VII

El cuartel del Pópulo dominaba la gran plaza con su ancha fachada blanca; a la izquierda, la iglesia; en el centro, la puerta de armas. El alférez Afonso Brandão saludó al centinela y entró en el edificio donde estaba acuartelado el regimiento de la Infantería 8. Atravesó el patio de entrada y subió por la piedra de las vastas escalinatas interiores que cruzaban el centro de las instalaciones. Afonso subió los escalones sin dejar de admirar los vistosos azulejos azules que embellecían las paredes enlucidas y reproducían bucólicas escenas de monjes en jardines, reminiscencias del origen religioso del gran edificio. En su anterior paso por Braga, en la época del seminario, supo que aquel cuartel era el antiguo convento de los eremitas de San Agustín, por lo que la decoración no le pasó inadvertida. Recorrió el suelo de madera en el primer piso y fue a presentarse ante sus superiores jerárquicos.

La vida de un oficial en el cuartel de Braga era tan poco imprevisible como el retiro de una monja en un convento. Sin nada que hacer, a no ser tal vez aburrirse hasta la muerte, Afonso pasó los primeros días reconociendo el edificio y enterándose de su historia. Descubrió que el Estado se había hecho cargo del convento en 1834, con ocasión de la guerra civil entre don Pedro y don Miguel, cuando las instalaciones comenzaron a servir como albergue de las varias fuerzas militares que iban a Braga a enfrentarse a la guerrilla miguelista y a pacificar la región. La Infantería 8, originalmente un regimiento de Castelo de Vide, fue una de esas fuerzas y, habiendo sido destacado en el Miño con la misión de combatir a los miguelistas y en Maria da Fonte, acabó por establecerse en el cuartel del Pópulo en 1848, a petición del municipio bracarense.

Cuadros rústicos en el extremo de las paredes de las escalinatas centrales del cuartel mencionaban «combates en los que tomamos parte con ocasión de», inscripciones seguidas de una larga lista de lugares y fechas: «Bucaço en 1810», «Fuentes de Onoro en 1811», «Salamanca en 1811», «Pyreneos en 1813», «Nive en 1813», «Barcelona en 1814», «Orthez en 1814», «Toulouse en 1814», y otros registros de esa clase. A Afonso le llamaron la atención algunos nombres y fue a reunirse con el alférez Pinto, un habitante del Miño delgado y pelirrojo, a quien llamaban el Zanahoria, muchacho arrebatado y nervioso, simpatizante de la Monarquía. Con él había trabado amistad. El alférez Pinto estaba desde hacía dos años en el regimiento y Afonso le preguntó qué significaban aquellas referencias.

—Son las batallas en las que participó nuestro regimiento —aclaró enseguida el Zanahoria.

—¿Infantería 8?

—Sí, claro.

—Pero allí se mencionan ciudades francesas, como Orthez y Toulouse…

—¿Y?

—Pero ¿nosotros estuvimos combatiendo en Francia?

—Sí.

—¿En Francia?

—Sí, claro. Fue durante las invasiones napoleónicas. Fuimos detrás de ellos por España y por Francia, con Wellington a la cabeza, quien decía que nosotros éramos los gallos de pelea de su ejército.

—¡Arre!

Para matar el tiempo, Afonso se hizo visita regular del padre Alvaro y fue dos veces al Largo de Sao Thiago a recorrer el seminario y rever rostros conocidos. Los seminaristas eran otros, pero don Basilio Crisóstomo seguía siendo vicerrector y aún estaban los mismos profesores, a excepción del padre Fachetti, que había regresado a Nápoles, y del padre Nunes, que se había trasladado a Oporto. Verlo de uniforme dejó a los sacerdotes sorprendidos; Afonso había pasado de soldado de Cristo a soldado del Rey, ironía que suscitó graciosos comentarios.

—¿Sigues pateando piedras? —le preguntó el padre Francisco, el bonachón maestro de Retórica.

Todos se rieron y Afonso se sonrojó.

—A veces.

—¡Vaya muchacho travieso! —se burlaban los curas, divertidos al recordar las extrañas escenas en el patio del seminario.

Hasta el vicerrector, que en aquel entonces no había estado dispuesto a tolerar travesuras, parecía ahora encontrar en ellas una gracia inesperada, como si aquel comportamiento que había provocado la expulsión del seminarista se hubiera transformado en una mera excentricidad digna de figurar en la mitología de la institución.

—Entonces, ¿cómo llegaste a ser oficial, Afonso, tú que no eres capaz de matar una mosca? —quiso saber don Basilio Crisóstomo.

—Oh, es una larga historia —dijo con un suspiro Afonso—. Digamos que anduve buscando una profesión para no hacer nada. Como ustedes no me dejaron ser sacerdote, me fui al Ejército.

—Estás siendo injusto —comentó el padre Francisco con expresión burlona—. Nosotros nos dedicamos a Dios, y no existe nada de mayor responsabilidad. Además, tenemos que soportar a los alumnos del seminario, y eso da un trabajo de mil demonios, créeme.

—Vaya si lo da —coincidió don Basilio con naturalidad.

—Pero miren que nosotros también, en el Ejército, nos hartamos de trabajar —replicó Afonso.

—¿Haciendo qué, si se puede saber?

—Muchas cosas. Además de las formaciones, jugamos a las cartas, bebemos unas cervecitas, salimos a ver a las muchachas, nos agotamos durmiendo, es un agobio, una labor tremenda, hay que estar ahí para verlo.

A pesar de cultivar un discreto sentido del humor, el alférez Afonso no era hombre de hacer muchos amigos. Era una persona de trato fácil y se había vuelto relativamente culto e interesado por el mundo, pero en las relaciones personales prefería la calidad a la cantidad. A excepción del alférez Pinto, el Zanahoria, su lista de amigos estaba formada sobre todo por aquellos que había conocido a lo largo de su vida. Convivía con el padre Alvaro en Braga e iba a visitar a Vila Real a su amigo Gustavo Mascarenhas, quien había conseguido ubicarse en la Infantería 13, lo que no era digno de sorpresa, porque Vila Real no era un sitio muy procurado por los cadetes que se formaban en la Escuela del Ejército. Llegó incluso a ir a Vinhais a ver a Américo. El antiguo compañero del seminario estaba diferente, se había casado, tenía hijos y había entrado en el negocio de su padre. Recibió a Afonso con afecto, lo atiborró de comida y lo rodeó de atenciones, pero Vinhais estaba lejos y aquél fue el único viaje que el oficial hizo hasta la remota población tramontana. El alférez mantenía además correspondencia con Trindade, el Mocoso, que había seguido el curso de Estado Mayor y aún estaba en la Escuela del Ejército. A través de estas cartas, Afonso recibía noticias del Campeonato de Lisboa de Football, siendo informado por el Mocoso de que el Benfica había puesto fin al reinado del Carcavellos Club y se había consagrado finalmente campeón. El Sporting quedó en quinto lugar. El alférez celebró la noticia con oporto y mandó una carta al sportinguista Mascarenhas dándole la noticia y, por añadidura, el pésame.

Afonso nunca había prestado especial atención a la política, ése era un asunto que no formaba parte de su universo de intereses. En eso fue una excepción. Casi todos sus compañeros discutían con expresión conspirativa el turbulento estado del país, y Afonso reparó en que, a pesar del predominante ambiente conservador de Braga, algunos oficiales eran republicanos. La capitulación de la Corona ante el ultimátum británico de 1890, que deshizo los sueños imperiales del mapa color rosa, minó profundamente la credibilidad de la Monarquía en el medio militar, y no sólo eso. El descontento se extendía por todas partes; el propio Afonso tendía a apoyar la idea de que la monarquía era cosa del pasado. La imagen del rostro lechoso de don Manuel II en la apertura del año escolar de 1908 le había quedado marcada de manera indeleble en la memoria, le resultaba chocante pensar que el Rey no era más que un chaval de su edad, ¿cómo era posible creer que un mozo aún imberbe fuera capaz de gobernar un imperio?

Durante el desayuno, en el cuartel de la Infantería 8, Afonso oyó por primera vez la noticia de que estaba ocurriendo algo muy grave en Lisboa. Corría la mañana del 4 de octubre de 1910.

—¿Te has enterado de la novedad? —le preguntó el alférez Pinto con un tono sigiloso en cuanto lo vio.

—Lo sé, el Benfica es campeón.

—No seas tonto. Andan a tiros en Lisboa.

—¿Qué?

—Me lo ha dicho el telegrafista.

—¿Andan a tiros?

—Tal como te lo he dicho. Parece que salió a la calle el movimiento republicano y hubo algunas unidades que lo han apoyado.

—¿Cuáles?

—No sé muy bien cuáles. El telegrafista me ha hablado de la Marina y de la Artillería 1, pero la situación permanece confusa.

—¿Y nosotros?

—¿Y nosotros? Nosotros, nada, estamos lejos de las cosas. El coronel se ha reunido con su Estado Mayor, los mayores y los oficiales de su confianza. Dicen ellos que han ido a conferenciar, pero creo que en realidad están cagados de miedo y prefieren quedarse viendo cómo va todo para apoyar después al vencedor.

—¿A quiénes apoyas tú?

—¿Yo? Qué pregunta, Afonso. Yo estoy por el Rey, ya lo sabes.

El día se prolongó, tenso e irritante, y los oficiales del regimiento de Braga se pasaron las horas alrededor del telegrafista y conspirando en voz baja en los pasillos, unos por la Monarquía, otros por la República, la mayoría expectantes y sin comprometerse. El telégrafo difundía fragmentos sueltos de información. Según las noticias que llegaban por cuentagotas, elementos de la Artillería 1 y la Infantería 16 habían ocupado la Rotunda, donde también se encontraban algunos cadetes de la Escuela del Ejército y civiles armados. Se hablaba de la Carbonaria. Las fuerzas leales al Rey ocupaban el Rossio y defendían puntos estratégicos, como los bancos, el arsenal del Ejército y el palacio de las Necesidades, donde se refugiaba el monarca. En un momento dado, llegó la noticia de que uno de los jefes de los revoltosos, el almirante Cândido dos Reis, se había suicidado después de recibir la información de que el golpe había fracasado.

Poco después de conocerse tal acontecimiento, el comandante del regimiento de Braga abandonó su reunión de Estado Mayor para colocarse al lado del Rey. Había oído que ganarían los monárquicos y se apresuró a situarse del lado vencedor. Fue un error. Los barcos de la marina comenzaron a bombardear el Rossio y el palacio de las Necesidades, y una bandera blanca empuñada por un diplomático alemán, para obtener una tregua destinada a retirar a los ciudadanos extranjeros, se interpretó erróneamente como una señal de que los monárquicos se rendían. Los enemigos del Rey salieron en masa a la calle para festejar la victoria de la República. El régimen quedó desconcertado y, en un acceso de pánico, el Rey huyó. En la mañana del día 5, los líderes del movimiento republicano subieron al balcón del ayuntamiento de Lisboa y, frente a una vasta y eufórica multitud que se había concentrado en la Praça do Município, José Relvas proclamó la República en Portugal.

La vida cambió mucho en Braga. El nuevo poder en Lisboa contó los fusiles monárquicos en los regimientos y procedió a la limpieza. El coronel que comandaba la Infantería 8 recibió la jubilación anticipada y lo mismo ocurrió con los mayores y capitanes de su confianza que habían cometido la imprudencia de apoyar a la Monarquía en el momento en que ésta se desmoronaba. Pinto, el Zanahoria, a pesar de ser monárquico, escapó al barrido general, debieron de haber pensado que no valía la pena preocuparse por la chusma, ¿y qué era un alférez sino chusma? Sea como fuere, la limpieza provocó un movimiento ascendente en el cuartel.

Como quedaron vacantes varios puestos de oficiales, se produjo una sarta de promociones y Afonso acabó ascendido a teniente sólo un año después de haber acabado la Escuela del Ejército. Pero las vacantes se seguían sin cubrir, por lo que, poco después, le tocó ser también promovido al alférez Pinto, tal vez porque consideraban su costilla monárquica una mera rareza de la juventud.

La República trajo consigo un exasperado clima anticlerical, que se tradujo en un rápido cerco a la Iglesia, fruto de la promesa del nuevo Gobierno de acabar con el catolicismo en el país en dos generaciones. Fueron expulsados los jesuítas, la enseñanza del catolicismo se prohibió en las escuelas públicas, varios obispos acabaron destituidos o desterrados y se aprobó la ley del divorcio. En 1911 llegó la hora de sancionarse la ley de la separación de las Iglesias y el Estado, que puso fin a las subvenciones a la Iglesia y le expropió bienes, incluso propiedades. Un edicto mandó cerrar todos los seminarios del país, y el Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo no fue una excepción. Mandaron a casa a profesores y alumnos, y el edificio del Largo de São Thiago fue entregado a la Infantería 29.

—Este país está hecho un caos —se quejó amargamente el vicerrector, don João Basílio Crisóstomo, cuando Afonso lo visitó en la víspera del desalojo del edificio—. ¡Válgame Dios, el poder está por los suelos! ¿Dónde se ha visto perseguir así a la Iglesia? ¡Parece que hemos vuelto a la Roma antigua!

—Mantenga la calma, don Crisóstomo, que todo se arreglará.

—¿Calma? ¿Calma? ¡Válgame Dios, Afonso! —se irritó el vicerrector, deambulando amargado entre los cajones con los bártulos, que ordenaba antes de que llegasen los hombres de la Infantería 29—. Es una vergüenza para la civilización lo que nos están haciendo. Una vergüenza, ¿has oído? ¡Y una vergüenza para el uniforme que llevas puesto! ¿Dónde se ha visto entregar un seminario al Ejército? ¿Dónde se ha visto ordenar que cierren los seminarios? Pero ¿qué país es éste, Virgen santísima, qué país es éste que persigue así la fe?

Los cambios se generalizaban y afectaron a casi todas las instituciones. Hasta la Escuela del Ejército tuvo que cambiar de nombre: en 1911, comenzó a llamarse Escuela de Guerra. El Gobierno republicano reorganizó el Ejército: abandonó el modelo profesional y adoptó la forma miliciana, y en la Escuela se suprimió el curso de Ingeniería Civil, quedando exclusivamente dedicada al estudio de las ciencias bélicas. Rodaron cabezas monárquicas por todas partes; se entregaron los puestos clave a los republicanos, pero la mayor parte de los oficiales que ocupaban los cargos intermedios permanecían leales a la Corona exiliada y manifestaban mala voluntad frente al nuevo régimen.

La aparición de la República no puso fin al desquicio propio de la inestabilidad política en que el país se hallaba sumido, incluso porque había una enorme expectativa popular en relación con los republicanos: la expectativa de que sus políticas conducirían pronto a la estabilidad y a la prosperidad que ellos, naturalmente, no lograron satisfacer. En honor a la verdad, sólo podían recriminarse a sí mismos, tan alto había sido el listón que presentaron cuando hacían oposición a la Monarquía. Para contener los precios de los productos alimenticios básicos, el nuevo Gobierno creó una tabla de precios independiente de la ley de la oferta y la demanda. Como resultado, y a pesar de que la tabla no siempre era respetada, la producción agrícola bajó en calidad y en cantidad. En los mercados comenzaron a escasear los cereales, las alubias, la patata y la carne, y hasta comenzó a consumirse un pan oscuro y maloliente.

El descontento crecía, en particular en el norte, liderado por el clero. Los propios republicanos estaban divididos, con Afonso Costa a la cabeza de los radicales, Antonio José Teixeira de los moderados, y Brito Camacho al frente de los conservadores. Las medidas radicales, tanto en el combate a la Iglesia como en la política económica y social eran invariablemente llevadas a cabo por Afonso Costa, con Teixeira y Camacho horrorizados ante lo que consideraban excesos reformistas. Como si no bastase con toda esta confusión, también los monárquicos se encontraban divididos, con los fieles del Rey en el exilio mostrándose más moderados en su oposición a la República que otro grupo, encabezado por Paiva Couceiro, que se había refugiado en Galicia y se preparaba para tomar las armas. En medio de este clima efervescente se multiplicaban los rumores y se hablaba de golpes de Estado, de nuevas revoluciones, de guerra civil.

Aunque no fuese ajeno a los problemas que lo rodeaban, Afonso vivió con insoslayable placer su condición de teniente. El sueldo era mejor que el de alférez, las comidas en el comedor de los oficiales no eran malas a pesar de la crisis, iba a la misa en la Seo, se sentaba siempre por debajo del magnífico órgano, como en sus tiempos de seminario, y disfrutaba de la complicidad de nuevos amigos, sobre todo del teniente Pinto.

En compañía del Zanahoria, Afonso adquirió el gusto por las cosas dulces de la vida. Se pasaban el día jugando al bridge en el café A Brazileira, donde un cartel en la esquina de la Rua Nova de Sousa, rebautizada como Rua D. Diogo de Sousa en 1912, anunciaba que «el mejor café es el de A Brazileira», o viendo a las muchachas contoneándose en el Jardín Público. Iban a comprar maíz y regueifas de pão podre en la panadería Central o a comer sameirinhos y fidalguinhos a Marinho & Filho, la vieja pastelería que todos las tardes les endulzaba la boca y les templaba el alma. A veces almorzaban en la pensión Alianza, que servía unas buenas sarrabulhadas, guiso de sangre de cerdo y carne, o en el hotel Central, justo al lado del cuartel, donde la opción variaba sobre todo entre el sarapatel y la empanada de pescado.

Los jueves y domingos por la noche, Afonso y los demás oficiales se juntaban con las familias en torno al templete del Jardín Público, pomposamente denominado Pabellón Musical, y escuchaban los conciertos de la banda militar de la Infantería 8. Otras noches, los tenientes Afonso y Pinto iban a llenarse de cerveza en la cervecería Cruz & Sousa o pasaban por el café Vianna, debajo de la Arcada, y se quedaban a jugar a la ruleta, a los naipes y a los dados hasta las dos de la mañana. Animaba el ambiente cargado de humo la melodía alegre de los conciertos de piano y las danzas de las rollizas bailarinas contratadas para entretener a los clientes. Alguna que otra vez, mientras miraba a las opulentas bailarinas del Vianna, Pinto desafiaba a su amigo.

—Oye, Afonso, vamos a buscar a las chicas de las Travessas.

Primero con vergüenza, después más a gusto, Afonso seguía al Zanahoria y ambos iban al Bairro das Travessas, detrás de la Seo, a visitar a las prostitutas de la Rua de Santo Antonio das Travessas. Aquél era un barrio prohibido, sólo frecuentado por mujeres de mala fama y por hombres que las buscaban. Ninguna mujer honrada se atrevía a poner el pie en aquellos parajes de callejuelas estrechas e intenciones sospechosas, la que fuese encontrada por allí seguramente perdería el honor y se diría que había sido «vista en las Travessas», referencia humillante y vergonzosa que marcaría para siempre a cualquier mujer como ramera, buscona, furcia, e incluso, si los comentarios se volvían verdaderamente crueles, putón. Atormentado por la vieja conciencia de seminarista, mil veces se juró Afonso a sí mismo que no volvería allí nunca más…, y mil veces rompió la promesa.

La rutina sólo se alteró una mañana de 1913, cuando hubo un gran tumulto en la ciudad porque el enorme pino americano se vino abajo: la versión oficial era que el temporal de la noche anterior lo había derribado, pero un camarero del café Vianna le confió a Afonso, con actitud conspirativa y misteriosa, que, en realidad, se trataba de una excusa inventada, pues lo habían cortado. Lo cierto es que el municipio aprovechó para derribar los muros del Jardín Público del Campo de Sant’ Anna y abrir una gran avenida desde el punto donde antes se encontraba el pino americano hasta el fondo, en dirección a Sameiro. Con la nueva avenida Central partiendo el jardín por el medio, se abrió un paseo público en ambas aceras de la avenida, y se instaló allí una curiosa segregación social que mucho divertía al joven teniente. Los soldados y la gente con menos recursos subían el paseo por el lado derecho de la gran avenida, y frecuentaban a menudo el café Avenida, que los bien pensantes de Braga catalogaban desdeñosamente de «café subversivo». En cuanto a los bien pensantes, éstos preferían el lado izquierdo del paseo público, con los papás y las mamás concentrándose junto al templete, que había sobrevivido a la devastación del Jardín Público, mientras que las parejas de novios seguían en pareja avenida arriba, avenida abajo, separándose cerca del templete para que los padres no los viesen juntos, uno para un lado y otro para el otro; se reencontrarían más adelante.

Cuando se iba de Braga, Afonso dividía sus permisos entre paseos por el Miño y las visitas a Oporto y a Lisboa. Evitaba, no obstante, Rio Maior. Desde que Carolina se casó con su ingeniero ferroviario, se limitaba a rápidas excursiones a Carrachana para ver a su familia. Pero, siempre que iba allí, insistía en pasar a propósito cerca de la Casa Pereira exhibiendo su hermoso uniforme, seguro de que su aparición sería comunicada a la antigua novia con detalles excitantes. Ha de corroerle el remordimiento, pensaba Afonso mientras acariciaba la empuñadura del sable durante esos penosos paseos por el centro de la población, periplos que culminaban con una vuelta por la recién bautizada Praça de República, donde se acercaba a la vieja fuente para matar la sed antes de ir a corner unas asaduras con arroz o unas deliciosas coles a la casa de comidas de la viuda Maria das Dores.

Sin embargo, eran las idas a Lisboa y a Oporto las que le daban realmente placer, se sentía atraído por la civilización, por las mujeres elegantes, por la modernidad. En esos desplazamientos seguía yendo al football y entrando en los animatógrafos. En Braga leía el semanario local, Pátria Nova, pero también el Commércio do Porto y, siempre que podía, los periódicos de la capital y la Ilustração Portuguesa. No era una persona políticamente madura, pero, a pesar de mantener un atenuado sentimiento religioso, más por fuerza del hábito que por convicción arraigada, se iba inclinando a favor de los republicanos. Se consideraba un demócrata e íntimamente apoyaba al radical Partido Democrático, en el Gobierno, y al audaz primer ministro Afonso Costa; al fin y al cabo, los Afonso tenían que ser los unos para los otros.

Pusieron varias veces al regimiento en estado de alerta debido a las incursiones monárquicas. En la de 1911, cuando la fuerza invasora liderada por Paiva Couceiro entró en Trás-os-Montes con setecientos hombres y ocupó Vinhais, Afonso se quedó encargado de controlar el acceso a Braga por el Arco da Porta Nova. Y en la de 1912, cuando la misma fuerza vino de Galicia e intentó asaltar Chaves, le correspondió la misión de defender la carretera hacia Trás-os-Montes. El teniente Pinto lo acompañó en ambas ocasiones, pero su presencia lo hizo sentir intranquilo e inestable. Mientras vigilaban sus posiciones, el Zanahoria se pasó el tiempo diciendo que, si se le cruzaban los hombres de Paiva Couceiro por delante, se uniría a ellos, en definitiva era ése su deber de patriota. Afonso echaba pestes y, en silencio, suplicaba a Dios que no dejase a Paiva Couceiro acercarse a Braga, sería una confusión terrible en aquella tierra de conservadores y monárquicos. Por otro lado, se le hizo evidente que los curas colaboraban activamente con los monárquicos, pero se fingió el despistado, a fin de cuentas su unidad no llegó a entrar en combate y no valía la pena meterse en líos. Su amigo Mascarenhas, en cambio, a cargo de la Infantería 13, tuvo acción de sobra, gajes del oficio para quien se encontraba acuartelado en Vila Real.

El joven teniente se sentó una mañana de agosto de 1914 junto a la ventana del café Bracarense y abrió una edición atrasada del Cinematógrafo, el semanario humorístico de la ciudad. Vilela, el director de Echos do Minho, pasó deprisa por la barra para pedir un café rápido y lo saludó desde lejos.

—Hola, teniente —dijo Vilela—. ¿Se ha enterado de la última?

—¿Eh?

—Ha comenzado la guerra. Alemania ha declarado la guerra a Francia y dicen que las cosas se pondrán feas en las colonias.

La novedad lo dejó pensativo y preocupado. Ya sin ganas de reírse con los chistes del Cinematógrafo, pagó el café y salió. Como si hiciera una tarde calurosa de verano, fue a sentarse en un banco frente al templete, a la sombra de un árbol, a meditar sobre aquella tremenda noticia. Con los ojos perdidos en las almenas de la torre de Menagem, perfectamente visible desde el templete, Afonso enseguida presintió que sería difícil para el país salir incólume, debido sobre todo a las colonias portuguesas en África, que Alemania ambicionaba.

Dos días después de desatarse las hostilidades, Londres le pidió a Lisboa que no se declarase neutral. Los periódicos se llenaron de noticias acerca de una declaración aclamada en el Parlamento que unía el destino de Portugal al de Inglaterra, con el compromiso del apoyo militar. Dos meses después, como consecuencia de una petición de piezas de artillería para el ejército francés, los aliados aceptaron la entrada de Portugal en la guerra y comenzó a estudiarse el envío de una división a Francia, denominada División Auxiliar. No obstante, la situación en las colonias portuguesas obligó a repensar las prioridades. Los alemanes atacaron Angola por el sur y entraron en combate con las fuerzas portuguesas en el sector de Naulila, hecho al que sucedieron otros incidentes en Mozambique con unidades alemanas venidas del norte. Las propias poblaciones locales aprovecharon el clima de inestabilidad y algunas se rebelaron contra los portugueses. Se enviaron refuerzos a Africa, Braga contribuyó con la Caballería 11 para Angola, y todo el proceso para crear la División Auxiliar, destinada a combatir en el teatro europeo, sufrió un retraso. El proceso se interrumpió justo al año siguiente, durante la efímera dictadura del general Pimenta de Castro, y se reactivó en cuanto éste fue derrocado, en mayo de 1915, después de una acción militar llevada a cabo por elementos esencialmente afectos al Partido Democrático y que restableció la democracia.

La División Auxiliar pasó a ser denominada División de Instrucción. En abril de 1916, el Ministerio de Guerra publicó una lista de treinta y dos regimientos que deberían movilizarse, y la Infantería 8, que pertenecía a la 8.ª División, era uno de ellos. La primera opción fue, sin embargo, hacer que sólo cuatro divisiones se preparasen para las hostilidades, con la 8.ª de reserva. A pesar de ello, un grupo de oficiales del 8, incluido Afonso, fue destacado a finales de mayo en Tancos, donde se implicó en el colosal esfuerzo de preparar la tropa para la guerra europea.

Un mar de soldados llenó toda la zona entre Mafra, Tancos y Vendas Novas, en total veinte mil hombres instalados en un gigantesco campamento de barracas de madera y de lona que se había montado en una gándara recién desmatada.

Ya el primer día, cuando se daba prisa para cumplir una orden recibida del mayor Montalvão, vio que otros oficiales refrenaban su entusiasmo.

—¿Adónde vas con tanta prisa, Afonsiño? —le preguntó el capitán Cabral, un republicano conservador, displicentemente apoyado en un pino manso.

—El mayor Montalvão me ha mandado llamar a los hombres para la gimnasia, mi capitán.

—¿El mayor Montalvão? —El capitán se rio—. Ese tipo quiere ascender en la vida y cree que va a la guerra.

Afonso lo miró, cohibido.

—Mi capitán, para eso justamente nos estamos preparando…

—¿Eres tonto, Afonsiño? ¿Alguna vez vamos a ir a la guerra con esta gente ordinaria? ¿Crees que los ingleses nos quieren allá?

—No lo sé, capitán. Pero las órdenes son para…

—¡Qué órdenes ni qué diablos! Así pues, si te mandan tirarte a un pozo, ¿tú te tiras? Esta gente quiere usarnos para sus fines, sus negociados, sus ambiciones. ¡Sé más sensato y abre los ojos!

—Con su permiso, mi capitán —dijo Afonso, que se dio cuenta de la inutilidad de seguir conversando y que tenía prisa por ir a llamar a los hombres.

—Anda, anda, pero no te dejes engañar por esos listos.

Quedó inmediatamente claro que el cuadro de oficiales de Tancos estaba dividido en cuanto a los preparativos para la guerra. Sólo los republicanos afectos al Partido Democrático de Afonso Costa parecían de verdad empeñados en el proceso de instrucción, rebosantes de entusiasmo y del deseo de hacer cosas. Los otros, monárquicos o republicanos opositores al partido del Gobierno, se mostraban escépticos, su postura era negativa y su actitud revelaba un gran cinismo. Para ellos todo era imposible, la falta de equipamiento aparecía como un obstáculo insuperable, los soldados no eran más que unos pretenciosos y desharrapados, los comandos jefe estaban formados por incompetentes y oportunistas.

El clima se politizó en extremo y, por más que intentase mantenerse alejado de aquel debate, Afonso se vio irresistiblemente atraído hacia la polémica, era imposible mantenerse distante, el asunto surgía en cualquier conversación, no había modo de evitarlo, hasta su mejor amigo dentro del regimiento lo estimulaba a la discusión. El teniente Pinto, el Zanahoria, se alineaba con los antiintervencionistas, y, aunque sin sorpresa, Afonso lo descubrió la primera mañana en Tancos, cuando salieron de la tienda en busca de las letrinas.

—Pero ¿qué es lo que estamos haciendo aquí? —se preguntó el Zanahoria, insatisfecho, con el paso rápido en pos de su amigo, mirando el destartalado campamento de barracas y tiendas que se prolongaba alrededor hasta perderse de vista—. La ciudad de Leño-Lona. Dime si esto tiene algún sentido.

Afonso se pasó la mano por el pelo revuelto, intentando peinárselo con los dedos.

—Estamos haciendo lo que nos mandan.

—Pero yo no sé si quiero hacer lo que nos mandan estos idiotas.

—La solución es fácil, Pinto —le replicó—: sales del Ejército.

—Lo que me faltaba, salir del Ejército por culpa de los cabrones de los republicanos.

—Entonces, si te quedas, te sometes. ¿Qué quieres que te diga?

—Lo que quiero es emplear bien mi tiempo, en vez de andar metido en cabalgatas idiotas, mientras estos tipos se llenan de dinero y están llevando el país a la ruina… Y nosotros colaborando con semejante estupidez.

—Pinto, nosotros estamos aquí para hacer nuestro trabajo —se impacientó Afonso—. Todo lo demás es puro blablablá.

—No es exactamente así, Afonso —repuso el Zanahoria, irritado—. Estamos siendo cómplices de esta locura. ¿Realmente crees que tiene algún sentido que Portugal se implique en esta guerra? ¿Así que vamos a meternos en este matadero que no nos sirve de nada sólo porque los señores republicanos están en un aprieto por el descontento que crece en el país?

—No tiene nada que ver una cosa con la otra.

—¡Ah, no, no tiene nada que ver! Entonces, ¿por qué crees que esos idiotas quieren meter a Portugal en la guerra?

—Bien… —titubeó Afonso, que se quedó quieto para concentrarse en la respuesta; al fondo ya se veían las letrinas y la fila de hombres esperando su turno para defecar en aquel descampado inmundo, el olor a heces se sentía a la distancia—. En primer lugar, para defender las colonias y el imperio. Y, además, es importante que el país se afirme en el concierto de las naciones…

—¿Concierto de las naciones?

—… y marque la diferencia en relación con España.

—¡Eso del concierto de las naciones es bueno! Estás leyendo mucho la prensa republicana.

—¿Por qué? ¿No es verdad?

—Claro que no —se exaltó Pinto, gesticulando con exageración—. ¿No ves que todo esto sólo tiene que ver con el canguelo que estos tipos tienen de que el régimen cambie?

—No, no lo veo.

—Afonso, métete esto bien en la cabeza —dijo, con el dedo en ristre y el bigote pelirrojo temblando—: el Gobierno está preocupado por la oposición a su política desastrosa y espera hacer de la guerra una causa común, quiere crear una unión sagrada que acalle las disidencias y consolide el régimen. Todo a costa de nuestra sangre. Todo para que aquella cáfila de aprovechados mantenga sus privilegios.

—Estás loco.

—No tengas ninguna duda de que es tal como te lo digo. Mientras todos estamos apoyando a los soldaditos que van a la guerra, pobres, nadie se opone al Gobierno. Los republicanos están intentando hacer de su causa una causa nacional, una unión sacrée como los franceses, y con eso pretenden mantenerse en el poder, el verdadero objetivo de todo este ejercicio.

—¡Qué exageración!

—Puedes creerme, pues es verdad. Esto no tiene nada que ver con el tal concierto de las naciones.

—Claro que sí, claro que tiene que ver, ¿o no sabes que Alemania quiere apoderarse de nuestro imperio? Además, no te olvides de España.

—¿España? —Pinto se rio—. No me vas a decir ahora que queremos entrar en la guerra por culpa de los españoles.

—Ríete, ríete. Pero no te olvides de que los ingleses están fastidiados por el derrocamiento de la Monarquía y han comenzado a hacerles guiños a los españoles. ¿No has leído en el periódico que los tipos han dicho que la alianza militar no implica la defensa de nuestras fronteras terrestres, sólo la defensa de la costa y de las colonias? ¿Qué crees que quiere decir esto, eh? Los gringos están tramando algo. Y no te olvides tampoco de que ya están en España hablando de la necesidad de anexar Portugal y de aplastar al bichito de la República antes de que llegue allí. Además, recuerda que fue de allí de donde partieron las incursiones militares de Paiva Couceiro en los últimos años. Junta a los ingleses y a los españoles… y estamos perdidos, ¿o qué piensas?

—Todo son patrañas, molinos de viento, espantajos para asustar al personal. Pero, no te preocupes, esa tramoya de que vayamos a la guerra no va a pasar de puro blablablá.

—Eso yo no lo sé.

—Pero lo sé yo. Sólo vamos a la guerra si Inglaterra nos lo pide. E Inglaterra, que no es tonta y nos conoce al dedillo, nunca lo pedirá. Por ello nos quedaremos aquí, en Tancos, jugando a la guerra.

—Mira que hace dos años, cuando la guerra comenzó, nos pidieron que entrásemos.

—Eso ya pasó. No fuimos y ahora ya no iremos. Los gringos ya nos han pillado, ¿para qué quieren ellos un bando de desharrapados combatiendo en Francia? Les daríamos más trabajo que una división de boches.

Afonso fijó la vista en la fila de hombres que tenía enfrente, esperando el turno para entrar en las letrinas, y decidió poner fin a la discusión.

—Oye, ¿vamos o no vamos a evacuar?

En el comedor de Tancos, transformado en un verdadero caldero de intrigas y conspiraciones, se discutían acaloradamente los pros y los contras de los preparativos para la guerra, los oficiales argumentaban sobre los méritos y deméritos de una eventual implicación de Portugal en el conflicto, una implicación en la que pocos, en realidad, creían. Pero los acontecimientos se precipitaron en 1916.

Gran Bretaña necesitaba reforzar su flota de barcos para compensar las pérdidas que la campaña llevada a cabo por los submarinos alemanes estaba infligiendo en el contingente de la marina mercante. A principios de año, los aliados descubrieron que treinta y seis barcos alemanes se habían refugiado en puertos portugueses y, después de un intercambio de mensajes, Londres invocó la alianza militar y le pidió a Lisboa que se incautase de los barcos, que fueron tomados por asalto el 23 de febrero. Alemania declaró la guerra a Portugal el 9 de marzo.

El clima conspirativo se difundió por todas partes. Sólo el Partido Democrático, en el poder, y el Partido Evolucionista apoyaban la entrada de Portugal en la guerra. El resto estaba representado por la oposición. Los unionistas, los monárquicos, los católicos, los socialistas, los sindicalistas, los republicanos moderados, los republicanos conservadores, la mayor parte del Ejército, todos se mostraban antiintervencionistas. Se conspiraba en los pasillos del Parlamento y en los cuarteles, en los cafés y en las tabernas.

Aún en Tancos, y en pleno ambiente de sorda contestación, el capitán Cabral volvió a acercarse a Afonso para expresar su descontento con el estado de las cosas. Repitió los argumentos de costumbre sobre el despropósito de la intervención portuguesa y la irresponsabilidad criminal del Gobierno, y el teniente, sin querer entrar en discusiones que le parecían estériles, dijo a todo que sí: «Pues claro, es una vergüenza, ¿qué se puede hacer?… Esto no tiene remedio». Alentado por la aparente receptividad de Afonso, y sin la suficiente perspicacia como para darse cuenta de que se trataba de una mera cortesía destinada a evitar un enfrentamiento verbal con un superior jerárquico, el capitán dejó caer el verdadero propósito de la conversación.

—Teniente, dígame con toda sinceridad —lanzó, como quien no quiere la cosa, al mismo tiempo que lo sondeaba intensamente con la mirada—: ¿usted estaría dispuesto a adoptar una medida?

—¿Una medida, mi capitán? Pero ¿qué medida puedo adoptar yo?

—Una medida, hombre, algo en serio. Qué sé yo, ayudar a imponer la voz de la razón.

Afonso pensó en lo que aquellas palabras no decían, pero sinuosamente insinuaban.

—¿Quiere usted decir… tomar las armas, mi capitán?

—Huy, muchacho, ésa es una manera muy dura de plantear las cosas —soltó Cabral con una carcajada nerviosa y los ojos escrutadores, en busca de señales de complicidad. Su rostro recuperó después la seriedad y la voz se mantuvo serena, aunque un poco excitada—. Tenemos que pensar en lo que vamos a hacer. Pero es verdad que somos militares y tenemos una responsabilidad para con la patria. Si esa responsabilidad no obliga a tomar las armas…

El capitán Cabral dejó la frase flotando sibilinamente en el aire, aguardando con expectativa la reacción del teniente. Afonso se miró las uñas, como si estuviese preocupado por lo sucias que estaban, y le llevó un buen rato retomar la palabra.

—¿A las órdenes de quién, mi capitán?

Cabral sonrió.

—Digamos que hay una importante figura de la República que quiere acabar con la confusión, poner las cosas en orden y salvar al país de una catástrofe…

Afonso endureció el rostro.

—Mi capitán, yo he hecho un juramento de bandera y pretendo respetarlo. Actuar…

—Yo también, Afonso, yo también respeto la bandera.

—Déjeme terminar.

—Dígame.

—Yo respeto mi juramento de bandera. Eso significa que cumplo las órdenes que me da legítimamente mi jerarquía. Actuar para violar la ley es algo que no me permitiré hacer.

—Pero le aseguro, Afonso, que nosotros también…

—Mi capitán —cortó Afonso—, no participaré en ningún acto ilegal o sedicioso y le aconsejo que no me dé más informaciones sobre lo que pretenden hacer usted y la importante figura de la República que ha mencionado, porque si no me veré en la obligación de transmitir esta conversación a mis superiores.

El capitán Cabral suspiró, irritado.

—Muy bien, Afonso, haga lo que le parezca. Si quiere colaborar con esta política irresponsable y desastrosa para la patria, colabore. Pero no se haga el moralista y el fiel defensor de la legalidad: la historia dirá quiénes son los verdaderos traidores.

Afonso decidió evitar los grupos, la conversación era siempre la misma y lo hastiaba. Además, no quería que lo pusiesen siempre ante el dilema de tener que elegir entre pasar la vida disintiendo de sus compañeros o, como alternativa, tener que coincidir con ellos para evitar discusiones, pero corriendo el riesgo de que lo interpretasen como una implicación tácita en aquella epidemia de conspiraciones y malas lenguas.

A pesar de este clima, los preparativos militares prosiguieron y los integrantes de la División de Instrucción, una vez cumplidos los ejercicios en Tancos, regresaron en agosto a los cuarteles. Afonso volvió a Braga con alivio. En el cuartel, en pleno ejercicio de esgrima, oyó por primera vez hablar del Cuerpo Expedicionario Portugués. Inicialmente se decía que estaría formado por una sola división, en diciembre empezaron a mencionarse dos divisiones, y después tres. La partida de las tropas se fijó para comienzos de 1917, los primeros regimientos que entrarían en los barcos serían la Infantería 7, 15 y 28.

A sólo tres semanas del embarque, las fuerzas de la Infantería 34, acuarteladas en Tomar, iniciaron una sublevación. Corría el día 13 de diciembre y uno de los héroes de la República, el prestigioso general Machado Santos, el mismo que el 5 de octubre había liderado el audaz avance de los revoltosos republicanos desde la Rotunda hasta el Rossio, hizo publicar un Diário do Governo, según el cual destituía a todos los ministros y nombraba sustitutos. El periódico era falso, pero la implicación de Machado Santos verdadera, el héroe de la revolución republicana quería impedir el embarque de las tropas hacia Francia. Las unidades fieles al Gobierno reaccionaron a tiempo y la intentona fracasó. En los días siguientes se descubrió que la mayoría de los oficiales implicados en la sublevación estaban designados para ir a Francia. El Ejecutivo tuvo que sustituirlos deprisa, una situación que retrasó en algunas semanas la partida del CEP. Peor que eso, minó profundamente la moral de los soldados. Si ni siquiera sus oficiales querían conducirlos en la guerra, ¿qué iban a hacer ellos allí? Algunos capitanes y mayores de la Infantería 8, incluido el capitán Cabral, fueron detenidos por el papel desempeñado en la revuelta y se hizo necesario cubrir estas vacantes. Afonso acabó ascendido a capitán.

Los primeros soldados portugueses embarcaron en Lisboa con destino a Brest a finales de enero de 1917, en un ambiente de secretismo y alguna confusión.

El flamante capitán se enteró de la noticia cuando estaba sentado en el comedor con un vaso de aguardiente de caña en la mano. El mayor Montalvão le contó los pormenores durante una partida de bridge, entre dos bocanadas de tabaco de pipa y una taza de café. Cuando acabó la partida y el mayor se fue, Afonso se quedó cavilando en el asunto, no sabía si debía estar contento o preocupado.

Se vio frente a un dilema. Por un lado, Portugal se comprometía en un conflicto de dimensión europea y respetaba sus compromisos de alianza con Inglaterra. Además, el Ejército cumplía con sus deberes. Pero, por otro, todo aquello sería sencillo si no lo implicase directamente, si no hubiese la posibilidad de que lo llevasen a él también a aquellos escenarios de muerte. Desde el punto de vista abstracto, la partida de las tropas lo llenaba de satisfacción. Sin embargo, como acontecimiento que podría tener un impacto directo en su vida, el embarque lo asustaba. Aunque, en cierto sentido, hubiese allí un toque de aventura que no le disgustaba del todo: andar a tiros arma en mano, arriesgar la vida, afrontar el peligro. Quizás un acto de bravura lo convertiría en un héroe, un valiente, un Mouzinho[5], ¡qué fastidiada se quedaría Carolina!

La aparición del teniente Pinto en el comedor lo hizo decidirse a encarar la noticia por el lado positivo, los miedos eran para los cobardicas, en Francia lo esperaba la acción, el heroísmo, la gloria. Afonso, sumido en sus pensamientos, tomó conciencia de que tenía galones de oficial y debía comportarse como tal. Por otro lado, el apoyo a la partida de las tropas siempre era una forma de meterse con el teniente, un pretexto para provocarlo, para revolver su visceral rechazo a la intervención de Portugal en la guerra.

—Ya salen los muchachos para ese viaje que decías que nunca se realizaría —soltó Afonso maliciosamente cuando su amigo se sentó con un vaso de aguardiente en la mano.

—Una triste figura, eso es lo que van a hacer —farfulló el Zanahoria entre dientes, poco convencido.

—Y ha aparecido todo el mundo. Soldados, oficiales, no ha habido deserciones.

—¿Ah, no? ¿Y qué ha ocurrido entonces en Santarém, eh?

—No me hables de Santarém.

—No te conviene…

—Es a ti a quien no le conviene.

—¿A mí?

—Sí, a ti. Fue una vergüenza lo que ocurrió allí. Los soldados se presentaron en el cuartel, no faltó ni uno, todos preparados para coger el tren a Lisboa y continuar hasta Francia. Todos. Y los señores oficiales se quedaron todos en casa.

—Estás exagerando. —El teniente se rio—. No olvides que apareció un alférez.

—No te burles, que es grave. Los oficiales desertaron, abandonaron a sus hombres, y eso no es motivo de broma.

—No desertaron. Se indignaron.

—Desertaron. ¿Y ya sabes lo que les ocurrió?

—Los detuvieron.

—No, después de eso.

—¿Después de eso? Después de eso, nada. Están presos.

—Hombre, ¿no sabes lo que les ocurrió?

—Yo no.

—Aaah, no lo sabes… Mira, fueron insultados por el populacho. El pueblo salió a la calle cuando los llevaban a la estación. Las madres, las mujeres, las novias, las hermanas de los soldados, todas en la calle tirándoles piedras y barro, llamándolos cobardes, insultando a los oficiales que se quedaron mientras se iban los subalternos. Una vergüenza.

—Pero ¿quién te ha contado todo eso?

—El mayor Montalvão.

—Ése también es una buena pieza —murmuró en voz baja, revirando los ojos—. Pero, oye, al menos lograron no ir hasta Francia.

—Eso es lo que tú piensas. —Afonso se rio—. Fueron condenados a treinta días de prisión correccional y ya están cumpliendo la pena en un barco.

—¿Qué? ¿Fueron realmente a Francia?

—Claro, pues.

—No sé si será buena idea.

—No veo por qué. Me parece incluso muy justo.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo unos oficiales que están contra la guerra van a conducir a los hombres en el combate? ¿Has pensado en lo que puede pasar?

—Bajo el fuego no tienen otro remedio que ir al frente, caramba.

—Afonso, Afonso, las guerras no se ganan así. Se ganan con liderazgo y moral elevada, se ganan con motivación y empeño. Dime qué liderazgo, qué moral, qué motivación, qué empeño tienen esos oficiales.

Afonso hizo un silencio meditativo, ponderando aquella situación.

—Sí, tienes razón —admitió finalmente—. Puede ser un problema. Pero no veo alternativas. Si se hubiesen quedado aquí, habría sido un premio y habría alentado a otros a repetir la misma gracia.

Pinto sacó del bolsillo un paquete de Mondegos y encendió un cigarrillo.

—Otra cosa que no entiendo es por qué los mandan en barco —dijo pensativo, y exhaló una voluta gris—. Con los submarinos alemanes a sus anchas, me parece un peligro innecesario, es un disparate más de este Gobierno de mierda.

—¡Vaya, hombre! ¿Y cómo querías que fuesen?

—En tren, claro.

—¿En tren? ¿Estás loco o qué?

—Pero ¿cuál es el problema?

—Hombre, que España no lo permite.

—¿No lo permite? ¿Y por qué?

—Por razones políticas, ¿por qué habría de ser?

—Pero ¿qué tiene que ver la política con esto?

—El problema es que España es un país neutral y no autoriza el movimiento de tropas beligerantes por su territorio. Además, no te olvides de que los españoles simpatizan con los alemanes.

—Oye, que no todo ha de ser exactamente así —replicó el teniente—. Me dijeron que el coronel Abreu va a ir a Francia en tren.

—Vestido de paisano, Zanahoria, vestido de paisano. Como turistas, sin el uniforme, podemos ir por España, no hay ningún problema. Pero no es posible enviar a todo el CEP de paisano en tren, como comprenderás. Por tanto, como ir nadando no es una opción, no tienen otra solución que irse en barco.

El teniente Pinto se quedó un momento callado.

—Si quieres que te lo diga, los españoles tienen razón —se desahogó finalmente.

—¿En qué? ¿En ser neutrales?

—Sí, en eso también. Pero me refiero a apoyar a los alemanes.

—No digas disparates.

—No es ningún disparate. ¿A cuenta de qué vamos a ayudar a los ingleses y a los franceses?

—Oye, Zanahoria, tenemos que respetar nuestra alianza con Inglaterra. Si ellos nos piden ayuda…

—No me vengas con eso. Los ingleses que tienen una alianza con nosotros son los mismos que nos dieron el ultimátum en 1890, los mismos que negociaron con los alemanes la entrega de nuestras colonias. Y en cuanto a los franceses, mejor no recordar las invasiones napoleónicas ni lo que ellos destruyeron aquí. ¿Vamos a ayudar a esos tipos? ¿Con qué fin?

—Por nuestro interés. Si no hacemos nada ahora, no estaremos más tarde en condiciones de defender nuestro imperio, cuando se vuelvan a diseñar los mapas. Y, además, reafirmando nuestra alianza con Inglaterra, estaremos seguros de que los españoles no se atreverán a machacarnos la cabeza.

—Y venga, otra vez con el mismo tema.

—Tienes razón —sonrió Afonso, que, bajando la cabeza, pensativo, en busca de otro tema menos tenso y conflictivo, recordó—: Oye, ¿has estado esta semana en el restaurante del hotel Fráncfort? ¡Ahí preparan un bacalao que está de rechupete!

La partida de la 1.ª División estuvo acompañada por una intensificación de los preparativos de las unidades que pertenecían a la 2.ª División. Los británicos hicieron llegar uniformes nuevos a Portugal, distribuidos por los contingentes integrados en el CEP. Se decía que hacía frío en Francia y se le entregó a cada soldado un capote de lana y dos mantas, además de dos mudas de cada prenda de ropa. En Braga, se equipó a todos los hombres de la Infantería 8, la mayoría con cascos de copa acanalada en la cabeza, de mala calidad, desechos del ejército británico. Afonso tuvo más suerte y consiguió un casco MK1, más resistente, y un magnífico dolmán abierto: privilegios de oficial.

Las órdenes de embarque llegaron un día nublado de abril. La mañana del sábado, día 21, los dos mil hombres de la Infantería 8 y de la Infantería 29 marcharon por las calles de Braga y formaron en la estación en medio de un ambiente muy conmovedor: aparecieron familias enteras para despedirse, las mujeres lloraban amargamente la partida de sus hijos, de sus maridos, de sus novios, de sus padres. Algunos civiles irrumpían entre las filas desordenadas de soldados para abrazar a uno o a otro, para dar un último consejo, para entregar una manzana, un pastel, un bollo, para compartir una lágrima más o dar un último beso.

A una orden de los oficiales, los hombres subieron a los vagones y el tren inició la marcha con un pitido largo y triste, gorras que decían adiós por las ventanillas, besos lanzados al aire, la locomotora a carbón ganó velocidad y desapareció lentamente en la curva, del tren sólo se veía ahora el humo negro que se alzaba por encima del caserío, dejando a la multitud desalentada con la partida de sus muchachos para la guerra.

Aquél era un tren especial, por lo que no hacía paradas. Afonso no se despidió de nadie, se limitó a enviar una carta a Carrachana con la noticia de su partida. El capitán se pasó el viaje viendo cómo Portugal desfilaba por la ventanilla, rezando en silencio, interrogándose si volvería y en qué estado. Leyó muchas veces la edición de esa mañana del Commércio do Minho, que, en la primera página, calificó de «jornada solemne» aquel día. «Cuántas lágrimas se derramarán hoy; cuántos recuerdos nostálgicos amargando las almas —escribió el periódico en un largo artículo repleto de angustias, de exhortaciones y que terminaba con una fervorosa plegaria—: Dios os acompañe en la lucha y guíe vuestros pasos al triunfo, a la victoria». A Afonso el texto le pareció cursilón, pero en el fondo le gustó, lo sintió sincero. Cuando acabó de leer el periódico, se dedicó a las «Instrucciones para el embarque», un documento emitido en la víspera por la 2.ª Repartición del CEP, destinado a regular procedimientos que impidiesen la repetición del caos de los primeros embarques. El ambiente en el tren resultaba moderadamente alegre, los soldados eran muchachos jóvenes y muchos se mostraban excitados con el viaje, vivían intensamente la gran aventura: «Vamos a ligar con unas francesas». Todo era novedad, la mayoría abandonaba por primera vez el Miño y sentía que iba a conquistar el mundo. A la vista de Lisboa, el tren redujo la velocidad y entró lentamente en la estación. Los soldados se apearon y fueron alojados en un cuartel, donde pernoctaron.

A la mañana siguiente se dirigieron al puerto. En el muelle, Afonso comprobó que su compañía se alineaba en el lugar que le fue designado; todos se quedaron aguardando las instrucciones de los delegados del cuartel general. Había miles de hombres y centenares de caballos en el puerto, y quedó claro que el embarque se retrasaría. Aprovechando el compás de espera, Afonso fue a una tabaquería, compró un ejemplar de O Século de ese memorable día 22 de abril y regresó al muelle. Los hombres se encontraban sentados en el suelo, conversando o admirando los barcos británicos que los llevarían a Francia.

El capitán se sentó sobre unas cajas, Pinto apoyó su cabeza sobre el hombro de Afonso, y ambos se quedaron así, leyendo el periódico. La gran cabecera del día era la noticia: «Los ingleses derrotan a los turcos». Sin embargo, pasearon los ojos por las primeras líneas y entendieron que todo aquello ocurría en la distante Mesopotamia, que no les interesaba. Su atención recorrió la segunda columna hasta fijarse en un pequeño título: «Los prisioneros de guerra»; eso era algo que les importaba o podía importarles. La noticia contaba la historia de tres soldados británicos que habían huido de un campo alemán de prisioneros y, una vez en las líneas aliadas, «citan cosas extraordinarias de los sufrimientos y del trato brutal al que son sometidos los prisioneros». Según la noticia, los tres parecían esqueletos vivientes y revelaron que la vida en los campos estaba dominada por el hambre, el frío y las enfermedades.

—Fíjate —exclamó el Zanahoria—: ya he comprendido que, si me rindo, tengo que llevar unos chorizos en el bolsillo.

Otro título despertó igualmente su atención: «Portugueses en la guerra». Leyeron y comprobaron que era el anuncio de que la Ilustração Portuguesa del día siguiente incluiría «flagrantes aspectos de nuestras tropas que fueron a combatir contra los alemanes».

—¿Has visto? —preguntó Afonso—. Cualquier día también aparecemos nosotros en la Ilustração Portuguesa.

Al cabo de algunas horas de espera, dedicadas esencialmente a cargar los navios con abastecimientos y caballos, los delegados del cuartel general dieron la orden de embarque. Como responsable de una compañía, Afonso subió al Bellerophon, el barco destinado a su regimiento, y se quedó junto a la plancha esperando a los hombres. La Infantería 8 se alineó en grupos de doce soldados, cada grupo dirigido por un cabo, y los hombres marcharon de lado, en parejas, y desfilaron hacia la cubierta del barco, donde los distribuyeron en los alojamientos según las instrucciones de los comandantes del pelotón. El embarque se hizo en silencio, de acuerdo con las órdenes emitidas, lo que otorgó una severa solemnidad al momento. Terminado el embarque de la Infantería 8, los oficiales entregaron a los delegados la relación nominal de todos los hombres embarcados en el Bellerophon. Eran en total 29 oficiales, 45 sargentos y 1075 soldados del 8, además de 50 soldados del 10, el regimiento de Braganza.

Algunos hombres del 8 habían sido asignados al Inventor. Desde la cubierta, Afonso observó los restantes navios, el City of Benares y el Bohemian, donde se encontraban los miembros del 29, el otro regimiento de Braga, y pensó que tendría que habituarse a la idea de que aquellas unidades dejarían de ser regimientos y se convertirían en batallones: era un paso necesario para homogeneizar las fuerzas portuguesas y británicas.

Se desmontaron las planchas y, poco tiempo después, los remolcadores comenzaron a arrastrar los barcos lejos del muelle, los llevaron hacia las aguas profundas, hacia abismos lejanos, hacia tinieblas desconocidas, y los hombres se quedaron en silencio observando cómo se alejaba la tierra, despacio, despacio… Sólo volverían a ver la costa cuando avistasen Brest.