La noche cayó fría y húmeda sobre Armentières, pero ya todos estaban acostumbrados a que así fuese. El invierno estaba a la puerta y los árboles se preparaban para enfrentar los rigores del frío. Los grandes plátanos y los delicados chopos se encontraban casi totalmente desnudos, si bien es cierto que en algunos árboles quedaban aún hojas amarillentas o rojizas adornando las ramas o extendiéndose como alfombra a la sombra de las copas, espectros fantasmagóricos en el paisaje verde, llano y bucólico de Flandes. Colgados en las ramas o revoloteando de árbol en árbol, los mirlos silbaban por un lado, los gorriones piaban por otro, alegres y despreocupados, en una animada sinfonía de despedida del otoño.
El ronquido distante de un motor que se acercaba se entrometió en aquella armoniosa melodía de la naturaleza. Un Hudson negro cruzó el gran portón de piedra y entró en los dominios del Château Redier, por un sendero empedrado que cortaba por el medio el vasto jardín, con sus setos cuidadosamente cortados y dispuestos en laberinto entre álamos blancos, cipreses delgados y tilos de gran porte: el palacete claro se elevaba al fondo, justo detrás de una rotonda estrecha con un jardín formado en círculo en el medio, vistoso con sus coloridos tulipanes, vigorosos jacintos e hibiscos de un púrpura pertinaz. Un ángel de piedra adornaba el centro de aquel pequeño jardín oval, y un surtidor de agua brotaba del pífano que la estatua gris tenía en la boca.
—Estaciona junto a la escalinata —indicó Afonso a su ordenanza.
—Sí, mi capitán.
El oficial tenía los ojos fijos en el espectáculo de verde serenidad que armoniosamente se perfilaba alrededor, se sentía casi chocado por el contraste con el mar de barro al que se había habituado desde su llegada a Flandes. El Hudson rodeó la rotonda y se detuvo al borde de los peldaños de mármol envejecido del château. Afonso bajó del coche y examinó la fachada del edificio, las enredaderas que cubrían la piedra corroída, el cardenillo que se entrañaba en la base del palacete, las enormes ventanas que sobresalían de aquella maraña de plantas y de paredes grises, un elegante porche sobre la puerta de entrada, guarnecida por dos columnas de fino mármol, con su color beis pulido rasgado por múltiples vetas encarnadas.
Joaquim estaba sacando la maleta del portaequipaje cuando se abrió la puerta principal. Un hombre pequeño, con un bigote canoso y un monóculo en el ojo derecho sujeto al bolsillo con una cadena dorada, bajó la escalinata al encuentro de los recién llegados.
—Bon soir —saludó, y se presentó—. Je suis le baron Redier.
—Bon soir, monsieur le baron. Je suis le capitaine Afonso Brandão. Vengo de parte del maire.
—Lo sé, lo sé —exclamó el barón, extendiendo la mano—. Bienvenu.
—Merci —agradeció Afonso, mirando de reojo hacia atrás—. Joaquim, trae la maleta.
—¿Necesita ayuda? —preguntó el barón—. Voy a llamar a los criados.
—No hace falta —se apresuró a responder el capitán—. Es sólo una maleta.
Los dos traspusieron la puerta de entrada, dando paso el anfitrión al invitado, se abrió el foyer de par en par, una escalinata amplia daba acceso al piso superior, dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda, dejaban ver pasillos y salas. El suelo brillaba, reluciente gracias a un impecable barnizado, parecía un lago cristalino que reflejara, como un espejo, las figuras que lo pisaban y todo lo demás, hasta los enormes retratos que colgaban de las paredes, las arañas que pendían del techo, los amplios cortinajes que ornaban las ventanas.
—¡Marcel! —llamó el barón, volviéndose hacia el pasillo de la izquierda.
Asomó solícito un hombre calvo con chaleco oscuro en el foyer.
—Oui, m’sieur le barón?
—Acompaña al ordenanza a la habitación de nuestro invitado para que deje allí la maleta.
Marcel ayudó a Afonso a quitarse el abrigo, lo colgó en un armario del foyer y luego guio a Joaquim por la escalinata, con la maleta en la mano, hasta que ambos desaparecieron en el piso superior.
—¿Tiene hambre? —preguntó el barón, avanzando hacia la sala, a la derecha.
—He cenado en un estaminet, gracias —respondió el invitado.
—Pero no se negará a beber un licor…
—Allons y!
El salón estaba templado, agradable, las maderas oscuras iluminadas por las velas encendidas en las paredes y en las mesas, proyectando luces amarillentas y sombras trémulas sobre los sofás, los muebles y la tarima cubierta de alfombras. En la pared junto al sofá ardía leña en una chimenea intensa, entre chispas y crepitaciones, algunos trozos de madera amontonados en un cesto de mimbre esperaban que alguien los usase para alimentar aquel fuego acogedor. El barón se dirigió al bar y cogió dos copas.
—Cognac? ¿Oporto?
—¿Tiene whisky?
El barón se rio.
—Whisky? No me imagino a un portugués bebiendo whisky…
—La culpa es de los oficiales del regimiento escocés —sonrió Afonso—. Los jocks me presentaron el whisky y ahora no quiero otra cosa.
—Pero mire que los ingleses hacen siempre los brindis con oporto —puso de relieve el barón—. Sólo se inclinan por el whisky cuando ya no hay más oporto.
—Lo sé, lo sé, pero ¿qué quiere? El whisky me estimula más.
El anfitrión se inclinó, cogió una botella y la apoyó en la barra del bar. El líquido dorado danzaba y brillaba dentro del recipiente delgado, cuya etiqueta rezaba «The Balvenie».
—Tengo este blended scotch que seguramente le gustará —anunció—. Me lo regaló un coronel del regimiento de Yorkshire. —Alzó la cabeza y miró en dirección a la chimenea—. Agnès, qu’est-ce que tu prends?
Afonso miró en la misma dirección, sorprendido. De una mecedora a la sombra, junto a la chimenea, salió una bocanada suave de humo gris azulado que rápidamente se disipó en el aire. El oficial portugués notó por primera vez la presencia femenina en el salón.
—Du champagne —murmuró una voz dulce, impregnada de una entonación tierna de la que sólo son capaces las mujeres francesas.
El capitán intentó distinguir el rostro de la mujer, pero la sombra allí era densa y sólo identificó el perfil de la mecedora y de la cabeza femenina, unas piernas largas que asomaban en la penumbra, medio escondidas entre un vestido rojo con volantes blancos, desconcertante y sensual.
—M’dame —saludó, bajando levemente la cabeza y mirando sin verla.
—Asseiez-vous, s’il vous plait —dijo la mujer, señalando con la mano un sofá junto a la chimenea, con un cigarrillo entre los dedos.
Afonso cogió el vaso con scotch y el otro con champagne, que entre tanto había preparado el barón, y se acercó a la mecedora. La silla giró y la mujer se incorporó con delicadeza; avanzó un paso para recibir el champagne. El capitán absorbió primero y estimuló en sus sentidos la fragancia de L’heure bleue que emanaba de aquel cuerpo escultural, la armoniosa mezcla de rosas, lirios, vainilla y almizcle del sofisticado perfume de Guerlain. Después, la oscilante luz amarillenta de la chimenea iluminó el misterioso rostro, descubriendo sus rasgos finos y distinguidos, sus cabellos castaños, largos, y los rizos con mechones rubios, la nariz pequeña y delicada, los ojos de un verde profundo y luminoso, el aspecto dulce y vulnerable, una sonrisa enigmática en sus labios gruesos y bien delineados. Traslucía un tono sereno, algo inaccesible, en aquel rostro bello, sublime incluso, de francesa coquette. Afonso recibió el impacto, sintió una falta súbita de aire, ¡oh, qué encanto!, se quedó perturbado por el brillo que ella irradiaba, la belleza de esa mujer era deslumbrante, inalcanzable, tanto que se hacía difícil mirarla de frente e imposible dejar de mirarla. El capitán se sintió paralizado por la sorpresa, no esperaba ver allí una flor semejante. Una mujer joven, tal vez de unos veinticinco años, poco más joven que él mismo, una joya rara tan cerca del sector del frente. ¿Sería hija del barón?
—Ma femme —la presentó el barón, acercándose con su cognac—. Agnès.
—Enchanté, madame la baronne —saludó el oficial, esforzándose lo más posible por ocultar la perturbación que le causaba la mujer y la fuerte decepción al enterarse de que estaba casada con su anfitrión. Le besó la mano y se presentó—: Je suis le capitaine Afonso Brandão, a sus órdenes.
—Alphonse? —sonrió la francesa.
—Si lo desea…
La sonrisa se deshizo en el rostro de Agnès en el momento en que por primera vez lo vio de cerca. La francesa lo miró intensamente, por momentos pareció reconocerlo, vaciló, lo examinó de arriba abajo, observó su aspecto soñador, dulce, los ojos grandes y penetrantes, la tez pálida, la nariz recta, el bigote bien diseñado, el pelo castaño oscuro corto y bien peinado, el porte altivo y tranquilo. Suspiró.
—Usted me recuerda a alguien que conocí una vez —dijo con lentitud, algo seria, tal vez solemne, con una inesperada palidez que le desdibujaba el semblante, era evidente que una enigmática perturbación ensombrecía su mirada. Pero deprisa el rostro marmóreo se volvió a iluminar con una sonrisa, primero forzada y tensa, después gradualmente genuina y fácil, con un candor que llegó a ser apabullante—. ¿De dónde viene usted, Alphonse?
—De Merville.
—No. —Agnès se rio, esforzándose por mostrarse más alegre, parecía que se había transformado en unos pocos segundos—. ¿Cuál es su país?
—Soy portugués, m’dame.
—On dit que les portugais sont toujours gais —exclamó, citando un dicho francés según el cual los portugueses son siempre divertidos.
—Pas toujours, m’dame —negó Afonso.
Agnès hizo una mueca tristona con la boca, como si estuviese decepcionada.
—¿Usted no es divertido?
—Lo soy —exclamó, corrigiendo su primera respuesta y deseando complacerla—. Pero si viese a mis generales…
La baronesa volvió a sentarse en la mecedora y los dos hombres se acomodaron en el sofá, un refinado canapé de haya tapizado en gros y petit point. Afonso no pudo evitar pensar que había una sensible diferencia de edad en la pareja anfitriona: él rozaba los sesenta; ella, unos treinta años más joven, tendría alrededor de veinticinco. Era hermosa como una princesa, pero vivía encerrada en aquel palacete, una prisionera encarcelada en una tierra de miseria y desolación, rodeada de ruinas y destrozos, en un mundo de hombres y rencores, con la guerra cerca y el enemigo a las puertas. Extrañamente no se marchitaba, esa vulnerabilidad la hacía aún más atrayente, más deseable, más frágil, era como una flor porfiadamente expuesta a una tormenta, delicada pero obstinada, y esa impactante porfía despertaba en el oficial un inexplicable e irresistible afán de protección.
—Quiero agradecer que me hayan recibido —dijo Afonso, aclarando la voz y mirando esos perturbadores ojos verdes, envolviéndose así, casi sin darse cuenta, en un sutil juego de seducción.
—Oh, es un placer —repuso Agnès, devolviéndole la mirada y aceptando el juego—. Jacques y yo estamos convencidos de que debemos cooperar con el esfuerzo de la guerra.
—No puedo negarme a una petición del presidente del ayuntamiento —comentó el barón—. Pero a veces me da la impresión de que monsieur le maire cree que mi château es un hotel, y eso me fastidia.
—C’est la guerre, Jacques —exclamó la francesa con una expresión reprobadora de las palabras de su marido.
Afonso se dio cuenta de que, aunque intentaba ocultarlo, el barón no se sentía del todo complacido con su presencia. El alojamiento de militares en el castillo le llegaba impuesto por el alcalde del consistorio de Armentières, encargado de instalar a los oficiales de los ejércitos expedicionarios aliados que combatían en Francia. En aquel sector se concentraban la 1.ª y la 2.ª Divisiones del Cuerpo Expedicionario Portugués, el CEP, flanqueado, a la izquierda, por la 38.ª División del XI Cuerpo, y, a la derecha, por la 25.ª División del I Cuerpo, ambas pertenecientes al I Ejército de la British Expeditionary Force, la BEF, fuerza expedicionaria británica. Los soldados que no ocupaban el frente se instalaban en fincas rústicas de la región, a veinte céntimos por noche con cama y cinco céntimos cuando no había cama. Por cada caballo se pagaban cinco céntimos por establo cerrado, y los propietarios franceses se reservaban el derecho a quedarse con el estiércol para usarlo como abono. Las autoridades civiles francesas se mostraban, sin embargo, empeñadas en evitar, en la medida de lo posible, que los oficiales ocupasen los corrales y las caballerizas donde dormían los soldados y los solípedos. Un oficial pagaba un franco por noche y se sentía naturalmente con derecho a instalaciones más dignas que las plazas y los animales. Pero, con las pensiones atestadas, las casas particulares ya requeridas y los hoteles que cobraban tarifas inaccesibles, a veces sólo quedaban como alternativa los palacetes de la región.
—¿Cómo va la guerra, capitán Alphonse? —quiso saber la baronesa—. ¿Es como dicen los periódicos?
—¿Y qué dicen los periódicos?
—Que estamos ganando.
—No se puede creer siempre en los periódicos…
Agnès se sorprendió.
—¿Estamos perdiendo?
—No, no ganamos ni perdemos. Estamos inmovilizados.
—Pero ¿no es verdad que el enemigo ha retrocedido hace algunos meses?
Afonso sonrió.
—Retroceder, ha retrocedido. Pero ha retrocedido por iniciativa propia, no porque los hayamos empujado nosotros.
—¿Cómo es eso? —interrumpió el barón, con la garganta templada por el cognac—. Si ellos retroceden, se debe a que nosotros avanzamos, nadie retrocede porque le apetece.
—Lo que ha ocurrido, m’sieur le baron, es que los boches construyeron unas trincheras mejores en una posición elevada, en la retaguardia de sus trincheras habituales, y después abandonaron sus posiciones y fueron a instalarse en esas trincheras. Llamamos a esas nuevas posiciones la línea Siegfried, pero parece que los boches la llaman línea Hindenburg. Sea como fuere, este retroceso significa, para la Siegfried, que han perdido unos kilómetros pero han ganado posiciones casi inexpugnables.
—Entonces, ¿no cree que vayamos a ganar la guerra?
—Para ganar la guerra es necesario que la guerra acabe —comentó el capitán con frialdad.
—¿Y ésta no va a acabar? —quiso saber Agnès.
—No da señales de que pueda acabar. Fíjese en que ya estamos a 20 de noviembre, pronto acabará 1917; por tanto, la guerra lleva ya más de tres años y las posiciones permanecen estáticas. Ni nosotros avanzamos ni ellos se mueven.
—Usted es un hombre de poca fe, por lo que veo —comentó la francesa.
—Por el contrario, m’dame, soy un hombre de fe.
—Pues no lo parece —observó ella—. ¿No fue en su país donde apareció, el mes pasado, la Virgen para anunciar el inminente fin de la guerra?
—Sí, ya he leído esa noticia —dijo, inclinándose para coger su cartera—. Hasta tengo aquí un periódico que me mandaron hace días con referencias a esa aparición, fíjese.
El capitán sacó de la cartera un ejemplar de O Século, una hoja enorme doblada en dos, es decir, con cuatro páginas, y arrugada por el cartero, pero perfectamente legible. El periódico era del lunes 15 de octubre, es decir, de treinta y cinco días antes. Las dos columnas del lado derecho de la primera página estaban ocupadas, de arriba abajo, por un texto dedicado al tema, cuyo antetítulo anunciaba en caja alta: «¡COSAS ASOMBROSAS!». Su título aludía a: «Cómo el sol se movió al mediodía en Fátima». El subtítulo era largo: «Las apariciones de la Virgen. En qué consistió la señal del Cielo. Varios miles de personas afirman que se produjo un milagro. La guerra y la paz».
Agnès se inclinó para ver mejor el periódico.
—¿Quiénes son? —preguntó, señalando una gran fotografía que, por encima del texto, mostraba a tres niños con los ojos fijos en la imagen, dos chicas de falda ancha y pañuelo en la cabeza que flanqueaban a un chico con una gorra, detrás de un muro de piedra.
—Son los niños que dicen haber hablado con la Virgen —explicó Afonso y, leyendo el pie de la foto, los identificó moviendo el dedo de izquierda a derecha—. Ésta se llama Lucia, éste es Francisco y ésta es Jacinta.
La francesa miró fascinada la imagen.
—¿Y qué vieron exactamente?
El capitán se puso a leer el texto, momentáneamente silencioso.
—Bien, el reportero comienza describiendo cómo llegó a la gándara de Fátima, diciendo que vio allí a mucha gente y que todos estaban rezando —dijo, explicando el texto que acababa de leer. Hizo una pausa más mientras leía los párrafos siguientes—. Comenzó a llover y los tres niños llegaron al lugar media hora antes de la anunciada aparición, los fieles se arrodillaron en el barro a su paso, y una de las niñas, Lucia, les pidió que cerrasen los paraguas. —Nueva pausa para leer—. El reportero dice que, a la hora esperada, el cielo comenzó de repente a clarear, la lluvia amainó y salió el sol. —Aún una pausa más—. Esto es muy interesante, escuchen —exclamó Afonso, que se puso a traducir el texto palabra a palabra, en voz alta—: «El astro recuerda una placa de plata mate y es posible mirar el disco sin el menor esfuerzo. No quema, no ciega. Se diría que se está produciendo un eclipse. Pero he ahí que se oye una sonora exclamación y a los espectadores más próximos que gritan: “¡Milagro, milagro! ¡Maravilla, maravilla!”. Ante los ojos deslumbrados de aquella gente, cuya actitud nos transporta a los tiempos bíblicos y que, pálida de asombro, con la cabeza descubierta, encara el azul, el Sol tembló, el Sol tuvo movimientos bruscos nunca vistos, fuera de todas las leyes cósmicas: el Sol “bailó”, según la típica expresión de los campesinos». —Afonso levantó la cabeza del periódico—. Interesante, ¿no?
—Oui —dijo Agnès, fascinada, mirando la fotografía de los tres niños en la primera página—. ¿No dice nada más?
El portugués retomó la lectura silenciosa del periódico y resumió su contenido.
—Dice aquí que el reportero habló con las personas y no todo el mundo estaba de acuerdo con lo que todos acababan de presenciar. La mayoría confirma haber visto bailar al Sol, pero otros aseguraron haber observado el rostro de la propia Virgen y que el Sol giró sobre sí mismo como una rueda de fuegos artificiales, bajando del punto donde se encontraba. Y unos pocos aseguran que hasta lo vieron cambiar de color.
—Ilusión óptica —comentó el barón Redier con una sonrisa condescendiente.
—Es posible —asintió Afonso.
—No digan disparates —comentó Agnès—. ¿Y los niños?
El capitán leyó un poco más.
—Lo esencial está en esta frase que les voy a traducir —indicó—: «Lucia, la que habla con la Virgen, anuncia con gestos teatrales, en brazos de un hombre que la lleva de grupo en grupo, que terminará la guerra y que nuestros soldados regresarán».
Cuando Afonso levantó la cabeza, vio a Agnès recostarse serena en la mecedora.
—Entonces, es verdad —dijo ella—. La guerra va a acabar.
—Eso lo dice el periódico.
—¿Y no lo cree?
—¿Que la guerra va a acabar? —se sorprendió el barón Redier, uniéndose a la conversación—. ¿Cómo no va a creer en eso? ¡También yo! Aunque sea dentro de cien años, está claro que va a acabar.
—No seas tonto, Jacques, la profecía dice que la guerra acabará pronto.
—No fue eso, en rigor, lo que nuestro invitado ha leído en el periódico —dijo el barón, señalando O Século—. Lo que ahí escriben, por lo visto, es que la guerra terminará. Pero, la verdad sea dicha, no me parece una profecía muy difícil de hacer, es evidente que la guerra, tarde o temprano, va a terminar. Hasta yo puedo prever eso. Lo importante es saber cuándo, y eso ya no se atreven a profetizarlo esos impostores fanáticos.
—Se supone, por el contexto de la frase, que será muy pronto. ¿No cree en eso, Alphonse?
—Bien, me gustaría que fuese verdad…
—Pero ¿lo cree o no lo cree?
—No sé qué pensar —titubeó Afonso—. Ojalá fuese verdad.
—Eso es pura fantasía. —El barón se rio—. Vivimos tiempos difíciles y es en momentos así cuando surgen profetas, milagros, supercherías que señalan el camino de la salvación. Los mensajes mesiánicos son normales en estos periodos de angustia e incertidumbre.
—¿Le parece? —preguntó el capitán.
—Estoy seguro —aseveró el anfitrión—. Va a ver cómo la guerra no acabará inmediatamente y que, dentro de un tiempo, nadie va a volver a hablar de esos niños.
Agnès lo miró con irritación. Después de un breve instante de mirada de enfado, suspiró y se volvió hacia Afonso.
—Jacques es ateo —explicó—. Es peor que Robespierre. Fíjese en que también le quita importancia a Lourdes.
—Ah —exclamó Afonso, nada sorprendido.
—¿Usted sabe lo que ocurrió en Lourdes?
—Naturalmente —asintió el capitán—. Tal como en Fátima el mes pasado, la Virgen se le apareció, en una gruta de Lourdes, a una niña…
—Bernardette Soubirous.
—Exacto. La primera aparición fue en 1858, hace ya casi sesenta años.
—Oh la la! —se asombró la hermosa baronesa—. Hasta sabe el año.
—Le dije que era un hombre de fe —sonrió Afonso.
—¡Supercherías! —intervino el barón, siempre escéptico, meneando la cabeza.
—Tuve una vez un profesor en la facultad que era tan antirreligioso como mi marido —dijo Agnès con una sonrisa—. Era el profesor de Anatomía, se llamaba Bridoux. Él decía que la religión era la enemiga de la ciencia. —Miró a Afonso—. ¿Usted piensa lo mismo, Alphonse?
—Sí, hasta cierto punto puede ser verdad —asintió Afonso—. ¿Sabe?, tanto la religión como la ciencia ofrecen explicaciones para el mundo, pero el problema es que esas explicaciones compiten entre sí. Para que una sea verdadera, la otra tiene que ser falsa. Por eso la religión siempre ha hecho todo lo posible para desacreditar a la ciencia, y por ello la ciencia hace ahora lo mismo con la religión. Hay, sin embargo, una hipótesis que nadie ha planteado aún y que entiendo que merece ser analizada.
—¿Cuál es?
—La posibilidad de que las dos estén diciendo la verdad, aunque complementándose la una con la otra, enunciando verdades diferentes. ¿Se ha fijado en que no es posible demostrar científicamente la existencia de Dios, pero tampoco es posible demostrar lo contrario?
—Es un hecho.
—Los filósofos ateos afirman que proyectamos en una entidad divina nuestras propias características, lo que significa que Dios es una mera creación humana.
—¿Quién ha dicho eso?
—Oh, varios filósofos. Qué sé yo: Schopenhauer, Hegel, Feuerbach…
—Todos alemanes. —Agnès se rio—. Sólo por eso los boches merecen perder la guerra.
Afonso sonrió.
—Me doy cuenta de que esas ideas le parecen una herejía.
—No, no por eso, sólo estaba bromeando. Creo incluso que esa tesis merece atención.
—Es lo que yo pienso. Pero la verdad es que, si, por un lado, el hombre ha creado a Dios a su imagen, por otro se plantea la cuestión de saber quién ha creado al hombre. O, más importante aún, ¿quién ha creado todo lo que nos rodea, quién ha creado el universo? ¿Acaso las cosas surgieron sin ninguna razón, el universo apareció por aparecer, sin más ni más?
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Agnès, estimulada por este pensamiento—. Tal vez la religión y la ciencia compartan la verdad, ésa es una hipótesis fascinante.
—Mi idea va más allá de eso, m’dame, mi idea es que no hay una única verdad. Nietzsche decía que no hay hechos, sólo interpretaciones, lo que es verdad desde el punto de vista del ser humano. Es irrefutable que existe una realidad, aquello que Kant llamaba «la cosa en sí», el noúmeno. Pero, como el propio Kant destacó, nosotros no vemos la cosa en sí, sólo vemos sus manifestaciones. Es decir, interpretamos lo real. —Miró a su alrededor y vio una fotografía enmarcada en la pared, el barón montado a caballo, con una escopeta en bandolera y rodeado de perros, una escena de cacería en Compiègne. Afonso señaló la imagen—. Es un poco como aquella fotografía, ¿lo ve? Ése no es el señor barón sino una imagen suya. ¿Se da cuenta? La fotografía no es lo real, es una representación de lo real, construida a partir de un ángulo, con determinados filtros y según un determinado código arbitrario. Así como la fotografía reconstruye lo real, poniéndolo en blanco y negro, por ejemplo, nosotros también lo reconstruimos. Ya Kierkegaard había observado que todo lo que existe es algo exclusivamente individual. Es decir, ponemos algo de nosotros mismos cuando interpretamos la realidad; por ello nuestra verdad es diferente de la verdad de otras personas.
—Por lo tanto, no hay verdad. ¿Es eso?
—No, claro que hay verdad, claro que la hay. Pero hay muchas verdades. Lo real es uno, aunque inalcanzable en su plenitud. Las verdades son múltiples, dado que son interpretaciones individuales de lo real. Yo sé que parece complicado, pero…
—No, no, lo estoy entendiendo muy bien, es realmente una idea interesante.
—Mire, yo creo que ésta es la única manera de establecer que ambas, la religión y la ciencia, pueden estar diciendo una verdad —concluyó el capitán—. Lo real es uno, pero cada uno de estos discursos, el religioso y el científico, presenta una interpretación individual de lo real. Las dos pueden incluso ser contradictorias y, paradójicamente, seguir siendo verdaderas.
Se hizo silencio, sólo roto por el sonido de las crepitaciones de la madera ardiendo en la chimenea. Las sombras de la lumbre danzaban por la sala, las chispas daban saltos y bailaban en el aire como luciérnagas nerviosas. Todos miraban el fuego, Afonso con una sonrisa de íntima satisfacción. Desde los tiempos del padre Nunes, en el seminario, y de Trindade, el Mocoso, en la Escuela del Ejército, no había vuelto a hablar de filosofía con nadie. Era un placer inmenso estar haciéndolo ahora, por primera vez en tanto tiempo, en aquel rincón perdido de Francia, para colmo con una mujer lindísima. Se preguntó si alguna vez llegaría a hablar de cosas tan profundas y apasionantes con una portuguesa, pero tenía muchas dudas, no se imaginaba conversando sobre Hegel con Carolina. Esa sola comparación lo llenó de admiración por Agnès.
La francesa, a su vez, tenía también la mente concentrada en Afonso, en las palabras que pronunciaba, en su manera ágil de razonar. Era la primera vez desde el noviazgo con Serge que mantenía una conversación tan interesante con alguien, un diálogo que la liberaba de aquellas cuatro paredes castradoras y, trasponiendo una maravillosa ventana imaginaria, la lanzaba intrépidamente en un viaje hecho de encantamiento y magia, un deslumbrante periplo por el inspirador mundo de las ideas, un universo rico, pleno de pensamientos audaces, de novedades palpitantes, de revelaciones sorprendentes. Se acordaba de haber tenido esa sensación cuando visitó la Exposición Universal de París o cuando su padre le enseñó los secretos del vino. También vivió las mismas emociones de descubrimiento al asistir a las clases de Medicina y en el momento en que conoció a Serge y su visión sublime del mundo de las artes. Ahora llegaba este capitán portugués a despertarle esos sentimientos, ese gusto por el conocimiento, por el análisis, y Agnès deseó ardientemente quedarse allí toda la noche descubriéndolo.
Tal vez presintiendo que una perturbadora química nacía entre el oficial y su mujer, el barón decidió poner un fin abrupto a la velada. Bebió de un trago todo el cognac y se levantó con vigor.
—Es tarde. Marcel va a acompañarlo a su habitación —dijo y, mirando hacia la puerta, elevó la voz—: ¡Marcel!
El mayordomo tardó unos instantes en aparecer.
—Acompaña al señor a sus aposentos —ordenó—. Señor capitán —dijo, despidiéndose de su invitado con una señal de la cabeza. Miró a su mujer—. Viens, Agnès.
La francesa se quedó un instante en la mecedora, como si vacilase. Se incorporó despacio, casi contrariada, y miró al capitán portugués.
—Bonne nuit, Alphonse —susurró con su voz tierna y serena—. À demain.
—M’dame! —exclamó Afonso, que se puso de pie de un salto e hizo una reverencia galante.
Marcel lo guio por los pasillos del palacete, indicándole el cabinet de toilette y sus aposentos. La habitación asignada era suntuosa, tan lujosa que, por momentos, el oficial se sintió aturdido, uno de aquellos hombres del cuartel general que hacían la guerra cómodamente instalados en un palacete, uniformados con pijama y calzados con pantuflas. El ambiente era refinado. Molduras ovales decoraban las paredes con retratos pintados que ilustraban rostros y hechos de las sucesivas generaciones de Redier, la familia que había dado nombre al château. En el centro de la habitación se destacaba, imponente, una cama de estilo Luis XV, toda hecha en nogal, con la imagen de una concha esculpida en la madera de la cabecera.
El cuarto de baño era grande y frío. Sujeto a la pared había un lavabo art nouveau, con el soporte de hierro forjado hecho de curvas y arabescos, en una y otra dirección, además de un espejo redondo en el centro flanqueado por dos lámparas. Afonso las encendió. El lavabo tenía un grifo dorado de palanca, con el pico largo de níquel curvado hacia abajo. Lo abrió, sintió el líquido helado que le quemaba los dedos, se pasó agua fugazmente por la cara, como un gato, cogió el savon au miel que estaba en el hueco circular del lavabo y se frotó las palmas de las manos, sintió la fragancia del jabón y se lo pasó por el rostro, se frotó la cara con agua y se secó con la toalla. Miró de reojo la bañera Chariot instalada junto a la ventana, toda ella hecha de hierro fundido, el interior blanco, el exterior de rosa intenso, las patas doradas. Decidió darse un baño allí al día siguiente, ahora no, sentía la vejiga hinchada. Salió del cabinet de toilette y fue al cuartito adyacente donde se encontraba el retrete, la taza de porcelana estampada con un elegante grabado floral, un largo tubo de níquel sujeto a la pared conectaba la taza con la cisterna blanca de hierro fundido fijada junto al techo y sostenida por dos soportes dorados de girasol. Levantó el asiento de caoba, orinó y, al final, tiró de la cadena que caía de la cisterna y brotó el agua con fragor dentro de la taza.
El capitán regresó a la habitación sin que se le ocurriera lavarse de nuevo las manos, se sentía satisfecho con estos lujos; esto sí, esto sí que era vida, los demás rondando las letrinas y él allí complaciéndose en aquel palacete; la gente tumbada en pajares o revolcándose en el barro de las barracas rústicas y él con una habitación para su uso personal digna de reyes. Suspiró con alegría. «¡Ah, caramba! ¡Vaya vida!», murmuró. Tenía que aprovechar bien aquel momento. Se desnudó, deshizo la cama y se acostó, tiró de las mantas hasta taparse casi la cabeza. Se llenó los pulmones con el aroma fresco de las sábanas lavadas e inmaculadamente blancas, sintió el calor que circulaba por su cuerpo encogido, respiró con tranquilidad, cerró los ojos y se durmió en un instante, mientras resonaba el murmullo lejano de los cañones como olas que rompían, fustigando imaginarios peñascos de la costa, la furiosa tempestad se transformaba en una distante y amodorrada marea que lo mecía en su agitado sueño de soldado.
Una criada despertó por la mañana al oficial portugués y le llevó leche, café, tres tostadas, un poco de mantequilla y una mermelada, que devoró con avidez. Afiló la navaja y se afeitó con agua fría, se vistió y salió de la habitación. En medio del pasillo vio a Marcel transportando ropa de cama.
—M’sieur, oú est Joaquim?
—Pardon?
—Joaquim, le portugais. ¿Dónde está?
—Ah —comprendió Marcel—. Attendez, s’il vous plaît.
El mayordomo dejó la ropa en una silla alta del pasillo, dio media vuelta y, acelerando el paso, desapareció por la escalinata. Afonso siguió en la misma dirección, bajó las escaleras y desembocó en el foyer. Agnès apareció en la puerta del salón y se apoyó en la jamba.
—Bonjour, Alphonse.
—Bonjour, m’dame.
—¿Ha dormido bien?
—Magníficamente, merci —dijo, observándola con curiosidad. Era francamente una mujer hermosa, con sus ojos verdes aún más brillantes a la luz del día. Por la noche parecía una gata, tentadora y misteriosa, pero ahora la veía como un ángel, en una actitud inmaculadamente divina y graciosa—. Et vous?
Agnès se encogió de hombros.
—Ça va.
Afonso apreció sus modales suaves y dulces, la belleza tranquila, la actitud cariñosa y levemente triste. La admiró y se sintió interesado en conocerla mejor. Pero una voz detrás de él, en portugués, desvió su atención.
—¡Mi capitán!
Era Joaquim, haciendo el saludo militar.
—Ve a buscar el coche —ordenó el oficial.
—Está allí fuera, mi capitán.
Marcel abrió la puerta y Afonso se volvió hacia Agnès.
—M’dame, muchas gracias por su hospitalidad —agradeció, cogiendo la cartera y el billeting certifícate que llevaba guardado en el bolsillo—. Veamos, un oficial es un franco, y un soldado, veinte céntimos. Por tanto, entiendo que le debo un franco y veinte céntimos.
La baronesa avanzó un paso, ignorando las monedas que él le extendía pero cogiendo el billeting certifícate. Estudió el documento con curiosidad, era el certificado de alojamiento y estaba firmado por el maire y por el comandante del batallón, además de autenticado con el sello del CEP. Alzó los ojos del papel y miró al capitán.
—¿Volverá esta noche?
—No, m’dame.
—¿Y por qué?
—Parto hoy para las trincheras.
Agnès apretó los labios.
—¿Va a estar allí mucho tiempo?
—Una semana, m’dame.
—Entonces sea nuestro huésped dentro de una semana —le dijo, devolviéndole el billeting certifícate.
Afonso vaciló un instante, sin saber qué responder a esa invitación inesperada.
—Con mucho gusto, m’dame, sería un gran placer volver aquí —dijo—, pero todo dependerá de los boches y del maire.
—Usted tenga cuidado y ocúpese de los boches, que yo me ocuparé del maire.
—¿Y el billet? —quiso saber él, refiriéndose al dinero del alojamiento.
—Me paga el billet la semana que viene.
Los dos se dieron la mano, ella con una sonrisa siempre delineada levemente en los labios, esta vez con un rubor suave, de rosa tirando a rojo, que le llenaba el semblante de calor, mientras el aroma floral de L’heure bleue perfumaba el aire con sus esencias de fruta.
—Usted se parece mucho a una persona que conocí.
—Espero que sea una semejanza agradable.
Ella sonrió con tristeza.
—Je vous attends —murmuró intensamente, evitando responder. Dio media vuelta para retirarse y, alejándose, miró de reojo hacia atrás, con un movimiento gracioso y una expresión afable—. Bonne chance!