Fue un parto duro, como suelen serlo todos los partos, pero madame Michelle Chevallier tenía caderas estrechas y los riñones acusaron el dolor del esfuerzo al sentir que había llegado la hora de dar a luz. La partera cortó el cordón umbilical, dio una palmada al bebé y el débil llanto irrumpió en la habitación, casi como un maullido doliente. La abuela limpió al niño con agua previamente calentada en una tetera, lo cubrió con un chal suave, salió de la habitación y, con una sonrisa feliz pero los ojos cansados después de la larga noche, se lo mostró al padre y al abuelo, que aguardaban tras la puerta, excitados por los frágiles gritos que habían oído hacía un momento.
—Es una niña —anunció.
Fue en la mañana del 2 de octubre de 1891 cuando Paul Chevallier vio nacer a su segunda hija. Horas más tarde, mientras la niña mamaba del seno de su madre y bajo las miradas embelesadas del padre, de la pequeña y excitada hermana Claudette y de los dos abuelos aún vivos, se decidió que se llamaría Agnès, como la abuela materna. Durante los tres años siguientes nacerían dos hijos más, ambos varones, Gaston y François, que completaron un total de cuatro hermanos, número que los padres consideraron adecuado y definitivo, salvo imprevistos.
La familia Chevallier vivía en una casa antigua situada en la Rue du Palais Rihour, en medio de una colorida hilera de estrechos y pintorescos domicilios del siglo XVII y a un paso de la imponente Grande Place de Lille. La pequeña Agnès Chevallier comenzó a frecuentar muy pronto la tienda de su padre, una casa de vinos situada en la fastuosa Vieille Bourse y llamada Château du Vin. El hecho de poseer una tienda en la Vieille Bourse constituía de por sí un claro indicio de que se trataba de alguien acomodado, descripción que correspondía vagamente al modo de vida de Paul. El padre de Agnès era un hombre alto y delgado, muy rubio y con los pómulos salientes. Tenía tierras cerca de Reims, donde cultivaba uvas para hacer champagne, cuya calidad hizo de él un enólogo prestigioso en Lille, aunque su verdadero negocio fuese el comercio de vinos. De su tienda, que servía con frecuencia de despacho comercial, exportaba a Bélgica, Holanda, Gran Bretaña y Alemania.
Tal como muchos habitantes de la ciudad, los Chevallier eran burgueses de origen flamenco, algo que no olvidaban. La intolerancia francesa frente a las tradiciones flamencas había denostado el nombre original de familia, Van der Elst, lo que llevó a un antepasado, célebre por sus acciones de caballería durante las guerras napoleónicas, a decidir cambiar aquel apellido por el de Chevallier. Ésa es, por otra parte, la historia de Lille, una ciudad originalmente belga, Rijssel, víctima de once cercos y arrasada varias veces en un periodo de mil años, puesta sucesivamente bajo control flamenco, francés, austríaco y español, hasta que se la anexaron de manera definitiva los franceses en el siglo XVII, con el tratado de Aquisgrán. Luis XIV conquistó la población en 1667, le otorgó el estatuto de capital de la Flandes francesa y la llamó Lille, una evolución de las palabras l’isle, «la isla», debido a que la ciudad creció en torno a un castillo construido en una de las islas del río Deûle. El propio edificio de la Vieille Bourse insistía en recordar el pasado flamenco de Lille, manteniendo cuatro leones de Flandes orgullosamente esculpidos en la fachada. La majestuosidad del edificio de la Vieille Bourse era algo que no dejaba de impresionar a la pequeña Agnès siempre que su madre la llevaba a visitar a su padre en la tienda de vinos. La Vieille Bourse se erguía, majestuosa, en uno de los lados de la plaza central de la ciudad, exhibiendo fausto y opulencia en su arquitectura grandiosa, con las cariátides que adornaban las pilastras, las ventanas ricamente decoradas a la manera del Renacimiento flamenco, una campana dentro de la vistosa y una altiva columna rojo ladrillo que se alzaba en el extremo central del tejado oscuro. Aunque parecía un solo edificio, la Vieille Bourse estaba en realidad formada por veinticuatro pequeñas casas de comercio, una de las cuales albergaba el Château du Vin.
Durante la infancia, los cuatro hermanos fueron educados en casa. Todos ellos eran bilingües, hablaban francés y flamenco. Las conversaciones en familia se hacían sobre todo en francés, pero a menudo se intercalaba el flamenco, con frecuentes goedemorgen intercambiados por la mañana, pidiendo gebak, melk y suiker a la mesa del desayuno y soltando tot ziens de despedida. Las comidas preparadas por Michelle tenían la marca de la cocina flamenca, a base de carne de aves y de platos sustanciosos, como boudin y morcilla con puré de manzana. Pero los favoritos de los niños eran el waterzoï, las dulces gaufres y la mermelada con martilles, el popular queso de la región.
Agnès tenía dos grandes amigas. Una era su hermana Claudette, un año mayor. Claudette era arisca y mandona, Agnès más dulce y conciliadora, aunque en los momentos de apuro se mostraba inesperadamente rígida e inflexible. Los juegos entre ambas terminaban en una invariable guerra de insultos, pellizcos y arañazos. Las palabras más duras eran: t’es méchante, «eres mala», insulto que en general desencadenaba una rápida y dolorosa respuesta física. La madre aparecía para separarlas y las obligaba a pedirse disculpas. Como era orgullosa, Agnès se disculpaba en flamenco, vomitando un crudo het spijt me echt! Lo hacía con tal ferocidad que más sonaba a un nuevo insulto. Evitaba siempre mostrarse débil y raramente lloraba, a pesar de que su hermana era físicamente más fuerte y, en consecuencia, solía imponer su voluntad en estos enfrentamientos.
Cuando los juegos con Claudette acababan mal, Agnès se reunía con su segunda amiga, una muñeca de cartón y madera a la que llamaba Mignonne y de quien se hizo inseparable. Mignonne era una muñeca jumeau, hueca por dentro y fabricada en un molde, con ojos castaños de cristal y una cabellera rubia rizada, con la cabeza encajada en un cuerpo compuesto y articulado, y con los miembros doblándose en las junturas, lo que era una novedad. Con Mignonne en el regazo Agnès aprendió a tejer, y siempre en su compañía escuchaba a su madre contarle historias, en su mayor parte cuentos flamencos, como las leyendas de la batalla entre Lydéric y Phinaert, los míticos gigantes fundadores de Rijssel, y de Yan den Houtkapper, el leñador que, según la tradición, fabricó un par de botas de madera para Carlomagno. Pero fue una historia verídica, la de Florence Nightingale, la que más absorbió la imaginación de la pequeña, hasta tal punto que comenzó a decir que ella y Mignonne serían enfermeras de mayores.
—¿Florence Nightingale? —se sorprendió una vez madame Chenu, una amiga de la madre, cuando la oyó citar a su heroína—. Vaya, vaya, si te gusta tanto ayudar a los demás, deberías seguir los pasos del gran héroe de Lille.
—¿Lydéric? —se interrogó Agnès, vacilante.
Madame Chenu se rio.
—¿Lydéric? No, ma petite, ése ya pasó. Estoy hablando de nuestro Pasteur, el gran Pasteur, que Dios lo tenga en su gloria. Ése sí que es un ejemplo que debe ser imitado.
Fue la primera vez que Agnès oyó hablar del héroe de la ciudad, recientemente fallecido. Louis Pasteur era oriundo de la región y fue en Lille donde desarrolló las investigaciones que lo hicieron famoso. Descubrió el papel de los microorganismos en la fermentación y propuso la «pasteurización» para combatir ese proceso. Más importante aún, inventó las vacunas y demostró la importancia de la higiene en los hospitales como modo de controlar la alta tasa de mortalidad entre los enfermos ingresados. Todo ese trabajo, desarrollado sobre todo en la década anterior, atrajo una enorme atención sobre este científico francés, convirtiéndolo en el más famoso hijo de Lille y en el orgullo de la ciudad.
Con la vaga idea de la medicina en la mente, Agnès comenzó a frecuentar a los nueve años el instituto católico para niñas. Delgada como un palillo, una sonrisa luminosa y los rasgos del rostro bien dibujados, la pequeña pronto se sumergió en la multitud homogénea de las niñas con bata. El primer día llevó a Mignonne a clase, pero la profesora, una monja austera y áspera, le dejó claro de entrada que no le gustaba la idea. En medio de una lección, la hermana Pezard se calló bruscamente y se acercó al pupitre de Agnès con actitud severa.
—¿Qué es esto? —preguntó la monja, cogiendo la muñeca.
—Es Mignonne, soeur —informó Agnès con timidez—. Es mi amiga.
La profesora ignoró la respuesta.
—Aquí no se admiten muñecas. Usted ya tiene edad para dejarse de niñerías. —Dio media vuelta y regresó a su escritorio con Mignonne en la mano—. Venga a buscar su muñeca cuando terminen las clases y, atención, no quiero volver a verla por aquí.
Agnès le cogió un miedo terrible a la soeur Pezard, pero el incidente sirvió para hacerle entender que la infancia tendría que quedarse a la puerta del instituto. Los juegos y charlas con la muñeca de cartón y madera se reservaron así para la noche, en especial para los momentos antes de dormirse. Agnès dejó naturalmente de creer que Mignonne la escuchaba, aunque siguiera aficionada a la muñeca y hablase con ella como quien escribe en un diario: era una manera de hacer el balance del día y organizar verbalmente lo que había aprendido y todo lo que había visto. La segunda hija del matrimonio Chevallier creció vigorosa, más parecida a la abuela paterna, ya fallecida, que a su madre, con sus cabellos rubios de rizos castaños, los ojos de un verde vivo e intenso, tal vez una mezcla del azul del padre con el castaño de la madre.
La memoria que Agnès guardó de esos años fue la de una infancia extraordinaria y mágica. Al padre le encantaba hablar de París, y en especial de una torre gigantesca que habían construido por esos años, tema frecuente de las conversaciones en el Château du Vin. Los clientes de la tienda que habían asistido a la inauguración de la torre, dos años antes del nacimiento de Agnès, se dividían en cuanto a la importancia de aquella obra y exponían sus argumentos en intensas y acaloradas discusiones. Sentada en un rincón de la tienda, Agnès los escuchaba en silencio, pero con atención. Unos decían que era un monstruo, una chimenea de hierro, un disparate sin igual, un insulto a la arquitectura de París, incluso una amenaza a la seguridad de las personas, las leyes de la gravedad hacían evidente que ese tumor metálico se caería, inevitablemente. El sastre Aubier afirmaba además, sarcástico, que el sitio donde más le gustaba estar cuando visitaba París era la torre, justamente porque ése era el único lugar de la ciudad donde no tendría que verla. En honor a la verdad, esa chispa de ingenio no era de su invención, Aubier había leído algo semejante en un periódico, atribuido a Guy de Maupassant, pero en las charlas con los amigos la frase producía un buen efecto y no le importaba hacerla pasar por suya.
Otros clientes, sin embargo, elogiaban con entusiasmo la monumentalidad y creatividad de la obra, que consideraban la prueba de que la ingeniería francesa era la mejor del mundo. La torre se presentó al público en la Exposición Universal de 1889, y constituyó un tributo a la industrialización de Francia y un marco para conmemorar el centenario de la Revolución francesa, al mismo tiempo que generaba un encendido debate público en los periódicos y suscitaba la oposición acérrima de arquitectos y artistas. En rigor, la obra era tan polémica que todos querían verla. Paul Chevallier, como cualquier francés que se preciase, siguió el debate a distancia, pero no pudo visitar la Exposición en su momento y ver la célebre torre para juzgar por sí mismo. Tuvo la oportunidad de hacerlo más tarde, durante los varios viajes a París a que le obligaban los compromisos profesionales para comercializar la producción vinícola. Iba siempre solo y, al regresar, no vacilaba en elogiar en casa la grandiosidad de la obra.
Por decisión de Luis Napoleón, Francia acogía una gran exposición universal todas las décadas, con intervalos que no podían exceder los doce años, de modo que el certamen siguiente en París quedó fijado para 1900. Una mañana de primavera de ese año, en el desayuno, y entre dos croissants, Paul Chevallier hizo ante su familia un anuncio solemne.
—Está decidido —dijo—. Este año vamos a la Exposición Universal de París.
Hubo en la casa gran animación. Muchas de las compañeras de Agnès del instituto irían a París con sus padres a propósito para visitar la Exposición, y los que no tenían un plan como ése se desesperaban ante la perspectiva de perderse el gran acontecimiento del año. Los hijos de Paul se pasaron semanas hablando del tema, pidiendo, implorando, amenazando, hasta llorando, hasta que finalmente consiguieron, aquella mañana, arrancar de su padre el compromiso de ir a la Exposición. No es que Paul y Michelle hiciesen un gran sacrificio, en realidad ambos se sentían igualmente ansiosos por visitar París y participar de un hecho tan especial: todos sus amigos irían y era impensable que los Chevallier fuesen menos.
La familia llegó a la Gare du Nord a última hora de una mañana de mayo. Los seis cogieron un coche rumbo al hotel, en el centro de la ciudad. En cuanto el coche empezó a andar, ascendieron por una loma y vieron la silueta esbelta de la Torre Eiffel alzarse en el horizonte, un «oh» excitado y admirativo reverberó entre los niños: ya habían visto la imagen de la polémica torre en los periódicos y en postales de la Exposición de 1889, pero verla así, en vivo, era algo único y fascinante, qué construcción tan extraordinaria y maravillosa, toda hierro e ingenio, el verdadero triunfo de la industria. En la planicie parisiense, sólo el bulto blanco del Sacré Coeur parecía desafiar a aquel gigante de hierro, pero la catedral de Dios perdía en la comparación con la basílica de Eiffel, sin duda era esta torre un indicio de la arrogancia del hombre en su crecimiento hacia los dominios celestes, la señal inequívoca de la superioridad de la ciencia sobre la superstición, la prueba final del dominio de la luz sobre las tinieblas oscurantistas.
—Tiene trescientos metros de altura —comentó con orgullo el cochero—. Es la construcción más alta del mundo, mayor que las pirámides de Egipto.
Se instalaron en el hotel Scribe y, sin perder tiempo, cogieron en Châtelet el chemin de fer metropolitain en dirección a la Place d’Italie, todo en medio de una gran excitación. No imaginaban que fuese posible andar en un tren bajo tierra, qué maravilla, qué prodigio; en la Place d’Italie cogieron otro metropolitain y fueron a dar a la Place du Trocadero, la estación de la Exposición Universal. Desde allí se dirigieron a uno de los guichets de acceso al recinto y Paul sacó la cartera.
—¿Cuánto cuestan seis entradas?
—Como ya es mediodía, un franco por persona —indicó el taquillero.
—¿Ah, sí? ¿Y si hubiésemos llegado más temprano?
—Hasta las diez de la mañana son dos francos por persona, m’sieu. Después de las diez, un franco.
Una inmensa multitud llenaba el Trocadero, lo que hacía difícil la circulación. Los Chevallier entraron en el recinto y se encontraron de inmediato con el exótico pabellón de Madagascar: un grupo de hombres con sombreros de paja y capas a rayas cantaba alegres canciones malgaches en un escenario sobre la acera, una multitud alrededor apreciaba el espectáculo de sonido y fiesta, se veían camelots vendiendo postales, elegantes señoras con vistosas sombrillas, caballeros con bastón y chistera, niños vestidos como adultos, un mar de gente aquí y allá, vagando, fluyendo, todo en medio de un inmenso bullicio, la belle époque en todo su esplendor.
—Vamos a ver, papá, vamos a ver —imploró Agnès a saltos, señalando a los animados músicos malgaches.
Claudette hizo coro.
—On y va?
Pero Paul, previamente aconsejado por sus amigos para que no perdiese la cabeza con la primera atracción que se le presentase, y preocupado por aprovechar bien el tiempo, meneó la cabeza.
—Ahora no, niñas. Vamos primero a dar una vuelta y después elegimos qué es lo que queremos ver.
—Pero yo quiero escuchar esa música —insistió Agnès—. Es divertida.
—Después, hija, después.
Los seis entraron en el parque del Trocadero y llegaron a la exposición colonial y vieron su miscelánea de estilos arquitectónicos: columnas del antiguo Egipto, pagodas de Brama, tejados curvados hacia arriba de Japón, cúpulas árabes, casas de bambú, chozas, tiendas, medinas; además, observaron la gran cantidad de pueblos indígenas que llenaban la plaza con un exotismo colorido; eran beduinos, chinos, bosquimanos, indios, bantúes, sijs, mongoles, melanesios. Bajaron a través del parque por el corredor derecho, a la izquierda un lago caía por escalones como una cascada geométrica, a la derecha las colonias francesas, Martinica, Guadalupe, Guyana, Reunión, Tonquin; del otro lado del lago, las colonias extranjeras, el Asia rusa, el Transval, las colonias portuguesas, las Indias holandesas. Nada de esto interesaba, eran otros imperios, a no ser tal vez aquel extraño edificio en la esquina, c’est quoi ça?, una réplica del templo javanés de Chandi Sari encajado entre dos casas de las altiplanicies de Sumatra. Se mantuvieron en el pasillo de las colonias francesas y se encontraron, a la derecha, con la puerta de una casa de Túnez, después asomaron las construcciones del oasis de Tozeur, pórticos de la mezquita de Sidi Mahres, el minarete de la mezquita de Barbier, un café de Sidi Bu Said, callejuelas de souks, es Túnez, c’es pas rigolo?, a la derecha el palacio de Argelia, un edificio blanquecino y ornado con frisos y canterías de azulejos, al lado la vieja Argel con su pintoresca casbah, terrazas abiertas, cúpulas y minaretes coronados con medias lunas islámicas, un restaurante de couscous dentro, muchachas de Ouled Nails atrayendo a una multitud embelesada con la atrevida danza del sable, oh la la!; del otro lado, se encontraban las colonias inglesas, pero no les interesaban.
Agnès se mostraba estupefacta por la variedad cultural que se expandía a su alrededor. Todo le parecía extraño, exótico, casi mágico, exuberante de diversidad, tan diferente de lo que estaba habituada a ver. Miraba a su padre como fuente de repuestas para las múltiples dudas que la asaltaban.
—Pero, papá, ¿por qué ellos tienen la piel oscura?
—Es por el sol, hija.
La niña miró la blancura marmórea de su brazo: la piel revelaba el tono claro de la leche, albo y suave como marfil.
—Pero yo también tomo el sol… y soy clarita.
—Es que ellos, en su tierra, toman mucho más sol que nosotros, son meses y meses de sol, sin ver nubes casi nunca.
Agnès lanzó una mirada escéptica.
—¿Meses de sol? Entonces, ¿no tienen invierno?
—Parece que no. Monsieur, Dongot, aquel gordinflón que a veces va a la tienda a encargar unos envíos a Hue, el del bigote, ¿sabes?, pues él ha ido a Indochina y me contó que en los trópicos nunca usan chaqueta y que el agua de la playa está caliente como si la hubiesen calentado en una tetera.
Agnès se quedó unos minutos mirando las figuras exóticas que se movían a su alrededor, imaginándolas en un mundo de sol y aguas hirvientes, un mundo donde no hacían falta chaquetas y donde las personas se ponían oscuras por el calor. Era difícil creer en eso, pero si su padre lo decía…
La figura dominante de la Torre Eiffel se impuso finalmente sobre el parque del Trocadero. Los Chevallier admiraron aquel monumento de hierro que los atraía desde el otro lado del río como un imán, un magneto fascinante, imponente, poderoso, gigantesco. Cruzaron Pont d’Iena, ensanchado especialmente para la Exposición y, entre dos trinck-hall, entraron en el Champ-de-Mars, el coloso metálico que rasgaba el cielo a su frente. El espacio de alrededor estaba ocupado por vistosos edificios de hierro y cristal, a la derecha el Cinéorama y el Palais de la Femme, detrás de éstos el Palais de l’Optique, a la izquierda el Crédit Lyonnais, el quiosco de los tabacs étrangers, el exótico Panorama du Tour du Monde con su rica y compleja fachada dominada por una pagoda japonesa, un minarete turco y una torre de Angkor, bailarinas camboyanas atrayendo a mirones frente a la puerta principal, al lado el pequeño chalé de madera del Club Alpin, y después el Palais du Costume. Por debajo de la Torre Eiffel se extendía un jardín geométrico francés, con dos kiosques à la musique ejecutando ruidosas marchas militares, y a ambos lados se delineaban pequeños lagos sinuosos integrados en un armónico jardín paisajístico tropical, helechos arborescentes, palmeras de estípites esbeltas, arbustos vigorosos, caminos serpenteando entre la verdura, puentes sobre el agua, nenúfares deslizándose suavemente en la superficie, serenos, delicados.
Los Chevallier fueron a almorzar unas crêpes au fromage et au jambon al restaurante entre el Palais du Costume y el edificio de Postes et Télégraphes, con vistas al lago y a la Torre Eiffel.
—Papá, ¿qué dice monsieur Dongot de las personas que vio por allí? —quiso saber Agnés mientras saboreaba el queso derretido dentro de la crepe.
—¿Que vio dónde? ¿En Indochina?
—Sí.
—Dice que son unos salvajes, unos primitivos, parecen unos chinos oscuros y sólo comen arroz.
—¿Son simpáticos?
—Da la impresión de que a monsieur Dongot no le gustan demasiado. —Guiñó el ojo—. Pero eso no quiere decir nada: probablemente a ellos tampoco les gusta monsieur Dongot.
Cogieron después un pequeño y simpático tren que circulaba por el perímetro de la Exposición y, confortablemente instalados en los asientos de los alegres vagones, admiraron la asombrosa torre, de cerca era sin duda mayor y más imponente de lo que parecía de lejos o en las ilustraciones y postales. Siguieron por el Quai d’Orsay para apreciar los palacios y pabellones a lo largo del Sena, donde estaban las delegaciones internacionales, el Reino Unido, España, Estados Unidos, Grecia, Portugal, Austria, y también las pequeñas delicias, cosas mignonnes como la Maison du Rire, el Grand Guignol, la Roulotte, la Chanson Française, los Tableaux Vivants, el restaurante rumano, el bistrôt checo. Recorrieron la Esplanade des Invalides, con sus palacios consagrados al mobiliario, a la tapicería, a la porcelana, a la cristalería, y dieron media vuelta, nuevamente el Quai d’Orsay y después la plaza grande y bulliciosa del Champ-de-Mars, dejando atrás el monstruo de Eiffel y sumergiéndose en la larga alameda de plátanos gigantes, un jardín geométrico con césped, arbustos y arriates floridos, alrededor los elegantes edificios art nouveau de la Exposición Universal, una maravilla babilónica ornada de palacios colosales, todos animados por múltiples banderas tricolores, a la izquierda el magnífico Palais des Mines y de la Métallurgie, después el chic Palais des Fils, Tissus et Vêtements, seguido del imponente Palais des Industries Mécaniques, enfrente el imperial Palais de l’Électricité y el soberbio Château d’Eau. «Esperen hasta la noche, mesdames et messieurs, esperen hasta la noche para ver al hada electricidad iluminando estas maravillas, hasta la noche, sí, cuando la noche se hace día y el hombre triunfa sobre las tinieblas», clamó el guía. Agnès soñó con estas palabras, soñó con la noche iluminada por aquella hada encantada; mientras soñaba el tren sorteó una curva y pasó delante del quimérico Palais des Industries Quimiques, los kiosques à la musique siempre ejecutando ruidosas marchas militares, después el agitado Palais des Moyens du Transport, seguido por el macizo Palais du Génie Civil, finalmente el fino Palais de l’Enseignement, Sciences et Arts; el pintoresco tren completó el paseo y volvió a la Torre Eiffel, dirigiéndose ahora de nuevo hacia el Quai d’Orsay con destino a los Invalides, pero los Chevallier ya habían visto todo, ya era suficiente, ahora querían quedarse por aquí, era hora de ver las cosas más de cerca.
Se apearon y alzaron la cabeza, observando la enorme torre de hierro que escalaba el cielo frente a ellos.
—On y va? —preguntó Paul, desafiando a la familia a subir a lo alto de la torre.
—¡Sí, vamos! —gritó el pequeño Gaston con entusiasmo, que daba saltitos de excitación.
—Ouuuiiii! —asintió François.
Las niñas y su madre se miraron, recelosas.
—¿No será peligroso? —preguntó Agnès, que se acordó de las conversaciones en la tienda de su padre, sobre todo del argumento según el cual la torre estaba condenada a caerse por desafiar las leyes de la gravedad.
—Qué disparate, niñas —protestó Paul—. ¿Hemos venido a París y no vamos a subir a la torre? Para colmo, podemos ir en ascensor, es algo muy moderno, ya veréis.
Agnès siguió vacilante, con miedo a subir a semejante altura, pero, movida por la curiosidad, se unió al grupo: al fin y al cabo, era una aventura que compartiría más tarde con sus compañeras del instituto, si no subiese, se burlarían de ella todo el año. Los Chevallier se colocaron en la larga cola para subir a lo más alto de la torre. Cuando les llegó el turno, entraron en una gran caja acristalada. Se cerraron las puertas, la caja dio un tumbo, se estremeció y, ante la gran admiración de todos, comenzó a subir lentamente. Michelle se puso nerviosa y se tapó los ojos, pero su marido y sus hijos se mostraban excitadísimos, el ascensor se había inventado hacía pocos años y su instalación en la torre probaba que allí se había concentrado toda la tecnología punta. Subieron al primer piso, visitaron la sala de espectáculos, pasaron por los dos restaurantes y por el bar angloamericano, fueron a apreciar la vista y después se reunieron nuevamente en la cola del ascensor.
—Esta torre es una ciudad —comentó Paul, fascinado—. Una verdadera ciudad. ¿Habéis visto que allí hay también una tienda de tabacos y una de fotografías?
Se elevaron hasta el segundo piso, asombrados porque allí también había tiendas, un bar y una imprenta donde se imprimía una edición especial de Le Figaro. Dieron un nuevo paseo para observar París y se colocaron una vez más en la cola del ascensor para subir al tercer y último piso.
—Me parece que esta vez no subo —dijo Michelle, que cogió de la mano a Gaston y François.
—¿Y por qué? —se sorprendió Paul.
—Es muy alto, me da miedo.
—A mí también me da miedo, papá —añadió Agnès.
—Pero ¿qué es lo que os da miedo, mon Dieu?
—Dicen que esto puede caerse.
—Pero ¡qué manía! Si se cae, ya estamos aquí, da igual que estemos en el segundo o en el tercer piso, es lo mismo. Además, ¿no queréis ir a visitar el sitio más alto del mundo?
—¡Yo quiero ir, yo quiero ir! —gritaron Gaston y François a coro, sin parar de dar saltos.
Era una idea tentadora la de visitar la cúspide del mayor edificio del mundo y, a duras penas, Agnès se dejó convencer. A pesar de las vacilaciones, se armó de valor y fue a la cola con su madre y su hermana, la madre se quedó en el segundo piso con los dos hermanos, ellos llorando por quedarse atrás, Michelle diciéndoles que eran demasiado pequeños para aquellas alturas. Paul y las dos hijas entraron en el ascensor, Agnès cerró los ojos mientras subía la enorme caja, sólo los abrió cuando estuvo arriba para ver, recelosa y maravillada, la ciudad que se extendía a sus pies más allá de los cristales de protección, el Sena serpenteando lánguidamente con sus barcos de vapor o de vela, el Arco de Triunfo transformado a la distancia en un monumento minúsculo en el centro convergente de la Place de l’Étoile, el Sacré Coeur al fondo, Notre-Dame y el Louvre del otro lado; el Panteón, más alejado. Vista desde lo alto, París se asemejaba a una ciudad de juguete, una maraña de miniaturas que eran verdaderas réplicas de originales famosos, todo parecía cerca, de una sola mirada se veía el Bois de Boulogne y el Jardin des Tuileries, las personas no eran más que puntitos que se deslizaban por las aceras y se aglomeraban como un hormiguero por todo el Champ-de-Mars, el Trocadero, el Quai d’Orsay, los Invalides. La rueda gigante de la Grande Roue girando más allá de la Avenue de Suffren con sus vagones que se alzaban despacio, perezosamente, casi hasta los cien metros de altura, «qué miedo debe dar estar ahí arriba», comentó Agnès con mirada de espanto, ella también aquí arriba, pero en suelo firme, no en la desconcertante ondulación de la rueda gigante.
Esa noche fueron a cenar al restaurante Kammerzell, en cuyas paredes se anunciaban los sorprendentes espectáculos de Ballon Cinéorama. Hacía ya seis años que se hablaba de una importante innovación, la de las fotografías animadas, y esa novedad constituía uno de los platos fuertes de la Exposición Universal. Paul leyó en un folleto distribuido en el Kammerzell que las había inventado un «electricista» estadounidense llamado Thomas Edison, quien bautizó su sistema con el nombre de «kinetoscope». Decía el folleto que Étienne Marey hizo la primera demostración en Francia, y ese mismo año proyectó un film chronophotographique en la Academia de las Ciencias. A Agnès todo eso le pareció extraño y comentó que era imposible, las fotografías no podían moverse, y todos coincidieron con ella; sin embargo, los carteles en el restaurante y el folleto aseguraban lo contrario. A pesar de haber ido ya a París en años anteriores, Paul aún ignoraba aquella novedad y decidió informarse con el camarero cuando éste se acercó con la bandeja cargada de choucroute y cerveza.
—Sí, las fotografías se mueven, se vuelven vivas —aseguró el garçon, divertido ante la admiración de los provinciaux—. El primer Kinetoscope Parlor abrió hace seis años en el Boulevard Poissonière; pagué veinticinco céntimos para verlo.
—¿Y eso se llama kinetoscope?
—Hay muchos nombres y muchos sistemas diferentes —señaló el camarero, visiblemente un connaisseur entusiasta—. Existe el kinetoscope, que fue el primero, pero también el stroboscopique, el praxinoscope, el pantoptikon, el eidoloscope, el photozootrope, el cinématographe, el phototachygraphe, el théatrographe, el animatographe, el chronophotographe; en fin, una serie de cosas nuevas que nos muestran las fotografías en movimiento.
—¿Eso se ve en el Boulevard Poissonière?
—Sí, pero hay otros sitios y cosas mucho mejores que el Kinetoscope Parlor.
—¿Mejores?
—Claro. Por ejemplo, el cinématographe es fantástico.
—¿El cinématographe? ¿Dónde?
—Oh, en muchos locales. Pueden ir al café Eldorado, situado en el Boulevard de Strasbourg, al Olimpia o a las Galleries Dufayel, en el Boulevard Barbès, o a los varios cinématographes.
Lumière que hay por toda la ciudad. Pero, ya que están aquí, tienen la opción de ver los diversos espectáculos previstos en la Exposición.
Después de cenar, ya noche cerrada, fueron a la exposición de electricidad en el Palais de l’Électricité, una majestuosa galería dedicada a la gloria de la luz y a dominar el Champ-de-Mars en contrapunto con la Torre Eiffel. Los Chevallier se acercaron, encantados, hipnotizados por el sorprendente y mágico espectáculo que tenían delante, con la mirada fija, junto con miles de personas más, en el monumento de luz, el palacio literalmente se había encendido, el edificio resplandecía de color, se veían cables con bombillas encendidas, estallidos de arcos de luz, la estatua del Genio de la Electricidad, blandiendo su antorcha en la cima, con una aureola brillante, rayos fulgurantes por toda la fachada, cristales coloridos entre el hierro, luces fantásticas cambiando de color, brillando, insinuando movimiento, banderas francesas orgullosamente izadas por toda la alameda y sujetas como bouquets de flores en los mástiles y balaustradas. Frente al palacio, también se había encendido el Château d’Eau, la cascada caía desde una altura de treinta metros, el agua iluminada por lámparas, que parecía flameante, dibujaba en el aire esculturas de fuego líquido, lava ardiente que se sumergía con furor en la masa oscura del lago, la fuente luminosa ante la fascinada multitud.
Los Chevallier fueron a dormir esa noche al hotel Scribe, pero Paul tomó el recaudo de comprar una guía de la Exposición, no quería que lo sorprendieran con más novedades ni correr el riesgo de perderlas por no saber que existían. La guía explicaba que había diversas experiencias cinematográficas en exhibición en el Champ-de-Mars, con un total de diecisiete locales de proyección y doce pabellones. Estaba el Panorama, el Phonorama, el Photorama, el Théatroscope, el Phono-Cinéma-Théatre, el Cinématographe Algérien, el Cinéorama y el Cinématographe Lumière.
—Entonces, ¿qué quieren ver? —preguntó Paul, sentado en un canapé junto a la recepción del hotel, rodeado por su familia.
—Queremos verlo todo —exclamó Claudette, que fue ruidosamente apoyada por sus hermanos.
—Eso no puede ser, no podemos verlo todo —replicó el padre, meneando la cabeza—. Sólo nos queda un día y tenemos que elegir bien.
—¡Ooohhh!
—¿Por qué no le preguntamos al concierge? —sugirió Michelle.
Paul se dirigió al mostrador del hotel y le preguntó al joven cuál era el mejor espectáculo de imágenes animadas. El empleado no vaciló.
—Son todos diferentes —dijo—. Pero tenemos varios clientes que han ido a ver el Cinématographe Lumière y han vuelto maravillados de allí.
—¿El Cinématographe Lumière? ¿Y dónde está?
—En la Exposición, m’sieur. En el pabellón Machines.
Decidieron seguir la sugerencia y subieron a las habitaciones. Antes de acostarse, Agnès se acercó a la ventana de la habitación y se quedó admirando la silueta colorida de la Torre Eiffel, su estructura de hierro enteramente cubierta por una maraña de lámparas. La electricidad había llegado y cubría el Champ-de-Mars de luz, la torre brillaba en toda su extensión y emitías tres poderosos focos desde el extremo en dirección a varios puntos de la ciudad.
—Cualquier día tendremos electricidad dentro de casa, ya verás —dijo con un suspiro Claudette, sentada frente a la ventana al lado de Agnès.
A la mañana siguiente, volvieron en metropolitain al Trocadero, pagaron las entradas de dos francos y entraron en el recinto. Habían decidido ir al Palais de l’Optique, se decía que desde allí se podía ver la lune à un metre, que era algo fantástico, único, que se viajaba en telescopio. Agnès quería secretamente comprobar que, si lograban ver hadas en el cielo, decididamente no había que perderse aquel pabellón. Después de cruzar Pont d’Iena, giraron a la derecha, pasaron por el Cinéorama y se detuvieron frente al Palais de l’Optique, un edificio orientado de norte a sur siguiendo rigurosamente el meridiano, una gran media cúpula en el centro de la fachada, los doce signos del zodiaco incrustados en el extremo, columnas persas que resguardaban la entrada, las paredes exteriores decoradas con medidores de tiempo; se veían relojes solares, relojes de arena y clepsidras, otras dos medias cúpulas en las puntas, más pequeñas, ornadas con bajorrelieves que mostraban símbolos astronómicos. Los Chevallier subieron la escalinata de la entrada principal y accedieron a la gran galería central del edificio, bañada por la luz difusa de los cristales coloridos de la media cúpula principal. Entraron en la Galérie du Télescope y se maravillaron ante el largo tubo de la luneta gigante, eran sesenta metros de telescopio soportados por sucesivas columnas apoyadas en el suelo.
—Es el mayor del mundo —susurró Paul a los niños después de leer el placard con la información.
Subieron al balcón y lo miraron respetuosamente. El largo telescopio estaba en posición horizontal y apuntaba a un siderostato de Foucault, un gran espejo, con dos metros de diámetro, ligeramente inclinado hacia arriba, de tal modo que reflejaba los astros en la lente del telescopio.
Salieron contentos del Palais de l’Optique hablando de Jules Verne, mientras Paul contaba la iniciativa del Gun-Club descrita en De la terre à la lune y en Autour de la lune; los libros ya tenían treinta años largos, pero, mon Dieu!, qué actuales seguían siendo.
—Pero, papá, ¿es realmente posible ir a la Luna? —preguntó Agnès.
—Monsieur Verne dice que sí, y la verdad es que se está desarrollando de tal modo la artillería que un día tal vez haya un cañón capaz de lanzar una bala hasta la Luna. ¿Por qué no?
—¿Con personas dentro?
—Sí, pero será complicado. El principal problema es amortiguar el tiro, hacer que el impacto inicial no sea muy fuerte dentro de la bala. Eso tal vez sea posible a través de un sistema de muelles. Después hay que afinar bien la puntería, no se puede apuntar directamente a la Luna, serán necesarios muchos cálculos matemáticos para hacer que la bala y la Luna se encuentren en el mismo sitio al mismo tiempo.
—¿Y qué comen ellos dentro de la bala? —intervino Michelle, curiosa por entender cuál era la forma de impedir que la comida se estropease durante el viaje.
—Oh, eso es sencillo. Sería necesario llevar gallinas y pavos, que se irían matando según las necesidades.
—Entonces, si eso es posible, ¿por qué no vamos? —quiso saber Agnès.
—Porque no existe aún un cañón con esa potencia ni una bala concebida para ese propósito —explicó Paul, acariciándole el pelo rizado—. Además, querida, hay que considerar otros problemas. ¿Sabéis?, tal vez se pueda llegar a la Luna, pero volver ya es más difícil, no hay allí cañones capaces de lanzar la bala hacia la Tierra.
Se enredaron así los seis conversando, divagando, soñadores. Rodearon distraídamente el Touring Club y el lago y, casi rozando un pilar de la Torre Eiffel, entraron en la gran alameda del Champ-de-Mars, pasaron de largo los kiosques à la musique, admiraron superficialmente las rosas, los tulipanes, las magnolias, las violetas y las margaritas que coloreaban los jardines y no se callaron hasta desembocar en el Palais de l’Électricité, una magnífica estructura de acero retorcido y arqueado, con un armazón cubierto de cristales, que mostraba entrañas de hierro, espejos, columnas, arcos, curvas, arabescos, todo concentrado en una arquitectura que se había transformado en un festín de metal, en una orgía de hierros, de cúpulas acristaladas, de fachadas vistosas, envueltas en garridas banderas tricolores. Subieron al primer piso y se asombraron frente a los tubos de Geissler que se iluminaban, frente a los radiadores que emitían un calor sin leña, frente a las campanillas que sonaban sin cuerda, las lámparas incandescentes que derramaban luz sin velas, los théatrophones, los télégraphones, los teléfonos incripteurs que registraban mensajes, los trenes en miniatura que circulaban en carriles minúsculos. En realidad, todo aquello se revelaba como un extraño y desconcertante concierto eléctrico caóticamente dirigido por un maestro invisible y confuso.
El espectáculo del Cinématographe Lumière estaba a punto de empezar y los seis se dirigieron deprisa a la Salle des Fêtes, una enorme estructura metálica construida circularmente en el centro de la monumental Galérie des Machines, un pabellón de hierro construido para la Exposición de 1889 con el propósito de celebrar el triunfo de la industria y de la técnica y ahora considerado demodé. Cuando llegaron al local, comprimido entre el Palais de l’Électricité y la Avenue de la Motte-Picquet, los Chevallier se encontraron con una enorme multitud que confluía para el mismo espectáculo, de modo que tuvieron que hacer cola para entrar en la galería. La Machines era una gigantesca estructura de hierro y cristal con más de cuatrocientos metros de largo, el portón y la bóveda en arco, un espacio colosal en el interior. Un cartel anunciaba el estreno del primer Cinématographe Lumière gigante y miles de personas se dirigían a la galería para asistir al acontecimiento.
Los Chevallier entraron en la Salle des Fêtes de la Machines por los dos tramos descendentes de la enorme escalinata y fueron a sentarse en las butacas colocadas a lo largo de todo el perímetro del edificio circular, donde había veinticinco mil lugares disponibles, que claramente no resultarían demasiados ante el extraordinario interés que estaba suscitando el espectáculo. Agnès se acomodó entre Claudette y su madre y se quedó mirando la inmensa tela blanca alzada verticalmente en el centro de la gigantesca galería, justo por debajo de la cúpula acristalada: ella no lo sabía, pero aquélla era una pantalla de cuatrocientos metros cuadrados, de lejos la mayor del mundo. La enorme tela estaba mojada, se encontraba sujeta a la cúpula de cristal por un gancho y se cernía sobre el ancho estanque de agua donde la habían izado. Agnès se preguntó para qué servía, nada de aquello tenía el aspecto tecnológicamente avanzado de las estructuras de hierro que lo rodeaban.
Cuando ya no cabían más personas en la galería, se cerraron los portones ovales y, después de una breve pausa expectante, un haz de luz cortó la sombra e incidió sobre la tela gigante. Brotó un «ah» entusiasta de la multitud. Agnès observó, pasmada, a personas que se movían en la tela mojada. El agua que impregnaba la trama absorbía la luz, las formas en blanco y negro evolucionaban con gestos bruscos en la pantalla. Durante veinticinco minutos pasaron quince películas, las suficientes para dejar a la multitud hipnotizada y a Agnès fascinada con el mundo del cine.
La visita a la Exposición Universal de París produjo una profunda impresión en la muchacha: fueron, en realidad, los dos días más felices de su infancia. Ya de vuelta en Lille, todas aquellas maravillas, formadas por torres de hierro, fotografías que se movían en telas mojadas y telescopios que mostraban la Luna a un metro de distancia, reaparecieron sucesivamente en su memoria, fueron objeto de charlas, de especulaciones, de fantasías soñadoras, qué magnífico sería el siglo XX que ahora comenzaba, qué hermoso el futuro que aquellas máquinas dejaban presentir, qué grande el ingenio del hombre, qué gloriosa la ciencia francesa.