La vida es una caldera de misterios, empezando por los más sencillos, por los más ingenuos e inocentes, por aquellos que están en la génesis de nuestra existencia. Afonso da Silva Brandão nunca tuvo una certeza absoluta acerca de la fecha exacta en que nació. Sabía que había sido en marzo de 1890, aunque alimentaba dudas en cuanto al día preciso. Su madre decía que lo había dado a luz a las doce y media de la noche del 7 de marzo, pero ¿serían las doce y media del 6 al 7 o del 7 al 8? La cuestión nunca se aclaró debidamente, a pesar de que, a todos los efectos, la fecha del 7 de marzo se había convertido, en los documentos oficiales, en el día del nacimiento de Afonso.
El pequeño vio por primera vez la luz del día en una casa humilde de Carrachana, un lugar yermo a la entrada del pueblo de Rio Maior, en Ribatejo. Era el sexto y último hijo de la señora Mariana, una mujer baja y fuerte, con las mejillas mofletudas y rosadas, el pelo medio canoso echado para atrás y recogido en un moño, y cuyo nombre también estaba envuelto en absurdas incertidumbres. Su madre decía que se llamaba Mariana André Brandão, pero en otros momentos se identificaba como Mariana Silva André, o Mariana da Conceição, o Mariana das Dores. Afonso nunca entendió este misterio, aunque la había interrogado innúmeras veces sobre el asunto; obtenía siempre respuestas contradictorias o evasivas. Los documentos oficiales de Afonso registraban que era hijo de Mariana André Brandão, pero un día comprobó que los papeles de un hermane atribuían la filiación a Mariana Silva André. En medio de todo esto, la única certidumbre era que el nombre de pila de su madre era Mariana.
Su padre se llamaba Rafael Brandão Laureano, lo que suscitaba un nuevo misterio. Si el último apellido era Laureano, ¿por qué había dado a sus hijos el del medio, Brandão? Tampoco en este caso hubo nunca respuestas satisfactorias, y su padre se limitaba a encogerse de hombros cuando se le preguntaba acerca de esa opción. Rafael Laureano era un hombre alto, de un metro setenta y cinco, estatura poco común en Portugal, y profundamente religioso. Tenía un rostro ancho, rasgado por amplias arrugas que nacían de las comisuras de sus ojos menudos, su abundante y rebelde pelo gris parecía un manojo de paja blanca plantada en la cabeza. El señor Rafael ejercía el oficio de jornalero, es decir, para los que acaso no lo sepan, era un hombre que trabajaba en el campo y al que le pagaban por cada jornada o día de trabajo. Por su condición de jornalero, el padre de Afonso era pobre, pero no miserable. Poseía dos pequeños terrenos en los que cultivaba viñas para producir vino tinto, que vendía a los mayoristas de Rio Maior. El problema era que la producción no alcanzaba para el sustento de la familia y, como tenía fama de buen agricultor, los grandes propietarios de Ribatejo acudían con frecuencia a Rafael para que trabajase a jornal en sus tierras.
Rafael y Mariana se casaron muy pronto y tuvieron el primer hijo cuando aún eran adolescentes. Él tenía quince años; ella, catorce. Mariana dio a luz un hermoso niño, al que llamaron Manuel. Después vinieron Jesuína, António, João y Joaquim. En 1889, en el momento en que estaba haciendo el servicio en la Marina de Guerra, António murió, víctima de la tuberculosis. Mariana se quedó deshecha y el dolor ocupó el hogar. Rafael se hundió en la depresión, se volvió amargado, obcecado por la desgracia que se había abatido sobre la familia. En aquel tiempo era normal que murieran muchos niños, la mayor parte de las veces aún bebés, pero António ya no era un chiquillo, era un hombrecito, tenía sueños y proyectos, era amado y admirado.
El padre empezó a soñar todas las noches con la muerte de su hijo. Soñaba que en realidad no había muerto, o que había resucitado, o que había conocido a otro muchacho igualito a su António, o que lo llamaba pero él no lo oía, o esto o lo otro. Todas las veces el sueño era diferente, con frecuencia trágico, a veces desesperado, raramente feliz. Hubo uno, sin embargo, que lo dejó muy impresionado. Una noche sofocante de verano Rafael soñó que se arrodillaba junto a la tumba de su querido António, en ese momento, Dios se le apareció en una visión y lo dijo que le había destinado cinco hijos. Si uno había muerto tendría que venir otro a sustituirlo. Cuando Rafael despertó, la decisión estaba tomada y Mariana recibió la compensación de un nuevo hijo, era una forma de hacer regresar la alegría a la casa y de cumplir con los designios del Señor. Fue así como, al año siguiente, Mariana, ya con cuarenta y cinco años, dio a luz a Afonso, el niño que llegó para sustituir a António en las cuentas de Dios.
El benjamín de la familia creció en un mundo en el que todos los hermanos eran mucho mayores que él. Manuel tenía treinta y un años, ya se había casado y se había ido de casa. De oficio herrador, era padre de una hija dos años mayor que su hermano Afonso. Después venía Jesuína, que se casó cuando Afonso era aún pequeño. El primer recuerdo de su hermana se remontaba a un momento doloroso en la cocina, Jesuína bañada en lágrimas de desesperación por la muerte del primer hijo, la madre consolándola, la cabeza de la hija apoyada en el hombro materno. De su tercer hermano, António, aquél a quien al fin y al cabo le debía la vida, sólo quedaba una gran fotografía colgada en una pared de la sala, donde el muchacho exhibía con orgullo su uniforme de marinero. Los más próximos eran João y Joaquim, ambos adolescentes, que trabajaban en un aserradero. El pequeño Afonso dormía con estos dos hermanos en la misma cama de latón, en un cuarto sin puerta, con la entrada protegida por una cortina muy raída. A medida que el menor iba creciendo, se hizo evidente que no cabían los tres en la misma cama si continuaban durmiendo juntos, y Afonso, a quien siempre le tocaba ir al medio, comenzó a dormir con la cabeza junto a los pies de los mayores.
Los recuerdos de Afonso sólo comenzaron a hacerse nítidos a partir de los seis años. Fue en ese momento cuando dejó de mamar la punta de un pan, a falta de chupete más adecuado, aunque aún comía sopas de pan en vino tinto, que se convirtieron en su dieta. A los dos años había dejado de mamar de los senos de su madre, porque se le secó la leche, y desde entonces comenzó a depender de esa mezcla de pan y vino tinto casero. Al entrar en el colegio, adquirió mayor conciencia del mundo que lo rodeaba. Empezó a notar las maderas oscuras y toscas que amueblaban su casa y el permanente olor a cerdos, estiércol y mosto que invadía su habitación. Criaban a los cerdos en una pequeña pocilga al lado de la casa y el tufo se propagaba fácilmente por el aire. No es que le importase, él que andaba descalzo por todas partes, vestido con unos trapos viejos y hediondos heredados de sus hermanos.
Afonso comenzó pronto a ayudar a su padre, sembrando melones, limpiando las viñas y azufrando las cepas. Las epidemias amenazaban las viñas desde hacía más de diez años, se empezaba a hablar entonces sobre un nuevo método para combatir aquel mal, la sulfatación, pero, mientras la novedad no llegaba a Ribatejo, tierra remota y de vida ardua, el señor Rafael tenía que contar únicamente con la protección de la Virgen. En aquel tiempo se circulaba en carro, aunque Rafael Laureano se las arreglaba con una burra que lo ayudaba en la labranza. Afonso aprendió que la burra no era burra del todo, se mostraba incluso avispada y desenvuelta. Solía ver a su padre dando instrucciones al animal.
—¡Ve hasta Cidral! —le ordenaba el señor Rafael, abriendo el portón del patio—. Anda, ve.
La burra cruzaba el portón y desaparecía lentamente por la polvorienta carretera de tierra apisonada, seguida por el perro de la casa, Bobby. En aquel entonces, Afonso acompañaba a su padre a dar una vuelta por el pueblo, lo seguía como un mastín fiel, lo consideraba fuerte y sabio, con él se sentía bien, seguro y tranquilo. Cuando, horas después, llegaban los dos al terreno de la familia en Cidral, encontraban a la burra y al perro esperándolos.
—¡Bubi! ¡Bubi! —llamaba el padre, incapaz de pronunciar correctamente el nombre de Bobby. Abría los brazos y abrazaba al perro, que lo recibía con un entusiasmo siempre renovado, sacudiendo la cola como un abanico, saludando a su amo como si no lo viese desde hacía diez años—. Ah, Bubi.
La vida del señor Rafael era dura. De lunes a sábado se despertaba a las cinco de la mañana, tomaba una sopa o un pedazo de pan con chorizo y se iba a trabajar la tierra. Almorzaba a las diez los alimentos que su mujer le llevaba en un cesto y al mediodía venía la merienda. La labranza terminaba al ponerse el sol o cuando doblaban las campanas del cementerio, hacia la: cinco de la tarde.
—¡El toque del Avemaría! —exclamaba Rafael Laureano que se limpiaba el sudor de la frente y se incorporaba para mirar el horizonte y oír las campanas distantes—. Ya es la hora.
Se acostaban todos temprano, eran las ocho de la noche cuando el señor Rafael ordenaba a Afonso ponerse el pijama, apagaba los candiles alimentados con aceite y sumía la casa en la oscuridad; era hora de dormir. Esta rutina sólo podía alterarse los domingos. El día del Señor se despertaban temprano, como siempre y vestían las mejores ropas, mejores porque no estaban raídas. Casi desconocían el baño, excepto en verano, cuando, una vez al mes, toda la familia iba a lavarse en animadas mañanas dominicales. Afonso no apreciaba esos momentos. Encogía su cuerpo canijo dentro de una tina y sentía el agua helada que le echaba encima su madre. Después de vestirse, el señor Rafael llevaba a la familia a misa para una mañana de virtud, pero por la tarde venían el vicio y el pecado. El padre iba con sus hermanos a la taberna de Silvestre o a la taberna de Corneta a emborracharse con vino tinto. Opinaban que tenía mal vino porque, cuando se embriagaba, se ponía de mal humor y no raras veces se enredó en peleas absurdas. Para controlar el problema, la señora Mariana mandaba a Afonso que acompañase a su padre con la misión de traerlo de vuelta lo antes posible, tarea que el pequeño temía: el padre se volvía irascible cuando lo dominaba el alcohol, con lo que aquel peñasco de seguridad se transformaba en esos momentos en una montaña amenazadora, sus manos eran pedruscos inestables e imprevisibles, reaccionaba mal a sus súplicas y lo abofeteaba con violencia.
El vino formaba parte de sus vidas; de lo contrario, no sería Rafael Laureano un pequeño y dedicado productor. Afonso se habituó a colaborar en el trabajo de producción de tinto: echaba las uvas en el lagar instalado en un anexo. El pequeño comenzc a acompañar a los adultos en el trabajo de pisar las uvas para hacer el mosto, una tarea que le producía mareos: según entendió más adelante, lo embriagaba el alcohol liberado del mosto. El vino se colocaba después en toneles, con una graduación que variaba entre los doce y los quince grados, que serían vendidos a los mayoristas de Rio Maior. En el lagar quedaba además el orujo, el hollejo de las uvas. El padre echaba agua encima del orujo y nacía de allí un vino más flojo, de siete u ocho grados, al que llamaban «aguapié».
Cuando los hijos cumplían cinco años, el señor Rafael los reunía para que lo ayudasen en el trabajo. Podían ser aún muy pequeños, pero el padre los consideraba aptos para desempeñar pequeñas tareas. En 1876, sin embargo, se abrió la escuela primaria en Rio Maior. La enseñanza no llegaba a tiempo para los hijos mayores del matrimonio Laureano, pero la cuestión se planteó en relación con João, con Joaquim y, más tarde, con Afonso. El padre se mostró inicialmente remiso a enviarlos a hacer la primaria, argumentando que le hacían falta manos que lo ayudasen a trabajar la tierra o a ganar el sustento para la familia en otros trabajos. Tuvo que intervenir el párroco de Rio Maior, el padre Gaspar Costa, para hacer entrar en razones al empecinado Rafael. Lo cierto es que al final autorizó a los chicos a acudir al colegio.
La vez de Afonso llegó un día húmedo y frío del otoño de 1896. Por la mañana temprano, desafiando el viento norte helado que soplaba con bravura desde el Alto do Seixas, la señora Mariana llevó a su hijo menor de la mano desde la Travessa do Rosamaninho, donde vivían, hasta la Rua das Dálias. Atravesaron deprisa la plaza, encogidos en sus miserables abrigos, y entraron a la derecha por la Rua das Flores. La mañana había despertado agreste, las gotas del rocío matinal brillaban como perlas relucientes en las hojas mojadas de las encinas, los pétalos de las flores se abrían a la luz fría de la alborada y a la primera danza de los insectos, las hojas hendidas de los melojos formaban lágrimas que se deslizaban por los pelos blancuzcos del envés, el aromático olor a resina flotaba en el aire, era como un perfume exótico que se esparcía por el camino de tierra que se internaba entre la verdura. Seguían allí fuera, ajenos al espectáculo de la naturaleza en el romper del nuevo día, hasta pasar por la Torre dos Bombeiros y llegar a la escuela primaria de Rio Maior.
—Qué bien, Afonso, que vayas a la escuela —le decía su madre por el camino—. Estás contento, ¿no?
Afonso asentía con la cabeza. La señora Mariana se pasó los últimos días pintándole un cuadro idílico de la escuela: que era una cosa maravillosa, que iba a tener muchos amigos, que iba a aprender a ser «un gran hombre»; el tono era de tal modo entusiasta que el pequeño se descubrió ansioso por ir a un lugar así. Por ello se quedó algo sorprendido cuando, al acercarse a edificio, vio a otros niños llorando, las madres los arrastraban por las aceras y ellos se deshacían en lágrimas. Le pareció extraño: ¿por qué razón estarían los otros chicos tan asustados por ir a la escuela?
La verdad es que, al dejar atrás el portón, Afonso entró en un mundo especial, donde las leyes eran diferentes y las conductas reguladas, un mundo que le abrió las puertas a horizontes que se extendían más allá de Carrachana. Un letrero fijado a la puerta de la escuela explicaba que los padres tendrían que entregar una «declaración del párroco acerca de la edad», una «declaración del regidor certificando la residencia del alumno en el distrito» y una «declaración del facultativo asegurando que los niños no padecían enfermedades contagiosas y que estaban vacunados». La señora Mariana no sabía leer, pero se había informado previamente a través del padre Gaspar y llevaba consigo los tres documentos requeridos, que le entregó a la secretaria de la escuela, la circunspecta doña Vadeia Figueiredo.
El primer maestro de Afonso fue el profesor Manoel Ferreira, un dinámico individuo de Leiria que había llegado hacía más de veinte años a Rio Maior, donde abrió la escuela, la única institución de enseñanza primaria para niños que había en el pueblo. El profesor Ferreira era seguidor intransigente de una disciplina rígida en las aulas y obligó a Afonso, a ejemplo de sus compañeros, a usar babi.
—Aquí no hay ricos ni pobres —le explicó a la señora Mariana cuando ésta se sorprendió ante la imposición—. En la escuela son todos iguales y por eso visten igual.
A la disciplina férrea, Manoel Ferreira añadía métodos pedagógicos innovadores y activos, como la cartilla João de Deus. El profesor estaba casado con doña Maria Vicência, de quien tenía once hijos, pero, a los cuarenta y cuatro años, le quedaba aún tiempo para dirigir los periódicos O Riomaiorense y, posteriormente, el Civilisação Popular, semanarios de los que era fundador, además de una imprenta. Fue Manoel Ferreira quien le enseñó a Afonso a leer, asociando letras a dibujos y sonidos, de acuerdo con las nuevas teorías de enseñanza.
La dureza de las tareas que su padre encargaba a Afonso en la labranza hizo que al pequeño le gustase ir a clase. Consideraba la escuela un lugar de descanso que le daba la oportunidad de huir del exigente trabajo en la tierra. Afonso se aplicó en los estudios, pero sobre todo en los juegos, la emoción del «corre, corre» y del «pídola», que se convirtieron en sus favoritos. El principal, sin embargo, era el football, al que solían jugar con una pelota hecha de trapos y medias viejas. Al mediodía iba a casa a comer algo y llevaba después una cesta con comida para João y Joaquim, que trabajaban en el aserradero. Los dos iban a reunirse con él a mitad de camino para recoger la cesta, y Afonso volvía después a la escuela. Al final de las clases, se perdía jugando a la pelota con sus amigos en el Largo Conselheiro João Franco, la principal plaza de Rio Maior, hasta el día en que rompió el escaparate de la farmacia Barbosa con una pelota reforzada con un revestimiento de cuero. Como todos en el pueblo se conocían, el doctor Francisco Barbosa fue a quejarse a la madre y, a partir de ese día, se acabaron los partidos de football posescolar.
La pasión del pequeño Afonso por el football le nació del único viaje que hizo en sus primeros diez años de vida. Cuando tenía seis años, meses antes de ir a la escuela por primera vez, sus padres recibieron la noticia de que la prima Ermelinda, una pariente lejana de la madre, se estaba muriendo de tuberculosis. La prima Ermelinda vivía en Lisboa y se decidió que irían a visitarla el domingo siguiente. Nunca habían ido a la capital, por lo que el viaje despertó una gran animación en la familia: en honor a la verdad, las dolencias de la prima Ermelinda sólo preocupaban a la señora Mariana; para el señor Rafael y sus hijos aquello suponía, a fin de cuentas, un apropiado pretexto para ir a visitar la gran ciudad. Corría entonces el año 1896, las ventas de toneles de vino a los almacenes habían sido excelentes y había dinero disponible para el ansiado paseo.
Se levantaron hacia las cuatro de la madrugada del domingo del 9 de agosto, se pusieron la mejor ropa y rezaron a la mesa para compensar la misa dominical a la que tendrían que faltar. Afonso era, en ese momento, un chico canijo, con el pelo castaño lacio y ojos color chocolate que sobresalían en su tez pálida. A pesar del sueño, estaba rebosante de entusiasmo y excitación, no resistía esperar más para el gran viaje.
Los Laureano cogieron dos fardeles previamente preparados y un garrafón de tinto y se embarcaron en la línea de char-à-bancs. Pagaron quinientos réis por persona, billetes de ida y vuelta, y siguieron por la Estrada Real n.º 65 hasta Caldas da Rainha. En la estación de Caldas compraron billetes de segunda clase para el primer rápido, a mil setecientos veinte réis cada uno; a las siete y media de la mañana, el matrimonio Laureano y los tres hijos menores cogieron el tren. Pararon en sucesivas estaciones y apeaderos, primero Óbidos, después otros lugares de los que Afonso nunca había oído hablar: Bombarral, Outeiro, Ramalhal, Torres Vedras… Perdieron la cuenta, pero en Porcalhota se sintieron ya con un pie en la capital. Después siguieron Benfica, Campolide y Alcântara. Acabaron entrando en Rocio a las diez y media de la mañana.
—Ay, qué confusión, válgame Dios —se quejó Mariana, sofocada por el calor estival y aturrullada por el nervioso movimiento en la estación—. ¿Vamos a ver a Ermelinda?
—Calma, mujer, calma —repuso su marido, excitado por conocer la ciudad y nada interesado en desperdiciar el paseo en casa de una moribunda que apenas conocía—. Tenemos tiempo para tu prima, quédate tranquila. Primero vamos a dar una vuelta, anda. —Miró a su alrededor, los edificios parecían extraños, sofisticados, grandiosos, los hombres eran unos petimetres, pero sobre todo había allí mujeres de aspecto distinguido, con sombrillas en la mano y muy cuidadas, unas verdaderas flores, duquesas sin duda. Se frotó las manos, radiante—. ¡Esto promete, vaya si promete!
Todo les resultaba novedoso. El señor Rafael, compenetrado en su responsabilidad de jefe de familia, se mostraba particularmente nervioso. Para sentirse más a gusto, al interpelar a cualquier persona intentaba siempre introducir Rio Maior en la charla, era un modo de transportarlo a un lugar familiar, y comenzó a hacerlo allí mismo, en la estación.
—Oiga, amigo, ¿usted ha estado alguna vez en Rio Maior? —le preguntó a un empleado de la Compañía Real de las Vías Férreas Portuguesas.
El hombre lo miró estupefacto.
—¿Yo? No.
—Mal hecho —replicó el señor Rafael—. Dígame, por favor, dónde queda el Terreiro do Paço.
Afonso era aún pequeño, pero el bullicio agitado de la vida ciudadana no escapó a su atención. Subieron gratis a un coche proveniente de Alverca, el cochero era un campesino que había entrado en la ciudad para llevar patatas al Campo das Cebolas, y cruzaron una plaza de dimensiones nunca vistas, tan grande que sin duda Rio Maior cabría allí entero.
—Ésta es la plaza de don Pedro IV —anunció el campesino, que chasqueó con la lengua para incitar a las mulas—. Era la plaza de la Inquisición, pero la gente la conoce ahora como el Rocío. Aquí llegaron a hacerse corridas de toros y a quemarse herejes, fíjense.
Una calle rodeaba la vasta plaza del Rocio, con árboles vigorosos alineados en los extremos. El suelo era un tablero de calzada a la portuguesa con un diseño de olas, bancos de jardín colocados delante de los árboles, una esbelta columna en el centro con la estatua encima de don Pedro IV, la rica fachada del teatro de doña María II al fondo, casas que rodeaban la plaza, muchas de ellas comercios: la tabaquería Mónaco, las confecciones Martis, la confitería Cardoso, más allá el café Gelo.
Deprisa, el coche dejó el Rocio atrás y se internó por la Rua Augusta, que recorrieron admirando el rico y variado comercio que la llenaba de vida: de un lado la casa dos Bordados, del otro la zapatería Lisbonense, más adelante la casa Americana; entraron finalmente en la fastuosa plaza del Comercio y el campesino detuvo el coche para que bajasen. Agradecieron el paseo gratuito y el hombre retomó su camino, dejándolos que deambulasen a su antojo por el Terreiro do Paço. Admiraron el muelle de las Columnas y los barcos ahí atracados o que se deslizaban por el río con las velas al viento, rodearon la plaza con los ojos primero atentos a la imponente estatua ecuestre de don José. «¡Mirad el caballo negro!», apuntó el señor Rafael a los niños; después miraron con un silencio respetuoso los majestuosos edificios amarillos que rodeaban geométricamente la plaza con sus profundas arcadas y galerías y los torreones en las alas perpendiculares. Finalmente se maravillaron con el Arco Triunfal y la estatua en pie en el extremo, con las manos extendidas sobre las cabezas de otras dos estatuas más bajas. No podían saberlo, pero era la Gloria coronando al Genio y al Valor, con la misteriosa leyenda VIRTVTIBUS MAIORVM por debajo, algo que no descifraron, pues no la entendían, no sabían latín, no sabían siquiera leer. Satisfechos, decidieron regresar al punto de partida por otro camino. Cruzaron la Rua do Arsenal y entraron por la Rua Áurea. Se admiraron ante los altos armarios de cristal colocados a la puerta de la joyería Cunha & Irmão, abastecedora de la Casa Real. Exhibía sus piedras preciosas, «¡esto es riqueza!». Pasaron por la guantería Gatos y se les hizo la boca agua frente al escaparate de la Maison Parisiense, la patisserie que se jactaba de sus helados «de todas las clases».
Desembocaron nuevamente en el Rocio. Un sol caliente de estío, que bañaba la plaza con violencia y empujaba a las personas hacia las sombras protectoras, hacía realzar los colores vistosos de las tiendas, en un agradable contraste con el azul fuerte y profundo del cielo. A Afonso le extrañó que anduviese por allí poca gente descalza, había muchas personas con zapatos circulando por la plaza, situación que le indicaba que los lisboetas eran gente rica y refinada. En vez de las gorras de Ribatejo que se había habituado a ver en Rio Maior, comprobó que en Lisboa muchos hombres usaban elegantes sombreros en la cabeza, ya chisteras, ya bombines. Además, balanceaban bastones en la mano y se ataviaban con corbatas y lazos que adornaban ropas que parecían limpias: en el pueblo, sólo el doctor Barbosa, el profesor Ferreira y pocos más tenían el hábito de presentarse tan atildados.
Aquí y allá, desentonando, un muchacho descalzo montado en una mula, era un campesino; había otro cargando un barril azul y que gritaba su pregón de «¡agua fresca!», probablemente un gallego. Un monje delgado, con sotana negra y una cuerda atada a la cintura a modo de cinturón, pasaba entre dos hombres sentados en la acera, uno con la cabeza apoyada en el regazo del otro, que le inspeccionaba el pelo: se había abierto allí el periodo de la caza a los piojos. Por el otro lado, pasaba un muchacho tirando de un cochecito de madera lleno de pan, excitando a los pavos de dos campesinos de Ribatejo. Las aves estaban en pleno alboroto en torno al cochecito y los campesinos intentaban controlarlas con los cayados. Por el Rocio circulaban caballos, muías, burros, coches y carros, se veían rebaños de cabras y vacas conducidos a los cafés y barecitos para ofrecer leche, pero lo más extraño era un pequeño vagón de tren que se asentaba sobre unos carriles y era tirado por dos caballos. Las personas subían al vagón, junto a la cooperativa A Lusitana, pagaban un billete y se sentaban en un largo banco central, esperando que el cochero iniciase la marcha.
—Es el Americano —dijo un campesino junto al Bebedero de los Cuatro Angelitos, sintiéndose casi una persona fina al lado de aquellos provincianos—. Lleva a la gente por la ciudad. Salen cada cuarto de hora, de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Si quieren aprovechar para dar una vueltecita…
No quisieron, pensaron que era demasiado caro para sus posibilidades. Más valía ir a pie.
—¿Vamos a ver a Ermelinda? —sugirió la señora Mariana.
—Oye, hija, calma, tenemos tiempo —exclamó Rafael—. Vamos a dar una vuelta más, anda, aún es temprano.
Salieron del Rocio y entraron por una calle sinuosa, que se inclinaba y subía, empinada, y la apariencia moderna de la ciudad se fue perdiendo, comenzó a aparecer el lado miserable, en cierto modo Lisboa se volvía casi tan indigente como Rio Maior. Se veían mendigos, hombres tumbados en el suelo que exhibían horrendas heridas para avivar la piedad de los transeúntes, además de perros, cerdos, gallinas y patos patinando en el barro. Y lo peor era toda la inmundicia, una inmundicia más inmunda que la de Carrachana, una inmundicia de letrina y olores fétidos que todo lo ensuciaba y penetraba. El señor Rafael y su familia saltaban descalzos de piedra en piedra, evitando los excrementos y los ríos de orina que se deslizaban calle abajo. Había canales para desagües abiertos al lado de las aceras y que descendían hacia el río, pero a muchos lisboetas les daba mucha pereza ir allí a depositar las deyecciones, y preferían arrojarlas en medio de la calle, lo que siempre daba menos trabajo. Aquí no se veía gente aplomada, el suelo era demasiado sucio para zapatos de alta sociedad.
—Esta ciudad está llena de mierda —farfulló el señor Rafael, que intentó limpiar en las piedras un resto de excrementos humanos que se había pegado al talón desnudo de su pie derecho.
Los excursionistas de Rio Maior siguieron obstinados por aquellas callejas estrechas e inclinadas, escudriñándolas de arriba abajo, pero un grito de «¡agua va!», seguido de porquería arrojada desde una ventana a la calle, los convenció a dar media vuelta.
—Ay, Jesús, vámonos, vámonos, si no acabaremos bañados en caca —aconsejó Mariana, con una risita nerviosa y muy atenta a las ventanas de alrededor.
Regresaron al Rocio, siempre era más seguro y no corrían el riesgo de pillar una lluvia de excrementos. No era porque no estuviesen habituados a la porquería. Lo estaban, sí, pero no a semejante abundancia de porquería. Una vez de vuelta a la gran plaza central, se encaminaron en dirección a los Restauradores. En un momento dado, se encontraban en el Largo de Camões, a mitad de camino entre las dos plazas y al lado de la grandiosa estación de trenes por la que habían llegado, cuando apareció enfrente un extraño y ruidoso coche circulando sin ayuda de animales y soltando una vaharada sucia y maloliente. Se quedaron todos paralizados y estupefactos mirando, menos Afonso, que se asustó y fue a refugiarse entre las anchas faldas de su madre. A decir verdad, ésta no era una reacción necesariamente provinciana, dado que, en aquel instante, los propios lisboetas se detuvieron en las aceras y asomaron por las puertas y ventanas de la imponente estación del Rocio, del café Suisso, del café Martinho, de la aseguradora Equitativa de Portugal y Colonias, y de las residencias de alrededor para admirar aquella maravilla sin igual, aquella máquina humeante rodando aspaventosamente sobre el macadán.
—Un coche sin caballos —comentó el señor Rafael, verdaderamente sorprendido—. Ya había oído hablar de esto en el Silvestre, pero pensé que bromeaban.
El comentario sobre el coche no era disparatado. Tal como los Benz, en los que se inspiraba, aquel Panhard de dos cilindros y motor Phenix, flamante y recién importado de Francia por un conde adinerado, tenía efectivamente el diseño de un coche elegante, la rueda trasera mayor que la delantera, el asiento rojo tapizado como el de los coches ricos y garbosos. El ruidoso Panhard desapareció en una curva del Rocio, dejó una efímera estela de humo negro detrás de sí y la vida pareció volver a la normalidad. Afonso, como el resto de la familia, siguió meditando sobre aquel misterio del asustador coche sin caballos, pero muy pronto acabó distrayéndolo la novedad que representaba Lisboa. Siguieron por la Rua do Príncipe hasta los Restauradores, la enorme plaza construida pocos años antes en el lugar donde antaño estaba el jardín del Passeio Público. Subieron por la amplia y arbolada Avenida da Liberdade hasta la Rotunda; se detenían a menudo a admirar los sorprendentes postes de luz colocados a lo largo de la avenida, diferentes de las farolas de gas a las que estaban habituados.
Ya cansados y con hambre, se sentaron en un banco junto al lago de un solar arbolado en el extremo de la Rotunda, al lado de la Quinta da Torrinha. La madre repartió la merienda entre su marido y sus hijos, era pan casero y chorizo, regados con el tinto del garrafón. El señor Rafael, habituado a la informalidad rural, entabló conversación con otra familia que se había instalado también allí para merendar y, después de hacer la tradicional pregunta relacionada con un eventual paso por Rio Maior, comentó el extraordinario fenómeno del coche sin caballos.
—Ésa sí que es una máquina —le dijo al extraño, dándose una palmada en el muslo.
—Es verdad. ¿Y se ha fijado en lo limpia que es?
—¡Vaya si lo es! En vez de soltar mierda, echa humo —observó Rafael, que carraspeó, pues se dio cuenta de que eso acarreaba una posible dificultad para la agricultura—. El problema es que el humo no sirve como estiércol —hizo una mueca—, pero no importa, amigo. ¡Esa máquina es realmente una maravilla!
—¡Y aún no ha visto nada, hombre! —repuso el otro, sonriente—. ¿Ha visto esos postes en la Rotunda y por toda la avenida?
—¡Cómo no habría de verlos! Son diferentes de los de Ribatejo, caramba.
—Así es —asintió el hombre—. Son lámparas eléctricas.
—¿Qué?
—Mire, es una iluminación nocturna, sólo que, en vez de usar aceite, gas o petróleo para alimentar la llama, se usa electricidad. La lámpara eléctrica da mucha más luz, no emite calor, no libera humos ni mal olor y no provoca incendios. Una maravilla.
—¡Cáspita!
—¡Válgame Dios, Rafael! —se afligió la señora Mariana que, tal como los niños, estaba atenta a la conversación—. Aurinda ya me ha hablado de esa «elatrocidad» y me ha contado que oyó decir que hace mucho daño a la salud, es antinatural.
—Eso es un disparate, señora —la amonestó el hombre—. La electricidad no tiene efectos negativos y, además, posee incluso muchas aplicaciones. Dicen que, en el futuro, los americanos marcharán guiados por la electricidad, y no por caballos, y que lo mismo ocurrirá con todas las máquinas modernas. Con la energía eléctrica se harán cosas extraordinarias, impensables. Por ejemplo, el mes pasado, en Intendente, hubo una gran animación. El Real Colyseu auspició una exposición de fotografías vivas, era de no creer, todo movido por la electricidad.
—¡Vaya por Dios! —se admiró el señor Rafael—. ¿Fotografías vivas?
—Tal como se lo estoy diciendo. Fueron a buscar un electricista extranjero a Madrid y él mostró fotografías en movimiento, veíamos a la gente andar, correr, saltar, un baile en París, trenes en marcha, un puente en la ciudad, era algo impresionante, impresionante. Son fotografías animadas por la electricidad y por eso lo llaman animatógrafo. —El hombre sonrió, con la mirada perdida en el infinito—. ¡Aaah, aquéllas sí que fueron dos horas preciosas! Cobraron un dineral por sesión, pero ¿piensa que eso le hizo perder entusiasmo a la gente? ¡En absoluto! Fue un hervidero, una verdadera carrera vendiendo entradas, todo el mundo estaba ansioso por ver las imágenes.
—¿Y eso ya se ha acabado?
—Lamentablemente, sí —confirmó el hombre con un suspiro—. Pero he leído en el periódico que el teatro Doña Amélia va a lanzar dentro de poco sesiones diarias de fotografías animadas. El electricista se fue a Oporto, pero pretende volver a Lisboa y dicen que ahora no tendrá solamente cosas de Francia, mostrará fotografías vivas de una corrida de toros en el Campo Pequeno, de la playa de Algés, de la Avenida da Liberdade, de la Boca do Inferno, cosas con paisanos nuestros, ¿sabe? De modo que anda cada quisque inquieto por ver esas maravillas.
El señor Rafael y su familia reaccionaron con escepticismo a tan asombroso anuncio, pensaron incluso que el lisboeta estaba tomándoles el pelo. ¿Cómo era posible ver fotografías en movimiento? Pero el hombre no paraba de hablar de las novedades e informó a los ribatejanos de que, si estaban interesados en sensaciones fuertes, esa tarde habría una partida interesante de football.
—¿Y qué es eso del «fúbol»? —preguntó Rafael Laureano, intrigado ante las modernidades de la gente de ciudad.
—Football —corrigió su interlocutor, divertido al verse explicando una palabra inglesa a un paleto—. Es un deporte inglés en el que se forman dos equipos de players y todos dan kicks en una pelota hasta meter goal.
El señor Rafael no entendió muy bien, pero se quedó lleno de curiosidad. Tal vez valía la pena ir a ver qué era eso del «fúbol», para después contar las novedades en la taberna de Silvestre. El coche sin caballos ya iba a dar que hablar, el asunto de la electricidad y de las fotografías en movimiento también, lo mismo se podía decir del fenómeno de mucha gente que usaba zapatos y andaba vestida como el doctor Barbosa, y podía ser que este otro tema alimentase una tarde más de charla, qué preciosa mina de asuntos para un palique interminable se revelaba este paseo por la capital, cómo se iba a lucir con sus amigos de copas.
—Oiga, amigo, ¿y dónde es eso?
—En el Campo Pequeno, dentro de dos horas —dijo el hombre apuntando hacia la izquierda—. ¿Ve aquella calle? Es la Avenida Fontes Pereira de Mello. Siga por allí hasta Saldanha, una gran plaza que está por ese lado, y después coja una alameda muy ancha, la Avenida Ressano Garcia, hasta dar con una gran arena, algo que hicieron hace poco tiempo para las corridas de toros. Se tarda una media hora en llegar allí.
La señora Mariana sacudió a su marido del brazo.
—Oye, Rafael, ¿y Ermelinda?
—Ten calma, hija —replicó Rafael, algo fastidiado—. Tu prima no se irá a ningún lado, no te preocupes. Damos el paseo y después vamos a ver a la muchacha, no te aflijas.
Cuando acabaron de comer, los Laureano tomaron tranquilamente la dirección indicada. El paseo duró cuarenta minutos, hasta que los cinco se vieron frente a un enorme edificio circular de color ladrillo, lleno de arcadas y galerías, decorado con arabescos, cúpulas dobles de color azul celeste que dominaban los varios torreones de estilo neomorisco: era la plaza de toros construida en el centro de un terreno baldío. Se concentraba allí una pequeña multitud, incluidas algunas mujeres de alta sociedad con sus ricos vestidos, sombreros despampanantes y las sombrillas parisienses, rodeadas por un séquito de amigas y criados. El señor Rafael preguntó si allí estaba el Campo Pequeno y le dijeron que sí. Ante él se alzaba la plaza de toros. Se acercó a la taquilla y comprobó que la tabla de precios indicaba que las entradas más baratas eran las de la segunda galería, a doscientos réis cada una, y las más caras las de los primeros palcos, a doce mil réis. Se sintió confundido y le preguntó a un empleado.
—Oiga, amigo: ¿tantos réis para ver «fúbol»?
El empleado se rio.
—Aquí sólo hay toros, hombre. El partido es allí.
El empleado señaló los solares al lado de la plaza. Se extendía allí una parcela de tierra con dos grandes rectángulos dibujados en el suelo, que el hombre identificó como los campos de juego. Uno de los rectángulos, precisamente pegado a la plaza de toros, se mostraba bastante alisado, pero el otro estaba lleno de hoyos y baches. Al parecer, allí había siempre muchos partidos y los equipos que llegaban primero ocupaban el rectángulo más liso. Los rezagados tenían que conformarse con la parte más descuidada.
La familia de Rio Maior se acercó al rectángulo en mejor estado y no tuvo que esperar mucho para sorprenderse. Dos grupos de hombres aparecieron poco después en el lugar. Cada grupo transportaba por el solar unas enormes vigas de madera, dos más pequeñas puestas en paralelo y unidas por una gran viga situada perpendicularmente en uno de los extremos. Cruzaron el descampado hasta llegar al rectángulo más liso.
—Son los players del Real Gymnasio Club —explicó un mirón, íntimamente divertido por la reacción de los paletos que lo escuchaban—. Estos tipos son muy buenos, hasta ahora sólo han perdido una sola vez, hace tres años, contra un equipo de ingleses, y, aun así, sólo por un goal.
Agarrado a los pantalones de su padre, el pequeño Afonso retuvo en la memoria lo que sucedió a continuación. Los dos grupos tenían camisetas de colores diferentes y echaron todos a correr locamente por el campo dando puntapiés a la pelota, ante el clamor excitado de los espectadores y la vigilancia de un hombre vestido con un elegante traje y corbata de tweed que corría entre ellos dando órdenes.
—Es el referee —aclaró el mismo mirón.
Las reglas eran sencillas. Les resultó claro a los visitantes de Rio Maior que sólo los dos hombres que se encontraban entre los postes podían coger la pelota con las manos, mientras que todos los demás sólo estaban autorizados a dar puntapiés. Había algunos que eran muy rubios o pelirrojos, se trataba de ingleses mezclados en los dos equipos. A veces protestaban todos, gritaban, gesticulaban, se empujaban, el partido se detenía, entraban espectadores en el rectángulo para participar en la discusión, el jaleo crecía hasta que al fin se calmaba, los jugadores y el hombre con corbata y traje de tweed empujaban a toda la gente fuera del campo y todo se reanudaba enseguida. Alguna que otra vez, la pelota entraba en la meta, se oía un gran griterío y aplausos entre los espectadores y algunos de los jugadores saltaban de alegría y se abrazaban efusivamente.
—Aquel pequeñito es Barley, un inglés muy bueno —indicó el mirón con entusiasmo, señalando a un hombre que corría rápido entre las alas y que acababa de meter un goal, y que en ese instante fue saludado por varios amigos—. Pero el que más me gusta es aquel delgadito, Paiva Raposo. ¡Sí, señor!, ése es un verdadero player, un portento en los dribblings y en los kicks. Ambos, Barley y Raposo, estuvieron en el team del Club Lisbonense que ganó la primera copa de football en Portugal, hace dos años, cuando en Oporto derrotaron al Football Club de Oporto por 2-0. Hasta el Rey fue a ver el match.
En esa tarde soleada en el Campo Pequeno, el Football Club Lisbonense venció al Real Gymnasio Club Portugués por 3-1, y confirmó una vez más que se trataba del mejor equipo de football existente en Portugal.
—Bien, vamos entonces a ver a Ermelinda —dijo con un suspiro el señor Rafael, que se volvió de espaldas al Campo Pequeno.
—Es una pena, pero esto durará poco —comentó el mirón, en un gesto de despedida, cuando ya se dispersaba la multitud.
—¿Cómo? —se admiró el padre de Afonso, mirando hacia atrás.
—Construyeron aquí, hace cuatro años, el ruedo de toros y están dando órdenes para que se acaben los partidos. Los muchachos se quedarán sin cancha. —El hombre dio media vuelta para marcharse, pero el señor Rafael se acordó de que aún le quedaba por hacer una pregunta.
—¡Oiga, amigo!
El mirón se volvió.
—¿Dígame?
—¿Ha ido alguna vez a Rio Maior?