IV

—Papá, ¿por qué te gusta tanto el vino?

Paul Chevallier desvió los ojos de la botella de Chablis y observó asombrado a su hija. El dueño del Château du Vin había bajado a la bodega de la tienda, con una vela en la mano para iluminar el camino. Las paredes estaban cubiertas de botellas y de espesas telas de araña. Agnès esperaba detrás de él, en la sombra, moviendo sus deditos, ardiendo de curiosidad, intentando entender aquella extraña pasión de su padre. ¿Cómo podría explicarle Paul los placeres de Baco?

—¿Sabes lo que es tener un dulce aterciopelado que se te desliza por la boca? —preguntó Paul en un tono misterioso.

Agnès meneó la cabeza.

Su padre, con el rostro iluminado por una sonrisa, se acuclilló junto a ella:

—Imagina algo maravilloso. La lluvia penetra en la tierra, las raíces absorben el agua, las uvas maduran en zumo, nosotros transformamos el azúcar en alcohol, el vino embriaga nuestros sentidos. —Respiró hondo—. Sentimos el aroma, la fruta, la textura, el sabor, él es azafrán y es poesía, es el néctar de una flor, las lágrimas de Dios, el trisar de una golondrina, un perfume, una melodía, la curva de una mujer y una brisa de primavera. El vino, ma petite, es la vida. —Le apretó cariñosamente la nariz—. ¿Comprendes?

Agnès lo miraba con los ojos desorbitados, vidriosos, nunca había visto a su padre hablar así. Asintió con un gesto de la cabeza, en silencio, dando a entender que había comprendido, pero la verdad es que ahora se había quedado más intrigada que nunca. En definitiva, ¿por qué razón a su padre le gustaba tanto el vino? Aquella misteriosa respuesta en la bodega del Château du Vin despertó en ella una curiosidad incontrolable, obsesiva, no captó a fondo las palabras, pero estaba decidida a entenderlas, no comprendió el sentido pero sintió su fuerza, su poder. El padre vivía fascinado por el vino y ella insistía en saber el porqué.

Cada vez más atenta a todo lo que la rodeaba, Agnès se abrió al mundo y comenzó a tener nuevos intereses. La Exposición Universal de París había representado un inolvidable viaje al futuro y un catalizador de la creciente curiosidad de la muchacha por las cosas de la ciencia. Pero la ciencia más a mano en su vida en Lille era la de su padre, expuesta diariamente en el Château du Vin. Gracias a la influencia paterna, estimulada por el espíritu artístico y científico que orientaba todo lo que viera en París, se convirtió en el inicio de su adolescencia en una verdadera experta en el arte del vino. Quería entenderlo todo y puso manos a la obra con desconcertante entusiasmo. Le parecía fascinante la delicadeza casi religiosa con que el padre trataba una botella, echaba el líquido en el vaso para liberar el aroma o saboreaba el néctar. Largas horas de observación y de insistentes preguntas le permitieron acceder al enigmático mundo de la enología, la ciencia que dominaría sus inquietudes inmediatas.

A los once años, el vino ya no encerraba misterios para ella. Sabía que el corcho era el tapón ideal para las botellas de vino debido a su levedad, limpieza, impermeabilidad y elasticidad. La muchacha acompañaba a su padre en los paseos para quitarles la cáscara a los alcornoques y producir tapones de corcho que se deslizaban suaves, pero firmes, hasta su posición en el gollete de las botellas. Lo veía cubrir el tapón con cápsulas hechas de hoja de plomo y grabadas en relieve, o sumergiendo el gollete en lacre, a la manera antigua. Lo más espectacular sucedía cuando su padre, durante cenas en casa con amigos, en que se bebía vino añejo guardado con tapones ya frágiles y quebradizos, se ponía su uniforme de húsar y, a la manera de Champagne, desenvainaba el sable frente al gollete, partiéndolo de un solo golpe y liberando el vino sin quitar el tapón. Era siempre un momento muy aplaudido, de gran intensidad dramática, aunque en situaciones rutinarias con vinos nuevos prefería usar el sacacorchos hipodérmico, que reventaba el corcho de las botellas.

Agnès sabía que era importante guardar las botellas siempre acostadas, para mantener así el corcho húmedo a través del contacto permanente con el vino, y en lugares oscuros, para que la luz no lo estropease. Aprendió a decantar los vinos añejos, observando a su padre usar decanters de tres anillos, el modo de evitar la parte turbia; pero era la apreciación de los vinos en sí lo que aparecía como el lado más fascinante de todo el oficio. Cuando era pequeña, se quedaba muy admirada viendo cómo su padre observaba el color y la textura del vino danzando en el cristal, y cómo lo olía, con la nariz literalmente dentro del vaso, pero lo más desconcertante era el modo cómo saboreaba el líquido, con la lengua soltando pequeños chasquidos. Agnès descubrió que los tintos Cabernet eran de un rojo más denso y oscuro que los Pinot Noir, que los buenos Bordeaux dibujaban una elipse en los vasos y que los Chardonnay sólo adquirían aroma cuando se los mantenía en cubas de roble.

De la observación y del olor pasó, a los doce años, a la degustación del vino. No comprendió de inmediato todo el valor que se le daba a aquella bebida cuando su padre la autorizó por primera vez a saborear el néctar. Le pareció agrio, ácido o avinagrado, nada que ver con las palabras misteriosas que él había usado en la bodega de la tienda para cautivarla, pero con el tiempo fue aprendiendo a distinguir y a apreciar los sabores. Lo primero que le explicó es que no había dos vinos iguales, el paladar de un vino dependía del enólogo que lo criaba, de la casta de la uva, del clima y de las características del suelo. Después, aprendió a distinguir un blanco seco Trebbiano, un blanco suave Gewurztraminer, un blanco dulce Sauternes, un Marsannay rosé, un Chianti afrutado, un tinto Bordeaux de mucho cuerpo y un tinto oscuro Châteauneuf-du-Pape, además de las combinaciones respectivas con carne, pescado, queso y fruta. Por ejemplo, el Chablis combinaba bien con mariscos, el Sancerre con Roquefort, el Médoc con cordero, el Sauternes con foie gras y el Sauvignon Blanc con salmón. Sus conocimientos en la adolescencia eran tales que su padre comenzó a considerar seriamente la posibilidad de pasar un día el negocio, no a uno de los dos chicos, como a primera vista sería más natural, sino a aquella hija suya, tan atenta y conocedora.

Paul Chevallier trataba con clientes de toda clase. Entre ellos había algunos que un día se volverían notables en la ciudad, como es el caso de monsieur De Gaulle, que a veces aparecía en la tienda con su hijo Charles, un muchacho narigudo, alto y desgarbado, un año mayor que Agnès y que llegaría a ser más tarde el hijo más célebre de Lille, a la par, claro, del recién fallecido Pasteur. Al fin y al cabo, la ciudad era pequeña y todos se conocían. Otros clientes venían de la clase alta, incluso dueños de castillos y mansiones a quienes les gustaba ver sus bodegas ricamente pertrechadas, y Paul se volvió por ello visita frecuente de sus palacetes y casas solariegas.

El enólogo trabó una especial amistad con el barón Jacques Redier, un cliente apreciador del método de abrir botellas a lo húsar y con quien iba a caballo a cazar conejos en el bosque de Compiègne durante el verano. La baronesa Solange Redier era una mujer frágil y enfermiza, con quien se quedaba a veces la madre de Agnès haciéndole compañía, ayudándola a enfrentar los ataques de tos derivados de una tuberculosis lenta y en apariencia crónica, y que acababan en expectoraciones con restos de sangre. Las dos hijas permanecían en esos casos con su madre, mientras que Gaston y François participaban de las cacerías en Compiègne. En esas ocasiones, Agnès se sentía Florence Nightingale y no escatimaba esfuerzos para ayudar a la baronesa que fue, al fin y al cabo, su primera paciente.

—Su hija es una santa —comentó la baronesa después de un ataque de tos especialmente violento que le valió innumerables caricias de su pequeña y esforzada enfermera.

—Sí, es muy cariñosa —coincidió Michelle, ella misma secretamente sorprendida por las atenciones con que su hija rodeaba a la anfitriona—. Siempre ha sido diferente de sus hermanos.

—La niña debería ir a jugar, en vez de estar aquí aburriéndose con nosotras —observó la baronesa Redier, sacudiendo el abanico—. A esa edad es un desperdicio que pierda el tiempo con una enferma como yo, ¿no le parece?

—Oh, no se preocupe, baronesa, a mi hija Agnès le encanta estar entre los adultos. A veces, fíjese, se queda horas sentada en un rincón, callada, escuchando nuestras conversaciones, como abstraída de sí misma. Me confunde un poco, es un hecho, pero ésa es su naturaleza, ¿qué quiere? Siente un gran placer estando entre los mayores.

—Pero ¿no tiene amigas?

—Tiene a su hermana y a Mignonne.

—¿Es una vecina?

—No —sonrió Michelle—. Es la muñeca.

Cuando los hombres volvían de la cacería, su alegría incontenible y su entusiasmo contagioso suscitaban gran curiosidad entre las dos hermanas. Contaban hazañas de caza, relataban persecuciones maravillosas: la liebre que costó tanto capturar, el faisán que se escapó, el jabalí que rodearon a caballo; todo aquello parecía un excitante mundo de aventuras, un inagotable manantial de historias, un universo de emociones vibrantes que les estaba injustamente vedado. Claudette se aburría terriblemente en el Château Redier y convenció a su hermana para que se uniese a ella en una firme campaña para persuadir a su padre de que las dejase ir con ellos. El recurrir a su hermana no era inocente, Claudette sabía que Paul sentía una debilidad especial por Agnès y se mostraba decidida a usarla en su provecho.

—Ni pensarlo, Claudette, la caza no es cosa de chicas —exclamó el padre cuando su hija mayor le manifestó su deseo.

—Oh, papá, déjanos ir.

—No puede ser, hija. Tenemos que andar a caballo, tenemos que galopar detrás de los zorros, disparamos, es peligroso.

—Pero Gaston y François van.

—Es diferente, son chicos.

—Pero son mucho más pequeños que nosotras, no es justo.

—Sí, es verdad, pero ellos no salen en las cabalgatas con nosotros, eso sí que no.

—¿Ah, no? ¿Y adónde van ellos?

—Se quedan en los Étangs de Saint-Pierre con Marcel.

Marcel era el mayordomo del Château Redier, un hombre áspero que a los chicos les caía mal.

—¿Ah, sí? ¿Y nosotras no podemos quedarnos con ellos?

—No, hija, esto no es para chicas.

Claudette sintió que había llegado el momento de jugar la última carta. Hizo una seña a Agnès y ésta se acercó a su padre, poniendo boquita de piñón, con los ojos dulces y solicitantes, con el tono de voz irresistiblemente meloso.

—Oh, papá, sé mignon, déjanos ir…

Paul miró a Agnès y tragó saliva.

—Bien…, yo… —titubeó—. En fin…, eh…, ¿por qué no? —dijo con un suspiro, vencido—. Está bien, está bien. Mañana os llevo.

Lo abrazaron, efusivas.

—¡Merci, papá!

—Ya, ya —dijo Paul, derritiéndose en el abrazo—. Pero tenéis que portaros bien, ¿habéis oído?

Fue la única vez que el padre consintió llevar a las dos chicas consigo. A la mañana siguiente, un domingo gris y húmedo, metió a los cuatro hijos en un coche, conducido por Marcel, y todos emprendieron la marcha por la carretera: coche, caballos y perros en medio de gran alboroto hasta el bosque. Cruzaron el río Aisne y entraron en el Bois de Compiègne, pasando por entre los grandes robles hasta los Beaux Monts, desde donde se dirigieron hacia los Etangs de Saint-Pierre. Agnès y Claudette se quedaron allí sentadas junto a un lago rodeado de hayas, mientras que sus hermanos jugaban a la guerra entre los arbustos, bajo la mirada aburrida de Marcel. El padre galopaba con el barón Redier tras los perros y las liebres. A las niñas la experiencia les resultó enfadosa, no había allí aventuras ni excitación, sólo un tedio sin fin. Decepcionadas, nunca más quisieron oír hablar de cacerías, eran mil veces preferibles los bostezos en el Château Redier.

Paul era un hombre avanzado para la época y, cuando Claudette terminó el instituto, decidió pagarle los estudios universitarios. La hija mayor, apasionada por la arqueología y estimulada por los recientes descubrimientos en Egipto y en la Mesopotamia, fue a estudiar historia a la Sorbona.

Al año siguiente, en 1911, pareja oportunidad le llegó a Agnès. Sin sorpresas, la segunda hija del matrimonio Chevallier decidió a los veinte años seguir los pasos de su heroína Florence Nightingale y se matriculó en Medicina, también en la Sorbona. No era Enfermería, pero estaba en el mismo departamento. En París compartió con Mignonne y su hermana un apartamentito simpático en Saint Germain-des-Prés. El apartamento estaba situado en un primer piso de la Rue de Montfaucon, junto al mercado, y fue allí donde pasó los mejores años de su vida.

Claudette y Agnès frecuentaban facultades diferentes, por lo que sólo se encontraban por la noche y los fines de semana. Una vez por mes, iban a Lille a pasar un fin de semana con sus padres y recibir la mesada. El dinero les alcanzaba para la comida, que iban a comprar al Marché Saint Germain, justo al lado, y para pagar el alquiler del pequeño apartamento, compuesto por cocina y una sala grande, donde tenían dos camas, un sofá, un armario, un escritorio y una bañera. El cuarto de baño, en la planta baja, era un pequeño cubículo con un inodoro blanco decorado con motivos azules, como si fuesen tatuajes sobre la porcelana, y servía para todos los inquilinos del edificio.

La carrera de Medicina resultó absorbente. El primer contacto con Anatomía resultó inolvidable. Agnès era de las pocas mujeres que iba a ese curso y tuvo mucho miedo la primera vez que entró en la sala de disecciones, donde se daría la primera clase de esa temida disciplina. En medio de la sala había una mesa y, sobre ella, se hallaba extendido el cadáver de un hombre desnudo. Los alumnos rodearon la mesa con un silencio respetuoso, fascinados ante la visión del muerto, y sólo el profesor parecía relajado, tal vez incluso algo divertido, sabía bien cómo fantaseaban los alumnos acerca de las siniestras experiencias de aquella cátedra, sobre todo antes de conocerla de verdad. El profesor Bridoux tenía fama en la Sorbona, entre los estudiantes de Medicina, por sus extravagancias con los cadáveres. Al contrario de la mayoría de los profesores de Anatomía, que disponían de cirujanos para las clases de disección, a Bridoux le gustaba cortar él mismo los cuerpos y poner al descubierto sus entrañas. Agnès conocía su legendaria fama de hombre morboso, una reputación entre los estudiantes que, en rigor, le aseguraba una clientela fiel; al fin y al cabo, el responsable de la cátedra de Anatomía era generalmente considerado, por su rareza, el personaje más fascinante de la facultad.

—Muy bien, señores —comenzó diciendo el profesor Bridoux mientras se frotaba las manos—. La palabra «anatomía» deriva del griego anatemnein, es decir, «cortar y abrir». —Levantó un dedo—. Van a iniciarse ahora en la disciplina más antigua de la Medicina y, si me permiten, vale la pena recordar aquí la importancia histórica de este trabajo. —Los estudiantes absorbían cada palabra, pendientes de la exposición de esta leyenda viva de la Facultad de Medicina—. Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Kos efectuaron las primeras autopsias trescientos años antes de Cristo, pero esta práctica se prohibió en el siglo II por motivos religiosos. —Bridoux miró los rostros a su alrededor con expresión desafiante—. La religión, estimados alumnos, es la fuente del oscurantismo. Si ella los tienta, resistan. Si ella ya los ha tentado, desistan. La ciencia y la superstición no se llevan bien, créanme. Miren el ejemplo de esta noble disciplina nuestra, tan importante para el conocimiento del hombre. Pero, a pesar de su importancia, el oscurantismo religioso se impuso con tanta fuerza y duró tanto tiempo que hubo que esperar hasta el siglo XIV para que volviera a hacerse una autopsia en Europa. —Bridoux cogió un bisturí—. Durante todo ese tiempo, todo lo que la medicina sabía sobre la anatomía humana lo debía al trabajo del griego Galeno de Pérgamo, el médico de Marco Aurelio, que publicó un centenar de trabajos destinados, decía él, a traer luz a las tinieblas. Y no fue hasta el siglo XVI, señores, cuando alguien retomó los estudios de anatomía y fue más lejos que Galeno. —Miró a los estudiantes—. ¿Saben quién fue ese genio?

Un joven muy delgado, que Agnès sabía que era oriundo de Burdeos, levantó tímidamente la mano y el profesor le hizo una seña para que hablase.

—¿Morgagni?

—Ése vino después —respondió el profesor Bridoux, blandiendo el bisturí—. El médico que fue más allá de Galeno, llegando incluso a cuestionar sus conclusiones, fue el belga Andreas Vesalius. Vesalius era conocido como «el Loco», fíjense, y tenía esa triste fama simplemente por poseer la pasión por el conocimiento. Comenzó disecando muchos animales y pasó después a los cadáveres de las personas ejecutadas en Bruselas. Llegó incluso a hacer autopsias en público, algo nunca visto hasta entonces. Expuso sus descubrimientos en Tabulae anatomicae sex y, sobre todo, en De humani corporis fabrica libri septem, el trabajo más fundamental de desarrollo de la anatomía, disponible en la biblioteca de la facultad para quienes deseen ejercitar su latín. —Alzó la mano derecha, en un tono dramático—. Pero, hélas!, nadie es profeta en su tierra. Vesalius fue tan hostigado por sus colegas por haber cuestionado a Galeno, por haber desafiado algunas de las viejas enseñanzas, que se vio obligado a emigrar a España, donde se convirtió en médico de la corte. —Bridoux miró al alumno delgaducho que había hablado hacía un momento—. Del mero estudio de la anatomía, las autopsias pasaron en el siglo XVII al estudio de la causa de la muerte de las personas como forma de ayudar a los vivos. Apareció entonces un nuevo científico. ¿Quién?

—Morgagni —sonrió el estudiante, ruborizándose y sintiéndose lisonjeado por la cortesía del profesor.

Bridoux abrió los brazos.

Voilà. Giovanni Battista Morgagni —dijo, pronunciando el nombre con un afectado acento italiano—. Fíjense: la palabra «patología» también viene del griego. Es la unión de pathos, sufrimiento, y logos, enseñanza. Pathos logos. Patología. La enseñanza del sufrimiento. Después de los trabajos pioneros de Galeno de Pérgamo, fue el médico italiano Giovanni Morgagni, de Padua, quien estableció los modernos fundamentos del estudio de las patologías. Morgagni realizó casi setecientas autopsias y publicó sus conclusiones en una obra en cinco volúmenes: De sedibus et causis morborum. Estableció allí los vínculos entre los síntomas clínicos y los resultados de las autopsias. Morgagni intentó así demostrar que era posible descubrir post mórtem las causas de la muerte de una persona, estableciendo correlaciones entre las enfermedades y las alteraciones encontradas en los órganos disecados. —Hizo una pausa—. ¿Alguna duda?

Nadie dijo una palabra.

—Muy bien —exclamó Bridoux, satisfecho—. Veo que ya lo saben todo. —Acercó el bisturí al abdomen del cadáver—. Señores, ha llegado la hora de revelarles la vida a través del estudio de los muertos —anunció con solemnidad, miró el cuerpo desnudo y alteró el tono de voz, dos notas más abajo, como si añadiese un aparte—. Sé que están un poco nerviosos, siempre ocurre eso la primera vez, pero imaginen que estamos en la carnicería y esto es sólo un pedazo de carne. Además, no hace falta imaginarlo. Esto es realmente un pedazo de carne.

El profesor Bridoux cortó la piel del hombre muerto y Agnès mantuvo con gran esfuerzo la mirada fija en la acción, horrorizada y fascinada, quería cerrar los ojos y ver, huir y quedarse. Se sorprendió por observar tan poca sangre en toda la autopsia, se sentía perpleja por la falta de dignidad de aquel cuerpo, una marioneta rota y tumbada en la mesa, una masa inerte y despojada, pero, paradójicamente, la muchacha se fue calmando a medida que el cadáver se transformaba: progresivamente se veía menos al hombre y más un montón de carne, era una visión que asustaba y a la vez serenaba. Parecía realmente que estaban en la carnicería, la carne humana, tajada y cortada, no se diferenciaba en nada de la carne de vaca.

Después de esa primera clase de Anatomía, Agnès fue a despejarse a la Place de l’Opéra. Se sentó en el café de la Paix y pidió una infusión. El garçon le trajo la taza y la tetera llena, Agnès preguntó cuánto era y cogió el bolso para sacar el dinero. Lo abrió y vio algo extraño junto al monedero. Palpó y sintió que el tacto era suave. Cogió el insólito objeto, lo sacó del bolso y, horrorizado, el garçon, lívido y mirándola, comprobó que era una oreja cortada. Se incorporó sin decir palabra y abandonó el café ante la mirada boquiabierta del camarero, estaba furiosa con sus compañeros, le habría gustado saber quién había sido el gracioso, esas bromas no se hacen.

Agnès soportaba a duras penas las pavorosas clases de Anatomía, con sus repugnantes disecciones de cadáveres esqueléticos y aquel permanente olor a formol, pero la parte científica compensaba ampliamente estos macabros inconvenientes, y así continuaba entusiasmada con la medicina. Los últimos treinta años habían sido ricos en importantes descubrimientos: Pasteur había revelado el papel de las bacterias en la proliferación de las enfermedades y había desarrollado vacunas para prevenirlas; Ivanowsky y Beijerinck habían descubierto los virus; Starling y Bayliss habían detectado la función de las hormonas; Eijkman y Hopkins habían determinado la importancia de las vitaminas; Bateson había comprendido el funcionamiento de la herencia establecida por las leyes de Mendel.

Sin embargo, lo que más la intrigó fue el trabajo de Freud, que pocos años antes había revelado el extraño mundo del subconsciente, de la sexualidad, de los sueños y del psicoanálisis. Agnès oyó por primera vez hablar de Freud durante una conferencia del profesor Maillet en un simposio médico sobre enfermedades de la mente. Maillet era un discípulo del célebre neurólogo Jean Charcot. En la pausa para el café, la joven estudiante se armó de valor y fue a hablar con el conferenciante.

—Profesor Maillet —dijo Agnès—, disculpe que lo moleste, pero he estado escuchándolo y me pareció curiosa su referencia a aquel médico austriaco que usa la hipnosis para curar a los locos. ¿Funciona ese método realmente?

Maillet la miró con expresión altiva. Al darse cuenta, sin embargo, de que la mujer que lo interpelaba era joven, bonita por añadidura, se volvió inmediatamente solícito.

—Claro, estimada mademoiselle.

—Pero ¿cómo llegaron a descubrirlo?

—Oh, no fue fácil, se lo aseguro. Usted sabe que las enfermedades de la mente siempre han sido un misterio para la medicina. Los enfermos adoptaban comportamientos extraños y no sabíamos qué hacer con ellos. ¿Cómo podríamos diagnosticarles un mal y curarlos si tenían el cuerpo perfectamente sano? Era un verdadero misterio.

—Fue entonces cuando apareció el austriaco…

—Bien, ya había estudios sobre psicología, y la neuroanatomía constituyó un paso importante para darnos cuenta de lo que pasa en nuestras cabecitas —dijo, golpeándose la frente con el índice—. Pero no hay ninguna duda de que el doctor Freud nos prestó una gran ayuda. Vino a París y se encontró con el doctor Charcot, que fue mi maestro y tutor. El doctor Freud se sentía muy frustrado porque no lograba tratar los miedos, las neurosis y las obsesiones de sus pacientes usando los conocimientos y los instrumentos habituales de la medicina. El doctor Charcot lo ayudó a estudiar los síntomas de la histeria. El doctor Freud se matriculó en el curso del doctor Charcot, aquí en París, y aprendió la técnica de la hipnosis, que profundizó en Nancy con el doctor Bernheim.

—Eso es lo que me deja perpleja, profesor Maillet —interrumpió Agnès—. Realmente, ¿la hipnosis funciona?

—Claro que funciona.

—Pero eso parece cosa de brujería o número de circo.

—Por el contrario, estimada mademoiselle, es un método perfectamente legítimo para explorar los males de la mente. Además, es muy usado en Francia y el doctor Freud ha comprobado su eficacia. Usando la sugestión y la hipnosis, nuestro amigo austriaco intenta traer a la superficie las experiencias traumáticas que la mente reprime. Fíjese en que el doctor Freud cree que esos traumas son una especie de pecado original, son la fuente de muchas enfermedades que no tienen origen orgánico. Lo que hacía era usar la hipnosis para revelar los traumas y trabajar la mente en el subconsciente de los enfermos.

—¿Lo hacía?

—Sí, parece que ya ha abandonado el método de la hipnosis.

—¿Y por qué, si es tan eficaz?

—Oh, eso no lo sé, tendrá que preguntárselo a él.

Cuando Agnès se retiró, fue directa a una de las librerías de Saint Germain-des-Prés y preguntó por Freud. El empleado le extendió un ejemplar de Le rêve et son interpretation, que Agnès se llevó a su casa. La joven no descansó hasta acabar el libro, y entendió entonces por qué motivo Sigmund Freud había abandonado la hipnosis. Había descubierto un método mejor.

En el curso siguiente, y en las pausas de sus recorridos por las mentes y cuerpos humanos, Agnès descubrió su propio cuerpo. O, mejor dicho, descubrió que era vanidosa. Hasta los veinte años la vestía su madre, y siempre con tal primor que la joven se habituó a estar bien arreglada sin que tuviese que hacer nada para ello. Pero Michelle no se encontraba en París, una ciudad donde, para agravar las cosas, se exigía que las mujeres siguiesen las novedades de la moda, o no sería aquélla la capital mundial del estilo. Agnès entendió que tendría que ocuparse de sí misma y guardó parte del dinero de la mesada para comprar telas con las que confeccionaba vestidos copiados de Vogue. Cuando llegó de Lille, usaba una prenda para ceñirse el cuerpo bajo sus mejores ropas. Este accesorio con ballenas metálicas, corset para los franceses, le estrechaba violentamente la cintura y le erguía los senos, delineando una silueta sensual, aunque doliente.

En París se enteró, con alivio, de que los corsés habían caído en desuso. Hacía ya dos años que Vogue apuntaba al orientalismo, y la gran novedad de 1911 fue la aparición de pantalones para las mujeres. Los pantalons femeninos constituyeron un verdadero escándalo, que los estilistas atenuaron proponiendo que se usasen bajo la falda. Agnès no se atrevió a comprar pantalones al poco tiempo de llegar a París, pero en 1912, cuando inició el segundo curso de la facultad, se armó de valor y copió un atrevido modelo de Vogue. Era un vestido oriental, blanco y decorado con cornucopias doradas, la falda estrecha con una raja lateral que revelaba sutilmente unos pantalones anchos, como los de los turcos, que se ajustaban en los tobillos. Ataviada con los modelos copiados de Vogue, Agnès se convirtió en una sensación en la facultad y muy pronto comenzaron a lloverle invitaciones masculinas para salir.

La flor se había abierto, revelando a una mujer atrayente, de rasgos finos y elegantes, mirada dulce y sonrisa delicada. No era de una belleza despampanante, de aquellas que hacían volver la cabeza a los hombres cuando veían a la hembra opulenta entrar en un café y la contemplaban con gula, babeándose grotescamente, con el deseo en inminente erupción. Sus atractivos eran más bien otros, más discretos y graciosos. Se hacía necesario mirar bien su rostro para descubrir unos ojos hipnóticos seductores, verdes y penetrantes, a los que se unían las líneas perfectas y los labios carnosos. Se trataba de una de aquellas mujeres que no despertaban una voluptuosidad inmediata y animal, sino una tierna e incurable pasión platónica.

La mayor parte de las invitaciones consistían en ir a comer unos croissants al Stohrer, tomar un café en el Tortini o dar un paseo por las Tullerías y por las márgenes del Sena, lo que le valió algunos breves amoríos y varias decepciones sin secuelas.