dijo el capitán—. Lamento que haya descubierto todo de esta forma, es realmente…

—No quiero saber nada de sus opiniones. Haga el favor de no volver a dirigirme la palabra —interrumpió el barón sin mirarlo—. Vámonos, Agnès.

La francesa vaciló, pero acabó decidiéndose. Se levantó de la cama, protegiendo su cuerpo con la sábana, cogió sus ropas y se encerró en el cuarto de baño sin decir palabra. Se impuso en la habitación un silencio embarazoso, y Afonso y Redier evitaron mirarse. El portugués, sin entender aún lo que pretendía hacer Agnès, aprovechó para ponerse rápidamente el uniforme, que estaba desparramado por el suelo.

Minutos después, Agnès reabrió la puerta del cuarto de baño y reapareció ya vestida. Se dirigió a Afonso y sonrió débilmente.

—Disculpa, Alphonse, pero tengo que irme.

Afonso sintió que le daba un vuelco el corazón.

—No lo puedo creer —murmuró—. ¿Te vas con él?

—Disculpa. Tiene que ser así.

—Pero ¿por qué?

—Él es mi marido.

Afonso meneó la cabeza, angustiado, sintiendo que se le aflojaban las piernas.

—Pero tú no lo amas. ¿Cómo puedes hacer eso?

—Disculpa.

Agnès dio media vuelta, cabizbaja, cogió su maleta y se dirigió hacia la puerta. Afonso la aferró por el brazo, desesperado.

—No. No dejo que te marches.

El barón intervino, intentando apartarlo.

—Mi estimado señor, cuide sus modales —dijo Redier—. ¿No ha oído lo que ha dicho mi mujer?

Afonso volvió la cara hacia él y después hacia ella. Se sintió derrotado y la soltó. Redier cogió a Agnès por el codo y la sacó de la habitación. La francesa volvió a mirar hacia atrás, con los ojos tristes, perdidos, suplicantes.

—Disculpa, Alphonse. Adiós.

Las horas siguientes fueron difíciles para Afonso. Se quedó en un primer momento pegado a los cristales de la ventana de la habitación. Observó cómo el barón se llevó a Agnès hasta su Renault amarillo y cómo el sedán desaparecía por las callejuelas apenas iluminadas de la ciudad. Cuando ella se fue, se sintió vacío. Se quedó largo rato sentado en la cama, deprimido, angustiado. Sintió que la habitación aumentaba su sensación de claustrofobia y decidió salir a la calle.

Deambuló por Boulogne en esa noche cerrada, sin rumbo ni dirección, pero no encontró la tranquilidad que buscaba, tenía el corazón oprimido y hasta dificultades para respirar. Se sintió solo. La soledad se abatió sobre sí como un manto sofocante, como una puerta que se cierra en la prisión, como el sol que se esconde en invierno. Por más que intentase distraerse, no lograba dejar de pensar en ella. Agnès le llenaba la mente, su rostro lo invadía, le dolía su recuerdo. Le hacía daño la manera en que se había marchado, casi sin vacilar, obediente a su marido, olvidando la comunión que ambos habían sentido, o creyeron sentir. Pensó que necesitaba hacer algo con urgencia y, casi inconsciente, se echó a correr, corrió como un niño, temerario, sin propósito visible, corrió por correr, para cansarse, para agotarse, para olvidar. Pero el dolor no se mitigaba. Aun sin aliento, con los músculos pesados, los pulmones jadeantes, aun así ella seguía presente.

Volvió a la habitación y acabó de meter las cosas en la maleta. Encontró algunas prendas de ropa de Agnès, perdidas entre las sábanas, y las olió, nostálgico. Cuando terminó de ordenarlo todo, cogió la maleta y abrió la puerta. Echó una última mirada a la habitación, recordando la felicidad que había vivido allí, extrañado ante la súbita mudanza que se había dado en aquel recinto, antes tan colmado, tan feliz y lleno de vida, ahora vacío, muerto, insoportablemente triste, tremendamente desolado. No hay duda, pensó, son las personas las que hacen los lugares. Aquella habitación, que le parecía tan hermosa y alegre cuando la compartía con Agnès, se le presentaba ahora sombría, deprimente. Tal como años antes con Carolina, se daba cuenta de que valoraba más a Agnès ahora que no la podía tener, ahora que ella se había ido. La diferencia, sin embargo, era que aquella vez siempre había sabido que la amaba, le daba valor, la sentía insustituible, única, y su ausencia lo dejaba devastado. Cerró la puerta de la habitación y se arrastró por el pasillo, cabizbajo. Bajó las escaleras y fue hasta la recepción, pagó la cuenta y salió a la calle. Subió al Hudson, puso el motor en marcha y se fue.

Se dirigió hasta el Metropole, el hotel de Merville que había reservado para pasar esa noche con Agnès. Incluso consideró la posibilidad de no ir a dormir allí, le resultaría penoso estar solo en la habitación después de todos los planes que proyectaron juntos. Pero la verdad es que no había previsto ningún otro alojamiento, por lo que no tendría más remedio que ir al hotel. Entró en el edificio, rellenó su ficha de pasajero, cogió la llave y subió a la habitación.

Tal como había previsto, la noche fue larga y difícil. Dio vueltas y más vueltas en la cama, intentó distraerse, pensar en otras cosas, fantasear con otras mujeres, pero Agnès le llenaba el pensamiento, no había cómo huir de ella. Repetidas veces se dijo a sí mismo que tenía que dormir, tenía que aprovechar mientras estaba en la retaguardia, al día siguiente iría a las trincheras y pasaría una semana sin poder casi pegar ojo, pero era en vano, su pensamiento volvía siempre a lo mismo. Recapituló todas las conversaciones que habían entablado juntos, todo lo que ella le dijo, todo lo que habían compartido, intentó meterse en su cabeza y adivinar su raciocinio y sus sentimientos. En algunos instantes desesperaba, convencido de que la había perdido para siempre. En otros se llenaba de esperanza, creyendo que ella volvería. Se interrogaba todo el tiempo sobre lo que él mismo debería hacer. ¿Debería buscarla? ¿Debería esperar? ¿Debería escribirle? ¿Cómo hacer que lo echase de menos? ¿Qué hacer? Mil interrogaciones cruzaron su espíritu, mil dudas, mil certidumbres, mil angustias. La cabeza le hervía de ideas, buscaba soluciones, analizaba decisiones, proyectaba planes, ensayaba opciones e imaginaba emocionantes discursos, palabras hermosas y arrebatadoras a las que ella no se resistiría.

A las cuatro de la mañana, agotado y desanimado, se levantó y fue a afeitarse. Tenía que presentarse en el acantonamiento para preparar la partida hacia la zona del frente. No le quedaba mucho tiempo. Se puso el uniforme, cogió la maleta y salió. Sentía los ojos cansados, pesados, ardiendo de sueño, como consecuencia de la noche que no había podido dormir. Bostezó. Recorrió lentamente el pasillo, bajó con indolencia las escaleras y se apoyó casi desfalleciente en el mostrador de la recepción.

L’addition, s’il vous plaît —pidió.

El recepcionista, también medio soñoliento, fue a buscar el libro de los gastos para hacerle la cuenta.

—¿Cuál es su habitación?

—La 106 —respondió Afonso, extendiendo negligentemente la llave.

El empleado cogió la llave y se volvió hacia el mueble para colocarle en la casilla correspondiente. Vio un papel en la de la habitación 106. El hombre lo cogió y después lo consultó fugazmente.

—Ah, monsieur —exclamó—. Ya me olvidaba. Hay una señora en la sala de estar que lo espera.

El sueño se desvaneció en un instante.

—¿Una señora?

—Sí, llegó hace una hora para hablar con usted. Le dije que tenía órdenes de no despertar a nadie a esa hora, por lo que ella se fue a la sala de estar. Me pidió que lo avisase cuando bajara.

Afonso soltó la maleta y caminó rápidamente hacia la sala de estar, se aceleraron los latidos de su corazón, ansioso y excitado. Abrió la puerta del salón y vio un bulto tumbado en un canapé, dormitando. Era Agnès.

—Agnès —dijo—. Agnès.

Ella se estremeció y abrió los ojos.

—Alphonse —dijo—. ¿Estás bien?

La francesa sonrió tímidamente y se incorporó, intentando abrazarlo. Presa de un orgullo inesperado, inexplicable, Afonso retrocedió evitándola. Ella se quedó pasmada mirándolo, herida ante aquella reacción inesperada.

—¿Qué deseas? —preguntó él, disgustado y resentido.

—¿Qué deseo? Es evidente: te deseo a ti.

—No fue eso lo que dijiste ayer…

—Ayer estaba Jacques a mi lado, en una situación terrible. No lo podía dejar así, como un trapo viejo, a él que tanto me ha ayudado. Tienes que comprender.

—¿Ah, sí? ¿Y quién me comprende a mí? Te quedaste con él para no ofenderlo, pero no pensaste que me ofendías a mí.

—Alphonse, mírame —le ordenó con el semblante muy serio—. Jacques me ayudó mucho cuando yo estaba perdida, me tendió la mano y me sacó de una situación muy difícil. No puedo pasar por alto que eso ocurrió. Además, no soy capaz de responder con ingratitud.

—Muy bien, pero, si lo elegiste, ahora tienes que asumir tu opción, no puedes jugar con mis sentimientos.

—Alphonse, no seas niño. Estoy aquí, te he elegido, ¿qué más quieres?

—La elección ya la hiciste en Boulogne. Está hecha, no actúes ahora como si nada hubiese ocurrido.

Agnès se quedó mirándolo durante un buen rato, evaluando la situación, intentando decidirse. Al cabo de una pausa interminable, suspiró.

—Muy bien, veo que no me quieres. No vale la pena insistir. —Dio media vuelta y se dirigió resueltamente hacia la puerta—. Au revoir, Alphonse.

El capitán se quedó inmóvil, atónito, viéndola partir, abismado en su propia reacción. La deseaba ardientemente, nada quería más en la vida que no fuese la reconciliación, aquel encuentro lo liberaba de aquella pesadilla que lo dominara la noche anterior. ¿Y qué hacía él? La rechazaba, la repelía, la ignoraba. Sintió que un orgullo incontenible dominaba su corazón y nublaba su facultad de razonar, comprendió que su comportamiento se había vuelto rehén de ese inconmensurable sentimiento, egoísta y arrogante, pero se sentía impotente para superarlo. Por encima de todo, deseaba hacer difícil su rendición, hacerla sufrir, mostrarle que no podía disponer de él como quería, probarle que lo que le había hecho tenía consecuencias. El problema es que quien sufría era él. Con el corazón deshecho, la vio salir de la sala de estar y desaparecer más allá de la puerta. Se sintió confuso, experimentó sensaciones contradictorias, su corazón se enfrentó al orgullo, el peso del mundo se derrumbó sobre sus hombros, la respiración se le volvió jadeante, pesada, angustiosa. Se agitó, torturado por la duda, dividido en cuanto a lo que había hecho y en cuanto a lo que tendría que hacer. Sintió que los segundos se agotaban, cada segundo lo alejaba un poco más de Agnès, cada instante volvía irrevocable la separación. Torturado por un doloroso conflicto interior, dio tres pasos hacia delante, se detuvo, retrocedió, volvió a avanzar, casi corriendo, se detuvo nuevamente, la indecisión lo desgarraba. Después de una última vacilación, venció la voz del corazón. Echó a correr, cruzó los pasillos, pasó por la recepción y salió del hotel. Vio a Agnès subiendo en una calesa y temió que ella se fuese sin verlo.

—¡Agnès! —gritó. Su voz retumbó en las calles desiertas de Merville a esas horas de la madrugada—. ¡Agnès! Attends!

Durante un largo instante le pareció que ella lo ignoraba. Pero la baronesa se inmovilizó cuando subía a su asiento y volvió la cara, enfrentándolo. Afonso se acercó a la carrera.

—¿Qué deseas? —le preguntó ella, expectante.

El capitán se acercó a la calesa, jadeante, con su pecho que subía y bajaba, tomando aire.

—Espera —dijo. Se detuvo para recuperar el aliento—. Disculpa lo que te he dicho. —Tragó saliva—. ¿Te quedas conmigo?

Ella lo miró con intensidad.

—¿Estás hablando en serio?

—Nunca he hablado más en serio en mi vida. ¿Te quedas conmigo? —dijo con actitud suplicante—. Por favor…

Su rostro se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Claro que me quedo, tonto!

Agnès bajó de la calesa y se echó en sus brazos. Se besaron ávidamente, felices, aliviados, Afonso la enlazó y la llevó de nuevo al hotel, ciñéndola contra su cuerpo, con las cabezas inclinadas una en la otra, tocándose con ternura. Pidió de nuevo las llaves al recepcionista, con el brazo libre cogió la maleta que había dejado junto al mostrador, subieron las escaleras aferrados el uno al otro, el capitán puso la llave en la cerradura, abrió la puerta, tiró la maleta a la derecha, cerró la puerta y ambos cayeron en la cama.

Hicieron el amor despacio, con cariño, con pasión, emocionados, reconciliados, con las manos siempre enlazadas las unas en las otras. Se quedaron después un buen tiempo abrazados, gozando del momento, intercambiando susurros y caricias. Cuando salió finalmente el sol, Afonso suspiró y miró el reloj.

—Mi amor, es terrible, pero tengo que irme —dijo.

—¿Adónde tienes que ir?

Afonso suspiró.

—Tengo que presentarme en el batallón, mi licencia ya está agotada.

—¿Vas a las trincheras?

—Sí.

—¿No puedes olvidarte de ir?

—Poder, puedo, pero eso tendría consecuencias. Recibiría un castigo disciplinario y, peor aún, me quitarían la licencia que me dieron para después de Navidad. ¿Crees que merece la pena?

Agnès cerró los ojos.

—No. Si tienes que ir, ve.

—No te enfades, es mi deber.

La francesa se sentó en la cama de espaldas a él, se cubrió la cara con las manos y comenzó a sollozar.

—Ve.

Afonso se acercó, la cogió por la espalda y la besó en el cuello.

—Ten calma, mi amor, ten calma —murmuró con los labios pegados a los oídos de Agnès.

Agnès sollozaba, amargada. Apartó las manos de su cara y lo miró, con sus ojos, de un verde luminoso, brillando entre las lágrimas.

—¿Y si te ocurre algo, mon mignon? ¿Qué será de mí? ¿Cómo podré vivir?

—No me ocurrirá nada, querida, quédate tranquila.

—Pero eso no depende de ti, puede ocurrir. Mira lo que le pasó a Serge…

—No, mi flor, me han destinado a las tareas administrativas —le mintió repentinamente inspirado—. ¿Has oído? Ya no tengo que combatir, sólo que ocuparme de papeles, de la burocracia.

Ella apartó la cabeza y lo miró a los ojos, inquiriendo la verdad.

Vraiment?

Afonso mantuvo la mirada sólo lo suficiente. Después la atrajo hacia sí, temía bajar la vista y que sus ojos delatasen la mentira.

—Claro, ma petite. —La estrechó en un abrazo y después volvió a mirarla—. Volveré —le aseguró con una sonrisa—. Aunque me maten.