La tierra se extendía por el campo casi plano, desértico y desolado, al mismo tiempo húmedo, fangoso, sucio. Hasta donde la vista alcanzaba, el suelo revuelto era árido, todo se encontraba quemado, había baches semejantes a cráteres producidos por las granadas de los obuses, y las minas habían despanzurrado la tierra, aquí y allá se veían charcos de agua y barro de donde asomaban hierros retorcidos, algún cadáver humano que otro en descomposición, huesos, botas con los pies cortados dentro, harapos de uniformes, ratas muertas flotando. Las únicas cosas de pie en aquel tenebroso mar de desolación eran las redes abolladas de alambre de espinos, los árboles calcinados sin hojas y con los troncos carbonizados, las paredes incompletas de lo que antaño fueron casas y eran ahora sólo tristes e irreconocibles ruinas.
Un silencio profundo se había abatido en el último momento sobre este siniestro paisaje lunar. Apoyado en el parapeto, Matias Silva, a quien llamaban Matias, el Grande, no sabía qué detestaba más. Su turno en las trincheras había comenzado hacía sólo dos días y aún no se había acostumbrado del todo al olor a heces que provenía de las fosas por debajo del estrado de madera, un olor con el que se mezclaba el tufo nauseabundo de carne putrefacta, de sobras de comida descompuesta y de orina. Para protegerse del frío se había puesto sobre el uniforme su chaleco de cabritilla, hecho de piel de cordero, que se había convertido en una imagen de marca de los soldados portugueses en Flandes durante los días fríos. Los llamaban, por eso, los «lanudos». Matias asomó la cabeza por el parapeto del puesto, en Neuve Chapelle, y acechó las posiciones enemigas. Desde la primera línea, en el punto donde se encontraba de vigía, hasta la primera línea alemana, distaban quinientos metros.
—¡Beeeeee! —gimió una voz fingidamente trémula desde el otro lado de la Tierra de Nadie—. ¡Beeeeee!
—¡Los hijos de puta de los boches ya me han visto! —farfulló entre dientes el centinela portugués, que se alejó cinco metros del lugar donde vigilaba, no fuese a hacer de las suyas el diablo.
El chaleco de piel de cordero era un éxito entre la tropa alemana. Del otro lado de las trincheras estaban los hombres de la 50.ª División del VI Ejército alemán, dirigido por el general Von Quast y perteneciente al grupo de ejércitos del príncipe heredero Rupprecht. No se cansaban de provocar a los portugueses con imitaciones de voces de rebaño. Algunos lanudos se pusieron al principio fuera de sí con estas chacotas del enemigo, pero ya todos se habían acostumbrado: la broma, de tanto repetirse, había dejado de surtir efecto y, cuando se los azuzaba, los hombres de los cuatro batallones de infantería de la Brigada del Miño, la 4.ª Brigada de la 2.ª División del CEP, se limitaban a rumiar algunos insultos contra los alemanes.
La primera línea portuguesa se prolongaba diez kilómetros, desde la trinchera de comunicación New Bond Street, en el sector de Fauquissart, hasta Ferme du Bois, al sur, con Neuve Chapelle en el medio. Éste era, por otra parte, un tramo lleno de historia antes de que llegasen los portugueses. Fue justamente en Neuve Chapelle donde, en octubre de 1914, los alemanes utilizaron por primera vez gases químicos como arma de guerra. En ese momento, estas trincheras estaban ocupadas por tropas francesas que, no obstante, ni repararon siquiera en los gases no letales que contenían las granadas de schrapnel, por lo que la prueba inicial de las armas químicas se saldó con un fracaso. Después, en marzo de 1915, ya con las tropas inglesas ocupando el sector, se lanzó aquí la primera gran ofensiva británica contra las posiciones alemanas. Después de algunos éxitos iniciales, la ofensiva fracasó al cabo de tres días, pero se reveló como una acción políticamente importante, pues sirvió para mostrarles a los franceses el empeño de sus aliados británicos. En la batalla de Neuve Chapelle se utilizaron, por primera vez en la guerra, aviones destinados a fotografiar las posiciones enemigas, con el fin de acumular datos informativos para la operación, una práctica que se volvería rutinaria, aunque peligrosa, en las acciones siguientes.
Ahora, en este 22 de noviembre de 1917, Neuve Chapelle y las vecinas Ferme du Bois y Fauquissart vivían tiempos serenos en manos de los portugueses. Todo el sector de la primera línea estaba constituido por tres líneas fundamentales de trincheras, todas ellas paralelas y ligadas entre sí por las trincheras de comunicación, que las cruzaban perpendicularmente. La más adelantada de las tres líneas era la línea del frente, con un diseño quebrado, casi en zigzag, en un esfuerzo deliberado por escapar del trazado rectilíneo y evitar así enfilaciones y facilitar el cruce del fuego de las ametralladoras defensivas. Delante de la línea del frente, justo después del parapeto de la trinchera, se extendían tres fajas de rollos de alambre de espinos, levantados para dificultar el avance del enemigo cuando éste atacaba por la Tierra de Nadie. Detrás, cavada paralelamente a la línea del frente, estaba la línea B, que constituía la principal línea de defensa adelantada y se encontraba protegida por una faja más de rollo de alambre y por hoyos camuflados con ametralladoras pesadas, en general Vickers. Aún más atrás, la línea C, también conocida como línea de apoyo, donde se situaban los asentamientos de los batallones avanzados. Después de estas tres filas de trincheras, conocidas globalmente por la denominación de primera línea, venía la línea de las aldeas, que conectaba Richebourg, Pont du Hem y Laventie, igualmente protegida por una larga valla de alambre de espinos, y la línea de Cuerpo, que pasaba por Huit Maisons y Lacouture, constituida por varios puntos fortificados que defendían las principales vías de comunicación hacia la retaguardia. Finalmente, a lo largo de la ribera de Lawe, la línea del Ejército, detrás de la cual se encontraban los cuarteles generales y una legión de «pájaros», la expresión peyorativa con la que se aludía a todos los militares dedicados a tareas burocráticas y que de las trincheras sólo conocían las fotografías que veían en las revistas.
Matias percibió un movimiento a su izquierda. Según los reglamentos, estaba prohibido volver la cabeza para otro lado que no fuese la Tierra de Nadie, pero tenía que comprobar que el enemigo no había entrado furtivamente en la primera línea. Al fin y al cabo, las trincheras eran lugares habitualmente desiertos, andando centenares de metros sólo se veía un centinela, por lo que había que identificar cualquier movimiento en aquel sitio desolado. Miró a la izquierda y no vio a nadie. Podría ser el sargento o el oficial de servicio de guardia en la línea del frente, pero tenía que estar seguro. Movió la Lee-Enfield y apuntó, por prevención.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
—Tiro. —Ésa fue la respuesta—. ¿Contraseña?
—Fuego —dijo Matias, que se relajó y volvió a prestar atención a la Tierra de Nadie.
Un soldado también abrigado con un chaleco de piel de cordero asomó por la trinchera de comunicación La Fone Street, perpendicular a la línea del frente y construida asimismo en sucesivos zigzags, y se presentó en el puesto del centinela. Matias lo vio y reconoció a Vicente, un hombre bajo y fuerte, ancho de cara, con un bigote tímido en la comisura de los labios y unas manos de oro, era carpintero en Barcelos y su habilidad para trabajar la madera había logrado tal fama que todos lo conocían como el Manitas.
—Vengo a sustituirte —anunció Vicente—. ¿Comestá esta mierda?
Vicente era un poco atropellado hablando, disparaba las palabras con una rapidez ansiosa y se tragaba algunas sílabas. A veces resultaba difícil comprenderlo, pero, gracias al hábito, Matias se convirtió en un buen descodificador de sus palabras.
—He tenido una hora tranquila —le respondió—. La ametralladora de los boches abrió fuego hace veinte minutos, pero creo que sólo fue para mantenerme despierto.
—Brrrr, hace un frío que pela…
—Aguanta, Manitas, que ahora voy a cortar un poco de jamón y a ver si me tiro a unas tías en el refugio.
—¡Vete a freír espárragos, cabrón!
Matias se rio y salió de allí a paso rápido, aliviado: permanecer en la línea del frente ponía nervioso a cualquiera. Es cierto que eran las primeras horas de la tarde y que lo peor era la noche, pero nadie ignoraba que, a la carrera y si no hubiese obstáculos, a los alemanes les bastarían entre quince segundos y dos minutos para cruzar la Tierra de Nadie y aparecer en las trincheras portuguesas, según el punto del frente por donde hicieran la travesía. En algunos sectores, la distancia era de apenas ochenta metros, en otros llegaba a los ochocientos. Cuando alguna vez los alemanes efectuaban un golpe de mano, los centinelas de la línea del frente vivían una experiencia desagradable.
El soldado entró por La Fone Street, tras coger la línea B, paralela a la línea del frente pero cien metros más atrás, atravesó los puestos de las ametralladoras pesadas, unas Vickers MK I rotativas, alimentadas por un cinturón de municiones y protegidas por sacos de arena con una abertura hacia la Tierra de Nadie. Matias cruzó el puesto de los teléfonos y llegó a Ghurkha Road, la siguió hasta Sign Post Lane, volvió a la derecha y cogió Cardiff Road. Pasó por el albergue de comando y llegó a Euston Post, donde aquel día se había montado la cocina.
—Matos —llamó—. Pásame el cordero asado con patatas a lo pobre y la salsa de caviar.
El cocinero cogió una escudilla.
—Servido, señor marqués —dijo, llenando la escudilla con una sopa aguada y entregándosela al soldado.
Matias cogió un trozo de pan, se sentó sobre la mesa y vio el agua grasosa con verduras flotando en la escudilla blanca.
—Joder, Matos, has puesto demasiado caviar —se quejó, llevándose una cuchara a la boca y tragando despacio la sopa juliana.
Matias, el Grande, era un nativo del Miño con sentido del humor. Venía de Palmeira, una localidad al norte de Braga, y estaba habituado a la comida del Miño, buena y pesada, pero aquí, en las trincheras, no se hacía ilusiones en cuanto a la calidad de la cocina. Su madre hacía sopas de gallina de sueño, suculentas, ricas, sazonadas, salpicadas de cilantros de la huerta, un manjar de los dioses a los que sólo ahora les daba el valor que se merecían. Desde que había llegado a Francia, como integrante del batallón de la Infantería 8 de la Brigada del Miño, Matias, el Grande, pocas veces había vuelto a comer bien. Solía soñar con las sopas secas, las albóndigas, las orejas y el revuelto de morcilla, además de los deliciosos postres como los bollos, las brisas y las roscas, sin hablar de las fabulosas molarinhas[6]. Pero allí, en las primeras líneas, aquéllas no eran más que fantasías cruelmente alimentadas por la memoria de los días que, aun siendo de miserias y llenos de carencias, vistos desde aquella perspectiva parecían hartos y opulentos. Tal como la mayoría de sus compañeros, Matias adelgazaba medio kilo por día cuando ocupaba las trincheras, y sólo al volver a las aldeas de la retaguardia, una semana después, lograba recuperar el peso.
No obstante, si hubo algo que aprendió en aquel lugar, fue a darle valor a las pequeñas cosas. Las más sencillas le proporcionaban ahora momentos de inexpresable alegría. Disfrutaba de los instantes de silencio, saboreaba con gusto cualquier alimento, incluso el recurrente corned-beef le sabía casi tan bien como unos torreznos a la moda del Miño, se complacía con el calor del aguardiente repartido a los centinelas y que le ardía en las entrañas y le quemaba la sangre, se deleitaba con los instantes en que no tenía tareas atribuidas y se empeñaba aplicadamente en recuperar la falta de sueño o en soñar con el aire perfumado de los montes del Miño, con las aguas frías del este congelándole los pies y atizándole el fuego de la pasión. Durante una marcha, hasta una parada de medio minuto le daba placer. Como cualquier otro soldado del CEP, Matias había aprendido a vivir para el presente, para el momento, vivía como si no existiese mañana, como si no tuviese futuro, como si el tiempo se le escapase, como si la muerte pudiese llevárselo a la semana o incluso al minuto siguiente.
Después de comer su ración de corned-beef y de tomar el té, que bebió con los ojos cerrados, salió de la cocina y volvió a La Fone Street hasta llegar a la línea C, quinientos metros atrás de la B y completando las tres líneas de trincheras que constituían la primera línea. En la línea C se cruzó con elementos de la reserva del batallón y fue a la zona de las letrinas. El olor a excremento, siempre presente en las trincheras en general, y en las portuguesas en particular, era aquí más intenso. Matias cogió un cubo, cerró la puerta de la letrina, defecó en el cubo mientras agitaba la mano para ahuyentar las moscas de su cara, enormes moscardas azules que se desplazaban en una nube ruidosa, zumbando ensordecedoras, ávidas de podredumbre. Cuando terminó, el soldado se incorporó y comprobó el color de las heces, que estaban algo líquidas, se preguntó si no tendría disentería, buscó señales de la diarrea tan frecuente en las trincheras, pero no las vio; al fin y al cabo, no le dolía el estómago ni vio sangre en los excrementos. Aun así, tomó nota mental para vigilar la próxima evacuación, se limpió con un periódico, en este caso una página deportiva de Le Petit Journal, salió de la letrina, cogió el cubo y lanzó los excrementos a la fosa, guardó el cubo, vio que unas gotas de las heces le habían salpicado el dorso de la mano derecha, echó pestes, se limpió, frotándose fugazmente la mano en la tela de los pantalones, y bajó rápidamente por la línea C hasta el refugio de su pelotón.
El puesto de comando de la segunda compañía de la Infantería 8 de la Brigada del Miño se había transformado en un verdadero despacho. Arrimado a la pared de Grants Post, se encontraba el catre de alambre para el oficial de guardia. Al lado, algunas cajas colgadas como estantes para almacenar lo que fuese necesario; aquí y allá se veían velas de estearina y, junto a la entrada, una caja de municiones que servía de mesa, con un banco.
Sentado a la mesa, en la que unos trapos raídos disimulaban el rudo aspecto de la caja, el capitán Afonso Brandão preparaba el informe de las tres de la tarde sobre la situación en el sector bajo su comando y sobre el viento, información esta última considerada relevante para evaluar la posibilidad de que el enemigo lanzase gases tóxicos. Por casualidad, aquel día 22 de noviembre, el viento venía del este, siendo por ello propicio para que los alemanes utilizaran armas químicas. El documento que el capitán ultimaba era el quinto del día. Por lo menos, nadie podía acusar al CEP de ignorar la burocracia. Era ayer cuando Afonso había llegado a las trincheras, después de la intrigante noche en al Château Redier, y lidiaba ahora, en pleno frente de guerra, con los papeles de la compañía a su cargo.
A las seis de la mañana ya había enviado el «documento de las operaciones y de las informaciones», en el que describía la ocupación de las trincheras, el número de cartuchos consumidos por las ametralladoras, las patrullas, las obras de reparación de las trincheras bombardeadas, la visibilidad, la actividad visible del enemigo, la acción de sus ametralladoras y granadas, los sitios alcanzados, el movimiento de los aeroplanos y otras informaciones. Este primer documento era sin duda el más importante, pero había más. A las diez de la mañana, Afonso había telegrafiado para comunicar las bajas de las últimas veinticuatro horas, y al mediodía había remitido el informe de los trabajos y requisiciones. El próximo informe sería a las cuatro de la mañana, con datos sobre el viento y la situación en las trincheras. El problema es que el papelerío no acababa ahí, y el capitán suspiró con desaliento al recordar que aún tendría que leer con atención la circular 22 753, enviada por la brigada para clarificar la circular 12 136 de la 2.ª División, la cual, por otra parte, era una ampliación de la circular 9227 del CEP, con nuevas indicaciones para los soldados sobre el modo de colocarse y quitarse las máscaras, ya fuera de pie, acostados, en marcha, quietos, dormidos o despiertos.
—Afonso —llamó una voz detrás de él.
El capitán volvió la cabeza y vio al mayor Gustavo Mascarenhas, el antiguo compañero de la Escuela del Ejército que ocupaba el cargo de segundo comandante de la Infantería 13, de Vila Real, una de las dos unidades tramontanas presentes en Flandes, integradas también en la 2.ª División.
—Entra —le invitó Afonso, volviendo su atención al documento que estaba terminando—. ¿No deberías estar preparando tu informe?
—Ya lo he acabado —dijo Mascarenhas, que bajó la cabeza y se sentó en el catre—. Tengo una sorpresa para ti.
—Cuéntame —pidió Afonso sin levantar los ojos de su informe.
—Lisboa nos ha mandado un oficial flamante.
Afonso interrumpió su tarea y alzó la cabeza.
—No me digas —sonrió, mirando a su amigo—. ¿Y quién es el angelito?
—Un tal capitán Resende.
—¿De dónde es?
—No lo sé —dijo Mascarenhas con una mueca de la boca—. Como viene al 13, debe de ser tramontano.
—Y todavía dicen que el 13 da mala suerte —soltó Afonso—. Tenemos una enorme escasez de oficiales y vosotros conseguís un refuerzo. ¿Cuándo viene a las trincheras?
—Ésa es la cuestión —dijo Mascarenhas, nervioso—. Llega dentro de un rato, mi ordenanza ya ha ido a buscarlo.
—Hombre, ¿y ahora me lo dices? —lo reprendió Afonso—. ¡Vamos a recibirlo como corresponde!
—Eso, Afonso, por eso he venido a avisarte.
Afonso se levantó y observó por la puerta del puesto en busca del ordenanza.
—Joaquim —llamó.
—¿Mi capitán?
—Dentro de un rato llega un oficial nuevo —le anunció—. Tenemos que recibirlo. Avisa a la gente y dile que se prepare para el número de costumbre.
—Enseguida, mi capitán —dijo Joaquim, que le hizo la venia antes de bajar a la carrera por la segunda línea.
Afonso y Mascarenhas salieron del puesto de comando de la segunda compañía de la Infantería 8, en Grants, entraron por la Winchester Road y cogieron la Rue Tilleloy hasta Baluchi Road, la trinchera de comunicación por la que siguieron hasta girar en Cardiff Road y llegar a la línea de apoyo, en el sector de Euston Post. Allí se acercaron al muro de piedra y esperaron al oficial recién llegado.
El capitán Resende apareció en el lugar diez minutos después, guiado por el ordenanza del mayor Mascarenhas. Afonso y Mascarenhas lo vieron acercarse por la larga Rue de la Bassée y lo observaron por anticipado con mal disimulado placer. Llevaba el uniforme inmaculadamente lavado, el casco de hierro muy bien calado y ajustado bajo la barbilla, la máscara antigás colgada del cuello y muy derecha, como exigía el reglamento. Su porte era majestuoso y altivo, las botas relucientes, aunque ya con algo de barro en la suela. Sólo la barriga prominente afeaba la majestuosa postura marcial.
Cuando se encontraron, los tres hicieron la venia y después se dieron la mano.
—¿Preparado para la vida en las trincheras, capitán? —quiso saber Afonso.
—Ni por asomo —dijo Resende—. Hace apenas quince días caminaba por el Rossio y, fíjese, ahora estoy aquí, por sorpresa, sin ninguna preparación, he entrado en la guerra en menos que canta un gallo.
—¡Vaya, hombre! —exclamó Mascarenhas—. ¿En el Rossio? ¿Qué hacía usted en el Rossio?
—Bien —se cohibió Resende—. Estaba de paseo, supongo. Subía a la Casa Havaneza a comprar tabaco.
—¿A la Havaneza? —se asombró Mascarenhas—. Pero ¿de dónde es usted?
—Soy de Paço d’Arcos.
—¿De Paço d’Arcos? —se sorprendió aún más el mayor—. Pero ¿qué está haciendo usted en la 13, que es una unidad de Trás-os-Montes? Debería estar en la 6.ª Brigada, la de Lisboa, donde se encuentran el 1, el 2, el 5 o el 11.
—Puede parecerle un poco extraño, mayor, pero no tengo nada que ver con Tras-os-Montes y he sido enviado con urgencia al 13 —se justificó el capitán—. Voy a donde me mandan.
El mayor Mascarenhas se acarició el bigote con los extremos terminados en punta.
—Es el maldito problema de la escasez de oficiales —le comentó a Afonso—. Como ya vinimos pocos y vamos perdiendo hombres por culpa de los boches y de las enfermedades, ahora mandan lisboetas a nuestros batallones tramontanos.
—Mi mayor —observó Resende—, quien lo oyera hablar pensaría que me está descalificando…
—De ninguna manera, de ninguna manera —se dio prisa en aclarar Mascarenhas—. Sea bienvenido al batallón de la Infantería 13 y a las trincheras del CEP. Estamos instalados en Ferme du Bois; el capitán Brandão, que es del 8, de Braga, se encuentra defendiendo la línea de Neuve Chapelle. El 8 pertenece a la Barrigada del Miño.
—¿Barrigada del Miño? —se sorprendió Resende.
—Qué gracioso… —comentó Afonso, revirando los ojos.
Mascarenhas se rio.
—La gente llama Barrigada del Miño a la Brigada del Miño. Pero, como ve, los nativos del Miño están todos fastidiados.
Los tres oficiales y el ordenanza bajaron por la Rue de la Bassée y se dirigieron a la Edgware Road, entraron por ésta y subieron, más al fondo, por la Baluchi Trench. Afonso se adelantó un poco, guiándolos hacia la línea B de su sector, donde, si Joaquim había cumplido bien las instrucciones que le diera, los esperaba el recibimiento al recién llegado.
Cuando desembocaron en la línea B, Afonso, induciendo al capitán Resende a error, advirtió:
—Estamos en la línea del frente, el enemigo se encuentra a doscientos metros.
Era mentira, claro, pero había transmitido la información con un tono grave e imponía respeto. Una voz de centinela tronó en el aire.
—¿Quién viene?
Afonso se llenó los pulmones.
—¡Meo! —gritó—. ¿Contraseña?
—¡Mierda!
Afonso volvió la cabeza hacia atrás y observó a Resende, que lo miraba con los ojos desorbitados.
—Vamos, podemos pasar.
Resende estaba perplejo.
—¡Arre! —exclamó—. Vaya contraseñas que tienen ustedes…
—¡Chis! —indicó Afonso, llevándose el dedo a la boca para exigir silencio.
—¡Silencio total! —ordenó Mascarenhas, reforzando el mensaje.
El capitán Resende se encogió en el abrigo, intimidado por lo opresivo del ambiente. Una ráfaga de ametralladora rasgó el aire. No se le había advertido al recién llegado que se trataba de una Lewis portuguesa, previamente preparada para abrir fuego a una señal de Joaquim. Mascarenhas dio un brutal empujón al capitán Resende, quien resbaló sin control en el estrado hasta caer de rodillas en el barro. Los otros oficiales y respectivos ordenanzas se acercaron también al parapeto, agachados. Nueva ráfaga de ametralladora.
—¡Capitán! —llamó Mascarenhas, dirigiéndose a Resende—. ¡Túmbese allí, deprisa!
«Allí» era un charco de barro. Resende miró, vaciló, pero consideró que estaba en tierra extraña y que sus compañeros sabían lo que hacían; así pues, se arrojó sin más al barro. Mascarenhas y Afonso lo vieron revolcarse con entusiasmo en el charco viscoso, el impecable uniforme lavado convertido en una papilla repugnante, y volvieron la cabeza para reír en silencio, con los hombros convulsos por las carcajadas contenidas. Cuando se recuperaron, Afonso cerró los ojos y, en un titánico esfuerzo para no traicionarse, llenó los pulmones de aire y gritó en voz muy baja:
—¡Boches! ¡A los refugios!
El grupo desapareció en un instante por la maraña de trincheras y de hoyos, dejando a Resende solo, chapoteando en el barro. El capitán se volvió hacia todos lados y no vio a nadie. Con los ojos muy abiertos, aterrorizados, miró hacia arriba en busca del temible enemigo, el boche maldito. Se incorporó y se apoyó en el parapeto, acorralado, sin saber qué hacer, llevando la mano trémula a la pistolera. El momento de suprema desorientación duró largos segundos; luego reapareció Afonso.
—Falsa alarma —explicó lacónicamente—. Venga por aquí.
El capitán Resende suspiró de alivio y lo siguió, transpirando a pesar del frío. Mascarenhas y los dos ordenanzas se unieron a ellos, todos con cara de circunstancias. Pasaron frente a un árbol carbonizado y Afonso señaló el tronco.
—¡Golpee aquí! —le dijo a Resende.
—¿Cómo?
—¡Golpee aquí, hombre! —ordenó.
El capitán novato, obediente, aunque sin entender el propósito de la agresión al tronco quemado, levantó el bastón y golpeó el árbol. El impacto produjo un sorprendente sonido metálico y el tronco soltó un grito.
—¡Cuidado, no seáis bestias!
Resende dio un salto, estupefacto. El árbol hablaba. Afonso y Mascarenhas se echaron a reír.
—Hombre, éste es un puesto de observación, camuflado como si fuese un árbol —explicó Mascarenhas—. Se llama Beto, es uno de los árboles de hierro que tenemos aquí.
—Ustedes se están burlando de mí…
—Pues, ¿qué quería usted? —se justificó Afonso—. Éste es nuestro tradicional recibimiento al novato en las trincheras. No me diga que no es una maravilla…
—¡Váyanse al cuerno!
Los dos oficiales se rieron.
—Así caen todos —comentó Mascarenhas—. Cuando entramos por primera vez en las trincheras, los tipos de la 1.ª División nos hicieron lo mismo. Venga con nosotros hasta el puesto de comando, vamos a bebemos un oporto y a superar el mal rato.
Y allá fue el capitán Resende, con el bigote deshecho, el uniforme convertido en una amalgama de barro oscuro y húmedo, las botas cubiertas de tierra, arrastrándose penosamente por la trinchera sucia y maloliente, con la esperanza de saborear una dulce copa con sabor a Portugal.
La entrada al refugio del pelotón era un simple agujero abierto junto a la base del parapeto, con varias tablas clavadas y sacos de arena que contenían el barro gris que porfiaba por infiltrarse por las rendijas. Matias, el Grande, se metió en el recinto, sintiendo las tablas de la escalera crujiendo a cada peldaño. El refugio estaba iluminado por mariposas y se veía a varios hombres tumbados o sentados que pertenecían a su reducido pelotón. Algunos dormían, uno fumaba, otro sacaba piojos de su chaleco de piel de cordero, uno más leía una carta en una pose poco habitual: al fin y al cabo, era raro encontrar a alguien que supiera leer en aquel universo de analfabetos, hombres rudos de la sierra y del campo que crecieron trabajando la tierra y cuidando a los animales, y cuya única educación era la que les había dado la vida. Matias puso la mano en el hombro del soldado que leía la carta.
—Daniel —dijo.
El hombre, delgado, canijo y con ojeras, levantó la cabeza. Tal como Matias, más alto y fuerte, llevaba la barba cortada al rape, lo que distinguía a los soldados del Miño del resto de la tropa portuguesa.
—¿Y? —saludó Daniel.
—Todo en orden, voy a ver si corto jamón.
—¿Algún inconveniente?
—No, el tiroteo de costumbre, nada más.
—¿Ya has manducado? —quiso saber Daniel.
—Caviar —dijo Matias, que dirigió sus ojos hacia la carta—. ¿Noticias de tu mujer?
—Sí —respondió Daniel, que volvió su atención de nuevo al papel garrapateado que tenía en sus manos.
—¿Alguna novedad de la tierra?
Daniel, tal como Matias, era de Palmeira. Habían salido juntos de juerga, labraron campos para el mismo patrón, fueron a la vendimia, eran uña y carne en las trincheras. Daniel, como es común entre los nativos del Miño, era muy religioso y hasta lo llamaban «el Beato». Había aprendido a leer con el párroco, era la única forma de entender la Biblia. Matias, menos dado a misticismos, nunca encontró grandes motivaciones para aprender. Además, sus padres lo obligaron muy pronto a labrar la tierra, no querían la carga de alimentar una boca más que se mantuviese improductiva. Como resultado, acabó analfabeto.
—Las cosas van bien, pero ella se queja de que el pequeño es un diablo.
—Un boche.
—Un boche —asintió Daniel, que sonrió.
Una rata gorda corrió sin rumbo cierto por el refugio; pasó a un palmo de la tabla de Matias y dejó tras de sí un rastro fangoso. El soldado observó cómo se metía en un agujero abierto en las paredes de barro.
—¿Algo más? —preguntó, mirando de nuevo a su amigo y esperando noticias de Palmeira.
—El perdiguero de la Assunta ha tenido crías; al Zelito le ha dado un berrinche y quiere un perrito.
—Mira, a mí me gustaría tener un perro. —Matias se rio—. ¿Has visto a Fritz llegar a mi puesto y tropezarse con un perdiguero?
Daniel se quedó pensativo.
—Yo, si tuviese un perro, prepararía ahora mismo unos filetes —exclamó—. Dicen que a los chinos les encanta.
—Estás loco —dijo Matias, tirando de una manta—. Los gringos, si lo supiesen, dejarían de hablarnos. Adoran a los perros.
—¿Dejarían de hablarnos? —replicó Daniel—. Y a mí qué, si no entiendo nada de lo que dicen.
—Oye, Daniel, anda y que te zurzan —concluyó Matias, que, sacudiendo la manta para limpiarla de los parásitos y las pulgas, se acostó sobre la tabla mojada y fangosa.
—Anda y que te zurzan a ti.
—Me voy a dormir, a dormir y a soñar con alguna hembra —soltó Matias, con la cabeza ya bajo la manta—. En el estado en que estoy, hasta la Assunta me venía bien. La Assunta y el perdiguero.
—Eres un guarro.
—Cállate, ahora voy a encontrarme con ella y a soñar que estoy tratando del asunto con Assunta.
Sintió que la humedad le helaba la espalda; el barro de la tabla se mezclaba con el uniforme sucio y empapado. Echó pestes en voz baja. Odiaba aquel mar de barro, no había forma de habituarse a él, detestaba dormir con la ropa mojada, el frío se le pegaba a la piel y le calaba hasta los huesos. Pensó que un día no podría evitar pillarse una neumonía, pero ese pensamiento se fue disipando y se convirtió repentinamente en un sueño. Se había dormido.
El puesto de comando de Grants estaba húmedo. Afonso arrastró el catre hasta la caja de municiones para permitir que sus invitados se sentasen. Se agachó para buscar la caja con las bebidas y, aún encorvado, volvió la cabeza hacia Resende.
—¿Usted quiere probar un whisky?
—¿Un qué?
—Un whisky.
—¿Qué es eso?
—Es una especie de aguardiente escocés.
Resende meneó la cabeza.
—No quiero saber nada de esos brebajes de los gringos. Mejor deme un buen oporto.
Afonso puso la botella en la mesa. Era oscura, el cristal sucio y sin etiqueta; repartió tres vasos y echó un dedo de licor en cada uno. Los tres oficiales alzaron los vasos.
—¡Salud!
Después de dar el primer trago, Resende se acomodó en el asiento.
—Entonces, ¿cómo está la vida por aquí? —quiso saber.
El mayor Mascarenhas cogió una caja blanca, tenía la marca Embassy escrita en rojo, y sacó de allí un cigarrillo, era un paquete que venía en las raciones inglesas.
—Aquí no se vive, hombre —dijo, encendiendo el cigarrillo—. Aquí se sobrevive.
—Me imagino.
—Poco puede imaginar —interrumpió el mayor—. Pero se dará cuenta muy pronto. Lo que intentamos es pasar inadvertidos, provocar a los boches lo menos posible e ir tirando.
—¿Ha habido muchos combates?
—Nada de eso —dijo Mascarenhas con una mueca de la boca, echando una bocanada gris del Embassy—. Nada que se compare con lo que ocurre con los ingleses, ahí sí que hay combates a tope.
Mascarenhas miró a Afonso, que se sintió obligado a retomar la explicación.
—Tenemos sobre todo duelos de artillería, misiones de patrulla en la Tierra de Nadie, tiros de sniper, ráfagas de ametralladora, esas cosas que dan encanto a la vida en las trincheras —dijo Afonso—. Las patrullas en la Tierra de Nadie acaban a veces a tiros, y ya hemos perdido a algunos hombres. Pero combates en serio, de esos de envergadura, hemos tenido sólo cuatro. El primero fue en junio, con la gente del 24, de Aveiro, que estaba aún despistada. Se lanzó un ataque a las líneas alemanas con treinta hombres, pero las cosas no salieron muy bien.
—¿Por qué?
—Eramos aún inexpertos, estábamos en pañales y nos topamos con unos que ya estaban de vuelta de todo —dijo—. Además, un oficial del 24 me contó que se habían quedado con la impresión de que los boches ya sabían que iba a haber un ataque.
—¿Cómo lo sabían? —se sorprendió Resende.
—Qué sé yo. Por espionaje o por medio de algún desertor, algo así. Pero también porque éramos unos ingenuos. Me dijeron que, días antes del ataque, la propia población francesa ya comentaba la operación.
—No puedo creerlo.
—Pues créalo. Sabe cómo es la gente, todo era una novedad, una aventura, y se lo pusieron fácil a los enemigos, se lanzaron a hablar en todas partes de lo que iban a hacer. Resultado: las cosas acabaron mal.
—¿Y los otros combates?
—Después del desbarajuste del 24 no volvimos a hacer nada más, así que los otros tres surgieron todos de la iniciativa alemana —explicó Afonso—. El primer ataque de esos tipos se dio en agosto, tres semanas después del nuestro. Lanzaron gases y atacaron con centenares de hombres en Fauquissart, llegando a moverse por nuestras líneas, y fue sobre todo la gente del 35, de Coimbra, la que tuvo que aguantarse la andanada. Una semana después, los boches volvieron a atacar, esa vez en Ferme du Bois, pero hubo una buena descarga de la artillería y así se logró impedir que entrasen en nuestras líneas.
—¿Y el tercero?
—Ése ocurrió hace poco tiempo —dijo Afonso, que miró de reojo a Mascarenhas.
—Hace unos diez días, más o menos —indicó el mayor—. Afectó al personal de la 2.ª División.
—¿Los otros no fueron a la 2.ª División?
—Hombre, ¿usted está en la luna o qué? —le espetó Mascarenhas—. Hemos entrado en las trincheras hace poco tiempo. Poco tiempo, es decir, dos meses que se cumplieron ayer…
Y ya nos parece mucho. Pero la verdad es que quienes las han pasado moradas han sido los muchachos de la 1.ª División, que están combatiendo desde mayo, mientras que nosotros no llegamos hasta el 23 de septiembre. Y sólo hace diez días tuvimos un combate en serio, justamente con ocasión de ese ataque enemigo. Hasta entonces sólo habíamos visto bombardeos y patrullas.
—Los boches tuvieron la mala suerte de haberse topado con la gente de Braga —exclamó, orgulloso, Afonso.
—Ah, ¿fue con ustedes? —se sorprendió Resende, dejando el vaso.
—No —dijo Afonso—. Tenemos aquí dos batallones de Braga, pertenecientes a la Brigada del Miño de la 2.ª División.
—¿La Barrigada del Miño?
—La brigada —insistió con el tono de quien no admite bromas con el nombre de su brigada—. Tenemos el 8, que es el mío, y el 29. Fue con el 29.
—¿Y qué ocurrió?
—Avanzaron al atardecer en Ferme du Bois y entraron en nuestras líneas, pero la gente de Braga los rechazó en un instante.
—Afonso, no estás contando toda la historia —intervino el mayor Mascarenhas con una sonrisa, y apagó en el suelo el cigarrillo inglés.
—¿Qué historia? —preguntó interesado Resende.
—Ah, unas pequeñeces —dijo Afonso.
—Unas pequeñeces, no —corrigió Mascarenhas—. Algunos hombres abandonaron los puestos y se las piraron, a otros los hicieron prisioneros sin luchar y, para colmo, hubo hasta un comandante que se acobardó de tal modo que ni al día siguiente se atrevió a ir a la línea del frente a saber qué había ocurrido y a mandar reparar las trincheras dañadas.
—Bien, pero la verdad es que, una hora después de haber comenzado el ataque, los boches se las piraron —aclaró Afonso, que defendió así el honor del batallón de Braga, a pesar de no ser el suyo.
—¡Se las piraron un cuerno! —exclamó el mayor tramontano—. Anduvieron recorriendo nuestra línea del frente, así fue, y sólo se marcharon cuando les dio la gana y con un montón de prisioneros a cuestas; los tipos parecían pastores guiando corderos.
—Disculpa, pero hubo siete menciones y dos promociones por el valor demostrado en el combate —recordó Afonso.
—Sí —interrumpió Mascarenhas, cargado de ironía—. Y un oficial y tres soldados fueron castigados con prisión correccional; además, otro oficial fue amonestado. Debe de haber sido por su valentía.
Afonso se quedó callado y bebió las últimas gotas de su oporto. Se hizo un silencio embarazoso y Resende miró el reloj.
—Ya son casi las cinco de la tarde —observó el lisboeta.
Mascarenhas se puso de pie y los dos capitanes también se levantaron.
—Dentro de poco toca formación —dijo el mayor, mirando a Resende—. Aún me queda ponerlo al tanto de nuestra rutina en las trincheras y de sus funciones.
—Entonces, ¿qué voy a hacer, mi mayor? —preguntó Resende, palpándose de manera inconsciente la barriga, cuyo volumen tenía el futuro seriamente amenazado por la vida en las trincheras.
—Por el momento, será el oficial de guardia a medianoche —indicó Mascarenhas—. Tendrá que efectuar durante dos horas la ronda de los centinelas y no podrá refugiarse en ningún momento. Contará con un sargento con la misma función, pero en sentido contrario. Hay dos formaciones generales, una al amanecer y otra al anochecer. Le corresponde también preparar los informes sobre la actividad en su sector y tendrá que asegurar que sus trincheras están transitables en cualquier momento.
—Muy bien —dijo el capitán lisboeta, previendo siete días de pesadilla y dieta forzada.
—Ahora voy a llevarlo a sus aposentos y a presentarle al personal.
—¿Aposentos?
—Es un agujero más —corrigió el mayor, que atravesó la puerta y abandonó el puesto de Afonso. Se despidió de su amigo con un gesto—. Hasta luego.
Los dos oficiales de la Infantería 13 bajaron por la trinchera, camino de Ferme du Bois, y el capitán Afonso regresó a completar su informe de las tres de la tarde. Había interrumpido la elaboración del documento para «recibir» al novato y, por ello, enviaría el informe con un gran retraso. Además, era importante no olvidar la lectura de la circular 22.753. El oficial miró el reloj de la mesa y reparó en que señalaba las cinco en punto de la tarde.