La señora Mariana era una mujer religiosa y de principios. Todos los lunes iba hasta el baúl donde su marido guardaba el trigo, sacaba un puñado de cereal y lo llevaba después al molino de Silvestre, el mismo que regentaba la taberna. Ahí molían el trigo y lo transformaban en harina. Cuando volvía a casa, encendía el horno con leña traída de Cidral a lomo de burra y cocía el pan, que duraba hasta el domingo, siempre fresco.
Un día, al acompañar a su madre al molino, Afonso se quedó fascinado con una pesa de hierro usada en la balanza decimal y se la metió inocentemente en el bolsillo. Mariana descubrió la pesa robada ya en casa y arrastró a su hijo por una oreja durante todo el trayecto hasta el molino, donde devolvió el objeto; allí, obligó a Afonso a pedir disculpas. El pequeño descubrió dos cosas de una sola vez: entendió lo que era el robo y comprendió que su madre se enfadaba mucho si él robaba.
La señora Mariana preparaba también la menestra, una sopa muy rica que reunía todos los alimentos, desde hortalizas, alubias y patatas hasta carne y chorizos, en una versión propia de Ribatejo de la sopa de pedra[1] y que sustituyó a las sopas de pan remojado en vino de la infancia. Tal como el pan, las menestras duraban toda la semana sin estropearse. Muchas veces se añadía harina o pan de maíz en trozos a las menestras, junto con aceite y ajo picado, para hacer suculentos guisos. Otras opciones tenían que ver con el mar. Afonso solía acompañar a su madre hasta la plaza y saltaba de excitación cuando ella traía pescado. En casa, cada sardina o cada chicharro, que el pequeño apreciaba más que los otros, alimentaba a dos personas. Afonso compartía siempre su pescado con Joaquim, quedándose con la cabeza y su hermano con el resto. En el caso de las sardinas, devoraba toda la cabeza, incluso las espinas, pero con los chicharros era diferente. Los disecaba como en una autopsia, limpiando con la lengua el cartílago de la cabeza y saboreando los ojos como si fuesen un manjar sin igual. El problema es que con una sola cabeza de pescado como comida se quedaba con hambre y no pocas veces subía subrepticiamente a los árboles frutales en patios ajenos para hurtar frutos que completaban su alimentación.
La higiene parecía, por utilizar un eufemismo simpático, relajada. La ducha dominical que, por otra parte, sólo se daba en verano, constituía la única verdadera limpieza personal de la familia, hecho deprisa y sin rigor, siendo como era el agua helada un elemento fuertemente disuasivo. Las necesidades se hacían en cuclillas en el patio, junto a la pocilga, o entre los árboles del pinar que se extendía por detrás de la casa. Por la noche era diferente, Afonso y sus dos hermanos tenían bajo la cama una pequeña bacinilla de loza en la que se aliviaban cuando surgía la necesidad en medio del sueño, y cuyo contenido volcaban en la pocilga por la mañana. Limpiarse las posaderas fue un concepto desconocido en los primeros años, hasta que João comenzó a comprar por diez réis O Século para enterarse de las ofertas de empleo y conocer la evolución de los juegos del Football Club Lisbonense con los rivales del Real Casa Pia, del Club de Campo de Ourique y de los ingleses del Carcavellos Club. Acabada la lectura, los hermanos usaban las hojas gigantes del periódico para limpiarse después de defecar, pero sus padres no estaban por las modernidades. El señor Rafael era analfabeto y consideraba que el periódico no le servía para nada, ni siquiera para la limpieza, y la señora Mariana compartía el mismo punto de vista. Afonso veía que a veces su madre iba al patio, abría las piernas de pie y se aliviaba sin tan siquiera levantarse la falda. No usaba bragas y las necesidades se hacían así, libres de mayores complicaciones.
Afonso cumplió diez años en 1900 y dejó el colegio. Se sentía ya un hombrecito, por lo que decidió ir a trabajar al aserradero con sus hermanos. Era un almacén grande y, como el muchacho tenía una débil complexión debido a su tierna edad, evitaron darle inicialmente los trabajos más pesados. El señor Guerreiro, que dirigía el almacén, lo colocó como encargado de la limpieza y como recadero. Al contrario de lo que pasaba con sus hermanos, a Afonso no le pagaban en dinero sino en especies. Le daban el almuerzo y la merienda, con lo que aliviaba los exiguos gastos de su casa. Al cabo de un año, sin embargo, comenzó a realizar trabajos más pesados, cortando troncos y sirviéndose de sierras con el fin de preparar la madera para la fabricación de muebles. Admiraba la habilidad de los carpinteros para dar forma a los troncos toscamente cortados con hacha, pero ése fue el único atractivo que descubrió en el aserradero. El trabajo se le hizo pesado y Afonso no tenía gran destreza en las manos, así que no hubo posibilidad de que progresase en aquel empleo.
Un anuncio en el escaparate de la Casa Pereira, en pleno centro de Rio Maior, despertó la atención de Afonso cuando pasó por allí un día camino de la Feira dos Passos. La Casa Pereira era un establecimiento comercial donde se vendían tejidos, telas, botones, hilos y cosas por el estilo; allí buscaban un dependiente para pequeños trabajos. Afonso se vistió con su mejor ropa, mandó a sus hermanos que le dijeran al señor Guerreiro que ese día no podía ir a trabajar porque tenía fiebre y se presentó en la tienda.
—Quiero trabajar —anunció.
La dueña de la Casa Pereira alzó los ojos de las facturas que estaba contabilizando y miró a aquel chico delgado y grave que se perfilaba frente a su escritorio.
—¿Sabes leer?
—Claro que sí, señora. Me enseñó el profesor Ferreira.
—¿Y hacer cuentas?
—También, señora.
Ella lo examinó de arriba abajo y descubrió sus rodillas heridas, con algunas costras que le cruzaban la piel. ¿Sería un pendenciero?
—Oye, muchacho —le dijo, señalando sus rodillas desolladas—, ¿cómo te has hecho eso?
—Jugando a la pelota.
—¿Juegas a la pelota?
—A veces. Me gusta dar unos kicks y meter goal.
A la propietaria, doña Isilda Pereira, le cayó bien y lo contrató. Corría el año 1902 cuando Afonso, con doce años, entró en la Casa Pereira y fue acogido bajo el ala protectora de doña Isilda, que le dio almuerzo, merienda y ropa nueva, además de un puñado de réis para que los llevase a su casa. Aquí saboreó por primera vez filloas, verdaderas delicias fritas que la propietaria preparaba según una vieja receta de familia, entonando el tradicional «San Vicente, pan creciente» siempre que acababa de batir la mezcla, lo que lo divertía muchísimo. Fue también allí donde comenzó a usar zapatos, una exigencia de la patrona, que juzgaba poco aconsejable que en la tienda trabajase un empleado descalzo.
Doña Isilda enviudó pronto y se quedó sola a cargo de la educación de una hija, Carolina, una chica de once años, pelirroja y con la cara pecosa, que era atrevida y arisca. No hizo falta esperar mucho tiempo para que la chiquilla comenzase a jugar con Afonso, al fin y al cabo sólo se llevaban un año. El muchacho reaccionó inicialmente con reserva, no estaba habituado a relacionarse con chicas. No asistían a su colegio y nunca había hablado con ninguna de su edad; se limitaba a mirarlas desde la distancia en la misa del domingo. Afonso comenzó, por ello, a retraerse, tímido y desconcertado, pero ella insistió y él, ardiendo de curiosidad, fue tomando confianza poco a poco, como quien no quiere la cosa. Carolina lo ayudaba en sus tareas en la tienda y Afonso le correspondía en las horas libres, prestándose a hacer el papel de marido o de médico, según los juegos, jugar a los papás y a las mamás sustituyó temporalmente los partidos de football y los condujeron a un flirteo aún inocente, con intercambio de miradas y misivas cómplices detrás del mostrador o en el almacén de la Casa Pereira. Se besaron una vez a oscuras, en un rincón apartado de la tienda, bajo las escaleras, pero cuando se encontraron fuera se sintieron avergonzados, apenas pudieron mirarse, lo que habían hecho era pecado mortal. De entonces en adelante, preferían mantenerse jugando en la ambigüedad de sus ficciones, estaban casados de mentira, pero íntimamente fantaseaban con que todo iba en serio.
Doña Isilda era una señora educada, incluso hablaba francés y entendía algo del latín de las misas, pero se revelaba igualmente atenta a las cosas de la vida y, mujer experimentada, percibió el acercamiento entre su hija y el joven empleado. Simpatizaba con Afonso, no había duda, pero no le hicieron mucha gracia los juegos que compartían y decidió tomar medidas, no quisiese el diablo que Carolina, muchacha evidentemente obstinada como su difunto padre, insistiera con aquel chaval. No eran raros en aquella época los matrimonios de adolescentes, la historia de los padres de Afonso lo demostraba, y doña Isilda no quería un yerno pelagatos y mucho menos verse tan pronto con un nieto en brazos.
La opción más sencilla sería despedir de inmediato al chaval, pero doña Isilda conocía a su hija y su irritante gusto por el fruto prohibido, así que, mujer avisada y conocedora de estas cosas de la naturaleza humana, sospechó que, en un lugar pequeño como Rio Maior, no sería difícil para ambos seguir encontrándose a escondidas, había abundantes historias de noviazgos prohibidos que acababan con el enlace no deseado. Eran necesarias, por tanto, medidas más drásticas, aunque la sutileza fuese igualmente esencial.
Después de mucho pensar, la madre de Carolina se puso en marcha y fue a hablar con los padres de Afonso. Se presentó en Carrachana ante la señora Mariana, embarazada, nunca en la vida había entrado dama tan distinguida en aquella humilde casa. La anfitriona se deshizo en cortesías, corriendo de aquí para allá, yendo a buscar una cosa y después alguna otra, llegando hasta la trasera para llamar a gritos a su marido; entre aquellas cuatro paredes se armó un alboroto antes jamás visto.
—Ay, señora, estoy tan nerviosa —gimió Mariana, frotándose las manos mojadas en el delantal inmundo, con sus dedos gordos nerviosamente inquietos—. Válgame Dios, al menos podría haber avisado. —Miró a su alrededor, asustada por lo que doña Isilda podría pensar sobre el aspecto de la sala—. Una señora tan fina, Jesús, de visita en nuestra modesta casa… Una se queda sin saber qué hacer, ¿no?
—Oh, no se preocupe, no se preocupe, todo está muy bien.
Isilda se esforzó por ignorar el olor a estiércol que apestaba aquel miserable cuchitril, e intentó mantener un semblante tranquilo, sereno, plácido. Pero, al ver el antro del que había salido Afonso, más se afirmó en su determinación de alejar al muchacho de su hija, era totalmente absurdo que el noviazgo continuase, deseaba para Carolina mucho más que aquello. Al mismo tiempo, no perdía la conciencia de que tendría que jugar bien sus cartas, la diplomacia inteligente sería mucho más productiva que la fuerza bruta.
La señora Mariana le señaló un sillón a doña Isilda, era el mejor lugar de la casa, propiedad exclusiva del señor Rafael.
—Siéntese, señora, haga como si estuviera en su casa.
Isilda miró de reojo el sillón y sintió que una arcada le invadía la boca al observar las manchas de grasa que lo salpicaban, pero reprimió el asco e hizo el esfuerzo de sentarse.
—Ay, qué casa más bonita tiene, señora Mariana. Es realmente un encanto.
La madre de Afonso se sonrojó, justamente ella, que siempre mostraba unas mejillas muy rosadas.
—Oh, señora, no tiene nada de especial, es una casa muy humilde, muy modesta, una casita con lo elemental para vivir. Nosotros somos gente pobre, ¿sabe? —Alzó las cejas y se relajó con una sonrisa—. Pobre, pero honrada.
—Sin duda, señora Mariana. Sin duda.
El señor Rafael entró en la sala con los brazos sucios de barro maloliente, había estado en la pocilga clavando unas maderas de la cerca. No le gustó ver a la visitante sentada en su sillón favorito, pero ocultó su malestar. Saludó secamente a doña Isilda y se sentó en un banco.
—¿A qué debemos el honor de su visita, señora? —preguntó yendo directo al grano.
Isilda respiró hondo. Tendría que ser astuta para convencerlos de lo que pensaba.
—Bien, como sabéis, Afonso trabaja en mi tienda.
—¿Ha hecho algo malo ese pillo? —interrumpió Rafael, desconfiado y con el semblante ceñudo.
—No, no —exclamó Isilda—. Por el contrario, el muchacho es una joya, todos lo apreciamos mucho. En realidad, me cae tan bien que me daría pena perderlo como empleado de mi tienda.
Rafael y Mariana la miraron sin entender.
—Pero, señora, para nosotros es un orgullo que él trabaje en su tienda —aseguró el señor Rafael.
—Y a mí me enorgullece que él trabaje allí —repuso Isilda, arreglándose el pelo—. Pienso, sin embargo, que debería continuar sus estudios para ampliar sus horizontes, llegar más lejos en la vida.
—Ah, señora, eso nos gustaría a nosotros también —replicó Mariana—. Pero, ya sabe lo que pasa, no tenemos bienes, somos gente pobre y necesitamos toda la ayuda que sea posible conseguir. Y que Afonso esté en su tienda es una bendición para esta casa, ¡una bendición!
—Y es una bendición para mí, créame —insistió Isilda—. Pero sería realmente bueno que él prosiguiese sus estudios. Comprendo muy bien lo que me dice, comprendo que no tiene dinero para un proyecto semejante, y por eso quería proponerles algo.
—¿Proponernos algo? —se sorprendió el señor Rafael.
—Sí —asintió Isilda—. Resulta que uno de mis hermanos es sacerdote en el Miño y amigo del rector de un seminario de la archidiócesis de Braga. Se llama Álvaro, y no lo digo por jactarme, pero él es un encanto de hombre, da gusto conocerlo. Si me permiten, pues, yo podría hablar con él para conseguirle a Afonso un lugar en el seminario.
Los padres de Afonso se miraron, sorprendidos por la sugerencia.
—Es que el problema no es ése, señora —intervino Rafael, confundido—. El problema es que nosotros no tenemos cómo pagar el seminario, ésa es la cuestión…
—Yo lo pagaré —interrumpió Isilda, cuya voz se impuso a la del anfitrión—. Es una promesa que le he hecho a nuestra Señora: ayudar a un joven sin medios a ir al seminario. He elegido a Afonso, me parece un buen muchacho, atinado y respetuoso. Además, seguramente no se opondrá al cumplimiento de una promesa a nuestra Señora, ¿no?
—No, no —se adelantó Mariana, preocupada porque ella y su marido pudieran estar ofendiendo a la madre de Jesús, ambos eran temerosos de Dios y no querían conflictos con el Todopoderoso—. Válgame Dios, señora, eso no. Nunca.
—Supongo que tampoco tienen ninguna objeción a que su hijo se haga sacerdote —quiso saber doña Isilda, con las piernas cruzadas púdicamente en el sillón, una sonrisa evangélica dibujada en los labios en el momento en que formuló la pregunta que la había llevado allí.
El señor Rafael se mantuvo unos instantes callado, meditativo, sumido en sus pensamientos, reflexionando sobre aquella propuesta inesperada. Perdería el dinero que su hijo llevaba a casa, es verdad, pero, por otro lado, se quedaba con una boca menos que alimentar. Además, tener un sacerdote en la familia no era de menospreciar, le acarrearía prestigio social, atraería el respeto de los vecinos, sería un salto que jamás había pensado que estuviese al alcance de la familia. Asimismo, había que considerar incluso la dimensión religiosa. Se acordó del sueño en que el ángel le aconsejó tener un hijo más y consideró que era una premonición. En su raciocinio de hombre creyente y religioso, concluyó que la sugerencia de doña Isilda sólo podía ser una nueva señal de Dios.
—Muy bien, señora —asintió finalmente—. Afonso será sacerdote.
El pequeño dejó a su familia una mañana fresca de otoño de 1903. Se aferró obstinadamente a las faldas de su madre, llorando, hasta que el padre Álvaro, hermano de doña Isilda, lo arrastró hasta el coche. Gritó desesperado por la ventanilla del carruaje, era la primera vez que se separaba de la familia, y no se calló hasta que la casa de Carrachana desapareció detrás de una curva, entre la nube de polvo que había levantado el coche sobre el macadán de la Estrada Real n.° 65. Se recostó entonces en el asiento, con la cabeza gacha, mientras las lágrimas se le escurrían por la cara y ahogaba sus sollozos al lado de aquel extraño con sotana. Se sentía un poco avergonzado por la imagen que ofrecía, pero, al mismo tiempo, su deseo había sido manifestar de modo claro e inequívoco su repudio a que lo mandasen a otra parte, la verdad es que le daba miedo lo desconocido y permanecía aferrado al refugio natal de Carrachana. Ahora, apartado de su familia, se sentía solo y aterrorizado, imaginaba con horror que lo habían abandonado y se interrogaba repetidas veces sobre lo que sería de él, si alguna vez vería de nuevo a sus padres y a sus hermanos.
El padre Álvaro se reveló, sin embargo, como una persona amable y jovial, así que acabó conquistando gradualmente la confianza de Afonso durante el viaje. Se trataba de un hombre bajo y macizo, de rostro ancho y con la mandíbula inferior saliente, el pelo medio canoso erizado y corto. Parecía un agricultor de Ribatejo, pero era un hombre de Dios. Cogieron el tren en la estación de Sant’Anna hacia las nueve cuarenta; el trayecto hasta Oporto duró casi diez horas. Lo cierto es que el padre Álvaro era hombre de recursos, al que le gustaban las comodidades, digno hermano de doña Isilda, así que no le importó pagar más de seis mil réis por cada billete para viajar confortablemente en primera clase. Era ya noche oscura cuando llegó el momento de pasar por Dona Maria Pia, el temible puente de hierro sobre el Duero. Afonso vio, horrorizado, la mancha sombría del río corriendo por debajo de la frágil estructura metálica y, cerrando los ojos, se arrimó al cura en busca de protección, con lo que puso término definitivo a su resistencia.
Como no había conexión con el Miño por la noche, fueron a dormir al Grande Hotel de Oporto, en la Rua de Santa Catharina, un edificio construido a propósito para servir de complejo hotelero y que ofrecía a sus huéspedes un sofisticado anexo para baños y duchas. Temprano, a la mañana siguiente, después de un rápido desayuno, salieron del hotel y fueron a la estación. El sacerdote compró dos billetes más de primera clase, a mil réis cada uno, y cogieron el tren de las ocho de la mañana. Hicieron falta dos horas y media para hacer la conexión de Campanhã hasta Braga, tiempo más que suficiente para entablar finalmente una conversación normal, sólo interrumpida cuando el vagón entró en la estación de la ciudad del Miño. El pequeño bajó en silencio del tren, cogido de la mano del cura, con sus ojos ávidos ante lo novedoso de aquella urbe extraña y desconocida.
El padre Alvaro Pereira era el responsable de la parroquia de São Vicente, que incluía el vasto cementerio del monte de Arcos. También él oriundo de Rio Maior, como toda la familia de doña Isilda, el párroco se encargó personalmente de los primeros pasos de la educación de Afonso. El niño sólo había hecho el curso de la escuela primaria, lo que estaba lejos de ser suficiente para poder ingresar en el seminario. Braga no tenía seminarios menores, donde se preparaba a niños de su edad en estudios de humanidades para el seminario mayor, por lo que tenía que ser el padre Álvaro quien le administrase las enseñanzas necesarias a fin de conseguir un lugar en el seminario de la archidiócesis. Durante un año, Afonso pasó los días aprendiendo latín y gramática, conocimientos considerados imprescindibles para quien quería llegar al seminario mayor. Los fines de semana ayudaba al párroco a preparar las misas, barriendo el suelo de la iglesia y encendiendo las velas, además de ejercer las funciones de monaguillo en la liturgia.
Los domingos por la tarde, el padre Álvaro lo llevaba de paseo. Iban a contemplar la torre de Menagem, la imponente construcción medieval que señalaba uno de los puntos clave de las antiguas fortificaciones de la ciudad, o daban una vuelta por los edificios religiosos de la ciudad, subían por la Rua de São Marcos y echaban un vistazo a la Capela dos Coimbras, o entraban por la Rua Nova de Sousa hasta el antiguo palacio Episcopal y después, a la izquierda, inevitablemente, acababan en la Seo. A pesar de su austero aspecto medieval, a Afonso le gustaba estar dentro de la gran catedral del siglo XII. Se sentaba atrás, justo por debajo del grandioso órgano, cuya rica talla barroca contrastaba con la rudeza sencilla del resto del santuario, y se llenaba el alma con las sublimes melodías que parecían descender directamente del Cielo. Otras veces iban al mercado, frente al ayuntamiento, en la plaza central de la ciudad, donde el párroco le compraba unas castañas asadas a su protegido.
El muchacho llegó a apreciar especialmente las visitas de los martes al mercado, maravillándose ante toda la vida que inundaba los puestos y la fauna humana trajinando de un lado a otro, las campesinas con chaquetas cortas y sayuelas azules, botas hasta las rodillas y pañuelos rayados en la cabeza, algunas de ellas segadoras que andaban descalzas, con un enorme sombrero negro en la cabeza y una hoz reluciente a la cintura. Los hombres deambulaban por allí con sus sombreros de ala ancha y chaquetas oscuras, casi todos con bigote, algunos miserables astrosos y desharrapados.
Encontraban ambos la misma fauna, a la que se añadían los petimetres, cuando iban a pasear al Jardín Público, frente a la arcada. Allí estaba antiguamente el campo de Sancta Anna, pero el descampado había dado paso a un muro de piedra y verjas de hierro para proteger el rico jardín por donde los bracarenses se dedicaban al ocio de sus paseos. Los días de sol y calor, a Afonso le gustaba sentarse con el párroco a la sombra del gigantesco pino americano situado junto a los portones de la entrada, pero los días más grises paseaban los dos por el jardín e iban al lado, a la iglesia de los Congregados, desde donde Afonso observaba los edificios contiguos del Liceo y la Biblioteca Pública, instalados junto al antiguo convento de los Congregados del Oratorio.
La única interrupción de esta rutina se dio en Navidad, cuando el padre Álvaro fue a pasar la Nochebuena con su hermana, en Rio Maior, y se llevó al joven protegido consigo. Afonso se quedó dos semanas con la familia y, cuando llegó la hora de regresar a Braga, la separación se volvió menos difícil que la primera vez, el chico ya no temía lo desconocido y había aprendido a confiar en el sacerdote que lo había acogido.
El latín y la gramática eran materias complejas, que le provocaban a Afonso los mayores bostezos y le producían momentos de profundo tedio, pero no había alternativa y concluyó que, si tenía que memorizar realmente todo aquello, memorizar sin comprender nada, mejor memorizarlo rápido, aprender deprisa lo que tenía que aprender para librarse cuanto antes de aquellas materias densas e impenetrables. Con estos estudios, los instantes más interesantes del día acababan siendo los de las comidas y la catequesis, y el momento cumbre de la semana era sin duda el de las escapadas los sábados a Cruz & Compañía, la papelería de la Rua Nova de Sousa, donde consultaba con avidez la página deportiva del Commércio do Porto, con sus raras noticias sobre los matches del Football Club de Oporto, del Boavista Football Club y del Real Vela Club en el terreno del Oporto Cricket and Lawn-Tennis Club, y algunos ejemplares que aparecían por allí de ediciones muy atrasadas de la revista Tiro Civil, que no dejaba de ensalzar las hazañas de su querido Club Lisbonense, aunque escaseasen las informaciones actualizadas.
El invierno fue duro, y Afonso descubrió que el frío del Miño era mucho más riguroso que el de Ribatejo. Después de noches limpias y heladas, encontraba por la mañana el suelo y las plantas brillando con gotas de agua condensada, la del rocío que se formaba a nivel del suelo. En las madrugadas en que los termómetros descendían por debajo de cero, al nacer el día vio las piedras, hierbas y hojas pintadas de blanco. Pensó inicialmente que era la famosa nieve de la que tanto le había hablado el padre Alvaro, pero, cuando interrogó al párroco sobre el asunto, éste meneó la cabeza.
—No es nieve, hijo —afirmó—. Es escarcha.
La escarcha era visible por todas partes, se formaba un encaje de cristales de hielo en la parte exterior de los vidrios de las ventanas, o sobresaliendo, albos y brillantes, de las ramas y las puntas de las hojas y las hierbas, en delicadas y hermosas estructuras geométricas. La calzada cubierta por el manto de cristales blancos y relucientes se volvía peligrosamente escurridiza y muchas plantas morían cuando las tocaba esta humedad congelada. Más tarde, Afonso supo que la escarcha también era conocida como helada, muy común en todo el Miño durante el invierno.
El frío invitaba a Afonso a quedarse en casa, junto a la chimenea. Como no tenía nada que hacer, además de las tres horas diarias de clase y catequesis que le impartía el padre Álvaro, se dedicó a la lectura. La mayor parte de los libros que se encontraban en la casa del párroco eran de naturaleza religiosa, y el joven se sumergió en la lectura de un ejemplar ricamente ilustrado de la Biblia. Afonso se sintió vivamente impresionado con el tema de la ayuda de Jesús a los pobres, con los cuales, como es natural, se identificaba, y poco a poco dejó de considerar los versos de las oraciones como una mera sucesión de palabras ritmadas de sentido incomprensible y se puso a meditar sobre lo que querían realmente decir. Su aprendizaje de la catequesis dejó de ser meramente pasiva. Le planteaba al sacerdote dudas que lo asaltaban, cuestiones que reflejaban su creciente y genuina curiosidad sobre el asunto. Comenzó incluso a enfrentarse con problemas que, para un chico de trece años, revelaban ya alguna inesperada profundidad psicológica, resultantes de su perplejidad en torno a la cuestión de la omnipotencia de Dios. Pues si Dios era omnipotente, discurría Afonso, ¿cómo podría Él dejar que existiese el mal en el mundo? Y si el hombre había sido hecho a imagen de Dios, ¿eso no significaría que en Dios había maldad, dado que el hombre era capaz de ella? El padre Álvaro iba encontrando respuestas para estas preguntas, subrayando que Dios quería que el hombre construyese su propio camino de rechazo de la maldad y que sólo podía hacerlo si el mal existía. A fin de cuentas, ¿cuál es el mérito de ser bondadoso si no hay alternativas? La bondad sólo tiene valor si significa el rechazo de la maldad, argumentaba el párroco. Si Dios elimina el mal, entonces el hombre será bondadoso por voluntad ajena, no por propia voluntad. Afonso meditaba sobre estas respuestas y planteaba nuevos problemas. La lectura de los fragmentos del Nuevo Testamento en que Jesús es retratado curando a los enfermos lo llevó a interrogarse sobre si ése sería realmente un bien. Si Jesús curaba a unos enfermos, ¿por qué no habría de curar a todos? Y si Jesús resucitaba a Lázaro, ¿por qué no habría de resucitar a todos los muertos? ¿Por qué discriminarlos? Y si nadie tuviese enfermedades, nadie moriría. ¿Sería eso realmente bueno? ¿No sería la muerte de unos la condición necesaria para la vida de otros?
Al llegar el verano de 1904, el padre Álvaro se dio cuenta de que comenzaban a faltarle respuestas y consideró que su pupilo, con catorce años recién cumplidos, ya estaba en condiciones de entrar en el seminario mayor. Una agradable mañana de julio, después de pasar por la Rua Nova de Sousa para tomar un café en A Brazileira, recién inaugurada, el sacerdote lo llevó a ver a su amigo don João Basílio Crisóstomo, vicerrector del Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo. Era el único seminario de Braga y estaba situado en una apacible plaza junto a la Porta de São Thiago, en el sector sur de las antiguas murallas de la ciudad. Al llegar a la plaza, Afonso se detuvo frente al seminario, un edificio blanco y alto, y miró el monumento que había a la izquierda, casi pegado al seminario: se trataba de Nossa Senhora da Torre, la alta torre medieval que coronaba la Porta de São Thiago. Adornaba la plaza, con árboles en abundancia, una fuente con una cruz arzobispal en el extremo, símbolo que marcaba todos los monumentos que había hecho construir el arzobispo. También había un templete y otra pequeña construcción cilindrica en la esquina.
—Es un urinario público —aclaró el sacerdote, que respondió a la mirada inquisitiva de su protegido—. ¿Necesitas ir?
El chico meneó la cabeza y prosiguieron en dirección a la puerta. Subieron ambos la corta escalinata empedrada del acceso, cuyas paredes estaban decoradas con azulejos azules que reproducían tiestos con flores y dibujos geométricos azules, blancos y amarillos, y atravesaron los claustros internos, la mirada atraída por las austeras columnas de piedra que rodeaban un pequeño jardín interior. Los pasos retumbaban ruidosamente en el suelo de piedra, quebrando la placidez que llenaba los pasillos, y el aire se revelaba impregnado de un aroma indefinido, límpido y suave. Subieron al primer piso y fueron hasta el despacho del vicerrector. Don Crisóstomo los recibió con una sonrisa beatífica.
—¿Así que quieres ser sacerdote, hijo mío? —preguntó el anfitrión a Afonso en tono paternal, después de las cortesías habituales.
—Sí, señor vicerrector.
—Pero aún eres un poco joven para ello.
Afonso se quedó mudo. Estaba allí porque lo habían mandado. El padre Álvaro respondió en su lugar.
—Don Crisóstomo, el muchacho tiene cualidades.
—¿En qué sentido?
—Mi proyecto era tenerlo como monaguillo uno o dos años más, pero él ha demostrado gran interés y vocación y no veo la necesidad de mantenerlo alejado del seminario sólo porque aún es joven.
El vicerrector miró a Afonso, pensativo.
—¿Por qué quieres ser sacerdote?
—No lo sé, señor vicerrector —murmuró el muchacho, bajando la cabeza.
—¿No lo sabes?
Afonso vaciló. Se sentía intimidado, estaba habituado a discutir esas cosas sólo con el padre Álvaro y el vicerrector lo cohibía. Miró furtivamente al sacerdote y reparó en que él, con un sutil gesto de la cabeza, lo animaba para que hablase. Afonso se llenó de valor, levantó la cabeza y miró al vicerrector con actitud desafiante.
—Quiero descubrir la verdad.
—¿La verdad? ¿La verdad de qué?
—La verdad de todo. Del mundo, de las cosas, de los hombres, de la vida.
Don Basilio Crisóstomo se recostó en la silla y sonrió, complacido.
—Muy bien, has venido al sitio adecuado —exclamó, balanceando afirmativamente la cabeza, en señal de aprobación, y se volvió hacia el padre Álvaro—. Voy a ordenar que se le hagan cuanto antes los interrogatorios de genere a tu pupilo.
Los servicios de ingreso al seminario comenzaron días después con el interrogatorio a Afonso. Le inquirieron sobre su familia, su pasado, sus hábitos de vida, el perfil y los intereses del candidato. Los estatutos del seminario, redactados en 1620 y previamente consultados por el padre Álvaro, preveían como condición que se garantizase que los candidatos eran «christianos viejos enteros, sin raza de judíos, moros ni otros infieles», único requisito que ahora se dejaba de lado, por anacrónico. El padre Álvaro sirvió de testigo y su protegido, a pesar de ser considerado tal vez demasiado joven para frecuentar el seminario mayor, acabó siendo aceptado. Había antecedentes de niños que entraban en el seminario mayor con doce o trece años, los propios estatutos establecían que los seminaristas «tendrán al menos doce años», por lo que la inscripción de aquel muchacho de catorce años, aunque menos usual, nada tenía de extraordinario.
Afonso entró en el Seminario de los Apóstoles San Pedro y San Pablo en el otoño de 1904. En todo dominaba el aspecto antiguo, austero y solemne, una impresión adecuada a la historia del seminario. La institución se remontaba a 1572, cuando, como consecuencia del Concilio de Trento, se abrió el Seminario de San Pedro, que funcionaba en el campo da Vinha, en pleno centro de Braga. Parte de las clases, no obstante, se impartían en un vasto edificio junto a la Porta de Sao Thiago, el colegio de San Pablo, dirigido por los jesuitas. Los jesuitas, sin embargo, fueron expulsados en 1579, y el edificio quedó en manos de monjas, hasta que, en 1881, el seminario se trasladó allí y el nombre de San Pablo quedó incorporado en el de la institución.
El nuevo seminarista fue llevado a su celda, una pequeña habitación de decoración espartana y con cierto olor a moho. Tenía una cama apoyada en la pared, una mesa con cajones para la ropa, una vela, un candil alimentado con queroseno, un banco, una escoba, una bacinilla, un jabón, una toalla blanca y un cubo con agua. El ventanuco daba a un patio ajardinado, parte de cuya vista la ocupaban las ramas y las hojas de un vigoroso roble adulto, ramas agitadas por el inquieto aletear de los gorriones, el melódico piar de los pájaros llenaba entonces el patio e inundaba la habitación con deliciosas sonoridades musicales. Colocó la maleta sobre la cama, la abrió y acomodó la ropa en los polvorientos cajones de la mesa. Sólo se autorizaba la ropa oscura, de modo que Afonso llevó dos trajes, uno negro y otro gris, que le había regalado el padre Álvaro. Tenía también calcetines negros y calzoncillos cortos y largos, estos últimos piezas de vestuario que jamás había usado en Rio Maior, y de los que ahora no prescindía y que acomodó con el resto. En cuanto a los zapatos, sólo tenía el par que llevaba puesto, comprado en la zapatería Celestino Vidal, en la Rua do Souto.
La rutina de la vida en el seminario quedó establecida ya desde la mañana siguiente. Afonso se despertó con el sonido estridente de una campanilla tocada a cordel y llevada por los corredores. Eran las seis y media de la mañana. Temblando de frío, saltó de la cama, meó en la bacinilla y se lavó furtivamente las manos y la cara con el agua helada del cubo. Se puso el traje negro, hizo la cama y barrió la celda. A eso de las siete salió al corredor con la bacinilla, fue a echar la orina en la zona de las letrinas, regresó a la celda para guardar la bacinilla y volvió a salir, acompañando a los demás seminaristas en dirección a la capilla, para las oraciones de la mañana. El vicerrector ofició la misa siguiendo los pasos normales en cualquier iglesia, es decir, en latín y de espaldas a los fieles. El altar estaba vuelto hacia oriente, como es habitual en las iglesias, y los celebrantes rezaban siempre en dirección a levante, porque se creía que de ahí debía esperarse la salvación. A fin de cuentas, fue Ezequiel quien escribió que «la gloria del Señor viene del oriente», del sitio donde nace el sol; por ello hacia ese sitio se dirigen las oraciones. La misa duró media hora. Una vez acabada, camino del refectorio, algunos seminaristas conversaban entre susurros por los corredores, lo que dejó a Afonso impresionado. El refectorio era un gran salón con muchas mesas de madera, cuatro sillas por mesa. Los seminaristas se distribuyeron por las mesas y el vicerrector fue a ocupar su lugar. Colocaron en las mesas el pan, la borona y las gachas de maíz. João Basilio Crisóstomo se levantó y todos lo imitaron.
—Benedic Domine nos, et haec tua dona quae de tua largitate sumus sumpturi, per Christhum Dominum nostrum —proclamó en latín, implorando a Dios la bendición de los alimentos que estaban en la mesa.
—Jube Domine benedicere —entonó un diácono, prosiguiendo el ritual.
—In nomine Patri et Filii et Spiritu Sancti —concluyó el vicerrector, que bendijo a los presentes y los alimentos; después hizo una seña a los seminaristas para que empezasen a comer.
Tomaron el desayuno en absoluto silencio, Afonso entendería rápidamente que ésa era la regla en todas las refecciones. A las ocho se recogieron a los aposentos, había llegado la hora de repasar las lecciones. El padre Álvaro le había advertido de que debería aprovechar esta pausa para echarle un vistazo al latín, ya que era probable que examinasen sus conocimientos de la lengua romana. A esas alturas el joven ya había entendido que el latín podía ser una lengua muerta en todo el mundo, pero en aquel seminario estaba tal vez más viva que el portugués. Se armó de valor y, encerrado en su celda, se puso a recitar declinaciones en voz baja. Media hora más tarde, la campanilla señaló la llamada al claustro. Afonso fue hacia allí, donde el vicerrector aguardaba a los seminaristas para interrogarlos sobre las asignaturas de estudio. El nuevo estudiante no se libró, ya que el vicerrector quería saber, examinando minuciosamente sus conocimientos de latín, cuánto valía la más reciente adquisición del seminario. Presa de la ansiedad y con la voz trémula y sumisa, Afonso titubeó en cada respuesta. Las clases del padre Álvaro eran una buena base, pero el latín que había aprendido en la parroquia de São Vicente se reveló claramente insuficiente para las necesidades curriculares y don Basilio Crisóstomo le dejó claro que esperaba que aprendiese mucho más. Afonso concluyó la sesión del claustro exhausto y herido en su amor propio, imaginando que todos se reían de él.
Las clases comenzaron a las nueve de la mañana. Su primera disciplina fue Casuística, impartida por un maestro gordo y bonachón, en realidad un cura de la diócesis de Braga que iba a dar lecciones al seminario. El primer año del seminario mayor estaba dominado por los estudios filosóficos, con Filosofía, Casuística y Retórica a la cabeza, complementados por Gramática y Latín. Había también un extra a cargo del padre Ettori Fachetti, un napolitano de habla suave que había ido a Braga a aprender portugués. El padre Fachetti era un políglota notable y puso su talento al servicio de los seminaristas, enseñando italiano, inglés, francés y alemán a quien lo solicitase. Varios estudiantes se inscribieron en algunas de esas disciplinas, y Afonso, tal vez por el deseo de sentirse aceptado e integrado, siguió ese ejemplo y decidió aprenderlo todo. El segundo y tercer año de seminario se concentraban sobre todo en Teología, y los cursos se repartían entre la Historia Eclesiástica, la Teología Dogmática, la Teología Moral, la Teología Sacramental, el Derecho Canónico, la Liturgia, la Hermenéutica y el Canto, además, claro, de las disciplinas de lenguas extranjeras del padre Fachetti y de las inevitables Latín y Gramática.
Se sirvió el almuerzo a mediodía. Tal como en el desayuno, colocaron inmediatamente la comida en la mesa, pero nadie la tocó antes de que el vicerrector pronunciase en latín la fórmula de bendición de los alimentos. Había pan de trigo, borona, sopa de verduras, carne de vaca cocida, huevos cocidos y castañas. Para beber, agua. Comían en silencio, haciendo gestos sólo para pasarse unos a otros el pan, la carne o el agua. En mitad de la refección hubo una novedad con respecto al desayuno. Un seminarista de unos dieciséis años se levantó de la mesa y se dirigió al púlpito del refectorio con un pequeño libro en la mano. Abrió el libro en una página marcada y comenzó a leer un pasaje de la vida de san Francisco Javier con una voz monocorde. Afonso sintió que el muchacho no entendía lo que leía, la entonación era monocorde e inexpresiva, lo que hacía difícil la comprensión del texto. En esas condiciones, la voz se convirtió en un mero ruido de fondo. El orador terminó la lectura cuando llegaron las manzanas para el postre y, poco después, el vicerrector se incorporó, obligando a todos a levantarse, pronunció una oración final y dio el almuerzo por terminado.
Salieron al recreo. Afonso comprobó que la mayor parte de los seminaristas ya se conocían y formaban grupos que se reunían aquí y allá. El ambiente era amistoso, pero el recién llegado se mostraba tímido y ensimismado. Casi todos eran mayores que él, había incluso algunos a quienes les estaba creciendo ya una barba incipiente, de modo que Afonso se sintió desplazado. Para no quedarse sin hacer nada, decidió dar discretamente unos puntapiés a una pequeña piedra y, en su fantasía, se vio jugando al football en el Campo Pequeno con la gloriosa camiseta del Club Lisbonense. Imaginó que uno de los robles era una meta defendida por un player del Carcavellos Club, club particularmente detestado por incluir sólo extranjeros y por haber sido el único capaz de ganar al Club Lisbonense. Afonso miró el roble y chutó suavemente la piedra, confundiendo al imaginario goalkeeper inglés. En otros momentos, cruzaba el patio transportando la piedra con toques cortos, fingiendo que efectuaba dribblings que derribaban a los adversarios. Lo hacía como si estuviera paseando, procurando no llamar la atención, se daba cuenta de que andar ostensiblemente a puntapiés con una piedra durante el recreo podría ser mal interpretado.
El sonido de la campanilla los avisó de que el recreo había terminado. Eran las dos de la tarde cuando se recogieron en las celdas para concentrarse en las materias de las clases de la mañana. Afonso pasó parte de la tarde estudiando Casuística y la otra parte a vueltas con el malhadado latín, que tanto lo había avergonzado durante la sesión en el claustro. A las cinco y media, la campanilla los convocó a la capilla; a las seis y media, volvieron al refectorio para la cena silenciosa. La refección terminó a las siete y media, momento en que salieron al recreo; una hora después, la campanilla los mandó nuevamente a las celdas. A las nueve de la noche, y después de preparar las cosas para el día siguiente, Afonso hizo una última visita a las letrinas, volvió a la celda, se metió en la cama, apagó el candil de queroseno y se durmió.
Los días se sucedían unos a otros en esta rutina, con pocas variaciones, monótonos y repetitivos. Las principales novedades se relacionaban con los almuerzos y las cenas, por la variación en los platos. Unas veces había carne de vaca, otras carne de cerdo, otras carne de cordero. Jamás se sirvió pescado, lo que hizo a Afonso recordar y echar de menos cómo limpiaba las cabezas de los chicharros con la lengua. Comían gallina, castañas, patatas, sopas de ajo, sopas de verduras o migas. Los domingos se servía un plato elaborado, el arroz, y los días festivos había dulces, algunos de recetas conventuales. El vino se reservaba igualmente para ocasiones especiales, y Afonso añoraba el sabor del tinto. En vez del suave vino maduro al que estaba habituado en Rio Maior, éste era de sabor muy frutal. Le explicaron que se trataba de tinto verde, un néctar que él no conocía y que provenía de varias zonas del Miño, como Ponte da Barca, Ponte de Lima y Melgaço, y hasta del valle del Sousa, en la región del Duero.
Los jueves y los domingos, los estudiantes abandonaban el seminario y los llevaban de paseo. Avanzaban serios y compenetrados, por parejas en fila india, en excursiones guiadas por el vicerrector, que los llevaba a Montariol y al Fraião. Cuando el día amanecía especialmente bueno, iban hasta el pórtico entre la capilla de la Agonía de Cristo en el Jardín y la capilla de la Última Cena y subían la espectacular escalinata del Bom Jesús, primero por la Via Sacra, con las capillas que representaban las catorce estaciones de la Cruz, después por la empinada escalinata de los Cinco Sentidos y, finalmente, ya con la lengua fuera y las piernas que les pesaban como plomo, se arrastraban por la escalinata de las Tres Virtudes. Una vez arriba, jadeantes y sudorosos, se apoyaban en las paredes enlucidas, se sentaban en el duro suelo de granito y se refrescaban en la fuente del Pelícano. Ya más recuperados, iban finalmente a visitar la imponente iglesia del Bom Jesús, a cuyos pies se extendía Braga. Otras veces, en lugar de subir el monte, bajaban hasta desembocar en el río Cávado, donde se quedaban jugando en el agua helada. Alguna que otra vez iban hasta la capilla de San Fructuoso de Montélios, una reliquia del siglo VII, o cogían la carretera hacia Barcelos y daban un salto hasta el monasterio de Tibães, un hermoso com piejo con claustros y jardines construidos en el siglo XI. El objetivo declarado era llevarlos a tomar aire puro y a desentumecer las piernas, pero algunos maestros se reían y sugerían subrepticiamente que aquélla era más bien una artimaña para agotarlos.
Las visitas del padre Álvaro, siempre los domingos por la mañana, se convirtieron en el momento más esperado de la semana. El cura llevaba a su protegido unos cuantos dulces comprados en la pastelería Suissa y además, atento a los intereses del muchacho, algunos ejemplares del Tiro Civil, que conseguía en la papelería Cruz & Compañía, en la librería Central, o que le enviaban especialmente desde Lisboa. De ese modo, Afonso se enteró de que su querido Football Club Lisbonense había dejado de existir. Se sintió inexplicablemente huérfano e infeliz, las victorias del club alimentaban sus sueños y no podía concebir que aquellos colores que un día viera brillar tan alto en el Campo Pequeno jamás volverían a llenar un estadio.
Pasó una semana de luto por la desaparición del Club Lisbonense y sólo le reveló sus sentimientos a Américo, un seminarista regordete, de quince años, con quien había trabado amistad. Afonso incluso intentó enseñarle a jugar al football, pero los puntapiés en las piedras no convencieron al corpulento amigo, más inclinado al ocio y a la gula. Américo era oriundo de Vinhais, en Tras-os-Montes, hijo de comerciantes adinerados para quienes tener un sacerdote en la familia era un signo de distinción. Afonso se divertía mirando a Américo durante las refecciones. El pequeño de Rio Maior, habituado a los manjares frugales de su casa de Carrachana, donde una simple cabeza de pescado servía para aplacar el hambre, consideraba que los almuerzos y cenas en el refectorio eran espléndidos banquetes, pero Américo, mimado por los mejores platos tramontanos servidos en abundancia en su opulenta casa de Vinhais, sufría horriblemente con aquella dieta, que consideraba más adecuada para tuberculosos y raquíticos, y se pasaba los días suspirando por su tierra.
El curso escolar terminó deprisa. Afonso, ya con quince años, recibió un suficit en Gramática, tres cum laude, concretamente en Latín, Casuística y Retórica, y un suma cum laude en Filosofía, además de acabar con aprovatus en las disciplinas de lenguas extranjeras del padre Fachetti. En cambio, Américo, que se sentía tremendamente infeliz en el seminario, rozó el suficit y tuvo incluso dos non aprovatus en Retórica y en Casuística. Afonso fue a pasar el verano a Rio Maior y se presentó en casa henchido de orgullo, nunca había llegado nadie tan lejos en los estudios. Los primeros días se sintió extraño en la casa de Carrachana, le pareció demasiado pobre e inmunda. Se quedó asombrado porque nunca le había incomodado aquella penuria, en honor a la verdad ni siquiera una vez había reparado en ella, había nacido allí y la privación se le antojaba natural, la aceptó siempre como un hecho de la vida.
Cumplidor de sus deberes de protegido, el joven seminarista fue a la Casa Pereira a visitar a doña Isilda, que le había dado esta oportunidad de estudiar en Braga, pero, compenetrado en su papel de futuro sacerdote célibe, no insistió en ver a Carolina, detalle que llenó a la viuda de satisfacción. Doña Isilda concluyó que la estrategia de apartar al mozo de su hija estaba resultando y festejó esa victoria en privado con una copa de oporto.
Afonso impresionó a sus padres por el empeño que revelaba en las oraciones y por su comportamiento de modales recatados. Además, a veces les brindaba sorprendentes tiradas en italiano, pero también en alemán, francés o inglés, frases pomposas y grandilocuentes que sólo servían para alardear de los conocimientos que había adquirido y establecer una sutil superioridad sobre los suyos. Lo contrario, como era de esperar, no ocurría. El joven se sentía ligeramente incómodo con la postura de la familia, tal vez sus hábitos de higiene o las conversaciones, que le parecían poco elevadas, sólo se hablaba de las cosechas, de los precios del mercado, de la diarrea de la vecina, de la tacañería del señor Ferreira y de un problema en la pata de la burra. Pero lo peor eran las borracheras de su padre los domingos por la tarde, ya que el señor Rafael volvía de la taberna de Silvestre cantando a voz en cuello y caminando de manera insegura, lo que llenaba a Afonso de vergüenza.
Por eso el joven seminarista regresó con alivio a Braga para proseguir sus estudios. Su celda olía a moho, es cierto, pero estaba aseada, y la vida en el seminario revelaba lo que, para los padrones de Carrachana, se podría considerar un ambiente de abundancia y distinción. Afonso reencontró a Américo, que volvió de las vacaciones aún más gordo, y ambos se hicieron ahora inseparables. Durante el segundo año, ya no hubo clases de Filosofía y la atención se centró en las asignaturas teológicas. Afonso se sumergió en el estudio de lo divino hasta el punto de, lleno de piadosa compasión, lamentar la suerte de los que, por circunstancias de la vida que no controlaban, no habían nacido en un ambiente católico. Si el catolicismo era la verdadera fe, los herejes de los países del norte estaban condenados a las eternas llamas del Infierno. Todo, meditó el joven, porque habían nacido lamentablemente en el lugar errado. No pudo dejar de sentir cierta perplejidad ante el hecho de que los protestantes porfiasen en no ver la verdad. ¿No era obvio que, por su grandeza e historia, sólo en Roma estaba el camino de la salvación? ¿No resultaba evidente que, por su bondad y majestad, era el Santo Padre el verdadero vicario del Señor? ¿Cómo podrían esos pueblos, en su ceguera y arrogante ambición, cerrar los ojos a la evidencia? Sin hablar de los judíos, que no reconocían el Nuevo Testamento ni la palabra de Jesús, o de los mahometanos, que añadieron falsos profetas a los verdaderos. ¿Y qué decir de aquellos otros pueblos que no conocían ni el Antiguo Testamento, como los hindúes y los budistas? ¿Qué muro de ignorancia los mantenía cruelmente apartados de la salvación? Afonso se sentía orgulloso cuando conoció el papel que desempeñó la Iglesia portuguesa en la propagación de la fe en Brasil, en África, en la India, en China, en Japón y en las islas Molucas, y le dieron ganas de llegar a ser uno de esos misioneros que se hicieron confidentes del emperador en Pekín o que acompañaron a los bandeirantes[2] en la conversión de los salvajes en Brasil. La India portuguesa estaba catolizada y había ahora mucho trabajo que hacer en África. El joven seminarista comenzó a alimentar el secreto sueño de hacerse misionero y expandir la verdadera fe en lugares remotos de las Guineas, de Angola y de Mozambique, proyectos que sólo confió al padre Fachetti y a Américo.
Las clases de Teología Dogmática le permitieron penetrar de manera más satisfactoria en los insondables misterios de Dios y de la vida. Impartía la asignatura el padre Francisco Nunes, un teólogo de la Beira, inesperadamente liberal y poco ortodoxo, que había estudiado Teología en Roma y había hecho un posgrado en Filosofía en la Universidad de Heidelberg, en Alemania. Afonso aún no lo sabía, pero, como resultado de su curiosidad natural y de la forma abierta y desprejuiciada con que el maestro abordaba los problemas filosóficos, esas clases le abrirían sorprendentes ventanas al mundo. El padre Nunes era un hombre delgado y encorvado, de ojos pequeños, barba rala y habla dulce, con dos características dominantes: la primera es que emitía una especie de silbido al hablar, sobre todo al pronunciar las eses; la otra venía de su pasión por el latín, lo que lo llevaba a usar profusamente expresiones proverbiales latinas en la conversación. Afonso le hizo al maestro las mismas preguntas que le había formulado antes al padre Alvaro, como el problema del bien y del mal que está en la base de la moralidad judeocristiana. ¿Sería el bien la antítesis del mal o ambos eran dos caras de la misma moneda?
—Es verdad que, a fortiori, lo que es bueno para unos puede ser malo para otros —asintió el padre Francisco Nunes, soltando en un silbido las eses de «es», «unos», «ser» y «otros»—. Si yo te gano una partida de ajedrez, eso es bueno para mí y malo para ti. Dura lex sed lex. Muchas cosas en la vida son también así.
—Pero, si Dios es bueno, ¿por qué razón existe el mal? Si Dios es omnipotente, ¿por qué motivo no buscó un sistema diferente, un sistema en el que el resultado de la partida de ajedrez fuese bueno para ambos jugadores? —insistió Afonso, ya habituado a las eses silbadas.
—La respuesta a esa pregunta, querido Afonso, la dio hace doscientos años un filósofo alemán —replicó el profesor, que, volviéndose hacia la pizarra, escribió con tiza «Gottfried Leibniz»—. Leibniz observó ad litteram que el bien y el mal son inseparables, porque cada uno de ellos no tiene sentido sin el otro —dijo pronunciando «Laibnitsss»—. El bien sólo tiene valor si el mal es una opción, si nos dedicamos a él porque lo deseamos, no porque no tenemos alternativa. Y esa dualidad bien-mal sólo es posible porque nos enfrentamos a conceptos relacionados entre sí y cuya adopción resulta de un acto de libre voluntad. De alguna forma podemos definir el bien como un conjunto de reglas y comportamientos que producen buenos resultados para cada persona y para la comunidad en general, y el mal como reglas y comportamientos que presentan resultados negativos para el mismo universo. Está claro que, a priori, cada sociedad, o religión, puede establecer reglas y comportamientos diferentes y hasta antagónicos. Id est, ocurre a veces que una cosa que es considerada buena por unas culturas es encarada como maligna por otras, y por ello tenemos que guiarnos por la palabra de Dios tal como se ha inmortalizado en las Sagradas Escrituras. Son ellas la alma máter de nuestra moralidad, son ellas nuestra guía para definir el bien y el mal, para que establezcamos cuáles son los comportamientos y reglas que deberemos adoptar y cuáles los que deberemos rechazar. En el Génesis, la distinción del bien y del mal constituye el tercer paso dado por el hombre, y es precisamente allí donde comienza la definición de nuestra moralidad.
—¿Y cuál es el principal comportamiento o regla que tenemos que adoptar para hacer el bien? —preguntó el alumno.
—El amor —dijo sin vacilar el padre Nunes—. Los judíos creían en el principio de que el bien se practicaba cuando amábamos al prójimo, y eso está consagrado en el Antiguo Testamento. El problema es que los judíos creían ser el pueblo elegido, que Dios sólo los amaba a ellos. Cristo fue más allá de esta idea, defendiendo que Dios amaba a los judíos, claro, pero, magister dixit, también amaba a todos los demás pueblos, todos eran hijos de Dios, el amor divino era universal. Por otra parte, ya los griegos sostenían que los hombres son todos hermanos, un concepto que Jesús incorporó en el cristianismo.
Por la noche, acostado en su celda, Afonso cavilaba sobre estas ideas, inquieto, leyendo la Biblia con redoblada atención. A veces se dirigía a la biblioteca del seminario y, después de consultar textos de teología, regresaba a las clases del padre Nunes con nuevas dudas.
—Usted, padre, dijo en la última clase que el bien y el mal sólo tienen valor porque podemos optar entre ellos —observó el alumno cuando volvió a Teología Dogmática—. Sin embargo, estuve leyendo la Epístola a los romanos, de san Pablo, donde señala que todos los hombres son pecadores y que Dios elige a quiénes va a conceder su gracia y va a salvar. Dios realizó esa selección previamente, antes de que comenzase el tiempo, antes de que crease el mundo.
—¿Y qué conclusión sacas de esas palabras, hijo?
—Concluyo que Dios concede su gracia independientemente de los méritos de quienes la reciben. Todos somos pecadores, le corresponde a Dios elegir arbitrariamente quién ha de salvarse. Y, como esta elección fue hecha antes de creado el mundo, lo que hagamos es irrelevante, Dios ya ha optado antes incluso de que practiquemos el bien o el mal. Es decir, hagamos lo que hagamos no cuenta para nada, las cosas están decididas antes incluso de que ocurran.
—Ése es precisamente, ab ovo, un punto de divergencia entre el catolicismo y el protestantismo —comentó el padre Nunes, acariciándose su barba rala—. Es posible que, al desarrollar esa idea de la gracia de Dios, san Pablo haya llevado al cristianismo a ámbitos a los que Jesús tal vez no hubiese ido. Otros santos discutieron el concepto, insistiendo en el principio fundamental de que una fe que no se consolida en actos no tiene valor. ¿Sabes lo que pasa? La Biblia resulta de un conjunto de textos diferentes, que nosotros consideramos como producto de la palabra de Dios, pero la verdad es que fueron redactados por hombres. Eso significa que, hasta cierto punto, esos textos son interpretaciones humanas de la voluntad divina y, como tales, pueden contener a veces contradicciones, incluso algún que otro lapsus calami.
—Pero ¿cuál es la respuesta para este problema?
—No lo sé, tendría que consultarlo con Dios —dijo con una sonrisa el profesor—. Yo diría que tal vez exista una manera de conciliar los dos puntos de vista. Unos seguramente tienen razón cuando sostienen que hay que practicar el bien para merecer un lugar en el Cielo. Pero san Pablo preconiza otra verdad, la de que la bondad de Dios es ilimitada, mirabile dictu, y eso significa que todos pueden ser perdonados, aun los que sólo han hecho el mal. Admito que hay aquí una contradicción, pero, a falta de mejor respuesta, yo diría que, hic et nunc, los caminos del Señor son insondables.
Afonso no se quedó satisfecho porque el padre Nunes no daba una respuesta clara a su duda, pero entendió que el profesor realmente no la tenía. Eso no le impidió cuestionar algunos aspectos del problema, como venía siendo habitual en él.
—Pero ¿cómo es posible que las cosas estén decididas aun antes de haber ocurrido?
—Todo está predestinado.
—Entonces, si está predestinado, no existe el libre albedrío. ¿O sea que el mal como opción no corresponde al hombre sino a Dios?
El padre Nunes suspiró. Qué alumno difícil, pensó, acentuándose la curva de su espalda a medida que se armaba de valor para afrontar ese nuevo problema.
—San Agustín responde a esa duda tuya —dijo, marcando aún más las sibilantes—. Imagina que el tiempo es como el espacio. Cuando viajamos, vamos de un punto al otro. Yo estoy en Braga y voy a Viana do Castelo. Evidentemente, desde Braga no veo Viana, pero Viana está. Si subo al cielo en uno de esos aeroplanos o dirigibles de los que hablan ahora los periódicos, desde arriba podré ver las dos ciudades al mismo tiempo, Braga de un lado y Viana del otro. Mutatis mutandis, con el tiempo ocurre lo mismo. Viajo del pasado al futuro. Desde el punto en que me encuentro no consigo ver el futuro, aunque exista. Pero Dios está arriba e, ipso facto, ve los dos puntos al mismo tiempo, el pasado y el futuro. ¿Has entendido?
—Sí —afirmó Afonso, vacilante—. Pero ¿en qué responde eso a mi pregunta?
—Con este ejemplo, adaptado de san Agustín, te he explicado la predestinación —repuso el profesor con una sonrisa triunfal—. No fue Dios quien hizo las acciones humanas que van a suceder en el futuro, sino el hombre. La ventaja de Dios es que Él está arriba, viendo simultáneamente el pasado y el futuro, y logra percibir lo que el hombre hará antes incluso de que lo haya hecho. Ab initio, Dios ha visto en el pasado las elecciones que haremos libremente un día en el futuro, por lo que no necesita esperar al futuro para enunciar su veredictum, para decidir a quién salvará.
—Por tanto —concluyó el alumno—, el futuro ya está determinado.
—Así es.
—Pero, a pesar de eso, tenemos libre albedrío.
—Estoy de acuerdo en que, grosso modo, parece una contradicción —admitió el padre Nunes, esforzándose por ocultar su confusión—. No obstante, así es. El futuro está determinado desde que se creó el mundo, pero el hombre mantiene el libre arbitrio.
—No entiendo —comentó Afonso—. Sólo puedo tener libre arbitrio si puedo cambiar el futuro, si soy dueño de mis acciones. Ahora bien: si el futuro ya está determinado, eso significa que no puedo alterarlo. Si no puedo alterarlo, mi voluntad no es libre, sólo lo parece.
—No es exactamente así —se desesperó el profesor—. Somos nosotros quienes hacemos el futuro. Nihil obstat. Dios se limita a tomar conocimiento anticipado de nuestras acciones.
Afonso no quedó convencido y volvió a los libros. Consultó la biblioteca del seminario y consiguió incluso autorización para ir a la Biblioteca Pública, al lado de la iglesia de los Congregados, junto al Jardín Público. Días después, al comienzo de la clase del padre Nunes, levantó la mano.
—¿Qué quieres decir, Afonso?
—He encontrado una respuesta, padre, para el problema de libre albedrío.
—¿El libre albedrío? ¿De qué estás hablando?
—¿Se acuerda de que en la última clase hablamos sobre la predestinación y de que usted dijo que el hecho de que Dios tenga un conocimiento anticipado de nuestras acciones no nos quita la libertad de decidir por nosotros mismos?
—Sí, a propósito de san Agustín.
—Pues he descubierto que Spinoza no coincide con san Agustín.
El padre Nunes desorbitó los ojos.
—¿Spinoza?
—Sí, padre —dijo Afonso con entusiasmo, hojeando el cuaderno donde había tomado sus notas—. Spinoza ha dicho que nuestra convicción de ser agentes libres no pasa de ser una ilusión basada en el hecho de que nunca somos conscientes de las verdaderas causas de nuestros actos. —Afonso alzó los ojos del cuaderno y miró al profesor con expresión de victoria—. Es decir, no somos libres; pensamos que somos libres.
—Es verdad que Spinoza ha escrito eso —admitió el sacerdote con un suspiro—, pero si lees bien a Spinoza, verás que también ha dicho que tenemos la libertad de tomar conciencia de las causas de nuestros actos. Nos hacemos libres cuando comprendemos las cosas.
—Ello no impide que se mantenga el problema inicial, el de que el libre albedrío es una ilusión.
—Es lo que dice Spinoza —asintió el maestro—, pero déjame advertirte, Afonso, de que Spinoza no era católico. Era judío e, incluso siendo judío, fue excomulgado por sus ideas heréticas. Por tanto, tienes que leerlo quantum satis. Si yo tuviese que elegir entre Spinoza y san Agustín, no tendría dudas de darle la razón a san Agustín.
Los debates teológicos y filosóficos fascinaban y estimulaban a Afonso, por lo que no debía sorprender que Teología Dogmática fuese la disciplina favorita del joven. En las clases del padre Francisco Nunes, comprendió algo en lo que nunca había pensado, la idea de que los textos divinos fueron escritos por hombres y sólo eran interpretaciones imperfectas de la voluntad de Dios. La comprensión de que los textos sagrados podían ser falibles y abiertos a diferentes lecturas lo dejó horrorizado, ésa era una idea monstruosa, significaba que los autores de los textos podían haberse equivocado y estar difundiendo principios que no emanaban de Dios. Comenzó a leer la Biblia con redoblada atención, intentando discernir lo que era realmente la palabra del señor de lo que sólo era interpretación subjetiva del autor del texto, pero pronto entendió que ésa era una tarea imposible, la propia traducción se revelaba, por sí misma, como una interpretación. Según las traducciones, el texto cambiaba sutilmente.
A pesar de estas dudas, Afonso se había convertido en un muchacho devoto y aplicado, inmensamente interesado por el mundo. A medida que avanzaba de las cuestiones más simples e ingenuas a los problemas teológicos y filosóficos más complejos y elaborados, crecía su admiración por los conocimientos del padre Nunes. Cierta vez, al final de una clase, entabló la única conversación que tuvo con él dedicada a materias no exclusivamente religiosas en una lección de Teología Dogmática, al interrogar al maestro sobre dónde había adquirido su saber.
—He estado en Roma, hijo —respondió sonriente el sacerdote, divertido ante la pregunta, mientras ordenaba los papeles para marcharse—. Frecuenté la biblioteca del Vaticano. Fue allí donde tuve mi fiat lux.
—¿Aprendió todo allí?
—No todo. Hubo cosas que aprendí cuando estudié en Alemania.
—Pero ¿ése no es un país protestante?
—En efecto —asintió el padre Nunes, alzando los ojos de los papeles—. Pero es muy bueno en filosofía.
—¿Y los filósofos alemanes creen en Dios?
—Algunos sí, otros no.
—¿Cuáles son los que no creen?
—No lo sé, hay varios.
—Pero ¿cuáles?
—Pues Schopenhauer, Fichte…
—¿Ésos no creen en Dios?
—No.
—Entonces, ¿para ellos quién creó el mundo?
El padre Francisco Nunes miró fijamente a Afonso, suspiró y se sentó pesadamente en la silla.
—Schopenhauer fue el primer filósofo explícitamente ateo —explicó el maestro, ya resignado a la idea de que no saldría inmediatamente de la sala, conociendo como conocía al alumno que tenía enfrente—. Él creía que no fue Dios quien creó al hombre a su imagen, sino que fue el hombre quien creó a Dios a su imagen. Sic. Dios no era más que una creación antropomórfica, una proyección del hombre…
—¿A la manera de los griegos?
—¿Qué griegos?
Afonso consultó sus notas.
—Protágoras —exclamó—. Protágoras dijo que el hombre es la medida de todas las cosas.
—Pues sí —asintió el sacerdote con un gesto vago—. Pero hay más. Schopenhauer rechazó la propia idea de alma, diciendo que todo el conocimiento está en el cerebro, no en el espíritu.
Consideraba que el mundo no tiene significado, no tiene propósito, existe por sí mismo, et caetera. O sea que el mundo no tiene sentido, somos nosotros quienes se lo atribuimos, nosotros le inventamos un sentido para reconfortarnos.
—¿Y usted cree en eso?
—Qué va, Afonso, claro que no. Si creyese en eso, no sería sacerdote, válgame Dios.
—¿No hay nada que considere verdadero de lo que él ha dicho?
—Bien, eso es otra cosa. Mira, Schopenhauer veía el mundo como algo cruel, un lugar de sufrimiento en el que es preciso matar para vivir. Por ejemplo, en todo momento los animales están matando a otros animales, hay millares y millares de muertes por segundo en todo el mundo. Vae victis. Para que un solo animal carnívoro viva durante un año, tendrá que morir un centenar de animales para alimentar a ese único sobreviviente. Y para que un solo animal herbívoro viva durante ese mismo año, tienen que morir muchos vegetales para darle de comer. Por otro lado, las propias plantas viven a costa de la putrefacción de la carne de los animales y de los restos de las otras plantas. O sea que la vida se alimenta de mucha muerte. Dura lex sed lex. Schopenhauer opinaba que el mundo de los hombres obedece a la misma ley, los seres humanos viven una vida de sufrimiento en que los hombres son esclavos de sus necesidades y deseos. Es una vida hecha de violencia, de frustraciones, de dolor, de enfermedades, de miedo, de esclavitud, de lucha, de victorias efímeras y derrotas permanentes, es un proceso de pérdidas constantes y sucesivas, y lo peor es que todo eso siempre acaba mal, la vida termina invariablemente con la pérdida final, la muerte; en nuestra existencia no hay finales felices.
—Resulta aterrador.
—Es deprimente.
—¿Considera todo eso verdadero?
—En cierto modo —dijo el maestro—. Vivir es sufrir. Y lo más curioso es que, a pesar de ser un constante sufrimiento, nos aferramos a la vida con todas nuestras fuerzas, como si fuese el mayor tesoro, la cosa más preciosa. Pero la vida está siempre in artículo mortis. Ella nos rehuye, se nos escapa como agua entre los dedos, morimos en cada respiración, a cada palabra, en cada mirada, momento a momento se acorta la distancia que nos separa de nuestro final, nacemos y ya estamos condenados a la muerte. La vida es breve, no es más que un instante fugaz, un brillo efímero en las tinieblas de la eternidad.
—¿Le parece?
—Aún no tienes noción de ello, Afonso, eres muy joven. —El maestro sonrió con tristeza—. Cuando somos jóvenes, todo parece lento, pausado, casi eterno. Pero ten en cuenta que ello va cambiando con la edad. Parece que fue ayer cuando tenía quince años, y ahora, casi pari passu, ya estoy llegando a los cuarenta. Parece que la vida se va acelerando, los años ganando velocidad, y eso me asusta. Repara en don Crisóstomo, que tiene sesenta. Sesenta años aún es una edad de trabajo, de actividad. Pero, si nos fijamos bien, dentro de diez años, probablemente, ya no estará vivo. Diez años, hijo mío, no es nada. Diez años es un mero soplo en el polvo del tiempo.
Afonso no se inmutó, para él diez años eran mucho tiempo, eran dos tercios de su existencia, eran un día lejano que se perdía en la eternidad del futuro. Creía que la vida era larga, tenía aún mucho camino por delante y aquella conversación le parecía incongruente. Su preocupación era comprender la vida para conquistarla, no para que ella lo derrotase…
—Si los filósofos ateos no le encuentran sentido a la vida, ¿para qué viven entonces?
—Buena pregunta. —El padre Nunes se rio, sintiéndose cómodo en ese terreno—. El problema de Schopenhauer es justamente que, sin Dios, el mundo se convierte en algo vacío, absurdo, sin razón de ser. Entonces, para sustituir a Dios, esgrime el concepto de arte. Schopenhauer decía que, con el arte, el hombre se libera momentáneamente de la esclavitud del deseo y de la tortura de la existencia, es arrancado de los grilletes del espacio y del tiempo y transportado a una realidad paralela, sublime, celestial. Lo que nos lleva, mi apreciado Afonso, a concluir que Dios es un artista.
—O a que el arte es divino.
—O a que el arte es divino —coincidió el sacerdote con una carcajada.
Afonso lo miró con intensidad y vaciló un momento, pero se decidió y, pesando las palabras, formuló la pregunta que más lo atormentaba en aquel diálogo.
—¿Será posible, padre, que hayamos inventado a Dios para darle sentido al mundo?
La amplia sonrisa del padre Nunes se deshizo y suspiró, interrogándose adonde iba a buscar aquel chico ideas tan próximas a la herejía.
—Ésa es la pregunta más terrible de todas —declaró pesadamente—. Tal vez por ello no debería ser una vexata quaestio. En vez de hablar ex cáthedra sobre este asunto, debemos tener fe y creer que Dios existe independientemente de nuestra voluntad, la creencia en su existencia no depende de la lógica ni de la prueba científica, depende únicamente de nuestra fe. Pero, si me pidieran un raciocinio lógico, yo respondería con otra pregunta: ¿nos resultaría posible estar aquí si no fuese por la voluntad de alguien?
—Pero ¿se puede probar que Dios existe?
—Probar, probar, yo no diría, por lo menos no según los llamados criterios científicos de los que tanto se habla ahora —repuso—. Hubo un filósofo escocés, Hume, que sostuvo que la existencia de Dios es una cuestión de hecho, o Él existe o no existe. Según Hume, las cuestiones de hecho sólo pueden resolverse a través de la observación. Fíjate en que Hume era un empirista, creía en la observación. Pero, como es evidente, nosotros no conseguimos observar a Dios, su existencia no es demostrable in vitro, lo que no significa, digo yo, que Él no exista. En realidad, buscar pruebas no es otra cosa que lana caprina. Nunca he visto Bragança, pero sé que Bragança existe. Hume comprobó que las pruebas de la existencia de Dios no son directas, sino resultados de una inferencia. Verbi gratia, el orden existente en el universo indica que el universo fue organizado por una inteligencia superior. Ése es un indicio, pero no, lo admito, una prueba final. Si quieres, tal vez haya sido Descartes quien presentó el mejor indicio de la existencia de Dios. Descartes expuso ese indicio de un modo lógico, llamando la atención sobre el hecho de que el hombre es imperfecto pero tiene en la mente el concepto de un ser perfecto. Claro que, como nadie es capaz de imaginar algo mayor que sí mismo sólo basado en sus recursos, se deduce que ese concepto emana de la realidad. Si soy incapaz de imaginar por mí mismo un ser perfecto, y sin embargo lo imagino, sólo puede ser porque ese ser perfecto efectivamente existe.
—Entonces, si Dios existe, ¿dónde está Él?
—Está en todo —afirmó el maestro, abriendo los brazos y mostrando lo que lo rodeaba—. Tu amigo Spinoza puede incluso haber sido un judío hereje, pero dio una buena respuesta a tu pregunta. Newton dijo que Dios creó el universo y después se quedó fuera y lo dejó funcionar según las reglas que Él mismo había establecido. Pero Spinoza consideró que esa idea estaba mal formulada, pues si Dios es infinito, ello se debe a que Él está en todo. Si estuviese separado del mundo y de los hombres, como una especie de entidad exterior, el mundo y los hombres serían su límite. No puede ser. Algo infinito, por definición, no tiene límites. Siendo infinito, no puede Dios ser una cosa y el mundo y los hombres cosas diferentes. No puede haber nada que Dios no sea. Luego, si Dios es infinito, a fortiori Dios es todo.
—Eso contradice lo que afirman los filósofos alemanes —observó Afonso, con un mar de dudas en su cabeza—. Por lo que he entendido, para ellos es como si el hombre estuviese en lucha con el mundo.
—En cierto modo, sí. En su quid pro quo, los filósofos ateos sacan a Dios de la ecuación y tienden a establecer una división entre el mundo y el hombre. Fichte era uno de ellos: afirmaba que el universo de la materia inerte está separado del universo de la vida. Pero, atención, es necesario decir que otros filósofos alemanes tenían una opinión diferente, consideraban que todo es la misma cosa, un poco como Spinoza. Schelling, por ejemplo, sostenía, ínter alia, que la naturaleza es una realidad total y que la vida forma parte de esa realidad como una evolución natural de las cosas. Para él, la naturaleza es un proceso y los hombres integran ese proceso. La vida no está separada de la materia inerte, sino que es una continuación de ella. Lo realmente curioso en estas ideas de Schelling es que presentan al hombre como parte integrante de la naturaleza. Schelling observó que la naturaleza no es autoconsciente en su proceso creativo, pero el hombre lo es. Pero, si el hombre forma parte de la naturaleza, él ha traído conciencia a la naturaleza, ésa ha sido su gran contribución al proceso natural. Con el hombre, la naturaleza se hizo autoconsciente.
—¿Usted también lo cree?
—Claro que no. Fue Dios quien creó la naturaleza y al hombre ex nihilo, fue Dios quien decidió que la naturaleza no tendría conciencia y que el hombre la tendría. La conciencia es el instrumento que Dios dio al hombre para que reprima su naturaleza animal y procure la perfección espiritual. Sin conciencia, el hombre no sería más que una bestia como las otras. La conciencia es el toque divino en la naturaleza humana.
—Pero, padre, ¿eso no contradice el principio de que Dios es infinito? Usted dijo hace un momento que no hay separación entre Dios, el mundo y el hombre: Dios está en todo. Si Dios está en todo, porque es infinito, entonces volvemos a la vieja cuestión de que Él también está en el pecado. Pero, cómo es posible…
—Yo no he dicho eso, Afonso —interrumpió el maestro, frunciendo el ceño y alzando el dedo; el liberalismo de su pensamiento tenía límites y quería evitar aquel terreno escurridizo—. Fue Spinoza quien lo dijo. Y Spinoza era un judío herético, no te olvides. En la duda, hijo mío, guíate por san Agustín, él es el vade mecum.
Por aquel entonces, los problemas de la naturaleza humana comenzaron a afligir profundamente a Afonso. Esa preocupación no derivaba solamente de consideraciones filosóficas inducidas por las conversaciones con el padre Nunes, sino también del hecho de que su propio cuerpo estaba evolucionando de un modo que el espíritu parecía incapaz de seguir. Le crecieron pelos en las comisuras de la boca y en el mentón cuadrado, así que comenzó a cortárselos semanalmente con una navaja. También empezó a sentir ardores entre las piernas, deseos que había combatido con manipulaciones de los órganos genitales en su pequeña celda antes de dormir, pecados mortales que intentaba absolver después con oraciones intensas y fervorosas en la capilla.
A los quince años, solía eyacular durante la noche, lo que lo dejaba terriblemente avergonzado y le alimentaba un insoportable sentimiento de culpa. No sabía cómo controlar ese problema y pensaba que el diablo entraba en su cuerpo para obligarlo a pecar en los momentos en que lo pillaba desprevenido, sobre todo cuando estaba sumido en el sueño. Pensaba que eso no le ocurría a nadie más y le suplicaba diariamente a la Virgen María que lo librase de la tentación y apartase a los demonios que se aprovechaban de su inconciencia mientras dormía. Se atormentó pensando que Dios ya había previsto esos hechos en el pasado y que lo había excluido anticipadamente de la salvación. ¿No era san Agustín quien consideraba el deseo sexual como una tentación del demonio? Afonso había aprendido en Teología Dogmática que el sexo es animal, algo impuro, y que la resistencia a ese instinto hace de nosotros seres humanos. Según san Agustín, la tentación sexual es una violación de nuestra libre voluntad. Dios nos quiere libres, por lo que Él no puede ser el responsable del deseo carnal. Siendo así, la tentación sexual es algo que sólo puede venir del demonio. En consecuencia, el celibato constituye el triunfo del hombre sobre el animal, de Dios sobre Satanás, o, digámoslo así, el celibato representa la victoria de la libre voluntad humana sobre los grilletes de las bestias. «Si mi voluntad no logra vencer esta tentación —pensó Afonso—, se debe a que el diablo se está apoderando de mí. Para retomar la cuestión en los términos originalmente expuestos por Schelling, aunque trastornando el sentido del raciocinio del filósofo alemán, Satanás está en nuestra naturaleza, en nuestra animalidad, y sólo nuestra voluntad consciente nos permite combatirlo». El problema lo perturbó tanto que ni siquiera se atrevió a revelar en las confesiones lo que ocurría, todo aquello pertenecía al dominio de lo inconfesable, de lo vergonzoso. Además, temía que lo excomulgasen si alguien se daba cuenta de que a veces lo poseía el demonio. Quién sabe, reflexionó, si aquélla no era una señal de que Dios consideraba que tales pecados nocturnos lo hacían indigno de ordenarse; a fin de cuentas, tal vez nunca podría ser un hombre inmaculado como don João Basilio Crisóstomo, el padre Alvaro, el padre Nunes y el padre Fachetti, castos ellos y verdaderos célibes que vivían libres de la tentación.
Los males del cuerpo comenzaron a contagiarle el alma. Para agravar aún más las cosas, y para gran tristeza suya, Américo no lograba apoyarlo. No es que su amigo tramontano no estuviese lo bastante comprometido en la fe; el problema fue que no era amante de los estudios y no vivía con agrado en la clausura del seminario, lo que acabó precipitando varios non aprovatus a final de curso, calificaciones que convencieron a su padre para que regresara a Vinhais y no volver nunca más.
Por ello, Afonso comenzó el tercer curso del seminario con un gran sentimiento de soledad. Tenía dieciséis años, la misma edad que otros estudiantes que ese año habían entrado en la institución, pero sus compañeros del tercer curso eran todos mayores, andaban por los diecinueve. Se mostraban afables y corteses, lo que no impedía que se notase la diferencia de edades, a pesar de la inquieta y estimulante curiosidad que manifestaba Afonso sobre los misterios del universo. Algunos se interesaban, ¡oh, pecadores!, por las «chavalas»; el joven de Rio Maior vio incluso a uno de ellos, Abílio, lanzando un piropo desde su celda a una chica que pasaba por el Largo de Sao Thiago, y se sintió desconcertado ante comportamiento tan insensato. Cuando le reprochó lo que había hecho, mostrándose soberbio de virtud moral, el seminarista galanteador se encogió de hombros.
—El pecado consiste, no en desear a una mujer, sino en consentir en el deseo —replicó Abílio con altivez.
—¿Quién ha dicho eso?
—Abelardo.
—¿Quién?
—Pedro Abelardo, un filósofo y teólogo del siglo XII.
—Eso es una herejía —sentenció Afonso, muy convencido—. San Agustín no ha dicho nada semejante.
—¡A san Agustín que lo parta un rayo! —exclamó Abílio ante la mirada escandalizada del compañero.
Pero ahí no acabó todo. En una clase de latín, el maestro sorprendió a otro de sus compañeros, Rudolfo, con un ejemplar del Decamerón escondido debajo del Tito Livio, y el muchacho fue expulsado del seminario por el vicerrector. Desilusionado y solitario, Afonso comenzó a sentirse desmotivado y a ensimismarse. Volvió a los juegos imaginarios en el patio: pasaba los recreos pateando piedras, regateando a players invisibles, venciendo a goalkeepers fingidos, marcando goals espectaculares, fantaseando con el regreso glorioso del Club Lisbonense bajo la acción de sus deslumbrantes dribblings.
Los juegos imaginarios se hicieron desaforados. Afonso corría furiosamente por el patio en busca de piedras y pateándolas con inusitado vigor. Cierto día, una de las piedras alcanzó la cabeza de un compañero que estudiaba apoyado en el tronco de un roble, y la sangre que brotaba profusamente del cuero cabelludo llevó a que el vicerrector llamase al joven a su despacho para amonestarlo. El eclesiástico le dijo que aquel comportamiento era indigno de un seminarista: quien deseaba servir a Dios con devoción no podía actuar de esa manera, parecía un lunático dando puntapiés en el patio. Afonso lo escuchó cabizbajo, con los ojos fijos en la tarima encerada. Durante unas semanas, se inhibió de jugar al football imaginario, pero la tentación acabó siendo más fuerte que la prudencia y, pasado un tiempo, ya estaba de nuevo pateando piedras, primero de forma discreta, sereno, como quien no quiere la cosa, después con más ímpetu, olvidándose momentáneamente del decoro, con energía en la pelota para que los ingleses del Carcavellos Club viesen de qué temple estaba hecho un player del glorioso Club Lisbonense.
El frío, cruel y penetrante, se abatió sobre Braga durante el mes de diciembre. Cada uno se protegía del hielo a su manera. Unos no se apartaban de las chimeneas, otros se envolvían en pesados abrigos, Afonso prefería agotarse corriendo, saltando, deslomándose. Pero, con los músculos congelados, el control de los movimientos era más brusco, y ocurrió lo inevitable. Una patada más fuerte que el invisible goalkeeper del Carcavellos Club acabó con el cristal de la casucha del jardinero hecho pedazos.
El vicerrector consideró que ya era demasiado. Afonso fue tachado de «díscolo», término que se usaba para los jaraneros e indisciplinados que a veces aparecían en el seminario. Temprano, al día siguiente, don Basilio Crisóstomo llamó al padre Álvaro y le entregó un sobrescrito lacrado.
—¿Qué es esto? —preguntó el sacerdote, mirando el sobre.
—Lee —le dijo el rector.
Intrigado, el sacerdote obedeció y rompió el lacre. Desdobló la carta y comenzó a leer. El documento iba firmado por João Basilio Crisóstomo; el vicerrector explicaba en él que el seminario había llegado a la conclusión de que Afonso da Silva Brandão, aunque alumno aplicado y talentoso, no tenía en realidad vocación para la vida sacerdotal. En consecuencia, no sería ordenado. El padre Álvaro palideció, jamás habría imaginado que lo convocaban para entregarle la carta orden. Al fin y al cabo, don Basilio Crisóstomo siempre le había transmitido los más enfáticos elogios sobre su protegido, lo que confirmaban sus buenas notas a final de curso, por lo que aquella decisión le resultaba totalmente inesperada. El vicerrector le explicó al amigo las circunstancias que lo habían llevado a tomar aquella decisión, pero acordaron permitir que Afonso concluyera el tercer curso en el seminario para que completase su educación. La condición era que debía acabar con su extraño comportamiento en el patio, la única forma de poner fin al rumor sobre su equilibrio mental: ¿dónde se ha visto a un seminarista andar a patadas con unas piedras?
Afonso se sintió profundamente triste y apenado cuando el padre Álvaro le explicó que había recibido la carta lacrada y que, finalmente, no sería ordenado. El joven se había transformado en un católico moderadamente devoto y, a pesar de los tormentos nocturnos de la carne, ya se había habituado a la idea de que sería sacerdote. Ahora los sueños de ser misionero en África se desvanecían como una nube. Peor que eso, comenzó a perder seguridad en el futuro. Si ya no sería ordenado, ¿qué haría de su vida? El regreso a Rio Maior le parecía inevitable, pero no encaraba la perspectiva con gran entusiasmo, las breves estancias en Carrachana los tres veranos anteriores lo dejaron con la convicción de que aquél ya no era su mundo, no estaba allí el futuro, sólo el pasado. El problema lo atormentó durante algún tiempo, antes de que lo apartase de su mente como si no fuese más que un malestar pasajero. Lo que fuera a ocurrir ocurriría porque ya estaba predestinado, concluyó por fin, con fatalismo. Se entregó entonces plácidamente al destino.
En mayo de 1907 se despidió del padre Fachetti, del padre Nunes, del vicerrector, del padre Álvaro y de la ciudad de Braga y regresó a la casa de su familia. Volvía, no con un sentimiento de derrota, sino de resignación, si no volvía como sacerdote, se debía a que ese destino no le estaba reservado. Se había ido cuatro años antes de Carrachana con una ropa andrajosa sobre su cuerpo, moqueando, lagrimeando y lleno de dudas sobre lo que le esperaba en el Miño. Ahora, a los diecisiete años, regresaba taciturno, vestido con ropa oscura y limpia y con una corbata al cuello, aún cargado de dudas, algunas de origen metafísico, la mayor parte mucho más prosaicas. De éstas, la más grande era determinar su verdadero papel en los designios del Señor, es decir, en lo inmediato, qué sería de su vida en Rio Maior.