Los aggagiers encontraron el cadáver de Kabel al-Din tendido en el patio junto al abandonado yugo de la shebba. Osman Atalan ordenó montar a todos sus hombres, y durante muchos días barrieron ambas márgenes del río. Cuando regresó por fin a Omdurman sin encontrar ni rastros del fugitivo, Osman estaba de un ánimo homicida. Era un mal momento para que las mujeres fueran a él para informarle de que al-Zahra también había desaparecido.
—¿Hace cuánto? —preguntó.
—Ocho días, exaltado califa.
—¡El mismo tiempo que Abadan Riyi! —exclamó—. ¿Y qué hay de la mujer al-Yamal?
—Aún está en el zenana, poderoso Atalan.
—Traédmela, y también a su sirvienta.
Trajeron a las dos mujeres a la rastra y las arrojaron a sus pies.
—¿Dónde está tu hermana?
—Señor, no lo sé.
Osman miró a al-Noor.
—¡Azótala! —ordenó—. Azótala hasta que diga la verdad.
—¡Poderoso califa! —gritó Nazira—. Si la azotas perderá tu hijo. Puede ser un niño. Un niño con el cabello de oro de su madre y el corazón de león de su progenitor. —Osman se sobresaltó. Vaciló, mirando fijamente el vientre de Rebecca. Luego, les ladró a sus aggagiers:
—Dejadnos. No regreséis hasta que no os llame.
Se apresuraron a dejar la habitación, pues cuando un califa y emir de los beya está enfadado, todos los que lo rodean corren peligro.
—Desvístete —ordenó. Rebecca se incorporó y dejó que la túnica le cayera hasta los pies. Osman le miró fijamente el vientre blanco y protuberante. Luego, se acercó a ella y le apoyó la mano allí.
¡Muévete! ¡Muévete por favor, querido mío! suplicó Rebecca en silencio, y el feto pateó.
Osman alejó su mano con violencia y retrocedió de un salto.
—¡En Nombre de Dios, está vivo! —impresionado, miró el abultado vientre—. ¡Cúbrete!
Mientras Nazira la ayudaba a vestirse, Osman se tironeaba furiosamente de la barba mientras consideraba su dilema. Repentinamente, lanzó otro grito de furia y sus aggagiers entraron a la habitación en tropel.
—Esta mujer. —Señaló a Nazira—. Azotadla hasta que al-Yamal nos diga dónde está su hermana.
Dos de ellos tomaron a Nazira de los brazos y Mooman Digna tomó la tela de detrás de su cuello y le desgarró la túnica hasta las rodillas. al-Noor enarboló el kurbash en la diestra. El primer golpe levantó una franja roja de un omóplato a otro.
—¡Yi! ¡Yi! —chirrió Nazira, procurando echarse de bruces, pero los aggagiers se lo impidieron.
—¡Yi! —aulló.
—Espera, señor. Te contaré todo. —Rebecca ya no podía soportarlo.
—¡Deteneos! —ordenó Osman—. Cuéntame.
—Vino un desconocido y se llevó a al-Zahra —improvisó Rebecca—. Creo que fueron al norte, hacia Metemma y Egipto, pero no tengo la certeza de que haya sido así. Nazira no tuvo nada que ver.
—¿Por qué no fuiste con ellos?
—Porque eres mi amo y el padre de mi hijo —replicó Rebecca—. Sólo te dejaré cuando me mates o me expulses.
—Azotad otra vez a la vieja puta. —Osman hizo un gesto, descargando así su furia, pero sin hacer peligrar el bienestar del hijo que tal vez tuviera ojos azules y cabello dorado.
Rebecca se aferró el vientre con ambas manos y gritó:
—Siento la desazón del hijo que llevo en mí. Si azotas a esta mujer, que es como mi madre, no podré retener más al niño en mi matriz.
—¡Un momento! —gritó Osman. Se sentía desgarrado. Quería ver sangre. Desenvainó su espada, y Nazira tembló bajo su mirada. Luego, se precipitó hacia la columna de piedra del centro de la habitación y la golpeó con tal fuerza que brotó una lluvia de chispas del acero.
—Llevad a estas mujeres a la mezquita del oasis de Gedda. —Era un lugar solitario regido por unos pocos ancianos mulás, cincuenta leguas desierto adentro, un retiro religioso para los devotos y para estudiantes del noble Corán—. Si la criatura que al-Yamal da a luz es mujer, matadlas a las tres. Si es un niño, traedlas de regreso y cuidad de que permanezcan con vida, en particular mi hijo.
* * *
Cinco meses después, yaciendo sobre un tapete extendido sobre el piso de su celda en Gedda, asistida por Nazira y mientras los mulás esperaban al otro lado de la puerta, Rebecca dio a luz a su primer retoño. En cuanto sintió que el resbaladizo paquete que había llevado dentro por tanto tiempo salía de ella, luchó por incorporarse, apoyada sobre los codos. Nazira tenía en brazos a la criatura, brillante de sangre y mucosidad, aún unida a Rebecca por el grueso cordón.
—¿Qué es? —jadeó Rebecca—. ¿Es un niño? Dulce Dios que sea un niño.
Nazira cloqueó como una gallina con pollitos y le presentó a la criatura para que la inspeccionara.
—Éste es un pequeño semental. —Con el índice, cosquilleó el pequeño pene del bebé—. Tan pequeño y mira cómo lo tiene de duro. Se podría romper un huevo en su punta. Que cualquier cosa que tenga faldas se cuide de ponerse en su camino.
Los mulás de Gedda transmitieron la noticia a Omdurman, y al cabo de unos días, veinte aggagiers, encabezados por al-Noor llegaron para escoltarlos de regreso a la Ciudad Santa. Cuando llegaron a las puertas del palacio de Osman Atalan, éste los esperaba allí. En los cinco meses transcurridos, su furia se había aplacado. Sin embargo, procuraba no parecer demasiado benigno, y, parado, mantenía la mano sobre la empuñadura de su espada mientras fruncía horriblemente el ceño.
al-Noor desmontó y tomó al niño de brazos de Rebecca. Estaba envuelto en fajas de algodón y tenía el rostro cubierto, para protegerlo de la luz del sol y del polvo.
—Poderoso Atalan ¡Contempla a tu hijo!
Osman fulminó a al-Noor con la mirada.
—Tengo que ver esto por mí mismo.
Tomó el atado y se lo puso en la curva del brazo izquierdo. Lo desenvolvió con la mano derecha. Miró fijamente al minúsculo ser. Su cabeza era pelada, con excepción de un único mechón color cobre. Su piel era del color de la leche de cabra a la que se agrega un chorro de café. Sus ojos eran del color del Bahr al-Azrek, el Nilo Azul. Osman entreabrió los pliegues de la parte inferior de sus envoltorios, y su ceño perdió intensidad, amenazando con transformarse en sonrisa.
El infante sintió que la fresca brisa del río le abanicaba los genitales, y lanzó un manantial amarillo que salpicó la aljuba de coloridas aplicaciones que vestía su padre.
Osman lanzó un sorprendido rugido de risa.
—¡Contemplad! Éste es mi hijo. Así como mea sobre mí, meará sobre mis enemigos. —Alzó en alto al niño y dijo—: Éste es mi hijo Ajmed Habib abd Atalan. Aproximaos y presentadle vuestros respetos. —Los aggagiers se aproximaron de a uno y saludaron con hondas zalemas a Ajmed, quien pataleaba y gorjeaba, divertido. Osman no había siquiera mirado en la dirección de las dos mujeres que aguardaban, pero ahora, entregándole el infante a al-Noor, dijo como al pasar—: Dadle el niño a su madre, y decidle que regresará a sus aposentos del harén, dónde esperará hasta que me plazca convocarla.
En los dieciocho meses que siguieron, Rebecca sólo vio a Osman tres o cuatro veces, y ésas, siempre de lejos, cuando iba y venía, ocupado en asuntos de guerra y de Estado. Siempre que regresaba, enviaba a al-Noor a buscar a Ajmed, y se quedaba con el niño durante horas enteras, hasta que llegaba el momento de alimentarlo.
El niño crecía. A Rebecca le pareció que percibía en él un parecido a su propio padre y a Amber, lo cual agudizaba su soledad. Sólo tenía a Nazira y al bebé: las otras mujeres del harén eran criaturas estúpidas, de cortos alcances. Extrañaba a sus hermanas, y pensaba en ellas cuando se despertaba a otro día vacío, y cuando se disponía a dormir con Ajmed estrechado contra su seno.
Luego, lentamente, se dio cuenta de que quería que Osman Atalan la mandara buscar. Su cuerpo se había recuperado del daño que le produjera el parto, con excepción de las estrías que le surcaban el vientre y de la suave caída de sus pechos. A veces, cuando se despertaba en la noche y no podía volverse a dormir, pensaba en los hombres que había conocido, pero su mente regresaba invariablemente a Osman. Necesitaba alguien con quien hablar, alguien con quien estar, alguien que le hiciera el amor, y nadie se lo había hecho con la misma habilidad que Osman Atalan.
Luego, cundió en el harén el rumor de que habría una gran nueva yihad, una guerra contra los infieles cristianos de Abisinia. Osman Atalan encabezaría el ejército y Alá iría con él. Ajmed ya daba sus primeros pasos y hablaba. Ella tenía la esperanza de que Osman los llevara con él. Recordaba cómo había sido la ocasión en que el niño fue concebido, en Galabat. Pensaba mucho en eso. Tenía vividos sueños acerca de cómo había actuado él y cómo lo había sentido dentro de ella. Se consagró de lleno al niño, pero las noches eran largas.
Entonces, la noticia corrió por el harén. Osman llevaría tres esposas y ocho concubinas con él a la yihad; Rebecca fue escogida como una de las ocho. Ajmed y Nazira irían con ella, pero ningún otro de los otros hijos de Osman lo haría. Entendió que a él sólo le interesaba el niño, y que Nazira y ella no eran más que las niñeras de Ajmed. Su cuerpo vacío le dolía.
Cuarenta mil hombres cabalgaron hacia la frontera de Abisinia en poderoso despliegue guerrero. Osman dejó a Rebecca y a sus otras mujeres en Galabat Se precipitó a Abisinia, y golpeó los pasos con toda su caballería.
Los abisinios también eran una nación belicosa, que llevaba la guerra en la sangre. Pero ni siquiera ellos, a pesar de haber sido alertados por la advertencia de Ryder Courtney, pudieron resistirse a la ferocidad del ataque de Osman Atalan. Él presionó con todas sus fuerzas sobre los pasos de montaña de Minkti y Atbara, y se apoderó de ellos a pesar de la desesperada y valerosa resistencia de quienes los defendían. Masacró a todos los prisioneros abisinios que tomó, y entró con su ejército al paso de Minkti. Ascendieron a marchas forzadas en medio de un cruel frío.
Ras Adal, el general abisinio, no había esperado que ascendieran tan alto, y cometió el error de permitirles desembocar, sin oponérseles, en el llano de Debra Sin, antes de atacarlos.
La batalla fue feroz y sangrienta, pero al fin Ras Adal se quebró ante la furia del asalto de Osman. Él y su ejército fueron arrollados hasta el río que tenían a sus espaldas, y la mayor parte de ellos se ahogó. Toda la provincia de Amhara cayó en manos de Osman, quien pudo avanzar sin que nadie se le opusiera a capturar Gondar, la antigua capital de Abisinia.
Gondar era la ciudad en la que Osman pretendía instalar su propia capital, pero nunca había experimentado un invierno en las tierras altas de Abisinia. Sus hombres beya eran de las arenas y los desiertos: temblaban, enfermaban y morían. Osman abandonó lo conquistado, saqueó y quemó Gondar, y se retiró con sus hombres a Galabat. Llegó allí en una litera que llevaba su propio caballo de guerra, al-Buc. El frío de las montañas le había entrado en los pulmones y estaba enfermo. Lo tendieron en su angareb y esperaron a que muriera.
A Osman le silbaba el pecho. Se atragantaba, carraspeaba y escupía gargajos de flema de un amarillo verdoso.
—Haced llamar a al-Yamal —ordenó.
Rebecca acudió a la vera de su lecho y lo cuidó. Le dio a tomar una infusión de hierbas y raíces escogidas por Nazira, y lo hizo transpirar con piedras calientes. Cuando llegó la crisis, le llevó a Ajmed.
—No puedes morir, poderoso Atalan. Tu hijo necesita a su padre.
Le llevó muchas semanas, pero finalmente Osman se encaminó a la recuperación. En el transcurso de su convalecencia, mandaba a buscar a Rebecca casi todas las noches, y retomó las largas conversaciones que solían mantener como si éstas nunca hubieran cesado. Rebecca ya no estaba sola.
Cuando recuperó las fuerzas, volvió a hacerle el amor, poseyéndola magistral y completamente, colmando el doloroso vacío que ella llevaba muy adentro. Declaró que Ajmed era su heredero, y, en la forma imprevista en que solía hacer las cosas, mandó llamar al mulá y tomó a Rebecca como esposa.
Sólo cuando estuvo tendida junto a él en su primera noche como esposa, pudo obligarse a enfrentar la verdad sin adornos. Él la había hecho su esclava, en cuerpo y corazón. Había sofocado la última chispa de su alguna vez indomable espíritu. El sufrimiento que él le había infligido con tanta indiferencia se había transformado en una droga sin la cual no podía vivir. De una forma extravagante y antinatural, la había forzado a amarlo. Sabía que ya nunca podría estar sin él.
El emperador Juan y todos sus súbditos enfurecieron con la captura de la provincia de Amhara y el saqueo de Gondar. Encabezando un ejército de más de cien mil hombres, bajó sobre Galabat para tomarse venganza. Mandó advertir de su llegada a Osman Atalan, para no ser tomado por un solapado cobarde. Osman decapitó al mensajero y le envió la cabeza al Emperador.
Como estaba en fuerte inferioridad numérica, Osman transformó la ciudad en una gran zareba defensiva. Puso a las mujeres y los niños en el centro, y se dispuso a enfrentar la furia de los abisinios. Ésta estalló sobre él. La división de cuatro mil hombres que comandaba al-Noor casi resultó exterminada, y el propio al-Noor fue gravemente herido. Los eufóricos abisinios se abrieron paso hasta el centro de la zareba, donde estaban las mujeres, y la violación y la masacre comenzaron.
Cuando Osman se dio cuenta de que había perdido la jornada, montó de un salto sobre al-Boc y lo espoleó, dirigiéndose a la cabeza de la serpiente. Alguna vez, el Emperador había sido un guerrero legendario, pero ya no era joven. Con sus pieles de leopardo, coraza de bronce, y la dorada corona de Negus sobre su cabeza, lucía alto y majestuoso, pero su barba era más plateada que negra. Desenvainó su espada cuando vio que Osman cabalgaba hacia él por entre la carnicería. El comandante derviche derribó a tajos a los guardias de Corps que se quisieron interponer en su camino. Había aprendido de Penrod Ballantyne, y nunca sacó sus ojos de la hoja del Emperador. Su respuesta fue como un relámpago de plata.
—¡El Emperador ha muerto! ¡Hemos perdido al Negus! —gritaron las huestes abisinias. Un único golpe de la larga hoja de Osman Atalan había transformado el momento de victoria total en derrota y desastre.
Osman cabalgó de regreso a Omdurman llevando las cabezas del Emperador y sus generales en las puntas de las lanzas de su guardia de Corps. Las plantaron a la entrada del palacio del gran califa Abdulahi.
Siete meses más tarde, Rebecca dio a luz a su segundo retoño, una niña. A Osman no le interesaban lo suficiente las hembras como para molestarse en buscarle un nombre. Rebecca la llamó Karuba, que en árabe significa ámbar, en inglés, "Amber". Al cabo de unos meses, Osman le perdonó que hubiera tenido una hija, y retomaron las noches de conversar y hacer el amor. Cuando Karuba se volvió una hermosa cosita de cabello color miel ahumada, a veces le acariciaba la cabeza. Una vez, llegó a llevarla en la delantera de su montura, mientras lanzaba a al-Buc a todo galope. Karuba chillaba de deleite, lo cual llevó a que Osman observara, cuando se la devolvió a Rebecca:
—Has errado gravemente, esposa. Debiste haberla hecho niño, pues tiene corazón de varón.
Ninguna de sus otras hijas recibía señal alguna de afecto. No les permitía hablarle ni tocarlo. Cuando Karuba tenía seis años, en la celebración de Kurbam Bairam, dejó a las mujeres y, con el dedo en la boca, se dirigió a donde estaba Osman, rodeado de sus aggagiers. Él la miró aproximarse con frialdad. Sin dejar que ello la preocupase, se le subió al regazo.
Osman quedó azorado. A sus aggagiers les costó mantenerse impasibles. Osman los fulminó con la mirada, como si los desafiase a reír. Luego, eligió con deliberación una golosina del cuenco que tenía frente a él y se lo puso en la boca a la niña. Ella respondió echándole ambos brazos al cuello. Pero eso era ir demasiado lejos. Osman la volvió a depositar sobre el suelo, y le palmeó el pequeño trasero.
—¡Fuera de aquí, zorra desvergonzada! —dijo.
Bajo el brillante sol del delta del Nilo, el señor Hiram Steven Maxim estaba sentado en un taburete. Frente a él, sobre un trípode de acero, había un arma de aspecto desgarbado, con grueso cañón revestido de una cámara de agua. A su izquierda tenía un bidón de agua de cinco galones, conectado al arma mediante una robusta manguera de goma. A su derecha, había docenas de cajas de munición de madera dispuestas en altas pilas. Tres asistentes iban y venían en torno a él. A pesar del calor, todos vestían gruesas chaquetas de tweed y gorras chatas de tela. El señor Maxim se había quedado en mangas de camisa, y se había corrido el bombín hacia la parte posterior de la cabeza. Desde su llegada de los Estados Unidos para establecerse en Inglaterra, había adoptado costumbres y vestimentas británicas.
Ahora, hizo rodar de un lado a otro de la boca un cigarro apagado.
—Mayor Ballantyne —dijo con tono cantarín. Su acento aún proclamaba que había nacido en Sangerville, Maine—. ¿Tendría usted la bondad de anotar qué hora es? —A una corta distancia por detrás de ellos, había un pequeño grupo de oficiales uniformados. En la primera fila estaba el sirdar, el general Horatio Herbert Kitchener, una figura robusta y poderosa, acompañado de su estado mayor.
—¿General, señor? —Penrod miró a Kitchener para que éste lo autorizara a responder.
—Proceda, Ballantyne —dijo Kitchener, asintiendo con la cabeza.
—¡Marcar la hora! —ordenó Penrod. A una distancia de seiscientas yardas de la ametralladora, al pie de una alta duna color tostado, había una hilera de cincuenta siluetas humanas recortadas en madera. Vestían aljubas derviches y llevaban lanzas de madera. El señor Maxim se inclinó hacia adelante y tomó los manubrios de disparo. Pulsando el asidero para los dedos, alzó el seguro del botón de disparo.
—¡Comienza el fuego, ahora! —Bajó los pulgares sobre el botón del gatillo. La ametralladora se estremeció y rugió. La cadencia de fuego era demasiado rápida como para distinguir los disparos individuales. Producía un trueno prolongado, como el de la caída de una alta catarata. El retroceso de cada tiro impulsaba hacia atrás el mecanismo, eyectando las vainas servidas en un borroso chorro de bronce reluciente. El golpe hacia adelante de la acción recargaba la cámara, amartillaba y disparaba. La secuencia era demasiado veloz como para que el ojo la pudiera seguir.
El señor Maxim movió el cañón de un lado a otro. Una tras otra, las figuras de madera explotaron en una tormenta de astillas. Las arenas de la duna que tenían por detrás hirvieron en cortinas de polvo. Llegó al extremo de la hilera y volvió a barrerla hasta el punto de partida. Los destrozados restos de los blancos pendían de sus marcos. El retorno del torrente de balas los hizo volar en fragmentos.
Los oficiales británicos contemplaron en sobrecogido silencio. El rugido del arma les había adormecido los tímpanos. No podían hablar. No se movieron. Los asistentes del señor Maxim habían hecho esa demostración en repetidas ocasiones y en muchos países. La tenían perfectamente practicada. En cuanto una de las cajas de munición se agotaba, era arrastrada a un costado y sustituida por otra. Una nueva cinta de munición se empalmaba cuando el extremo de la otra desaparecía, succionado al interior de la recámara. No había pausa, no se atascaba la acción, no disminuía la cadencia de fuego. El agua de la cámara de refrigeración hervía, pero la poderosa emisión de vapor era desviada al bidón de agua fría mediante la manguera flexible. Allí se enfriaba y condensaba. No había nube de vapor que le revelara al enemigo el emplazamiento de la ametralladora. El agua enfriada se reciclaba al pasar por la cámara que revestía el cañón. El clamor de la ametralladora continuaba sin pausa. La última cinta de munición pasó por la recámara, y sólo cayó el silencio cuando la última caja vacía de cartuchos fue arrojada a un lado.
—Control de tiempo —gritó el señor Maxim.
—Tres minutos y diez segundos.
—Dos mil tiros en tres minutos —anunció orgullosamente sir Maxim—, casi setecientos tiros por minuto sin atascos.
—Sin atascos —repitió el coronel Adams—. Es el fin de la caballería que conocemos.
—Cambia el rostro de la guerra —asintió Penrod—. Mire no más que precisión. —Señaló a la hilera de blancos. Había astillas esparcidas por una extensa superficie. Ni los postes que habían tenido los blancos quedaban en pie. Una espesa nube de polvo color tostado, levantado por la corriente de balas, flotaba en el aire por sobre las dunas.
—Ahora, ¡que vengan los derviches! —murmuró el sirdar, y su oscuro bigote pareció enderezarse como las cerdas del lomo de un cerdo salvaje encolerizado.
Penrod y Adams cabalgaron juntos de regreso a El Cairo. Ambos estaban del mejor de los humores, y cuando apareció un chacal entre las matas que bordeaban el camino, desenvainaron los sables y lo persiguieron hasta alcanzarlo. Penrod se adelantó y le cerró el paso a la parda criatura similar a un terrier. Adams se inclinó sobre su montura y lo atravesó por entre los omóplatos, dejando después que el animal se deslizara por su propio peso, soltándose de la hoja y rodando por el polvo, donde quedó inmóvil.
—Más divertido que cazar jabalíes con lanza en el Punyab. —Rió. Cuando llegaron a las puertas del Club Gheziera dijo—: ¿Le parece que bebamos algo?
—No esta tarde —replicó Penrod—. Tengo que atender visitas de Inglaterra.
—¡Ah, sí! Así oí. ¿Qué opina la señorita Amber Benbrook de sus nuevos galones?
Penrod bajó la vista a las relucientes nuevas coronas de mayor que adornaban sus hombreras.
—Si usted recuerda su nombre, es que habrá recibido la invitación al baile. Es su decimosexto cumpleaños ¿sabe? ¿Asistirá usted?
—¿La notable damita que escribió Esclavas del Madí? —exclamo Adams—. No me la perdería por nada del mundo. Mi esposa me asesina si yo siquiera contemplara tal idea.
* * *
El baile de cumpleaños de Amber se celebró en el Hotel de Shepheard. La banda del nuevo ejército egipcio tocó hasta el amanecer. Camareros de túnica blanca servían copas rebosantes de champaña en bandejas de plata. Todos los oficiales en actividad del ejército, desde el grado de alférez en más, ciento quince en total, habían aceptado la invitación. Sus elegantes nuevos uniformes de gala hacían de atractivo marco a los vestidos de baile de las damas. Hasta el sirdar y sir Evelyn Baring hicieron una breve aparición, y cada uno de ellos bailó un vals vienes con Amber. Ambos se fueron temprano, conscientes de que su presencia inhibía los festejos.
Ryder y Saffron hicieron el largo e indirecto camino desde las tierras altas de Abisinia, cruzando el desierto en camello y atravesando el mar Rojo y el canal de Suez para estar allí. El vestido de noche de Saffron causó cierta sensación, aun entre esa centelleante concurrencia. Estaba encinta de dos meses, pero por supuesto que aún no se le notaba.
Al comienzo de la velada, después de buscar a Amber y a su cuñada Jane en los aposentos que ocupaban en el piso más alto del hotel, Penrod llenó el carné de baile de Amber. De veinte danzas, se reservó quince. Ella se sintió ligeramente ofendida, pues le pareció poco. Al dar la medianoche, la banda prorrumpió en una conmovedora versión de Porque es un buen compañero. Los invitados aplaudieron, eufóricos. El champaña fluía como el Nilo, y todos estaban de un ánimo jovial y expansivo.
Penrod subió al estrado de la banda con Amber del brazo. La banda les dio la bienvenida con un largo redoble de tambor y Penrod alzó las manos pidiendo silencio. Sólo lo consiguió parcialmente, mientras proponía el brindis de cumpleaños. Lo bebieron con entusiasmo y Ryder Courtney se lanzó a cantar Cuando cumpliste tus dieciséis. La banda y los demás invitados se unieron a la melodía. Amber se ruborizó y se aferró al brazo de Penrod.
Al finalizar la canción, éste pidió silencio otra vez.
—Tengo otro anuncio que hacer. ¡Gracias! —La algarabía cedió hasta convertirse en un murmullo—. ¡Caballeros, damas, camaradas oficiales, que no entran en ninguna de las dos categorías previas! —Lo abuchearon y tuvo que pedir orden una vez más—. Me da un inefable placer informarles que la señorita Amber Benbrook ha consentido en ser mi esposa, y que, al hacerlo, ha hecho de mí el hombre más feliz de la creación.
Poco después, mientras el coronel Samuel Adams fumaba un cigarrillo en la oscura terraza, oyó involuntariamente la conversación de dos jóvenes subalternos que habían bebido copiosas cantidades de champaña.
—Dicen que ella se hizo de cien mil libras limpias con su libro. ¿Hombre más feliz de la creación? Ballantyne tiene la más codiciada de las medallas al pecho, galones en los hombros, su propio batallón y, como si eso fuera poco, el afortunado sinvergüenza se ha excavado una mina de oro con su pala de carne. ¿Cómo no va a ser feliz?
—Teniente Stuttaford. —Una fría voz familiar le habló desde las sombras, muy cerca de él.
Pálido de susto, Stuttaford adoptó una tambaleante posición de firme.
—Tenga a bien presentarse en mi despacho mañana a las diez de la mañana.
A las doce del día siguiente, el teniente Stuttaford, aún sufriendo de una atroz resaca, se encontró empacando para partir de inmediato a Suakin, uno de los más desolados y lóbregos destinos del imperio.
* * *
—El ejército de Egipto siempre ha sido considerado un número de vodevil, una opereta de Gilbert y Sullivan ambientada en el Nilo. El ejército permanente de Inglaterra y el del Servicio de la India pronuncian nuestro nombre con una risa de burla —les dijo Penrod a los demás integrantes de la partida. Él y Ryder estaban acodados sobre el travesaño de la faluca. Jane Ballantyne, Saffron y Amber se sentaban en almohadones de vivos colores dispuestos sobre la cubierta. Navegaban río arriba en la faluca alquilada para ascender a la cima de la pirámide de Keops en Guizé, para después merendar a la sombra de la esfinge.
—Qué vulgar y estúpido por parte de ellos —dijo Amber, saliendo de inmediato en su defensa.
—A decir verdad, en un momento tuvieron razón —admitió Penrod—. Pero eso se aplicaba al viejo ejército, en los viejos y malos tiempos. Ahora, a los hombres se les paga. Los oficiales no les roban las raciones, y después vuelven grupas y corren ante el primer tiro. No se azota a los hombres que se enferman, sino que se los envía al médico y al hospital. Todos debéis venir a la revista del lunes. Quedaréis atónitas viendo como desfilan y practican.
—Como sabes, Penrod, mi padre fue coronel de la Black Watch —dijo Jane—. No pretendo ser una gran experta, pero he leído algo de asuntos militares. Papá se encargó de que así fuera. En cuanto supimos que vendríamos a El Cairo, Amber y yo leímos todos los libros sobre Egipto que encontramos en la biblioteca del Clercastle, además del excelente England in Egypt de sir Alfred Milner. En ninguna parte encontré sugerencia alguna de que los felahin egipcios fueran buena materia prima para la milicia.
—Lo que dices es cierto. Siempre fue poco probable que el rico y fértil delta, con su clima enervante, produjera guerreros. Tal vez los felahin sean crueles e insensibles, pero no son feroces ni sanguinarios. Por otra parte, son estoicos y fuertes. Enfrentan al dolor y las penurias con la indiferencia. El de ellos es una suerte de coraje dócil que los pueblos guerreros como el nuestro no podemos sino admirar. Son obedientes y honestos, rápidos para aprender y, sobre todo, fuertes. Lo que les falta en nervio les sobra en músculo.
—Pen querido, todo esto de los egipcios está muy bien y es muy interesante, pero cuéntanos acerca de tus árabes —interrumpió Amber.
—Ah, pero tú los conoces bien, corazón mío —dijo Penrod sonriéndole con ternura—. Si los felahin egipcios son mastines, los árabes son terriers tipo Jack Russell. Son inteligentes y rápidos. Son venales y excitables. No se prestan de buena gana a la disciplina. Nunca se puede confiar del todo en ellos, pero su coraje es avasallador. En Abu Klea arremetían contra el cuadro como si se complacieran en morir. Si te conceden su lealtad, cosa que ocurre rara vez, quedan vinculados a ti por un eslabón de acero. La guerra es su forma de vida. Son guerreros, y los respeto. Aprendí a amar a algunos de ellos. Tal es el caso de Yakub.
—Nazira es otro —asintió Amber.
—Oh, me pregunto qué se habrá hecho de ella y de nuestra querida hermana Rebecca. —Saffron meneó la cabeza, apenada—. Sueño con ella casi cada noche. ¿No hay nadie en Inteligencia Militar que pueda descubrir qué ocurrió con ella?
—Créeme que he procurado obtener noticias de Rebecca con toda diligencia. Pero el Sudán está cerrado al resto del mundo, como si fuera un cofre de acero. Dormita en su propia pesadilla. Ojalá algún día tengamos la voluntad y los recursos para terminar con el horror y liberar a su pueblo. Rebecca sería la primera que liberaríamos.
* * *
Rebecca estaba junto a las demás esposas en el claustro del patio interno del palacio de Osman Atalan. Reinaba el fresco de la tarde, y Osman les demostraba a sus seguidores el coraje de su hijo zarco. Rebecca sabía desde hacía meses que a su hijo lo esperaba esa ordalía. Se cubrió el rostro con el velo de modo de que ninguna de las otras mujeres supiera de su temor.
Sólo tres meses antes, Ajmed Habiba abd Atalan había sido circuncidado. Rebecca había llorado mientras le vendaba el mutilado pene, pero Nazira la regañó:
—Ahora, Ajmed es un hombre. Debes estar orgullosa de él, al-Yamal. Tus lágrimas le quitarán la hombría.
Ahora Ajmed estaba de pie frente a su padre, tratando de ser valiente. Iba destocado y sus puños se cerraban a sus costados.
—Abre tus ojos, hijo mío —la voz de Osman chasqueó. Arrojó su espada al aire, donde dio vueltas como una rueda antes de que la empuñadura volviera a caerle en la mano—. Abre tus ojos. Quiero que Alá y el mundo todo sepan que eres un hombre. Quiero que me muestres a mí, tu padre, tu coraje.
Ajmed abrió los ojos. Ya no eran lechosos, sino de un azul profundo como el del cielo de África cuando lo cubren las nubes de tormenta. Le temblaba el labio inferior y pequeñas gotas de transpiración le perlaban el superior. Osman enarboló la larga hoja y le tiró un tajo al costado de la cabeza con tal fuerza que la hoja silbó en el aire. El tajo era como para cortar en dos el tronco de un hombre adulto. Pasó junto a la sien de Ajmed. Su desordenado cabello cobrizo aleteó con el viento que produjo la hoja. Ajmed se tambaleó.
—Eres mi hijo —susurró Osman—. ¡Tente firme! —Acarició la punta de la oreja de su hijo con el plano de la hoja. Ajmed se encogió ante el frío contacto del acero.
—No te muevas —le advirtió Osman— o te la corto.
Ajmed se inclinó hacia adelante y vomitó sobre el suelo frente a sus pies.
Una expresión de desprecio y vergüenza cruzó el rostro de Osman, pero la ocultó de inmediato.
—Regresa con tu madre —dijo suavemente.
Ajmed trató de sofocar los sollozos.
—No me siento bien —murmuró con desesperación, y se enjugó la boca con el dorso de la mano.
Ajmed corrió hacia su madre y sepultó el rostro en la falda de Rebecca.
Un tenso silencio cayó sobre los espectadores. Nadie habló y nadie se movió. Apenas si se atrevían a respirar. Osman se volvía cuando una pequeña y delicada figura se incorporó entre las filas de mujeres sentadas. Rebecca trató de contenerla, pero Karuba le hizo la mano a un lado y se dirigió hacia su padre. El clavó en tierra la punta de su espada y miró cómo ella se paraba frente a él.
—¿Qué es esta falta de respeto? ¿Por qué me importunas así?
—Padre mío, quiero mostrarles a ti y a Alá mi coraje —dijo la niña. Se quitó el rebozo y soltó su cabello castaño claro.
—Regresa con tu madre. Éste no es un juego infantil.
—Exaltado padre, no deseo jugar a nada. —Lo miró directo a los ojos.
Él alzó la espada y dio un paso hacia ella, como un leopardo que acechara a una gacela. Ella no se movió de su lugar. Repentinamente, el le tiró un tajo de frente al rostro. La hoja relumbró a pulgadas de sus ojos. Ella parpadeó, pero quedó inmóvil como una estatua.
Él volvió a tirar un tajo, esta vez de revés. Un rizo se desprendió de la melena suelta de ella y flotó hasta caer al suelo junto a sus pies desnudos. Detrás de ella, Rebecca exclamó:
—¡Oh, querida mía!
Karuba la ignoró y le mantuvo firmemente la mirada a su padre.
—Me provocas —dijo él y trazó lentamente la silueta de ella con la hoja. Sin alejarse nunca más que el ancho de un dedo de su cuerpo, la hoja, afilada como un escalpelo, comenzó su recorrido a la altura de una rodilla, pasó frente al muslo, contorneó la curvatura de la cadera» recorrió su brazo y hombro hasta el costado del cuello. La tocó y ella cerró los ojos, volviéndolos a abrir cuando sintió el acero en la mejilla. Le subió hasta la coronilla, y de allí bajó hasta la otra rodilla. Ella no se movió.
Osman entrecerró los ojos y recorrió por segunda vez el mismo camino con su hoja, pero más rápido, y luego, una tercera, aún más rápido. El acero se desdibujó en un borroso relámpago de plata. Danzaba frente a los ojos de la niña como un caballito del diablo. Silbaba y susurraba en sus oídos al pasar cerca de su tierna piel. Rebecca lloraba en silencio, y Nazira le estrechaba la mano con fuerza, aunque también ella estaba al borde de las lágrimas.
—No hagas ni un sonido —susurró—. Si Karuba se mueve, morirá.
La danza de la hoja apresaba a Karuba en una jaula de luz. Luego, abruptamente, se detuvo, apuntándole al ojo derecho desde la distancia de una pulgada. La punta avanzó lentamente hasta tocarle las pestañas inferiores. La niña parpadeó pero no retrocedió.
—¡Suficiente! —dijo Osman, retrocediendo. Le arrojó la espada a al-Noor, quien la atajó en el aire. Entonces, Osman se inclinó y tomó en brazos a su hija. La estrechó cerca de su corazón y recorrió las expresiones tensas de quienes lo rodeaban—. En ésta al menos, mi sangre se ha perpetuado. —Luego, la arrojó al aire, la atajó cuando caía y se la entregó a Rebecca—. Dame otro de éstos —ordenó—, pero, esposa, asegúrate de que esta vez sea un varón.
Más tarde esa noche, Rebecca yacía tendida en su angareb. Aún se sentía devastada por los eventos del día y por la furia controlada con que él le había hecho el amor, hasta hacía sólo unos minutos. Había contemplado como su hija se aproximaba a la muerte bajo la danzante hoja plateada, y después había sentido cómo ella misma se le aproximaba aún más.
Estaba completamente desnuda, sintiéndose un receptáculo del que se derramaba la semilla recién vertida, sintiendo un placentero dolor allí donde él había estado tan adentro. Hacer el amor la había dejado harom, impura a los ojos de Dios. Debía cubrirse o ir de inmediato a bañarse y limpiar su cuerpo, pero se sentía lánguida y lasciva. Abrió los ojos y vio que él había regresado de la ventana del dormitorio y estaba de pie ante ella. Aún estaba semierecto, y su bálano relucía con los jugos del cuerpo de ella. Al estudiarlo, se sintió estimulada otra vez. Sabía, con certero instinto femenino, que la acababa de preñar otra vez, y que se vería forzada a pasar muchos meses de abstinencia, hasta que diera a luz a su nuevo hijo. Lo deseaba, pero percibió que, ahora que él había vertido su semilla, su mente inquieta se ocupaba de otras preocupaciones.
—Algo os preocupa, esposo mío. —Se incorporó y se tapó con el ligero cobertor.
—Hablamos una vez del vapor que corre en tierra, que viaja sobre cintas de acero —dijo.
—Lo recuerdo, señor, pero fue hace muchos años.
—Quiero hablar otra vez de esa máquina. ¿Cómo fue que la llamaste?
—Ferrocarril —dijo ella, pronunciando lenta y claramente.
Él la imitó, pero la palabra salía confusa y distorsionada. Vio en los ojos de ella que no había tenido éxito:
—Este lenguaje tuyo, es muy difícil. —Meneó la cabeza, enfadado, pues odiaba fracasar en cualquier cosa de las que intentaba—. Lo llamaré vapor terrestre.
—Entenderé qué queréis decir. Es mejor nombre que el que yo le doy, más poderoso y descriptivo.
—A veces era como un niño pequeño y había que estimularlo mediante la aprobación irrestricta.
—¿Cuántos hombres pueden viajar sobre esta máquina? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Seguramente, nunca tantos como cincuenta? —preguntó, esperanzado.
—Si el terreno sobre el que pasa está nivelado, puede llevar muchos cientos de hombres, tal vez tantos como mil, tal vez muchos miles.
Osman pareció alarmado.
—¿A qué distancia puede viajar esa cosa?
—Hasta donde llegue el tendido de sus rieles.
—Pero, claro, no puede cruzar un gran río como el Atbara. Allí debe detenerse.
—Sí que puede, señor mío.
—No lo creo. El Atbara es profundo y ancho. ¿Cómo es posible?
—Tienen hombres a los que llaman ingenieros que saben cómo construir un puente para cruzarlo.
—¿Al Atbara? Nunca podrán construirlo sobre un río tan ancho. —Trataba desesperadamente de convencerse a sí mismo—. ¿Dónde encontrarán troncos de árbol suficientemente largos y fuertes como para atravesar el Atbara?
—Harán un puente de acero, como los rieles sobre los que corre. Como la hoja de tu espada —explicó Rebecca—. Pero ¿por qué hacéis estas preguntas, esposo mío?
—Mis espías del norte me han enviado el mensaje de que estos ingleses, que Dios maldiga, han comenzado a tender estas cintas de acero desde Wad Halfa hacia el sur, atravesando el gran recodo del río, en dirección a Metemma y a Atbara. —Entonces repentinamente, estalló su mal genio—. Esos compañeros de tribu tuyos son diablos —gritó.
—Ya no son mis compañeros de tribu, exaltado esposo. Ahora pertenezco a tu tribu y a ninguna otra.
La cólera de él amainó tan rápido como había estallado.
—Mañana al atardecer parto hacia el norte para ver esa monstruosidad con mis propios ojos —le dijo.
Ella bajó la vista con tristeza. Quedaría sola otra vez. Sin él, estaba incompleta.
* * *
Comenzó el año 1895, y con él se desencadenaron una serie de episodios que cambiarían la historia y el rostro de África. Las conquistas británicas en Sudáfrica quedaron consolidadas, formando la nueva nación de Rhodesia, y en forma casi inmediata los hombres rapaces que la hicieron nacer atacaron la nación bóer del Transvaal, su vecina del sur. Fue una minúscula invasión encabezada por el doctor Starr Jamieson, que fue inmediatamente apodada la Incursión Jamieson. Se les había prometido el apoyo de sus compatriotas de los campos de oro de Witwaterstrand, que nunca se materializó, y la minúscula banda de agresores capituló ante los bóers sin disparar ni un tiro. Sin embargo, la incursión prefiguró el conflicto entre bóers y británicos que, pocos años después, costaría cientos de miles de vidas, y dejaría al Transvaal y sus fabulosamente ricos campos de oro bajo la égida del imperio.
En Inglaterra, el Partido Liberal de Gladstone y lord Rosebery fue vencido por una administración conservadora y unionista encabezada por el marqués de Salisbury. En la oposición, se habían enfrentado furiosamente a las políticas de Gladstone en Egipto. Ahora tenían una inmensa mayoría en la cámara de los comunes, y estaban en condiciones de transformar la dirección de los asuntos en ese rincón crucial del continente africano.
La nación continuaba resentida por la humillación de Jartum y el asesinato del general Gordon. Libros como Esclavas del Madí habían marcado la tendencia de exonerar a Gordon de culpa por la vergüenza. En el nuevo Egipto, que ahora era virtualmente una colonia de Gran Bretaña, la herramienta estaba a mano bajo la forma del nuevo ejército egipcio, reorganizado, entrenado y pertrechado como nunca lo había estado hasta entonces un ejército de África. El hombre adecuado para conducirlo ya estaba al timón. Era Horatio Herbert Kitchener. Gran Bretaña contemplaba la perspectiva de reocupar el Sudán con crecientes placer y entusiasmo.
Para comienzos de 1896, Gran Bretaña estaba lista para actuar. Sólo necesitaba una chispa para detonar la conflagración. El 2 de marzo, en la batalla de Adowa, los abisinios les infligieron una aplastante derrota a los italianos. Otro poder europeo había sido vapuleado por un reino africano. Fue como un toque de clarín que resonó en todas las posesiones coloniales. En forma casi inmediata, los lúgubres vaticinios de rebelión se cumplieron. El gran califa derviche Abdulahi amenazó Kassala y atacó Wadi Halfa. Llegaron informes a El Cairo que afirmaban que en Omdurman se estaba congregando un gran ejército derviche. Además, los franceses llevaban a cabo movimientos hostiles disimulados sobe las posesiones británicas en África, en particular en el Sudán meridional.
De ese modo, una cantidad de eventos concurrentes habían colocado a Gran Bretaña en el papel de salvadora del mundo del peligro de la anarquía, vengadora de Jartum y de Gordon y protectora del Estado egipcio. El honor y el orgullo del imperio debían ser preservados.
La orden de Londres le llegó al general Kitchener. Debía recapturar el Sudán. Debía hacerlo en forma rápida y, sobre todo, barata. Los intentos de rescatar a Gordon y destruir al Madí le habían costado a Gran Bretaña trece millones de libras: la derrota siempre es más cara que la victoria. A Kitchener se le concedió poco más de un millón de libras para que cumpliese con la tarea malograda hacía trece años.
Kitchener convocó a sus oficiales de más graduación y les comunicó las graves noticias. Estaban eufóricos. Era la culminación de años de demoledor entrenamiento y escaramuzas en el desierto, y los laureles estaban por fin al alcance de la mano.
—Habrá más sudor y ampollas que gloria —les advirtió el sirdar. Nunca había buscado la popularidad, y prefería ser temido a caer bien—. Entre el vigésimosegundo y el decimosexto paralelo de latitud norte, debemos enfrentar un desierto sin agua. Iremos a la captura del Nilo, pero no podemos emplearlo como vía de acceso. Las cataratas se interponen en nuestro camino. El único camino de que disponemos es el ferrocarril que nos llevará por tierra hasta el campo de batalla. Sólo podremos usar el río en la última etapa de nuestro avance. —Los contempló con su fría mirada de misántropo—. No hay montañas que cruzar, el desierto es llano, y se cruza fácil. No es tanto cosa de técnica de ingeniería como de trabajo duro. No confiaremos en concesionarios privados. Nuestros propios ingenieros harán el trabajo.
—¿Y qué hay del río Atbara, señor? En su confluencia con el Nilo, tiene casi mil yardas de ancho —dijo el coronel Sam Adams.
—Ya he llamado a licitación para el suministro de componentes para un puente que será manufacturado en secciones que puedan llevarse mediante el tren. Pronto se emitirá otra convocatoria a licitación para el suministro de cañoneras fluviales de casco de acero. Serán enviadas por ferrocarril a las aguas abiertas por encima de la quinta catarata. Allí, serán rearmadas y botadas.
El cuerpo de oficiales egipcio se sumió de inmediato en un torbellino de planificación y actividad.
* * *
Sólo había un aspecto para el cual ni los tiempos ni las circunstancias eran propicios. El delta de Egipto había sido el granero del Mediterráneo desde los tiempos de Julio César y Jesucristo. Por primera vez en cien años, la abundante fertilidad de sus negras tierras aluvionales había fallado. La producción de trigo y dhurra había sido inferior a las necesidades de la población civil, por no hablar de las de un gran ejército expedicionario.
—Nos faltan al menos cinco mil toneladas de la harina necesaria para la primera etapa de la campaña —le dijo el jefe de intendencia al sirdar—. Pasados los primeros tres meses, necesitaremos mil quinientas toneladas adicionales por mes durante lo que duren las hostilidades.
Kitchener frunció el ceño. El pan, el alimento básico de todo ejército moderno —hecho a partir de grano sano y limpio, no demasiada galleta dura— aseguraba la salud de las tropas. Ahora le decían que no podía contar con él.
—Regrese mañana —le dijo a su jefe de intendencia.
Fue de inmediato a ver a sir Evelyn Baring a la legación británica; cualquiera que lo hubiera llamado casa de gobierno hubiera cometido suicidio político, pero eso es lo que era. Baring había apoyado la designación de Kitchener como comandante en jefe, prefiriéndolo a otros hombres de mejores calificaciones. Aunque no eran amigos, pensaban en forma parecida. Baring escuchó, y después dijo:
—Creo que tengo al hombre que puede conseguirle su pan. Aprovisionó a Gordon en Jartum durante el asedio. En forma muy fortuita, está en El Cairo en este mismo momento.
Dos horas después, un desconcertado Ryder Courtney se encontró bajo la mirada de reptil de Kitchener.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Kitchener.
Los instintos comerciales de Ryder se activaron.
—Sí, puedo. Pero necesitaré una comisión del cuatro por ciento para mí, general.
—Eso se conoce como especulación, señor Courtney. Puedo ofrecerle dos y medio.
—Eso se conoce como robo a mano armada, general —replicó Ryder.
Kitchener parpadeó. No estaba acostumbrado a que lo trataran de esa manera.
Ryder prosiguió, inmutable:
—Sin embargo, en nombre del patriotismo, aceptaré su oferta. A condición de que el ejército me provea de una casa adecuada para mi familia y yo en El Cairo, además de un estipendio de doscientas libras al mes para cubrir mis gastos inmediatos.
Ryder cabalgó de regreso a la casa ribereña de Penrod, donde él y Saffron vivían como invitados desde que habían llegado a El Cairo. Estaba eufórico. Saffron había estado inquieta: más que regresar a Abisinia, quería permanecer en esta ciudad civilizada y saludable, donde podía estar cerca de Amber. Cuando Saffron estaba inquieta, la vida con ella se parecía mucho a morar en las laderas de un volcán activo. Ahora, como volvía a estar encinta, su poder de persuasión era aún más formidable que de costumbre. Ryder no había visto que dedicarse al comercio en Egipto fuese sensato desde el punto de vista de los negocios, pero Herbert Kitchener acababa de cambiar eso.
Ryder dejó el caballo en manos del mozo de cuadra y bajó al parque que daba a las orillas del río. Jane Ballantyne, Amber y Saffron tomaban el té en la casa de verano. Estaban releyendo y discutiendo la carta de Sebastian Hardy que le había sido entregada esa mañana a Amber en sus aposentos del Hotel de Shepheard tras llegar de Inglaterra por vapor correo.
El señor Hardy tenía el gran placer de informarle acerca del renacimiento del interés público en su libro Esclavas del Madí, debido a la perspectiva de la guerra contra el maligno imperio derviche de Omdurman. Las cifras pagadas por Macmillan Publishers en concepto de regalías de los últimos tres meses ascendían a 56.483 libras con 10 chelines y 6 peniques. Además, el señor Hardy le rogaba que informara a los demás beneficiarios que las inversiones que había hecho en nombre del fideicomiso de la familia Benbrook habían sido muy favorablemente afectadas por los mismos factores que el libro. Había invertido grandes sumas en el capital societario de la Vickers Company, que le había adquirido al señor Maxim la patente de su ametralladora. La inversión había casi duplicado su valor. El valor de los activos del fideicomiso ahora ascendía a poco más de trescientas mil libras. Además, ya Macmillan estaban ansiosos por publicar el nuevo manuscrito de Amber, provisoriamente titulado Sueños y pesadillas africanas.
Ryder avanzó por el parque, pero las gemelas estaban tan excitadas por las buenas nuevas del señor Hardy que no registraron su presencia hasta que su sombra se proyectó sobre la mesa de té. Alzaron la vista.
—¿Qué son todas estas risas y algarabía? —quiso saber—. Sabéis que no soporto ver a nadie que se divierta tanto.
Saffron se incorporó de un salto, en forma algo desmañada debido a su maternal carga, y se puso en puntas de pie para abrazarlo.
—Nunca lo adivinarás —le susurró al oído—. Estás casado con una mujer rica.
—En realidad, estoy casado con una mujer rica que reside permanentemente en El Cairo, en una casa pagada por el general Kitchener y el ejército egipcio.
Ella se inclinó hacia atrás, manteniéndolo a un brazo de distancia y lo miró fijamente, atónita y deleitada.
—Si ésta es otra de tus atroces bromas, Ryder Courtney, te voy a… —Buscó una amenaza apropiada—. Te voy a arrojar al Nilo.
Él sonrió, divertido.
—Es demasiado temprano para nadar. Además, ni tú ni yo podemos perder tiempo. Tenemos que empezar a buscar nuestro nuevo hogar.
Más tarde, le diría que debía partir en pocos días a los Estados Unidos y Canadá para negociar la adquisición de veinte mil toneladas de trigo. No era la ocasión ideal para darle tal noticia a una esposa embarazada. Al menos, tendría como para estar muy ocupada en su ausencia. Había aprendido por dura experiencia que cuando Saffron se aburría era más difícil de manejar que todo el ejército derviche.
* * *
El suelo se estremeció bajo el trueno de los cascos. Ocho jinetes se perseguían por el largo campo verde. Los espectadores chillaban y rugían. La atmósfera era febril y eléctrica. Una vez más, la copa del Nilo y el honor del equipo de polo del ejército estaban en juego.
La bocha blanca rodó por el césped desparejo. El coronel Adams la alcanzó rápidamente, y se inclinó muy abajo desde su silla, con el taco dispuesto. Su yegua baya era tan experta como quien la montaba. Giró limpiamente detrás de la bocha que rebotaba, poniéndolo en posición perfecta para hacer un tiro cruzado. Taco y bocha se encontraron con un impacto nítido, la bocha trazó un alto arco sobre las cabezas del equipo contrario y cayó directamente en el camino por el que cargaba el castrado gris de Penrod. Éste la atajó en el primer rebote que dio contra la tierra. La hizo avanzar a suaves golpes, y su ágil poni la persiguió como un galgo a una liebre. Otro toque y otro más, y la bocha rodó hacia los palos de la meta en el extremo opuesto del campo. Los otros jinetes perseguían al gris, sus talones martillando las costillas de sus cabalgaduras, gritando y agitando las riendas para ir a más velocidad, pero no pudieron alcanzar a Penrod. Lanzó la bocha por entre los postes, y los árbitros agitaron sus banderas para indicar un tanto y el fin del partido. Una vez más, el ejército había retenido la Copa del Nilo contra todos los que se la disputaron.
Penrod regresó a las hileras de ponies. Bajo su quitasol, Amber lo esperaba. Lo contempló con orgullo y devoción. Él era maravillosamente bien parecido y bronceado, aunque tenía patas de gallo en las comisuras de los ojos de tanto entrecerrarlos ante el resol del desierto. Su cuerpo era esbelto y duro, templado por años de cabalgar intensamente y combatir aún más intensamente. Ya no era un joven, sino un hombre que se acercaba a la flor de la edad. Voleó una de sus piernas calzadas de botas por sobre la cruz del poni y aterrizó como un gato. El gris trotó al encuentro de sus mozos de cuadra: olía el balde de agua y la bolsa de dhurra molido que lo esperaban.
Amber corrió hacia Penrod y se lanzó contra su pecho.
—Estoy tan orgullosa de ti.
—Entonces casémonos —dijo Penrod, y la besó.
Ella prolongó el beso, pero cuando finalmente debió alejarse de los labios de él, rió.
—Nos vamos a casar, bobo, ¿o te has olvidado?
—Quiero decir ahora. Inmediatamente. Ya mismo. No el año que viene. Ya hemos esperado demasiado.
Ella se lo quedó mirando.
—¡Bromeas! —lo acusó.
—Nunca he estado más serio en mi vida. En diez días debo regresar al desierto. Tenemos unos pequeños asuntos de que ocuparnos en Omdurman. Casémonos antes de que parta.
Los arrastraba la locura febril de la guerra, en que las costumbres y convenciones ya no cuentan. Amber no dudó.
—¡Sí! —dijo, y lo besó otra vez. Tenía a Saffron y a Jane para que la ayudaran con los preparativos—. ¡Sí! ¡Oh, sí, por favor!
* * *
Todos los bancos de la catedral estaban colmados. Celebraron la recepción en el Club Gheziera. Sir Evelyn Baring puso a su disposición la casa-barco de la legación para la luna de miel.
Fueron río arriba hasta Guizé. Al atardecer, bebieron champaña y bailaron en la cubierta, contemplando las siluetas de las pirámides, recortadas sobre el ocaso. Más tarde, en la gran cabina de proa, sobre la ancha cama de cobertor de seda verde, Penrod la llevó con suavidad por sendas encantadas hasta la cima de una montaña con cuya existencia ella sólo había soñado. El era un guía maravilloso, paciente y hábil y experto, oh, tan experto.
* * *
Penrod dejó a Amber al cuidado de Saffron y Jane y tomó el vapor del sur a Aswan y Wadi Halfa para reunirse con su regimiento.
Encontró a Yakub esperándolo en el atraque fluvial, vistiendo con garbo su nuevo uniforme caqui. Pisó fuerte al hacer la venia, su sonrisa era contagiosa y un ojo se le desvió hacia un lado. Yakub, el proscrito, al fin tenía un hogar. Llevaba las jinetas de sargento en la manga de su uniforme del cuerpo de camelleros del ejército egipcio. Su turbante había sido remplazado por una gorra de visera con un recuadro de género que protegía la nuca. Aún se estaba acostumbrando a los pantalones de montar y a las vendas que le envolvían las canillas a modo de polainas, conocidas como puttees, que habían sustituido a su habitual galabyya, por lo cual lucía ligeramente patizambo.
—Efendi, el sin par y fiel sargento Yakub contempla vuestro rostro con la misma veneración y devoción que la luna siente por el sol.
—Mis maletas están en la cabina, oh hombre fiel y sin par.
Se dirigieron al sur en uno de los vagones sin carrocería que se empleaban para tender las vías del nuevo ferrocarril. El humo que vomitaba la chimenea de la locomotora volaba sobre ellos. El hollín tiznó la piel bronceada de Penrod y hasta Yakub se puso más moreno, y el polvo y las chispas les hacían arder los ojos. Por fin, la locomotora llegó al fin del tendido de vías férreas, y se detuvo siseando, mientras penachos de vapor brotaban de sus frenos.
La línea de ferrocarril ya había penetrado sesenta y cinco millas en territorio derviche, El regimiento de Penrod lo esperaba allí, y sus órdenes eran batir las pocas aldeas ubicadas a lo largo del trazado previsto para la vía férrea y a continuación barrer el terreno que se extendía por delante de ellos en busca del primer indicio de la caballería derviche, de la que sabían que ya se dirigía al norte a disputarles el derecho de paso.
A Penrod le gustó volver a respirar el aire seco y caliente del desierto, y tener un camello debajo de él. La excitación de la persecución y la inminente batalla hacían cantar sus nervios como hilos telegráficos de cobre en leí viento, La sensación de ser joven y fuerte y estar vivo era embriagadora.
Llegaron a la aldea ubicada en los pozos de Wadi Atira. Penrod desplegó a los hombres de su escuadrón, quienes rodearon el puñado de construcciones de barro, que, desiertas, iban quedando en ruinas, Había un escalofriante recuerdo déla ocupación derviche; a la entrada de la aldea, había una horca improvisada pero obviamente efectiva, construida con postes de telégrafo abandonados por el ejército tras la retirada de Jartum. Los esqueletos de los desdichados que allí perecieron habían sido limpiados y pulidos por el abrasivo viento cargado de polvo. Aún estaban encadenados.
Penrod avanzó hasta más allá de Tanyore, donde la desolación era similar. El viejo fuerte británico de Akasha, una reliquia de la expedición de socorro a Gordon, estaba en ruinas. Los derviches habían empleado los almacenes como cámaras de ejecución; carcasas humanas desecadas yacían en actitud de abandono sobre el suelo polvoriento, cubierto de una gruesa capa de excrementos de lagartijas y pellejos descartados por víboras y escorpiones.
Penrod convirtió Akasha en campamento fortificado, una base desde la cual el cuerpo de camellos pudiera hacer sus incursiones. Dejó a dos de sus escuadrones para que defendieran el campamento y, con lo que quedaba de su regimiento, penetró en el desierto de Madre de las Piedras para buscar a los derviches.
Mientras él barría el territorio que bordeaba el Nilo, a sus espaldas el tendido de la vía férrea alcanzaba Akasha, y su rudimentario campamento quedaba transformado en una inexpugnable fortaleza y estación de postas, custodiada por destacamentos de artillería y ametralladoras Maxim.
Cuando los camellos de Penrod se aproximaron a Firket, unos pocos beduinos galoparon hacia ellos, alzando los brazos y gritando que sus intenciones eran amistosas. Le informaron a Penrod que, pocas horas antes, habían sido perseguidos por una algara de caballería derviche y que, aunque ellos habían escapado, sus camaradas habían sido alcanzados y masacrados. Destacó una tropa de camellos para que batieran la ruta de caravanas que atravesaba el estrecho desfiladero sembrado de peñascos que salía a Firket, cinco millas más allá. En cuanto entraron en el desfiladero, el comandante de la tropa se vio enfrentado por al menos doscientos cincuenta jinetes derviches, apoyados de cerca por casi dos mil lanceros.
Atrapado en el desfiladero, el comandante hizo virar a sus hombres con intención de salir del atolladero y regresar al apoyo representado por el grueso de la fuerza de Penrod. Antes de que pudiera completar la maniobra, los montados derviches cargaron. Inmediatamente, ambos bandos quedaron enzarzados en la más salvaje confusión, cubiertos por la densa bruma de polvo marrón que levantaban los cascos de los caballos y las almohadillas de los camellos. En el tumulto, todas las órdenes quedaron ahogadas.
Desde la boca del desfiladero, Penrod vio que el desastre estaba a punto de engolfar a su acosado escuadrón.
—¡Adelante! —gritó, desenvainando el sable—. ¡A la carga! ¡Directamente contra ellos! —Seguido de tres tropas de camellos, se estrelló contra la masa de hombres y bestias que se debatían. Disparaba el Webley con la izquierda y daba con su sable contra las figuras vestidas de aljuba, casi escondidas por las vortiginosas cortinas de polvo.
Durante algunos minutos, el resultado pendió en la balanza, y luego los derviches se quebraron y dispersaron detrás de los escudos de sus lanceros. Dejaron dieciocho de los suyos muertos sobre la arena y se retiraron hacia Firket. Penrod intuyó que trataban de llevarlo a una trampa y los dejó ir.
En lugar de perseguirlos, ascendió a la montaña Firket. Desde las escarpadas alturas paseó su catalejo por la ciudad que se extendía por debajo de él y vio de inmediato que el instinto no le había fallado. Había encontrado al cuerpo principal del ejército derviche. Estaba apiñado a lo largo de las construcciones de ladrillos de largo, y las líneas de caballería se extendían hasta las márgenes del Nilo, a una milla de la ciudad.
—Calculando aproximadamente, tres mil de a caballo, y sólo Alá sabe cuántas lanzas —dijo sombríamente.
* * *
Osman Atalan llegó a Firket dos semanas después de la escaramuza con el cuerpo de camellos egipcio. Había viajado rápido, cubriendo la distancia desde Omdurman en sólo catorce días. Iba acompañado de diez de sus confiables aggagiers.
Desde las primeras noticias del avance británico y del comienzo de las obras de tendido de vías férreas desde Wadi Halfa, Firket había estado bajo el mando del emir Hammuda. Osman escuchó el informe de ese hombre indolente y negligente. Quedó espantado.
—Sólo le interesa lo que está entre las nalgas de los niños bonitos —le dijo a al-Noor—. Debemos avanzar nosotros mismos para dar con el enemigo y ver qué está planeando.
No se habían acercado más de cinco millas a la aldea de Akasha cuando fueron atacados por elementos del cuerpo de camellos y rechazados, perdiendo dos buenos hombres. Dieron un amplio rodeo en torno a la aldea y al día siguiente capturaron a dos beduinos que venían de esa dirección. Los aggagiers de Osman los desnudaron y registraron. Les encontraron cigarrillos extranjeros y latas de caramelos con la efigie de la Reina inglesa pintada en la tapa.
Los aggagiers inmovilizaron a los beduinos y les rebanaron la planta de los pies. Luego, los obligaron a caminar sobre las ardientes piedras. Eso los indujo a hablar abundantemente. Describieron la inmensa concentración de tropas y equipos infieles en Akasha.
Osman se dio cuenta de que ésa era la base avanzada desde la cual se lanzaría el principal ataque infiel sobre Firket. Dio un rodeo por el Madre de las Piedras en dirección al Nilo, y salió a diez millas al norte de Akasha. Buscaba la línea férrea proveniente de Wadi Halfa sobre la que habían informado los beduinos. El ferrocarril ocupaba el lugar central de su mente desde que al-Yamal se lo había descrito.
Cuando lo alcanzó, le pareció inocuo, gemelas hebras plateadas tendidas sobre las ardientes arenas. Dejó a al-Noor y al resto de la partida en lo alto de las dunas y bajó a inspeccionarlo. Desmontó y se aproximó con cautela a los relucientes rieles. Estaban ajustados con cubrejuntas a pesados durmientes de teca. Pateó el riel: era sólido y no se movía. Se hincó junto a él y trató de palanquear uno de los pernos de hierro con la punta de su daga. La hoja se partió en dos.
Se incorporó y tiró lejos la empuñadura.
—¡Maldita cosa de Shaitan! Ésta no es forma honorable de hacer la guerra.
Aun en medio de su desprecio y su ira, tomó conciencia de un sonido que temblaba en el aire del desierto, un susurro distante, como la respiración de un gigante dormido. Osman se paró sobre la silla de al-Buc y oteó hacia el norte siguiendo la línea férrea. Vio una minúscula pluma de humo en el horizonte. Mientras la miraba, se acercó, tan rápido que esa forma desconocida que parecía hincharse ante sus ojos mientras se precipitaba hacia él lo tomó por sorpresa. Supo que éste era el vapor terrestre del que le hablaba al-Yamal.
Volvió la cabeza de al-Buc y lo azuzó hasta ponerlo al galope. Tenía un cuarto de milla que cubrir hasta el pie de la duna. La máquina avanzaba a paso constante. Miró hacia la cumbre de la duna y vio a sus aggagiers recortados contra el horizonte. Habían desmontado y tenían a los caballos de la rienda para hacerlos descansar.
—¡Bajad! —rugió Osman mientras atravesaba a la carrera el terreno abierto—. ¡Que el infiel no os vea! —Pero sus hombres estaban a cuatrocientas yardas de él y su voz no les llegaba. Se quedaron inmóviles, contemplando azorados la máquina que se aproximaba. Repentinamente, el vapor terrestre lanzó un chorro de vapor blanco y lanzó un aullido como el de un yinn enloquecido. Estupefactos, sin hacer ningún esfuerzo por ocultarse, lo miraban fijamente, inmóviles. Era una inmensa serpiente, con una cabeza que siseaba, aullaba y lanzaba nubes de humo y vapor, y cuyo cuerpo parecía extenderse hasta el horizonte.
—¡Os han visto! —intentó advertirles Osman—. ¡Cuidado! ¡Cuidado! —Ahora, podían ver que los carros rodantes iban provistos de barandillas y cajas de acero. Sobre el último, distinguieron las cabezas de media docena de hombres, que iban acuclillados detrás de un extraño dispositivo.
—¡Cuidado! —Osman subía a todo galope por la blanda ladera de la duna, y ya casi llegaba a la cima. Su voz tenía un sonido agudo, desesperado. Repentinamente, las amarillas arenas bajo los pies del grupo de aggagiers y los cascos de sus caballos explotaron en nubes voladoras de polvo. Era como si los desgarrase el viento jamsin. El terrible sonido de la ametralladora Maxim vino inmediatamente después de la rociada de balas. La tropa de hombres y caballos se desintegró, barrida como hojas secas.
La ametralladora giró hacia Osman, pero antes de que el danzante dibujo que trazaban las balas lo alcanzara, al-Buc saltó hacia el otro lado de la cumbre. Osman echó pie a tierra. Aún estaba aturdido por la monstruosa amenaza de la máquina, pero corrió hasta donde yacían sus hombres. La mayor parte estaban muertos. Sólo al-Noor y Mooman Digna seguían en pie.
—Ved cómo están los demás —ordenó Osman. Se arrojó de bruces, achatándose sobre la cumbre de la duna y miró en dirección a la ladera más lejana. Vio como el largo tren de vagones serpenteaba hacia Akasha por el suelo del valle.
En los pocos momentos en que habían quedado expuestos al fuego de la ametralladora Maxim, ocho de sus hombres fueron muertos de inmediato, cuatro quedaron gravemente heridos y morirían. Sobrevivieron cuatro. Cinco caballos quedaron indemnes. Osman remató a los animales heridos, les dejó un odre a los heridos para aliviar sus últimos momentos, y reuniendo a los aggagiers que quedaban con vida, cabalgó de regreso a Firket.
Ahora que había tenido su primer atisbo del monstruo inexorable que rodaba hacia ellos, se dio cuenta de que sus opciones eran limitadas. Poco podía hacer para contener al enemigo aquí en Firket. Decidió reunir y concentrar todas sus fuerzas en las márgenes del río Atbara y golpear allí al enemigo con fuerza abrumadora.
Remplazó al depravado e ineficaz emir Hammuda por el emir Azrak. Éste era un hombre completamente distinto de Hammuda: era un fanático devoto del Madí; había encabezado varias incursiones osadas y brutales contra el turco y el infiel; su nombre era bien conocido en El Cairo, y, si lo capturaran, no podía esperar clemencia; pelearía hasta la muerte. Osman le dio órdenes a Azrak de demorar al enemigo en Firket por la mayor cantidad de tiempo posible, y, a último momento, retirarse con todo su ejercito hasta el río Atbara. Lo dejó y cabalgó de regreso a Omdurman.
En cuanto Osman se alejó, Hammuda se negó a aceptar que había sido reemplazado, y se trenzó en una amarga disputa con Azrak, cuyo resultado fue que ninguno de los dos ejercía el mando.
Mientras ellos reñían, el sirdar construía su base en Akasha. Hombres y equipos, pertrechos y municiones llegaban por la línea férrea con eficiencia propia de una máquina. Entonces, con nueve mil hombres bajo su mando personal, Kitchener cayó sobre la ciudad de Firket Los derviches fueron diezmados, y los sobrevivientes se dispersaron a los cuatro vientos. Hammuda murió en la primera carga. Azrak escapó al frente de menos de mil hombres en dirección al sur, para encontrarse con Osman en la confluencia del Atbara. Junto a su cuerpo de camellos, Kitchener persiguió a los derviches en fuga a lo largo de la orilla del río y capturó cientos de hombres y caballos y grandes cantidades de grano.
A las pocas semanas, la provincia derviche de Dongola había caído ante el sirdar. El monstruo inexorable retomó su deliberado y pesado avance hada el río Atoara. Mes tras mes y milla tras agotadora milla, la línea de ferrocarril se desovillaba cortando el desierto como un hilo de seda. Normalmente, las vías avanzaban aproximadamente una milla al día, pero algunos días se tendían hasta tres millas.
Los obreros se encontraron con inesperadas penurias y obstáculos. Estalló el cólera, y cientos de tumbas fueron cavadas a toda prisa en el vacío desierto. La primera falsa inundación de la crecida trajo consigo la "marea verde" todos los residuos cloacales que se habían concentrado sobre las márgenes expuestas, río abajo, durante la temporada del Nilo Bajo. No había otra agua para beber. La disentería diezmó los campamentos del ejército. Terribles aguaceros se derramaron de un cielo del que habitualmente no llovía. Millas de rieles resultaron arrastradas por las aguas y otras millas quedaron cubiertas por seis pies de agua.
El Zafir, la primera de las cañoneras de propulsión a palas en la popa fue traída en secciones desde Wadi Halfa y rearmada en un astillero improvisado en Koshesh, en el sector de aguas despejadas por encima de las cataratas. Su aspecto era majestuoso e imponente, y fue botada con el general Kitchener y su estado mayor a bordo. Cuando las calderas concentraban su máxima potencia de vapor, estallaron con un estampido como el de una salva de artillería pesada. El Zafir quedó inutilizado hasta tanto se trajeran calderas nuevas de Inglaterra y se las instalara.
Pero el despiadado avance continuaba. Las guarniciones derviches de Abu Hamed y Metemma fueron avasalladas y arrolladas hasta el río Atbara. Allí, Kitchener bombardeó la gran zareba defensiva de Osman Atalan, y luego la abrió de par en par, destrozándola con balas y bayonetas. Los árabes huyeron o pelearon hasta morir. Las tropas sudanesas negras, que peleaban con igual entusiasmo bajo las órdenes del infiel que bajo las de los derviches, fueron reclutadas para el ejército del sirdar.
La victoria en el Atbara fue decisiva. La fuerza expedicionaria de Kitchener se retiró a cuarteles de verano. Planificó, administró sus fuerzas, y esperó a que el río creciera antes de lanzar el avance final sobre Omdurman.
A Penrod, herido por una lanza que le atravesó el muslo en un combate, se le dio una licencia por convalecencia. Regresó a El Cairo por ferrocarril y vapor fluvial desde Aswan.
* * *
Cuando Penrod llegó a El Cairo rengueando, Amber se puso fuera de sí con la alegría de tenerlo junto a ella, y en su cama. Lady Jane Ballantyne había regresado a Clercastle ante la insistencia de su marido. Lo que había sido planificado como una estadía de tres meses se transformó en dos años. Sir Peter se había cansado hacía tiempo de la vida de soltero.
Ryder Courtney había regresado de un muy exitoso viaje a los Estados Unidos y Canadá. El trigo que adquirió ya estaba siendo descargado en los muelles de Alejandría. Regresó al hogar justo a tiempo para el nacimiento de su hijo. Se había enterado de que en cuanto terminase la campaña sudanesa, sir Evelyn Baring volcaría todas sus energías, y los recursos del Jedive a la construcción de las largamente demoradas grandes obras de irrigación del alto Nilo. Casi doscientos mil acres de rica tierra negra sería puestas bajo irrigación permanente y ya no dependerían de la crecida anual del Nilo. En una jugada especulativa, Ryder había comprado veinte mil de esos acres. Fue una decisión inteligente que, en diez años, lo convertiría en millonario del algodón.
La herida de Penrod cicatrizó limpiamente, y descubrió que había sido postulado para la Orden del Servicio Distinguido por su conducta en las batallas de Firket y Atbara. Amber perdió su luna, pero, por consejo de Saffron, no le dijo nada a Penrod de tan importante acontecimiento.
—Espera hasta que estés segura —le dijo Saffron.
—¿Y qué ocurrirá si adivina la verdad antes de que yo se la diga? —Amber estaba nerviosa—. Se lo tomará a mal.
—Querida mía, Penrod es hombre. No reconocería un embarazo ni siquiera si se lo llevara por delante.
La llegada de la estación fresca anunciaba el Nilo alto, y, por lo tanto, las condiciones conducentes a recomenzar la campaña. Penrod se despidió de Amber con un beso e, ignorante de su inminente ascenso a la paternidad, regresó río arriba al gran campamento militar sobre el Atbara.
* * *
Cuando llegó, se encontró con que el campamento ahora se extendía por muchas millas a lo largo de la ribera, y que el Nilo mismo parecía ahora el puerto de alguna próspera ciudad europea. Era un bosque de mástiles y chimeneas. Falucas y gyassas, gabarras, vapores y cañoneras se hacinaban en el fondeadero. Había seis cañoneras de hélice blindada recién armadas. Tenían ciento cuarenta pies de largo y veinticuatro de ancho. Estaban artilladas con cañones de disparo rápido de doce y seis libras, y llevaban baterías de ametralladoras Maxim en sus cubiertas superiores. Estaban equipadas con maquinarias modernas: grúas de municionamiento, reflectores y cabrestantes de vapor. Pero su calado era de sólo diecinueve pulgadas y sus hélices de popa los impulsaban a velocidades de hasta doce nudos. Además, había cuatro añejas cañoneras de palas traseras que databan de la época del Chino Gordon y que también llevaban cañones de doce pulgadas y ametralladoras Maxim.
El sirdar había solicitado a Londres tropas británicas de primera línea para reforzar su ya formidable nuevo ejército egipcio. Su pedido fue atendido y batallones de Royal Warwickshers, Lincolns, Seaforth Highlanders, Cameron Highlanders, Grenadier Guards, Northumberland Fusiliers, Lancashire Fusiliers, la Rifle Brigade y los 21st Lancers ya habían llegado y acampaban en la gran zareba. El despliegue de artillería era formidable, e iba desde morteros de cuarenta pulgadas a piezas de campaña y tiradas por caballos. La gran tienda blanca del sirdar se alzaba en el centro de la zareba, con la bandera egipcia flameando desde un alto mástil por sobre su techo.
Penrod encontró que sus camellos estaban fuertes y gordos, y sus hombres en condición bastante similar a la de aquéllos. La vida en cuarteles de verano, sin la presencia de su comandante, había sido descansada. Penrod los puso en acción, haciéndoles recuperar con creces el tiempo perdido.
Cuando la primera ola verde de la crecida del Nilo se derramó por la garganta de Shabluka, el gran avance comenzó. Treinta mil combatientes y su tren de pertrechos avanzaron hacia el sur desde el primero de los campamentos en etapas hasta la entrada a la garganta. Aquí, el río de un ancho de una milla se comprimía hasta tener unas meras doscientas yardas que se extendían entre los negros acantilados escarpados. Había cincuenta y seis millas hasta Jartum y Omdurman. El próximo de los campamentos en etapas quedaba a sólo siete millas río arriba, frente a la isla Royan, pero se trataba de siete millas difíciles y peligrosas.
Las cañoneras avanzaban azotando los rápidos veloces y vortiginosos, remolcando las gabarras. Ahora, a la malhadada cañonera Zafir se le abrió una vía y se hundió de proa en las fauces de la garganta. Sus oficiales y tripulantes apenas si pudieron escapar con vida.
Para la infantería y la caballería, la marcha a la isla Royan fue doblemente larga. Para evitar las rocosas colinas de Shabluka debieron dar un rodeo que se internaba profundamente en el desierto. Los camellos de Penrod les llevaban el agua en tanques de hierro.
Una vez alcanzada la isla Royan, el camino a Omdurman estaba abierto y despejado ante ellos. El vasto despliegue de hombres, animales, barcos y cañones avanzaba en forma implacable, pesada, amenazadora.
Finalmente, sólo la baja línea de las colinas Kerreri ocultó la ciudad de Omdurman de los binoculares de los oficiales británicos. Aún no había ni indicios de los derviches. Tal vez habían abandonado la ciudad y huido. El sirdar envió su caballería a averiguarlo.
El gran califa Abdulahi había reunido a todo su ejército. Sumaban casi cien mil hombres. Abdulahi les pasó revista frente a la ciudad, en el amplio llano que se extendía bajo las colinas Kerreri. La profecía de uno de los santos mulá en su lecho de muerte afirmaba que una gran batalla, que definiría el futuro del madismo y de la tierra de Sudán se combatiría en las colinas.
A nadie que viera el poderoso despliegue de los derviches le podían caber dudas con respecto al resultado de la batalla. Los regimientos, que pasaban al galope, se extendían por cuatro millas, ola tras ola de jinetes y de apiñados lanceros sudaneses. Tras el punto culminante de la revista, Abdulahi les habló con pasión. Les encargó, en nombre del Madí y de Alá, que cumplieran con su deber.
—Ante Dios, os juro que estaré en la primera línea de batalla.
La amenaza que los emires y califas temían más que ninguna otra era la que representaban las cañoneras. Sus espías les habían informado del poder de esas embarcaciones. Abdulahi desarrolló una respuesta a esa amenaza. Entre los europeos que aún permanecían cautivos en Omdurman había un viejo ingeniero alemán. Abdulahi hizo que lo llevaran a su presencia, donde los grillos le fueron quitados. Habitualmente, ése era el preludio a la ejecución, y el alemán quedó postrado de terror.
—Quiero que me construyas minas explosivas para poner en el río —le dijo Abdulahi.
El viejo ingeniero quedó encantado con el indulto. Se enfrascó en el proyecto con entusiasmo y energía y llenó dos calderas de acero con mil libras de pólvora cada una. Como detonador, les fijó una pistola cargada y amartillada, provista de una carga detonadora. Ató un recio cordel a los gatillos. Un firme tirón en ellos dispararía la pistola, y su descarga encendería el contenido explosivo de las calderas.
La primera inmensa mina fue cargada en uno de los vapores derviches, el Ishmaelia. Acompañada del ingeniero alemán y una tripulación de ciento cincuenta hombres, fue llevada a la mitad del canal y bajada por la borda. En cuanto su fondo tocó el río, el capitán, por motivos que nunca tuvo ocasión de explicar, decidió tirar del cordel conectado al gatillo.
La eficacia de la mina les quedó convincentemente demostrada a Abdulahi, sus emires y comandantes, todos los cuales contemplaban el espectáculo desde la costa. El Ishmaelia junto a su capitán y tripulación, más el ingeniero alemán, voló por los aires.
Una vez que Abdulahi se recuperó de la leve conmoción producida por la explosión, se mostró deleitado con la nueva arma. Le ordenó al capitán de uno de sus otros vapores que pusiera la segunda mina en el canal. Este digno caballero, al igual que todos los demás, había quedado muy impresionado con la primera demostración. Prudentemente, tuvo la precaución de llenar la mina de agua antes de subiría a bordo. La mina, inutilizada, fue colocada en el canal del Nilo sin que ocurrieran accidentes. Abdulahi lo felicitó efusivamente y lo cubrió de recompensas.
Los comandantes derviches esperaron la llegada del infiel. Cada día, los espías traían nuevas del lento pero implacable avance. Osman Atalan, más que ningún otro, entendía la fuerza y la determinación de esos adustos cruzados de nuevo cuño. Cuando el avance infiel llegó a Merreh, sólo cuatro millas más allá de las colinas Kerreri, cabalgó acompañado de al-Noor y Mooman Digna hasta las alturas, y desde allí contempló la hueste. A través de la polvareda que alzaba, vio las columnas que marchaban y las puntas de las lanzas de la caballería que brillaban al sol. Contempló a los heliógrafos, intercambiando destellantes mensajes que no supo entender. Luego, observó la flotilla de bellas y letales cañoneras subiendo contra la corriente del Nilo. Cabalgó de regreso a su palacio en Omdurman e hizo llamar a sus esposas.
—Os envío con todos los niños a la mezquita del oasis de Gedda. Me esperaréis allí. Cuando ganemos la batalla, iré a buscaros.
Rebecca y Nazira empacaron sus posesiones y las cargaron en los camellos, tomaron a los tres niños y, con una escolta de aggagiers, dejaron la ciudad.
—¿Por qué quieren hacernos daño esos infieles? —preguntó lastimeramente Ajmed—. ¿Qué haremos si matan a nuestro exaltado y bienamado padre? —Ajmed no había heredado la bella apariencia de sus padres. Sus ojos eran azules, pero estaban muy cerca uno de otro y tenían una mirada furtiva. Sus dientes delanteros sobresalían por debajo del labio superior. Ello le daba la apariencia de un gran roedor rojizo.
—No lloriquees, hermano mío. Sea lo que sea lo que Alá disponga, debemos ser valientes y hacernos cargo de nuestra honorable madre —respondió Karuba.
Rebecca sintió que se le encogía el corazón. Eran tan diferentes: Ajmed, de feos rasgos, timorato y miedoso; Karuba, bella, temeraria y salvaje. Meciéndose en la silla del camello, estrechó al bebé contra su pecho. Bajo la sábana de algodón que había extendido para protegerla del sol, su hija bebé se apretaba, desasosegada, contra su seno. El pequeño cuerpo estaba caliente y sudoroso por la fiebre que lo consumía. Omdurman era ciudad de plaga.
La pequeña caravana de mujeres y niños llegó al oasis una hora después de que oscureciera.
—Te gustará este lugar —le dijo Rebecca a Ajmed—. Aquí naciste. Los mulás son leídos y sabios. Te enseñarán muchas cosas. —Ajmed era un erudito nato, hambriento de saber. No se molestó en tratar de influir a Karuba. Ella era su propia dueña y no era permeable a puntos de vista que no coincidieran con los suyos.
Esa noche, mientras yacía en su estrecho angareb, abrazando a su bebé enferma, la mente de Rebecca regresó a las gemelas. Últimamente, desde que se había enterado de que el ejército egipcio avanzaba irresistiblemente hacia el sur, río abajo, hacia ellos, eso ocurría cada vez con mayor frecuencia.
Habían transcurrido muchos años desde que se separara de Amber, aún más desde que Saffron huyera por las calles oscuras de Jartum. Aún las veía vividamente en su mente. Las lágrimas le ardieron en los ojos. ¿Qué aspecto tendrían ahora? ¿Estañan casadas? ¿Tendrían hijos? ¿Vivirían, siquiera? Claro que ni la reconocerían. Sabía que se había convertido en una esposa árabe, sumida y macilenta a fuerza de partos, marcada y envejecida por las preocupaciones. Suspiró de pesar, y la bebé gimoteó. Rebecca se obligó a permanecer callada para dejar descansar a su bebé.
Se apoderó de ella un extraño terror difuso por lo que traerían los días por venir. Tenía una premonición de desastre. La existencia a la que se había habituado, el mundo al que ahora pertenecía, quedaría despedazado, su esposo moriría, tal vez también sus hijos. ¿De qué le quedaban esperanzas? ¿Qué quedaba aún por soportar?
Al fin, cayó en un sueño oscuro, insensible. Cuando despertó, la niñita que tenía entre los brazos estaba fría y muerta. La desesperación llenó su alma.
* * *
La caballería británica y la egipcia avanzaban a la par. Tenían el Nilo a la izquierda, y sobre éste podían ver las cañoneras, navegando río arriba en convoy. Ante ellas se extendía la línea de las colinas Kerreri. Los camellos de Penrod estaban a la derecha del avance. Subieron la primera ladera, y llegaron abruptamente a la cima. Extendidos debajo de él, Penrod vio la confluencia de los dos grandes Nilos y, entre ellos, las abandonadas ruinas de Jartum.
Directamente delante de él, en Omdurman, se alzaba la cúpula marrón de una gran construcción. No había estado allí cuando Penrod escapó. Sin embargo, supo que debía de tratarse de la tumba del Madí, en el centro de la ciudad. Nada más había cambiado.
El ancho llano por delante de ellos estaba puntuado de irregulares manchones de zarzas, y cerrado por tres lados por ásperas colinas pedregosas. En el centro de la planicie, como si fuese otro monumento, estaba la cónica colina Surgham. Un bajo y largo cerro irregular que hacía las veces de contrafuerte de la colina, escondía la depresión que estaba por detrás de esta No se veían ni rastros de los derviches. Obediente a las explícitas órdenes recibidas, Penrod detuvo sus tropas sobre el alto y contempló cómo el escuadrón de caballería británica avanzaba con cautela.
Repentinamente, se vio movimiento. Cientos de pequeñas motas salieron de lo que parecía ser una zareba de ramas espinosas. Era la vanguardia derviche. Avanzaron para enfrentar la caballería británica. La primera fila escalonada desmontó y, desde larga distancia, abrieron fuego con sus carabinas sobre los derviches que se aproximaban. Unos pocos cayeron y sus camaradas regresaron sin prisa a la zareba.
Entonces, una notable transformación tuvo lugar. El oscuro muro de la zareba cobró vida. No estaba hecho de zarzas, sino de hombres, decenas de miles de guerreros derviches. Detrás de ellos, otra vasta masa apareció sobre el bajo cerro del centro del llano. Como una manga de langostas, se precipitaron en enjambre. En torno a sus divisiones y alrededor de éstas, jinetes individuales cabalgaban de un lado a otro, y caracoleaban escuadrones de caballería salvaje. Cientos de estandartes ondeaban sobre sus filas y una miríada de puntas de lanzas relumbraba. Aun desde esa distancia, Penrod podía oír el retumbar de los tambores de guerra y el resonar de las ombeias.
Con sus binoculares, recorrió las primeras filas de esta inmensa concentración de enemigos, y en el centro distinguió el llamativo estandarte de guerra escarlata y negro de Osman Atalan.
—Así que mi enemigo ha venido —susurró, pasando instintivamente al árabe.
Junto a él, el sargento Yakub sonrió con malevolencia y giró sólo un ojo.
—Kismet —dijo—. ¡Estaba escrito!
Luego, su atención fue distraída por el sobrecogedor espectáculo del avance derviche sobre el río que tenían a la izquierda. Con un estampido de artillería, la flotilla de cañoneras bombardeó los fuertes de las dos márgenes, que guardaban el acceso a ambas ciudades desde los ríos. Los cañones derviches respondieron, y el trueno de la artillería retumbó en las colinas. Pero el fuego de las cañoneras era veloz y letalmente preciso. Las troneras de las fuertes fueron destrozadas y quedaron en ruinas, y los cañones que estaban detrás de ellas volaron de sus soportes. Las ametralladoras Maxim barrieron las trincheras de fusileros a uno y otro lado de los fuertes, masacrando a los derviches que las ocupaban.
Las caballerías británica y egipcia retrocedían lentamente ante el avance del ejército derviche. Entre tanto, el cuerpo principal del ejército de Kitchener avanzó marchando por la ribera, y se acantonó en tornó a la pequeña aldea de pescadores de Eigeiga. En esta posición defensiva, aguardaron el asalto final de los derviches.
Súbitamente, la masa de derviches que avanzaba se detuvo. Dispararon sus fusiles al aire en saludo y desafío, pero, en lugar de avanzar al ataque, se tendieron en tierra. Para ese momento, ya estaba avanzada la tarde y pronto fue evidente que no lanzarían su ataque principal ese día.
La flotilla de cañoneras había reducido todos los fuertes derviches y bombardeado la tumba del Madí, destruyéndole la cúpula. Ahora, retrocedieron comente abajo y fondearon frente a la zareba del ejército. Cayó la noche.
* * *
A la retaguardia del ejército derviche, Osman Atalan estaba sentado junto al gran califa Abdulahi junto a la pequeña hoguera encendida frente a su tienda. Discutían las acciones y escaramuzas de ese día, y planificaban las del siguiente. Repentinamente, desde el centro del río, un gran ojo ciclópeo de brillante luz los barrió con su haz. Abdulahi se puso de pie de un salto y gritó:
—¿Qué es esta magia?
—Exaltado Abdulahi, los infieles nos vigilan.
—¡Desarmad mi tienda! —vociferó Abdulahi—. La verán. —Se cubrió los ojos con ambas manos para que la luz no lo cegara. No temía a hombre alguno, pero eso era brujería.
* * *
Separados por cuatro millas, los dos grandes ejércitos pasaron las horas de la oscuridad dormitando de a ratos, esperando impacientes el amanecer. A las cuatro y media de la mañana, los clarines del campamento del río tocaron a diana. Tambores y pífanos se les unieron. Infantes y artilleros se pusieron a las armas y la caballería montó.
Antes de que saliera el sol, las patrullas de caballería salieron al trote. Como no había habido ataques nocturnos, sospecharon que los derviches habrían partido en silencio durante las horas de oscuridad, y que la ladera de la colina estaría desierta. A la cabeza de tres tropas de camellos, Penrod llegó a la cima del cerro que daba a la zareba y miró ladera abajo hacia el otro lado, a la ciudad y la colina Surgham. Aun en la media luz pudo ver que el domo de la tumba del Madí había sido volado por las cañoneras. Escrutó el llano que se extendía a sus pies y lo vio cubierto de oscuros manchones y vetas. Luego, con la velocidad del amanecer africano, aumentó la luz.
Lejos de retirarse, el ejército entero de los derviches se desplegaba ante él en todo su poderío. Comenzó a avanzar en un frente compacto de casi cinco millas de extensión. Las puntas de las lanzas relumbraban por encima de las filas y la caballería derviche galopaba por delante y a los costados de las lentas masas de hombres. Luego, comenzaron a batir los atabales de guerra, las ombeias de marfil resonaron y los derviches vitorearon. La algarabía era casi ensordecedora.
Las masas derviches aún estaban ocultas del principal ejército egipcio, estacionado junto al río, y de las cañoneras fondeadas por detrás de aquél. Pero el tumulto les llegaba. El ataque se desarrolló rápidamente. Las legiones derviches estaban bien disciplinadas y se movían en forma intencionada y decidida. Las caballerías británica y egipcia retrocedían ante ellas.
Las primeras filas de los derviches, haciendo ondear cientos de grandes estandartes coloridos y batiendo los atabales aparecieron sobre la cumbre. Distinguieron al ejército infiel que se extendía por debajo de ellos. No vacilaron, sino que dispararon sus fusiles al aire en señal de desafío y se precipitaron ladera abajo. El sirdar los dejó acercarse, esperando hasta que quedaran expuestos sobre la abierta ladera. Los artilleros y los capitanes de las cañoneras ya conocían con precisión las distancias. Pero no fueron los británicos quienes comenzaron el intercambio. Los derviches habían traído unos pocos viejos cañones de campaña Krupp, y sus bombas estallaron frente a la zareba británica.
De inmediato, las cañoneras y las baterías de campaña respondieron el fuego. El cielo por encima de las masas derviches que avanzaban se punteó de nubéculas de metralla que explotaba, como copos de algodón que se abren al sol. El mar de estandartes ondeantes se tambaleó y cayó, como hierba derribada por un tornado. Luego, volvió a levantarse cuando los hombres que venían detrás de los caídos los recogieron y enarbolaron y cargaron.
La caballería abandonó el campo para darles libertad de acción a los cañones. Los derviches seguían avanzando, pero sus filas se iban raleando continuamente, hasta dejar la ladera densamente cubierta de pequeñas figuras inertes. Entonces, los derviches quedaron al alcance de los fusiles y las Maxim. La carnicería aumentó. Los fusiles se calentaron tanto que debieron ser intercambiados por los de las compañías de reserva de la retaguardia. Las Maxim hirvieron toda el agua de sus depósitos, que fueron rellenados con las cantimploras de sus servidores.
El ataque frontal había sido planeado por Osman y Abdulahi para permitir que sus fuerzas principales viraran en torno a los flancos y aplastaran los costados de la línea infiel. Los hombres que caían bajo los disparos en terreno abierto eran valientes, pero no eran la élite del ejército derviche. Esta avanzaba por detrás del cerro.
Penrod se había retirado al flanco, y se disponía a lidiar con los sobrevivientes de la primera carga apenas éstos trataran de escapar cuando repentinamente se vio enfrentado por miles de montados enemigos de refresco que avanzaban de muy cerca, bajando de la cumbre del cerro. Debía retirarse a toda velocidad con sus tropas para quedar a salvo en las líneas antes de que los barrieran. Huían a toda velocidad, pero los derviches y su excitado clamor se oían muy cerca. Una de las cañoneras, que hacía de niñera, había visto el desarrollo de esa peligrosa situación. Retrocedió río abajo y en el momento mismo en que parecía que las tropas de Penrod serían alcanzadas por la abrumadora superioridad numérica de la caballería enemiga, abrió fuego con las letales Maxim. La distancia era poca y los resultados fueron anonadadores. La caballería derviche cayó en una masa revuelta y su retaguardia se detuvo y volvió grupas. Penrod llevó a sus escuadrones a la seguridad de la zareba.
Ahora, el sirdar podía dejar la zareba y comenzar el asalto final sobre la ciudad. Los derviches estaban en franca retirada y el camino estaba expedito. Las líneas de caballería, bayonetas y cañones cruzaron el cerro y avanzaron hacia la arruinada tumba del Madí.
Pero los derviches no habían sido vencidos. A medida que las líneas británicas se aproximaban a la colina de Surgham y el cerro arenoso se encontraron con que Osman Atalan y el gran califa habían escondido a la flor de su ejército en ese pliegue de terreno. Veinticinco mil aggagiers y guerreros del desierto brotaron de donde se emboscaban y se derramaron sobre los británicos.
La lucha fue terrible. Las cañoneras del río no podían participar. Los lanceros británicos fueron sorprendidos por la proximidad de los agazapados aggagiers de Osman y se vieron obligados a cargar directamente contra ellos. Una infantería salvaje e indisciplinada no podía soportar una carga de lanceros británicos, pero éstos eran jinetes. Corrieron hacia adelante para apoyar las bocas de sus fusiles contra los flancos de los caballos británicos y dispararon, desjarretaron a otros con sus largas hojas, arrancando después a sus jinetes de las monturas.
Los lanceros sufrieron bajas terribles. al-Noor mató tres hombres. Esta acción, breve pero sangrienta, sólo fue un pequeño cuadro dentro de la batalla principal que rugía sobre la llanura y en torno de la colina Surgham.
Los británicos y los egipcios combatieron soberbiamente. Las brigadas maniobraban con precisión propia del campo de desfiles para enfrentar cada nueva carga. Los oficiales dirigían el fuego con fría precisión. Llegaron las Maxim para exacerbar la carnicería. Pero el coraje de los derviches era inhumano. Los fuegos del fanatismo eran inextinguibles. Cargaban, y los disparos los derribaban en retorcidas pilas, pero de inmediato, nuevas hordas de figuras de vistosas aljubas surgían, al parecer de la tierra, corrían sobre fusiles y bayonetas y morían. Nuevas figuras cargaban por entre el humo de la pólvora que flotaba entre los cuerpos deshechos.
Y las Maxim cantaban a coro.
Al mediodía, todo había terminado. Abdulahi había huido del campo, dejando a casi la mitad de su ejército allí tendido. Los británicos y los egipcios habían perdido cuarenta y ocho hombres, casi la mitad de los cuales habían muerto en los fatales dos minutos de esa carga valiente pero insensata.
* * *
Penrod fue de los primeros en entrar en la ciudad de Omdurman. Aún había pequeños bolsones de resistencia entre las pestilentes casuchas y hediondos tugurios, pero los ignoró, y a la cabeza de una tropa de sus hombres, cabalgó hasta el palacio de Osman Atalan. Desmontó en el patio. Los edificios estaban desiertos. Entró en ellos con el sable desnudo en la mano, llamándola:
—¡Rebecca! ¿Dónde estás? —Su voz resonaba por las habitaciones vacías.
Súbitamente, oyó un movimiento furtivo a sus espaldas, y giró justo a tiempo de desviar la daga que había estado a punto de clavársele entre los omóplatos. Dio un latigazo con su hoja, alcanzando a su agresor y cortándole la muñeca hasta el hueso en el momento en que éste volvía a atacarlo. El árabe gritó y la daga se le cayó de la mano. Penrod lo inmovilizó contra el muro que tenía a sus espaldas, poniéndole la punta del sable en la garganta. Lo reconoció: era uno de los aggagiers de Osman Atalan.
—¿Dónde están? —inquirió Penrod—. ¿Dónde están al-Yamal y Nazira? —Aferrándose la muñeca, de donde la sangre de la arteria seccionada bombeaba en moroso chorro, el árabe le escupió.
—Efendi. —Yakub habló desde detrás del hombro de Penrod—. Déjamelo a mí. A mí me hablará.
Penrod asintió con la cabeza.
—Esperaré con los camellos. No tardes.
—El inmisericorde Yakub perderá poco tiempo.
Penrod oyó que el árabe gritaba dos veces, la segunda más débilmente que la primera, y finalmente, Yakub salió.
—El oasis de Gedda —dijo, y enjugó la sangre de su daga en el pescuezo de su camello.
El oasis de Gedda quedaba en una hondonada entre colinas de yeso. No había agua superficial, tan sólo un pozo enladrillado en piedra caliza. Estaba rodeado de un soto de palmas datileras. El domo de la tumba del santo estaba separado del más alto domo de la mezquita y del alojamiento de los mulás, de techo plano.
Cuando la partida de Penrod avanzó desde el desierto, éste vio un grupo de críos que jugaban entre las palmeras, niños pequeños y descalzos y niñas de largas túnicas mugrientas. Un niño de cabello cobrizo perseguía a los otros, que chillaban de risa y se dispersaban ante él. En cuanto vieron que se aproximaba la tropa de camellos, quedaron silenciosos e inmóviles, mirando fijamente con sus grandes ojos oscuros. Entonces, el mayor de los muchachos se volvió y corrió hacia la mezquita. Los demás lo siguieron. Cuando desaparecieron, el oasis pareció silencioso y desierto.
Penrod siguió avanzando y oyó el relincho de un caballo. El animal estaba detrás de la esquina que formaba una pared lateral. Estaba maneado a la altura de los corvejones y había estado comiendo de una pila de forraje cortado. Era un semental de color oscuro.
—¡al-Buc!
Frenó a una buena distancia de las puertas de la mezquita, bajó de un salto y le arrojó las riendas a Yakub. Luego, desenvainó el sable y avanzó andando lentamente. Las puertas estaban abiertas de par en par, y el interior de la mezquita, en contraste con la fuerte luz del sol en el exterior, parecía de una oscuridad impenetrable.
—¡Osman Atalan! —gritó Penrod, y los ecos de las colinas se burlaron de él. El silencio persistió.
Entonces, vio un amago de movimiento en las tinieblas del interior del edificio. Osman Atalan salió a la luz del sol. Sus rasgos feroces y crueles eran inescrutables. Empuñaba la larga hoja en la diestra, pero no llevaba escudo.
—He venido a buscarte —dijo Penrod.
—Sí —respondió Atalan. Penrod distinguió el destello de hilos de plata en su barba. Pero su mirada era oscura e impertérrita—. Te esperaba. Sabía que vendrías.
—Nueve años —dijo Penrod.
—Demasiado —replicó Osman—, pero llegó la hora. —Bajó por los escalones, y Penrod retrocedió diez pasos para darle espacio para luchar. Trazaron círculos uno en torno al otro en un grácil minué. Entrechocaron ligeramente las hojas, y el acero tintineó como cristal fino.
Volvieron a hacer círculos, mirándose a los ojos, buscando alguna debilidad que pudiera haberse desarrollado en los años transcurridos desde que combatieron por última vez. No encontraban ninguna. Osman se movía como una cobra, tenso y listo para golpear. Penrod, rápido y fluido, era su mangosta.
Se cruzaron y volvieron, y después, como obedeciendo a una señal, saltaron uno contra otro. Sus hojas se frotaron entre sí. Se separaron, trazaron un círculo y chocaron otra vez. Las plateadas hojas se desdibujaron, centellearon y traquetearon una contra otra. Penrod se empleó a fondo, obligando a Osman a cargar el peso sobre su pie atrasado, presionándolo en forma constante, mientras las hojas danzaban. Osman retrocedió, y luego contraatacó con pareja furia. Penrod le fue cediendo terreno, incitándolo a avanzar, haciéndole pagar cada pulgada.
Penrod lo contempló atentamente y después le tiró un recio tajo a la cabeza. Osman lo bloqueó. Sus hojas se trabaron. Ahora, ambos estaban parados firmemente, con todo el peso sobre las muñecas de las manos que empuñaban las espadas. Pequeñas perlas de sudor brotaron de sus frentes. Se miraron fijamente a los ojos y empujaron. Penrod percibió algo esponjoso en el agarre de Osman. Para probarlo, quebró la trabazón y saltó hacia atrás.
En el momento en que sus hojas se destrabaron, Osman percibió una fugaz apertura y se lanzó sobre la misma, tirando una estocada sobre el codo derecho de Penrod para inutilizarle el brazo que maneja la espada, pero era uno de sus viejos trucos y Penrod lo esperaba. Le parecía que Osman estaba lento. Golpeó la larga hoja y se hizo a un lado con un grácil giro.
No estaba lento. Cambió de idea mientras volvían a trazar círculos. Sólo que no es tan rápido como antes. Pero, ¿lo soy yo?
Tiró una finta a la cara de Osman, y se echó atrás, de modo que no fuera obvio que pretendía incitar una respuesta. Osman casi lo pilla. Su contragolpe fue como un rayo. Penrod apenas si alcanzó a desviarlo. Osman estaba completamente extendido, y allí se demoró, su viejo mal hábito, la lentitud para recuperar. Penrod lo alcanzó.
Fue un golpe sesgado que resbaló a lo largo del costillar de Osman, por debajo del brazo. La punta cortó hasta el hueso, pero no encontró la brecha de entre las costillas. Volvieron a rodearse. Osman sangraba profusamente. La pérdida de sangre no tardaría en debilitarlo, y los músculos heridos pronto se pondrían rígidos. Se le acababa el tiempo rápidamente, y puso todo en su ataque. Se lanzó con todo su peso y habilidad. Su hoja se volvió una luz que danzaba. Tiraba estocadas y tajos altos sobre la línea de defensa, luego golpes cruzados y de revés al muslo, después apuntaba a la cabeza. Mantenía el ataque implacablemente, sin interrumpirlo jamás, sin darle nunca a Penrod ocasión de cargar el peso sobre su pie adelantado, obligándolo a actuar a la defensiva.
Tajeó a Penrod en la parte alta del hombro izquierdo. Era una herida leve, y Osman perdía sangre con más abundancia. Cada sucesivo ataque era menos fogoso que el anterior, cada recuperación de la hoja después de la estocada apenas un poco más lenta. Penrod lo dejó que se agotara, conteniéndolo y esperando la ocasión. Miraba los ojos de Osman.
En ningún momento del enfrentamiento Osman había buscado la cadera de Penrod. Penrod sabía por experiencia que éste era su golpe favorito y más letal, con el que había inutilizado a innúmeros enemigos. Finalmente, Penrod se la ofreció, volviendo la parte inferior de su cuerpo hacia la línea natural de Osman.
Osman buscó la apertura, y cuando quedó comprometido, Penrod se hizo a un lado, de modo que el filo, como de navaja, le rasgó el género de los pantalones de montar sin llegar a tocarle la piel. Osman estaba completamente extendido y no logró recuperarse a tiempo.
Penrod lo alcanzó. Su estocada le partió el esternón a la altura de la base de las costillas y siguió camino, atravesándolo como a un pez en una broqueta. Penrod sintió el raspar de su acero contra la columna vertebral de su oponente.
Osman quedó inmóvil, y Penrod se le acercó. Le tomó la muñeca derecha para evitar una estocada final. Sus rostros sólo estaban separados por pulgadas. Los ojos de Penrod eran duros y fríos. Los de Osman estaban oscuros de amarga furia, pero lentamente se volvieron opacos como piedras. La espada cayó de su mano. Sus piernas cedieron, pero Penrod aguantó su peso con el sable. Osman abrió los labios para hablar, pero una serpiente de oscura sangre le brotó de la comisura de la boca y le reptó por la barbilla.
Penrod relajó la muñeca y dejó que Osman se deslizara por la hoja. Cayó a los pies de Penrod y quedó inmóvil, de espaldas, con los brazos en cruz.
Cuando Penrod dio un paso atrás, una mujer gritó. Él alzó los ojos. Percibió por primera vez el pequeño grupo de mujeres y niños árabes arracimados en el soportal de la mezquita. Reconoció a los pequeños: eran los que habían corrido a esconderse cuando él llegó cabalgando. Pero no conocía a ninguna de las mujeres.
—¡Nazira! —era la voz de Yakub. Vio que una de las mujeres reaccionaba, y luego la reconoció. Nazira estrechaba a dos niños contra sus piernas. Uno era el feo niño de cabello color cobre, la otra una exquisita niña pequeña, unos pocos años menor que el niño. Ambos lloraban y trataban de soltarse, pero Nazira los aferraba con fuerza.
Entonces, una mujer árabe se separó del grupo y bajó lentamente los escalones hacia él. Se movía como una sonámbula, y tenía los ojos fijos sobre el muerto que yacía a los pies de Penrod. Había algo horriblemente familiar en ella. Instintivamente, Penrod retrocedió sin dejar de mirarla fijamente, fascinado. Luego exclamó:
—¡Rebecca!
—No —respondió en inglés la desconocida—. Rebecca murió hace mucho —su rostro era una lastimosa parodia de la adorable joven que él había conocido alguna vez. Se hincó junto a Osman y tomó su espada. Entonces, alzó la vista al rostro de Penrod. Sus ojos eran viejos, carentes de esperanza—. Cuida a mis hijos —dijo—. Es lo menos que me debes, Penrod Ballantyne.
Antes de que él entendiera qué quería hacer ella o que pudiera hacer nada para evitarlo, ella volvió la espada del revés. Apoyó el remate de la empuñadura sobre el duro suelo y la punta de la hoja bajo sus costillas inferiores y se tiró sobre ella con todo su peso. Toda la hoja desapareció en su cuerpo, y se derrumbó sobre Osman Atalan.
Los niños gritaron, se soltaron de Nazira, se precipitaron por los escalones y se arrojaron sobre los cuerpos de sus padres. Se lamentaban y daban alaridos. Era un sonido terrible que penetró hasta el centro del ser de Penrod.
Envainó su sable, se volvió y se alejó andando hacia el soto de palmas. Cuando pasó junto a Yakub le dijo:
—Entierra a Osman Atalan. No mutiles su cuerpo ni le cortes la cabeza. Entierra a al-Yamal junto a él. Nazira y los niños vendrán con nosotros. Irán en mi camello. Yo montaré a al-Buc. Avísame cuando todo esté dispuesto.
Llegó al palmar y encontró un tronco de palmera caído donde sentarse. Estaba muy cansado y el corte del hombro le latía. Se abrió la guerrera y plegó su pañuelo sobre la herida.
Los dos niños, la mujer y el varón, deben ser hijos de Rebecca, se dio cuenta. ¿Qué será de ellos? Luego, recordó a Amber y Saffron. Tendrán dos tías que se pelearán por ellos. Sonrió con tristeza. Por supuesto que tendrán la parte de Rebecca del fideicomiso, y tienen a Nazira. No les faltará nada.
Una hora después, Yakub vino a buscarlo. En el camino de regreso a la mezquita, se detuvieron ante la nueva doble tumba.
—¿Crees que lo amaba Yakub?
—Era una esposa musulmana —replicó Yakub—. Claro que lo amaba. Ante los ojos de Dios, no tenía otra opción.
Montaron. Nazira llevaba a los dos niños con ella en el camello, y Yakub cabalgaba a su vera. Penrod montaba en el semental, y los condujo de regreso a Omdurman.
Ajmed Habib abd Atalan, el hijo de Rebecca y Osman Atalan, se volvió más feo con los años, pero era muy inteligente. Fue a la universidad de El Cairo, donde estudió abogacía. Se unió a un grupo de estudiantes políticamente activos, quienes se oponían violentamente a la ocupación británica de su país. Dedicó el resto de su vida a la misma yihad de su padre contra la misma nación e imperio odiados. Apoyó a Alemania durante ambas guerras mundiales y espió para Erwin Rommel en la segunda. Fue integrante activo del consejo del comando revolucionario del golpe incruento que derrocó al rey Faruk, el títere de los británicos.
La hija de Rebecca, Karuba, siguió siendo menuda, pero a cada año que pasaba se volvía más bella. A temprana edad descubrió que tenía un talento extraordinario para la danza y la actuación. Durante veinte años, ardió como un brillante meteoro en los escenarios de todos los grandes teatros de Europa. Con su espíritu libre y salvaje, se convirtió en una leyenda viviente. Sus amantes, tanto hombres como mujeres, fueron legión. Finalmente, se casó con un industrial francés fabricante de automóviles, y vivieron juntos en pompa y esplendor regio en su palaciega mansión de Deauville.
El gran califa Abdulahi escapó de Omdurman, pero Penrod Ballantyne y su cuerpo de camellos lo persiguieron implacablemente durante más de un año. Al fin, no se dignó a seguir escapando. Esperó sentado sobre una alfombra de seda en medio de su campamento en un remoto despoblado, rodeado de sus esposas y devotos. Cuando llegaron las tropas, no ofreció resistencia. Lo mataron de un tiro ahí mismo.
La tumba del Madí fue arrasada. Sus restos fueron exhumados, e hicieron un tintero con su cráneo. Se lo obsequiaron al general Kitchener, quien quedó horrorizado.
Hizo que lo enterraran en un lugar secreto del desierto.
Tras la batalla de Omdurman, Kitchener se convirtió en el mimado del imperio. Fue recompensado con un título de par del reino y una gran cantidad de dinero. Cuando los bóers de Sudáfrica le infligieron una serie de desastrosas derrotas al ejército británico, Kitchener fue enviado a salvar la situación. Quemó las granjas y hacinó a las mujeres y niños bóers en campos de concentración. Los bóers fueron aplastados.
Durante la Primera Guerra Mundial, Kitchener fue ascendido a mariscal de campo y comandante en jefe para que condujera al imperio en la guerra más destructiva de la historia de la humanidad. En 1916, cuando iba a bordo del crucero Hampshire con destino a Rusia, la nave chocó contra una mina alemana cerca de las Oreadas. Se ahogó en ese apogeo de su carrera.
Sir Evelyn Baring fue designado primer conde de Cromer. Regresó a Inglaterra, donde pasó sus días escribiendo y, en la Cámara de los Lores, defendiendo el libre comercio.
Nazira ayudó a criar los hijos de las tres hermanas Benbrook. Ello le ocupaba la mayor parte de su tiempo y energías, pero dividió imparcialmente lo que le quedaba de ambos entre Bacheet y Yakub.
Bacheet y Yakub continuaron su enfrentamiento durante el resto de sus vidas. Para su rival, Bacheet era el Despreciable Libertino. Yakub era el Asesino Yaalin. En sus últimos años, dieron en frecuentar el mismo café, donde se sentaban en extremos opuestos del local, fumando sus pipas de agua, sin dirigirse jamás la palabra, pero sintiendo un gran consuelo por su mutuo antagonismo. Cuando Bacheet murió de viejo, Yakub no volvió nunca al café.
Los acres de algodón de Ryder Courtney prosperaron.
Invirtió sus millones en oro de Tranvaal y petróleo de la Mesopotamia. Dobló y redobló su fortuna. Con el tiempo, su influencia mercantil abarcó casi toda África y el Mediterráneo. Pero nunca dejó de ser un esposo benigno e indulgente con Saffron.
El general sir Penrod Ballantyne fue a Sudáfrica como parte del estado mayor de Kitchener y estuvo presente cuando los bóers se rindieron en la paz de Vereeniging en el Transvaal. En la Primen Guerra Mundial, cabalgó con la caballería de Allenby contra los otomanos de Palestina. Combatió en Gaza y Meguido, donde ganó más honores. Continuó jugando polo de primer nivel hasta bien entrada su séptima década de vida. Amber y él vivieron en su casa sobre el Nilo y criaron una gran familia.
Amber y Saffron sobrevivieron a sus maridos. Con el paso de los años, se acercaron cada vez más. Amber progresó como autora. Sus novelas capturaban fielmente el romance y el misterio de África. Fue nominada en dos ocasiones para el premio Nobel de literatura. Las maravillosamente coloridas pinturas de Saffron se exhibieron en galerías de Nueva York, París y Londres. Sus pinturas del Nilo eran muy buscadas por adinerados coleccionistas de dos continentes y alcanzaban enormes precios. Picasso dijo de ella "pinta como el colibrí vuela”.
Pero ahora nada queda de ellos, pues en África sólo el sol triunfa para siempre.
F I N