V

Hasta la luz amarillenta de las bombillas sobre la mesa pareció brillar aún más cuando Marcel se colocó en la puerta. Afonso no reparó en él, tan absorto estaba apreciando la hermosa mesa de caoba que ocupaba el centro del comedor, la tabla apoyada sobre cinco patas pesadas con cabochons salientes, los cubiertos de plata que encuadraban la refinada porcelana de Sèvres, decorada con gotas de esmalte y figuras geométricas doradas sobre un fondo azul intenso, cuidadosamente alineados en el mantel bordado a mano. La criada entró apresurada en el comedor con la bandeja en los brazos, afanosa, protegiéndose las manos de la porcelana caliente con un paño blanco de cocina. Viéndola pasar veloz y sonrojada, el mayordomo se llenó el pecho de aire y, con voz firme y solemne, anunció el menu.

Poulet rôti au riz à la normande —proclamó Marcel, con actitud ceremoniosa y tono altivo.

La muchacha regordeta, sonriente y aliviada, apoyó la bandeja humeante en la mesa. El barón Redier, complacido por el murmullo de satisfacción de los invitados como reacción al anuncio de la llegada de la comida, abrió las manos en dirección al poulet.

Voilà!

Jolly good! —exclamó el teniente Cook, arqueando las cejas y elogiando la visión de lo que, a juzgar por las apariencias, sería sin duda un espléndido banquete—. Looks smashing.

El capitán Afonso Brandão miró la bandeja y no pudo dejar de apreciar la genial manera francesa de transformar un plato trivial en un manjar de reyes únicamente por recurrir a una grandiosa fioritura semántica inserta en un ambiente sofisticado. El pomposo nombre poulet rôti au riz à la normande designaba un vulgar pollo asado servido con arroz blanco en una salsa cremosa. En su casa, en Carrachana, se hacía mejor con nombres más sencillos, pensó Afonso, empeñado en perdonar, no obstante, a Cook por el entusiasmo excesivo que manifestaba por un plato tan corriente. ¿No era él, al fin y al cabo, un inglés, habituado a rudas dietas de corned-beef, mushed potatoes, baked beans con bacon, sausages y scrambled eggs? ¿Cómo censurarlo por el extraordinario efecto que un mero pollo producía por anticipado en sus papilas gustativas si el pobre mozo estaba habituado a sufrir los rigores de la austera cocina británica?

El oficial portugués se encontraba de regreso al palacete donde había pernoctado diez días antes, en los alrededores de Armentières, y se sorprendió por no sorprenderse de estar allí de nuevo. Gracias a una conversación privada entre la hermosa baronesa y el maire de la ciudad, Afonso obtuvo un nuevo permiso de estancia en el Château Redier, aunque esta vez no había ido solo. También el teniente Timothy Cook, del Royal Flying Corps, recibió el billeting certifícate para pernoctar en el palacete esa noche fría del 1 de diciembre.

C’est bon? —preguntó Agnès, haciéndole una seña a Marcel para que trajese el vino.

I say —repuso Cook con la boca llena del primer bocado, con una gota de grasa en el bigote rubio—. Capital! Most excellent!

Marcel se acercó con una botella cerrada y se la entregó a la baronesa. Agnès la cogió y se la enseñó a los invitados.

—Es un Bordeaux Château Margaux de una cosecha de año vintage, 1892. ¿Alguna objeción?

Los invitados se miraron sin saber qué decir. Cook no era connaisseur, le daba igual. Afonso, en cambio, entendía de vinos, pero sólo de los portugueses, y no podía sospechar que le estaban ofreciendo un néctar de los dioses producido por las mejores viñas francesas.

C’est bon —dijo finalmente el inglés, como lo habría dicho de cualquier vino que le pusieran por delante, hasta el más ordinario de los tintos; él, que estaba más habituado a las frescas lagers y a las tibias ales, a las mild, a las bitter, a las porter y a las stout, a los half-a-pint de draft servidos en cualquier pub de la Strand, de King’s Road o de la estrecha Neal Street.

Agnès envolvió la botella con una servilleta inmaculadamente blanca, quitó la cápsula de plomo del extremo del gollete, limpió el borde y el tapón con la punta de la servilleta, fijó el sacacorchos metálico, teniendo especial cuidado en no perforar totalmente el corcho, y tiró despacio, como si fuese una palanca. El corcho se soltó con un poc seco, Agnès limpió el interior del borde con la tela de la servilleta, echó un poquito de vino en la copa, lo olió para absorber su fragancia, giró el líquido a contraluz para evaluar su color, era tinto oscuro, lo probó con los ojos cerrados, dejando que el vino se deslizase por sus encías y se extendiese por la lengua para experimentar mejor su sabor frutal, textura e intensidad. Tragó y esperó, sintiendo el aliento perfumarle la boca. Después de un breve momento, le entregó la botella a Marcel.

—Puede servir —le dijo.

Los invitados la miraban, asombrados ante el inesperado espectáculo. Todo el ritual había durado unos tres minutos.

—¿Dónde aprendió a hacer eso? —quiso saber Cook.

—Ése, mon chère, es mi secreto.

La baronesa sonrió y desvió los ojos hacia Afonso. Tenía un vestido color crema adornado con volantes en las mangas. El capitán reparó en el medallón azul que llevaba al cuello, justo por encima del discreto escote, y a duras penas pudo ocultar la sensación de encantamiento que le producía aquella francesa, su forma de abrir la botella era un inesperado extra que la acercaba más a él.

Después de que todos elogiaran el poulet y el tinto tan finamente destapado, la conversación rondó por las recientes aventuras de Afonso, que relató con detalle los acontecimientos vividos días antes en las trincheras, además de las otras historias que le contaron sus camaradas de armas sobre la incursión alemana en Neuve Chapelle y Ferme du Bois. Eliminó los detalles sangrientos y chocantes, por pudor y respeto a la dama presente, y sólo se detuvo en los actos destacables por su gran arrojo. Causó particular sensación en la pareja anfitriona la narración del audaz golpe de mano que expulsó a los alemanes de Tilleloy Sur, y en este caso Afonso procuró omitir el detalle de la muerte del alemán que se había rendido.

Agnès se mostraba discretamente encantada con lo que consideró como signo del valor de «Alphonse» y de sus hombres; en dos ocasiones, hizo un brindis en homenaje al capitán y al Cuerpo Expedicionario Portugués. Preocupada por no relegar al otro invitado y por ocultar a su marido el interés que le despertaba Afonso, la baronesa interrogó también al teniente inglés sobre qué había visto y lo que hacía en la guerra.

I say —dijo Cook, afinando la voz—. En este momento, soy oficial de enlace con el ejército portugués.

Ah bon! —se sorprendió Agnès.

Indeed! —repuso el teniente—. Todo por culpa de mi portugués.

—¿Habla portugués? —preguntó con asombro, por su parte, el barón Redier.

Right ho! —asintió Cook—. Viví tres años en Brasil.

—Ah —exclamó el barón—. ¿En Río de Janeiro?

—Manaus.

El barón alzó las cejas, dando a entender que no reconocía ese nombre.

Pardon?

—Manaus. Es una ciudad en medio del Amazonas.

—¿Y qué estaba haciendo usted en el Amazonas? —intervino Agnès retomando el hilo de la conversación.

It’s a long story. —Cook se rio—. Tuve un conflicto familiar en Hendon, donde vivo, y me embarqué a Brasil. En Río conocí a un carpintero inglés que trabajaba en una hacienda cerca de Manaus y me convenció de que fuese a conocer la selva. Me quedé en Manaus. Como tenía algunos ahorros y cierta habilidad para la mecánica, compré un pequeño barco a vapor, en el que transportaba a caucheros o comerciantes por el Amazonas o por el río Negro hasta las haciendas. Nadie hablaba inglés, así que tuve que aprender el portugués.

—Alphonse —dijo la baronesa—, ¿lo habla bien el teniente?

—No está mal —respondió el capitán, mirando al teniente inglés con la expresión de quien le está haciendo un favor.

—Después volví a Hendon y comenzó la guerra —continuó Cook, ignorando la amistosa provocación—. Mi habilidad para la mecánica me llevó al Royal Flying Corps.

—¿No le da miedo volar? —preguntó Agnès, curiosa.

Heavens, no —replicó el teniente, meneando con vehemencia la cabeza—. I love it! Excepto cuando aparecen los jerries, claro.

—¿Los jerries?

—Los boches —corrigió Cook—. Los llamamos jerries.

—¿No los llaman boches?

—A veces. Boches, jerries, Fritz, Huns, who cares?

Huns? ¿Qué es eso? ¿Un nombre?

—Hunos —explicó Afonso, interrumpiendo el diálogo—. Los ingleses los llaman hunos.

—Ah —comprendió Agnès—. Hunos, los bárbaros.

Yes —confirmó Cook—. Pero ellos también se llaman a sí mismos «hunos».

—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso, suspendiendo un bocado en el aire—. Nunca lo había oído.

Oh, yes, they do! —repuso el inglés casi canturreando—. Usan en los cinturones la frase: «Gott mit Uns». Lo he visto.

—Eso es otra cosa —exclamó Afonso con una carcajada—. Gott mit Uns significa: «Dios está con nosotros».

—Dios está con los hunos —corrigió Cook.

—Con nosotros —insistió el capitán.

—Alphonse —intervino Agnès—, ¿usted habla alemán?

Afonso miró a la francesa y no pudo dejar de admirar su atención a los detalles.

Un petit peu.

Ah bon! —exclamó la baronesa en tono de admiración elogiosa—. ¿Y dónde aprendió?

Afonso vaciló, considerando las consecuencias de la respuesta. Prefirió una fórmula evasiva.

—En el colegio.

—¿Enseñan alemán en los colegios portugueses?

Era una buena pregunta. El capitán sintió que una gota de sudor le brotaba en la frente y que un calor repentino le invadía las axilas. Todos los comensales se callaron y dejaron de masticar, mirando al portugués y aguardando la respuesta con moderada expectativa. Instintivamente, Afonso no quiso contar la verdad, no quiso decir que había acudido al seminario en Braga ni quiso hablar del padre Fachetti, que le había enseñado alemán, pero no entendía muy bien por qué motivo se negaba a revelar ese hecho. O, para ser totalmente sincero, lo entendía, aunque no quisiese reconocerlo ni siquiera ante sí mismo. Hablar del seminario sería dar indicios de que había estudiado para sacerdote, lo que el capitán pretendía evitar a toda costa, ni pensar en dejar que asomase en la mente de la francesa el menor recelo de que él podría resultarle inaccesible, o que las mujeres le eran indiferentes. Hasta admitió la posibilidad de alegar que los colegios portugueses tenían capacidades pedagógicas excepcionales, pero de inmediato comprendió que ésa sería una afirmación absurda y susceptible de despertar sospechas. Más valía optar por las medias verdades.

—Digamos que mis padres me mandaron a un colegio especial, donde se enseñaban varias lenguas.

Ah bon! —concluyó Agnès, dando muestras de creer en la respuesta—. ¿Y qué otras lenguas aprendió?

—¿Además del francés, el inglés y el alemán? —preguntó Afonso—. También aprendí italiano y latín.

—¡Pero eso es una maravilla! —dijo fascinada la baronesa—. ¡Usted es un políglota formidable!

Tante grazie, signorina, le dispiace si non parlo francese? —soltó el portugués, con una buena pronunciación del italiano.

Oh la la! —Agnès se rio, aplaudiendo y mostrando sus dientes blancos y bien alineados.

Hubo una nueva ronda de brindis, y Afonso soltó unas frases más en italiano, palabras que nadie comprendía pero que produjeron su efecto en aquel juego subliminal de seducción que se había establecido entre los dos. Cuando se agotaron los italianismos, el barón se dirigió al teniente inglés.

—Todo esto venía a propósito, no me pregunten cómo, de su experiencia en la Fuerza Aérea.

Right ho! —exclamó Cook, como quien regresa a la Tierra—. ¿Por dónde iba?

—Por la Fuerza Aérea. Vino de Brasil y se alistó en la Fuerza Aérea para ir a la guerra.

Oh yes! —dijo—. Me alisté en el Royal Flying Corps y de ahí pasé a Francia. En aquel momento, hace tres años, los aviones parecían hechos de cartón y sólo servían para vuelos de reconocimiento. Mi primer vehículo fue un Farman HF-20, de fabricación francesa, comprado a la Aéronautique Militaire, la fuerza aérea francesa. Después comenzaron a aparecer nuevos aviones y tuve un Nieuport 11, también francés, un gran avión, que estaba armado con una Vickers y ya servía para combate.

—¿Y mató a muchos alemanes? —quiso saber Agnès.

—Estuve encargado en general de operaciones de reconocimiento. Mis misiones consistían en fotografiar las trincheras, comprobar lo que ocurría detrás de las líneas enemigas y, últimamente, sobrevivir a los ataques antiaéreos de los jerries. Pero en una ocasión llegué a derribar un Fokker.

—¿Un qué? —interrumpió el barón.

—Un Fokker, un avión alemán.

—Pero ¿los aviones de los boches no son los Tauber?

—También —contestó Cook entre risas—. Los Tauber son uno de los modelos boches, casualmente el que conocen los civiles, pero tienen otros aparatos, como los Fokker, los Gotha, los Halberstadt, los Albatros y otros.

—¿Y tenía miedo? —preguntó Agnès, insistiendo en la cuestión que había planteado antes.

Always —asintió el teniente inglés, que adoptó enseguida una actitud pensativa—. Pero hubo una ocasión en que tuve más miedo de ser capturado vivo que de morir.

—¿Cuándo?

—Las operaciones de reconocimiento son muy ingratas en el Somme a causa del tiempo. Siempre está nublado, las nubes son bajas y ocultan las líneas enemigas, por lo que no hacen posibles las fotografías aéreas. El año pasado, debido a la ofensiva en el Somme, recibimos la orden de fotografiar las posiciones enemigas. Nos cansamos de sobrevolar las líneas, sin éxito alguno, porque las nubes permanecían cerradas. Un día estábamos jugando al football cerca del aeródromo cuando comenzaron a sonar las sirenas. Había habido un claro en las nubes y teníamos que aprovecharlo. Fuimos corriendo hasta el aeródromo y yo, sin tiempo para cambiarme de ropa, salté al cockpit vestido como estaba para jugar al football. Allí arriba hacía un frío tremendo y, castañeteando los dientes, con las rodillas desnudas y viendo las explosiones de las granadas del ataque antiaéreo a mi alrededor, comencé a sentir un miedo terrible a ser alcanzado y a tener que aterrizar detrás de las líneas enemigas. ¿Se imaginan a los boches yéndome a buscar al avión y viéndome salir con pantalones cortos, vestido como un footballer?

Todos se rieron, divertidos. El teniente inglés mantuvo una actitud impenetrable, como si hubiese contado algo grave. Sorbió un trago de tinto y retomó la palabra.

—Este año fui abatido durante el gran dogfight del 26 de abril, aquí cerca. Fue una batalla aérea en la que intervinieron noventa y cuatro aviones, el mayor dogfight de la historia de la guerra. El Royal Flying Corps fue diezmado, yo me quedé sin avión y, como hablaba portugués y el Cuerpo Expedicionario Portugués acababa de llegar a Flandes, me destacaron como oficial de enlace. Et voilá.

Todos los comensales callaron. La historia del vuelo con ropa de football había sido graciosa, pero el final no. Se hizo un silencio embarazoso y fue Afonso quien, interesado en el detalle deportivo del relato, volvió a sacar el tema.

—¿Le gusta jugar al football?

—Sólo al association football.

—¿Hay más tipos de football?

—Sí —asintió Cook—. Está también el rugby football.

—Bien, me refiero al que se juega con los pies.

—Ambos se juegan con los pies, por eso se llaman football —dijo el inglés entre risas.

Afonso se quedó cortado.

—Pero ¿cuál es la diferencia entre ellos?

—El association football sólo autoriza a sujetar la pelota con las manos al goalkeeper, mientras que el rugby football permite que todos los jugadores cojan la pelota con la mano, aunque los goals se marquen con el pie.

—¡Ah! —entendió Afonso—. Entonces en Portugal sólo conocemos el association football.

—Justamente es el que me gusta a mí —exclamó el inglés—. Es menos violento, están prohibidos los empujones y también las obstrucciones, no es como el rugby football, más propio de energúmenos rústicos que de verdaderos gentlemen.

El capitán se dio cuenta de que los anfitriones no entendían la conversación y, diplomáticamente, refrenó su entusiasmo. Quería contar las aventuras de su infancia detrás de una pelota de trapo, los desvarios de su juventud dando puntapiés a un canto rodado y hasta los grandes matches a los que asistió en Campo Pequeño, en las Salésias y en la Quinta da Feiteira, pero se contuvo.

Agnès aprovechó la oportunidad para dejar de lado el tema deportivo, que decididamente no le interesaba.

—Entonces usted está ahora con los portugueses —dijo, dirigiéndose al teniente inglés.

Yes.

—¿Y le gustan?

Right ho! —asintió mirando a Afonso—. Son simpáticos, unos verdaderos jolly good fellows, y, además, no hay que olvidar que son nuestros más antiguos aliados.

—Son buenos soldados… —dijo la anfitriona, entre interrogativa y afirmativa.

La respuesta fue inesperada.

Well, no exageremos.

—¿No son buenos soldados?

—Mire, para que haya buenos soldados hace falta sobre todo que haya buena organización. Enséñeme un ejército bien organizado y yo le enseñaré buenos soldados. La organización produce disciplina, motivación y esprit de corps. Los portugueses son unos merry men, unos hombres relajados, tímidos y pacíficos, pero su organización, lamento decirlo, deja mucho que desear.

Afonso se mantuvo callado. Ya había conversado una vez con Cook en el comedor de los oficiales de la brigada sobre este tema y conocía sus poco diplomáticas opiniones, por lo que estas palabras no eran una novedad para él. El teniente inglés se expresaba con un candor apabullante, casi cruel, pero el capitán pensaba, en lo más íntimo, que lo que decía era verdad. En la fase de instrucción, Afonso había pasado una temporada en las trincheras inglesas y sabía cuán diferentes eran de las portuguesas en términos de organización, disciplina, higiene y trabajo.

—Los portugueses son desorganizados… —soltó Agnès, sonriente, como quien dice que no se trata de un pecado muy grande.

Right ho! —confirmó Cook—. Son los campeones de la improvisación, y eso se puede pagar caro cuando se está en una guerra.

—Tal vez amen demasiado la vida y entiendan que hay cosas más interesantes que andar matándose los unos a los otros —aventuró la francesa, que miró a Afonso como alentándolo.

El portugués aprovechó la alusión.

—Quítennos el amor, el vino, nuestro pan, el chorizo y el sol, y nos quitan la alegría —observó con una sonrisa.

Era una oportunidad para cambiar de tema, lo que Agnès y Afonso deseaban ardientemente, pero el barón Redier no lo permitió.

—Deme un ejemplo de desorganización portuguesa —solicitó el barón al teniente inglés.

—La cuestión de la limpieza de las trincheras —respondió Cook casi de inmediato.

—¿La limpieza?

—La limpieza. Éste es un aspecto que parece irrelevante para definir un buen ejército y, no obstante, es de enorme importancia. Por las normas de higiene es posible descubrir los niveles de organización, disciplina y motivación de un ejército.

—¿Las trincheras portuguesas son sucias? —preguntó el barón, con una mueca maliciosa.

—Las portuguesas y las francesas —se adelantó Cook para no dejar que el barón se burlase del capitán.

La mueca de Redier se deshizo y su rostro reveló un súbito rubor irritado que el teniente inglés ignoró. Si le hacían preguntas, respondía, y ¿qué culpa tenía él de que las respuestas no le agradasen a quien preguntaba?

—¿Las francesas?

Right ho! —confirmó Cook—. Después de visitar varias trincheras, aliadas y enemigas, mis amigos del Royal Flying Corps y yo ya hemos elaborado una lista de las más limpias, por orden decreciente. ¿Quiere saber cuáles son?

Bien sûr.

Very well —dijo el teniente, que adoptó el gesto de quien está haciendo un esfuerzo de memoria—. Los ases de la limpieza son los ingleses y los protestantes alemanes, especialmente los prusianos. Después vienen los galeses, los canadienses y los irlandeses protestantes. Los siguen los católicos irlandeses y los católicos alemanes, como los bávaros. A continuación, los escoceses, los franceses y los belgas. En el escalón más bajo están los hindúes. Después, los argelinos. Por último, los portugueses, los ases de la mugre.

Se hizo el silencio.

—Eso no es muy agradable —cortó Agnès, agobiada por el rumbo de la conversación y por los comentarios del teniente, que consideró desagradables e innecesarios.

—Me pidieron la verdad y la he dicho —repuso Cook, haciendo un gesto de impotencia—. El capitán Afonso ya conoce mis opiniones y, por lo que he podido captar de su reacción, creo que incluso está de acuerdo.

Afonso sintió que tenía que decir algo. Carraspeó, afinando las cuerdas vocales antes de hablar.

—Es un hecho que las trincheras portuguesas están lejos de ser un modelo —admitió—. Tenemos un problema con nuestro cuadro de oficiales que, en general, no cree en la participación de Portugal en esta guerra. Los hombres se están cansando, aún no se ha hecho roulement de las tropas y hay un gradual deterioro de la disciplina. Como consecuencia, por ejemplo, las letrinas no están convenientemente limpias y la basura se acumula en las trincheras. Además, no existe en Portugal el hábito de ducharse regularmente. La campaña de los higienistas, que se extendió por Europa en el siglo pasado, no ha llegado a nuestro país, donde se considera que el baño es un placer narcisista de mujeres ociosas y fútiles, casi un pecado. Hemos impuesto a nuestros soldados la obligación de una ducha semanal, pero a la mayoría le parece una exageración y muchos evitan el agua, consideran incluso que la suciedad es la mejor defensa contra las enfermedades, y para colmo, con el frío que hace y que no estamos habituados, los soldados huyen del baño como el demonio de la cruz. Es un problema que tenemos que resolver.

—Pero fíjate, Afonso, en que aún son peores vuestros oficiales —insistió el inglés—. Los soldados, por lo menos, muestran buena voluntad, pero los oficiales portugueses…

—Lo admito —coincidió el capitán—. Tenemos muchos oficiales disgustados por el esfuerzo de la guerra, son poco puntuales, no ejecutan inmediatamente las órdenes que reciben, se pasan la vida hablando mal de todo y les importa muy poco el bienestar de sus hombres. Con oficiales así, es francamente difícil motivar a los soldados.

—Para ser totalmente justo, hay otro problema que no has mencionado y que contribuye mucho a aumentar el problema —replicó el teniente Cook.

—¿Cuál?

—La naturaleza de las propias trincheras ocupadas por vuestras tropas —dijo el oficial británico—. La entrega del sector de Neuve Chapelle a los portugueses fue un regalo envenenado. Neuve Chapelle está situada en un barrizal bajo, dominado por las cumbres de Aubert-Fromelles, una posición elevada que ocupan los jerries. Cuando llueve, los hombres que defienden Neuve Chapelle tienen que lidiar no sólo con el agua que les cae encima, también con la que viene del sector boche a través del foso que baja por el camino Estaires-La Bassée. La consecuencia es que las trincheras están siempre inundadas de agua y barro; así pues, vuelven vano cualquier esfuerzo de limpieza. Por ello, quien se encuentra en Neuve Chapelle está condenado a vivir como una rata.

Pero el barón Redier ya nada oía, se sentía ahora más preocupado por la observación sobre lo que ocurría en las trincheras francesas e insistió dirigiéndose a Cook:

—Usted ha colocado las trincheras francesas sólo un punto por encima de las hindúes.

Yes.

C’est pas posible! —exclamó, sacudiendo la cabeza y negándose a aceptar tal comparación.

—Y, no obstante, es verdad.

Afonso decidió acudir en auxilio de su anfitrión.

—Mire, monsieur le baron, es un hecho que las trincheras portuguesas y francesas son más sucias que las inglesas, y que nuestros hábitos de aseo son menos firmes que los de nuestros aliados —dijo—, pero es una exageración reducir la calidad de un ejército a la limpieza de las trincheras y a los hábitos de higiene de los hombres. Los ingleses pueden ser muy limpios y organizados, pero, desde el punto de vista militar, los franceses ofrecen mejores tácticas de combate.

Ah bon? —soltó el barón, recuperando su autoestima.

—Los ingleses creen en el sistema de llenar la línea del frente de soldados cuando ataca el enemigo, pero los franceses ya se han dado cuenta de que eso es disparatado y, tal como los alemanes, concentran sus fuerzas en la retaguardia —concluyó el capitán.

—¿Cuál es la diferencia?

—La diferencia es que los ingleses pierden inútilmente muchos hombres en los bombardeos preliminares del enemigo, mientras que los franceses y los alemanes los protegen en la retaguardia y sólo los mandan a las primeras líneas cuando es realmente necesario. Es más inteligente.

El barón miró al teniente Cook con expresión de triunfo.

Alors?

I agree —repuso el inglés, coincidiendo con la observación de Afonso—. El capitán y yo hemos hablado mucho sobre este asunto, nuestras tácticas son excesivamente inflexibles y conservadoras. Lamentablemente, nuestros altos oficiales son todos de la vieja escuela y se resisten a los modelos innovadores y más dinámicos. Como diría nuestro amigo Afonso, es un problema que tenemos que resolver.

—Y lo peor es que nuestro ejército está bebiendo de la doctrina inglesa —dijo el capitán portugués riéndose—. Así pues, imitamos a los ingleses en lo que tienen de peor y no los imitamos en lo que tienen de mejor.

El alargado reloj de caja alta colgado de la pared, un antiguo regulador vienés Biedermeier, soltó un chasquido y, acto seguido, marcó ruidosamente las nueve de la noche, con su esfera plateada y su mecanismo de grande sonnerie que funcionaba a la perfección. Agnès pensó que ya era hora de acabar con las comparaciones entre ejércitos. Se dio cuenta de que, cuando los interlocutores eran de nacionalidades diferentes y decidían ser sinceros, estos diálogos resultaban a veces humillantes para algunos. Hacía falta tacto, algo que, de manera manifiesta, estaba ausente en aquella mesa. La cena había concluido, así que convenía aprovechar los oportunos gongs del Biedermeier para acabar con el tema y que no volviese a surgir. Terminados los gongs, la francesa se levantó de la mesa, decidida a no perder la oportunidad que se le presentaba.

M’sieurs —anunció—. Hagan el favor de pasar a la sala, donde nos esperan los licores y donde les quiero mostrar un objeto artístico que, sin duda, los sorprenderá.

El sonido del piano acababa ahogado por la enorme algazara que llenaba el salón. El humo del tabaco, espeso y denso, flotaba como una nube dentro del estaminet A Cambrinus, en Merville, pero nadie parecía molesto, a peores y más peligrosos humos estaban ya todos habituados en las trincheras, junto a la ventana, un tommy delgaducho deslizaba los dedos por el piano barato, desafiando vigorosamente la cacofonía de las conversaciones con un fox-trot animado, de versos incomprensibles para los lanudos, pero vagamente seguidos por algunos ingleses más entorpecidos por el alcohol.

If I were the only girl in the world…

Una muchacha delgada, con un delantal sucio sobre el vientre, zigzagueó, esbelta, entre las mesas llenas de hombres ruidosos, sosteniendo con la punta de los dedos de la mano derecha una bandeja con vasos de cerveza blanche. Baltazar, el Viejo, la vio y estiró la cabeza.

Tes bonne! —bramó el veterano, insinuando una invitación sexual—. Mademoiselle coucher avec moi?

La muchacha sonrió y prosiguió sin responder. Estaba habituada a los lances de los soldados, a los groseros piropos de cuartel y al descuidado patois francés de las trincheras, hecho de un conjunto limitado de palabras, como compris, pas compris, bonne, pas bonne, fini, coucher avec, manger, promenade y poco más.

—¡Qué muchacha de categoría! —dijo Baltazar, volviéndose hacia la mesa. Bebió un sorbo de cerveza, apoyó la jarra pesadamente y eructó—. Hoy tenemos que ir de putas.

—Oye, Baltazar, que ya no tienes edad para eso —respondió Vicente, el Manitas—. Y además estás herido, tienes que descansar.

Baltazar pasó la mano por la venda que le cubría la oreja.

—Estoy herido en la oreja, no en la picha —replicó apuntando a la ingle.

—Compañero, ’stoy hecho polvo —se quejó Vicente—. Pasamos la mañana en la mierda de los trabajos de fortificación y la tarde con las marchas y la instrucción con las bayonetas, esa lata de las estocadas contra sacos colgados y sacos en el suelo, además de todos esos ejercicios de culatazos, rodillazos, zancadillas y cabezazos, de manera que’stoy que no me tengo en pie.

—Joder, no seas maricón —advirtió Baltazar—. La mejor manera de recuperarse del cansancio es una buena jodienda.

—¿Qué opinas? —preguntó Vicente a Matias, el Grande.

Con los ojos fijos y melancólicamente perdidos en el amarillo turbio de la blanche que sostenía entre las manos, el enorme hombre de Palmeira se mostraba distante y taciturno. No llegaba a hacerse a la idea de la muerte de Daniel, su amigo de la infancia, y la imagen del cuerpo y la cabeza cayendo del cielo ensombrecía sus pesadillas desde el combate de la semana anterior. Había salido ya de las trincheras, pero era como si aún estuviese allí, rumiando el episodio constantemente, angustiado e invadido de incontenibles sentimientos de culpa, pensando que deberían haber abandonado antes la línea del frente, o si no unos segundos más tarde, imaginando la carta que le pediría al sargento que escribiese comunicando la noticia a la mujer del Beato, destacando las palabras, las ideas, los sentimientos, la rabia, la resignación, la tristeza. Matias miró a Vicente; parecía despertar de un sueño lejano.

—¿Eh?

—¿Tú qué opinas?

—¿Qué opino de qué?

—De irnos de putas, hombre —dijo Vicente con impaciencia—. ¿Estás dormido o qué?

—¿Ir de putas? —preguntó Matias, como si se tratase de una idea extraordinaria. Parecía atontado y se tomó un segundo para pensar—. Vamos.

—¡Está decidido, pues! —exclamó Baltazar, golpeando con la palma de la mano la mesa de madera—. ¡Nos vamos de putas!

—¿Alguien tiene pasta para prestarme? —preguntó Abel, medio mareado por el efecto de las cervezas—. Sin pasta no puedo permitirme ese vicio.

—Yo tengo pasta, Canijo, quédate tranquilo —dijo Baltazar, mostrando unos francos—. Montones de monei. —Se volvió hacia Matias—. Desde el golpazo del otro día andas muy caído, hombre. Te hicieron un homenaje de categoría, te promovieron a primer cabo, ¿qué más quieres?

—Me cago en el homenaje y en la promoción —exclamó Matias, que se incorporó y dejó algunas monedas en la mesa para pagar sus dos cervezas—. Vámonos.

El grupo se levantó, salió del estaminet y enfiló por la calle sucia y embarrada en dirección al burdel de Merville.

—Pero, Matias, la promoción te viene bien, siempre ganas unos cuartos más.

—Y una mierda.

—¿No son veinte francos?

—Sí.

—Mejor que nosotros, caramba. Seguimos en los quince y la verdad es que también nos hemos jugado el pellejo.

Matias se encogió de hombros y, arrastrando a Abel consigo, fue a orinar junto a un árbol, en el arcén. Los otros dos compañeros se adelantaron un poco. Baltazar se puso a cantar «¡Oh, almendro! ¿Qué es de tu rama?», pero Vicente interrumpió sus gritos estridentes y desafinados.

—Cállate —vociferó—. Estás dando un espectáculo.

—¿Qué coño te pasa, Manitas? —replicó Baltazar—. ¿Estás nervioso por culpa de las mademoiselles que nos vamos a follar?

—Cállate.

—¡Ya sé, Manitas, tu problema es que vas a tener una mujer de categoría y a ti te gusta más darle a la mano! —dijo Baltazar en medio de una carcajada grosera—. ¡Manitas prefiere la manita!

—¡Cállate, ’stás en pedo!

Baltazar se calló. Matias y Abel se les juntaron y el grupo continuó en silencio por la calle, los cuatro sorteando los charcos de barro frecuentes en el camino y arrastrando por el suelo las puntas de los grandes uniformes. Eran ropas confeccionadas para soldados ingleses, más altos, y que para los portugueses resultaban ridículamente enormes, las mangas por encima de las manos, los bajos de los pantalones hundidos en el barro, verdaderos enanos con trajes de gigantes. Sólo Matias Silva, el hombretón cuya estatura elevada hacía honor al apodo del Grande, parecía hecho a la medida de aquel uniforme.

El burdel quedaba en una esquina de la avenida principal de Merville, hacia donde se dirigieron lentamente. En una calle de la avenida vieron a un chiquillo sentado en un muro frente a una casa con un agujero en la pared lateral.

M’sieurs! —los llamó el chico—. Voulez-vous ma soeur? Very good jig-a-jig. Demoiselle very cheap. Very good.

El francesito tenía unos diez años de edad y, claramente, por su mezcla de inglés y francés, confundía a los soldados portugueses con tommies ingleses.

—¿Qué quiere el chico? —preguntó Vicente a Baltazar.

—Está ofreciendo a su hermana —explicó el veterano, deteniéndose y mirando al niño francés—. Coucher avec mademoiselle?

Oui m’sieur, très jolie, très bon marché.

Combien?

Cinq francs.

—Es barato —comentó Baltazar a sus amigos—. Nos cobra cinco francos por su hermana.

—¿Y es realmente su hermana? —se asombró Abel, el Canijo.

—¡Qué sé yo! —exclamó Baltazar, encogiéndose de hombros—. Deben de ser refugiados belgas.

—Vamos —dijo Matias.

—Ten calma, espera un poco —replicó Baltazar, volviéndose al chico para saber dónde se encontraba la hermana—. Où est mademoiselle?

El francés, que acaso era belga, se apartó del muro y cruzó la calle.

Venez! —dijo entrando en el patio de una casa baja del otro lado de la calle y haciéndoles una seña para que lo siguiesen.

Los portugueses se miraron y, con un paso lento y vacilante, fueron detrás de él. Llegaron a la casa, en realidad unas ruinas ya sin tejado, y encontraron al chico que los esperaba al fondo de unas escaleras, junto a la puerta de lo que parecía ser un sótano con acceso exterior. Bajaron las escaleras y el adolescente los invitó a entrar. Estaba oscuro en el sótano, pero pronto distinguieron una vela encendida en el rincón. Entraron y vieron a una muchacha sentada sobre una tela ancha, una almohada al lado, utensilios de cocina en otro rincón del sótano.

Cinq francs pour ma soeur —repitió el muchacho, enseñando los cinco dedos de la mano.

Los cuatro portugueses miraron a la chica, esmirriada y menuda, que los miraba algo nerviosa, con los ojos cansados que iban de un soldado al otro.

Promenade avec moi?

—Esta chiquilla no tiene más de catorce años —comentó Matias en voz baja, sacudiendo la cabeza.

—Es casi de la edad de mi hija —observó Baltazar, sin despegar los ojos de la chica. No le pasaron inadvertidos sus pequeños senos juveniles—. ¿Habéis visto sus tetitas? Parecen bellotas.

Matias, el Grande, se acercó, puso la mano en el bolsillo, sacó unas monedas y se las dio a la muchacha, quien guardó el dinero y comenzó a desnudarse.

—¿Te lo vas a hacer con ella? —preguntó Vicente.

—¿Estás loco? —respondió Matias, dando media vuelta y saliendo del sótano—. Vámonos.

El grupo abandonó el sótano y volvió a la calle, dejando a los adolescentes atrás.

—¡Una niña de esa edad! —exclamó Baltazar—. Es pecado.

—¿E ir de putas no es pecado? —quiso saber Abel.

—Ir de putas es una necesidad —explicó Baltazar—. Pero con niñas es pecado.

—Conozco a un tipo que se tiró a una de estas refugiadas —comentó Vicente, el Manitas.

—¿Una chica como ésta?

—Sí, muy jovencita.

—¿Y qué le pareció?

—Una maravilla —respondió Vicente—. Me dijo que estaba cachondo y que la refugiada se la puso bien dura.

Todos se rieron nerviosamente.

El barón Redier ya se había excusado ante los huéspedes y se había retirado a sus aposentos. Era un hombre de hábitos fijos, le gustaban los actos rutinarios, pasear por los mismos sitios, comer los mismos platos, dormir a la hora justa. Agnès se quedó en la sala con los dos oficiales junto a la chimenea, ella con un champagne en su mecedora, Afonso instalado en el canapé con el whisky de costumbre, Cook con un oporto en un sillón de caoba tapizado y con brazos labrados con formas serpentinas. El inglés cogió una caja de madera con puros, en cuya tapa se leía «Tabak-en-Sigaren», registrado por la P.G.C. Hajenius, la célebre casa de tabaco de la avenida Damrak, en Ámsterdam. La abrió y ofreció Coronitas a sus dos acompañantes, que no quisieron. Acabó encendiendo él mismo uno de los cortos habanos, que aspiró con gusto, y el aroma cálido y agradable del puro llenó la sala con su perfume tropical. Conversaron sobre todo y especialmente sobre la guerra, el tema que dominaba sus vidas. El capitán se mostraba particularmente interesado en entender cómo veían la guerra los ingleses, si la encaraban de manera diferente a la de los portugueses, y la copa de oporto pareció haberle soltado la lengua al teniente Cook. Agnès intentaba igualmente entender si lo que le decían sobre las hostilidades era verdadero o falso, si los alemanes eran de verdad crueles y cobardes como los describía la prensa, si la guerra acabaría o no. El teniente Timothy Cook, con tres años de experiencia en el conflicto, se reveló como una verdadera mina de información.

All lies —exclamó el teniente después de una bocanada, sin vacilar en considerar mentirosas muchas de las noticias publicadas en los periódicos. Comprendió la confusión de su interlocutora y tradujo al francés—: Mensonges.

Mensonges?

Yes —asintió—. Los poilus llaman a eso bourrage de crâne. Es como si los periódicos fuesen una fábrica de producir mentiras.

Par exemple?

—¡Oh, qué sé yo, tantas cosas! Mire, una vez estuve en Champagne durante una semana, probando un Farman en un aeródromo francés, y las cosas se presentaban tranquilas. Pues leí en los periódicos que allí había habido una poderosa ofensiva alemana que acabó interrumpida sin que el ejército francés hubiese retrocedido un solo metro. All lies. Otra vez ocurrió lo contrario. Con ocasión de la ofensiva de Somme, en la que daba la impresión de que el Infierno había bajado a la Tierra, los periódicos divulgaron la noticia de que todo estaba tranquilo en la zona del frente.

Agnès se quedó mirándolo, confundida.

—Bien —concedió—. Pero ¿no es verdad que los boches son crueles?

I say —replicó Cook—. No más que nosotros. Si aparecemos frente a ellos, intentan matarnos, pero ¿no es eso, al fin y al cabo, lo que también les hacemos nosotros? Para ser totalmente honesto, yo diría que algunos son unos very decent chaps. Un amigo mío que está en los Royal Welch me contó que, durante una ofensiva desastrosa en el sector de Béthune, millares de hombres nuestros se quedaron caídos en la Tierra de Nadie, heridos y agonizando. Pues los boches, suspendido el ataque, no dispararon un solo tiro durante la noche, dejando que nuestros camilleros fuesen a buscar a todos los heridos y hasta a muchos muertos.

—No me diga que a usted le gustan los boches…

Don’t get me wrong —dijo Cook, sacudiendo la cabeza—. Si me enfrento con uno, me resulta más fácil liquidarlo que hacerlo prisionero.

—¿En serio?

—Hacer prisioneros da mucho trabajo —explicó, haciendo una breve pausa para aspirar su Coronita—. Algunos oficiales no vacilan en dar órdenes tajantes para que no se hagan prisioneros.

—Y eso quiere decir…

—Matarlos on the spot, no darle tregua a nadie —aclaró el teniente, que echó el humo retenido en los pulmones.

—¿Ustedes hacen eso?

Right ho! —confirmó—. Si tenemos prisa o estamos especialmente furiosos porque han matado a un amigo nuestro, eso se da por añadidura. Pero debo decirle que, a este respecto, los peores son, de lejos, los canadienses y los australianos, que tienen fama de matar a todos los boches que se rinden. Con ellos no se juega.

Mon Dieu!

C’est la guerre —concluyó Cook, utilizando la expresión entonces muy en boga siempre que se mencionaban las desgracias derivadas del conflicto.

Como ocurría cuando se hablaba de la guerra, la conversación se había adentrado en caminos desagradables. Afonso sintió que era necesario cambiar de rumbo. Por ello, aprovechó la pausa para intentar conocer a Agnès.

—Debe de ser difícil para una mujer bonita y encantadora como usted vivir en este rincón turbulento de Francia.

Agnès sonrió, complacida por el piropo.

C’est pas facile —dijo ella. Encaró a Afonso, sonrió seductoramente y añadió—: No obstante, a veces, tengo la satisfacción de conocer a unos oficiales très charmants que me dejan encantada.

El portugués casi se atragantó con el whisky, no se esperaba esa respuesta, las damas en Portugal solían ser más pasivas en el juego de la seducción. El capitán se quedó sin saber qué decir. Tragó en seco, muy sonrojado, y prosiguió sin acusar el impacto.

—Imagino que… con todos los soldados en la calle… no puede andar por ahí paseando a sus anchas. ¿Cómo consigue llenar su tiempo?

—Leo. Leo mucho.

—¿Ah, sí? ¿Y qué lee?

—Oh, un poco de todo. Stendhal, Balzac, Flaubert, Dumas, Daudet, Maupassant…

—¿Y cuál le gusta más?

—No lo sé. Tal vez Dumas, me divierte.

Afonso dejó el vaso de whisky.

—A mí también me gusta leer.

—¿Y qué lee en Portugal?

—Bien, no tenemos tanta variedad como ustedes en Francia, pero me agradan Eça de Queiroz y Júlio Dinis.

—Yo ya he leído una novela portuguesa —comentó Cook.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso—. ¿Y cuál?

El guaraní.

—¿El guaraní? —preguntó el capitán, haciendo una mueca—. Nunca he oído hablar de ese libro. ¿Seguro que era ése el título?

Sure. El autor se llama José de Alentar.

—Qué curioso, no lo conozco. ¿Dónde encontró el libro?

—En Brasil.

—Ah, no debe de ser portugués, sin duda se trata de un escritor brasileño. ¿Le gustó?

Well, no entendí algunas palabras —dijo, riéndose el inglés—. Pero creo que sí.

—¿Era mejor o peor que las novelas inglesas?

—Era diferente.

—¿Y qué se lee en Inglaterra? —quiso saber Agnès, con pocas ganas de volver al juego de las comparaciones—. ¿Charles Dickens?

—Sí, ése es nuestro autor más importante, después de Shakespeare. Pero hay otros.

—¿Por ejemplo?

—Oh, tantos. Thackeray, las hermanas Brontë, Eliot, Trollope, Stevenson, Hardy, Kipling, Conrad…

—Pues de los autores ingleses sólo he leído aquella novela de Dickens que transcurre durante la Revolución francesa.

A tale of two cities. ¿Le gustó?

Oui —dijo alegremente la francesa—. Lloré mucho al final.

That’s Dickens, all right —coincidió Cook con sonrisa de conocedor.

—¿Y cuál es el escritor que más le gusta?

—Creo que Stevenson, me agrada su sentido de la aventura, el gusto por lo exótico. Pero, mire usted, estoy leyendo ahora una novela que salió hace poco tiempo y que es muy buena, muy original, muy profunda.

—¿De qué trata?

—El libro se llama Of human bondage. Es la historia de un hombre que se enamora ciegamente de una mujer, pero ella no quiere saber nada de él. Lo extraordinario en esta novela es que el lector entra en la cabeza del personaje y comienza a pensar como él, a entender sus sentimientos, a comprender sus reacciones, a anticipar sus movimientos. El lector se transforma en el personaje.

—Parece interesante —coincidió Agnès—. ¿Quién es el autor?

—Somerset Maugham. Es un escritor nuevo, yo mismo nunca había oído hablar de él.

—Pues fíjese, la novela que he comenzado ahora a leer es lo contrario, incluso me produce dolores de cabeza.

—¿Y por qué?

—Porque la historia no avanza. Mon Dieu, da la impresión de que no tiene historia.

—¿Y qué obra maestra es ésa?

À la recherche du temps perdu. Es un título que me parece adecuado, porque ya me siento buscando el tiempo que esa novela me hace perder. Fíjese que las primeras cincuenta páginas se dedican a una escena en la que el personaje se encuentra en la cama esperando que su madre vaya a darle el beso de las buenas noches. ¡Cincuenta páginas para eso!

Todos se rieron.

—¿Y quién es el genio que ha escrito esa obra de arte?

—Marcel Proust.

—No irá muy lejos —sentenció Cook.

—No diga eso, el libro está extraordinariamente bien escrito.

—Pero ¿cuál es la historia?

—Ése es el problema, aún no he captado la historia —observó Agnès, pensativa—. Es cierto que voy aún por el principio, pero me parece que el personaje anda en busca de cosas de su memoria, de cosas perdidas en el tiempo, de ahí el título, posiblemente. Es algo extraño, pero me da la impresión de que, tal vez más que de historias, éste es un libro hecho de sensaciones, de impresiones, de olores, de sabores, de sonidos, de colores, de emociones, de afectos. Yo diría que es un gran fresco coloreado con nostalgia, momentos mágicos de la infancia, pequeñas cosas.

—Mire, yo tengo un amigo que una vez me dio la definición perfecta de lo que es un buen libro —dijo Cook, que efectuó una pausa teatral para echar una bocanada fragante de su Coronita—. Un buen libro es aquel que está bien escrito y tiene una buena historia. Si el libro está bien escrito pero la historia es mala, el libro no es bueno. Si el libro tiene una buena historia pero está mal escrito, tampoco es bueno. El libro sólo es bueno si tiene una buena historia y está bien escrito.

La leña en la chimenea crepitaba suavemente y los tres se recostaron en los respectivos asientos, tranquilos y serenos, disfrutando del momento y digiriendo aquella idea. Todos recordaron las novelas leídas a lo largo de sus vidas, pensaron en las que tenían buenas historias pero estaban mal escritas y en las que estaban bien escritas pero tenían malas historias. Y pensaron sobre todo en aquellas obras, raras y preciosas, que, con palabras sencillas y elegantes, frases graciosas y bien estructuradas, incluso poderosas, contaban historias inolvidables y arrebatadoras. Sí, coincidieron, ésos sí que eran libros realmente buenos. ¿Cuántas excelentes historias no se habrán desperdiciado en malos textos, cuántos buenos redactores no se habrán perdido en malas historias? Es como la pintura, consideró Afonso. ¿De qué sirve tener buena técnica si no se tiene imaginación creativa? ¿De qué sirve tener imaginación creativa si no se domina la técnica de la pintura? ¿No está siempre una al servicio de la otra, dando y recibiendo, cambiando y evolucionando, transformándose e influyéndose?

El sonido metálico y distante del Biedermeier dando la hora en el comedor llenó el silencio. Por asociación de ideas, casi sin querer, Afonso se acordó entonces de lo que había prometido la baronesa después de cenar.

M’dame, hace un momento se refirió a un objeto artístico sorprendente…

Oui —exclamó Agnès, con el rostro iluminado, y señaló un punto de la pared encima de una estantería—. Es aquel cuadro.

Los dos oficiales se volvieron en aquella dirección y repararon, por primera vez, en un pequeño cuadro realmente extraño: era un paisaje pintado de manera poco ortodoxa, el cielo recortado por formas geométricas de diferentes tonos de azul, las casas transformadas en rectángulos tenues, los árboles en triángulos verdes.

Good Heavens! —soltó Cook, con los ojos desorbitados—. ¿Qué es eso?

—Cubismo —explicó la baronesa, divertida por la expresión de perplejidad de los dos militares.

—¿Cubismo?

—Es una nueva corriente artística, muy chic, muy avant garde —explicó Agnès—. Ese cuadro es de Robert Delaunay; lo compré hace unos cuatro años en la galería Kahnweiler, en París.

—Pero es horrible —dijo Cook con una mueca de rechazo.

—Yo diría que es diferente, original tal vez.

—Pero la naturaleza no es así, el cielo no es así, todo está mal pintado.

—No está mal pintado —aseguró la francesa—. La idea del cubismo no es representar el objeto tal como lo vemos, sino tal como lo conocemos. El cielo tiene varios tonos de azul porque sabemos que el cielo es así, la intensidad de su luz varía con la luz del día.

It’s ghastly! —repitió el oficial británico, aún horrorizado por lo que observaba e insistiendo en la idea de que no veía ninguna virtud artística en el cuadro. Para no dar tiempo a que le exhibiese más objetos de esa clase, susceptibles de ofender su sensibilidad estética, Cook apagó en el cenicero lo que poco que quedaba del Coronita, se levantó del sillón y bostezó—. Amigos míos, ha sido una reunión agradable, pero ya son las once de la noche y tengo sueño. Mi admiración, madame, y mi agradecimiento. Afonso, old chap. Cheerio and behave yourself!

Bonne nuit!

—Hasta mañana, Tim.

El inglés se fue. Agnès y Afonso se quedaron solos.

Los lanudos caminaban ahora por las animadas aceras de la principal avenida de Merville, evitando el pavimento embarrado de la calle, ocupado por caballos y algunos carruajes, y el movimiento del centro del pueblo los puso más alegres. Siguieron por la avenida hasta llegar a un edificio color ladrillo frente al cual se aglomeraba un considerable número de soldados: era la puerta del burdel. Le Drapeau Blanc estaba escrito en un letrero rojo encima de la entrada.

—Vaya —comentó Baltazar—. ¡Cuántos tipos necesitados!

Los soldados hacían cola; eran seguramente más de un centenar. Se mezclaban ingleses, escoceses y portugueses en medio de gran algazara, cada uno esperando su turno, casi todos en grupo, siendo raros los hombres que aguardaban solos. Se multiplicaban los chistes y las carcajadas. Las propias autoridades francesas habían montado el burdel para servir a las tropas de aquel sector, y Le Drapeau Blanc era sólo uno de los muchos existentes en la retaguardia de las líneas aliadas. Había burdeles para oficiales, más discretos y caros, donde hasta se conversaba con las prostitutas, mientras que los soldados se contentaban con versiones industrializadas y expeditivas, sin tiempo para grandes charlas porque el tiempo urgía y la clientela estaba a la espera, verdaderas fábricas de sexo masificado y en serie.

Matias y sus amigos se unieron a la cola. Delante de ellos había unos ruidosos escoceses, fácilmente reconocibles por los kilts de lana Black Watch del regimiento highlander y boinas Tom O’Shanter. Los escoceses se reían estúpidamente y daban señales de estar ebrios. Pero, al rato, Matias reconoció a dos camaradas del 8 y fue a su encuentro.

—¿Y? —los saludó—. ¿A por putas?

—Así es —confirmó uno de los portugueses, un muchacho llamado Victor—. Pero esto aún llevará un buen rato.

—Sí, hay mucha gente —confirmó Matias—. ¿Cuántas putas hay ahí dentro?

—Me han dicho que tres.

—Tres… —repitió Matias, haciendo mentalmente la cuenta.

—No te esfuerces, ya hemos hecho el cálculo —dijo Victor—. Somos ciento veinte y ellas son tres, da cuarenta hombres para cada puta. A cinco minutos por polvo, da doscientos minutos más o menos.

—Doscientos minutos, más el tiempo que se pierde para quitarse la ropa y volver a vestirse —observó Matias.

—No, no —aclaró Victor meneando la cabeza—. Esta cuenta ya incluye todo eso.

—Ah, vale —se admiró Matias—. Por tanto, sólo tenemos que esperar tres horas.

—¡Y eso si quieres! —Victor se rio.

Matias regresó a su lugar en la cola y les contó las novedades a sus compañeros. Sólo Baltazar pareció desanimarse.

—Tal vez deberíamos volver atrás y tirarnos a la refugiada —bromeó—. Siempre sería más rápido y barato.

Se quedaron esperando, viendo avanzar la cola lentamente y a los clientes ya saciados salir de Le Drapeau Blanc, con la felicidad estampada en el rostro, su autoestima creciendo desde los pantalones. No había dudas de que aquellas prostitutas ofrecían un servicio eficiente. En una visita anterior al burdel de Merville, a Matias lo informaron de que cada una de ellas servía al equivalente de casi un batallón por semana. Trabajaban mientras tenían fuerzas y ánimo. El límite normal eran tres semanas, después de las cuales ellas izaban la bandera blanca y, cansadas, se retiraban con el deber patriótico cumplido, pero sobre todo con unos buenos ahorros, aseguradas, probablemente, hasta el final de la guerra.

Mientras esperaban, los cuatro empezaron a hablar sobre las cualidades de las mujeres francesas en la cama, las expertas en juegos, las desvergonzadas y las púdicas, o las falsas púdicas. Éstos eran asuntos con los que los hombres soñaban o de los que alardeaban con gusto. En general, preferían evitar las estadísticas, no fuese a darse el caso de que alguno de los colegas contase performances sexuales superiores, aunque ficticias. Ir con las francesas, incluidas las prostitutas, era un tema de especial orgullo entre ellos, y los más experimentados no se negaban a los comentarios. En este punto, Baltazar, el Viejo, decidió hacer una comparación con las portuguesas y descubrió que sus comentarios críticos, aunque seguidos con atención, no eran rebatidos ni corroborados por sus amigos. El hecho le resultó intrigante y los presionó hasta arrancar de Vicente una confesión que lo dejó muy sorprendido.

—Mi primera mujer la encontré aquí, en Francia —murmuró Vicente, el Manitas, con la cabeza gacha, casi avergonzado—. Nunca lo he hecho con una portuguesa.

Baltazar se quedó mirándolo, atónito.

—¿Has venido virgen aquí?

Vicente asintió con la cabeza.

—¿Qué edad tienes?

—Veinte.

—Válgame Dios, hombre, quien te viese no lo diría —comentó el veterano—. Cada quince días vienes de putas: da la impresión de que te has pasado toda tu vida así, desde la cuna, dale que te pego.

—¿Sabes, Baltazar? —explicó Vicente—. Cuando se’stá en las trincheras se piensa mucho, uno piensa en la muerte, piensa en todo.

—¡Y claro que lo sé, hombre!

Todos sabían lo que era pensar en las trincheras, durante las largas horas que pasaban esperando, hechas de puro hastío, y a lo largo de los interminables minutos de bombardeo, consumidos en el puro horror. Nadie ignoraba que había una elevada posibilidad de no salir vivos de Francia, o de salir mutilados e inválidos, y que el tiempo huía, era escaso. ¿Cómo pasar por encima del hecho de que tal vez nunca llegarían a experimentar las cosas buenas de la vida, de que posiblemente les robarían la juventud en el lapso de pocos días, de que se les quebraría eventualmente el futuro por una bala traicionera o por una esquirla perdida? En las trincheras, el sexo era una obsesión universal, siempre presente en el lenguaje de los hombres, nunca olvidada en la mente, en los gestos, en la memoria y en el deseo. Había que aprovechar mientras era posible, mientras estaban vivos y con el cuerpo entero, mientras tenían fuerzas para aferrarse a la vida como quien abraza a su madre. Todos habían visto a demasiados amigos segados, nadie quería morir virgen. Pero lo cierto es que sólo los oficiales disponían de oportunidades genuinas de conseguir verdaderas novias francesas. A los soldados, entorpecidos por el frío y el hambre, embrutecidos por la guerra y siempre ocupados escondiéndose en las trincheras o empeñados en trabajos de fortificación en la retaguardia, les quedaba generalmente el amor comprado en una cama gastada de un burdel cualquiera. Los que llegaban vírgenes de Portugal se ocupaban deprisa del asunto en el prostíbulo o en un corral con una campesina más arisca o necesitada de dinero, no fuesen los alemanes a anticiparse y a privarlos de disfrutar de aquel fruto hasta entonces prohibido. Y hasta los muchos que ya practicaban el sexo desde antes, por estar casados o por haber encontrado mozas que no temían pecar antes del matrimonio, no se privaban de los goces de la carne siempre que se ofrecía la oportunidad, aunque a cambio de unos francos ofrecidos en un rincón oculto de unas ruinas miserables, temiendo también que les quedase poco tiempo para disfrutar de aquel placer efímero.

Pasaron tres horas en la cola de Le Drapeau Blanc y finalmente llegó el turno de los cuatro portugueses. El primero en avanzar fue, como era natural, Baltazar, el Viejo, veteranía oblige. Era un hombre casado y padre de una chica y dos niños. Su piel tenía unas arrugas prematuras para quien tenía sólo treinta y siete años, arrugas nacidas del adelgazamiento forzado en las trincheras, del aire seco de la sierra donde vivía y de la dura vida de quien estaba habituado a seguir a los rebaños en largos recorridos por los montes, pero todo eso no le impidió entrar con entusiasmo y excitación anticipada en la habitación oscura que se le abría.

Después fue el turno de Matias, el Grande. Se abrió la puerta de uno de las habitaciones, de donde salió un escocés ajustándose el cinturón del kilt verde. El jock guiñó el ojo y soltó un confuso «your turn, lad!» cuando pasó frente a Matias, que salió de la cola y avanzó, abrió la puerta, escuchó un «entrez» femenino, traspasó la entrada y, deteniéndose, vio a una mujer morena y delgada lavándose en una palangana al lado de la cama deshecha. La habitación estaba iluminada por una bombilla sobre la mesa de noche y la luz amarillenta que proyectaba sombras fantasmagóricas sobre las paredes. Cerró la puerta, se acercó a una silla, comenzó a quitarse el abrigo de cabritilla, pero la mujer lo interrumpió: «Seulement les pantalons». Entendió que bastaba con quitarse esa prenda y los calzoncillos, no valía la pena quitarse lo accesorio. Mientras tanto, la mujer volvió a la cama y se abrió de piernas: «Viens ici!». Él avanzó sin preámbulos, ella lo recibió húmeda, él entró. «Vite! vite!», insistió ella sin simular siquiera una respiración jadeante, él lo hizo vite, pero aún tuvo tiempo de palparle las nalgas y los senos, el cuerpo adquirió cadencia, el ritmo se hizo creciente, se volvió incontrolable, sintió el estallido, se estremeció de placer, el momento se prolongó, después los músculos comenzaron a relajarse, el enorme cuerpo se fue distendiendo y calmando, despacio, despacio, disminuyeron los latidos del corazón, ella aguardó un instante pero no tardó en hacer un gesto de impaciencia, él despertó de su sopor, casi chocado por aquella prisa, salió de ella con una lentitud disgustada, ella se levantó, se dirigió a la palangana y, mientras la mano izquierda buscaba agua, la mano derecha apuntaba a la mesa: «dix francs». Él se puso los calzoncillos y el pantalón, sacó dinero del bolsillo y contó diez francos, los dejó en la mesa al lado de las otras monedas y billetes ya amontonados allí: «Merci, mademoiselle, très bonne». Salió ajustándose el cinturón. Le guiñó el ojo al tommy inglés que aguardaba su oportunidad y dijo: «Te toca, gringo».

Habían pasado cinco minutos.

Se lanzaron una mirada cómplice, divertidos por la reacción de Tim ante el extraño cuadro y su precipitada ida a la habitación, pero la mirada se prolongó y, cohibidos, Afonso y Agnès recorrieron la sala con los ojos, buscando nuevos motivos de interés. Ya no tenía sentido seguir prestando atención a la original pintura de Delaunay y ambos tuvieron que contentarse con quedarse observando las llamas que crepitaban en la chimenea: la lumbre ya se veía muy tenue, lamiendo con suavidad la leña carbonizada que se amontonaba en una mezcla negra y caliente, las pequeñas llamitas incandescentes aisladas en aquella masa inerte como gotas de lava que brillasen sobre el carbón, como lágrimas de oro de la madera en su postrero soplo de vida.

—Me encanta conversar —dijo ella finalmente, volviendo a balancearse en la mecedora—. Mi marido es un hombre de pocas palabras, y eso me deja un poco frustrada, así que su presencia aquí significa un rayo de luz que ilumina mi soledad.

—Quien la oyese diría que no es feliz —comentó Afonso.

El capitán se levantó del canapé y se acercó a la chimenea, dando la espalda a su anfitriona, no quería enfrentarla, se sentía turbado e inhibido. Cogió la vara de hierro y empujó la leña junto al cascajo, atizando la llama moribunda. Volaron algunas chispas por el aire, que soltaron chasquidos secos, y las llamas crecieron con fulgor, atrevidas y orgullosas.

Ça vous amuse, le feu… —observó la baronesa.

Oui, vraiment.

—En la época de Luis XVI había un estilo delicioso de cultivar la convivencia. —Suspiró Agnès—. Las personas tenían en aquel entonces el elegante hábito de enviar invitaciones en las que se leía, simplemente: «On causera», conversaremos.

Afonso removió de nuevo la leña de la chimenea, reavivando definitivamente el fuego, que volvió con fulgor moderado. El capitán se apartó, admirando su obra. Dándose finalmente por satisfecho, se limpió las manos con unas palmadas rápidas para quitarse el polvo, se incorporó y se sentó otra vez en el canapé de haya.

—No ha respondido a mi pregunta…

—¿Cuál?

—¿Se siente infeliz?

—No es exactamente infeliz —explicó la baronesa, pensativa—. Me siento sola, vacía, aislada. Tengo nostalgia de París.

—¿Vivió en París?

Oui.

—Entonces, ¿qué está haciendo aquí?

—Es una larga historia.

—Me gustan las historias largas.

—¿Realmente quiere escucharme?

—No estoy aquí para otra cosa.

La baronesa sonrió.

—Debe saber, mon chère Alphonse, que nací en Lille —dijo.

Durante diez minutos, le contó la historia de su infancia y todos los detalles sobre la familia, la tienda de vinos de su padre, Serge y el barón Redier. En este punto, Afonso comprobó que Agnès lo observaba, vacilante, como si estuviese considerando si valía o no la pena añadir algo más. Se decidió.

—¿Sabe que él era parecido a usted?

—¿Quién?

—Serge.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso.

—En la mirada, en la sonrisa, pero no sólo en eso, hay algo más en usted que me recuerda a Serge, no lo sé, tal vez cierto espíritu, cierta manera de estar, ese aire soñador —dijo, y fijó la vista en el portugués, en una actitud contemplativa, sus ojos verdes con un brillo intenso—. ¿Y usted? ¿Se ha casado?

—Non —dijo, meneando la cabeza.

—¿No tiene a nadie que lo espere? —preguntó—. Une petite amie, peut-être?

—Non.

Agnès volvió a bajar los ojos.

—¿Sabe? Yo, en realidad, me casé con Jacques porque me sentía sola, desamparada, y él apareció cuando me hacía más falta, tendiéndome su mano en aquel momento de mayor fragilidad, cuando el mundo se derrumbó y dejó de tener sentido. Fue el faro que me guio en la tormenta, la luz que me trajo hasta un puerto seguro. En resumidas cuentas, me casé, en cierto modo, por gratitud. —Hizo una pausa—. Fue un error.

—¿Hoy habría actuado de otro modo?

—Sí, sin duda. Si fuese hoy, me quedaría en París y acabaría la carrera, costara lo que costase. —Suspiró—. Pero la vida es así y las decisiones, bien o mal, ya han sido tomadas.

—Por lo que me dice, debo suponer que no tiene ningún amor en su vida.

—Se equivoca. Tengo un gran amor.

—¿Sí?

—Sí. La medicina.

—Ah, está bien —exclamó Afonso, aliviado.

—¿Sabe lo que me apasiona de la medicina?

—No.

Agnès alzó dos dedos.

—Esencialmente dos cosas —explicó—. En primer lugar, y como ya le dije, mantengo desde niña una fascinación por Florence Nightingale, me parece algo extraordinario ayudar a los demás cuando están enfermos, atenuar su sufrimiento. Eso me llevó al campo de la salud. En segundo lugar, creo que pesó mucho el gusto por la ciencia que adquirí cuando visité la Exposición Universal de París en 1900.

—Ya me he dado cuenta de que le gusta el aspecto científico de la medicina…

La baronesa adoptó una actitud pensativa.

—Sí, es eso. A pesar de ser una persona moderadamente religiosa, sé que, en la vida, no podemos estar siempre esperando el auxilio divino, Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo. Los que no entienden eso no entienden nada de la vida. Lo cierto es que, durante mucho tiempo, nuestros antepasados no comprendían esa simple verdad y sufrieron mucho por el exceso de confianza en la intervención divina. ¿Sabe, Alphonse? Antiguamente la medicina estuvo asociada a la superstición, los antiguos creían que las dolencias provenían de la acción de los espíritus malignos. En el Neolítico, por ejemplo, llegaban a hacer agujeros en el cráneo de los pacientes para expulsar a esos espíritus, fíjese.

—¿Y los curaban?

Agnès se rio.

—Claro que no. Con esos métodos, mon chère Alphonse, es evidente que los enfermos morían del remedio, no de la enfermedad. Pero después, pasado este periodo rudimentario, la ciencia empezó a avanzar gradualmente. A la par de los hechizos surgieron procedimientos pragmáticos y racionales para tratar enfermedades fácilmente diagnosticables o para prevenir la aparición de otros males. La Biblia, por ejemplo, está repleta de instrucciones en cuanto a la higiene, en cuanto a la necesidad de mantener a enfermos en cuarentena y en cuanto a la obligación de desinfectar los objetos tocados por los enfermos. Pero el gran paso, la ruptura de la medicina con la religión y la superstición, se dio en Grecia. Supongo que, gracias a sus estudios clásicos, sabe lo que ocurrió en este periodo…

—Lamentablemente conozco poco de medicina. Me acuerdo de que los filósofos griegos consideraban que los enfermos eran víctimas de desequilibrios del cuerpo.

—Pues los griegos aportaron realmente una posición nueva. Las más famosas escuelas de Medicina de Grecia estaban situadas en Knidos o en Kos. Fue en Kos donde nació Hipócrates, considerado el primer médico moderno.

—¿El del juramento?

—Sí, el autor del famoso texto de ética médica, conocido como juramento de Hipócrates. Está claro que los griegos decían muchos disparates. Por ejemplo, creían que la salud dependía fundamentalmente de un equilibrio entre cuatro humores presentes en el cuerpo humano, sobre todo la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. Como resultado, los tratamientos que prescribían se limitaban a dietas, a vómitos forzados y a sangrías, procedimientos que se efectuaban supuestamente para reequilibrar los humores del cuerpo. Enfermizo, ¿no le parece?

—Pero mire que no hace mucho tiempo aun se hacían esos tratamientos. Mi padre me contó que, cuando era pequeño, lo sangraban siempre que caía enfermo. Decían que era para reequilibrar los humores y eliminar los venenos.

—Sí, los tratamientos prescritos por los griegos se mantuvieron válidos hasta el siglo pasado, fíjese, aunque estas ideas comenzaron a replantearse en el siglo XVIII.

—Por tanto, la medicina no evolucionó tampoco con los griegos…

—No —dijo Agnès, sacudiendo la cabeza—. La medicina evolucionó con los griegos, dado que fue entonces cuando, por primera vez, se estableció que las enfermedades no derivaban de acontecimientos sobrenaturales, sino que tenían una explicación física. Hasta ese tiempo, se encaraba a los enfermos como pecadores castigados por los dioses o como gente poseída por demonios, idea que los griegos combatieron. El problema es que la medicina entró en retroceso en la Edad Media, dominada por el oscurantismo del que no se cansaba de hablar mi antiguo profesor de Anatomía. Los textos griegos entraron en el mundo árabe y regresaron a Occidente en mano de los monjes benedictinos, que tradujeron al latín los documentos árabes y así adquirieron conocimiento de lo que habían escrito Hipócrates y los demás médicos griegos. El atraso fue tal que las escuelas de Medicina no surgieron hasta el siglo XII, y hubo que esperar al Renacimiento para que finalmente se comenzase a estudiar el cuerpo humano. Y en ese momento sí se dio de verdad una gran evolución. Se descubrió que las enfermedades surgían de microorganismos, se entendió que la sangre circulaba y, en fin, se volvieron más comprensibles el cuerpo humano y sus funcionamientos y patologías.

—Descartes escribió que el cuerpo funciona como una máquina…

—Justamente, Alphonse, comenzó a analizarse el cuerpo como un sistema. Los médicos descubrieron el sistema digestivo, el sistema metabólico, el sistema sanguíneo, el sistema respiratorio, el sistema nervioso. Además, apareció la química, los médicos empezaron a usar productos químicos para reequilibrar los sistemas. Surgieron también especialidades como la neurología, la patología y otras. Después, con mi coterráneo de Lille, Louis Pasteur, vinieron las vacunas y la ciencia se hizo cargo por completo de la medicina, acabando de una vez con las supercherías del pasado.

—Estoy impresionado —exclamó Afonso con sincera admiración—. Ya he visto que conoce bien la historia de la medicina.

—Estoy obligada a conocerla —sonrió Agnés—. Fueron tres años en la Sorbona, ¿no? Algo tenía que aprender.

—¿Y cuál es su especialidad?

—Bien, cuando estaba en la facultad aún no había llegado a hacer ningún curso de especialización, estaba en la parte general. Pero confieso que me sentía tentada a dedicarme al estudio del psicoanálisis.

—¿Psicoanálisis?

—Es un ámbito nuevo, desarrollado por Freud. ¿Ha oído hablar de él?

—Vagamente. Es un hipnotizador, ¿no?

Agnès se rio.

—Sí, él utilizó la hipnosis en la terapia, pero ha dejado ya de lado ese recurso.

—¡Disculpe, pero eso es tremendo! ¿Cómo un médico espera curar una fiebre con hipnosis?

La francesa volvió a reírse.

—No, Alphonse, Freud no trata las enfermedades del cuerpo. Trata las enfermedades de la mente.

—¿De los locos?

—Sí, pero no solamente de los locos, existen también personas con perturbaciones o traumas, casos a los que la medicina no ha logrado dar respuesta. Pues Freud descubrió que muchos males de la mente nacen de traumas producidos en el pasado y que, si una persona consigue resolverlos, se curará. El problema es que mucha gente no tiene conciencia de los traumas que ha sufrido, porque los reprime y aloja en el inconsciente, así que el trabajo del médico consiste en localizar esos traumas para resolverlos. Freud comenzó usando la hipnosis, pero ahora se ha volcado en otros métodos, como la asociación de ideas y la interpretación de los sueños.

—¿Él también cree que los sueños son profecías?

—No, todo lo contrario. Él piensa que los sueños no revelan lo que va a ocurrir en el futuro, sino lo que a las personas les gustaría que ocurriese en el futuro. ¿Entiende la idea? Los sueños nos revelan lo que nuestra autocensura nos oculta. Por ejemplo, imaginemos que a usted le gusta mucho una mujer y sueña que está haciendo el amor con ella. —Afonso se sonrojó—. Su sueño no es una profecía, no revela que usted va a hacer el amor con esa mujer. Lo que revela es que le gustaría hacer el amor con ella. Cuando se despierta, y si es una persona decorosa, evita imaginar esa situación. Significa que su conciencia reprime tal deseo. Pero, en el momento en que se sumerge en el sueño, la conciencia también duerme y el subconsciente ocupa su mente. El subconsciente sabe que a usted le gustaría hacer el amor con esa mujer. Entonces, como la conciencia ya no está activa para censurar ese deseo, el subconsciente lo manifiesta a través del sueño. ¿Comprende?

—Bien…, eh… sí —titubeó Afonso, turbado por el ejemplo.

Agnès sonrió.

—Veo que mi ejemplo lo ha dejado un poco…, ¿cómo diría? Un poco cohibido —comentó ella con malicia.

—Eh… En fin, no estoy habituado a escuchar…, a escuchar a una señora… En fin…

—¿Lo ve? Su autocensura se encuentra muy activa —observó Agnès, alegremente—. No se preocupe, eso sólo demuestra que usted es un hombre decente, muy civilizado.

—En fin… —soltó Afonso con alivio, el elogio le sentó bien.

—Pero déjeme que le diga. —Agnès se dio prisa en añadir, divertida al saber que iba a impresionarlo de nuevo—. El sexo es un elemento fundamental en el comportamiento de los hombres y de las mujeres, ¿sabía? —Afonso meneó la cabeza, pasmado, incapaz ya de emitir tan siquiera un gruñido—. Freud descubrió que la sexualidad constituye un factor dominante y ocupa un lugar central en toda la experiencia humana. Él comprobó que las personas tienen comportamientos sexuales desde que son bebés, lo que…

—Eso no puede ser —interrumpió Afonso, recobrando el habla—. ¿Los bebés?

—Comprendo su incredulidad, mucha gente reacciona así, pero la verdad es que los bebés ya manifiestan sexualidad. ¿Nunca ha oído hablar del complejo de Edipo?

—No.

—Existe un mito griego que cuenta la historia de un hombre, Edipo, que, sin querer, cumplió una profecía antigua matando a su padre y casándose con su madre. Freud, pues, opina que a todos los hombres les gustaría hacer lo mismo, matar a su padre y casarse con…

—Ah, disculpe, m’dame, pero eso es ir demasiado lejos. ¿Tiene algún sentido esa idea? A mi entender, es un perfecto disparate decir que yo quiero matar a mi padre y casarme con mi madre, eso es realmente…, no lo sé, pero no me parece admisible.

—El complejo de Edipo es una metáfora, Alphonse, y así debe entenderse. Lo que Freud quiere decir con esto es que los hombres tienen deseos sexuales inconscientes que se remontan a la infancia, deseos de casarse con su madre, no porque sea la madre, naturalmente, sino porque ella es la mujer que conocen.

Para casarse con ella, sin embargo, los hombres tienen que eliminar a su rival. ¿Y quién es él? Es el hombre que está con la mujer que ellos desean. Es el padre.

—Pero ¿está diciendo que yo tengo ese deseo?

—Calma, no lo estoy acusando de nada —sonrió Agnès—. Sé que usted es un hombre muy íntegro, un hombre incluso muy interesante. Pero lo que estoy diciendo es que Freud identificó ese deseo inconsciente, repito, inconsciente, en el comportamiento masculino. Puede estar seguro, no obstante, de que tengo la convicción de que su padre no tiene nada que temer de usted, la autocensura de esos deseos inconscientes funciona, en usted, muy bien.

Afonso la miró y el rostro se le iluminó con una sonrisa.

—Me doy cuenta de que se está quedando conmigo.

—No, le aseguro que Freud piensa todo lo que le he dicho, y claro que sí, me estoy quedando con usted —aclaró con una sonrisa—. Lo curioso es que los hombres siempre se ponen furiosos por este tema, usted es el primero en darse cuenta de que no soy más que una provocadora.

—Ah, sí, usted es una gran provocadora…

Ella le lanzó una mirada maliciosa.

—¿Y puedo provocarlo aún más?

Afonso se sonrojó nuevamente. «¿Con qué saldrá ahora?», pensó.

—Haga el favor. Provóqueme, vamos. Estoy dispuesto.

—¿Quiere bailar conmigo?

—¿Cómo?

—Sé que no viene a cuento de nada, pero me apetece. ¿Quiere bailar conmigo? Supongo que sabe bailar…

—Eh…, bien…, yo… creo que me defiendo.

La baronesa se levantó y abrió un mueble apoyado en la pared. Sacó de su interior un enorme gramófono y lo colocó sobre la mesa junto a la chimenea. El gramófono estaba formado por una caja de madera con una manivela que salía de uno de los lados, se trataba del manubrio que permitía dar cuerda al motor.

La caja tenía un plato por encima y una gran bocina en el extremo, que se alzaba como una oreja gigante cuya forma imitaba la de una flor, diseño típico del art nouveau.

—Éste es un gramófono Pathé —explicó Agnès—. ¿Qué música le gusta bailar?

Afonso se levantó.

—No lo sé, ¿qué música tiene?

Agnès se acercó a los discos y los revisó.

Fox-trot, sinfonías, valses…

—Tal vez un fox-trot, ¿no?

—Sí, me gusta mucho, pero tal vez sea demasiado ruidoso a esta hora, ¿no cree? —Se detuvo en otro disco—. Éste es fascinante, La mer, de Debussy. —Sacudió la cabeza—. Es brillante, simula los sonidos del agua, pero no sirve para bailar. —Miró a Afonso—. ¿Por qué no un vals?

—Puede ser.

La francesa eligió un disco y lo puso sobre el plato del gramófono. Puso la aguja de la bocina sobre el borde del disco e hizo girar la manivela. La melodía surgió de la bocina abierta en flor, ondulante, bella y armoniosa.

—Strauss —dijo ella, dirigiéndose al capitán.

Los sonidos de la orquesta de Viena llenaron la sala. Afonso la tomó entre sus brazos y comenzaron a bailar, los ojos de uno fijos en los del otro, los cuerpos mecidos al ritmo del vals, unas manos juntas, las manos libres buscando los cuerpos, la derecha de él en la cintura de ella, la izquierda de ella en los hombros de él. Bailaron sin decir nada, sin dejar de mirarse, insinuantes los ojos, maliciosos, provocadores, navegando en la ola de la música. El vals aceleró y Afonso la atrajo más hacia sí, los vientres se juntaron y se rozaron las ropas. Perdieron la noción del espacio y del tiempo, remolineando en la sala al son del vals que se oía en el gramófono, deseando que aquel momento se prolongase, se eternizase, sublime, arrebatador, perenne, inolvidable. La melodía les llenó el alma y los arrastró hacia un universo aparte, un mundo sólo suyo, encantado, hecho de belleza y sueño, éxtasis y magia. Afonso se sumergió en los ojos verdes y observó la boca entreabierta de Agnès, sus labios aterciopelados que brillaban como pétalos húmedos, invitadores, acogedores. Se acercó ligeramente con la cabeza, vaciló, ella se quedó con los ojos muy abiertos, fijos en él, él la sintió irresistible, sintió que había llegado el momento, era la hora de que el deseo se adueñase del cuerpo.

—¿Le apetece algo más, madame?

Una voz masculina quebró como un trueno el momento mágico. Afonso y Agnès se sobresaltaron y miraron a la puerta. Era Marcel, el mayordomo. La baronesa se desprendió bruscamente del capitán.

—No, Marcel, gracias. Buenas noches.

—Buenas noches, madame —dijo Marcel con los ojos escrutadores—. Buenas noches, monsieur.

El mayordomo se retiró lentamente, algo frío, dejándolos turbados. Se hizo un breve silencio, cohibido y embarazoso, se sentían como niños pillados en una travesura.

Agnès desconectó el gramófono y Afonso regresó a la chimenea, era necesario avivar el fuego. Removió la madera de la leña y las llamas se elevaron: creció el fuego y el calor. Durante unos segundos sólo se oyeron los chasquidos de las chispas. Satisfecho, el capitán volvió a su lugar, en el canapé, y se sentó.

Se quedaron los dos mirándose. Fue una mirada inesperada y el capitán se atolondró con aquellos ojos bonitos y tiernos que se fijaban en él, era un hombre tímido, la mirada se prolongó y él comenzó a sentir que su corazón latía, latía cada vez más, muy rápido, retumbando ahora en las sienes, casi al borde del sobresalto. Experimentó pulsiones contradictorias. Quería besarla, presentía que ella no se iba a resistir, había allí una fuerza magnética, un imán invisible los atraía, pero volvió en sí, pensó que ella era una mujer casada, ¿es que se estaba volviendo loco? Pocas horas antes había conversado con su marido. Además, ¿quién le aseguraba que no lo estaba confundiendo todo, que su deseo por ella no lo traicionaba, creando la ilusión de que ella también lo deseaba? Se sintió inseguro, qué escándalo si la besaba y llegaba a comprobar que ella en realidad no lo quería, que aquella mirada era sólo de simpatía, qué vergüenza faltarles el respeto a la anfitriona y a su marido en su propia casa. En resumidas cuentas, pensó, esta mujer era demasiado bella para él, pertenecía a otro mundo, era una princesa inalcanzable e inaccesible, un hada de sueños, y él no era más que un sapo, un portuguesito pretencioso que lo mezclaba todo. La mirada de la mujer sólo podía ser de cortesía, no había que confundir afabilidad con deseo. Apartó los ojos, turbado, quebrando el contacto visual.

Volvió la cabeza con naturalidad forzada y se salvó por el gong del Biedermeier, que sonaba en el comedor. Era el pretexto ideal, se concentró en los repiques del gran reloj de pared como si aquel sonido metálico y tranquilizador fuese lo más importante del mundo.

—Es tarde, m’dame, il faut dormir —dijo, levantándose con tal rapidez que hasta parecía tener algo urgente que hacer y no podía esperar más.

Agnès se incorporó despacio.

—Tiene razón, Alphonse —coincidió—. Es tarde. À demain.

À demain, m’dame.

Afonso caminó hacia la habitación desgarrado por la duda: ¿ella lo deseaba realmente o todo no había sido más que un equívoco, una impresión errónea? Reconstruyó la conversación palabra a palabra y el baile paso a paso, intentó leer su mirada y su tono, recordó cuidadosamente cada expresión, se esforzó en interpretar las intenciones por detrás del menor acto, del menor gesto, y concluyó que sí, tal vez, era probable que ella desease ser seducida. Pensó entonces que no era más que un tonto, tenía allí a una de las mujeres más bonitas e interesantes que jamás conocería, le parecía cada vez más evidente que ella sentía debilidad por él, y él sin duda por ella, pero no había sido audaz, se había retraído, había dudado, se había acobardado. Era, sin embargo, más que eso. Ahondó en la introspección y descubrió que, en cierto modo, estaba también haciéndose pasar por un caballero, por un gran gentleman, protegiendo a un hombre que, en el fondo, le resultaba incluso desagradable. ¡Qué estúpido! ¡Estúpido, estúpido, estúpido! Sacudió la cabeza, con los ojos perdidos en el suelo. Pero no merecía la pena llorar ahora sobre lo que no se había consumado, no se había atrevido a besarla y había perdido la oportunidad, tal vez para siempre. Se desesperó, sintió ganas de dar media vuelta e ir corriendo en su busca, implorar que lo perdonase… Qué desperdicio, quién sabe si no acabaría muerto dentro de unos días y lo que tenía que decir quedaría sin decir y sin hacer. Pero nada hizo, a no ser encogerse de hombros, resignado. Correr tras ella no era más que una fantasía, tenía que conformarse, qué remedio, paciencia, ya estaba hecho, acaso era mejor que hubiera sido así.

El capitán entró en la habitación que le habían asignado, la misma de hacía diez días, cuando se hospedó por primera vez en el Château Redier. Encendió la lamparilla, vio la maleta que Joaquim había dejado junto a la cama de estilo Luis XV, se quitó la chaqueta y la colgó en una silla. Se sintió triste y solo. Fue al cabinet de toilette, giró la palanca del grifo y se lavó la cara en la porcelana del lavabo art nouveau, orinó en el inodoro Oneas del recinto contiguo, un inodoro decorado y de tanto refinamiento que daba pena ensuciarlo. Volvió a la habitación, se sentó en la cama, se descalzó las botas, desanudó lentamente la corbata verde pálido, se quitó el uniforme y se quedó en calzoncillos. Temblaba de frío, se acostó y se cubrió, encogiéndose y ovillando el cuerpo para calentar mejor las sábanas y las mantas. Cuando disminuyó el temblor, dejó asomar su cabeza por encima de las sábanas, extendió el brazo y apagó la luz. A oscuras, cerró los ojos, suspiró y pensó en Agnès, fantaseando con una respuesta diferente a la oportunidad que creía haber tenido quince minutos antes, haciendo planes para el día siguiente, imaginando llevarla a un lugar discreto donde le confesaría su amor con palabras románticas e irresistibles. Se sintió más tranquilo cuando decidió que actuaría así, atrevido y arrojado, aunque supiese, en lo más íntimo, que verdaderamente jamás tendría el valor de hacerlo: cuando llegase la mañana vería todo con otros ojos, las temerarias decisiones de la noche se transformarían en ingenuas ilusiones infantiles.

Un chasquido proveniente de la puerta deshizo las fantasías como una nube que se disuelve en el cielo. Afonso alzó la cabeza y miró hacia la entrada. Por momentos le pareció que todo era normal, pensó que tal vez había oído crujir una madera, posiblemente un mueble, debido a los sutiles cambios de temperatura; en resumidas cuentas, un ruido habitual en un palacete de aquellas dimensiones. Pero un nuevo sonido, ahora algo diferente, más suave y prolongado, confirmó que algo realmente pasaba. Afonso se sentó en la cama, alerta. Un tenue claror de luz surgió verticalmente de la entrada de la habitación, era la puerta que se abría, despacio.

—¿Alphonse?

Los ojos del capitán se desorbitaron.

—¿Alphonse?

Oui?

Una silueta entró con una vela en la mano, los contornos de luz revelaron las líneas graciosas de Agnès, las sombras danzaban en su rostro fino, la penumbra acentuaba las curvas de la cintura y de los muslos y la protuberancia de los senos firmes que se insinuaban bajo el vestido color crema. La baronesa se detuvo, mirándolo, frágil, casi recelosa, sumisa incluso. Él la miró, sorprendido. Agnès sonrió con timidez y dulzura, se acercó a pasos leves, se miraron de cerca, con el corazón palpitante, a saltos, se apretaron, envolviéndose en un abrazo, se besaron, tímidamente primero, con ansiedad después.

Afonso comenzó por la mejilla, bajó hasta los labios, los descubrió húmedos y blandos, entró con su lengua, la boca era dulce, caliente, acogedora; encontró en ella un sabor meloso que lo dejó ebrio, borracho de placer, perdido en una dimensión que no sabía que existiera, como si lo hubiesen arrancado de la realidad y lo elevasen a la eternidad. Afonso era una golondrina; Agnès, el cielo; ella, un lago; él, un nenúfar. Sintió el suave terciopelo de los gruesos labios rojos que lo recibía con pasión y supo entonces, en ese preciso instante, como si se tratase de una revelación, que esos mismos labios de miel eran su hado, que aquella boca caliente se había hecho para ser su casa, que aquella mujer tierna había nacido para ser su destino.

El deseo creció, se volvió irresistible, arrebatador, incontrolable, la respiración pesada, jadeante. Ella sintió que sus piernas flaqueaban, cayó en la cama y se perdió en las sábanas. El capitán le lamió la oreja derecha, bajó hasta el cuello y después, liberando sus senos del camisón, recorrió los pezones erectos con la lengua, los chupó y los lamió, eran rosados y firmes. Metió la mano por debajo del camisón, la ayudó a quitarse las bragas y la acarició entre las piernas. Después, cuando la sintió muy húmeda, se quitó los pantalones del pijama y buscó la entrada.

Doucement —susurró ella.

Afonso la penetró con suavidad. Se sintió embriagado, era como si se hubiese sumergido en un delicioso frasco de miel, infinitamente dulce, caliente y húmedo, tan sabroso que hasta se le hizo la boca agua. Agnès cerró los ojos, gimió, echó la cabeza hacia atrás y lo sintió dentro de sí, abriéndola, explorándola. Sin que Afonso lo esperase, ella se giró y rodó encima de él, dominándolo. El capitán nunca había visto a una mujer en esa posición, ni siquiera lo habían hecho las desenfadadas chicas de las Travessas, en Braga. Pasada la sorpresa inicial, aceptó el dominio, lo consideró una cosa excitante más que la francesa le enseñaba. Ella lo cabalgó con entusiasmo, con su vientre danzando de arriba abajo, a veces acariciándolo con la yema de los dedos. Cuando sentía que la eyaculación era inminente, le apretaba las manos.

—¡Para! ¡Para! —imploraba.

Ella se inmovilizaba, paciente, hasta que la lava que lo quemaba retrocedía poco a poco, y después recomenzaban, siempre besándose y acariciándose. Minutos más tarde, ella se tumbó y él volvió a la postura dominante. Sintió que su cuerpo ganaba velocidad y ritmo, dejándose llevar, cabalgando autónomamente con creciente intensidad, cada vez más rápido, hasta que ya no pudo contenerse y se descargó con un grito, y entonces el cuerpo estalló y gimió de placer, al mismo tiempo que ella se agitaba debajo en un orgasmo más prolongado. Todos los músculos se endurecieron, alcanzaron un pico de tensión y, pasada la oleada alucinante, se relajaron de inmediato. La respiración recobró su normalidad gradual, una indescriptible sensación de bienestar les llenó el alma de paz y se durmieron enlazados en un abrazo.