VI

La tarde se puso invernal y desagradable, y en ello no había motivo de sorpresa. Octubre trajo consigo las primeras señales de lo que sería el invierno de aquel final de 1913: el viento recorría el Sena con su soplo helado, los árboles se agitaban con un farfullar intranquilo, nervioso y machacón, se desprendían hojas secas de las ramas y volaban sin rumbo ni destino, rotas y perdidas, a merced de la brisa. Las nubes se deslizaban bajas y cargadas, cerniéndose silenciosamente sobre los tejados oscuros como bultos fantasmagóricos, espectros esfumados que vigilaban con desconfianza la ciudad, ahogándola y oprimiéndola bajo un manto blancuzco que lo cubría todo, eran sombras taciturnas, un vasto manto de vapor que amenazaba a la gran urbe y hasta la sofocaba. La atmósfera se había hecho pesada, el aire húmedo, caían gotas aquí y allá, pronto llovería.

Agnès tenía que estudiar, pero no quiso quedarse encerrada en casa y prefirió salir. Como el tiempo se mostraba inhóspito e inclemente, fue a buscar refugio en la Brasserie Lipp. La cervecería se encontraba atestada de gente y ella fue a sentarse a una mesa en un rincón, apoyada en los azulejos que decoraban las paredes del local. Pidió una cerveza alsaciana y una choucroute, y se sumergió en la lectura del trabajo que tenía entre manos, un tratado sobre el problema del estreñimiento.

—¿Puedo? —preguntó alguien que apoyó su mano en la silla vacía que estaba enfrente.

Agnès levantó los ojos del texto, pensando que era el garçon con la cerveza y la choucroute. Pero, en vez del camarero, vio a un hombre joven, con bigote recortado, los ojos castaños y actitud jovial.

Oui —asintió ella, haciendo ademán de volver a la lectura.

—Discúlpeme, pero está todo ocupado y no hay otro lugar.

—Faltaba más.

Agnès intentó concentrarse en la lectura, acababa de comenzar el tercer año de Medicina e intentaba avanzar en su estudio, pero el hombre era hablador.

—Esta brasserie es fantástica, ¿no le parece?

—Sí —dijo Agnès con una sonrisa educada—. Es un local muy agradable.

El hombre le extendió la mano.

—Me llamo Serge —se presentó—. Serge Marchand.

—Encantada. Yo soy Agnès Chevallier.

Se dieron la mano y ella intentó una vez más volver al tratado, pero Serge no la dejó.

—¿Es parisiense?

—No, soy de Lille.

—¡Ah, quién diría!

—¿Qué?

—Que usted no es de aquí. La verdad, parece realmente parisiense.

—¿Yo? ¿Parisiense? —Ser confundida con una parisiense tenía algo de chic y, lisonjeada, dejó el libro a un lado—. Dígame, pues, qué hace de mí una parisiense.

—Oh, muchas cosas, muchas cosas.

—¿Qué? —preguntó sonriente.

—Para empezar, su aspecto.

—¿Qué tiene mi aspecto?

—Es un je ne sais pas quoi… No lo sé. Tal vez su apariencia fina, el vestido elegante, muy façonnable, sus rasgos delicados…

El garçon apareció con la cerveza y la choucroute, que colocó sobre la mesita. Serge pidió también una cerveza. Agnès dio un sorbo a la suya y miró a su compañero de mesa.

—Le agradezco el elogio, pero mire que en provincias hay muchas personas como yo, ¿qué se piensa? Se ve enseguida que usted es parisiense, con esas ideas de que sólo en París hay glamour y todos los demás son rústicos provinciaux.

—Pero da la casualidad de que yo no soy parisiense.

Agnès vaciló, sorprendida.

—¿Ah, no?

—¿Se da cuenta de que nos parecemos? ¿Se da cuenta? Tal como yo, también usted juzga a los demás por su aspecto.

—Vaya novedad, todos lo hacemos. Pero dígame entonces de dónde es.

—Soy de la región más atrasada de Francia, fíjese.

—¿Es de Córcega?

—Bien, soy atrasado pero no hay que exagerar. —Serge se rio—. No, vengo de la Bretaña.

—¿Ah, sí? Y ¿qué está haciendo un bretón en París?

—Lo mismo que usted, supongo. Estoy estudiando.

—¿Y qué estudia?

Serge reviró los ojos y suspiró.

—Estoy terminando Derecho en el Collège de France.

—Quien lo oyese hablar diría que no le gusta la carrera.

—¡Bah!

—¿No le gusta su carrera?

—Nada.

—¿Y por qué sigue?

—Oh, es muy complicado —dijo él con un gesto de fastidio—. En primer lugar, porque vengo de una familia de abogados, el Derecho es una tradición que viene de lejos. Causaría un disgusto en mi casa si no siguiese la carrera. Además, porque lo que a mí me gustaría hacer no alcanza para alimentar a nadie. Por otra parte, no tengo talento para dedicarme a lo que realmente me apasiona.

—¿Y qué le apasiona?

—El arte.

Agnès hizo un gesto de agradable sorpresa.

—Ah, ¿usted es artista? ¿Es músico?

—No. —Serge sonrió—. No soy artista ni músico. Pero me interesa mucho la pintura, me encantaría saber pintar.

—Como Cézanne…

—Sí, Cézanne me gusta, pero ahora hay otros artistas más interesantes, artistas verdaderamente revolucionarios.

—¿Quiénes?

—Picasso, Braque, Derain…

—Nunca he oído hablar de ellos.

—Es natural, sólo son conocidos en el medio e, incluso allí, no siempre por los mejores motivos.

—¿Por qué?

—Porque su pintura rompe con las reglas clásicas. Y cuando se rompe con las reglas clásicas…, oh la la… ¡Hay gente que no está de acuerdo!

—¿Y con qué reglas han roto?

—En primer lugar, la perspectiva. —Cogió un lápiz e hizo un dibujo en una hoja—. ¿Lo ve? Cuando dibujamos algo, lo hacemos siempre a partir de un punto. Un poco como en las fotografías, que se sacan desde un punto hasta otro. Nosotros vemos el otro punto por la perspectiva del punto desde donde se ha sacado la foto o se ha hecho la pintura. Eso es la perspectiva. Pero estos nuevos pintores han decidido hacer cuadros desde varias perspectivas simultáneas.

—Eso no es posible.

—No sólo es posible, sino que ellos lo han hecho. Picasso comenzó a pintar objetos con el afán de mostrar sus tres dimensiones, colocando muchas perspectivas en el mismo cuadro. Hace como si fuesen fotografías superpuestas del mismo objeto, en las que vemos el objeto simultáneamente desde varios ángulos, desde varias perspectivas. Eso fue lo que hizo, pero no se quedó ahí. En vez de mostrar los objetos como unidades, los cortó en pedazos y comenzó a pintarlos de forma fragmentada.

—Pero ¿se puede entender así la pintura?

—No se entiende nada —exclamó Serge con una carcajada contagiosa. Abrió los brazos e hizo un gesto amplio con las manos—. El título del cuadro nos da una indicación y nosotros, a partir de ahí, logramos descubrir el objeto, que está sólo insinuado. Pero, si no conocemos el título, resulta un mero conjunto de figuras geométricas indescifrables. Como si el pintor partiese de una imagen concreta y después removiese los rasgos de la realidad, creando una amalgama de formas y colores.

—¿Y el resultado es bonito?

—No sé si es bonito, es una cuestión de gusto, pero tenga en cuenta que la idea es fascinante.

Lo que a Agnès le pareció realmente interesante en Serge fue su conservación, diferente de la de los demás chicos que había conocido. En vez de intentar proyectar una imagen de hombre fuerte, viril y protector, Serge parecía más empeñado en hablar de arte. Tenía alma de artista, mirada soñadora, una forma dulce de hablar y muchos conocimientos del ambiente artístico, gracias sobre todo a sus amistades con la gente de la École des Meaux-Arts. Otra característica era que se mostraba frágil; Agnès se sorprendió al verse atraída por esa cualidad. Descubrió que le gustaban los hombres frágiles, no sabía por qué, pero la vulnerabilidad la conmovía, le despertaba tal vez un tierno sentimiento maternal.

Para el segundo encuentro eligieron Le Procope, supuestamente el más antiguo café del mundo, con fama de haber sido frecuentado por Voltaire y Napoleón. Después de beber dos tazas de chocolate caliente y de ponerse de acuerdo en tratarse de tú, Serge invitó a Agnès a visitar la galería Kahnweiler, donde, según él, estaban revolucionando el mundo de la pintura. Caminaron los dos bajo un paraguas hasta la Rue Vignon y, al dejar atrás la puerta de la galería aquella tarde lluviosa, Agnès entró en el universo del cubismo.

Kahnweiler exponía en ese momento varios trabajos importantes terminados hacía poco, todos de pintores aún poco conocidos: se veían allí L’oiseau bleu, de Metzinger; La femme et l’ombrelle, de Delaunay; y Compotier et verre, de Braque. Pero la sorprendieron sobre todo los tonos naranja y amarillo tostado de Femme dans un fauteuil, de Picasso. Se quedó asombrada mirando el desconcertante cuadro, se preguntó incluso si eso sería realmente pintura y vaciló un buen rato antes de opinar, le daba vergüenza parecer una ignorante.

—Esta mujer no tiene rostro —exclamó finalmente, conteniendo apenas la decepción.

Era lo mínimo que podía decir de la grotesca imagen expuesta, se sentía casi defraudada, como un gourmet a quien alguien le ha prometido gratin de queues d’écrevisses y acaba viéndose obligado a comer caracoles fritos.

—No, no tiene rostro —comentó Serge—. Lo que ocurre es que el rostro está reconstruido, así como el cuerpo. —Señaló un detalle del cuadro—. Fíjate aquí: son los senos, aquí se ven los pezones. En el fondo, la idea es presentar un cuerpo fragmentado donde el todo se reconoce a través de las partes.

—Pero, aparte del sillón, los senos y el periódico, yo veo casi solamente figuras geométricas…

Serge sonrió.

—Ahí está el truco. El pintor ha insertado figuras sintéticas cubistas, las geometrías, en un espacio clásico, tradicional. El efecto es sorprendente, ¿no te parece?

Agnès hizo una mueca resignada.

—Sorprendente es, no me cabe la menor duda. Pero ¿será realmente arte?

—Y del más puro —aseguró Serge con entusiasmo—. Yo sé que, para quien lo ve por primera vez, se produce siempre un choque, estos cuadros violan todas las convenciones, remueven nuestras más profundas convicciones sobre qué es la pintura. Yo mismo, cuando empecé a ver las pinturas cubistas, confieso que no me quedé muy convencido. Pero ¿sabes?, esto es como la cerveza: la rechazamos al principio, pero después no podemos pasar sin ella.

Al anochecer, cuando salieron de la galería, Agnès dejó que Serge apoyase la mano en su hombro, enlazándose ambos debajo del paraguas. Comenzó el noviazgo esa tarde y una semana después, rendida a los encantos de aquella alma de artista, perdió la virginidad.

Se sucedieron los proyectos compartidos a una velocidad asombrosa. Aún no había terminado el invierno y Serge ya la invitaba a cenar en el Pharamond, el famoso restaurante de Les Halles, donde pidieron boeuf en daube regado con sidra de Normandía. Después del postre, él le dio las manos y, a la luz de las velas y al son de un violín previamente contratado, le propuso matrimonio.

—Cásate conmigo, dulce princesa.

Al «oui» emocionado de Agnès le siguió un brindis con un afrutado Beaujolais Villages que él, cuidadosamente, cató y aprobó.

Pasearon después por el Sena cogidos de la mano, hasta que él la dejó a la puerta de su edificio, en Saint Germain-des-Prés. Cuando entró en el apartamento, a Agnès le llegó desde fuera la voz de su novio. Sorprendida, fue hasta la ventana, miró la calle y lo vio en la acera, junto a la farola, ofreciéndole una desafinada serenata, cantando a todo pulmón Bébé d’amour, una adaptación francesa de la canción inglesa Some of these days, entonces de moda en París:

Je veux mourir,

o ma déesse!

En ce beau soir

sous ta caresse.

Cuando Serge terminó, Agnès aplaudió y le lanzó un beso desde la ventana.

—Magnífico —le dijo—. Pero ahora vete, anda, vete antes de que te detengan.

La boda se celebró el 3 de junio de 1914 en la Basilique Saint Sauveur, en Dinan, el pueblo natal del novio, en la costa norte de la Bretaña. Era un lugar apacible, con el aire impregnado del olor del Atlántico, esos aromas salados del océano que perfumaban la brisa suave. La familia Chevallier acababa de llegar de Lille, aún aturdida por la rapidez de los acontecimientos.

—Mi pequeña Agnès —murmuró su padre a la entrada de la basílica, dándole el brazo y hablando como si le estuviese ofreciendo la última oportunidad de salvarse—. ¿Estás segura de lo que estás haciendo?

—Absolutamente segura.

Paul Chevallier suspiró y enfrentó el pasillo que tenía por delante, con el altar al fondo y el novio a la espera, ese muchacho, ese extraño a quien entregaría su hija predilecta.

—Muy bien —exclamó finalmente, esforzándose por ocultar el peso que llevaba en el alma—. Adelante.

Como era un día de sol esplendoroso, la fiesta de bodas se organizó en los Jardins Anglais, justo detrás de la basílica, con una vista privilegiada al río Rance y el valle verdeante por donde serpenteaba el vasto curso de agua, donde se destacaban las márgenes como fiordos en aquel plácido mar fluvial.

Serge terminó la carrera de Derecho ese verano, y su mujer, ahora Agnès Marchand, se matriculó en el cuarto curso de Medicina. Sus vidas seguían centradas en París, donde alquilaron un apartamento en la agitada Rue de Tubirgo, en Les Halles.

Él se puso a trabajar en el despacho de abogados de su tío, situado cerca de allí, en la Rue Saint Denis, al lado de la Maison du Sphinx, donde un cartel en la ventana anunciaba una droguerie, pharmacie, herboristerie, y a ella no le importó vivir un poco más lejos del Quartier Latin de lo que estaba habituada en su antiguo apartamento de Saint Germain-des-Prés. Claudette ya había terminado la carrera de Historia y había regresado a Lille, donde ocupó una vacante de profesora en un colegio local, y el apartamento quedaba ahora para los otros dos hermanos, llegados mientras tanto a París para proseguir también los estudios.

La vida parecía estabilizarse. La pareja de recién casados planeaba tener hijos cuando, sólo veinticinco días después de la ceremonia de Dinan, un titular en Le Petit Journal señaló la novedad que produciría una profunda transformación en sus vidas. La pareja estaba tomando el desayuno y Agnès se puso a hojear el periódico. Sus ojos se fijaron inevitablemente en el fatídico título. La noticia refería la muerte de un archiduque austriaco, en las calles de Sarajevo, asesinado por un serbio.

—¡Qué horror! —comentó antes de pasar la página en busca de titulares más felices. Mordió una tostada y miró por la ventana—. Hoy en día nadie anda seguro por las calles.

Lo que aún no sabía es que aquellos tiros, disparados en una oscura callejuela al otro lado de Europa, pondrían al mundo patas arriba al cabo de menos de un mes.

La guerra entró en la vida de Agnès con la fuerza de un huracán enfurecido. Como consecuencia de una compleja serie de acontecimientos que envolvieron primero a Austria y a Serbia, y después a los aliados respectivos, Francia decretó la movilización general el 1 de agosto. Agnès vio cómo se transfiguraba París ante sus ojos, con una copiosa multitud presa de la fiebre de la guerra saliendo a la calle, llenando las principales arterias con innúmeras banderas francesas, pero también rusas y británicas, y cantando con fervor La Marseillaise y marchas patrióticas. Se fijaron pancartas con órdenes de movilización en todas partes, lo que atrajo a grupos alborotados de hombres, mientras se sucedían acalorados gritos de «Vive la France!» y los establecimientos con nombres alemanes eran atacados y saqueados, sobre todo las brasseries con nombres germánicos.

Serge no se mantuvo indiferente ante la ola de conmoción que invadió a los franceses. Esa misma tarde corrió a un puesto de reclutamiento para alistarse en el Ejército. Llegó por la noche a casa con el pelo cortado al rape y los papeles para presentarse a la mañana siguiente en un cuartel de la Armée, mientras fuera se desconectaba la iluminación pública y los reflectores de la Torre Eiffel y de los campos de aeronáutica patrullaban diligentemente el cielo.

—Es mi deber patriótico —explicó Serge esa noche a una Agnès estupefacta—. Además, esto será rápido y estaré en casa antes de que acabe el verano.

Dos días después, el 3 de agosto, Alemania declaró la guerra a Francia. En ese momento, los franceses ya tenían su máquina militar en movimiento. Agnès fue ese mismo día a la Gare du Nord a despedirse de su marido. La estación de trenes estaba sumida en una tremenda confusión, París entera parecía haber ocupado los andenes para saludar a sus valientes. Agnès tuvo una dificultad enorme para abrirse paso entre la compacta masa humana para acercarse al tren destinado al regimiento de Serge. Después de una espera atormentada en medio de un vocerío increíble, vio cómo se abrían las filas y los soldados marchaban disciplinadamente hasta los vagones, los fusiles alzados con la culata al pecho y los cañones apoyados encima del hombro.

Se puso de puntillas y estiró desesperadamente la cabeza, buscando a su marido en medio de aquel mar de gorras rojas, pero sólo lo vio minutos antes de que la locomotora pitase dando la señal de partida. Vestía con elegancia, como un soldado de los ejércitos napoleónicos, con una majestuosa chaqueta azul y pantalones de color rojo vivo, quepis vistoso en la cabeza, un fusil Lebel en bandolera: qué extraño resultaba verlo así, parecía un soldadito de plomo. Se saludaron, ella lanzándole besos al aire, él devolviéndole sonrisas. Miles de personas cantaban La Marseillaise a coro cuando los vagones comenzaron a moverse, los soldados se despidieron como si fuesen a un picnic. Serge decía adiós desde la ventanilla del tren que lo llevaba al frente, agitaba alegremente el quepis en la mano izquierda; aquel petit soldat parecía casi feliz.

Alemania atacó a Bélgica al día siguiente, 4 de agosto, lo que llevó a Gran Bretaña a entrar en guerra. Entre tanto, reclutaron a los hermanos Chevallier y, también ellos, marcharon inmediatamente al frente. Agnès fue a despedirse de Gaston a la Gare du Nord el día 5, y de François a la Gare de Lyon el 6, siempre en medio de grandes manifestaciones populares, plenas de fervor patriótico. Las tropas francesas avanzaron el día 7 por Alsacia hasta llegar al Rin y conquistar Mulhouse. Hubo un estallido de entusiasmo en París, las personas lloraban de alegría y se saludaban en las calles, había sonrisas por todas partes: «Vive la France!». La euforia era generalizada. Pero los acontecimientos se precipitaron inesperadamente a mediados de mes. Los alemanes irrumpieron en Francia a través de Bélgica y, después de dos días de combate, las tropas francesas comenzaron a retirarse la noche del 23, en lo que fueron acompañadas por la BEF, la British Expeditionary Force. Los alemanes avanzaron tras ellos en dirección a París, ciudad sólo defendida por una sola brigada de infantería naval.

A esas alturas, Agnès leía en la prensa parisiense sensacionales noticias de grandes victorias de las fuerzas francesas, en una operación de propaganda que se haría conocida como Bourrage de crâne. Por ello, a principios de septiembre, los hasta entonces eufóricos parisienses recibieron con sorpresa la información de que las tropas alemanas habían llegado al río Marne, a sólo unos cincuenta kilómetros al este de la capital. El pánico dominó París. El Gobierno abandonó apresuradamente la ciudad y se trasladó a Burdeos la noche del 2 de septiembre, cimentando la convicción de que París estaba a punto de caer.

Angustiada y sola, Agnès decidió seguir el ejemplo del Gobierno, pero descartaba la idea de ir a Lille, dado que su ciudad natal, situada cerca de la frontera belga, se encontraba en el ojo del huracán, lo que la tenía sobremanera preocupada. Vivía en continuo sobresalto, pensaba todo el tiempo en su marido, en su madre, en sus hermanos y en su hermana, en su padre, ¿qué estarían haciendo en ese momento? Intentaba distraerse, pensar en otras cosas, pero todo le recordaba a la familia, ¿estarían bien? Todos los pensamientos la llevaban al frente de batalla y a Lille, era allí donde se concentraba su vida, toda su vida; la soledad en París se le hizo opresiva, pesada, insoportable, se sintió deprimida, se dio cuenta de que no podía seguir así: «Ça ne va pas!». Tenía que hacer algo, tenía que salir de allí. Optó, por ello, por buscar refugio en casa de los padres de Serge, en Dinan. Preparó una maleta, acomodó en ella algo de ropa y a Mignonne y a la mañana siguiente se fue a la Gare Montparnasse para coger un tren con destino a Bretaña.

El problema es que medio millón de parisienses tuvieron exactamente la misma idea. Agnès encontró la estación de trenes atestada de gente, eran familias enteras con sus petates a cuestas, inquietas por la proximidad de los alemanes, se multiplicaban los rumores sobre la situación en el terreno, se decía que el enemigo entraría en París al cabo de cuarenta y ocho horas, la fiebre del miedo había sucedido a la fiebre de la guerra. Miles de personas se amontonaban en la Gare Montparnasse cargadas de sacos, maletas, cajas, envoltorios con tarteras, niños llorando, la ansiedad estampada en los ojos. Agnès fue a la cola del guillet y le llevó seis horas comprar el billete a Rennes.

La odisea siguiente fue cómo subir al tren. Un mar de gente llenaba las terminales de la estación y sólo al atardecer, bañada en sudor y muerta de hambre, logró subir a un vagón. El tren rebosaba de gente, algunas puertas no pudieron cerrarse siquiera y ni hablar de conseguir un asiento. Agnès se pasó doce horas de pie, en el pasillo, pegada a otros pasajeros, exhausta y tambaleando del sueño, soportando las sucesivas paradas del vagón en todas las estaciones y apeaderos, hasta llegar finalmente a Rennes, cuando ya había salido el sol. Alquiló en la estación un coche que la llevó, lentamente y a trompicones, hasta Dinan, en un viaje que duró más de ocho horas. En un estado de total agotamiento se arrastró hasta la puerta de la casa de los suegros, un apartamento en la Rue de la Lainerie, en el corazón de un viejo barrio de encanto medieval.

La situación en el teatro de operaciones sufrió un nuevo volte-face. El VI Ejército francés y una división argelina se juntaron con la brigada de infantería naval en la defensa de París, bajo el mando del general Galliéni. El comandante jefe francés, el general Joffre, dio la capital por perdida y prosiguió la retirada del V Ejército, planeando una contraofensiva para más tarde. La vanguardia de las tropas alemanas se inmovilizó en el Marne y, vacilando, comenzó incluso a alejarse hacia el este, esperando un nuevo alineamiento de las fuerzas. Galliéni vio la oportunidad y atacó el 4 de septiembre. Frente al hecho consumado de la decisión unilateral del comandante de la defensa de París, Joffre suspendió la retirada y optó por atacar también. El VI Ejército, proveniente de la capital, alcanzó por sorpresa al I Ejército alemán en la mañana del 6 de septiembre y lo derrotó después de tres días de combate. Los alemanes ordenaron una retirada general el día 9 y volvieron a alinear sus fuerzas a lo largo del río Aisne, donde cavaron posiciones defensivas. París estaba a salvo, pero comenzaba la guerra de trincheras.

La victoria en la batalla del Marne devolvió la confianza de los franceses en su ejército, y muchos parisienses que se habían refugiado en la provincia comenzaron a volver a casa. Agnès emprendió el largo camino de regreso y entró en su apartamento de Les Halles a mediados de septiembre. Las calles de París se veían aún semidesiertas, con muchas tiendas cerradas y algunos escaparates rotos, resultado de los saqueos producidos en el auge de la confusión. Madame Jolinon, la portera del edificio donde vivía y que se había quedado en la capital durante los días de incertidumbre, le contó que los taxis de París se habían movilizado en los momentos más difíciles de la batalla del Marne, transportando seis mil soldados de reserva al frente de combate. Según ella, fue eso lo que salvó al VI Ejército y, en última instancia, a la propia ciudad. Era una exageración, claro, pero la mujer se limitaba a repetir lo que había oído. El hecho es que los propagandistas no se contuvieron en difundir el mito de que los civiles habían desempeñado un papel preponderante en aquella acción desesperada: podía no ser verdad, pero era un excelente pretexto para mantener la moral.

Agnès se esforzaba en rascar el fósforo y encender la lumbre, pero no había forma de que la llama apareciese. Veces sin cuenta rascó el fósforo en la caja y no ocurrió nada, rascó con tanta fuerza que acabó rompiéndose el palito. Fue a buscar otro y después otro más, pero no sucedía nada, por más que rascase los fósforos la lumbre se resistía a dar siquiera una señal.

—Malditos fósforos —le comentó, irritada, a Mignonne—. ¿Estarán mojados?

Palpó la cabeza negra del último que había cogido y comprobó que, en efecto, estaba húmedo. Echó pestes y fue a buscar una segunda caja al armario. Logró finalmente encender el fuego y puso la olla sobre la llama. Hacía mucho tiempo que le apetecía un gras-double, y ese día se había armado de paciencia para prepararlo. Dejó momentáneamente la olla sobre la lumbre y fue hacia la ventana a observar el cielo. El sol había desaparecido con el verano, septiembre se acercaba a su fin y el otoño se había instalado bruscamente en París, cubriendo la ciudad con un sombrío manto grisáceo.

Toc. Toc. Toc.

Agnès oyó que llamaban a la puerta. Aún en delantal, fue a ver quién era. Abrió la puerta y se encontró con un cartero de la Armée de Terre, con la gorra en la mano y un bolso en bandolera.

Madame Marchand?

Oui?

El hombre le extendió un sobre. Intrigada, se limpió las manos aún mojadas en el delantal, cogió la carta y rasgó el lateral del sobre. Era una postal del Ministère de la Guerre en la que se lamentaban por tener que informarla de que su marido, el soldado Serge Marchand, había muerto como un héroe en el cumplimiento del deber y en defensa de la patria.

Agnès releyó el texto, incrédula, boquiabierta, miró al cartero en busca de una señal de que aquello era sólo una broma, el hombre bajó los ojos, turbado, ella volvió a mirar la postal y, asimilando finalmente el pleno significado de aquella tremenda noticia, sintió que el mundo giraba y se desmoronaba bajo sus pies, que el suelo remolineaba como un trompo sin control. La memoria de la voz de Serge canturreando «Je veux mourir, o ma déesse! En ce beau soir, sous ta caresse» resonaba en su cabeza como un presagio que había desechado. La melodía se alejaba despacio, como si huyese, como si se alejase en un túnel lejano; la voz desaparecía, esfumándose hasta perderse en un profundo y doloroso silencio.

A los veintitrés años, y sólo tres meses después de la boda, Agnès se había quedado viuda. La postal no daba detalles sobre la muerte de Serge ni decía dónde se encontraba el cuerpo, algo que hizo el luto aún más difícil. Los días que siguieron a la llegada de la noticia fueron de gran desorientación. Agnès se negó a salir de casa y fue madame Jolinon quien le dio apoyo, preparándole la comida, haciéndole compañía, intentando consolarla.

Courage, ma petite, usted es aún joven, es duro pero tiene que resistir, c’est la vie! Yo también perdí a mi Honoré, sé lo que cuesta, pero aquí estoy, dispuesta a rehacerme.

Los familiares de Serge la visitaban cada vez menos. Sin su marido, nada la ligaba a aquellas personas. Se fueron alejando gradualmente hasta dejar de verse. Guardó a Mignonne en una maleta para no volver a tocarla nunca más, era una forma de enterrar la infancia, cuyo final había precipitado la noticia de la muerte de Serge. Dejó de ser una mujer feliz y despreocupada, el peso del mundo recayó sobre sus hombros.

Para Agnès comenzó a hacerse evidente que no podía seguir en París. No tenía marido que la mantuviera ni podía pagar los estudios del último curso de Medicina, y el apartamento de Les Halles se había vuelto insoportablemente vacío. El problema es que la relación con su familia se mantenía interrumpida. Los alemanes ocupaban parte de Flandes, y Lille quedaba ahora por detrás de las líneas enemigas. Eso significaba que no podía regresar a casa ni sus padres podían enviarle ayuda. Además, no era posible siquiera saber qué ocurría en Lille, no tenía noticias de sus padres ni de Claudette y, después de lo que le había ocurrido a Serge, alimentaba los peores presentimientos acerca de Gaston y François.

Dejó de estudiar y comenzó a encarar seriamente la posibilidad de conseguir trabajo. Con la ida de los hombres a la guerra, millones de francesas estaban ya sustituyéndolos en los empleos, incluso porque los salarios eran mejores que aquéllos a los que estaban habituadas. Había cada vez más mujeres conduciendo tranvías y ambulancias, aunque la mayor parte acababa en las fábricas de armamento. Agnès aceptó convertirse en una munitionette, tal como se llamaba a estas obreras, pero el destino le reservaba otros planes.

Al comenzar el invierno, Agnès fue a comer una choucroute a la Brasserie Bofinger, en la Place de la Bastille. Se sentó en una silla tapizada en cuero de la cervecería observando distraídamente los ricos vitrales del establecimiento, con la mente recorriendo su vida. Pensaba en las opciones que le quedaban, en las difíciles decisiones que tendría que tomar. La cervecería se encontraba casi desierta, no había muchos jóvenes que la frecuentasen, estaban casi todos en la guerra. Tal vez por eso sus ojos se posaron en un hombre de mediana edad que acababa de entrar y cerraba el paraguas junto a la puerta. Reconoció al barón Jacques Redier, el viejo amigo de su padre.

—¡Señor barón! —exclamó.

El barón Redier volvió la cabeza y sus ojos se encontraron, pero él mantuvo una expresión interrogante, pues no la había reconocido. Agnès le hizo una seña para que se acercase. Aunque vacilante, él avanzó hacia ella.

—Señora —saludó—. ¿A qué debo el honor?

—Señor barón, ¿no se acuerda de mí? Soy Agnès, estuve en su casa…

Pardon?

—Soy Agnès Chevallier, la hija de Paul Chevallier, de Lille. ¿Se acuerda de mí?

El rostro del barón se iluminó en una sonrisa cálida y hasta efusiva.

—¡Agnès! ¡Dios mío, cómo has cambiado! ¡Estás hecha una mujer, muchacha, no te reconocía!

—Siéntese, siéntese.

El barón se sentó.

—¡Vaya sorpresa! —exclamó—. No esperaba encontrarte por aquí, palabra de honor. Estás guapa, ¿eh? Una verdadera flor. —Se quedó mirándola un instante—. ¿Y tu familia?

La sonrisa de Agnès se deshizo.

—Mis padres y mi hermana están en Lille y no tengo noticias de ellos desde que comenzó la guerra.

—¡Diablos! Es un desastre esta guerra. —Suspiró—. Afortunadamente, pronto acabará.

—¿Usted cree?

—Es lo que dicen los periódicos. Además, ya hemos impedido a los boches llegar a París. Ahora es cuestión de tiempo, hasta que los políticos se entiendan. Por tanto, no te preocupes, todo irá bien, estoy seguro.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé, tal vez cinco o seis meses…

—Es mucho… —se desahogó Agnès, desanimada.

—No te angusties, muchacha. Seis meses pasan deprisa —observó el barón—. ¿Qué estás haciendo en París?

—Pues… estoy estudiando Medicina.

—Y con tus padres en Lille, ¿cómo consigues dinero para pagar el curso?

Agnès bajó los ojos.

—Ése es el problema —dijo—. Voy a tener que suspender el curso y ponerme a trabajar.

—¿Trabajar? ¡Lo que faltaba!

—¿Por qué? —se sorprendió Agnès—. Tengo que vivir, ¿no?

—Sí, claro, pero no pensar en trabajar.

—¿Cómo? Hay muchas mujeres que están yendo a las fábricas de armamento para…

—¡Ni se te ocurra! —interrumpió el barón—. Voy a ayudarte, como que me llamo Jacques Redier.

—Pero…

—Mira, ¿por qué no te vienes a Armentières conmigo? Desde que falleció mi mujer, me he sentido muy solo en aquel palacete inmenso.

—¿Ha muerto la señora baronesa? Oh, lo siento mucho.

—Gracias. Murió hace dos años, pobrecita, víctima de la tuberculosis crónica que padecía hacía mucho tiempo. De modo que sólo tengo a Marcel para que me haga compañía. Pero si algo he aprendido, es que los mayordomos son unos compañeros tediosos. Por ello necesito a alguien que llene el château de alegría. ¿Por qué no vienes a Armentières?

—Pero, señor barón, yo no puedo ir a Armentières…

—¿Ah, no? ¿Y te quedarás aquí haciendo qué? ¿Pasando hambre? ¿Yendo a las fábricas a colocar pólvora en los cartuchos? ¿Qué te ata a París, válgame Dios? No estás casada, ¿no?

—Soy viuda.

El barón abrió la boca sorprendido.

—¿Cómo?

—Me casé hace poco tiempo, pero después vino la guerra y mi marido se alistó…

El barón le acarició el pelo.

—Comprendo —murmuró, incómodo—. Pobrecita, debes de estar pasando momentos difíciles. —Hizo una pausa—. Razón de más para que vengas a Armentières conmigo, aquí no estás haciendo nada. Dime, ¿hay algo que te ate a París?

Agnès se quedó inmóvil mirándolo.

—Bien…, yo… —tartamudeó—. En rigor, nada. Pero no me parece correcto ir a su château.

—¡Qué disparate! —exclamó el barón—. Te conozco desde pequeña. Necesitas ayuda, estás sola, a mí también me hace falta encontrar compañía, ¿qué más quieres? Tengo la obligación de ayudarte, acerca de eso no cabe la menor duda. Además, ésta es sólo una solución transitoria, hasta que acabe la guerra. Cuando vuelva la paz, vas a Lille a reunirte con tu familia y vuelves luego a París a terminar tu carrera.

—Pero, señor barón, no puedo aceptarlo.

—No digas tonterías. En situación semejante, estoy segurísimo de que tu padre habría ayudado a un hijo mío. —Hizo un gesto enfático con la mano—. Está decidido, muchacha. Te vienes a Armentières conmigo…, no se hable más.

A principios de 1915, Agnès se vio instalada en el Château Redier, la enorme mansión donde pasó tantos fines de semana durante su niñez. El palacete le daba refugio y seguridad, pero, por otro lado, tenía el irritante inconveniente de estar relativamente cerca de las primeras líneas. El permanente rumor de la artillería, hecho de un furioso mar de olas que porfiadamente fustigaba peñascos invisibles, la tenía algo inquieta. Con el tiempo, sin embargo, se fue habituando a los sonidos de aquella lejana pero incansable tempestad, el tronar constante se transformó en una rutina, en un ruido de fondo que iba aprendiendo a ignorar.

El barón la trataba como a una hija, lo que, dada la diferencia de edad y la proximidad de Redier con su padre, parecía natural. La relación entre ambos fue, sin embargo, evolucionando gradualmente, una sonrisa, un roce, una palabra, hasta hacerse inevitable la conversación que tuvieron en el salón, una tarde gris y ociosa, después de haber tomado el té de las cinco y comido unas madeleines de elaboración casera.

—Tengo una propuesta que hacerte —anunció él con actitud solemne, recostado en el canapé.

Agnès se balanceaba suavemente en su mecedora, mirando con melancolía hacia el otro lado de la ventana, hacia los árboles del jardín que murmuraban bajo el viento fresco del anochecer.

—¿Sí?

El barón carraspeó y se incorporó. Agnès lo sintió repentinamente perturbado y desvió la atención hacia él, observándolo con curiosidad. Redier se había ruborizado, tenía el rostro tenso y los ojos inquietos, parecía nervioso.

—¿Sabes, Agnès?, desde la muerte de mi mujer, Solange, me siento muy solo. Este palacete es enorme, pero no tan grande como la soledad que me atormenta. La vida me parece vacía, sin sentido, los días pasan unos tras otros y tengo la terrible sensación de vegetar, sin rumbo ni dirección, a merced del tiempo y de lo que el destino me quiera ofrecer. —La miró fijamente a los ojos—. Tu venida ha cambiado un poco todo eso, me ha traído alegría y cierta raison de vivre. Me he aficionado a ti y no sé si soportaría vivir en esta casa sin tu presencia. Por ello, quiero hacerte una proposición.

El barón se calló y se quedó observándola, como si estuviese sumido en un debate interior, intentando decidir si avanzaba o no con la idea que bullía en su mente. Agnès se agitó, inquieta, en su mecedora, incómoda bajo el agobiante silencio que había seguido a aquellas intrigantes palabras.

—¿Sí?

Redier suspiró pesadamente, armándose de valor para avanzar en su arrojada proposición; sabía que, después de formularla, no habría camino de retorno, todo sería diferente.

—Soy un hombre de mediana edad y no me hago ilusiones acerca de tus sentimientos con respecto a mí —parpadeó con una especie de tic nervioso—, pero, aun así, me gustaría pedirte que te casaras conmigo.

Agnès abrió la boca, sorprendida ante la idea. Veía al barón como una figura paternal, protectora y amiga, y no sentía la menor atracción por él. Su primera reacción fue la de decir que descartaba la idea del casamiento. Esbozó incluso un gesto para rehusar de inmediato la petición, pero vaciló, en cierto modo se había aficionado a él y no quería herirlo ni ofenderlo, se dio cuenta de que tendría que tener mucho tacto para afrontar la situación. Buscó la manera más apropiada de abordar el asunto y optó por la prudencia.

—Bien, señor barón, ésa es… una proposición inesperada, estoy sorprendida —titubeó, ganando tiempo para pensar—. A decir verdad, no sé bien qué responder.

—Di que sí —imploró él fervorosamente. Ahora que había lanzado la proposición se mostraba decidido a llegar hasta el final—. Por favor, di que sí.

—Pero tenemos una gran diferencia de edad, usted podría ser mi padre.

—Escucha, Agnès, como te he dicho, no me hago ninguna ilusión. Sé que no me amas, eso es evidente y natural, eres mucho más joven que yo. Pero te suplico que, por lo menos, consideres seriamente lo que te pido. Déjame que te diga que los mejores matrimonios no son los que parten de una pasión que deprisa se apaga, sino aquéllos cuyo amor va naciendo con el tiempo y madurando como el vino. No me cabe duda de que llegarás a aprender a quererme, ese sentimiento crecerá naturalmente y estoy seguro de que podremos ser muy felices.

—¿Y si no crece?

—Crecerá, estoy seguro.

—Es posible, no digo que no. Pero ¿y si no crece?

El barón volvió a suspirar, considerando esa hipótesis.

—Bien, me parece evidente que ésa es una posibilidad que tenemos que admitir. —Se rascó la barbilla, pensativo—. Mira, podemos muy bien comenzar despacio, dejar que las cosas se den de forma natural. Por ejemplo, en vez de compartir enseguida la misma habitación, cada uno puede mantenerse inicialmente en sus aposentos, aguardando el curso normal de los hechos, sin forzar nada. Creo que tenemos que hacer el camino caminando.

Agnès dijo que tenía que pensarlo. Era una mera estratagema para ganar tiempo y buscar una forma de rechazar delicadamente la proposición. A lo largo de la semana siguiente, analizó la idea desde varios ángulos, hasta admitió el casamiento como hipótesis académica, imaginó cómo sería su vida unida a aquel hombre. La verdad, se sorprendió, porque tal vez no tenía por qué ser tan mala idea. Allí estaba ella, perdida en un mundo hostil, desarraigada, separada de su familia, debilitada y vulnerable, y quien la había ayudado, quien le había tendido la mano sin vacilar en su momento difícil, había sido el barón, aquel mismo hombre que ella se mostraba tan pronta a desdeñar. Es verdad que Redier era más viejo que ella y que no la atraía, pero, observándolo ahora con otros ojos, no los ojos de una muchacha soñadora, sino con los de una mujer madura, comprobaba que el barón se revelaba incluso como un hombre interesante, bien conservado para su edad, enérgico y seguro de sí mismo. No se trataba, evidentemente, de un Matt Moore; lejos de ello, desde el punto de vista físico no se lo podía comparar con la famosa estrella del cine, pero, quand même, el barón se distinguía por su actitud charmante y mostraba ser una persona sensible y culta. Además, concluyó, la idea de no forzar las cosas era sensata: dejar que el matrimonio siguiese su rumbo natural. Agnès se descubrió a sí misma imaginando una convivencia real con aquella figura distinguida.

Se casaron un sábado lluvioso de octubre de 1916 en el Registro Civil de Armentières, en una ceremonia en la que el único miembro de la familia que la acompañó fue Gaston, el hermano que desempeñaba funciones administrativas en el sector de Champagne y que se encontraba de baja. En el momento de la verdad, Agnès cerró los ojos, se despidió en secreto de Serge, se sintió invadida por una plácida serenidad y, en un susurro furtivo, dijo «oui».