La luz, esa mañana, era límpida y suave. El sol difundió una claridad helada por el manto blanco intermitente que cubría el paisaje agreste de las trincheras. Diciembre había llegado con nieve y un frío glacial, más helado cuando el cielo se abría con un azul puro, como hoy, restos de copos amontados aquí y allá, como si estuviesen echados al abandono, pequeños charcos de nieve derretida en los cráteres y en las fosas de los surcos rasgados en la tierra entre parapetos, donde se amontonaban los topos humanos. La vegetación yacía quemada por el hielo o el fuego de la guerra. Los árboles, desnudos, carbonizados y mutilados, se alzaban como espectros obstinadamente de pie en aquella tierra revuelta por el acero y la muerte.
La tranquila placidez del paisaje albo creaba la ilusión, agradable pero peligrosa, de que allí no había guerra, impresión intensificada por las nuevas sensaciones que habían entrado de repente en el mundo del capitán Afonso Brandão y que daban color a su nueva perspectiva de vida. La intensa noche con Agnès y la complicidad que se estableció entre los dos amantes, complicidad cimentada en los fugaces encuentros que tuvieron los cuatro días restantes de descanso del oficial, avivaron en él otro estado de ánimo. En cierto modo, el capitán temía ahora aún más las semanas de trincheras, pero, al mismo tiempo, y a pesar de un mal disimulado sentimiento de culpa por su relación con la mujer de otro hombre, la perspectiva del regreso al descanso se presentaba más luminosa, llena de promesas, de encantos prohibidos, de placeres renovados, de emociones arrebatadas.
Era la mañana del día 6 de diciembre. La noche de la víspera, Afonso y la Infantería 8 habían regresado a las posiciones de Neuve Chapelle. El frío era punzante y, si ya se manifestaba así a principios de diciembre, ¿cómo sería en enero y febrero? Apoyado en el parapeto interior de la línea B, los pensamientos del capitán se dividían entre el esfuerzo por protegerse del hielo que le entraba por el dolmán y el deseo de refugiarse en el calor del recuerdo ardiente de Agnès y en el universo de fantasía que construía en su alma apasionada, anticipando los nuevos encuentros que preveía después de esta semana en las trincheras. Sacó del bolsillo la cigarrera plateada que la baronesa le regaló guiada por la emoción de la despedida, se llevó distraídamente un Kiamil a los labios y lo encendió, siempre sumido en sus pensamientos, intentando encontrar en el acre humo del cigarrillo el dulce aroma de la boca de la baronesa, la fragancia perfumada de L’heure bleue. Tan absorto estaba que sólo se dio cuenta de que el teniente Timothy Cook se acercaba cuando el oficial inglés de enlace lo saludó.
—What ho, Afonso, old boy?
El capitán bajó a la Tierra y miró al recién llegado.
—¿Eh? —exclamó—. Ah, hola, Tim.
—What’s up? —preguntó Cook, deseoso de saber qué novedades había.
—Nada. Por el momento, todo sigue igual.
—Entonces, ¿cuál es el motivo de tanto revuelo? —preguntó el teniente inglés en su portugués británicamente abrasileñado.
—¿Revuelo? ¿Qué revuelo?
—El que se ha armado en la C line.
—¿Qué ocurre en la línea C?
—No sé, dímelo tú. He visto un montón de gente en la puerta del puesto de señaleros, en Dreadnought Post.
—¿Ah, sí? ¿Cuándo?
—Ahora mismo, he pasado por allí y había un tumulto tremendo.
Afonso miró a Cook con expresión interrogante.
—No sé nada —dijo—. Espera que voy ahí a ver qué pasa.
El capitán recorrió con Joaquim la línea B, llegó a la línea de comunicación, Jock Street, giró a la izquierda y entró por Winchester Road, cogió la línea C, siguió hacia la derecha y fue hasta el puesto de señaleros de Dreadnought, un hoyo abierto entre sacos de arena. Al acercarse, se dio cuenta de que había, en efecto, un rumor agitado en el lugar.
—¿Qué ocurre? —le preguntó al teniente Curado, que se quedaba a la puerta, con oficiales inquietos a su alrededor.
—Una revolución, mi capitán.
—¿Una revolución? ¿Qué revolución?
—En Portugal, mi capitán. Bernardino y Afonso Costa se han marchado.
—¿Qué me están contando?
—Como le digo, mi capitán. Ha habido una revolución en Portugal.
Afonso entró en el puesto, donde todos hablaban animadamente, en medio de gran alboroto, se abrió paso entre los oficiales excitados y fue a hablar con el telegrafista.
—Cuéntame qué es lo que está pasando.
El telegrafista, un alférez de nariz protuberante, lo miró desanimado, por enésima vez le hacían la misma pregunta, todos querían saber qué pasaba, qué informaciones llegaban por telégrafo, y se había cansado de repetir la misma cantilena. Suspiró y decidió ser escueto.
—Sé muy poco, mi capitán. Sólo la información de que ayer hubo una revolución y que se combate en las calles de Lisboa.
—Me han dicho en la puerta que han derrocado al presidente de la República y al primer ministro.
—Por lo que sé, eso aún no se ha confirmado, es una mera especulación. Si hay combates, supongo, eso significa que aún no hay nada decidido.
—¿Y quién encabeza ese golpe?
—Un tal mayor Paes.
—¿Mayor Paes? ¿Quién es ése?
—No lo sé, mi capitán.
El teniente Pinto, su mejor amigo dentro de la Infantería 8, apareció entre otros dos oficiales, con su pelo rojo despeinado, como si acabase de levantarse, y le puso la mano en el hombro.
—¿Qué, Afonso? ¿Nos vamos a casa?
—Hola, Zanahoria. Creo que, finalmente, estamos en el lugar equivocado. La guerra es en Portugal, no aquí.
—Sí, allí están a tiro limpio.
—¿Quién es el tal mayor Paes?
—Mira, me dijeron hace poco que es un tipo del Ejército que estuvo hace unos años en el Gobierno y al que después enviaron al consulado portugués en Berlín.
A Afonso se le desorbitaron los ojos al identificar el nombre.
—¡Aaaaah, Sidónio Paes!
—Ése —confirmó Pinto—. ¿Conoces al tipo?
—Sólo por los periódicos —respondió el capitán.
—¿Y?
—Si llega a ganar, es lo que tú dices: me parece que podemos ir haciendo las maletas y prepararnos para volver a casa.
—Eso fue lo que me dijeron. ¿El tipo es monárquico?
—Eso es lo que tú quisieras —sonrió Afonso, buen conocedor de las convicciones monárquicas del teniente Pinto—. Por lo que yo sé, Paes es republicano, está ligado al Partido Unionista. Me acuerdo de que también formó parte de los primeros Gobiernos de la República.
—Pero está contra la guerra…
—Creo que sí. Estaba en Berlín cuando los boches nos declararon la guerra, se llenaba la boca elogiando a esos cabrones y, por lo que sé, no le gustaba nada nuestra venida a Flandes. —Se calló, pensativo—. Verás cómo la Virgen de Fátima finalmente tenía razón, vamos a volver pronto a casa.
El capitán Resende, ya menos gordo desde que hacía dos semanas se había sometido a la novatada, abrazó efusivo a los dos hombres.
—¡Nos vamos a casa, caramba!
—No te adelantes, Resende —recomendó Pinto—. Aún no sabemos cómo acabará este asunto, puede ocurrir que el mayor Paes no gane.
—Tú estás loco, Zanahoria. Yo conozco a ese hombre, claro que va a ganar.
—¿Lo conoces?
—De Coimbra. Dio clases en la universidad.
—¿Y cómo es?
—Un tipo recto, con él no se juega. Este desmadre de los diputados, de Afonso Costa y de la guerra se va a acabar. Paes pondrá orden en este desastre.
—Dios te oiga —comentó el teniente Pinto, que nunca llegó a digerir la decisión de Portugal de entrar en la guerra—. ¿Os dais cuenta? Bernardino y Afonso Costa vinieron aquí, al CEP, a mediados de octubre, y ambos ya están con excedencia menos de dos meses después.
El ambiente en el puesto estaba agitado. Los oficiales entendían que, cualquiera que fuese el desenlace, los acontecimientos de Lisboa tendrían impacto en sus vidas. Si el Partido Democrático seguía en el poder, manteniendo a Bernardino Machado como presidente de la República y a Afonso Costa como primer ministro, probablemente no se alteraría el grado de implicación de Portugal en la Gran Guerra. Pero, si triunfaba Sidónio Paes, las cosas cambiarían de rumbo y nadie dudaba de que sería posible la retirada del CEP del teatro de operaciones. Más que entre republicanos y monárquicos, el país estaba dividido ahora entre intervencionistas y no intervencionistas. Si el Partido Democrático, en el poder, era intervencionista, cualquiera que se le opusiese iba a estar necesariamente en contra de la participación de Portugal en el conflicto.
Afonso salió del puesto y, a pesar del frío glacial, salió fuera a tomar aire. Se sentía dividido y no sabía qué pensar. Por un lado, deseaba ardientemente dejar las trincheras, olvidar la guerra y regresar al cuartel de Braga o al rincón apacible de Rio Maior. Había hecho lo que le correspondía, había cumplido con su deber, era hora de descansar. Pero, por otro, no dejaba de tener conciencia de que el abandono del conflicto sería mal visto por los aliados y la posguerra se vería comprometida. ¿Cómo preservar el imperio si Portugal no era capaz de mantener dos divisiones en Flandes? Y, en el fondo, pensaba que eso no era todo: si el CEP se retirase, no sólo se perdería el prestigio de Portugal, habría también otras cosas que quedarían atrás. Estaba Agnès.
A Marcel le extrañó la petición de la baronesa y frunció el ceño, pero se limitó a asentir.
—Oui, madame —dijo, siguiéndola por los corredores del palacete.
Agnès cruzó el foyer con impaciencia, dejó atrás la puerta de entrada, recibió el aire frío de la mañana como un soplo de libertad y bajó la escalinata con alivio. Estaba fuera, había salido del palacete, se sentía levísima. El criado se le adelantó, deprisa, y fue corriendo hacia el lado derecho. Instantes más tarde, se oyó el ronquido de un motor y él apareció al volante del Renault amarillo del barón Redier, un elegante sedán. Dio la vuelta a la placita, se detuvo delante de su ama, bajó del coche, con el motor aún en marcha y soltando humo negro por el escape, abrió la puerta trasera. Agnès levantó sus anchas faldas rosadas, apoyó el pie derecho en el estribo y se instaló en el compartimiento cerrado. Marcel volvió al volante, destrabó el freno y arrancó. Una ráfaga de viento helado lo despeinó cuando el coche traspasó el portón: a fin de cuentas, el lugar del chauffeur era al aire libre, sólo protegido por el cristal delantero y por el tejadillo.
La baronesa se dejó conducir dócilmente, con los ojos fijos en el exterior de las ventanillas, clavados melancólicamente en las hileras de plátanos, de chopos, de olmos, de tilos, que desfilaban por el arcén de la carretera, ojos que se perdían en la planicie, en los bosques, en los barrancos, en el cielo abierto, en las vacas y los cerdos, en los patos y los gansos, en las casas abandonadas, en los graneros vacíos, en los muros invadidos por la hiedra, en los copos de nieve que se diluían en el barro, en los carruajes lentos, en los obstinados campesinos que insistían en labrar la tierra, ojos que miraban hacia fuera pero sólo veían hacia dentro. Los arbustos se agitaban y Agnès los observaba sin verlos, frente a sus ojos tenía solamente a Afonso, lo veía sonriendo, besándola, lo imaginaba en algún sitio en el frente, desde que sintió su calor ya no pudo soportar la presencia de Jacques, deseaba al capitán que le hacía recordar a su marido perdido, lo deseaba tanto que, ya desesperada, le había pedido a Marcel que la llevase al mercado para acompañarlo en las compras. Ella, que nunca se había preocupado por las compras en la plaza, quería ahora un pretexto para alejarse del palacete que la sofocaba, un pretexto para escapar a la espera ansiosa de su amor portugués, para pensar en otras cosas, para distraerse, también para sentirse más cerca de él en aquel villorrio detrás de las primeras líneas, donde él se había apartado. «¿Me estaré volviendo loca?», se preguntó, aún viendo sin ver los frondosos campos de Flandes que se difundían más allá de la carretera, extendiéndose hasta la línea del horizonte, prolongándose hasta fundirse el verde con el azul del cielo. «Lo conozco hace tan poco tiempo, tan poco, tan poco, ¿me estaré volviendo loca?» Respiró hondo, buscaba aire que la liberase de la ansiedad que la oprimía, se llenó el pecho con aquel aroma frío y puro que le traía noticias de la vida, se agitó con intranquilidad.
El automóvil entró en Armentières y los ojos de Agnès comenzaron por fin a ver, a avizorar lo que se encontraba más allá de los cristales. Allí fuera se agitaba la población, el barro del coche salpicaba las paredes de las casas, la nieve adquiría un aspecto sucio por los rincones, se veía allí un estaminet, allá una barbería, además de una boulangerie. Por todas partes soldados, deambulaban por allí todas las nacionalidades, tantas que hasta le hacían recordar aquel lejano paseo por la Exposición Universal, ellos eran ingleses, escoceses, canadienses, australianos, portugueses. ¡Ah, portugueses! Agnès se inclinó en el asiento y los miró con curiosidad, con intensidad, los estudió, buscó en ellos rasgos de Afonso y señas que los asemejasen tanto a Serge como ocurría con Afonso. «Les portugais sont toujours gais», recordó, pero no encontró ningún parecido. Eran pequeños, retacos, unos con rostros anchos, otros con caras chupadas y pómulos salientes, simplones, rudos, mal afeitados, con las botas sucias y descosidas, vestían ropas ridiculas, rotas, chaquetas azules con mangas tan grandes que les cubrían las manos. Unos usaban zamarras de piel de cordero, otros tenían una apariencia andrajosa, parecían tristes, desarraigados, se arrastraban por las calles en grupo, fumando. Algunos seguían solitarios, ensimismados, eran chiquillos sin alegría de vivir, niños sin infancia, hombrecitos abandonados en una tierra distante.
El Renault dobló en la esquina y se acercó al mercado, había más gente en las calles, se veían civiles, sobre todo viejos y niños. Al fondo reconoció una nuca, su corazón se aceleró, era Afonso. Agnès se llevó la mano a la boca, sobresaltada.
—Alphonse —murmuró.
Afonso estaba allí. Afonso caminaba por la acera inundada, veía su espalda, el coche se acercó, pasó junto a él, la francesa con el rostro pegado al cristal, con los ojos verdes bien abiertos, el automóvil se adelantó, ella se quedó mirándolo, confundida con el cristal, la nuca de él se hizo perfil y finalmente rostro. Afonso observaba distraídamente el suelo y tenía un cigarrillo en la comisura de los labios, pero el bigote era diferente y ella se dio cuenta, finalmente, de que no era él, no era Afonso, era otro, era un soldado canadiense. Agnès se recostó en el asiento, jadeante, asombrada, sorprendida consigo misma, con la mano en el pecho.
—¿Me habré vuelto loca? —se interrogó—. Mon Dieu, ya lo veo por todas partes.
Matias, el Grande, se sentía cansado y con frío. Se mantenía alineado junto a los hombres del pelotón en la línea B, cerca de Deadhorse Corpse, integrando la formación de la tarde, denominada «A sus puestos», una rutina diaria directamente inspirada en el Stand To británico. El sargento Rosa dirigió la mirada al fondo de la trinchera, vio al capitán Afonso Brandão acercándose y les gritó a sus hombres.
—¡Aaaaaa sus puestos!
El pelotón se cuadró de pie entre los hoyos cavados en el suelo blanco, haciendo sonar las botas y los metales de las armas y municiones con un fragor rápido, volvió el silencio y todos aguardaban la inspección del oficial. Afonso fue chapoteando por el barro y pisando copos de nieve hasta el punto donde los hombres se encontraban formados. Caminaba casi distraídamente, con un bastón de contera metálica que se balanceaba como un péndulo en el guante que cubría su mano izquierda, hasta que llegó junto al primer soldado del pelotón, Vicente, el Manitas, miró la Lee-Enfield e hizo una mueca de desaprobación, mientras un vaho de vapor le salía por la boca.
—Quiero este cañón limpio y aceitado.
—Sí, mi capitán.
El oficial pasó lentamente junto a los hombres del grupo, señalando con el bastón a un lado y a otro, poniendo reparos al equipamiento, a las armas, a las municiones, a los aparatos antigás. Reprendió a Baltazar, el Viejo, porque su respirador no estaba en la debida posición de alerta, puesto que, aunque la máscara estuviese suspendida por delante del pecho, como fijaba el reglamento, los muelles de la tapa se encontraban vueltos hacia fuera, lo que violaba las reglas establecidas. Afonso pasó delante de Matias, el Grande, e inclinó ligeramente la cabeza, en señal de que lo reconocía de la aventura de hacía dos semanas. Al final de la revista a los hombres, se detuvo junto al sargento Rosa.
—Sargento, quiero ver el material de la trinchera.
El sargento recorrió la trinchera con el oficial detrás. Le mostró las literas altas, los armeros, las bombas para sacar agua de las líneas, las piquetas y las azadas, los braseros, los pulverizadores Vermorel, las pistolas especiales para lanzar los «jerricanes» de iluminantes Verey, también llamados «Verey Lights» o «Very Lights», además de las sirenas Strombos y las campanillas de alarma. Lo más frustrante eran las bombas, que retiraban agua continuamente de las trincheras, por lo que los soldados seguían viendo el agua que brotaba del suelo fangoso o surgía del hielo acumulado, lo que volvía casi inútil todo el ejercicio. El capitán mandó limpiar algunas heces que vio incrustadas en las tablas de las pasaderas y ordenó que se reparasen dos banquetas estropeadas y un rollo de alambre de espinos que un Minenwerfer había roto dos horas antes, lo cual había provocado la aparición un cráter junto al parapeto de sacos de arena.
El sol, triste y agotado, se puso por detrás de las líneas portuguesas. La noche cayó, helada y oscura. El «A sus puestos» de la tarde terminó y se inició el periodo más difícil de la jornada. No había nada que el soldado temiese más que la noche, con sus misterios y peligros ocultos, con sus amenazas escondidas y sus silencios traicioneros. Afonso dio órdenes para que se apostasen cuatro centinelas de vigía, en vez de uno solo, como solía hacerse de día. Dos de los centinelas tenían que quedarse de pie, vigilando las líneas enemigas por el parapeto, y los otros dos podían sentarse en las banquetas. Al cabo de media hora, uno de los hombres de pie cambiaba de posición con uno de los sentados, y media hora después les tocaba el turno, a los dos restantes, de cambiar también de lugar. Se trataba de una forma de mantener siempre de vigía a un hombre con los ojos habituados a la oscuridad. A pesar de los mayores peligros de la noche, se dispensó a los snipers, dado que la visibilidad nocturna era nula y convenía proteger a los soldados.
Como comandante de la compañía de la derecha, a Afonso le correspondía asegurar los preparativos para la noche, previendo la posición de los centinelas, la fiscalización de la línea del frente y la divulgación de las órdenes del día. Esa noche había mandado efectuar varios trabajos de reparación de pasaderas, drenaje de trincheras y reposición de protecciones, además de ordenar la salida de varias patrullas de reconocimiento y otras de protección a los hombres que trabajaban con el alambre de espinos. Pero la orden más importante se refería a la salida de una patrulla de escucha, destinada a obtener informaciones sobre lo que ocurría en las posiciones enemigas.
El problema es que las noticias de Portugal concentraban la atención de todo el mundo; los soldados y oficiales especulaban sobre el futuro de su presencia en Flandes. Aún no se sabía a ciencia cierta cuál sería el rumbo de los acontecimientos, si el mayor Sidónio Paes vencería, si Portugal pondría término a su participación en la guerra, pero bastaba con que se planteara la hipótesis para minar el espíritu combativo. Nadie quería morir siendo tan próximo el regreso a casa, y por ello Vicente, el Manitas, y Abel, el Canijo, recibieron con disgusto la orden de prepararse para la incursión por la Tierra de Nadie. La orden vino de Afonso, pero la transmitió el sargento Rosa.
—Caramba, sargento, ¿por qué nosotros? —se quejó Vicente, gesticulando con vehemente indignación.
—Cállate y vístete —indicó Rosa, extendiéndoles a los dos hombres los impermeables blancos.
Estos uniformes se utilizaban con el fin de camuflarse en paisajes nevados y para que los soldados se confundiesen con el manto helado que lo cubría todo con una serenidad alba.
—Entonces, ¿por qué no viene también el capitán?
—Cállate y vístete.
—Siempre la misma mierda con los oficiales —murmuró Vicente, furioso, mientras se ponía los pantalones blancos con gestos bruscos—. Eructan después de comer filetes de pescado, y los que nos jugamos el pellejo somos nosotros. A ver si él tiene cojones para venir con nosotros.
—Ya te he dicho, Manitas, que te calles.
—Los gringos de la derecha ya han cambiado, mientras tanto nosotros aún estamos aquí, en esta pocilga, chapoteando en el barro como unos marranos.
Vicente se refería a la 25.ª División británica del XI Cuerpo, que ocupaba la línea a la derecha de Ferme du Bois y a la que, días antes, habían sustituido por la 42.ª División del XV Cuerpo del I Ejército de la BEF Las tropas portuguesas empezaban a ver cómo sustituían a sus vecinos para que fuesen a descansar y aspiraban a lo mismo.
—No te lo advierto más —farfulló el sargento, que apuntó el índice hacia Vicente, amenazador—. Vuelves a decir algo y la semana de descanso vas de guardia a las letrinas, ¿has oído?
El soldado siguió refunfuñando, pero ahora de modo imperceptible. Abel, el Canijo, se mantenía silencioso, era más introvertido, pero se sentía igualmente asustado e irritado. Le parecía poco sensato hacer aquella operación cuando existía la posibilidad, en el plazo de unos días o semanas, de que todos recibieran la orden de regreso. Pero se resignó. Se mostraba resuelto a permanecer lo más invisible que pudiera en la Tierra de Nadie y a regresar entero a las líneas del CEP. Con esa idea se puso el impermeable blanco y, acompañado por el sargento Rosa y por Vicente, muy disgustado, avanzó hacia la línea del frente.
Como siempre que frecuentaban la primera línea, se impuso un silencio respetuoso al pisar las tablas de la pasadera de la línea del frente, en el puesto avanzado de Duck’s Hill. Aquél era el último reducto antes de enfrentarse al enemigo; por allí accederían al punto más peligroso de todos, la Tierra de Nadie. El sargento hizo una seña y los dos hombres armaron las bayonetas y se sentaron en las banquetas, aguardando la llegada del oficial. El capitán Afonso Brandão apareció en Duck’s Hill hacia las nueve de la noche con un rollo de cable telefónico desactivado bajo el brazo y se sentó junto a los hombres que partirían para la patrulla de escucha.
—Ésta es una operación sencilla —indicó, con un hilo de voz—. Quiero vigilancia del terreno sin intervención, ¿entendido?
Los dos soldados se quedaron en silencio. El manto oscuro de la noche ocultaba sus rostros, sólo era posible distinguir un vago contorno de las siluetas. Afonso se sintió incómodo con aquel silencio.
—¿Entendido? —repitió.
—¿Qué debemos vigilar? —quiso saber Vicente.
Afonso reviró los ojos, impaciente. Era evidente que el soldado estaba disgustado y se hacía el que no entendía, no era posible que estuviese desde hacía dos meses en las trincheras y aún no supiese en qué consistía una patrulla de escucha.
—Quiero que comprueben si hay movimiento de patrullas enemigas y el número de soldados, pero no quiero tiros, sólo información —dijo con toda la paciencia que conseguía reunir, extendiéndoles el rollo de cable telefónico que había llevado consigo—. Lleven el cable para usarlo como cordón. Un estirón significa que han llegado y que están bien; dos estirones para regresar; tres estirones si detectan patrullas enemigas, seguidos del número de estirones según el número de boches; y cuatro estirones si opinan que la patrulla enemiga representa un peligro para nuestras líneas. ¿Entendido?
—Sí, mi capitán —asintió Vicente, resignado.
—Adelante, muchachos. Buena suerte… y tengan cuidado.
Los dos hombres se colocaron las Lee-Enfield en bandolera, cogieron el cable de teléfono, entregándole una punta al sargento Rosa, se hicieron con el alambre-guía, que los conduciría por un sendero abierto entre la maraña de los rollos de alambre de espinos, se subieron a las banquetas y saltaron en silencio desde el parapeto, sumergiéndose en la noche. Afonso y el sargento se asomaron por el parapeto para seguirles la pista y sintieron, sin verlos, cómo Vicente y Abel rastreaban lentamente por la nieve, según el trayecto que marcaba el alambre-guía, hasta que, unos metros más adelante, dejaron de ser perceptibles sus movimientos. Aguzaron la vista, intentando distinguirlos, pero no captaron nada. Afonso no pudo dejar de pensar que existían posiblemente patrullas alemanas que también circulaban por allí, invisibles y silenciosas, traicioneras y peligrosas, y no deseó estar en la piel de los dos hombres que acababa de mandar a desafiar a la muerte en la Tierra de Nadie.
El capitán y el sargento se quedaron un largo rato en el parapeto, mirando la inmensidad de las tinieblas que se extendía frente a ellos. Sólo unos tiros o ráfagas ocasionales rompían el silencio que se había abatido sobre las líneas. A cierta altura, un «Very Light», proveniente del lado alemán, se encendió en el cielo y comenzó a descender con lentitud, lanzando una luminosidad casi diurna sobre la Tierra de Nadie. Era una luz extraña y aterradora, tenía algo de siniestro, parecía de otro mundo. Había algunos a quienes les parecía hermosa, pero el capitán sentía un invariable estremecimiento de miedo siempre que veía aquel fulgor sobrenatural cerniéndose sobre las líneas. Intentando abstraerse de los sentimientos sombríos que generaba el «Very Light», Afonso y Rosa se esforzaron por aprovechar la visibilidad y detectar presencia humana en aquella faja de terreno inhóspito, presencia que sabían cierta. Pero el paisaje se mantenía muerto, la luz revelaba sólo los árboles tristemente encorvados, amputados y calcinados, alzándose como espantapájaros, las sombras girando con suavidad por el suelo en una rotación contrapuesta al faro que cruzaba el cielo, cráteres excavados en la tierra, un manto blanco de nieve resplandeciendo luminosamente bajo el fulgor frío del «Very Light» que bajaba suspendido de su pequeño paracaídas. El foco de luz murió cerca del horizonte, y, en aquellos largos instantes de claridad, no vislumbraron señales de Vicente y Abel, como si ambos se hubiesen volatilizado de la Tierra de Nadie.
Al cabo de diez minutos, un único estirón del cable telefónico indicó que los dos soldados habían llegado a la posición de observación. Tranquilizado, Afonso se sentó en la banqueta, dejando que el sargento vigilase la Tierra de Nadie, y encendió un cigarrillo inclinado sobre sí mismo, protegiendo la lumbre, con sus manos enguantadas, del viento cortante y, sobre todo, de las miradas enemigas. Pasaron los minutos y, por más que aguzasen el oído o intentaran discernir algo en la oscuridad, Afonso y el sargento Rosa no tuvieron ninguna indicación proveniente de la patrulla. El capitán sabía que, con aquella nieve desparramada por el suelo, no debería mantener a los dos hombres mucho tiempo en la Tierra de Nadie, so pena de que sufriesen hipotermia, por lo que, al cabo de media hora, le hizo una seña al sargento.
—Ordénales que vuelvan.
El sargento Rosa tiró dos veces del cable telefónico y se quedó vigilando desde el parapeto. Diez minutos después, los bultos de los dos soldados emergieron de la noche, blancos de frío, y entraron en la línea del frente. Les castañeteaban los dientes, tenían los brazos helados, temblaban sin parar. Se sentaron en las banquetas y se doblaron sobre sí mismos, encogiéndose en busca de calor. El sargento les extendió un vaso de aguardiente, que bebieron de un trago, ávidos del ardor del alcohol que entró en su cuerpo y les calentó las vísceras.
—¿Y? —preguntó Afonso cuando le pareció ver que los hombres estaban algo recuperados.
—No hay novedades, mi capitán —dijo Vicente, el Manitas, muy rápidamente, tragándose sílabas, con una voz quebrada por el frío—. Hemos oído hablar a los tipos al fondo y nada más.
—¿Ningún movimiento?
—Nada.
—¿Para dónde fueron ustedes?
—Hasta una fosa que hay al fondo, cerca de ellos. Hacía un frío de muerte. Si nos quedábamos un rato más, nos congelábamos.
—¿En qué punto estaban hablando los boches?
—Junto al parapeto, en línea recta frente a Rifle Row, en Mitre Trench —respondió Vicente, que señaló la dirección con la mano—. Justo allí.
Afonso suspiró y se incorporó.
—Vayan a descansar —dijo antes de alejarse.
El capitán fue hasta el puesto de centinelas. Tenía que transmitir la información de que todo seguía en calma en su sector y la orden para ametrallar la posición donde la patrulla había detectado soldados enemigos hablando, pero ante todo quería también saber si había novedades sobre los acontecimientos en Portugal. Después de comunicar que la patrulla de escucha no había registrado ningún movimiento en las posiciones alemanas, el alférez encargado del telégrafo le dijo que las fuerzas rebeldes en Lisboa habían hecho campamento en el parque Eduardo VII, mientras que la Guardia Republicana, leal al Gobierno, se había instalado en el Rossio. No había más detalles y el capitán volvió a las líneas para efectuar la ronda de la noche e inspeccionar los trabajos de reparación y drenaje de las trincheras. No llegaría a acostarse hasta el amanecer, después de que el resplandor radiante de la mañana asomase difuso más allá de las líneas enemigas.
Matias, el Grande, Baltazar, el Viejo, y cuatro hombres más pasaron tres horas encima del parapeto de la línea del frente, entre Newcut Alley y Château Road, dedicados al trabajo de fortalecimiento de las posiciones defensivas. Actuando a oscuras y comunicándose mediante murmullos temerosos, los seis soldados colocaron diecisiete alambradas y cuatro rollos de alambre de espinos en aquel sector, ya que unos morterazos caídos allí durante el día habían arrancado las protecciones anteriores. Perdieron la sensibilidad en los dedos, las manos se agitaban con un temblor menudo, dormidas y heladas. Con gran alivio, dieron por concluido el trabajo y recibieron la autorización del sargento Rosa para recogerse en el refugio, situado en Baluchi Road.
Matias y Baltazar bebieron media botella de ron junto a las paredes interiores del parapeto, sintieron que el alcohol les calentaba las entrañas como el vaho de un volcán y, más reconfortados, se pusieron en camino. Subieron por la Château Road hasta la Rue Tilleloy y entraron después por la Baluchi hasta llegar al refugio. Se sumergieron en el hueco fangoso y se encontraron con Vicente y Abel tumbados en el suelo y envueltos en mantas, con los cuerpos iluminados por una bombilla débil, cuya luz amarilla y parpadeante les bailaba en el rostro.
—¿Qué pasó con la patrulla? —preguntó Matias mientras se instalaba.
—No me hables —replicó Vicente, pálido de frío, con la manta que lo cubría hasta la nariz—. Hacía un frío infernal.
—¿Acaso no lo sé yo? Estoy con las manos hinchadas de sabañones, carajo —dijo, mostrando los puños deformados por el frío, los dedos gordos y de un color rojo amoratado—. Hasta parece que me sale sangre de las uñas.
—Esto es peor que la sierra —se quejó Baltazar, que era de Gerês y estaba habituado al hielo seco de las alturas—. ¡No siento los dedos, mierda!
Matias miró a Abel y reparó en que su amigo temblaba sin poder parar.
—Oye, Canijo, te veo muy mal.
—Ah, Matias, estoy helado —dijo con dificultad—. Esta patrulla en la nieve me ha sentado francamente mal.
—Ya lo veo. ¿Te has echado un trago?
—El sargento me dio algo de beber cuando acabó la patrulla —gimió Abel—. Pero el ron a mí no me hace mucho efecto.
—Joder, hombre, no sé qué hacer para que estés bien. No puedo encenderte una hoguera, no puedo conseguirte una buena tía para que te despeje. Si el alcohol no te hace efecto…
A Abel, el Canijo, le castañetearon los dientes una vez más antes de poder volver a hablar.
—¿Sabes lo que me sentaría realmente bien? —preguntó por fin.
—Dime.
—Algo que mi madre me daba en invierno.
La tiritera de frío se acentuó y Abel cerró los párpados y se calló, mientras su cabeza se agitaba en medio de un delirio de hielo. Matias se impacientó.
—¿Qué era? Desembucha, hombre.
Abel volvió a abrir los ojos.
—Té.
—¿Té?
—Sí, un té calentito, con un poco de alcohol. Puede ser ron. Té con ron. Ah, eso sí que era una maravilla.
—Oye, Canijo, ¿dónde voy a conseguirte té a esta hora? No están las cosas como para ir al estaminet…
Abel volvió a cerrar los ojos, con el cuerpo que no paraba de temblar en medio de descontroladas convulsiones de frío.
—Aquí aún nos quedan unos sobrecitos de té —anunció Vicente, hurgando en la caja de las raciones—. El problema es el agua caliente.
—Siempre podríamos hacer una hoguera —dijo Baltazar, pensativo—. Prepararíamos un fuego de categoría.
—Estás loco, Viejo —lo interrumpió Matias—. Nos asfixiaríamos aquí dentro, ni pensarlo. —Se calló un instante, pensativo, en busca de soluciones. Una ráfaga de ametralladora cortó el aire de fuera y el sonido sincopado entró ahogado en el refugio: a Matias le pareció que venía de las líneas alemanas, era una Maxim. El soldado tuvo una idea y se incorporó al instante—. ¿La tetera?
—¿Eh?
—¿La tetera?
—Ahí al fondo, hombre —dijo Vicente, apoyado en el codo—. ¿Por qué? ¿Quieres realmente encender la hoguera?
Matias dio tres pasos, cogió la tetera y salió como un rayo del refugio.
—Ahora vuelvo.
El cabo subió por Baluchi Road a paso rápido y enérgico, intentando entrar en calor y atenuar así el frío punzante que le entraba por el chaleco de cabritilla, y fue hasta Sunken Road. Enfiló a la derecha por Sunken y, antes del puesto de Tilleloy Sur, se encontró con el escondrijo de la ametralladora camuflado entre sacos de tierra y vegetación artificial.
—Rogério —llamó.
—¿Quién viene? —preguntó una voz venida de la oscuridad.
—Soy yo, Matias.
—Ah, tío. ¿Qué vienes a hacer aquí?
—¿Estás a cargo de la ametralladora?
—Y qué crees que estoy haciendo aquí, ¿eh? ¿Follándome a una chavala?
—Necesito ayuda.
—Dime.
—Tengo allá un compañero que se está cagando de frío, tiembla como una gallina frente al cuchillo.
—Dale un buen trago.
—Ya se lo he dicho, pero dice que no le hace efecto.
—Entonces que se ponga una chaqueta.
—Joder, Rogério, estoy hecho un carámbano y no tengo paciencia para bromas.
—Entonces di lo que quieres.
—Mi compañero necesita un té.
—¿Un té?
—Sí, un té.
—Oye, Matias, ¿te estás quedando conmigo o qué?
—En serio.
—¿Té para calentar? Dime una cosa: quien tiene frío, ¿es un compañero tuyo o más bien una demoiselle que has traído a escondidas a las trincheras?
—Es un compañero, coño. Es el Canijo. El tipo anduvo por la nieve haciendo una patrulla y está que no puede más.
—Pero ¿dónde quieres tú que le consiga té? ¡Se te ocurren unas cosas!
Matias se impacientó y decidió ir al grano.
—Oye, Rogério, ¿ya abriste fuego esta noche?
Se hizo silencio.
—¿Rogério?
—Me estás tomando el pelo, dime que me estás tomando el pelo.
—Anda, sé amable, échame una mano.
Se hizo un nuevo silencio, más corto.
—Por lo tanto, si no he entendido mal, tú quieres que yo abra fuego para que puedas hacerle un té a un compañero que tiene frío, para colmo el Canijo, ese enclenque que está contigo…
—Eso es.
—Tú estás pirado, Matias.
—Vale.
Nuevo silencio.
—¿Y yo qué gano con eso?
—Te doy un cigarrillo.
La voz en la oscuridad se rio con ganas.
—¿Un cigarrillo? ¿Uno?
—Está bien, dos.
—¿Dos cigarrillos? Te estás quedando conmigo.
—Tres.
—Un paquete.
—Cinco.
—Un paquete, te he dicho.
Matias suspiró, se palpó el bolsillo y sintió el paquete de cigarrillos.
—Un paquete entero no tengo —dijo—. Pero puedo darte todos los que tengo en el bolsillo, suman casi un paquete.
Se hizo un breve silencio más.
—Está bien, caradura, negocio cerrado. Ven, ayúdame.
Matias avanzó en la oscuridad con los brazos extendidos. Las manos flotaron en el aire hasta sentir el cuerpo caliente de Rogério y la superficie metálica y dolorosamente helada de la Vickers MK I, la gran ametralladora pesada británica, de 303 pulgadas, apoyada en un trípode.
—Pásame la caja que está ahí al fondo —pidió Rogério—. Son las municiones.
Matias cogió la caja y sacó una cinta de balas, eran doscientos cincuenta proyectiles alineados uno al lado del otro, como dientes afilados y amenazadores, listos para rasgar la carne y astillar huesos. Rogério encajó la cinta en la ametralladora, la empuñó con las dos manos, sintió el gatillo en los pulgares y giró el arma.
—¿Hacia dónde disparo?
—Suelta unos cuantos tiros hacia la segunda línea de la Mastiff Trench, justo al lado de los boches.
Rogério apuntó hacia la izquierda, calculó la posición de la línea B de la Mastiff Trench, bien dentro de las posiciones alemanas que se extendían por delante, y apretó el gatillo. Un matraqueo ensordecedor llenó el pequeño refugio camuflado, las balas salían del cañón en sucesión rápida y explosiva: Tra-tra-tra-tra-tra. Matias pensó que era como un perro ladrándole en los oídos, un ronquido loco e insoportable, un ruido del Infierno llenándole la cabeza y poniendo a prueba sus nervios. El cubrellamas, en la punta del cañón, le ocultaba al enemigo los relámpagos de cada tiro, impidiendo que los alemanes detectasen con precisión la fuente de los disparos. La primera cinta se agotó en treinta segundos, tan rápida era la sucesión del fuego. El arma dejó de disparar. Un silencio reparador llenó el pequeño refugio. Rogério metió una segunda cinta y regresó de inmediato el estruendo infernal. Cuando también se agotó la segunda cinta, treinta segundos y otras doscientas cincuenta balas más tarde, Rogério colocó una tercera y, medio minuto más tarde, una cuarta. Gastó mil balas en dos minutos de tiro, además del tiempo para los cambios de cinta. Cuando terminó, puso levemente el índice en el grueso cañón de enfriamiento para medir la temperatura.
—Está bien —dijo finalmente.
Matias se levantó, fue hasta el extremo del grueso cilindro de la Vickers, tanteó el metal caliente en busca de la abertura para la salida del agua y la encontró en la punta, por debajo, justo detrás del cubrellamas. Desenroscó la abertura con los dedos, colocó la tetera por debajo del orificio y dejó que el agua hirviendo llenase el recipiente. Cuando la tetera estuvo llena, la apartó y dejó caer el resto del agua caliente en el suelo. Después volvió a enroscar la tapa del orificio de evacuación del agua y abrió el de entrada, en el extremo del cilindro, justo al lado de la mirilla. Rogério le dio un garrafón con agua helada y Matias lo echó por el orificio hacia el interior del cilindro. Se oyó un fzzzz prolongado, era el agua helada que enfriaba el cañón casi incandescente. Terminada la tarea, el cabo enroscó la tapa, cogió la tetera cargada de agua caliente y se incorporó.
—Esto de enfriar la ametralladora con agua da un verdadero gustazo —comentó con una sonrisa. Puso la mano izquierda en el bolsillo, cogió el paquete prometido de cigarrillos y se lo entregó al encargado de la Vickers—. Gracias, Rogério.
Después, se marchó tan campante, con la tetera repleta de agua hirviendo para el té del Canijo.
La Infantería 8 terminó el turno en las trincheras el 12 de diciembre. Al día siguiente, aprovechando la jornada de descanso que habitualmente se le concedía a una unidad que acababa de abandonar las primeras líneas, Afonso solicitó un pase B para abandonar el acantonamiento, requirió un caballo, un pesado ardennes blancuzco con matas de pelos negros del copete a la crin y manchas oscuras en los muslos y en el jarrete, y se fue al trote hasta el cuartel general del CEP en Saint Venant. Ya en las calles del pueblo se detuvo frente a un cartel insólito. «Aviso», anunciaba el cartel, que indicaba a continuación: «Está proibido el uso de letrinas inglesas a los portugueses. Tienen sus propias letrinas a la entrada del Parque a los que se encuentre husando otras letrinas serán castigados severamente». Releyó el texto, atónito y divertido. «¿Quién habrá sido el idiota que ha escrito esto?», se preguntó. Comenzó imaginando a un analfabeto de pueblo, pero pronto concluyó que sólo podría tratarse de un inglés, lo único que esperaba es que no hubiese sido Tim. Sin dejar de reír, chasqueó la lengua y obligó al caballo a retomar la marcha hasta el cuartel general, donde llegó minutos después.
—¿Así que esto es la Gran Ganga? —le comentó al centinela, en tono de provocación, cuando se vio frente al edificio, en una bucólica zona verde defendida por un sólido muro de piedra.
Gran Ganga era el nombre que los hombres usaban para referirse al cuartel general del CEP, por considerar que ahí era fácil combatir en la guerra. El cuartel general de la 1.ª División era la Ganga n.º 1, y el de la 2.ª División era la Ganga n.º 2, los recintos donde hormigueaban las legiones de combatientes de la retaguardia, los bravos guerreros que hacían de los hoteles y de los restaurantes sus sangrientos campos de batalla, los indomables héroes que, en vez de las trincheras grises de Fauquissart, de Neuve Chapelle y de Ferme du Bois, preferían arriesgar la vida en las suaves arenas de las playas de Ambleteuse, Étaples y Boulogne.
El oficial se apeó del caballo, le acarició el lomo, se lo entregó a un ordenanza y cruzó a pie el portón de entrada hacia el terreno de la Gran Ganga. Era una mansión majestuosa, de dos pisos y enormes ventanas, la principal situada en la primera planta, sobre la entrada, y señalada por la reja rectangular de hierro forjado que protegía un pequeño balconcillo. El capitán atravesó el destartalado jardín que se extendía frente a la mansión, pasó entre un elegante Ford T y un elegante Bugatti Tippo 10 estacionados frente a la puerta y entró en el cuartel general.
Afonso tenía un amigo en el cuartel general. Se trataba del teniente Trindade, su compañero de pupitre en la Escuela del Ejército, que trabajaba en la secretaría del general Tamagnini Abreu. Trindade era el antiguo cadete conocido en la escuela como el Mocoso, debido al célebre incidente feliz en una clase, cuando estornudó violentamente sobre un profesor. Pero en Flandes el mote más adecuado era el nombre de un pájaro, el carbonero[7], término peyorativo que los hombres de las trincheras reservaban a todos los militares que elegían la burocracia como teatro de operaciones y optaban por las plumas como armas de combate. El CEP estaba lleno de carboneros, hombres que pululaban en la retaguardia para garantizar el funcionamiento de los más variados servicios, desde trabajos de secretaría hasta el servicio de subsistencias, servicio de contabilidad, servicio de agronomía y hasta el servicio de expedición de equipajes y registro de pérdidas, militares que no conocían nada del campo de batalla. Estaban los carboneros ligeros, que ocupaban el cuartel general de la brigada; los medios, que deambulaban por las divisiones; y los carboneros pesados, que se encontraban allí, en la Gran Ganga. Y también estaban los palmípedos, una especie de carboneros de lujo, afortunados que andaban en automóvil y pernoctaban en los palacetes durmiendo entre sábanas lavadas y con chauffage central, sistema de calefacción sólo accesible a unos pocos elegidos. En el Château Redier, Afonso se convirtió en palmípedo, es verdad, pero sólo por poco tiempo. El teniente Trindade, en cambio, era un carbonero de alma y corazón, para colmo un carbonero pesado con pretensiones de palmípedo, tal vez el único a quien Afonso no despreciaba, privilegio sin duda resultante de la vieja amistad que no se traicionaba ni siquiera en tales circunstancias.
El capitán llamó a la puerta de la secretaría y preguntó por el teniente.
—¿Qué tal, Mocoso? —soltó a modo de saludo cuando vio a su amigo asomando a la puerta.
—¡Vaya con el finolis! —exclamó el teniente Trindade con una sonrisa—. Bienvenido a mi miserable puesto de combate. —Hizo una seña para que entrase y Afonso obedeció—. Dime una cosa, Aplomadito, ¿es verdad que les prohibiste a tus hombres decir palabrotas?
—Sí, ¿por qué?
Trindade soltó una ruidosa carcajada.
—¡Pues eres realmente fino! —dijo en tono de recochineo—. No hay duda de que el mote de Aplomadito te viene al dedillo. —Se rio un poco más—. Oye, cuando a un soldaducho le dan un balazo en el culo, qué palabras le autorizas decir, ¿eh? ¿Válgame Dios? ¿Virgen Santa? ¿Jesús?
Afonso forzó una sonrisa.
—No autorizo ninguna palabra en especial. Lo que no me gusta es tener que escuchar todas esas ordinarieces, no está en mi carácter y la gente lo sabe.
—Ah, caramba, te equivocaste de vocación —observó el teniente—. Deberías haberte hecho sacerdote. —Alzó el índice—. Sacerdote, te lo digo yo.
—Lo pensaré.
Trindade bostezó.
—Y ahora dime, Aplomadito, ¿qué estás haciendo tú por aquí?
—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé —bromeó Afonso—. Me he cansado del tedio de las trincheras y he venido a ver cómo se combate en el cuartel general. Debo decirte que estoy impresionado, todos vosotros parecéis unos guerreros terribles. Los boches se cagarían de miedo si os viesen.
El teniente se rio. Conocía la mala fama de los carboneros entre los hombres de las trincheras, pero no le preocupaba. En Portugal su familia lo consideraba un héroe, estaba en la guerra y era todo lo que sabían, se preocupaban por su seguridad y desconocían que era posible hacer la guerra sin ver la guerra. Había que estar en Flandes para conocer la diferencia entre lanudos y carboneros, a la distancia ambos eran iguales, todos se encontraban en la guerra, y lo que de verdad les interesaba era lo que pensaba la gente de su casa, no la gente de las trincheras. Qué otra cosa mejor había que tener la fama de estar en la guerra y gozar de la comodidad de no vivirla, tener la reputación de dormir en el barro y pasar las noches confortablemente acurrucado bajo sábanas perfumadas y con los pies templados con botellas de agua caliente, ser conocido por matar alemanes con bayoneta mientras de los alemanes sólo oía hablar durante las conversaciones en el comedor. Además, y en rigor, ser un carbonero no era un acto de voluntad sino un capricho del destino. A fin de cuentas, ¿cuántos lanudos, si pudiesen, no se volverían carboneros? ¿Cuántos hombres no darían un brazo para abandonar la miseria de las trincheras y retirarse al confort de la retaguardia? ¿Quién podría afirmar, con absoluta sinceridad, que era mejor ser lanudo que carbonero? ¿No sería en definitiva el desprecio de los lanudos por los carboneros una forma disimulada de envidia? Todo esto afloraba a la mente del teniente Trindade siempre que se enfrentaba con un lanudo, aun cuando el lanudo fuese un compañero de carrera en la Escuela del Ejército.
—Siéntate, Afonso —le invitó, señalando un escritorio—. Ahora no puedo ir a tomar una copa contigo, debo estar atento a los mensajes, pero hablemos aquí.
Afonso se quitó la gorra de oficial y se sentó junto al escritorio de su amigo. El despacho estaba repleto de tecnología de comunicaciones, desde palomas mensajeras hasta las últimas novedades en el dominio de los aparatos eléctricos, como los telégrafos Fullerphones y los teléfonos Power-Buzzer.
—¿Muchos muertos en las trincheras? —preguntó Trindade, recostándose en la silla.
—Algunos —dijo Afonso con tristeza, sin querer entrar en detalles.
—¡Bien, bien! —exclamó el Mocoso, enfáticamente—. Es necesario que mueran muchos para que nuestros aliados vean nuestro sacrificio, nuestro heroísmo.
El capitán lo miró con los ojos desorbitados, sorprendido por el comentario.
—¿Eres tonto o te lo haces?
—En serio, Afonso. Cuantos más mueren, más nos respetan. Es así, ¿qué te crees? Yo sé que resulta chocante para quien está en las trincheras, pero en los Estados Mayores prestan atención a esas cosas, caray, cuando no hay muertos es porque no hay combate, hay canguelo. Así es como piensan. Por eso necesitamos demostrar que hay acción. ¡Es fundamental que los gringos vean de qué cepa es nuestra gente, de qué temple es nuestra raza!
—No sabes lo que dices —murmuró Afonso, que suspiró y meneó la cabeza—. Desde que te conozco te pasas la vida elogiando la matanza, citando a Hegel, a Moltke y a Nietzsche, diciendo que la guerra forma parte del orden divino, que ayuda a preservar la salud de los pueblos, que la crueldad intensificada es la forma más elevada de cultura y otros disparates por el estilo. Pues fíjate que nunca te he visto en las trincheras elevando tu cultura, preservando tu salud y defendiendo el orden divino de las cosas…
—No me has visto ni me verás. —Trindade se rio—. Que yo sepa, soy militar, pero no soy tonto. La gentuza que se mate. Yo estoy aquí para glorificarla.
La conversación de Trindade, el Mocoso, era típica de un carbonero del cuartel general. Cuanto más lejos se estaba de la línea del frente, más grandiosas y elocuentes eran las tiradas sobre la gloria de Portugal y la bravura de la raza portuguesa. Los hombres que frecuentaban las trincheras no hablaban así, sólo se preocupaban de su supervivencia y de la de sus camaradas. El patriotismo era un lujo que no se podían permitir. Mirando a su compañero de la Escuela del Ejército, el capitán consideró que sólo desde una situación confortable en la retaguardia podía hablarse de aquella manera, era necesario vivir una buena vida sin arriesgar el pellejo para tener el valor de pregonar la gloria de la muerte, era necesario encontrarse muy seguro sin oír el estallido de los Minenwerfer matraqueando en tu dirección para tener el atrevimiento de mencionar palabras como «heroísmo» y «canguelo», era necesario estar lejos, muy lejos, para imaginar que la guerra engrandecía a la patria y ennoblecía a los hombres. Sólo con la barriga llena y viviendo una situación de bienestar podía teorizarse sobre conceptos abstractos como la bravura, el honor, el patriotismo. Para los soldados que comían mal, dormían en el barro, convivían con ratas, tiritaban de frío, temblaban de miedo y lamentaban la muerte de sus camaradas, para ellos sólo contaba la realidad, la realidad y el deseo de normalidad, el gusto por las cosas simples: una sopa caliente, una chimenea acogedora, la ropa seca, el cariño maternal, el de la novia, el de la mujer. Afonso conocía bien el discurso de los carboneros y decidió no replicar, se sentía cansado y sólo lograría irritarse.
El teniente Trindade intuyó el disgusto latente de Afonso y lo atribuyó a quien vive las cosas demasiado de cerca, en el fondo lo entendía, el capitán estaba excesivamente próximo a la guerra como para captar el panorama general, la proximidad le hacía perder el sentido de la perspectiva, la noción de sacrificio individual para el bien común. Ése era, al fin y al cabo, el mal de todos los que combatían en las trincheras, pensó Trindade. Para ellos, la muerte era una cosa personal y eso les impedía entender la importancia de los grandes sacrificios para cimentar el prestigio del país. Las pequeñas cosas, como la vida de un hombre, los volvían ciegos a los grandes valores, como la vida de una nación; veían el árbol pero no conseguían ver el bosque, las trincheras los volvían miopes, perdían la imagen global.
Todo esto pasó por la cabeza de los dos hombres en unas fracciones de segundo, mientras se miraban. Viendo que su amigo no entraba en el debate, el rostro del teniente se iluminó con una sonrisa.
—Entonces, ¿qué te trae por aquí?
—Necesito que me hagas un favor.
—Depende del favor.
—No es nada especial. Necesitaría que me dieses unos días para ir a descansar a París.
—¿Descansar a París? —se sorprendió el teniente, frunciendo el ceño—. No me digas que hay amor en puerta…
El rubor que subió al rostro de Afonso lo traicionó irremediablemente. Trindade se rio, encantado por su perspicacia y por la visible turbación de su amigo.
—Quién diría que Afonso, el Aplomadito, andaba cazando mademoiselles en las trincheras —exclamó provocador—. ¡Y después hablan de los carboneros! —Se inclinó en la silla con una mirada burlona—. ¿Quién es ella?
—Déjate de coñas, Mocoso —interrumpió Afonso, reprimiendo a duras penas su irritación—. ¿Me consigues la licencia o no?
Su amigo había tocado un punto sensible, el capitán no quería hacer alarde de su relación con Agnés, ella no era un amorío momentáneo, por lo menos no era así como la veía.
—Anda, dímelo —insistió Trindade.
—¡No la conoces y no te interesa! —exclamó Afonso con un tono que no admitía discusión—. ¿Me consigues o no una licencia por unos días?
El teniente Trindade volvió a recostarse en la silla y respiró hondo.
—Claro —asintió finalmente—. Pero así, de repente, sólo puedo darte dos días.
—Vale. ¿Y para cuándo?
—Voy a ver al jefe y a partir de mañana ya puedes ocuparte de la salud de tu mademoiselle.
—Eres un amigo —dijo Afonso con alivio—. ¿Y una licencia más larga?
—Te consigo cinco días después de Navidad.
—¿En serio?
—Sin problema —replicó el teniente, que se levantó.
Trindade fue a reunirse con otro oficial en el despacho, cogió unos papeles y volvió a donde estaba Afonso.
—Rellena estas instancias, yo me ocupo de lo demás.
Afonso recorrió los documentos con los ojos, mojó una pluma en la tinta y los rellenó en silencio. Cuando terminó, se los entregó a Trindade. El teniente comprobó si no faltaba nada, descubrió una incorrección, consultó a Afonso y corrigió el texto, hasta que se dio por satisfecho.
—Voy a llevárselos al jefe —dijo, levantándose de la silla—. ¿Te has enterado ya de la revolución?
—Sí, el mayor Paes ha triunfado.
El teniente se inclinó ante el escritorio, abrió un cajón y sacó de allí un periódico, que le extendió a Afonso.
—Lee mientras voy a hablar con el jefe y vuelvo.
El capitán cogió el periódico, un ejemplar de O Século, con fecha 8 de diciembre, es decir, de sólo cinco días atrás. A todo lo ancho de la primera página se leía el título «El movimiento revolucionario de estos días», con una fotografía aérea de Lisboa y una foto de Sidónio Paes. Afonso leyó ávidamente el periódico, que hablaba sobre «el tronar del cañón», «las descargas de la fusilería» y los «cruentos combates» en la capital, revelando que los alumnos de la Escuela de Guerra y los hombres de la Caballería 7 y la Artillería 1 se habían unido al mayor Paes en la ocupación del parque Eduardo VII; contaban además con el apoyo de la Infantería 5, 16 y 33 y de muchos civiles, algunos de los cuales habían saqueado tiendas. Varios edificios de la Avenida y de la Baixa fueron alcanzados por la artillería de los revoltosos, incluido el Avenida Palace, al mismo tiempo que hubo bombardeos en Campo Pequeno, porque se decía que allí se encontraban elementos afectos al Gobierno, especialmente la Guardia Republicana. Unos cruceros tomaron posiciones en el Tajo, un grupo de marineros ocuparon los tejados de la ciudad, se hablaba de setenta muertos y trescientos heridos, pero los cómputos no eran definitivos. Afonso se sorprendió por este relato de una ciudad transformada en campo de batalla, con tiroteos en el Rossio y en los Restauradores, con cañones que abrían fuego desde el parque Eduardo VII durante toda una noche, y se preguntó por enésima vez sobre los efectos de aquellos acontecimientos en la participación portuguesa en la guerra. Supo en las trincheras que había habido una revolución y que Sidónio Paes había vencido después de dos días de combates en Lisboa, pero nadie lograba aún determinar a ciencia cierta cuál era el futuro del CEP. Las conjeturas se multiplicaban, es verdad, pero no había certidumbres.
El teniente Trindade regresó mientras tanto al despacho, con una expresión de haber cumplido con su deber en el rostro.
—Está todo arreglado —anunció—. Aquí tienes tus dos días de licencia, a partir de mañana.
Afonso cogió distraídamente los documentos, con una indiferencia que asombró a su amigo, y acabó lanzando la pregunta que atormentaba a todos en las trincheras.
—Oye, Mocoso, ¿volveremos o no a casa?
—¿Volver a casa? —preguntó el teniente, sin entender—. Pero lo que tú me pediste era una licencia de unos días para…
—No es eso —interrumpió Afonso, meneando la cabeza con impaciencia—. ¿El mayor Paes va a mantener a Portugal en la guerra o va a mandar a la gente de vuelta a casa?
—¡Ah! —exclamó Trindade, sentándose pesadamente en la silla, y luego abrió el mismo cajón, sacó otro periódico y se lo extendió a su amigo—. Lee.
Afonso cogió el periódico, otro ejemplar de O Século, pero del día siguiente al anterior, con fecha 9 de diciembre, hacía cuatro días. El capitán se sorprendió por la rapidez con que los periódicos llegaban al cuartel general, pero no hizo comentarios. Miró la primera página y leyó el titular: «Lisboa regresa a la normalidad». Comenzó a leer el texto, pero Trindade le señaló un subtítulo en la columna central, al fondo de la página, que anunciaba: «Palabras del señor Sidónio Paes».
—¿Qué dice? —quiso saber Afonso.
—¿No sabes leer? —preguntó Trindade, inclinándose sobre el periódico. Comenzó a leer en voz alta un fragmento de la respuesta del jefe de los revolucionarios a una pregunta del reportero de O Século—: «El Gobierno mantendrá los compromisos internacionales, especialmente los que atañen a la alianza con Inglaterra». —El teniente alzó los ojos del periódico y miró a su amigo—. ¿Has entendido?
Afonso lo observaba con los ojos desorbitados, digiriendo el impacto de las palabras atribuidas a Sidónio Paes. Le llevó un buen rato sacar las debidas conclusiones de aquella declaración y formularlas con una corta frase.
—Vamos a seguir en guerra.
El teniente Trindade se recostó en la silla, apoyó las piernas cruzadas sobre el escritorio, encendió un cigarrillo, aspiró el humo lentamente, se quitó el cigarrillo de la boca y lanzó una enorme y serena bocanada de humo gris.
—Afonso, eres un genio.