El equipo de artilleros tenía orden de disparar tres salvas a las cinco de la tarde. A la hora exacta, los hombres cogieron una granada de doscientas noventa libras, cargaron la Howitzer, el jefe del equipo reguló por la mirilla la elevación hasta los cuarenta y tres grados y, cuando estuvo satisfecho, retrocedió.
—¡Atención!
Los hombres se taparon los oídos.
—¡Fuego!
La Howitzer dio un violento tirón hacia atrás y vomitó una lengua de fuego por el cañón chamuscado, un trueno ensordecedor llenó el aire y la granada salió disparada hacia las líneas enemigas. El proyectil se alejó con un zumbido siniestro, el silbido fue muriendo en el cielo hasta callarse, se hizo una pausa de varios segundos, una nube silenciosa se elevó del otro lado, se prolongó la pausa. Finalmente, se oyó el lejano estampido de la detonación, eran noticias traídas por el viento que confirmaban que la granada había estallado como estaba previsto. La operación se repitió dos veces, después los artilleros, que no querían estar junto al cañón cuando llegase la respuesta, se recogieron en el refugio.
No hizo falta esperar mucho. Al cabo de unos minutos, una lluvia de granadas comenzó a regar las líneas portuguesas. Los centinelas corrieron a protegerse del fuego lanzado por las Morser alemanas; hasta los observadores camuflados se acurrucaron en las fosas.
Las sucesivas detonaciones despertaron a Matias, el Grande, y a los restantes hombres de la Infantería 8 del sopor del sueño. La tierra temblaba y algunos trozos de barro cayeron sobre su cuerpo. El enorme nativo del Miño se incorporó en la tabla, vio una rata royendo la manta, la sacudió para ahuyentar al animal y se sentó junto a Daniel, el Beato, que temblaba. El refugio estaba frío y húmedo, pero aquél era un temblor nervioso, de miedo. Matias sintió también que sus manos temblequeaban y se puso la manta sobre la espalda, cuidando de que también le cubriese el resto del cuerpo. Una granada estalló cerca y el fragor de la detonación resonó como un tambor. Al temblor de las manos se añadieron los sudores fríos. La decena de hombres que se apiñaba en el refugio sufría en silencio, bañados su rostros en sudor, todos sentados mirándose unos a otros o fijando los ojos en el infinito o en las paredes embarradas del refugio. Daniel era el único con los párpados cerrados, mientras sus labios murmuraban una oración rápida y siempre repetida cuando llegaba al final, haciendo así justicia a su apodo: el Beato.
—DiostesalveMaríallenaeresdegraciaelSeñorescontigoybenditatúeresentretodaslasmujeresybenditoeselfruto…
Escuchando la oración que su amigo susurraba como una letanía, entre el estruendo y los zumbidos de la artillería, Matias se acordó con una sonrisa amarga de la decepción que sintió cuando llegó por primera vez a las trincheras, dos meses antes, en septiembre de 1917. Imaginaba antes que la guerra era una gran aventura, repleta de acción y emoción, y se quedó sorprendido por el volumen de trabajo rutinario y de soporífero tedio que poblaba la vida en las líneas. Gran parte del día estaba dedicado a trabajos de diversa índole. Los hombres cargaban municiones y vituallas, llenaban sacos de arena, reparaban vallas y redes de alambre de espinos, cavaban huecos, realizaban drenajes, clavaban tablas en los parapetos, reforzaban paredes, hacían limpieza, siempre con el estómago que se encogía de hambre y el cuerpo que temblaba de frío. El agotamiento era tal que Matias comenzó a concluir que hacía trabajo de siervo en condiciones de esclavo y viviendo como un hombre de las cavernas.
Cuando se produjeron los primeros bombardeos pesados fue una alegría, los lanudos parecían unos chicos traviesos, estúpidamente entusiasmados por el espectáculo prodigioso que iluminaba la noche. En aquel momento, todo sonaba a novedad, había incluso quien salía de los refugios para observar lo que sucedía, la acción parecía excitante, palpitante, tremenda, se disparaba la adrenalina, la guerra era un alucinante juego de luces, colores, sonidos y emociones fuertes. Se sentían extrañamente invulnerables, turistas en un inofensivo paseo, actores en una aventura emocionante. Matias pensaba entonces que las granadas no apuntaban a él, que las balas pasarían siempre al lado sin alcanzarlo, y se sorprendía cuando veía a los tommies meneando la cabeza, estupefactos ante la alegría infantil de los lanudos. Pero cuando empezó a ver morir a sus camaradas, pedazos de carne desparramados por el suelo y miembros mutilados a su alrededor, todo cambió, la muerte dejó de ser abstracta. Lo que inicialmente no parecía otra cosa que una fantasía irreal se convirtió ahora en peligro letal, dejó de ser broma y comenzó a ser pesadilla. Llegaron los temblores, el sudor, el horror, la impotencia. Matias empezó gradualmente a comprender que la guerra estaba hecha en un ochenta por ciento de tedio y rutina, en un diecinueve por ciento de frío polar, pero en un uno por ciento de puro horror, el mismo horror que en aquel momento lo paralizaba, a él y a sus compañeros. Huir de ahí estaba descartado, aunque los reglamentos militares lo permitiesen. Los refugios lo acorralaban, es cierto, pero siempre ofrecían alguna protección. Fuera, bajo la tempestad de acero y de fuego, sospechaba que no sería posible sobrevivir mucho tiempo.
—Los cabrones de los «pájaros» deberían estar aquí —rezongó Vicente, el Manitas, que había acabado hacía una hora la ronda de centinela e intentaba ahora apartar la atención del bombardeo pesado que continuaba en el exterior.
Vicente era el que más protestaba entre los soldados del grupo, no perdía oportunidad de flagelar a los oficiales con palabras cargadas de rabia, pero la verdad es que se limitaba a expresar de viva voz lo que otros pensaban sin decirlo. El resentimiento de los soldados con respecto a los oficiales y la multitud de militares con tareas exclusivamente burocráticas era profundo; además constituía un tema recurrente en sus conversaciones. Los soldados formaban una comunidad cerrada, unidos por una miseria extrema, tenían conciencia de ser carne de cañón y se sentían olvidados por el país y pisoteados por sus jefes.
—Tenemos que aguantar —comentó Matias lacónicamente, apretando los dientes para controlar el miedo.
—Nosotros hundido’en la mierda y ellos en sus refugios con camas, viviendo a lo grande en los cuarteles generales junto al fuego de la chimenea, disfrutando a tope de las juergas con las demoiselles, atiborrándose en los comedores con sus raciones de carne de vaca, bebiendo tinto servido en copas de cristal y durmiendo en sábanas lavadas y perfumadas —enumeró Vicente con un rictus de desprecio.
Se acercó otro lanudo, casi gateando por el suelo fangoso del refugio. Era Baltazar, un serrano de Gerês que solía estar gordo; ahora, con la piel arrugada y el pelo prematuramente canoso en las sienes, mostraba un aspecto envejecido y ya lo llamaban «el Viejo». Sintiendo una especie de comunión del miedo, que lo llevaba a buscar a los hombres que con él sufrían, decidió animar el diálogo, sazonándolo con detalles sobre las demoiselles, una manera eficaz de abstraer la mente del bombardeo.
—El otro día, en Saint Venant, vi incluso a una mujer saliendo del cuartel general —dijo Baltazar—. ¡Qué categoría!
Se callaron, imaginándola. Cualquier noticia sobre la aparición de mujeres causaba siempre sensación.
—¿Estaba buena? —preguntó Matias, sabiendo que el Viejo no perdía ocasión de usar la palabra «categoría», su expresión favorita desde que la oyera de boca de un oficial.
—Sabes que no soy delicado —dijo Baltazar, el Viejo, encogiéndose de hombros—. En mi aldea, en Pitões das Júnias, me he tirado a hembras mucho peores, con bigote y todo, ¿qué os pensáis?
—Pero ¿cómo era ella?
—Francesa o flamenca, algo pelirroja, grande y llena de carnes —describió con los ojos brillantes.
—¿Un tanque? —preguntó Matias.
—Un tanque —confirmó el serrano—. Pero se movía con una categoría…
Una sucesión de violentas detonaciones cerca de allí los hizo callar y mirar hacia la entrada del refugio. La tierra volvió a temblar y cayó más barro del techo.
—¡Joder! —soltó Vicente, el Manitas—. Parece que hoy no paran.
Nuevo silencio dentro del refugio, alterado por los estremecimientos y detonaciones que venían del exterior. Hasta Daniel, el Beato, interrumpió su oración un instante y se volvió, receloso, hacia la puerta del refugio.
—Espero que este antro aguante —dijo Baltazar con fervor, al tiempo que comprobaba la solidez de las paredes barrosas.
—¡Vamos a morir todos en esta puta guerra! —vociferó Vicente, claustrofóbico, en aquel agujero—. Tengo un presentimiento…
—Esto es un quebradero de cabeza —intervino Matias con expresión tranquila. El hombretón de Palmeira tenía la cualidad de saber ocultar el miedo tras una máscara de imperturbabilidad, sólo lo traicionaba el temblor de sus manos. Matias daba importancia al buen ambiente en el grupo y se esforzaba por calmar a sus compañeros, en especial a Vicente, que era especialmente supersticioso e impresionaba a todos con sus malos augurios—. Pero no pasará nada.
Las trepidaciones hicieron caer nuevos trozos de barro del techo. Los hombres se callaron, mirando hacia arriba con alarma, observando las tablas que sujetaban las paredes del refugio.
—¡A mí me tiembla hasta el alma! —murmuró Baltazar, angustiado.
—… vientreJesúsruegapornosotrospecadoresahora… —proseguía Daniel con los ojos devotamente cerrados.
Pero las paredes resistieron y, minutos más tarde, los soldados retomaron la conversación.
—Me gustaría ver a los oficiales metidos aquí —rezongó Vicente—. Cuando las cosas se ponen jodidas, se las piran todos.
—Como metidos en garlitos —observó Baltazar—. Se encierran en refugios de cemento y nosotros tenemos que aguantarnos las bombas.
Cuando empezaron a sentir verdadero horror por los bombardeos, estos momentos los dejaban sin habla y sin reacción, permanecían postrados, encogidos en los refugios, quietos e inquietos. Pero ahora ya habían aprendido a conversar, en un esfuerzo titánico por pensar en otras cosas y no prestar atención a la tormenta de fuego que en el exterior se abatía sobre las trincheras. Llegaron incluso a intentar jugar a las cartas, pero era pedir demasiado, no lograban concentrarse y desistieron enseguida, sus mentes no podían abstraerse en absoluto de la sombra de muerte que se cernía sobre ellos en aquellos penosos momentos de tronar de hierro. Las conversaciones entrecortadas, las frases dichas de un tirón y las palabras pronunciadas como si quemasen eran el límite de su esfuerzo.
—El Viejo prometió hace dos meses concedernos permiso para irnos a Portugal, pero a mí «aún no me ha tocado nada, a pesar de tener derecho» —se quejó Vicente—. Marranos.
—¿Cómo quieres que vayamos si no nos dejan ir en tren? —preguntó Baltazar.
—Es de risa —exclamó Vicente—. Nos dan permiso pero no nos dejan coger el tren. ¿Qué quiere el Viejo que hagamos aquí con los jodidos permisos? ¿Vamos a disfrutar de ellos con los boches?
El Viejo al que se referían no era Baltazar, sino el general Tamagnini Abreu, el comandante del CEP que, dos meses antes, en septiembre de 1917, había establecido un sistema de quince días de permiso para quien llevase cinco meses en campaña. El general aprovechó para autorizar a los primeros soldados a irse de licencia a Portugal. En octubre, el ministro de Guerra aumentó el tiempo de licencia a veinte días y permitió que los soldados hiciesen el viaje en tren a través de España, a falta de barcos que efectuasen la conexión, pero suspendió ese privilegio poco después. No habiendo otro medio de transporte, la prohibición de usar los trenes se tradujo, en la práctica, en la de disfrutar los permisos en Portugal. El general Tamagnini comprobó también que, de todos los soldados autorizados en septiembre a ir a Portugal a pasar dos semanas de vacaciones, ni uno solo había regresado al CEP. En noviembre se otorgó un mes más de permiso, pero, como no había barcos de transporte y el comandante del CEP sospechaba que cualquier soldado de licencia en Portugal era un soldado perdido, todo quedó en agua de borrajas. Estaban dadas las condiciones para el desorden. En las trincheras comenzó en ese momento a crecer un clima de enorme descontento entre la tropa, una sublevación aún sorda de quien se veía con la oportunidad burocrática de disfrutar de la licencia, pero que no tenía la posibilidad real de ejercer ese derecho.
Se oyó una sucesión más de detonaciones cerca del refugio. Las granadas pasaban tan cerca que hasta se distinguían los zumbidos, algunos cortos, otros alargados. Todos se callaron y, por momentos, volvió el silencio dentro del lugar.
Pero no por mucho tiempo.
—Los cabrones no paran —apuntó Vicente, aprovechando la primera pausa de aquella sucesión de estallidos—. Comenzaron hace media hora… y los cabrones no paran.
Abel sudaba a chorros en el puesto de centinela de la línea del frente, cerca de Punn House, en Nueve Chapelle, a pesar de la temperatura glacial que duraba varias semanas. El soldado había comenzado la guardia a las cinco de la tarde, justo al iniciarse el bombardeo, y no veía la hora de terminar el turno y recogerse en el refugio, el aire exterior no le parecía saludable.
Las ratas corrían desesperadas por las trincheras, huyendo de los sucesivos puntos donde se producían detonaciones. Los alemanes barrían con bombas las posiciones portuguesas y Abel, el Canijo, tenía prohibido por el reglamento buscar refugio. Abel era un agricultor delgado de Gondizalves; sus manos callosas de trabajar la tierra pasaron de la ruda azada a la suave Lee-Enfield. Sabía que un centinela no podía abandonar su puesto y no tenía cómo refugiarse. A falta de algo mejor, se arrimó a la base de la trinchera, junto a la pared anterior, y se quedó tumbado en el barro, para evitar así las esquirlas de metal y de piedra que, con la lluvia de barro provocada por cada explosión, volaban por todas partes, y allí se quedó casi toda la hora del turno.
Por definición, las trincheras son lugares desagradables. Pero allí, en el sector de Lys, la incomodidad llegaba al extremo debido a las características del terreno. Las posiciones ocupadas por los portugueses estaban formadas de tierras bajas y arcillosas; bastaba excavar cincuenta centímetros para encontrar agua. En la época del deshielo o de las lluvias, los tubos de drenajes que cruzaban las líneas rebosaban, y producían inundaciones generales. Eso significaba, en la práctica, que, al contrario de la mayor parte de las trincheras, las líneas portuguesas no podían ser excavadas en profundidad, so pena de transformarse en verdaderas piscinas. Por ello, la parte excavada nunca excedía los sesenta centímetros. Las paredes de los parapetos estaban formadas por sacos de arena o de tierra amontonados por encima del nivel del suelo, una solución menos segura, pero la única que se revelaba práctica en aquellas circunstancias. Aun así, el barro llegaba hasta las rodillas en casi todas las trincheras portuguesas durante el periodo de las lluvias o del deshielo, y no era un barro cualquiera. Se pegaba al cuerpo como cola y no era la primera ni la segunda vez que los soldados perdían allí las botas. Abel se quedó una vez con los pies prendidos a aquel barro oscuro, intentó hacer fuerza con las piernas y también éstas se quedaron pegadas. Permaneció allí durante media hora, en una posición ridicula, los pies y las manos clavados al suelo, y sólo pudo salir cuando un compañero excavó el barro con pala.
Cerca de las seis de la tarde, a punto de cumplirse el final del turno del centinela, apareció el sargento Rosa, con la misión de inspeccionar la línea del frente, y se agachó junto a Abel.
—No se puede andar por aquí en medio de las marmitas, hace daño a la salud —ironizó el sargento entre dos bocanadas de aire para retomar el aliento—. Oye, Canijo, ¿has vigilado desde el parapeto?
—Sí, mi sargento —mintió Abel.
—¿No has visto ningún movimiento en la Avenida Afonso Costa?
Era el nombre que le daban a la Tierra de Nadie.
—No hay nada.
Una de las obligaciones de los centinelas era controlar el parapeto de la Tierra de Nadie, con el propósito de comprobar si el enemigo estaba avanzando. Como el bombardeo se prolongaba y mostraba una intensidad anormalmente elevada, la vigilancia tenía que ser mayor, dado que estos fuegos de artillería servían por norma para suavizar el terreno y preparar una embestida de la infantería. Pero Abel, el Canijo, se sentía demasiado aterrorizado y no se atrevía a alzar el cuerpo para observar el territorio hostil.
—Dentro de un rato, cuando venga el Beato a reemplazarte, no quiero que te marches —ordenó el sargento—. Tal como se están poniendo las cosas, me parece mejor que haya dos centinelas.
Era una mala noticia, pero Abel intentó disimular su decepción. Quería desesperadamente guarecerse en el refugio, donde estaban el resto de los compañeros, y el prolongamiento del servicio de centinela, aunque natural en aquellas circunstancias, implicaba que seguiría exponiéndose penosamente y sin defensas al bombardeo. La única protección era la atención que prestaba a los sonidos de los diferentes proyectiles. Con la experiencia que había adquirido, Abel, tal como la mayoría de la tropa que prestaba servicio en las trincheras, ya había aprendido a reconocer el ruido de las bombas alemanas antes de que estallasen, llegando incluso a adivinar la dirección y la distancia a la que caerían por el tipo de zumbido que provocaban. En esas circunstancias, si distinguía un silbido indicador de que el proyectil caería encima de él, Abel ya había planeado lanzarse hacia el otro lado de las curvas en zigzag de la línea del frente. Era una protección frágil, pero la única de la que disponía, a cielo abierto, en el puesto de centinela.
Para alarma de los dos hombres acurrucados junto a Punn House, un indicio semejante llegó a sus oídos. Ambos se acurrucaron en el suelo y se protegieron la cabeza con las manos, y una brutal explosión sacudió el aire, levantando barro y piedras y haciéndoles llegar un vaho caliente y una lluvia de pequeños proyectiles. Medio aturdido, Abel alzó la cabeza y se dio cuenta de que la bomba había caído en la trinchera de comunicación, justo al lado, y que parte de la pared se había desmoronado. El sargento Rosa también alzó los ojos y vio la nube de humo que subía desde la trinchera situada a cinco metros de distancia. Se volvió hacia Abel y comprobó que éste tenía sangre en el hombro derecho.
—Estás herido, Canijo —dijo, examinando el hombro del centinela.
Abel miró y vio la herida.
—Joder.
—¿Te duele? —preguntó el sargento, hurgando ya en el botiquín de primeros auxilios en busca de una venda.
—No —murmuró el soldado, meneando la cabeza—. Tal vez es mejor ir al puesto médico.
—No digas disparates —replicó el sargento Rosa—. Irás, pero no antes de que acabe el bombardeo. No tienes más que unos arañazos de esquirlas de piedra, no es nada grave. Lo vendamos y ya está.
Un olor a manzanas asadas los paralizó en medio de la conversación. Alzaron los ojos y vieron una nube amarillenta que se acercaba, como si fuese un vapor suspendido en el aire y empujado suavemente por la leve brisa que soplaba desde las líneas enemigas.
—¡Gas! —exclamó el sargento.
Los dos hombres agarraron las máscaras que llevaban colgadas a cuello y se las pusieron deprisa en la cabeza. Los dientes se cerraron sobre el bocal del tubo, apretaron la pinza metálica que servía para impedir la respiración por la nariz y, con las cintas elásticas, se ajustaron la máscara de tela al rostro. Era muy incómodo, pero no había alternativa. Después de volver a colocarse el casco, el sargento dio un salto hasta la campanilla de alarma antigás y la accionó, para alertar a la tropa sobre la necesidad de que todos utilizasen las máscaras, conocidas como «respiradores». Sabiendo que el gas constituía el anuncio de un eventual avance inminente de la infantería enemiga, Rosa hizo una señal al centinela para que observase la Tierra de Nadie y estuviese atento a cualquier movimiento de los soldados alemanes; después, echó a correr de inmediato por la línea, saltó por encima de los restos desmoronados de la trinchera de comunicación, llegó hasta la línea B, metió la cabeza en un refugio, se quitó un momento la máscara y gritó a los que estaban dentro.
—¿Qué están haciendo ustedes aquí?
Los hombres lo miraron desde la penumbra del refugio oscuro, turbados. Sabían que, durante un bombardeo, la orden era salir de los refugios que no fuesen sólidos, dado que había una elevada probabilidad de que se desmoronasen, pero los había dominado el temor a enfrentarse a las bombas y a las granadas a cielo abierto.
El sargento se impacientó.
—Todos a la línea del frente, a sus puestos de combate —gritó—. ¡Vamos, ya!
Sin esperar, corrió hacia el refugio siguiente y dio la misma orden a los hombres que se encontraban allí. Entre tanto los del primer refugio, que eran los del pelotón de Matias, el Grande, ya asomaban por la abertura, así que el sargento se volvió hacia ellos y les señaló la línea del frente.
—Distribuyanse por la línea junto a Punn House —ordenó.
—Inmediatamente, mi sargento —respondió Matias, que se acomodó la máscara antigás que había ido a buscar en cuanto oyó la alarma.
Matias, el Grande, siguió a la carrera por la trinchera de comunicación, íntimamente satisfecho por estar moviéndose. No había nada que le diese más miedo que quedarse encerrado en un cubil oyendo las bombas que caían y el temblor de la tierra. En momentos así, percibía una angustiosa sensación de impotencia, de claustrofobia, imaginaba que la tierra le caería encima y moriría enterrado. Pero ahora, corriendo por la trinchera con la escopeta en la mano, al aire libre, se sentía dueño de su destino, era pura ilusión, es cierto, pero la actividad ocupaba su mente y ahuyentaba el miedo a un rincón de su conciencia. Daniel, Baltazar, Vicente y tres hombres más seguían su huella, pero el sargento fue en el sentido opuesto, dirigiéndose al segundo refugio, de donde salían ahora los soldados del segundo pelotón.
—Al puesto de la ametralladora —ordenó Rosa, que los mandó ocupar la posición de la Vickers en la línea B.
Enseguida el sargento, ya jadeante, se metió por la trinchera de comunicación. Sintió que el bombardeo alemán se había mitigado visiblemente, pensó que éste era el momento más sensible, era ahora cuando habría que vigilar mejor la Tierra de Nadie, se preocupó por el tiempo que escaseaba, llegó a la línea del frente y se encontró con los hombres apoyados en el parapeto y con las armas dispuestas, las bayonetas aguzadas en el extremo.
—¿Novedades? —quiso saber, volviendo a quitarse momentáneamente la máscara antigás para hacer la pregunta.
Los hombres menearon la cabeza, indicando que no había ocurrido nada. Estaban todos con las máscaras puestas, por lo que se hacía difícil distinguir quién era quién. Se reconocía a Vicente, el Manitas, por el cuerpo bajo y fuerte, mientras que Matias, el Grande, era el más alto y corpulento, y Daniel, por su parte, el más flaco. Los dedos del Beato acariciaban el pequeño crucifijo que llevaba al cuello. El delgaducho que tenía el hombro derecho herido sólo podía ser Abel, el Canijo. Estaba sentado en el suelo y en cuclillas; a su lado, un compañero le colocaba una venda, la que no había llegado a ponerle el sargento por culpa de la intempestiva llegada del gas.
—Todos a vigilar al enemigo —ordenó el sargento.
Un oficial apareció en ese instante en la línea. Era el teniente Cardoso, que estaba cumpliendo su turno de guardia en la línea del frente y llevaba la máscara en la mano.
—Sargento —llamó—. ¿Todo está bien?
—Sí, mi teniente —confirmó el sargento Rosa, que, nuevamente, se quitó la máscara.
—¿Todos en sus puestos?
—Sí, mi teniente —repitió—. He llamado a los hombres del refugio y he colocado a una sección allí atrás, en la Vickers. Pero tal vez sea mejor hacer que vengan más hombres, ahora que el bombardeo se ha atenuado. Nunca se sabe qué es lo que va a hacer el enemigo.
—Vaya, yo me quedaré aquí —ordenó el teniente.
El sargento volvió a ponerse la máscara y regresó a la trinchera de comunicación, semidestruida. Se acercó a la segunda línea para convocar a más soldados que se encontraban en los refugios.
En la línea del frente, el teniente Cardoso se colocó la máscara y dispuso a los hombres a lo largo de la trinchera. Matias se instaló en la esquina más próxima a la trinchera de comunicación de Punn House, atento a lo que ocurría en la Tierra de Nadie. Enfrente había mucho humo, resultado de las múltiples granadas que fueron cayendo en el lugar, en particular junto al alambre de espinos de las líneas portuguesas. En algunos puntos, hasta la línea de alambre de espinos se había roto y el suelo se abría en cráteres excavados por las bombas de la última media hora.
Matias sintió que se empañaban los cristales de la máscara. Cogió los pliegues del respirador y limpió exteriormente los cristales sin quitarse la máscara. Respirar por la boca lo cansaba, pero no tenía remedio. De repente, vio un bulto asomar entre el humo, a la izquierda, y otro se insinuó al lado. Matias reconoció los contornos inconfundibles de los cascos pickelhaube. Apartó la boca de la válvula respiratoria.
—¡Boches! —anunció con un susurro enérgico pero ahogado por el respirador; apuntó en la dirección en la que había identificado al enemigo.
Eran los primeros alemanes que veía de cuerpo entero al natural y en actitud de combate, sin tratarse de prisioneros o bultos huidizos que se escabullían de lejos en algún punto de las líneas enemigas. Le extrañó el característico casco gótico de cuero cocido, ya que habían sustituido el pickelhaube, el año anterior, por cascos más modernos de acero: seguramente aún no habían equipado a esa fuerza con ese nuevo modelo, no les interesaba, eran alemanes y punto. Los hombres volvieron las Lee-Enfield hacia la Tierra de Nadie, con el corazón sobresaltado. El teniente Cardoso llamó a Daniel, el Beato, con un gesto, señaló uno de los cohetes apoyados en la trinchera, haciéndole una señal para ordenarle que los lanzase. Sacó el revólver e indicó los bultos.
—¡Fuego! —ordenó el teniente, con la voz también distorsionada por la máscara de lona.
Matias sintió que el fusil saltaba de sus brazos por el impacto del tiro, las detonaciones de su arma y de las de sus compañeros retumbaban ruidosamente en sus tímpanos y le alteraban los nervios. Los bultos se tiraron al suelo y una ametralladora enemiga abrió fuego sobre la posición de Punn House, lo que hizo saltar barro alrededor. Los portugueses se encogieron detrás del parapeto, con la respiración acelerada por el miedo y por la tensión de tener que colocar deprisa una nueva bala en el cargador. Los fusiles tenían un sistema de repetición y, por ello, debían recargarlos manualmente. Al mismo tiempo que sus camaradas, y en medio de una anárquica sinfonía de clics metálicos, Matias abrió deprisa la culata de la Lee-Enfield, tiró de ella, dejó que el muelle del cargador empujase la bala siguiente hacia el cañón, cerró la culata. Todos esperaron el paso de las balas de una nueva ráfaga disparada por la ametralladora enemiga, se incorporaron, lanzaron un tiro más sin blanco preciso hacia la posición donde estaban los alemanes y volvieron a agacharse para recargar los fusiles. Hacía frío, pero todos sudaban a chorros.
Con una pistola semiautomática en la mano, el teniente Cardoso no tenía que preocuparse por recargar el arma. Estaba ocupado en vigilar el movimiento enemigo y ansioso por verse libre de la claustrofóbica máscara antigás. Miró atentamente alrededor y concluyó que la nube tóxica ya se había alejado. Arrancó parcialmente el respirador, inhaló una pequeña bocanada de aire, con miedo, no ocurrió nada, comprobó que, de hecho, el aire era respirable y, más confiado, se quitó toda la máscara. Los hombres lo imitaron, aliviados por verse libres del incómodo dispositivo de respiración, y sintieron cómo la brisa fresca chocaba con el sudor y les helaba la piel.
—Cuidado con la ametralladora a la derecha —alertó el teniente, advirtiendo inútilmente sobre la actividad del arma enemiga.
Daniel, mientras tanto, consiguió encender el reguero del cohete y éste saltó al aire con un movimiento brusco, como los cohetes de los días de feria en Palmeira, y acabó detonando arriba, sobre la línea, con un pop luminoso e inofensivo.
Acechando las líneas desde su puesto, el capitán Afonso Brandão ya se había dado cuenta de que, por la inusitada intensidad, aquél no era un bombardeo normal ni una represalia por las tres salvas de las cinco de la tarde. Pero cuando vio estallar el cohete en el cielo, enfrente, lanzando un resplandor rojo sobre el sector de Punn House, entendió que la infantería enemiga estaba avanzando. El cohete lanzaba un SOS.
La artillería alemana volvió a abrir fuego, barriendo la retaguardia portuguesa, y los cañones del CEP respondían con disparos que regaban las trincheras enemigas. Nuevos destellos rojos iluminaron los cielos a la derecha, algunos sobre Ferme du Bois: más SOS. Afonso corrió hasta el puesto de las señales con su ordenanza, Joaquim, detrás. Los dos llegaron al lugar, el capitán se agachó para entrar por la pequeña puerta y se encontró con el oficial de enlace de la artillería sentado en la jaula de las palomas mensajeras, los teléfonos encima de una caja.
—¿Ustedes están ciegos o qué? —gritó el capitán—. Los cañones están disparando al sitio equivocado.
El oficial de enlace, un teniente, lo miró sin comprender.
—Mi capitán… —dijo titubeante.
—Le estoy diciendo que hay que corregir el tiro de la artillería —dijo impaciente y nervioso—. Deme un teléfono.
—Aquí está, mi capitán —indicó el teniente, que cogió el auricular de uno de los aparatos que establecían enlace con los cañones.
Afonso cogió el teléfono y logró que le respondiesen del otro lado.
—Aquí el capitán Afonso Brandão, de la Infantería 8 —se identificó—. Hagan el favor de dejar las trincheras enemigas y bombardeen inmediatamente la Tierra de Nadie frente a las líneas en Punn House, Church y Chapelle Hill, que acaban de lanzar un SOS.
La artillería tenía las coordenadas previamente registradas y Afonso colgó sin titubeos, volviéndose hacia el telegrafista en busca de informaciones adicionales.
—¿Y?
—Las compañías de la línea han telegrafiado confirmando el avistamiento de tropas enemigas y anunciando la presencia de nubes de gas en las trincheras —indicó el telegrafista—. Y la brigada pide informaciones sobre lo que está ocurriendo.
—Telegrafíe a todos los puestos para que se coloquen las máscaras de gas y pongan a todos los hombres en las trincheras, y avise a la brigada de que los alemanes están atacando con infantería en Neuve Chapelle y Ferme du Bois —ordenó el capitán—. Dígale a la brigada que solicito que los batallones de apoyo se preparen para ayudarnos.
Afonso salió del puesto de señales y subió al parapeto para observar el frente de combate. Las granadas de obús y cañón de los Minenwerfer sobrevolaban las líneas portuguesas, estallaban en la retaguardia y en varios puntos de las trincheras, al mismo tiempo que las balas de metralla de las Maxim MG alemanas destrozaban los lugares donde abrían fuego los hombres del CEP. Se cernían espesas nubes en la Tierra de Nadie y se hacía evidente que los alemanes habían lanzado granadas de humo para ocultar el movimiento de la infantería. El capitán intentó desesperadamente interpretar la poca información de que disponía. ¿Cuál sería el objetivo del enemigo? ¿Hacer prisioneros? ¿Arrasar las líneas portuguesas? ¿Distraer para atraer reservas y atacar después en otro punto? ¿Cuáles eran los sectores de la línea que necesitaban refuerzos? ¿Qué hacer?
El teniente Cardoso ya no sabía qué hacer. Los soldados enemigos se deslizaban pegados al suelo, evitando avanzar directamente hacia Punn House, posición que estaba bien guarnecida por él y sus hombres, con lo que buscaba sobre todo un movimiento en pinza. Los portugueses disparaban, en consecuencia, hacia la Tierra de Nadie, pero ninguna bala parecía alcanzar a enemigo alguno.
—Tú, ahí —dijo el teniente, señalando a Daniel—. Echa abajo la puerta del polvorín y trae lo que encuentres.
Daniel fue al polvorín de reserva, colocado cerca de la línea del frente para emergencias como ésta, abrió la cerradura a tiros y arrastró la primera caja que encontró hasta donde estaban sus compañeros. El teniente Cardoso arrancó la parte superior de la caja e inspeccionó el contenido. Eran Mills Bombs, las granadas redondeadas de fabricación británicas, cuya forma recordaba la de piñas enanas.
—¡Bien! —se regocijó—. Ve ahora a ver si encuentras una «Luisa» y cajas de municiones.
La Lewis era una ametralladora creada por los estadounidenses y mucho más ligera que la tradicional Vickers, de fabricación británica. Pesaba doce kilos, aun así demasiado pesada para un uso portátil eficaz, pero perfecta para aquellas circunstancias. Daniel encontró una Lewis en el polvorín y la cogió con el brazo derecho, mientras que con el izquierdo sostenía dos cajas de municiones, en forma de disco, cada una con noventa y siete balas, y volvió al puesto de combate.
—¿Quién de vosotros se entiende bien con la «Luisa»? —quiso saber Cardoso.
—Yo me defiendo, mi teniente —se ofreció voluntariamente Matias, el Grande.
—Entonces hágase con la ametralladora; el camarada Daniel lo ayudará con las municiones —dijo el teniente.
Matias cogió la ametralladora, encajó un disco de municiones y apuntó el arma por el extremo del parapeto. Comprobó de inmediato que la posición le dificultaba el tiro y tomó una decisión.
—Mi teniente —llamó—. Necesito que lancen una ronda de «naranjitas» para que yo pueda saltar ahí arriba. —Las «naranjitas» eran las granadas Mills—. Y vayan a buscar más municiones.
Los hombres cogieron las Mills, pero, en ese mismo instante, como respondiendo a la solicitud de Matias, aunque fuese en realidad una respuesta a la petición hecha hacía unos minutos por el capitán Afonso, comenzaron a llover en la Tierra de Nadie granadas disparadas por las Howitzer portuguesas. Se extendió la confusión entre las fuerzas atacantes; Matias aprovechó para saltar por el parapeto hacia la Tierra de Nadie y apostarse tumbado detrás del alambre de espinos defensivo y de una pila de sacos de arena. Vio a alemanes que se metían en las fosas de enfrente, como para encontrar refugio que los protegiese de las esquirlas de las explosiones portuguesas, y de inmediato apretó el gatillo.
La Lewis se sacudió con violencia y vomitó dos ráfagas rápidas. Un alemán cayó herido, varias balas golpearon el suelo a continuación y también cayó otro soldado germánico. Los restantes repararon en el fuego de la ametralladora, infinitamente más peligrosa que las Lee-Enfield que los portugueses estaban disparando hasta ese momento desde aquel punto, y se echaron todos en el suelo. Ya no había alemanes corriendo, estaban ahora tumbados, la mayoría arrastrándose hacia las depresiones del terreno, en general fosas, todos en busca de refugio. Las granadas portuguesas, sin embargo, caían demasiado lejos, lo que por lo menos tenía la ventaja de aislar a la fuerza atacante e impedir el paso de refuerzos, pero el problema es que su efecto sobre la infantería alemana que se había acercado a las líneas portuguesas era así meramente psicológico.
Se oyó un pitido en la Tierra de Nadie y, en el acto, como respondiendo a una orden, se levantaron de las fosas varias nubes de soldados alemanes, todos a la carga sobre las líneas portuguesas. Matias, el Grande, apretó un buen rato el gatillo y la Lewis comenzó a saltar en sus manos, en un frenesí loco, los sucesivos impactos de la prolongada ráfaga de la ametralladora le impidieron apuntar adecuadamente. Detrás del parapeto, los compañeros soltaron momentáneamente las Lee-Enfield y comenzaron a arrojar Mills a la Tierra de Nadie. Varios alemanes cayeron por el fuego de la Lewis; dos más cuando estallaron las granadas; sin embargo, Matias se dio cuenta de que no conseguiría contenerlos a todos y se sintió presa de un acceso de pánico. Para hacer aún más graves las cosas, la caja de municiones se agotó inesperadamente y se encontró apretando un gatillo que ya no disparaba balas. En ese instante, las Maxim alemanas lo descubrieron y comenzaron a llover proyectiles junto al soldado portugués. Era demasiado. Sin volver a cargar la Lewis, Matias se tiró hacia atrás y cayó aparatosamente en el barro y en medio de los escombros de la línea del frente portugués.
La situación se deterioró cuando el grupo que defendía la línea en Punn House vio a soldados enemigos que avanzaban rápidamente por la derecha y saltaban hasta la línea del frente del CEP, a apenas unos quinientos metros de distancia, cerca de Tilleloy Sur, que estaba siendo defendida por la Infantería 29, también de Braga. Y lo peor es que la Lewis de Matias se había silenciado y los alemanes que estaban enfrente ya se habían dado cuenta de ello, acercándose ahora peligrosamente, a pesar del fuego furioso del puñado de Lee-Enfield manejadas en Punn House.
—Los cabrones han invadido nuestra línea —gritó el teniente, que anunció lo que ya habían visto todos con gran alarma—. ¡La gente del 29 está en apuros! —Miró con impaciencia hacia la retaguardia—. ¿Qué rayos pasa con las bacoreiras?
Las bacoreiras eran las ametralladoras pesadas Vickers.
—Mi teniente, es mejor cavar desde aquí —aconsejó el pequeño Vicente, el Manitas, rojo como un pimiento, mientras recargaba el fusil—. Esto se está poniendo bravo.
El teniente se dio cuenta de que, sin la ametralladora de Matias en la Tierra de Nadie barriendo las líneas enemigas y con las Vickers ocupadas con el flanco derecho, no conseguiría frenar la avalancha de alemanes que, en cuestión de uno o dos minutos, se les vendría encima. Además, aunque lograsen resistir al ataque frontal, lo cual era improbable, estaban en peligro de ser pillados de lado por los soldados enemigos que se encontraban en la línea portuguesa en Tilleloy Sur.
—Vamos a retroceder —decidió—. ¡Retrocedan, retrocedan!
El pelotón disparó una última salva hacia la Tierra de Nadie y abandonó deprisa el parapeto en dirección a la trinchera de comunicación; el teniente les enseñaba el camino. Matias ya había recargado la Lewis y fue el último en salir, con la ametralladora preventivamente apuntada por encima de los parapetos.
Los Minenwerfer empezaron a disparar, mientras tanto, sobre Punn House, tal vez alertadas por la infantería alemana hada aquel foco de resistencia portuguesa. Una sucesión de explosiones conmovió con violencia las trincheras en aquel sector, y el grupo dirigido por el teniente Cardoso se deslizó veloz por la línea. Los soldados encorvados e intentando protegerse la cabeza corrían.
Una granada alcanzó de lleno la trinchera de comunicación por donde iban los portugueses, y produjo un fragor tremendo que levantó una nube que envolvió al grupo. Cayeron todos en el suelo, y Matias, como venía más atrás cerrando la fila, fue el único que miró hacia el lugar de la explosión, justo enfrente. Oyó los gemidos de un hombre sin un brazo, era el teniente Cardoso, que, tumbado en el suelo, miraba sorprendido y aturdido el muñón ensangrentado que fuera su hombro y que se agitaba absurdamente en el aire. Pero lo que de verdad quedó grabado para siempre en la memoria de Matias fueron los dos segundos siguientes.
En el primer segundo se precipitó del cielo un cuerpo decapitado, como si fuese un fardo de mucho peso. Pof. Después, pasado otro segundo, cayó la cabeza, como una piedra. Poc. Matias se acercó, con el corazón acelerado, lleno de angustia, sin querer ver pero queriendo, miró la cabeza cortada y reconoció, con los ojos revirados hacia arriba y la lengua fuera en la mejilla rasgada a medias, el rostro de su amigo Daniel, el Beato, el compañero de infancia en las vendimias de Palmeira y padre del boche Zelito, el hombre delgaducho que hacía apenas dos horas le había dado noticias de la tierra y novedades sobre el perdiguero de Assunta, el camarada de armas que rezaba fervorosamente durante cada bombardeo y cuyas oraciones, en resumidas cuentas, de nada le sirvieron, a no ser tal vez librarlo de nuevas tribulaciones en la miseria de la guerra.
El puesto de señales se animaba al ritmo de una sinfonía de comunicaciones. Todos los teléfonos sonaban y los telégrafos emitían información en morse, en un «tut-tut-tutut-tut» continuo e incansable. El telegrafista leyó el último mensaje, se levantó del escritorio y salió deprisa del puesto, para reunirse con el capitán Afonso Brandão, que fumaba un nervioso cigarrillo junto a la puerta, con el ordenanza a su lado.
—Mi capitán —dijo.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Afonso, irritado, volviéndose hacia el telegrafista.
—Ha llegado hace un instante la comunicación de que el enemigo ya está circulando en la línea del frente.
—¿Qué? —exclamó el capitán, que veía que se confirmaban sus peores temores—. ¿Dónde?
—No está muy claro —repuso el telegrafista—. Pero el mensaje menciona Tilleloy.
—¿Qué? —se sorprendió Afonso, muy alarmado.
—Tilleloy, mi capitán.
—¿La carretera?
—No, mi capitán. Una trinchera.
—Ah —suspiró Afonso, aliviado—. ¿Norte o sur?
—Esa información no consta. Sólo dice Tilleloy.
—Informe inmediatamente a la brigada —indicó.
—Sí, mi capitán.
Si los alemanes estuviesen en la Rue Tilleloy, la importante carretera que se prolongaba desde Neuve Chapelle hasta Fauquissart siempre paralela a la primera línea, la situación sería gravísima. Siendo una trinchera, quería decir que la acción estaba circunscrita, en Neuve Chapelle, al sector entre Sunken Road y Min Street.
Afonso se sintió más tranquilo, pero exigía la ayuda de los cañones.
—Que el oficial de enlace se comunique con la artillería —ordenó—. Que ésta bombardee las posiciones al frente del alambre de espinos en Tilleloy, delante de Mastiff Trench, para impedir que el enemigo consiga refuerzos, pero tengan cuidado de no apuntar a nuestras líneas, dado que no sabemos cuál de las Tilleloy está ocupada, si la norte o la sur.
—Sí, mi capitán.
Afonso lo miró para asegurarse de que no había equívocos.
—Sólo han entrado en Tilleloy, ¿es así?
—En Neuve Chapelle ha sido sólo en el sector de Tilleloy, mi capitán. Pero los boches están atacando con fuerza en Ferme du Bois.
—Eso es para el 13 —repuso el oficial, que hizo un gesto de despedida—. Ve allí a transmitir las instrucciones.
El telegrafista volvió apresuradamente al puesto. Afonso, impaciente, lo siguió, ansioso por tener nuevas informaciones. Cuando entró en el refugio de las señales había otra noticia, al menos ésta buena, para variar. La acción de la artillería había sido eficaz a la derecha y, en combinación con la infantería, obligó al enemigo a batirse en retirada frente a Church y Chapelle Hill, y lo mismo ocurría en Ferme du Bois. El problema era en este momento determinar lo que pasaba en Tilleloy y, ya ahora, en Punn House, el primer punto desde donde se había lanzado un cohete de SOS. Incapaz de contener más la impaciencia y la ansiedad que se había apoderado de él, Afonso hizo una señal a Joaquim para acompañarlo y bajó corriendo hasta las trincheras, con la pequeña pistola Savage en la mano, decidido a dirigir la limpieza de Tilleloy.
El capitán encontró las líneas sumidas en una total confusión. Había humo por todos lados y los hombres parecían desorientados, corriendo de aquí para allá, desordenadamente y sin rumbo ni propósito visibles, como gallinas atontadas. Al recorrer la línea, Afonso se encontró con el puesto de primeros auxilios y notó la enorme actividad que había en la puerta. Entró en el puesto y vio charcos de sangre en el suelo, hombres heridos que gemían en las camillas y otros gaseados que tosían convulsivamente, camillas sucias por debajo de los cuerpos, algunas con pedazos de carne suelta. Los médicos y los enfermeros estaban ocupados en preparar cabestrillos y empuñaban tijeras para cortar piel y músculos, uno de ellos serraba una mano destrozada.
—¿Alguien ha estado en Tilleloy o en Punn House? —preguntó Afonso sin dirigirse a nadie en particular.
Un médico bañado en sudor, con la bata blanca manchada de sangre como si fuese un carnicero, lo miró de reojo, reprobadoramente, y reanudó su trabajo. Un oficial tendido en una camilla, junto a la pared del puesto, levantó tímidamente el brazo derecho.
—Yo estuve en Punn House —dijo con voz débil.
Afonso se acercó y reconoció al teniente Cardoso, con quien había hablado dos o tres veces en el comedor y con el que había jugado unas partidas de bridge en el cuartel de Pópulo, en Braga. Cardoso yacía postrado en un rincón del puesto sin el brazo izquierdo, con la manga rasgada a la altura del hombro, muñón orlado de jirones y cubierto de sangre oscura y fresca, aguardando que lo tratasen y que le dieran morfina.
—¿Los alemanes están en Punn House? —preguntó Afonso, que se sentó en cuclillas junto a la camilla y fue directo a lo que le interesaba saber.
—Es probable —murmuró el herido con una mueca de dolor, la voz débil y cansada—. Cuando salimos de allí, ya habían tomado Tilleloy Sur y estaban asaltando nuestro sector. —Se detuvo para recobrar el aliento—. Fuimos bombardeados y nos cayó una granada encima, pero la gente que se escapó se quedó allá, montando una nueva posición de defensa en la línea B. —Nueva pausa para tomar aire—. El resto ya no lo sé, porque entre tanto aparecieron los camilleros y me trajeron aquí en este estado.
—Está bien. —El capitán suspiró, incorporándose y acariciando el pelo del herido—. Quédate tranquilo, todo irá bien. De aquí te vas a casa, Cardoso. Vas a mejorar.
Momentáneamente abatido por su torpe manera de consolar al herido, Afonso abandonó el puesto de la enfermería y se fue con Joaquim por la trinchera. Se cruzó con un estafetero y le ordenó que se detuviese.
—Ve al puesto de señales y entrégale al telegrafista el papel que te voy a dar —ordenó, mientras hurgaba en los bolsillos en busca de la libreta de notas.
Afonso encontró la libreta en el bolsillo de la chaqueta y se arrodilló para garrapatear un mensaje en la primera hoja, sucia con manchas de grasa. Eran instrucciones para que se suspendiese el bombardeo frente a Tilleloy Norte, que al final podría aún estar ocupado por el CEP; ordenó que se siguiese con el embate frente a Tilleloy Sur, donde, según se había confirmado, había entrado el enemigo. El capitán entregó la nota al estafetero y, sin perder más tiempo, se metió por una trinchera de comunicaciones en dirección a la línea B con la idea de acercarse a Punn House. En el camino se encontró con un grupo de cuatro hombres de mirada nerviosa, que parecían desorientados.
—¿Dónde está el oficial? —preguntó.
—No sabemos nada de él, mi capitán —respondió un soldado—. Lo hemos perdido, a él y al resto del pelotón, en medio de toda esta barahúnda.
—Vengan conmigo —ordenó.
Eran ahora seis hombres los que se dirigían al sector de Punn House. Afonso pensó que tal vez podrían compensar la diferencia, los combates también se hacen de momentos de inspiración y lo que lo inspiraba ahora era ayudar a los soldados a defender la línea y expulsar al enemigo, no quería ver a su batallón humillado en el comedor de los oficiales de la brigada ni disminuido a los ojos de los gringos. Cuando llegaron cerca de Punn House, oyeron explosiones de granadas de mano, el pop-pop-pop intermitente de las ametralladoras y el silbido de las balas que cruzaban el aire, zzzuuum. Algunas arrancaban trozos de madera de los esqueletos de los árboles carbonizados.
—Estamos cerca —avisó el capitán, que escondió el temor que le provocaban aquellos ruidos pavorosos.
El grupo se encontró con el pelotón de Punn House: Matias, el Grande, tumbado en el suelo con la Lewis apuntada hacia el camino que conducía a la línea del frente; varios sacos de arena amontonados deprisa casi hasta el tope del parapeto como para asegurar alguna protección; Baltazar, el Viejo, lo apoyaba con las municiones, mientras Vicente y Abel disparaban hacia la izquierda. En el suelo se extendía un quinto soldado, apretándose la barriga, agonizante, con la sangre que se le escurría por las comisuras de la boca.
—¿Quién está dirigiendo esto? —preguntó Afonso, que no vio a ningún oficial ni sargento en el grupo.
—Yo, mi capitán —dijo Matias, levantando los ojos de la mirilla de la Lewis.
Afonso lo observó buscando sus galones y no encontró ninguno. Era un soldado.
—¿Y por qué?
—El teniente está herido. Por su parte, el sargento se ha esfumado —explicó el soldado—. Como soy el más antiguo, asumí el mando.
Afonso consideró que no tenía sentido cuestionar la situación, los liderazgos naturales eran a veces los mejores, y optó por concentrarse en la tarea que tenía entre manos.
—¿Los boches? —preguntó.
—Están allí, en Tilleloy Sur —indicó Matias—. Tienen una ametralladora apuntada hacia aquí y hemos decidido montar en este punto una posición defensiva.
—¿Y la gente del 29?
—No lo sé, mi capitán. Deben de haber retrocedido.
—¿Han abandonado el puesto?
Matias vaciló, captando la pregunta del capitán. Tilleloy Sur, siendo un reducto que se encontraba en mal estado de conservación, tenía ocho refugios con capacidad para albergar una guarnición de cincuenta hombres. Estaba aún defendido por una posición al descubierto para ametralladora y contaba con un polvorín y un depósito de agua. Se suponía que tomar un reducto de tal calibre no era fácil.
—No lo sé, mi capitán —dijo finalmente el soldado—. El ataque ha sido duro, francamente duro.
Afonso suspiró.
—Consígame un periscopio —dijo a uno de los soldados que hacía poco había encontrado en la trinchera. Miró al herido que agonizaba en el suelo, doblado sobre el estómago—. Aproveche para llamar a los camilleros y que saquen a este hombre de aquí —añadió, volviéndose hacia el soldado que se alejaba.
El soldado desapareció. Afonso distribuyó el grupo por el lugar, puso a dos hombres para que vigilasen el sector inmediatamente enfrente, con el fin de prevenir sorpresas, y a los restantes en el lado izquierdo. El soldado regresó entre tanto con un periscopio que, a pesar de su nombre pomposo, no era más que un palo con un espejo en la punta. Afonso lo levantó por encima del parapeto para observar mejor Tilleloy Sur. Al principio no detectó ningún movimiento, pero los destellos blancos que acompañaron una ráfaga enemiga le revelaron una ametralladora alemana camuflada junto a la base de un tronco de árbol, con el cañón apuntando en su dirección.
—Joaquim —llamó.
El ordenanza se acercó.
—Mi capitán.
—¿Estás viendo ese tronco? —preguntó, mostrándole la imagen en el espejo del periscopio.
Joaquim miró y vio el tronco.
—Sí, mi capitán.
—Ve al puesto de señales y pide a la artillería que destruya el tronco —instruyó—. Cuando los cañones abran fuego, quiero que también dos Vickers disparen ininterrumpidamente sobre el tronco. ¿Entendido?
—Sí, mi capitán.
—Entonces ve deprisa antes de que ellos salgan de allí.
Joaquim echó a correr por la trinchera y desapareció en la primera curva. Afonso volvió al periscopio para observar Tilleloy Sur. Había detonaciones sucesivas de granadas incluso delante de la línea del frente: era la artillería del CEO cumpliendo con su reciente indicación e intentando aislar a los alemanes que habían entrado en la trinchera portuguesa.
Pasados unos minutos más, Afonso vio a grupos de alemanes que intentaban saltar el parapeto para regresar a las líneas enemigas.
—Capturen a esos boches —ordenó a sus hombres.
Los soldados dispararon inmediatamente las Lee-Enfield, Matias se levantó, apuntó la Lewis sobre el parapeto y, a pesar de la incomodidad de la posición y de los doce kilos de peso de la ametralladora, soltó algunas ráfagas. Los alemanes que pretendían escapar desistieron momentáneamente, asustados por la atención que habían atraído, pero la acción tuvo un precio. La ametralladora alemana escondida junto al tronco abrió fuego, las balas cayeron en la posición portuguesa, muchas silbando, algunas dando en los sacos de arena, en el barro y hasta en el parapeto; una alcanzó a Baltazar, quien cayó en el suelo agarrándose la mejilla izquierda. Los compañeros lo rodearon y comprobaron que tenía la piel rasgada junto a la oreja, una herida de la que brotó tanta sangre que, en rigor, era desproporcionada con respecto a la gravedad del daño.
Vicente, el Manitas, prestó los primeros auxilios a Baltazar, vendándole la herida, y Afonso aprovechó la pausa para explicar la táctica que adoptarían.
—Oigan bien —los interpeló—. Nadie se va a burlar de la gente de Braga. Cuando las granadas comiencen a caer sobre la ametralladora de los boches, avanzamos trinchera arriba y barremos todo lo que nos aparezca por delante, ¿entendido?
Los hombres asintieron con un gesto de la cabeza, pero sólo Matias, el Grande, parecía realmente motivado y empeñado en llevar a cabo el golpe de mano. Afonso lo intuyó y lo encaró, midiendo su corpachón enorme y su actitud resuelta.
—¿Usted quién es?
—216.
—El nombre, hombre.
—Matias Silva, mi capitán.
—Pues bien, Matias —le dijo—, usted parece tener fuerza suficiente para llevar la ametralladora por las trincheras. Recargue inmediatamente la «Luisa» y, cuando yo le diga, avance conmigo disparando ráfagas sobre los boches, ¿está claro?
—Muy bien, mi capitán.
—El resto del personal que prepare las bayonetas.
—¿Yo también, mi capitán? —preguntó Baltazar, el Viejo, con la mano sobre la oreja envuelta en una venda.
—Claro —repuso prontamente el capitán—. No quiero mariconerías aquí, en el 8. Que yo sepa, un arañazo en la oreja no le impide a nadie combatir.
Matias colocó un nuevo disco de balas en la Lewis, levantó la ametralladora y la apoyó verticalmente en la pared de la trinchera para que después le resultara más fácil cogerla y salir a tiros. Los otros hombres, incluido Baltazar, encajaron las bayonetas debajo del cañón de las Lee-Enfield.
Afonso volvió al periscopio y se quedó observando Tilleloy Sur. De repente, en medio del fragor de la artillería, comenzaron a alzarse nubes de humo y barro en torno al tronco donde estaba la ametralladora alemana emboscada y, acto seguido, las Vickers portuguesas abrieron fuego sobre la posición enemiga. Joaquim había comunicado bien las instrucciones de Afonso.
—Ya están neutralizando la ametralladora —dijo Afonso sin apartar los ojos del periscopio. Después de un breve instante, dejó el instrumento en el suelo y se volvió hacia los hombres—. Vamos.
Matias, el Grande, agarró la pesada Lewis, sus músculos macizos se tensaron por el esfuerzo, respiró hondo y se lanzó corriendo por la trinchera, sujetando el arma en ristre con sus enormes brazos, mientras Afonso avanzaba junto a él con la pistola en una mano y una Mills en la otra. Llegaron a la línea del frente e inspeccionaron los dos lados, a derecha y a izquierda, y no vieron a nadie.
—Limpia —dijo Matias.
—Usted ahí —indicó Afonso, señalando a Baltazar—. Quédese vigilando el ala derecha para que no nos sorprendan por detrás.
Baltazar, el Viejo, se apostó como centinela a la derecha y los ocho hombres restantes giraron por la izquierda en dirección a Tilleloy Sur, mientras Matias seguía con la Lewis apuntada hacia delante zigzagueando por la línea.
Un bulto surgió del humo en la trinchera y el portugués no vaciló, sólo podía ser un alemán, abrió fuego con la ametralladora y derribó al bulto, los hombres del CEP siguieron más allá del cuerpo del enemigo caído en el suelo, y Matias volvió a disparar con la Lewis contra la espesa cortina de humo, donde apareció un segundo alemán que levantó las manos en señal de rendición gritando «Kamerad». Matias no lo dejó seguir con una nueva ráfaga, silbaban proyectiles por todas partes. En plena confusión, los alemanes pensaron que era un contraataque de gran envergadura, habían perdido momentos antes la ametralladora y oían ahora a soldados portugueses acercándose desde la posición donde se encontraban, así que saltaron todos por el parapeto, desafiaron temerariamente las granadas del CEP que alzaban penachos de humo y hierro en la Tierra de Nadie y se sumergieron entre las nubes de guerra que se cernían entre las líneas enemigas.
Los portugueses se quedaron mirando a los alemanes correr de regreso a sus posiciones. Sabrían después que varios compañeros del 29 habían sido hechos prisioneros, pero nunca llegarían a saber que era ése el verdadero objetivo de aquel asalto alemán: coger prisioneros portugueses para obtener informaciones que facilitasen la planificación de la ofensiva de la primavera, decidida once días antes, en Mons, por el consejo de guerra enemigo. En el parapeto, el único soldado portugués que aún disparaba a los alemanes en fuga era Matias, el Grande. Afonso le indicó con una seña que parase cuando se hizo evidente que los alemanes ya estaban demasiado lejos y sería difícil alcanzarlos en movimiento, pero Matias lo ignoró, mantuvo el dedo furiosamente apretado en el gatillo y así siguió mientras vio enemigos delante y aun después de que los perdiera de vista. El capitán quedó sorprendido por la furia del soldado y la atribuyó erradamente a cualidades innatas de guerrero. Lo que Afonso no sabía, no podía saber, era que, aquel día, Matias tenía que vengar a un amigo de la infancia.