V

No había en Carrachana chico más alto que Afonso. Cuando regresó de Braga, en el verano de 1906, el hijo menor de los Laureano tenía sólo dieciséis años, pero ya era un mocetón. El menú del refectorio del seminario, rico para los padrones habituales en aquel lugar de gente pobre y escasa de recursos, contribuyó en gran medida al desarrollo de su cuerpo, volviéndolo tan alto como su padre. Junto a su extraordinario metro setenta y siete, raro en aquel tiempo, muchas de las personas con las que se cruzaba en la calle parecían unos enanos canijos cuyas cabezas le llegaban hasta el cuello.

En su casa pocas cosas habían cambiado, pero ya había más espacio en la habitación. João se había casado, se fue de la casa de sus padres y se instaló con su mujer en un anexo en Rio Maior. Como había dejado el aserradero, ahora se ganaba la vida como empleado en un almacén de vino. Afonso comenzó a compartir la cama de la habitación de Carrachana con Joaquim, que lo recibió con un agreste mal humor.

—¡Vaya por Dios! ¡Ya vienes tú a sacarme de quicio! —protestó Joaquim con acritud cuando vio a su hermano menor colocar ropa en un cajón que consideraba suyo.

—Oye, Joaquim, te pido mil disculpas, pero ¿dónde quieres que ponga mis cosas?

—¿Te pido mil disculpas? —El hermano se rio con una mueca de desprecio—. ¡No te hagas el fino y déjate de tantos tiquismiquis!

—Vale, pero ¿dónde pongo mis cosas?

—¡Yo qué sé! Mira, ponías debajo de la cama.

—¿Debajo de la cama? Disculpa, pero me resulta imprescindible un cajón.

—¿Me resulta imprescindible? Pero ¿tú sólo vienes aquí con palabras de cinco mil réis, caramba? ¡A ver si hablas como una persona normal! No me apetece tener que dormir con un cura, ¿has oído? —dijo, y le señaló los zapatos—. Fíjate en esos aires que tienes de gran señor, ni descalzo eres ya capaz de andar. ¡Ya te pareces a un maricón!

Joaquim era ya un hombre hecho y muy a disgusto comenzó a compartir la vieja cama de latón con su hermano menor. Los modales pulidos de Afonso estaban en profundo contraste con los hábitos rudos de la casa. Además, Joaquim estaba resentido porque no se le dio la misma oportunidad de educación. Aprendió a leer, es cierto, pero no pasó de la primaria y gastaba ahora su juventud en el aserradero. Por ello veía con resentimiento que su hermano menor disfrutase de oportunidades que nunca se le presentaron y tendría que pasar mucho tiempo para llegar a aceptar a este nuevo Afonso que había invadido, inopinadamente, su habitación.

Una semana después de haberse instalado en Carrachana, Afonso fue a la Casa Pereira a hablar con doña Isilda. Quería agradecerle la ayuda y explicarle por qué razón no había acabado bien la experiencia del seminario, pero también necesitaba trabajar y alimentaba la secreta esperanza de que su protectora lo contratase de nuevo en la tienda. Al entrar en el local, se encontró con Carolina y se sintió turbado.

—Hola, Afonso —lo saludó ella, sorprendida de verlo allí.

—Buenos días —respondió él, cohibido.

Carolina estaba diferente, mucho más alta. Había crecido, tenía los senos firmes, el pelo rojizo se había vuelto levemente castaño y las pecas menos visibles, pero no había dudas de que, aunque no irresistible, era una chica atractiva.

—¿Ya eres sacerdote?

—No —se atragantó—. He desistido, no tengo vocación.

Intentó descubrir en los ojos de ella una reacción ante esta noticia, pero Carolina optó por el disimulo y Afonso no llegó a captar si la novedad le había gustado o si en realidad la había dejado indiferente.

—Entonces, ¿qué te trae por aquí?

—He venido a hablar con tu madre. ¿Está?

Carolina lo acompañó hasta el despacho, donde su madre se ocupaba de las cuentas. A doña Isilda ya la había informado su hermano de que Afonso había salido del seminario, pero no se sentía especialmente disgustada. Había tramado la ida del muchacho a Braga como mero subterfugio para alejarlo de su hija. Alcanzado el objetivo, sólo le quedaba ahora mantenerlo lejos de Carolina. Cuando Afonso preguntó si habría aún sitio para él en la tienda, doña Isilda adoptó una expresión apropiadamente triste y dijo que el negocio no iba muy bien y no podía admitir a ningún empleado más, por lo que lamentaba no poder ayudarlo esta vez.

—Un comerciante no tiene corazón —le explicó ella—. La prioridad es defender el negocio. Las cosas andan mal y, si te coloco aquí, sólo me aumentarán las dificultades. Lo lamento, muchacho, esta vez no te puedo ayudar.

Afonso se quedó contrariado, pero ocultó su desilusión. Resignado, agradeció de nuevo toda la ayuda que doña Isilda le había prestado y salió del despacho.

—¿Ya te vas? —le soltó Carolina cuando lo vio dirigirse hacia la puerta.

Afonso la miró a los ojos y se dio cuenta de que en ella había una suerte de inquietud, sintió que aún no le resultaba indiferente.

—Voy a dar un paseo. ¿Quieres venir?

—¿Adónde?

—Vamos al río, hace mucho tiempo que no voy por allí.

Carolina miró a su alrededor, indecisa. La dependienta que estaba en el mostrador parecía distraída, más preocupada por limarse las uñas, y su madre seguía en el despacho. Se dejó llevar por el primer impulso.

—Vámonos.

Caminaron serenamente por las calles hasta Rio da Ponte, se quedaron oyendo el agitado rumor de las aguas frías y cristalinas del río Maior y subieron, aquella mañana soleada, hasta el Moinho do Canto, el paseo se hizo agotador y el calor era intenso, pero Afonso se sentía feliz. A pesar de haber salido del seminario disgustado y de las incertidumbres acerca de su futuro, en el fondo no le desagradaba estar libre de los monótonos rituales que marcaron su vida durante tres años. Por otro lado, la presencia de una chica a su lado lo embriagaba. Las mujeres provocaban en él un bienestar inexplicable, disfrutaba de la charla sin rumbo y de los silencios embarazosos, vivía el intercambio de miradas como un juego, se ocupaba de adivinar intenciones en los menores gestos y en las palabras más simples y se descubría dando y disimulando señales.

Ninguno de los dos, sin embargo, era muy bueno en el arte de la disimulación, o tal vez ninguno verdaderamente desease serlo. Caminando por la carretera, Carolina acercó su hombro izquierdo a Afonso, como quien no quiere la cosa, y sus brazos se rozaron repetidas veces. Uno o dos toques pueden ser accidentales, pero el roce permanente hacía al gesto intencional. El chico perdió el control de sí mismo a partir de ese momento, entrando en un estado de excitación que, contenida al principio, no dejaba de aumentar. Comenzó sintiendo que le hervía la sangre, que el corazón se le aceleraba, que la erección se notaba en los pantalones. Ella caminaba pegada a él, sin decir palabra, y él no hacía nada por apartarse. Jadeando, se atrevió a buscar la mano de la chica con los dedos, sin mirarla. Le tocó la mano y aguardó un instante, esperando a ver si ella lo evitaba, pero no lo hizo. Las manos se enlazaron y así siguieron caminando, siempre en silencio, mientras un torbellino de sentimientos trastornaba sus cabezas, el deseo se acumulaba como una tormenta que avanza en el cielo, conteniéndose en un volumen intenso antes de desencadenarse con furia sobre la tierra. Recorrieron todo el paseo de regreso cogidos de la mano. Al acercarse a la Casa Pereira, Carolina finalmente se desprendió de él.

—Mañana, a las diez de la mañana, espérame aquí, en la esquina —dijo.

Le dio un beso furtivo y corrió hacia la tienda. Se había reanudado el flirteo, pero no en el punto en el que había quedado cuatro años antes. Es cierto que Afonso, a pesar de la llamada de la carne, tenía que vencer aún las inhibiciones heredadas de los años de seminario. Pasó esa noche rezando, implorándole a la Virgen que lo protegiese del deseo, de la lujuria y del pecado. Cuando se durmió, sin embargo, no fue en la Virgen en quien pensó, sino en la virgen que deseaba. Tenía el cuerpo maduro. Imaginó mil pecados entre los cálidos brazos de Carolina.

Se despertó ansioso. Temprano, mucho antes de la hora señalada, fue corriendo hacia la Casa Pereira. Aguardó hasta las diez con impaciencia, nervioso, lleno de dudas y vacilaciones, su alma le aconsejaba prudencia, le tentaba la carne, acicateándolo. Cuando finalmente apareció Carolina, los dos se fueron por la carretera, otra vez cogidos de la mano, ahora camino de las salinas. Junto al pinar, Afonso la llevó al otro lado de la carretera, con el corazón agitado, la excitación imperiosa, las manos trémulas. Se tumbaron detrás de un arbusto. Procuró con su mano debajo de la falda, le quitó precipitadamente las bragas, con tanta torpeza que llegó a rasgarlas. Se colocó entre las piernas de Carolina, se quitó deprisa los calzoncillos y la penetró con ardor, ambos jadeantes, temblando de deseo, de voluptuosidad, de gemidos y suspiros. El cuerpo la cubrió, como un animal incontrolable, y desencadenó movimientos rápidos y acompasados, y no se detuvo hasta que los ojos se llenaron de estrellas y la carne estalló de placer.

Fue doña Alzira, vecina de doña Isilda, quien le dio la noticia a la madre de la muchacha.

—¿Así que su hija Carolina ha conseguido novio? —preguntó Alzira desde el balcón de su casa mientras tendía la ropa al sol—. ¿Para cuándo es el casorio?

Doña Isilda, pillada desprevenida, se asustó. Se puso pálida y volvió la cara para ocultar la sorpresa, pero no fue lo bastante rápida. Alzira se dio cuenta de que le había revelado algo nuevo a su vecina y sonrió, maliciosa.

Lo cierto es que, a partir de entonces, la propietaria de la Casa Pereira no le quitó el ojo de encima a su hija y bastaron sólo dos días para enterarse de quién era el pretendiente. Se quedó sorprendida, no por descubrir que se trataba de Afonso, sino por comprobar que había sido ingenua, por haber pensado que la cuestión estaba zanjada, que los cuatro años de separación habían sido más que suficientes para enterrar el asunto. ¡Qué tonta había sido! ¿No conocía acaso a su hija? ¿Qué nube habría pasado por su cabeza para ignorar la naturaleza obstinada de la moza? Una naturaleza que ella, en resumidas cuentas, conocía más que bien.

Pero doña Isilda era una mujer práctica y sabía que no valía la pena perder el tiempo recriminándose, no era eso lo que resolvería el problema, lo que necesitaba ahora era un buen plan. Se puso a meditar sobre el asunto y concluyó, después de una larga reflexión, que de nada serviría intentar impedir lo inevitable, ella misma había sufrido la oposición de sus padres cuando comenzó a salir con quien sería su marido: en efecto, no fue esa oposición la que impidió la boda. Si se querían, ¿cómo podría resolver el asunto? Claro que tenía la opción de mandar a su hija a la casa de los primos de Lisboa, pero eso sólo serviría para tener a esa muchacha alocada libre como un pájaro y sabe Dios qué haría, lejos de su vigilancia, en aquella tierra de donjuanes y perdularios. No, la solución debía ser otra. Pensó un poco más. Afonso era, sin duda, un buen muchacho, admitió, el problema residía en su pobreza. Pero la verdad, siguió analizando, es que ya había recibido alguna educación en Braga, incluso sabía latín y hablaba lenguas extranjeras, lo que hacía de él un candidato más interesante. Para poder casarse con Carolina, no obstante, hacía falta que completase su educación, necesitaba alcanzar un estatus de caballero y tener ingresos seguros. Llegada a este punto de su razonamiento, doña Isilda comenzó a elaborar un nuevo plan. Le vino a la mente el rostro de su primo Augusto, mayor de artillería en el Ejército. Decidió escribirle, para preguntarle cómo podría convertirse en oficial un mozo de diecisiete años. La respuesta llegó a vuelta de correo.

Lisboa, 2 de junio de 1907

Querida Isilda:

Te agradezco la carta con las novedades de Rio Maior. Nosotros por aquí, muy bien. Odete anda con una tos terrible, pero el médico ha dicho que no hay problemas, me entrega unas recetas y me voy a buscar las medicinas a la farmacia. Parece que los alemanes tienen unos medicamentos nuevos muy buenos para los pulmones. Los chicos ya han sentado cabeza, y lo importante es que André ya va al Liceo del Reino.

Me tomo la libertad de suponer que la duda que me planteas sobre el Ejército significa que tienes a alguien en la mente. Para ser oficial es necesario hacer el curso completo en la Escuela del Ejército, aquí en Lisboa. Para ser admitidos, los candidatos tienen que haber aprobado algunas de las asignaturas de la universidad o de la Escuela Politécnica, pero no se trata de nada muy complicado. Tienen que tener un certificado de buena conducta, un certificado de antecedentes penales de la comarca y menos de veinticuatro años. Si fuesen menores de edad, hace falta una autorización del padre o del tutor. El coste de la matrícula oscila entre los cinco y los seis mil réis. Existe también un número limitado de plazas y los candidatos han de poseer cualidades físicas adecuadas para servir como oficiales, pero yo consigo arreglarte eso hablando con el comandante de la escuela, el general Sousa Telles, que suele visitar a mi padre.

Espero tus noticias. Dale un beso a Carolina.

Cariños de

AUGUSTO

Doña Isilda tomó una decisión en cuanto acabó de leer la carta. Fue a hablar con Carolina, le contó que lo sabía todo y le dijo que llamase al muchacho. Quería conversar con él.

Afonso apareció en la Casa Pereira al atardecer. Carolina lo introdujo, nerviosa, en el despacho de su madre. Informado de que doña Isilda estaba al tanto del noviazgo, le costó mirarla a los ojos y se sentó abatido en la silla, retorciéndose las manos apoyadas sobre sus piernas. No sabía qué decir y ella mantuvo un silencio pesado. Solamente lo rompió cuando se quedaron a solas.

—Vaya sacerdote que me ha salido —comentó doña Isilda con frialdad.

Afonso no dijo nada. Miraba al suelo, cohibido, con ganas de desaparecer de allí. Se sentía un traidor, alguien que había abusado de la confianza de quien le había prestado su ayuda.

—Si no he entendido mal, estás saliendo con mi hija. Sintiendo que era una pregunta, el chico soltó un gruñido de asentimiento.

—Y quieres casarte con ella.

Afonso jamás había pensado en eso, se quedó incluso sorprendido de que doña Isilda llevase el asunto tan lejos y tan rápido, pero supuso en aquel instante que sería de mal tono negar que sus intenciones fueran honestas, así pues, volvió a asentir, esta vez con un silencioso movimiento de la cabeza.

—¿Y se puede saber cómo pretendes mantenerla?

Afonso se encogió aún más en la silla. No tenía respuesta para esta pregunta, nunca se había enfrentado a semejante perspectiva. Se quedó callado y con los ojos bajos, al tiempo que unas gotas de sudor le brotaban de la frente. Hubo una nueva pausa pesada.

—Por tanto, si no he entendido mal, no tienes medios para mantenerla y quieres casarte con ella —concluyó doña Isilda con un suspiro, como quien dice que ya se lo imaginaba. Una pausa más—. Yo podría, claro está, colocarte en la tienda como dependiente, siempre ganarías algo, pero eso no alcanza. Como quiero lo mejor para mi hija, he decidido ayudarte a completar los estudios de modo que cuentes con medios para mantenerla.

El muchacho alzó la cabeza, con los ojos desorbitados.

—Gracias, doña Isilda —balbució.

—No me agradezcas nada todavía —interrumpió la viuda de forma áspera—. He hablado con un primo mío y existe la posibilidad de que ocupes una vacante en la Escuela del Ejército. Para dar mi consentimiento al noviazgo, quiero a cambio que te inscribas en esa escuela y te hagas oficial.

—Pero eso es caro, doña Isilda.

—No te preocupes por los gastos, que ése es mi problema. Lo que quiero es que se acaben los flirteos con Carolina mientras no te hagas oficial, no vaya a ocurrir una desgracia. Cuando salgas de allí siendo alférez, ya estarás en condiciones de formalizar la relación con mi hija. ¿De acuerdo?

Afonso la miró, indeciso.

—¿De acuerdo? —insistió la viuda, imperiosa.

—¿Cuánto tiempo dura la carrera?

—Deja que lo vea. —Sacó un folleto que le había enviado su primo y consultó la tabla—. Son dos años para infantería y tres para artillería.

—¿Dos para infantería?

—Sí.

—Me apunto en infantería.

El acuerdo quedó cerrado y doña Isilda, presurosa, mandó inmediatamente a Afonso a la casa de su primo Augusto, con el pretexto de que el joven necesitaba prepararse para la admisión en la Escuela del Ejército. En rigor, el pretexto era verdadero.

Afonso no había cursado el instituto ni el politécnico y necesitaba aprobar algunas disciplinas como Trigonometría Esférica, Algebra Superior, Dibujo, Geometría Analítica y Geometría Descriptiva, con lo que cubriría los requisitos curriculares necesarios para matricularse en infantería o caballería.

El mayor Augusto Casimiro, el primo de doña Isilda, vivía en un piso de Belém con su mujer y sus dos hijos. Cuando desembarcó en el Rossio, Afonso siguió las indicaciones manuscritas por la madre de Carolina y le pidió al cochero que lo llevase hasta la Rua Direita de Belém. La familia Casimiro, que lo acogió con simpatía, le consiguió enseguida profesores particulares para las disciplinas exigidas. El muchacho tenía menos de dos meses para preparar los exámenes del politécnico y conseguir, así, los certificados que le permitirían ingresar en la Escuela del Ejército, y se empeñó con ahínco en los estudios. Sabía que no tenía otras opciones y que ésta era una inesperada y preciosa segunda oportunidad. Si fallaba, regresaría a Carrachana y no le quedaría más alternativa que seguir los pasos de su padre e ir a trabajar la tierra por la zona del Cidral o volver al aserradero donde Joaquim seguía perdiendo su juventud.

La mujer del mayor, doña Odete, debía de ser tuberculosa, porque tosía tremendamente. Afonso, imbuido de un espíritu cristiano que había adquirido en el seminario, se multiplicaba en esfuerzos para ayudarla. Iba muchas veces a la farmacia situada en una esquina de la calle, con el rótulo por encima de las elegantes canterías de las puertas y ventanas de la fachada que anunciaba: LABORATORIO FRANCO. ESPECIALIDADES FARMACEÚTICAS. Allí recogía las medicinas que recetaba el médico. En una de las visitas a la farmacia reparó en la fotografía de un equipo de football pegada a la pared.

—¿Quiénes son? —le preguntó al empleado mientras esperaba que le preparasen la receta.

El hombre sonrió.

—Es el Grupo Sport Lisboa —dijo con orgullo—. Es el team en el que yo juego.

—¿Usted juega al football?

—Todos los domingos —exclamó, señalando enseguida al otro empleado de la farmacia—. Yo, Daniel y hasta el señor conde.

El conde era Pedro Franco, conde de Restelo y dueño del laboratorio Franco.

—¿Cómo se llama exactamente el equipo?

—Hombre, es el Sport Lisboa, ¿nunca ha oído hablar de él?

—No.

—Ya veo que no le gusta el football.

—Al contrario, me gusta mucho.

—¿Le gusta el football y nunca ha oído hablar del Sport Lisboa?

—Pues no.

—Caramba, hombre, usted anda un poco despistado.

—Ocurre que no soy de Lisboa, he llegado hace poco tiempo.

—Ah, vale —exclamó el empleado—. El Grupo Sport Lisboa nació en esta farmacia hace unos tres años. Es un club formado por chicos de la calle, los hermanos Catatau, los Carrillo y los Monteiro, toda gente que vive aquí y que se unió al grupo que era de la Casa Pia.

—¿Y juegan bien?

—¿Si jugamos bien? —El empleado se rio—. ¡Hombre, usted realmente está en la Luna! El año pasado quedamos en segundo lugar en el primer Campeonato de Lisboa. Segundo lugar, ¿ha oído? Por delante de nosotros sólo está el Carcavellos Club y detrás quedaron el Lisbon Cricket y el CIF de los hermanos Pinto Basto.

—¿Ah, sí? ¿Ustedes juegan con el Carcavellos Club? —preguntó Afonso, ahora genuinamente impresionado.

Ya en la época del Club Lisbonense, el Carcavellos Club era el equipo más temible que había, formado por ingleses del cable submarino. Si el team del empleado de la farmacia jugaba con el Carcavellos Club, razonó Afonso, debía de ser realmente bueno.

—Somos bicampeones de Lisboa —repitió el hombre con incontenible orgullo.

—¿Puedo ir a ver algún partido?

—Este domingo, si quiere. Vamos a enfrentarnos con el Cruz Negra en un match amistoso. El campeonato no comienza hasta el otoño.

—¿Y dónde es?

—Aquí al lado, en las Salésias, el campo que está al lado del cuartel. A las tres y media de la tarde.

Afonso no faltó al encuentro. Eran las tres de la tarde del domingo y ya había tomado asiento en las Salésias, un descampado rodeado de casas y que pertenecía a un cuartel de caballería. Las caballerizas estaban alineadas al fondo, y del otro lado se veía el Tajo deslizándose perezosamente hacia el mar. Había ya una pequeña multitud aglomerándose en torno al campo de tierra apisonada, observando a algunos jugadores que se entrenaban junto a porterías improvisadas. Unos vestían camisetas verdes con una cruz negra bordada al pecho, otros llevaban camisetas rojas y calzones blancos, entre ellos los dos empleados del laboratorio Franco. A Afonso le resultó fácil entender que los primeros pertenecían al Cruz Negra y los segundos al Grupo Sport Lisboa. Al cabo de media hora, un hombre con pantalones, corbata y chaleco llamó a los captains de los dos equipos y los tres eligieron el campo y la pelota. Era el referee.

El match comenzó instantes más tarde, deslumbrante. La multitud se animó, gritando «aaaaah» cada vez que había un gol. Por la diferencia de intensidad de los clamores cuando el triunfo se producía en una portería o en otra, Afonso entendió que el Sport Lisboa absorbía la mayor parte de la simpatía de los espectadores domingueros. En cierto momento, un jugador del Cruz Negra cayó cerca de la meta del Sport Lisboa y el referee sentenció penalty. Algunos espectadores no se resignaron y entraron en el campo corriendo para pedirle explicaciones al árbitro, con tal exaltación que los propios jugadores tuvieron que proteger al hombre. Cuando se restableció la calma, un atleta del Cruz Negra disparó el penalty e hizo goal. Los espectadores reaccionaron con frialdad, en vez del «aaaaah» excitado se oyó un «oooooh» de disgusto. El partido se reanudó y, en un determinado momento, la pelota salió del campo. Uno de los espectadores la recogió e intentó huir. Dos jugadores de rojo salieron corriendo tras él y lograron recuperar el balón. El juego siguió y, poco después, un estallido de alegría señaló la igualdad restablecida por el Sport Lisboa. Los rojos acabaron ganando el match por 3-1 y la multitud, satisfecha, se dispersó.

Afonso se quedó un rato más viendo a los jugadores desnudarse en un rincón del campo y lavarse en barreños. Un chiquillo iba con un cubo a buscar agua a un pozo y la echaba sobre los atletas. El joven espectador sonrió ante el espectáculo y se fue serenamente de las Salésias, de vuelta a casa y a los ejercicios de álgebra superior.

Durante dos meses, ésta fue la vida de Afonso. A lo largo de la semana, estudiaba con los profesores particulares pagados por doña Isilda, y el domingo iba a ver brillar al Grupo Sport Lisboa en las Salésias, en Alcântara o en el Lisbon Cricket Club. Llegó incluso a participar en algunos entrenamientos, cuando faltaban jugadores para completar dos equipos, pero carecía del talento y la preparación física para seguir el ritmo de los titulares. Esta vida duró hasta principios de agosto, momento de ir a la Academia Politécnica a hacer las pruebas.

En los exámenes le fue bien y, en pocos días, Afonso tuvo en su mano los cinco certificados que necesitaba. El mayor Augusto Casimiro lo llevó a la Escuela del Ejército, ubicada en el sitio de la Bemposta, o Paço da Rainha, donde entregó todos los documentos y certificados exigidos y pagó los más de 5000 réis de matrícula para entrar en infantería. Afonso, además, tuvo que hacer varios ejercicios físicos como prueba de su aptitud para afrontar los rigores de los entrenamientos militares, prueba que superó con sorprendente facilidad. Se impuso su porte atlético, entre otras cosas porque su frecuente participación en los entrenamientos del Sport Lisboa lo había dejado en buena forma. El mayor Casimiro llegó incluso a hablar con el general Sousa Telles para facilitar discretamente las cosas, toda vez que había más candidatos que vacantes, pero la cuña acabó revelándose innecesaria. El 31 de agosto se fijó la lista de los candidatos seleccionados en el vestíbulo de la Escuela; Afonso vio su nombre incluido. Sintió que se liberaba del peso que llevaba sobre los hombros y una bocanada de aire puro le llenó los pulmones. Sabía que un fracaso tendría consecuencias penosas en su vida, por lo que fue un gran alivio verse matriculado en la Escuela del Ejército.

Las clases no comenzaban hasta el otoño, por lo que Afonso fue a descansar durante septiembre en Carrachana. Advertida de la presencia del muchacho, doña Isilda mantuvo a Carolina encerrada a cal y canto en casa. La viuda argumentaba que los acuerdos eran para cumplirse: no quería amoríos mientras el pretendiente no aprobase la carrera militar que le abriría las puertas de la oficialidad, no fuese a pasar que el diablo actuase y la muchacha apareciera preñada. Pero doña Isilda no eludió sus responsabilidades de protectora y financió la confección, en la sastrería de Ulpio Brazão, del uniforme de primer sargento cadete para Afonso, un uniforme obligatorio para todos los jóvenes que asistían a la Escuela del Ejército.

Afonso regresó a Lisboa el jueves 24 de octubre. Se presentó en la secretaría de la escuela y prestó, días después, el juramento de fidelidad, requisito imprescindible para poder servir en los cuerpos del Ejército. A partir de ese instante, quedaba integrado en la Escuela del Ejército y, detalle extraño para quien estaba obligado a pagar matrícula, comenzó a percibir un sueldo de trescientos réis por día.

Un sargento los condujo, a él y a unos cuantos más que se habían presentado también ese día, hasta la parada del internado de la escuela, una gran plaza de tierra apisonada rodeada de edificios de color rosa claro y de dos pisos. Había grandes olmos que se alzaban al fondo más allá del muro, la bandera azul y blanca de Portugal izada en un mástil; en otro, el estandarte de la Escuela del Ejército, las armas portuguesas en cada rincón circundadas por dos ramas de laurel. Los llevaron hasta el edificio central del ala izquierda y, cuando Afonso entró, se dio cuenta de que, más que un dormitorio, aquél era un verdadero almacén de cadetes. Había literas a la izquierda y a la derecha en un espacio amplio y sin compartimientos, unas cincuenta literas a cada lado, cien en total, sábanas blancas sobre una madera ordinaria, nada que sorprendiese al mozo de Carrachana, habituado a cosas peores en la cama de latón que compartió durante años con sus hermanos. El sargento les indicó sus camas, les dio las llaves de los cofres y ordenó que se quitasen la ropa de paisano y comenzasen a usar, a partir de ese momento, sólo el uniforme reglamentario.

Afonso se quitó la ropa junto al cofre, con los pies sobre el suelo frío de baldosas, y se puso el uniforme que sólo había usado una vez, al probárselo en la sastrería de Rio Maior: primero los pantalones grises y la camiseta; después se calzó los zapatos y, por fin, se puso la perla del uniforme, el dolmán. Era una vistosa chaqueta azul, abrochada verticalmente en medio del pecho con seis botones de metal amarillo, las solapas levemente redondeadas por delante, la gola rojo vivo con el emblema dorado de la Escuela, la divisa de primer sargento bordada en escarlata en las mangas y una bandolera blanca que le cruzaba el pecho y sostenía una canana a la altura de la cadera. En la cabeza, el birrete azul. Cuando todos terminaron de ponerse el uniforme, el sargento los condujo fuera del dormitorio hasta la parada y les enseñó los movimientos que tendrían que efectuar diariamente durante la ceremonia de formación del almuerzo. Después, los cadetes le entregaron al sargento sus platos y cubiertos, debidamente numerados, para que fuesen llevados al comedor. El plato y los cubiertos de Afonso estaban marcados con el número 190, y a los cadetes se los informó del lugar que tendrían que ocupar en el comedor.

La ceremonia comenzó a las doce y media. El sargento apareció poco antes en la parada y mandó a los cadetes que se cuadrasen. Afonso y los restantes novatos se quedaron en uno de los extremos. A las doce en punto, el comandante del cuerpo de alumnos salió de su despacho y entró en la parada. Era el coronel Leitão de Barros, un sexagenario barrigón, con el pelo canoso echado hacia atrás, un bigote espeso y puntiagudo y pronunciados arcos superciliares. El comandante se colocó frente a los cadetes cuadrándose e hizo una seña al sargento.

—¡Derecha, volver! —gritó el sargento.

Los cadetes giraron hacia la derecha y Afonso, atento al movimiento, los siguió. Se cuadraron, vueltos hacia las banderas y los olmos que se alzaban más allá del muro.

—¡Ordinario, march! —volvió a gritar el sargento con un vozarrón que llenaba la parada.

Un puñado de hombres de la charanga del Ejército comenzó a tocar, mientras los cadetes marchaban a paso militar, circulando alrededor de la parada hasta volver al punto de partida. Todo aquello era una novedad para Afonso, que se divertía al verse en aquella situación. El sargento dio la orden que anunciaba el final de la ceremonia y los cadetes rompieron filas y corrieron rápidamente hacia el edifico que tenían detrás, exactamente en el lado de la parada opuesto a los dormitorios. Afonso entró en el gran salón y vio dos enormes mesas en fila de cada lado: era el comedor. Los cadetes se dirigieron a las mesas y aguardaron de pie detrás de las sillas. El coronel Leitão de Barros entró en el comedor y, en ese instante, el sargento volvió a gritar una orden.

—¡Atención, cuádrense!

Todos adoptaron una posición muy rígida.

—Mi coronel, ¿me permite que dé la orden para sentarse? —preguntó el sargento en voz baja.

—Sí, señor, dé la orden.

El sargento obedeció y los cadetes ocuparon sus lugares. Afonso reconoció el número 190 marcado en el plato y en los cubiertos que tenía enfrente y no pudo dejar de admirar aquel rasgo de la organización militar. El rancho se sirvió de inmediato. Los camareros llevaron cordero guisado con patatas, agua y vino tinto. No estaba mal preparado, lo que dejó a Afonso sorprendido. De postre, café con leche y pan.

Duró pocos días esta fase de adaptación. El curso lectivo comenzaba el 30 de octubre y se preveía un gran acontecimiento. Su Majestad, el rey don Carlos, vendría a presidir la sesión pública de la solemne inauguración, por lo que la Escuela del Ejército se esmeró para ocasión tan señalada. Afonso nunca había visto a Su Alteza Real en carne y hueso y ardía de curiosidad por observar por primera vez al monarca, el hombre más importante del país, aquel que tenía poder de vida o de muerte sobre todos y cada uno.

La mañana del gran día, los cadetes formaron en cuatro compañías frente al portón de entrada de la escuela, en el Paço da Rainha, con el muro de la parada a la derecha. La banda de música de infantería se encontraba junto al batallón, mientras una compañía de la Infantería 16 formaba la guardia de honor, también con una banda de música. Se había instalado una batería de seis piezas de la Artillería 1 en el campo de ejercicios de la escuela, preparada para las salvas de rigor. La espera fue larga, con el coronel Leitão de Barros y los sargentos que inspeccionaban repetidas veces a los cadetes. El nerviosismo estaba patente en cada uno.

Hacia las diez de la mañana, la caballería irrumpió con gran aparato por la Rua Gomes Freire e invadió el Paço da Rainha, anunciando la llegada del Rey. Un automóvil negro apareció enseguida y estacionó frente al palacio de la Bemposta. Todos se habían cuadrado. Afonso nunca había visto un coche tan grande; sin duda, tenía capacidad para que se instalasen en él cinco personas. Las dos bandas comenzaron a tocar con estruendo, se extendió de inmediato una alfombra roja en la acera, el general Sousa Telles salió de la escuela e hizo la venia ante el automóvil; tenía al coronel Leitão de Barros al lado. Todos vestían el uniforme de gala. Las piezas de artillería dispararon las salvas de rigor. Se abrió la puerta del automóvil y se irguió una silueta, los oficiales se inclinaron en una reverencia y don Carlos puso sus pies en la acera. Era un hombre gordo envuelto en su uniforme engalanado, con un bigote rubio que adornaba su rostro mofletudo. Se oyeron aplausos y el Rey dirigió un gesto de beneplácito a la acera opuesta con una sonrisa forzada, saludando a las mujeres de los oficiales que se aglomeraban en la calle y en los balcones exhibiendo sus mejores vestidos domingueros y con sombrillas de estilo parisiense en la mano, meros adornos en aquel día gris. Se abrieron pasillos entre la guardia de honor y don Carlos entró en la Escuela del Ejército. El general Sousa Telles seguía a su lado indicándole el camino, y el resto del séquito a la zaga.

—¿Será verdad lo que dicen de él? —preguntó Afonso, en un susurro, a Mascarenhas, el cadete que aguardaba a su lado y con quien ya había trabado amistad.

—¿Que es impotente?

—No, que es cornudo.

—No lo sé —repuso Mascarenhas con una mueca—. Ya he oído tantas cosas. Impotente, cornudo, fornicador, loco. No sé si es verdad, pero cuando el río suena…

—No hay duda de que es comilón —concluyó el de Rio Maior—. ¿Has visto su tripa?

Afonso y los cadetes se quedaron dos horas en la calle, aguardando con impaciencia el final de la ceremonia solemne que se desarrollaba en el salón noble del primer piso. Alrededor de mediodía, el alboroto volvió al Paço da Rainha, las bandas volvieron a tocar, el Rey reapareció en la acera, se despidió de los oficiales, saludó a damas y doncellas, se metió en el coche, dispensaron a las piezas de artillería de las habituales salvas de rigor y el automóvil arrancó en medio de un pandemónium de cascos de caballo que retumbaron en la plaza, llevándose consigo el ruidoso séquito de la caballería.

Con esa ceremonia comenzó el curso lectivo, Afonso se habituó a la rutina de despertar a las seis de la mañana, ir a tomar un desayuno de café y galletas y asistir a clase. Comenzaba los lunes, a las siete de la mañana, con Esgrima, a la que seguía, a las ocho y media, Teneduría de Libros, y después, a las once, Topografía. A las doce y media era el almuerzo y a la una tocaba la clase de Fortificación Pasajera, en la que aprendía los trabajos de vivaque y campamento, además de las comunicaciones militares y las aplicaciones de la fotografía en la guerra. No eran materias tan estimulantes como sus conversaciones con el padre Nunes en Teología Dogmática, pero Afonso se esforzó por encontrar interés en los nuevos temas que tenía que estudiar. Acabadas las clases, le quedaba el resto de la tarde libre; después de merendar, los cadetes iban al dormitorio donde, a las nueve de la noche, tras una cena rápida y frugal, ya estaba todo el mundo durmiendo.

Las clases del primer año de infantería eran comunes a las de caballería. A lo largo de la semana, de lunes a sábado, los cadetes dedicaban su tiempo a varias disciplinas, como Instrucción de Tiro, Gimnasia, Administración y Contabilidad, Táctica de Infantería y Caballería, Equitación, Balística Elemental y Organización de los Ejércitos. En el curso de tiro había adquirido particular destreza con la Mauser Vergueiro, la carabina con una culata tipo Mauser que había modificado el coronel Vergueiro tres años antes, para adaptarla a los brazos cortos del soldado portugués. Los brazos de Afonso eran, en realidad, largos, pero se revelaba capaz de hacer maravillas con aquella arma. Otra disciplina considerada importante por los oficiales era Higiene Militar, impartida por un médico que sostenía la extraña tesis de que había que bañarse una vez por mes e, incluso, cuando llegaba el calor, una vez por semana. Los cadetes se rieron por la exageración, tanto baño hacía daño a la piel y era poco saludable, pero la risa se transformó en irritación cuando se vieron obligados a someterse periódicamente a una experiencia tan radical.

Las clases y los ejercicios abrían en los cadetes un apetito voraz. El problema es que los platos de los almuerzos se repetían demasiado. Oscilaban entre las asaduras de cerdo con arroz, el bistec con patatas fritas y el bacalao guisado con patatas. Las meriendas se diversificaban más, con pescado cocido, ternera asada, cabeza de cerdo con alubias blancas y verduras, y pescado frito con patatas, enriquecidas por las sopas variadas, como la sopa de arroz con garbanzos, la sopa de alubias blancas y la sopa de fideos, además de las ensaladas de brócolis o de judías verdes y el pan. La cena se limitaba a té y pan con mantequilla para confortar el estómago durante la noche.

Los domingos eran días libres. Afonso iba primero a la capilla de la escuela, a la misa dominical, y por la tarde se procuraba otras distracciones. A veces visitaba el animatógrafo del Rossio o el Chiado Terrasse para ver una película, se exhibían entonces en las pantallas lisboetas las películas de Méliès y las producciones Pathé, aunque las principales atracciones eran las deslumbrantes representaciones de Max Linder. Otras veces iba a la Rua da Palma a ver las comedias que daban en el Theatro do Príncipe Real o se dirigía a la Rua Nova da Trindade para divertirse con los festivales de carcajadas en el Theatro do Gymnasio o en el Theatro da Trindade. Pasaba las noches con sus amigos en los cafés-concierto de la cervecería Jansen, en la Rya do Alecrim, y si no iba a la Avenida da Liberdade a ver a los nobles con puro y chistera entrando en el Gran Casino de París para dilapidar varios miles de reales. Cuando deseaba otro tipo de emociones, cogía un tramway hasta Sete Rios y seguía en el mismo medio de transporte por Benfica para ir a vagar por la Quinta das Laranjeiras, donde por cien réis se deleitaba con las sensaciones que producía la visión de las fieras expuestas en el jardín zoológico.

Por lo común, sin embargo, prefería ir a presenciar los partidos del Grupo Sport Lisboa. El campeonato comenzó ese otoño y los partidos eran muy disputados, con el equipo rojo y blanco midiendo fuerzas con el siempre poderoso Carcavellos Club, además del Lisbon Cricket, el CIF, el Cruz Negra y el recién inscrito Sporting Club de Portugal. En las charlas con los empleados del laboratorio Franco, Afonso captó un gran resentimiento de los jugadores del Sport Lisboa contra el Sporting Club, una antipatía que tenía origen en una operación de seducción efectuada recientemente por el nuevo club a los mejores players rojos. Al contrario del Grupo Sport Lisboa, un club de Belém en el que los jugadores andaban con el vestuario a cuestas y se lavaban en la calle, el Sporting Club contaba con el apoyo de gente adinerada, incluido el acomodado vizconde de Alvalade, que construyó un moderno campo con vestuarios y duchas en la antigua Quinta das Mouras, instalación de lujo que sólo existía en los stadiums ingleses. Cansados de las malas condiciones en que jugaban y se entrenaban, los grandes players del Sport Lisboa, tal vez los mejores del país, aceptaron una invitación para ir al Sporting Club. Eran, en total, ocho players, incluidos dos de los hermanos Catatau, y esta sangría de talento casi acabó con el Sport Lisboa. Con una enorme dificultad, el club del águila se inscribió en el segundo Campeonato de Lisboa, en un momento en que todos lo daban como liquidado.

El football fue entrando gradualmente en la vida de los cadetes, que se entusiasmaban con todo lo que implicase juego. El ambiente entre ellos era divertido, animado por otros juegos que, a veces, rozaban una puerilidad tremenda. Por la noche, Afonso se quedaba viendo a sus compañeros disputando el llamado «campeonato de pedos», por el que competían entre carcajadas en el concurso de la aerofagia más ruidosa o, como alternativa, cuando servían alubias en la merienda, de la más hedionda. Antes de liberar una explosión de gas intestinal, algunos imitaban la voz de los instructores de artillería y gritaban: «¡fuego a la pieza!», y a ello le seguía la inevitable descarga aerofágica. En este juego, Afonso nunca participó, su educación en el seminario continuaba presente en estos detalles, lo que le valió el apodo de «Aplomadito».

—¡Oye, Aplomadito! —lo llamaban a veces—. ¿Has visto que eres el único tipo que está aquí y no se tira pedos ni dice tacos, caray?

Aunque no participase en estos juegos, seguía las competiciones con mucha atención, y deprisa se dio cuenta de que todo servía para que los cadetes rivalizasen entre sí. Comparaban el ruido de los eructos y hasta el tamaño de los penes, pero en este caso los más débiles pronto aprendieron a refrenar la lengua porque no convenía competir con los cadetes más corpulentos, los chicarrones no siempre eran los más aventajados y se mostraban hipersensibles cuando alguien menos discreto les llamaba la atención sobre ese pequeño detalle, sobre todo si se los comparaba con algunos canijos que se revelaban mejor dotados.

Un tema permanente de conversación eran «las chicas». El ambiente del cuartel era íntegramente masculino y, por lo común, las salidas del domingo estaban destinadas sobre todo a ir a mirar a las muchachas. Algunos cadetes se escaqueaban de la misa en la capilla de la escuela y preferían visitar las iglesias civiles. Su único propósito era, claro, ir a ver a las mozas, a quienes les hacían discretas señales durante la liturgia. Varias muchachas se quedaban encantadas con los uniformes y accedían a dar un paseo con los cadetes después de obtener la debida autorización de sus padres, algunos de los cuales, pobres ingenuos, creían sinceramente que aquellos vistosos uniformes eran, por sí solos, garantía suficiente de que quien los llevaba sólo podía ser un verdadero caballero.

Como es natural, Afonso formó su grupo de amigos, entre los que se destacaba Cesário Trindade, un lisboeta desgarbado, hijo de un general jubilado anticipadamente debido a sus ideas republicanas. Trindade se volvió famoso por haber soltado de un estornudo una virulenta carga verdusca de secreción nasal sobre el profesor de Balística Elemental. Los cadetes hicieron chacota del incidente, considerando aquel estornudo una verdadera lección elemental de Balística; desde ese momento, Trindade comenzó a ser conocido como «el Mocoso».

Lo que acercó a los dos chavales fue el placer intelectual; ambos eran los únicos cadetes apasionados por la filosofía. Sin embargo, el Mocoso era un radical, defendía ideas que chocaban con los valores que Afonso había adquirido en el seminario.

—Hegel y Nietzsche son mis filósofos favoritos —anunció Trindade cierto día, mientras ambos disfrutaban en el patio del sol del otoño.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Porque no confunden realidad con deseo y son los únicos cuyas enseñanzas resultan útiles para nuestra carrera militar.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso—. ¿Utiles en qué sentido?

—Vaya, hombre, ¿no los has leído?

—Leer, los he leído, pero no todo, ¿sabes? Como si fuesen los únicos…

—Mira, Hegel comprobó que la guerra nos ayuda a comprender que las cosas triviales, como los bienes materiales y la vida de las personas, valen poco. Escribió que, a través de la guerra, se preserva la salud de los pueblos. Fascinante, ¿no?

—¿Estás loco? La guerra va contra las enseñanzas divinas, contra uno de los principales mandamientos, no matarás. ¿Qué tiene eso de fascinante?

—Oye, Aplomadito, ¿te estás quedando conmigo o qué? ¿Qué enseñanzas divinas? ¿A qué enseñanzas obedecieron las Cruzadas?

—Dios ha dicho: ¡no matarás!

—¡Arre! Hasta te pareces a un curita hablando en la catequesis. La guerra, para que sepas, es el principal catalizador de la disciplina humana. Platón y Aristóteles, por ejemplo, se hartaban de elogiar a Esparta, admiraban su austeridad, la rigurosa disciplina y aquella cultura de combate al egoísmo. ¿Y de dónde crees que vinieron esos valores, eh? De la permanente prontitud de los espartanos para la guerra, claro. La guerra, lo quieras o no, tiene efectos benéficos para quien se implica en ella, los valores marciales pueden ser positivos para la sociedad…

—Y pueden destruirla —interrumpió Afonso—. Déjate de tonterías, Mocoso. Aunque Hegel haya enumerado algunas ventajas de la guerra, nunca hizo una apología, nunca dijo que fuera bueno estar en guerra.

—Disculpa, pero eso está implícito en lo que escribió. Léelo. Además, el propio Moltke criticó la paz, denunciando sus falsas virtudes.

—¿Moltke? Oye, mira, nunca he oído hablar de ese tipo. ¿Es un discípulo de Hegel?

Trindade se rio.

—Vaya, Aplomadito, ¿así que no sabes quién es Moltke? —Meneó la cabeza—. No me sorprende, pues, que digas semejantes disparates. Puedes tener mucha cultura filosófica, no lo discuto, pero tu bagaje de historia militar, disculpa que te lo diga, deja mucho que desear. Moltke, amigo, fue el general prusiano que invadió Francia en 1870. Un gran general, si te interesa mi opinión.

—Pues te repito que es la primera vez que oigo hablar de ese individuo.

—Ya me he dado cuenta. Moltke no era un tipo de medias tintas, decía lo que muchos pensaban pero no se atrevían a expresar. Denunció la paz, sí, diciendo que la paz duradera es sólo un sueño, para colmo un sueño desagradable. Fue él quien destacó una evidencia de la que nadie quiere hablar, la de que la guerra es una parte necesaria del orden de Dios.

—¿Y tú, Mocoso, crees en eso?

—¿Y cómo no iba a creer? Fíjate en la historia, Afonso, fíjate en nuestro pasado. ¿Qué ves? Guerras, siempre guerras. Eso sólo puede significar una cosa, que las guerras forman parte de nuestra humanidad, de nuestra naturaleza, son un mal necesario y van a existir siempre. Moltke y Hegel tienen razón, créeme.

—Podría citarte otros autores que dicen exactamente lo contrario.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, el general Fortunato José Barreiros —respondió Afonso, que se refería a un antiguo comandante de la Escuela del Ejército, autor del Ensaio sobre os principios geraes da Strategia e de grande Tactica—. Él considera la guerra el mayor flagelo que puede sufrir una nación, por lo que es conveniente abreviarla lo más posible.

—Barreiros está superado.

—Están también Voltaire y Adam Smith, quienes dicen que la guerra es el resultado de leyes equivocadas, falsas percepciones e intereses ocultos.

—Líricos.

Afonso suspiró, resignado.

—Mira, Mocoso, sólo espero que no haya ninguna guerra que te haga tragar todas esas ideas tuyas.

—Y yo, Aplomadito, espero que haya una guerra para que veas si tengo razón o no. —Alzó el índice derecho y adoptó un tono profesional, pomposo—. Las guerras hacen a los grandes hombres. Fíjate en el duque de Wellington, fíjate en Napoleón, fíjate en Afonso Henriques. Todos grandes hombres, todos hombres de guerra. Mata a un hombre por dinero y eres un criminal. Mata a mil hombres por una idea y eres un gran genio. Las cosas son así. El propio Nietzsche admitió que el colapso de nuestra civilización es el pequeño precio que hay que pagar para tener a genios como Napoleón. Nietzsche, querido Aplomadito, observó que la infelicidad de las personas insignificantes de nada vale, a no ser en los sentimientos de los poderosos. La crueldad espiritualizada e intensificada es la forma más elevada de cultura.

—Nietzsche es idiota.

—No, Afonso. Nietzsche es un genio.

Los choques intelectuales con Trindade generaban en Afonso un sentimiento ambivalente. Por un lado, apreciaba el duelo de ideas, el placer de la discusión filosófica, el descubrimiento de nuevos caminos, la exploración de conceptos diferentes, la revelación de novedades. Pero, por otro, se debatía con un sentimiento contradictorio de fascinación horrorizada, se descubría seducido por aquellas ideas tan radicales y agresivas y, al mismo tiempo, atemorizado por alimentar esa atracción, experimentaba una repulsa moral contra los valores tan antagónicos con respecto a los que había adquirido en el seminario, intuía que su amigo despertaba en él una racionalidad animal que sólo podía reprimir la fuerza de la voluntad moral. Por eso mismo, sólo buscaba a Trindade cuando deseaba un diálogo estimulante, combativo.

Por estas razones, su amigo más próximo no era el Mocoso, sino Gustavo Mascarenhas, un inquieto joven de Vila Real a quien conoció ya desde los primeros días. A Afonso le resultó curiosa la coincidencia de que sus mejores amigos fueran tramontanos, ya en el seminario su gran compañero había sido Américo, el gordito de Vinhais. Mascarenhas no era gordo, sino corpulento y musculoso, tenía incluso un aspecto de troglodita, aunque fuese inteligente y divertido. Provenía también de una familia de militares, su padre era coronel de caballería; Mascarenhas pretendía seguirle los pasos. Para que no lo acusasen de imitador y de falta de imaginación, optó por la infantería, incluso porque en Vila Real estaba instalada la Infantería 13 y le convenía quedarse cerca de casa, siempre sería más cómodo.

Como ambos se encontraban lejos de la familia, los domingos Afonso solía llevar a Mascarenhas al football, pero no coincidían en las simpatías. El chico de Rio Maior era un supporter del Sport Lisboa, pero el de Vila Real prefería al Sporting Club. Ambos discutían frecuentemente la importante cuestión de determinar quiénes eran los mejores players. Afonso argüía que, sin los ocho atletas que había ido a buscar al Sport Lisboa, el Sporting Club no sería nada ni ganaría a nadie, pero Mascarenhas le replicaba defendiendo a Francisco Stromp, el crac del emblema del león que no había venido del club del águila, e insistía en que el Sporting era un club en serio, tenía campo e instalaciones adecuadas, mientras que el Sport Lisboa no era más que un hatajo de desharrapados.

El football y sus rivalidades llenaban así sus conversaciones, aparte de «las chicas», claro, pero Afonso tenía también otros intereses. Se pasaba tardes enteras encerrado en la biblioteca de la escuela. Apreciaba el olor dulzón a papel viejo que impregnaba el aire y disfrutaba del aspecto eminente de los armarios cargados de libros y apoyados en las paredes, cuya madera, de caoba tallada, hacía contraste con la tarima de cerezo claro barnizado. Había escaleras de caracol, en dos esquinas de la biblioteca, que permitían acceder a una barandilla de caoba que se extendía por todo el perímetro de la sala, a unos tres metros de altura, y donde había más libros, lugar por donde al cadete le gustaba deambular examinando los lomos en busca de ejemplares con títulos que le parecían pintorescos: Instrucciones para el campeonato del caballo de guerra, Arquitectura sanitaria, Nomenclatura de máquinas de vapor y El combate de la infantería contra la caballería. La mayor parte de las obras guardadas allí eran textos militares, pero Afonso descubrió ejemplares de Les voyages extraordinaires de Jules Verne, editados por la Collection Hetzel. Como leía bien francés, gracias al padre Fachetti, devoró el Voyage au centre de la Terre y Michel Strogoff. Después siguió con divertida atención los absurdos problemas balísticos propuestos en De la Terre à la Lune.

Verne lo hacía soñar, pero la biblioteca disponía de pocos libros de ficción y Afonso se vio forzado a llevar frecuentemente novelas a ese lugar, obras que leía absorto, con las páginas iluminadas por la luz natural que entraba difusamente por las dos grandes claraboyas abiertas en el techo. Fue allí donde conoció a Machado de Assis y lo angustió la duda de saber si Capitú había traicionado o no a Bentinho en Don Casmurro; fue allí donde devoró a Eça de Queiroz y se escandalizó con El crimen del padre Amaro, sobre todo porque imaginaba que los tormentos de la carne sólo lo atacaban a él y a unos pocos más en el seminario. Primero se negó a aceptarlo, aunque le habían advertido que aquél era un libro de pecado, de lujuria, de voluptuosidad, ¿dónde se ha visto que se describa a los sacerdotes de esa manera? ¿Cómo se atrevió el escritor a colocarlos en aquella situación? Qué falta de respeto, debería prohibirse.

No obstante, por la noche, meditando sobre lo que leía, pensaba que tal vez aquello no fuese un disparate. Se acordó de que san Agustín había abordado el problema de la sexualidad y fue a consultar sus Confesiones. En la mitad del texto, entre las asombrosas revelaciones de la promiscuidad sexual del santo cuando era joven, sobresalía la súplica de san Agustín a Dios, a quien le imploraba: «Señor, hazme casto, pero no todavía». ¿Pero no todavía? Poco a poco Afonso acabó concluyendo que, en resumidas cuentas, aquélla era una tentación universal: «Todos son del mismo barro». Esta corta frase de Eça, simple pero poderosa, se le quedó grabada en la mente. Sí, es evidente, todos son del mismo barro, si se observa bien es realmente así, qué afirmación tan reveladora y verdadera, si hasta san Agustín había cedido a la pecaminosa tentación, ¿qué decir de los otros, qué decir del padre Álvaro? Pues sí, el padre Álvaro. Al fin y al cabo, hasta el padre Álvaro, el buen padre Álvaro que lo había acogido y lo había ayudado en Braga, estaba hecho de aquel barro. Hasta el austero vicerrector, casto y castigador, justiciero y vengador, tenía sin duda sus pequeñas tentaciones, tal vez, quién sabe, si investigasen sus máculas, también merecería su cartita lacrada, la misma carta que, por mucho menos, echó a Afonso, pero que jamás se dirigiría a sí mismo por pecados quizá mucho peores. ¡Ah, los filisteos!

El comienzo de 1908 fue agitado. El día 28 de enero comenzó a correr en el dormitorio de la Escuela del Ejército la noticia de que estaba en marcha una sublevación para derribar la Monarquía. El Gobierno reprimió la rebelión, detuvo a los jefes de los revoltosos y consiguió del Rey la firma de un decreto que permitía enviar a cualquier sospechoso al destierro sin juicio previo. A Trindade se lo veía asustado, posiblemente su padre, republicano, no estaría seguro, y Afonso lo consoló y se abstuvo, por el momento, de utilizar el apodo de «Mocoso» para llamarlo. Pero los acontecimientos se precipitaron unos días después, el 1 de febrero. Los cadetes estaban en la clase de Teneduría de Libros cuando un oficial entró bruscamente en el aula, se paró junto al profesor y se dirigió a la clase:

—El Rey ha muerto —exclamó—. ¡Viva el Rey!

Se suspendieron las clases, se izaron las banderas azules y blancas de Portugal a media asta, había oficiales que parecían desorientados, corrían de un lado para el otro, con el semblante cargado con miedo, esperanza, furia, alegría, lágrimas, sonrisas, pesar. ¿Qué ha pasado? ¿Realmente ha muerto? ¿No estará herido? ¡El gordo ha fallecido al fin! ¿Quién gobierna? ¡Las pagarán! ¿Ha caído la Monarquía? ¡Republicanos, cabrones! ¿Habrá sido la Carbonaria? Las informaciones circulaban de boca en boca, contradictorias. La verdad se mezclaba con los rumores, imperaba la confusión, los dimes y diretes, la desorientación.

Incapaz de mantenerse más tiempo en aquella incertidumbre y excitado por la magnitud de los acontecimientos, Afonso salió con Gustavo Mascarenhas y cogieron dos tranvías hasta la Praça do Commércio, decían que el regicidio había sido allí y así era, en efecto, las tiendas estaban cerradas y la policía municipal custodiaba la plaza. Se acercaron a la zona del Kioske, donde se había producido el asesinato y aún se veían restos de sangre en el suelo. Los guardias que vigilaban el local, al principio remisos, después con cierto regodeo, les contaron todo a los cadetes. Habían matado al rey don Carlos a tiros cuando venía de Vila Vinosa en un coche abierto. También había muerto el príncipe heredero, don Luiz Filippe, al desenvainar la espada; el otro príncipe, don Manuel, estaba herido en un brazo; la reina doña Amélia seguía conmocionada, ella que había sido una heroína, una verdadera heroína: «Fíjense, pobrecita, intentó frenar las balas con un ramo de flores», detalle ese muy comentado; «Con un ramo de flores». Los dos asesinos acabaron muertos a golpes de espada por los policías municipales, bravos hombres que ahora custodiaban, con un celo y un aplomo que enorgullecerían a los difuntos, la desolada Praça do Commércio.

Vinieron tiempos agitados. Los lisboetas dejaron las calles insultantemente desiertas al paso del coche fúnebre con los restos mortales del Rey y llenaron el cementerio del Alto de São João durante el entierro de los regicidas. Ostentaban corbatas rojas para denigrar el luto de los monárquicos. Las revueltas populares estallaron con las elecciones de abril, los teatros se llenaron de versos antimonárquicos, los militares conspiraban a la sordina, se contaban las escopetas: «Éste es nuestro. Aquél es de ellos». Afonso aún no era de nadie, sólo era, al fin y al cabo, un cadete interesado en el football, un joven que antes había buscado dedicarse al dominio de la palabra del Señor y a los misterios del universo y de la vida, y que ahora se preocupaba sobre todo por el manejo de la Mauser Vergueiro y por el control de los secretos de la balística y de la muerte.

Julio trajo consigo el turno de exámenes. Afonso aprobó todo, menos Topografía, así que tuvo que volver para el segundo turno, en octubre. El primer turno terminó el 31 de julio y el joven sólo se quedó unos días más para conocer la feria de agosto, un acontecimiento que los cadetes de Lisboa comentaban con tanto entusiasmo anticipado que despertó una gran curiosidad entre los que venían de fuera de la ciudad.

Afonso fue a conocerla el mismo día de la inauguración y no quedó decepcionado. Instalada en plena Rotunda, la feria se reveló enseguida como un lugar de gran animación, había allí un circo de pulgas amaestradas, demostraciones de audiófono y de los cilindros Edison con música a pedido, teatros de títeres, juegos de pimpampum para derribar muñecas con pelotas de trapo, atracciones como el Metropolitan Scenic Railway y otras igualmente deslumbrantes. Los vendedores ambulantes pregonaban a los cuatro vientos sus productos. «¡Bailarinas! ¡Bailarinas!», anunciaban los que vendían sardinas; «¡Pencudos[3]! ¡Pencudos!», respondían los de los chicharros; «¡Fijaos qué refilões[4]! ¡Fijaos qué refilões!», gritaban los vendedores de pimientos. Se veía también gente vendiendo bígaros cocidos, habas tostadas, altramuces, pan e, infaltables, las bebidas, como el zumo de culantrillo, la limonada y, sobre todo, el buen aguardiente. Eran varios los que llevaban una gran botella de vino tinto rodeada de vasos pequeños y gritaban: «¿Quién quiere a la viuda y a sus hijos?». No dejaba de ser sorprendente este espectáculo de juerga y fiesta en un país sumido en una profunda agitación política.

Afonso regresó finalmente a Rio Maior para disfrutar de los dos meses de vacaciones esperados con ansiedad. Deseaba alejarse del clima conspirativo de la Escuela del Ejército, de las protestas que llenaban las calles de Lisboa y sobre todo de Gustavo, que no paraba de mofarse de él porque el flamante Sporting Club había quedado en segundo lugar en el Campeonato, por delante del Sport Lisboa y sólo por detrás del inevitable Carcavellos Club. Por otro lado, echaba de menos a Carolina y alimentaba la esperanza de que, con las buenas notas que ahora llevaba a casa, tal vez no le importase a la madre de la muchacha autorizar la reanudación del noviazgo; al fin y al cabo, él ya era prácticamente oficial, sabía esgrima, usaba los Mausers con destreza y los caballos no tenían secretos para él.

Cuando entró en la Casa Pereira para saludar a doña Isilda e intentar ver a Carolina, lo aguardaba una tremenda decepción. Doña Isilda lo recibió con simpatía y lo felicitó por las notas obtenidas, pero, en el momento en que Afonso preguntó por Carolina, la respuesta lo dejó de piedra.

—Carolina está de novia.

—¿Cómo?

—Carolina está de novia, Afonso. Va a casarse en otoño.

El muchacho se quedó pasmado mirando a la viuda, pálido, intentando digerir aquellas palabras.

—Usted está bromeando, doña Isilda.

—De ninguna manera. Va a casarse con un ingeniero de la Real Compañía de los Ferrocarriles Portugueses, un mozo muy atractivo, de buena familia, gente distinguida de Santarém.

A Afonso la situación le resultó extraordinaria e inusitada, incluso humillante, y no supo qué decir. Se quedó lívido, desconcertado, indeciso en cuanto a lo que debería hacer. Agradeció y salió deprisa de la tienda, buscando con ansia el aire puro de la calle para despejar las ideas. Fuera comenzó a dudar de las palabras de doña Isilda: ¿estaría intentando engañarlo? Se quedó meditando sobre el asunto, repitiendo el diálogo en su cabeza, buscando inflexiones reveladoras en la voz de la viuda, no había duda de que ahí había gato encerrado. Esa noche no pegó ojo, preocupado por la situación, murmurando frases sueltas: «¿Y si fuese verdad? —Dio vueltas en la cama—: No puede ser —unas vueltas más—: Es un disparate, la vieja está tomándome el pelo». Las horas se prolongaron y se durmió sin darse cuenta. A la mañana siguiente, se instaló muy temprano cerca de la Casa Pereira, vigilando la tienda y el apartamento del primer piso donde vivía la propietaria y su hija. Cuando vio salir a Carolina de la casa, la interceptó y le pidió explicaciones.

—Discúlpame, Afonso, pero no puedo hablar contigo —dijo ella con expresión comprometida y los ojos fijos en el suelo.

—Pero dime al menos qué ocurre.

—¿Qué ocurre? —Lo miró con una expresión de furia resentida—. Lo que ocurre es que me quedé casi un año esperando una carta tuya y no llegó ninguna.

—Es que no pude escribirte. Sabes, los estudios…

—¡Qué estudios ni qué cuernos! No quisiste saber nada conmigo, eso es lo que pasa. Andas por Lisboa hecho un donjuán, seguro que metido con busconas y mujerzuelas, y yo aquí esperándote, sin recibir una palabra tuya, una palabra aunque más no fuese, nada de nada. He sido una tonta. Pues ya sabes que no me mereces. Además, lo que unos desprecian, otros lo desean. Adiós.

Había verdad en estas quejas, Afonso lo sabía en lo más íntimo. Le gustaba Carolina, no cabía duda, pero nunca se había sentido profundamente enamorado, por lo menos nunca había sentido por ella aquella pasión arrebatadora que había descubierto leyendo, durante los últimos meses, las hermosas novelas de Eça de Queiroz y de Machado de Assis, las pasiones trágicas de Amaro y Ameliña, de Bentiño y Capitu. Aun así, el sentimiento de rechazo lo hizo sufrir. Ahora más que nunca deseaba a Carolina, ansiaba su presencia, y se sorprendió con este sentimiento, con esta pérdida, con este deseo. Cuando ella era suya, eso le agradaba pero no le daba gran importancia, encaraba la situación como una circunstancia de la vida, una cosa natural. Ahora que no la podía tener, sin embargo, ella se revelaba extraordinariamente importante. A Afonso le pareció curiosa esa contradicción y se dedicó a analizar sus sentimientos, comparando la situación con el pecado original acerca del cual había leído en la Biblia, la historia de Adán, que se sintió interesado por el fruto porque estaba prohibido. Había mucha verdad en ese raciocinio, consideró, pero descubrirlo sólo atenuó vagamente su sufrimiento, poco lo consolaba saber que amaba más lo que menos podía tener.

Sintió celos, odió a Carolina, echó pestes, fantaseó con venganzas, conseguiría una novia y pasaría con ella frente a la mujer que ahora lo rechazaba, ella lo vería, sufriría, se arrepentiría. Pero deprisa se le fue este arranque rencoroso y quien se arrepintió fue él. La culpa es mía, concluyó con amargura. Por la noche, tumbado en la cama de latón, decidió ir al día siguiente a arrodillarse a los pies de Carolina e implorarle perdón, prometerle que le escribiría una carta por día, haría de ella una reina, la convencería de que le diera otra oportunidad. Pero por la mañana, sentado a la puerta de su casa, se le fue el ánimo. Lo que por la noche era una firme decisión, sólo era ahora una necia fantasía, se dejó estar: «¡Al diablo con ella!».

En términos prácticos, no obstante, su vida no se había alterado en nada. El noviazgo de Carolina significaba que no podía contar con la protección de doña Isilda, pero la verdad es que ya no le hacía falta ese apoyo. La matrícula era válida por los dos años de la carrera militar; además, el principal gasto de los cadetes, el uniforme, ya estaba hecho. Seguiría recibiendo los trescientos réis diarios de sueldo, por lo que su modo de vida se mantendría. No existía el peligro de que, por motivos financieros, tuviese que abandonar todo y volver a Carrachana, aquél era su origen pero no sería su destino.

El verano transcurrió lento, caluroso y remolón, los días en la provincia se arrastraban con una apatía insoportable. Afonso se distrajo ayudando a su padre en la elaboración del vino, pero fue con alivio como, a principios de octubre, regresó a Lisboa, el muchacho sentía que ya no soportaba esa vida. Hacer vino es suelo que ya ha dado uvas, pensó, riéndose del juego verbal durante el viaje en tren.

Hizo el examen de Topografía poco después de llegar a Lisboa y se quedó esperando los resultados. El domingo, día 11, se fijaron en el vestíbulo las notas de los alumnos aprobados. Afonso formaba parte de la lista y se dirigió a secretaría para informar de cuál era el arma que pretendía «seguir». El primer curso era común a todas las armas, pero el segundo curso requería la especialización. Eligió infantería. Las clases se reanudarían a finales de mes, después de una ceremonia de comienzo del ciclo lectivo esperada con enorme expectativa. No era para menos, el nuevo rey asistiría a la ceremonia inaugural y nadie quería perderse el momento de ver a la trágica figura.

El gran día, Afonso formó con los restantes cadetes en el Paço da Rainha y, cuando llegó la comitiva del monarca, se mantuvo al acecho. Como otro cadete le tapaba el ángulo de visión, en el momento en que don Manuel II se apeó del carruaje, entre el estruendoso bochinche de las salvas reglamentarias y el fragor cacofónico de las bandas militares, Afonso estiró el cuello y miró al monarca, se le empañaron los ojos al descubrir, sorprendido, que el Rey era un mocetón de su edad, con las facciones menudas en un rostro claro y casi infantil, tan imberbe que del bigote sólo se atisbaban unos pelitos rubios en las comisuras de la boca; tenía las piernas torcidas hacia fuera. Llegaba a ser chocante ver a aquel adolescente metido en un grandioso uniforme de gala, la cinta de las Órdenes de Cristo, de Santiago de Espada y de San Benito de Avís que le cruzaba el tronco desde el hombro derecho, en la cabeza un enorme y pomposo morrión reluciente. Parecía un chico recién salido de la Escuela Naval rodeado de viejos en actitud reverencial, en medio de la enorme algazara de las bandas.

—Un vasito de leche —comentó Mascarenhas con una sonrisa maliciosa.

El aspecto imberbe del monarca dominó la conversación de los cadetes durante algunos días, pero pronto el trajín de las clases ocupó su atención. El segundo curso incluía nuevas disciplinas. Los cadetes de infantería asistieron a las clases de Derecho Internacional, Historia y Geografía Militar, Táctica y Servicios de Infantería, Táctica Aplicada, Campañas Coloniales, Principios de Estrategia y Fortificación Permanente, además de completar los ejercicios habituales de Esgrima, Instrucción de Tiro de Revólver, Gimnasia; por otro lado, realizaban visitas a fábricas y depósitos de material de guerra.

En las horas libres volvieron las tardes de football, pero con una novedad que no le gustó demasiado a Afonso. El grupo Sport Lisboa, club que había sustituido en su corazón al desaparecido Club Lisbonense, se había fundido en el verano con otro club, el Sport Club de Benfica, y ahora se llamaba Sport Lisboa y Benfica. Descontento, Afonso fue a pedir explicaciones a los empleados del laboratorio Franco. Los jóvenes alegaron que la fusión era la única manera de impedir la desaparición del Grupo Sport Lisboa. Según ellos, el Sport Club de Benfica tenía un campo propio pero ninguna vocación para el football, ya que, en realidad, no era más que un club de ciclismo, mientras que el Grupo Sport Lisboa era un club de football, pero no tenía campo, lo que estaba minando la moral de los muchachos. La solución fue unir a los dos clubs. A Afonso le disgustó la idea, le sonaba mal la palabra Benfica, el nombre de una carretera que desembocaba en Porcalhota, hecho que, sospechaba, ensuciaría de manera irreversible el nombre del Sport Lisboa. Pero ya había comenzado el Campeonato y el 25 de octubre, justo la víspera del primer día de clases, el nuevo club se enfrentaría al Sporting. Mascarenhas quería ver a su Sporting «dándoles una paliza a aquellos idiotas», y Afonso, algo contrariado, lo acompañó hasta el campo del Sport Lisboa y Benfica, situado en la Quinta da Feiteira, junto a la iglesia de Benfica.

La primera gran sorpresa de Afonso, al llegar al campo y ver a los equipos haciendo ejercicios de calentamiento, fue que no parecía haber cambiado nada. El Sport Lisboa y Benfica llevaba el antiguo vestuario del Grupo Sport Lisboa: camisetas rojas y calzones blancos, y se mantenía en el pecho el propio emblema del águila, con el añadido de una rueda de bicicleta, el símbolo del Benfica. La segunda sorpresa fue que casi todos los jugadores del equipo eran los mismos del Sport Lisboa, como si todo siguiese igual. Y la tercera sorpresa fue la inesperada victoria del Benfica sobre el Sporting, que contaba con los ocho campeones robados el año anterior al Sport Lisboa. Mascarenhas regresó abatido por el resultado, pero Afonso volvió eufórico: al fin y al cabo, su club seguía existiendo.

El curso escolar transcurrió con una lentitud que lo hizo sentirse impaciente. Afonso tenía dieciocho años y el tiempo parecía detenido, anhelaba llegar a la mayoría de los veintiuno; le parecían una eternidad los tres años que le faltaban. Las clases consumían la semana y, para distraerse, llenaba los domingos con el football. Para gran desánimo de Mascarenhas, el Sporting volvió a ser derrotado por el Benfica, esta vez en el Lumiar, y, sorpresa de las sorpresas, los rojos empataron con el temible Carcavellos Club, que volvió a ganar el Campeonato, aunque sufrió un fuerte asedio por parte del club del águila, clasificado segundo.

La época de football y el curso escolar terminaron casi a la vez y, cuando cayó en la cuenta de que así era, Afonso se vio en el vestíbulo mirando la lista de los «alumnos aprobados». Su nombre constaba naturalmente en la lista, en la que aparecía «Afonso da Silva Brandão» con la calificación global de 13,2 puntos. Sólo a partir de los 15 se consideraba calificado como notable, un dato importante para decidir el regimiento al que iría. Una vez terminada la carrera militar, a los cadetes les correspondía solicitar su destino, pero sólo aquellos que obtenían las mejores notas iban a los regimientos solicitados; los demás tendrían que conformarse con los que quedasen disponibles. Afonso se enfrentó a un dilema. Su deseo era quedarse en Lisboa, como el de todos. Había una multitud detrás de lo mismo y otros cadetes tenían mejores calificaciones. Si elegía Lisboa, Afonso sin duda no conseguiría sitio allí, lo mandarían inevitablemente a un pueblecito de provincia, por ejemplo Bragança o Abrantes. La alternativa era elegir directamente un regimiento de una ciudad poco demandada. La opción obvia era Santarém, que estaba cerca de Rio Maior, pero había un inconveniente: Afonso no deseaba, de manera alguna, estar cerca de Carolina, no la veía y la mantenía apartada de su pensamiento, pero no estaba seguro de cuál sería su reacción cuando la viese, era una herida que no pretendía volver a abrir, para colmo con un marido en los alrededores. Con toda naturalidad, Afonso se postuló para un lugar en un regimiento de Braga, que era, en definitiva, la ciudad donde había pasado cuatro años y que se había convertido en una especie de segunda tierra natal.