Era casi Navidad cuando Ryder Courtney regresó a Entoto, capital de Abisinia y ciudad donde tenía su principal puesto de comercio.
—Éste debe de ser el lugar más lúgubre del mundo —dijo Saffron cuando, a la cabeza de la caravana de mulas, atravesaron las puertas de la ciudad—, peor aún que Jartum. ¿Por qué no podemos vivir en Gondar, Ryder?
—Porque, señorita Saffron Benbrook, en el futuro cercano vivirá usted en el pueblo de Bishop’s Sutton en Hampshire, con su tío Thomas y su tía Jane.
—Otra vez te pones pesado, Ryder —le advirtió—. No quiero vivir en Inglaterra. Quiero vivir aquí contigo.
—Me siento halagado. —Se tocó el ala del sombrero—. Pero, lo que es una gran pena para todos, no puedes pasar el resto de tus días vagando por los descampados de África como una gitana. Debes regresar a la civilización y aprender a ser una dama. Además, la gente comienza hablar. Ya no eres una niña —de hecho, ahora eres una muchacha grande.
¡Ah, así que te diste cuenta!, pensó Saffron, complacida. Comenzaba a pensar que tú, Ryder Courtney, eras ciego. Luego, en voz alta reiteró la promesa con la que habitualmente bastaba para satisfacerlo:
—Regresaré a Inglaterra sin protestar cuando Rebecca y Amber hayan sido rescatadas —hablaba manteniendo una expresión seria, y con total falta de sinceridad— y cuando mi tío Thomas prometa hacerse cargo de nosotras. Aún no ha contestado tus cartas, y ya hace un año que le escribiste por primera vez —le recordó, con aire virtuoso—. Ahora, hablemos de asuntos más interesantes. ¿Cuánto tiempo permaneceremos en Entoto, y cuál será el próximo lugar al que viajaremos?
—Tengo asuntos aquí que me llevarán algún tiempo.
—Después del calor de las tierras bajas, las montañas son tan frías y ventosas, y no hay leña en millas a la redonda. Todos los árboles han sido talados.
—Debes de haber estado hablando con la emperatriz Miriam. Comparte tu opinión acerca de Entoto. Es por eso que el Emperador va a mudar la capital a las surgentes calientes de Addis Abeba. Ella es una regañona, como alguien que conozco.
—No soy regañona, pero a veces tengo razón —dijo Saffron con dulzura—. Aun si me tratas como a un bebé.
A pesar de sus protestas, el complejo de Ryder Courtney en Entoto era realmente muy confortable y acogedor, y ella había logrado, con ayuda Bacheet, que lo fuera aún más. Hasta había convencido a Ryder de que convirtiera uno de los depósitos en desuso en un dormitorio y estudio para uso exclusivo. No había sido fácil. Ryder era renuente a hacer cualquier cosa que le diera a ella motivo de creer que su estadía con él era permanente.
Para obtener su estudio, Saffron había reclutado la ayuda de lady Alice Packer, esposa del embajador británico ante la corte del Emperador, quien la había tomado bajo su protección. Por supuesto que su marido había conocido a David Benbrook cuando ambos trabajaban bajo las órdenes de sir Evelyn Baring en la agencia diplomática de El Cairo, lo cual le hacía sentir cierta responsabilidad para con la huérfana que aquél había dejado.
Alice era pintora aficionada, y cuando reconoció el talento natural de Saffron en ese campo, asumió el papel de maestra. Proveyó a Saffron de pinturas, pinceles y papel de dibujo traído desde El Cairo en valija diplomática, y le enseñó a hacerse sus propios bastidores para lienzo y lápices de carbonilla.
En el tiempo transcurrido desde que se conocieran, Saffron casi había superado a su maestra. Su portafolio contenía al menos cincuenta retratos de Ryder Courtney, amorosamente elaborados, la mayor parte de ellos realizados sin conocimiento del modelo, y había completado diversos paisajes africanos y esbozos de animales, que dejaron asombrados tanto a Alice como a Ryder por su madurez y virtuosismo. Recientemente, había comenzado una serie de dibujos y pinturas de sus recuerdos de Jartum y los horrores del sitio. Eran bellos pero atroces. Ryder se dio cuenta de que para ella eran una forma de catarsis, y la alentaba a seguir haciéndolos.
Dos días después de su regreso a Entoto, Saffron se dirigió a la embajada para tomar el té con Alice. Le mostró a su tutora todos sus esbozos de Jartum, que discutieron en algún detalle. Contemplándolos, Alice lloró.
—Éstos son magníficos, querida. Me impresiona tu talento.
Saffron, que los estaba guardando, detuvo su tarea y se volvió a Alice con los ojos arrasados de lágrimas.
—¿Qué ocurre, Saffron? —preguntó Alice con dulzura. Aunque Ryder le había hecho jurar que guardaría el secreto, Saffron le reveló a su maestra el relato completo de su encuentro nocturno con Penrod Ballantyne en la garganta de Atbara. Alice le prometió que su esposo le informaría de inmediato a sir Evelyn Baring acerca de la situación de sus hermanas, así como de la del capitán Ballantyne. A Saffron eso la alegró mucho. Antes de marcharse, preguntó inocentemente—. Si ha llegado algún correo para el señor Courtney, me daría mucho gusto hacérselo llegar, y de ese modo tal vez ahorrarle el trámite al personal del consulado.
Alice mandó preguntar a la cancillería del consulado, y un secretario regresó con una pila de sobres dirigidos a "Ryder Courtney, Esq" a cargo del embajador británico en Entoto, Abisinia.
Saffron las examinó mientras atravesaba la ciudad con rumbo al mercado. Reconoció la escritura del primer sobre. Era la del sobrino de Ryder, Sean Courtney, quien se encontraba en las recién descubiertas minas de oro de la República Sudafricana del Transvaal. Saffron sabía que Sean importunaba a su tío para que éste invirtiese muchos miles de libras en una nueva mina.
La siguiente era una factura por mercancía suministrada por las tiendas de la armada y el ejército en Londres. El tercer sobre llevaba el sello de la "Oficina del Analista Mineralógico del Gobierno del Cabo de Buena Esperanza", y la cuarta era aquella cuya llegada Saffron había temido tanto. Al dorso decía:
Remitente:
Reverendo Thomas Benbrook
Vicaría
Bishop’s Sutton
Hampshire, Inglaterra
Se echó las otras cartas al bolsillo, pero escondió ésta en la pechera de su corpiño. Saffron pasó menos tiempo que el habitual en el mercado. Compró un gran ramo de gladiolos de montaña a su florista favorita. Luego, dio con una bonita petaca de plata, que le pareció un regalo adecuado para el cumpleaños de Ryder. El precio sobrepasaba sus magros recursos, y tenía demasiada prisa como para regatear con el comerciante, de modo que prometió regresar al día siguiente.
Se apresuró a regresar al complejo y puso las flores en una tina que estaba junto a la puerta de la cocina. Luego, se retiró a la letrina de barro, que estaba discretamente escondida en un rincón detrás del lugar de vivienda. Echó el cerrojo, se acomodó sobre el alto asiento y abrió cuidadosamente el sello que cerraba el cuarto sobre. La única hoja estaba cubierta de escritura de ambos lados, y la fecha era de siete meses atrás. La leyó con avidez:
Estimado señor Courtney:
Mi esposa y yo quedamos muy apenados al recibir su carta y enteramos del trágico asesinato de mi hermano David en Jartum, y de la situación de sus hijas. Comprendo lo incómodo del estado en que se encuentra usted, y estoy de acuerdo en que está más allá de la decencia habitual que la pobre pequeña Saffron siga a su cuidado, dado que es usted soltero y no hay una mujer que se ocupe de su crianza.
Siguiendo su sugerencia, me he dirigido a Sebastian Hardy Esquire, albacea de mi querido hermano. Lamento informarle que el valor de los pocos bienes que le quedan a mi hermano queda ampliamente sobrepasado por el monto de sus sustanciales deudas. Su finada esposa, Sarah, era una dama de disposición dispendiosa. Ninguna de las niñas de mi hermano recibirá herencia alguna de su legado.
Mi esposa y yo hemos discutido la posibilidad de tomar a Saffron en nuestro hogar. Sin embargo, tenemos nueve niños propios que mantener con mi estipendio como vicario rural. Desgraciadamente, no podríamos vestir ni alimentar a la pobre huérfana. Afortunadamente, he podido hacer los arreglos necesarios para que ingrese en una institución adecuada, donde recibirá una estricta educación cristiana, así como una instrucción que será adecuada para que más adelante obtenga un empleo respetable como gobernanta para niños de la nobleza.
Si, en su caridad cristiana, fuese usted tan amable de proveerla de su pasaje a Inglaterra y de la cantidad necesaria para el viaje en tren desde su puerto de llegada hasta la estación de ferrocarril de Bishop’s Sutton, yo iría a buscar allí a la pobre niña y la llevaría a la institución. Desgraciadamente, no estoy en condiciones de contribuir a sus ulteriores sostén y manutención.
Espera sus noticias,
su hermano en Cristo,
Thomas Benbrook
Lentamente, saboreando el momento, Saffron rompió en pedazos la carta y dejó caer cada trozo al pozo maloliente que tenía debajo de sí. Luego, se alzó las faldas y orinó vigorosamente sobre los restos del ofensivo documento.
—Un final adecuado para semejante montón de basura —se dijo—. Eso es lo que merecen la institución, la educación cristiana y el empleo como gobernanta. Preferiría regresar a Jartum a pie y descalza. —Se puso de pie y se alisó la falda—. Ahora debo apresurarme a ver si la cena de Ryder está lista, y prepararle su whisky.
Para Saffron, la cena era el punto culminante de su atareada jornada. Una vez que discutió cómo asar el pollo con batatas con el cocinero, se cercioró de que hubiera agua caliente, jabón y una toalla limpia junto al lavabo de la habitación de Ryder, y una camisa recién planchada junto a la cama de éste. A continuación, puso la mesa y arregló las flores y las velas. No confiaba en ninguno de los sirvientes —ni siquiera en Bacheet— para tan importante tarea. Luego, abrió la habitación-fuerte con la llave que Ryder le confiara y sacó la botella de whisky, el vaso de cristal y la caja de cigarros de madera de cedro. Los puso sobre la mesa en el extremo de la veranda de donde habría una hermosa vista del atardecer sobre las montañas.
Se apresuró a ir a su habitación, donde cambió las ropas que había llevado durante todo el día por un vestido diseñado y creado por ella. Con ayuda de dos mujeres amaras de la ciudad, que eran costureras expertas, había reunido su abundante y extraño guardarropa. Lady Alice Packer y la propia emperatriz Miriam la habían felicitado por su gusto.
Mientras aún se estaba peinando el cabello, oyó el repiquetear de cascos en el patio que indicaba que Courtney había regresado de palacio, donde había mantenido conversaciones, que le llevaron todo el día, con el Emperador y con diversos funcionarios reales. Ella lo esperaba en la veranda cuando él emergió de sus aposentos privados vistiendo la camisa limpia, con el rostro arrebolado por el agua caliente y el cabello mojado peinado hacia atrás. Es el hombre más bien parecido del mundo, pero necesita cortarse el cabello otra vez. Me ocuparé de eso mañana, pensó, alzando la botella de whisky por sobre el vaso.
—Di hasta dónde —invitó.
—"Dónde" es una palabra de cinco letras que debe ser pronunciada sólo con gran deliberación y después de larga reflexión —replicó. Se trataba de una broma privada que compartían, y ella le sirvió una generosa cantidad. Él probó y suspiró—. ¡Demasiado bueno para el paladar humano! ¡Este néctar sólo deberían beberlo los ángeles en vuelo! —Eso completaba el ritual. Se hundió confortablemente en el almohadón de cuero de su silla favorita. Ella se sentó frente a él, y contemplaron el esplendor carmesí del sol que se ocultaba tras las montañas.
—Ahora, cuéntame qué hiciste hoy —dijo Ryder.
—Primero tú —replicó ella.
—Pasé la mañana en consejo con el Emperador y dos de los generales de su ejércitos. Les conté lo que Penrod Ballantyne reportó acerca de las intenciones de los derviches de atacar este país. El emperador Juan agradeció la advertencia, y creo que la tomó en serio. No le conté acerca de nuestros planes para rescatar a tus hermanas. Me pareció prematuro. Sin embargo, creo que será de utilidad cuando estemos en capacidad de actuar.
Saffron suspiró.
—Cuánto quisiera que el capitán Ballantyne se comunicara con nosotros. Parece que hubieran pasado años desde que lo hizo.
—Es probable que él y tus hermanas hayan estado viajando con el séquito de Osman Atalan. A Penrod lo vigilan tan de cerca, que tal vez no haya podido dar con un mensajero confiable. Debemos ser pacientes.
—Eso es fácil de decir y difícil de hacer —dijo. Para distraerla, prosiguió con la narración de sus actividades del día.
—Una vez que dejé al Emperador, pasé lo que quedaba del día con su tesorero. Finalmente acordamos renovar mi licencia para comerciar en todo el país por otro año. El soborno que exigió fue extorsivo, pero, fuera de eso, perfectamente razonable. —La hizo reír. Siempre la hacía reír—. Por cierto, olvidé mencionar que estamos invitados a la audiencia real del próximo viernes. El emperador Juan me otorgará la Estrella de la Orden de Salomón y Judea como reconocimiento a mis servicios al Estado. Creo que la verdad del asunto es que la emperatriz Miriam quiere admirar tu última creación de alta moda y persuadió a su esposo de que nos invite. O eso, o quiere que le pintes otro retrato.
—Qué emocionante. ¿La Estrella de Salomón será enorme y estará recubierta de muchos diamantes?
—Estoy seguro de que será gigantesca, y que, aunque no sean diamantes, será vidrio tallado de la mejor calidad —dijo, inclinándose para tomar del otro lado de la mesa la pequeña pila de correspondencia traída por Saffron de la embajada. En primer lugar, abrió la factura de las tiendas de la armada y el ejército—. ¡Bien! —exclamó, complacido—. Ya tienen mi par de fusiles número diez listos para ser enviados por barco. Arreglaré el pago mañana. Deberían estar aquí antes de nuestro próximo viaje a Ecuatoria, donde resultarán muy útiles. —Hizo a un lado la factura y abrió la carta de su sobrino—. Sean insiste con que la veta de oro que abrió persistirá hasta una gran profundidad. Yo no comparto sus esperanzas. Creo que la veta se agotará en poco tiempo, dejándolo más pobre de bolsillo, pero más rico en experiencia. Me temo que deberé desengañarlo de su idea de que yo puedo proveer algún capital para esta empresa. —Recogió la carta con el sello postal de la Colonia del Cabo y la examinó—. ¡La estaba esperando!
Abrió el sobre, sacó el informe de análisis mineralógico, lo escrutó ansiosamente, luego sonrió, complacido.
—¡Excelente! Oh, realmente muy bueno.
—¿Puedes contarme? —preguntó Saffron.
—Ciertamente. Antes de que partiéramos hacia Gondar, envié una bolsa de muestras de roca a la oficina de análisis mineralógicos de la Colonia del Cabo. El año antes de quedar atrapado en el asedio de Jartum, las recogí en las montañas que quedan cien millas al este de Aksum, cuando estaba a la caza del nyala de montaña. Éste es el informe sobre esas muestras. Más de treinta por ciento de cobre, y apenas algo más de doce por ciento de plata. Aun tomando en cuenta lo remota que es la región, y lo difícil que es llegar allí, debería ser un depósito altamente aprovechable. El único problema es que deberé regresar al tesorero real para pedir la licencia de explotación minera. Hoy me sacó la piel, así que mañana querrá el cuero cabelludo y los dientes.
—Sin dientes ni pelo tal vez comiences una nueva moda —sugirió Saffron, y rieron.
Como de costumbre, se quedaron hasta tarde después de la cena, conversando sin cesar. Cuando Ryder se metió en la cama, aún reía de la ingeniosa pulla con que ella se había despedido. Apagó la lámpara de un soplido y, cuando se disponía a dormir, se dio cuenta de que no había pensado en Rebecca ni una vez en el día.
* * *
Cuando entraron en la sala de audiencias del palacio, Alice Packer llamó a Saffron con un imperioso agitar de su abanico.
—¿Me disculpas, por favor, Ryder?
—Ve y cumple con tu deber. —Ryder, como casi todos los demás que estaban allí, la miró cruzar el aposento. Lo llamativo no sólo era el vestido amarillo. Hay una belleza natural inherente en la juventud. Se dio cuenta de que había estado mirando fijo, y desvió rápidamente los ojos, esperando que nadie lo hubiera notado.
El resto de la concurrencia consistía en una cantidad de príncipes y princesas abisinios, pues el Emperador y los otros integrantes de la casa de Menelik se reproducían prolíficamente. También había generales y obispos, prósperos mercaderes y terratenientes, todo el cuerpo diplomático, además de unos pocos viajeros y aventureros extranjeros. Los uniformes y atuendos eran tan exóticos y coloridos que, en comparación, el vestido de Saffron parecía sobrio.
De pronto, Ryder percibió que un integrante del gentío lo observaba. Miró en torno rápidamente, y dio un respingo de sorpresa. La persona que le había comprado el Intrepid Ibis estaba de pie en el ángulo más lejano del salón, pero aun a la distancia, los ojos egipcios que lo miraban por encima del velo tenían algo hipnótico que no podía ser ignorado. En cuanto llamó la atención de Ryder, retomó su conversación con el anciano general que tenía a su vera, resplandeciente en su despliegue de medallas, órdenes alhajadas y capa de pieles de leopardo.
—La paz y la bendición de Alá sean contigo, sitt Bakhita al-Masur —Ryder, que se había llegado hasta ella, la saludó en árabe.
—Y contigo en la misma medida, efendi —replicó ella con un gracioso gesto, tocándose primero los labios y después el corazón con la punta de los dedos.
—Está usted lejos de casa —observó él. Los ojos de ella tenían ascendentes comisuras oblicuas, y su mirada oscura era directa, cosa poco habitual en una dama egipcia, aun entre las de más alto rango, pero también misteriosa. Algunos hombres debían de encontrarla irresistible, aunque no era del gusto de Ryder.
—Vine por el río. En mi buen vapor nuevo, el viaje desde la primera catarata no se hace muy largo. —Su voz era suave y musical.
—Espero que no haya encontrado problemas ni obstáculos en el camino. Éstos son tiempos difíciles, y el Ibis es bien conocido.
—Ya no es el Ibis, sino el Durjan Sana, la Sabiduría de los Cielos. Su apariencia ha sido muy alterada. Mis armadores de Aswan le dedicaron muchos esfuerzos. Pagué mi tributo a los hombres de Dios de Omdurman cuando pasé por esa pestilente aunque santa ciudad.
—¿Dónde está amarrado ahora? —preguntó ansioso Ryder.
Bakhita le dirigió una mirada interrogante.
—Está en Roseires. —Se trataba del pequeño puerto ubicado sobre el límite superior del trecho navegable del Nilo Azul. Estaba dentro del Sudán, pero a menos de cincuenta millas de la frontera de Abisinia.
Ryder se mostró complacido.
—¿Jock McCrump sigue riendo el maquinista? —preguntó.
Bakhita sonrió.
—También es el capitán. Creo que habría sido difícil desalojarlo de su litera.
Ryder se sintió aún más complacido. Jock sería un hombre útil para tener a bordo en caso de que emplearan el vapor en algún intento de rescate.
—Usted parece interesado en el que fue su vapor, efendi. ¿Me lo imagino o es de veras así?
De inmediato, Ryder se puso a la defensiva. Sabía poco acerca de esa mujer, fuera de que era acaudalada y que tema influencia en lugares elevados de muchos países. Había oído decir que, aunque musulmana, se inclinaba favorablemente a los intereses británicos en Oriente, y se oponía a los de Francia y Alemania. Se rumoreaba incluso que era agente de sir Evelyn Baring en El Cairo. Si eso era cierto, no respaldaba la yihad de los derviches de Omdurman, pero era mejor no confiarse.
—Pues sí, sitt Bakhita, tenía alguna idea de alquilarle el vapor por un breve período, pero no estaba seguro de que usted accediese a la propuesta —dijo.
Ella bajó la voz:
—El general Ras Mengetti sólo habla amárico. Aun así, deberíamos proseguir esta conversación en privado. Sé dónde queda su complejo. ¿Puedo visitarlo allí? Digamos, ¿mañana una hora antes del mediodía?
—Estaré a su disposición.
—Tendré asuntos de mutuo interés para relatarle —prometió—. Ryder hizo una inclinación y se alejó.
Saffron aún estaba con Alice, pero en el momento en que Ryder quedó libre se le acercó.
—¿Quién era la gorda árabe? —preguntó ácidamente—. Te estaba haciendo muchos ojos de vaca.
—Puede resultarnos útil para reunir amigos y familia.
Saffron consideró eso, y luego asintió con la cabeza.
—En tal caso, la perdono.
Ryder no estaba seguro de cuál había sido la transgresión de Bakhita, Pero antes de que cometiera el error de seguir con el tema, una fanfarria de trompetas anunció la entrada del Emperador y su esposa.
* * *
Cuando regresaron al complejo mucho más tarde esa misma noche, Saffron le trajo a Ryder sus pantuflas y le sirvió una última copa. Luego, le desprendió la Estrella de Salomón de la solapa y la contempló a la luz de la lámpara.
—Estoy segura de que son verdaderos diamantes —dijo.
—Si es así, probablemente seamos millonarios. —Rió, y notó que había adoptado de ella el hábito de emplear el pronombre plural. De alguna manera, parecía constituir un vínculo formal entre ellos. Se preguntó si eso era prudente, y llegó a la conclusión de que probablemente no lo fuera. En el futuro, sería más circunspecto, se prometió.
Al día siguiente, Bakhita llegó al campamento en un carruaje cerrado tirado por cuatro mulas. Ryder reconoció el carruaje y al cochero, y supo que probablemente hubieran sido puestos a disposición de ella por el Emperador. Era una nueva prueba, si hacía falta, de la influencia y la importancia de Bakhita al-Masur. Media docena de guardaespaldas armados seguía al coche de cerca. Esperaron en el patio mientras Ryder hacía pasar a Bakhita a la habitación principal, donde Saffron sirvió café y pequeños pasteles de miel.
Cuando se puso de pie y pidió permiso para retirarse, Bakhita alzó la mano.
—Por favor, no se vaya, sitt Benbrook. Lo que tengo para decir le interesa a usted más que a nadie. —Saffron se hundió otra vez en el sofá, y Bakhita prosiguió—. He venido a Entoto con el propósito principal de hablar con usted y con el señor Courtney. Los tres tenemos asuntos de gran peso y mutua vinculación en Omdurman. Un amigo a quien le debo la más completa lealtad, y familiares cercanos de usted están cautivos de los derviches. Estoy segura de que está usted tan ansiosa como yo de lograr su liberación. Para este fin, quiero ofrecer en forma toda la asistencia y el respaldo que esté en mis manos darles. —Ryder y Saffron la contemplaron en atónito silencio—. Sí, sé que su hermana mayor y su gemela están en el harén del emir Osman Atalan. Mi amigo es esclavo de ese mismo hombre.
—¿Podríamos saber cuál es el nombre de su amigo? —preguntó Ryder con cautela.
Bakhita no respondió de inmediato, sino que dijo:
—Mi inglés no es bueno, pero creo que debemos usar su lenguaje, pues son muy pocos los que lo entienden en Abisinia.
—Su inglés es muy bueno, sitt Bakhita —dijo Saffron. Su antagonismo latente hacia la otra mujer había desaparecido por completa.
—Es usted muy amable, pero no es así —le sonrió a Saffron antes de dirigirse otra vez a Ryder—. Podría negarme a responder a su pregunta, pero quiero que seamos veraces unos con otros. Estoy segura de que ambos conocen bien a mi amigo. Es el capitán Penrod Ballantyne, del décimo de Húsares.
—Es un valeroso oficial y un excelente caballero —exclamó Saffron—. Lo vimos por última vez en la garganta del Atbara hace no más de cinco meses.
—¡Oh, por favor, dígame cómo estaba! —exclamó Bakhita.
—Estaba bien, aunque indistinguible de sus captores en vestimentas y en aspecto —dijo Saffron.
—Sabía que lo capturaron los derviches, pero había oído que sufrió terribles abusos y torturas. Lo que me usted me dice me tranquiliza mucho.
Mientras hablaban acerca de Penrod, Ryder pensaba a toda velocidad. Bacheet le había transmitido el rumor de que Penrod tenía una amiga íntima egipcia. La profundidad de su preocupación dejaba pocas dudas de que Bakhita debía de ser la dama en cuestión. Ryder quedó conmocionado. Penrod era un oficial muy condecorado de un regimiento de primera categoría. Una relación de esa naturaleza, si salía a la luz, podía fácilmente costarle su plaza y su reputación.
—Por todo lo que nos cuenta usted, sitt Bakhita, está claro que debemos compartir toda nuestra información y todos nuestros recursos —dijo—. Nuestra primera preocupación, que me ha producido muchos desvelos, es cómo intercambiar mensajes con nuestros amigos de Omdurman.
—Creo que estoy en condiciones de ofrecer un medio de comunicación. —Bakhita se puso de pie y se dirigió a la puerta que llevaba al patio. Batió palmas, y uno de sus guardaespaldas apareció ante ella—. Creo que usted conoce a este hombre —dijo Bakhita, cuando éste se quitó la cufia y se inclinó ante Ryder en un profundo salaam.
—Que Dios te proteja siempre, efendi.
—¡Yakub! —Ryder quedó verdaderamente atónito—. Oí cosas malas acerca de ti. Oí que habías traicionado a tu amo, Abadan Riyi.
—Efendi, antes que eso traicionaría a mi madre y a mi padre, y que Alá oiga mis palabras, me fulmine y me envíe al infierno si miento —dijo Yakub—. El único propósito que me queda en la vida es sacar a mi amo a salvo de las garras de los derviches entre las que lo hizo caer tan traicioneramente mi tío. Haré cualquier cosa… —Yakub vaciló y matizó su compromiso—: Haré cualquier cosa por salvar a mi amo de los derviches, menos tener tratos con el despreciable Bacheet. Si no existe otra manera, puedo llegar a soportar, por algún tiempo, la compañía del nefario Bacheet. Así y todo, es probable que después lo mate.
—En cuanto a eso de matar —le dijo sombríamente Ryder— Abadan Riyi cree que fuiste tan traidor como tu tío. Mató a tu tío, y tiene la intención de hacer lo mismo contigo.
—Entonces debo ir a él y poner mi vida y mi lealtad en sus manos.
—Ya que estás —le dijo secamente Ryder— podrías llevarle un mensaje a tu amo y regresar a nosotros con su respuesta.
A Ryder y Bakhita les llevó cinco días más diseñar un plan de escape para los prisioneros de Omdurman que tuviera una razonable probabilidad de éxito.
Al día siguiente, Yakub partió solo para el Sudán.
Osman Atalan quedó complacido con el informe sobre los pasos de las tierras altas abisinias que Penrod trajo consigo. Escuchó con gran atención sus sugerencias acerca de la conducción de la campaña contra el emperador Juan, y las discutió con él en exhaustivo detalle durante el largo viaje de regreso a Omdurman.
Cuando llegaron a esa ciudad, Penrod encontró que sus condiciones de encarcelamiento habían sido muy relajadas. Había alcanzado una posición de confianza condicional, lo cual había sido su objetivo desde el primer día de su captura. Era lo que se había propuesto lograr cuando le seguía el juego a Osman Atalan y fingía someterse a su voluntad. Aun así, aggagiers escogidos de la guardia de corps personal de Osman lo seguían a todas partes. Durante los meses que siguieron a su regreso a Omdurman, Osman pasó mucho tiempo con el gran califa Abdulahi. al-Noor le dijo a Penrod que estaba tratando de persuadir a Abdulahi de que le permitiera regresar a sus territorios tribales del desierto. Sin embargo, Abdulahi era demasiado sutil y tortuoso como para permitir que un hombre del poder y la influencia de Osman escapara a su control y supervisión directa. A Osman sólo se le permitía salir de Omdurman para conducir breves incursiones punitivas y de represalia contra las personas y tribus que habían incurrido en el disfavor de Abdulahi, o para excursiones de caza y cetrería en el desierto.
Cuando regresó a la ciudad, Osman se encontró con que tenía demasiado tiempo en sus manos. Un día, mandó llamar a Penrod.
—He observado la forma en que esgrimes la hoja. Es contraria al uso y la costumbre, y carece hasta de la apariencia de gracia.
Penrod bajó la mirada para ocultar su ira ante el insulto y, haciendo un esfuerzo, no le recordó al poderoso califa Atalan que la primera vez que se encontraron, en El Obeid, había respondido a la finta de Penrod alzando la rodela, la cual ocultó a sus ojos a la estocada que vino después, una respuesta que le pasó cerca del corazón.
—Aun así —dijo Osman— tiene cierto interés.
Penrod alzó la vista y vio un destello burlón en los ojos de su interlocutor.
—Exaltado califa, viniendo de semejante maestro esgrimista, ese elogio entibia mi corazón —se burló a su vez.
—Me divertirá practicar las armas contigo, y demostrarte el verdadero y noble empleo de la larga hoja —dijo Osman—. Comenzaremos mañana después de las plegarias matinales.
A la mañana siguiente, uno frente a otro, con espadas desenvainadas, Osman expuso las reglas de enfrentamiento:
—Trataré de matarte, tratarás de matarme. Si lo logro, despreciaré tu memoria. Si lo logras, mis aggagiers —indicó a los quince hombres que formaban en círculo en torno a ellos— te matarán, pero serás sepultado con grandes honores. Encargaré que en la mezquita se rece una oración especial en tu memoria. ¿No soy un amo benévolo?
—El poderoso Atalan es justo y ecuánime —asintió Penrod, y pusieron manos a la obra. Veinte minutos más tarde, Osman fue lento para recuperar, y, como advertencia, Penrod le laceró el brazo.
La mirada de Osman era homicida.
—Suficiente por ahora. Volveremos a combatir dentro de dos días.
Después de eso, combatieron día por medio durante una hora cada vez, y Osman aprendió a recuperar rápido y responder al modo de los húsares. Gradualmente, Penrod se encontró con que su adversario le exigía cada vez más, y se vio forzado a desplegar toda su habilidad para contener a su oponente. Al fin del Ramadan, Osman le dijo:
—Tengo un presente para ti.
Su nombre era Lala. Era una jovencita asustada y maltratada, hija de la guerra, la peste y la hambruna. No recordaba a su padre ni a su madre, y en toda su vida nadie le había demostrado bondad.
Penrod la trató con gentileza. Le pagó a una de las concubinas de al-Noor para que la lavara, como si fuese un cachorro de perro encontrado en la calle, y arreglara su cabello enmarañado. La proveyó de ropas decentes con que remplazar sus harapos. Hizo que le cocinara sus comidas, lavara sus ropas y barriera el piso de la pequeña celda cercana al patio de los aggagiers, que era donde residía. La dejó dormir frente a su puerta. La trató como si fuese un ser humano, no un animal.
Por primera vez en su vida, Lala tenía suficiente para comer. Hasta donde le alcanzaba la memoria, el hambre había sido parte de su vida. No engordó, pero de a poco sus huesos se recubrieron de un poco de carne. A veces, él la oía canturrear suavemente sobre el fuego cuando le preparaba la comida. Cuando él regresaba al patio de los aggagiers, ella sonreía. Una vez que Osman logró alcanzarle el hombro derecho con la larga hoja, Lala trató la herida, siguiendo sus instrucciones. Era una herida superficial, y no tardó en curar. Penrod le dijo que era un ángel de misericordia, y le compró un brazalete de plata barato en el zoco. Ella se alejó furtivamente con él hasta un rincón del patio y lloró de felicidad. Era el primer regalo que recibía.
Esa noche, se deslizó tímidamente en el angareb de Penrod, y a él le dio tanta pena que no pudo echarla. Cuando gemía entre pesadillas, le acarició la cabeza. Ella despertó y se acurrucó más cerca de él. Cuando él le hizo el amor, no fue por lujuria ni pasión, sino por piedad. Al siguiente atardecer, cuando ella le cocinaba la cena, él le habló en voz baja:
—Si te pidiera que hicieras algo difícil y peligroso por mí, ¿lo harías, Lala?
—Señor mío, haría todo lo que me pidieses.
—Si te pidiera que metas la mano en el fuego y saques de allí un hierro al rojo para dármelo, ¿lo harías? —Sin vacilar, ella tendió las manos hacia las llamas y él debió tomarla de la muñeca para evitar que metiera la mano allí—. ¡No, eso no! Quiero que lleves un mensaje. ¿Conoces a la mujer Nazira, esa a quien llaman Ammi? Trabaja en el harén como sirvienta de las concubinas blancas.
—La conozco, señor mío.
—Dile que Filfil está a salvo con al-Sajawi en Abisinia. —Filfil, Pimienta, era el nombre árabe de Saffron.
Lala esperó la ocasión de aproximarse discretamente a Nazira en el pozo, que era un lugar de reunión para todas las mujeres, y transmitió fielmente el mensaje. Nazira se apresuró a llevarle la noticia a Rebecca y Amber.
A los pocos días, Nazira se encontró con Lala en el pozo. Tenía un mensaje para que ésta le llevara a Penrod.
—Yakub está aquí en Omdurman —informó fielmente Lala.
Penrod quedó azorado.
—No puede ser el Yakub que conozco. Ese canalla desapareció hace mucho.
—Quiere que me encuentre con él —dijo Lala—. ¿Qué queréis que haga? y ¿Donde os encontraréis?
—Estaré con Nazira en el zoco del mercado de camellos.
—¿Es seguro para ti hacerlo?
Lala se encogió de hombros:
—Eso no tiene importancia. Si me lo pedís, lo haré.
Cuando ella regresó, él preguntó:
—¿Cómo es este Yakub?
—Tiene dos ojos, pero no miran para el mismo lado. Uno apunta el este y el otro al norte.
—Ese es el Yakub que conozco. —¿Cómo puedo haber dudado de él?, se preguntó Penrod.
—Me dijo que os diga que el sin par Yakub aún es vuestro sirviente. Languideció durante un año y tres meses en una prisión egipcia, injustamente acusado de traficar esclavos. Sólo cuando lo liberaron pudo ir hacia la dama de Aswan. Ahora, ella lo envía donde vos con noticias que son para vuestro beneficio.
Penrod supo al instante quién era la dama de Aswan y el corazón le dio un vuelco. Últimamente no había pensado en Bakhita, pero aún estaba allí, con la constancia de siempre. Con ella y Yakub ya no estaba solo.
—Te has desempeñado bien, Lala. Nadie podría haberlo hecho mejor —dijo, y el rostro de ella se iluminó.
Ahora tenía establecida una línea de comunicación con el mundo exterior, pero Lala era una criatura simple, incapaz de recordar más que unas pocas frases por vez, y sus encuentros con Nazira y Yakub eran tan riesgosos que sólo se podían realizar cada muchos días: Abdulahi y Osman tenían espías en todas partes.
Planificar la fuga fue un asunto largo y complicado. En dos ocasiones, Yakub debió dejar Omdurman y hacer el azaroso viaje hasta Abisinia para consultar a Ryder Courtney y Bakhita. Pero, muy lentamente, el plan tomó forma.
El intento tendría lugar el primer viernes de Ramadán, para el que faltaban cinco meses. Yakub tendría camellos esperando en la orilla opuesta del Nilo, ocultos entre las ruinas de Jartum. Mediante algún ardid o subterfugio, Penrod encontraría forma de salir del patio de los aggagiers. Nazira sacaría a Rebecca y Amber del harén y las llevaría a una faluca, cuyo concurso habría arreglado previamente. Penrod se encontraría con ellas allí y cruzarían todos el Nilo en la faluca. Luego, en los camellos de Yakub, avanzarían a toda velocidad costeando río arriba por la margen sur del Nilo Azul hasta donde Jock McCrump tendría al antiguo Ibis oculto en la Laguna de los Pececillos. Los llevaría hasta Roseires, donde los esperarían caballos para la carrera final hasta la frontera de Abisinia.
—¿Me llevarás contigo, señor mío? —preguntó Lala en tono implorante.
¿Qué diablos podría hacer con ella?, se preguntó Penrod. No era bonita, pero tenía una conmovedora carita de mono, y lo contemplaba con adoración y veneración.
—Te llevaré a dondequiera que vaya —prometió, y pensó, tal vez la pueda casar con Yakub. Sería una pequeña esposa ideal para él.
Sólo cuatro semanas más tarde, cuando ya todo estaba al fin dispuesto, Lala le trajo a Penrod otro mensaje, que lo impactó como una andanada de artillería pesada.
—Ammi Nazira dice que a al-Zahra le ha llegado su primera luna y se ha hecho mujer. Puede ocultarle esto al exaltado Osman Atalan, pero dentro de un mes, su luna se volverá a alzar. Ya no podrá disimularlo. El poderoso Atalan ya le ha ordenado a Nazira que esté atenta a la primera sangre de mujer de al-Zahra y se lo haga saber cuando ocurra. Ha anunciado que en cuanto sea casadera, ofrecerá a al-Zahra como obsequio al gran califa Abdulahi, quien anhela hacerla suya.
Aun si ello significaba arriesgarlos a todos, para Penrod no era posible permitir que Amber fuese entregada a Abdulahi. Sería peor que dársela a algún obsceno monstruo carnívoro para que se la comiera viva. Había que adelantar todo el plan. Les quedaba un mes de gracia para cambiar sus disposiciones. Sena un asunto precipitado. Envió a la bien dispuesta Lala con mensajes para Yakub casi a diario.
Dos semanas antes del nuevo intento de fuga, el califa Osman Atalan anunció una fiesta con espectáculo para todos sus parientes y sus seguidores más leales. El complejo principal fue decorado con palmas, y se asaron en espetones dos docenas de ovejas añales. Las mesas bajas ante las cuales los invitados se sentaron en blandos almohadones estaban colmadas de platos de fruta y golosinas. Penrod se encontró con que le habían destinado un lugar destacado, junto al califa, con al-Noor de un lado y Mooman Digna del otro.
Cuando todos comieron hasta saciarse, y el ánimo reinante era tan cálido como la luz del sol, con risas que se propagaban en ondas como las del Nilo, Osman se incorporó, pronunció un breve discurso de bienvenida, y los felicitó por su lealtad y diligencia.
—Ahora, ¡que comience el espectáculo! —ordenó, y batió palmas.
Un derbeque comenzó a batir un ritmo entrecortado, y se elevó un murmullo de sorpresa. Todas las cabezas se tendieron hacia el portón lateral del patio. Dos hombres llevaban un ser atado a una traílla. Era imposible adivinar a primera vista de qué animal se trataba. Se movía en cuatro patas lenta y dolorosamente, forzada por quienes lo llevaban a recorrer el patio en un tortuoso circuito. Sólo de a poco se dieron cuenta de que era una hembra humana. Sus manos y pies habían sido crudamente amputados ala altura de muñecas y tobillos. Los muñones habían sido sumergidos en alquitrán caliente para detener la hemorragia. Se arrastraba sobre sus codos y rodillas. El resto de su cuerpo desnudo había sido azotado con ramas espinosas. Las espinas le habían lacerado la piel. Las mutilaciones eran tan horribles que hasta los endurecidos aggagiers quedaron en silencio. Lentamente, se arrastró hasta quedar frente al lugar que ocupaba Penrod. Los que la llevaban ajustaron la traílla, forzándola a alzar la cabeza.
Helado de horror, Penrod contempló la carita de mono de Lala. La sangre del desgarrado cuero cabelludo le chorreaba en las vacías cuencas oculares. Le habían quemado los ojos con hierros al rojo.
—¡Lala! —dijo suavemente—. ¿Qué te hicieron? Ella reconoció su voz y se volvió hacia él. Aún le corría la sangre por las mejillas.
—Señor mío —susurró—. No les dije nada. —Luego, se derrumbó de cara sobre el polvo, y por más que tiraron de la traílla, no se volvió a levantar.
—¿Abadan Riyi! —exclamó Osman Atalan—. Mi confiable aggagier, de famoso brazo con la espada, termina con el dolor de esta criatura lamentable. —Un terrible silencio se cernía sobre la reunión. Todos miraban a Penrod, sin entender, pero galvanizados por lo dramático del momento.
—Mátamela, Abadan Riyi —repitió Osman.
—¡Lala! —la voz de Penrod tembló de piedad.
Ella lo oyó, y volvió la cabeza hacia él, buscando su rostro con sus cuencas vacías.
—Señor mío —susurró—, por el amor que siento por vos, hacedlo. Liberadme, pues ya no aguanto.
Penrod sólo vaciló un momento. Después, se incorporó y desenvainó la espada. Cuando estuvo de pie ante ella, Lala volvió a hablar:
—Siempre os amaré. —Y, de un solo tajo, él le separó la cabeza de su cuerpo mutilado. Luego, puso el pie sobre la hoja y, con un seco tirón a la empuñadura, la partió en dos.
—Dime, Abadan Riyi —dijo Osman Atalan—, lo que veo en tus ojos ¿son lágrimas? ¿Por qué lloras como una mujer?
—Lágrimas son, poderoso Atalan, y lloro por el modo en que morirás, que será terrible.
—Abadan Riyi planeaba escapar de Omdurman con ayuda de esta criatura —les explicó Osman a sus aggagiers—. Traed la shebba y ponédsela al cuello.
* * *
La shebba era un dispositivo diseñado para inmovilizar y castigar esclavos recalcitrantes y para evitar que escaparan. Era un pesado yugo en forma de "Y", hecho con una horqueta de acacia. El prisionero fue desnudado para contribuir a su humillación, y la bifurcación de la shebba se le ajustó a la garganta. El grueso tronco se extendía frente a él. Lo alzaron hasta la altura de sus hombros, y le ajustaron la horqueta detrás del cuello con sogas retorcidas de cuero crudo. Finalmente, los brazos de Penrod fueron amarrados al largo madero que quedaba por delante de él. Con ambos brazos inmovilizados, le era imposible alimentarse o alzarse un cuenco de agua a los labios. No podía limpiarse sus excrementos. Si permitía que el tronco cayera de la horizontal, la horca le aplastaría la garganta, asfixiándolo. Para moverse, primero debía alzar el enorme dispositivo y mantenerlo en equilibrio. No podía tenderse de costado ni de espaldas ni sentarse. Si quería descansar o dormir, debía hacerlo de rodillas, con el extremo del tronco descansando en la tierra por delante de él. Lo más que podía hacer era dar unos pocos pasos tambaleantes antes de que el peso del tronco desequilibrado lo forzara a caer otra vez de rodillas.
La fiesta continuó, con Penrod hincado en el centro del patio. Al fin, fue llevado otra vez al patio de los aggagiers. Mooman lo iba arreando a latigazos como si fuese una bestia de carga. No podía comer ni beber, y nadie lo ayudaba. No podía dormir, porque el dolor que le producía la shebba lo despertaba con sus punzadas. Era demasiado grande e incómoda como para que pudiera entrar en su celda, de modo que quedó de rodillas en el patio abierto, con un aggagier que lo vigilaba día y noche. Al tercer día, había perdido toda la sensibilidad de sus brazos y sus manos estaban azules e hinchadas. Aunque se tambaleaba contra los muros del patio para mantenerse a la sombra, los rayos del sol se reflejaban en la superficie encalada y su cuerpo desnudo se enrojeció y ampolló. Su lengua era como una esponja seca en su boca acartonada, pues el calor del mediodía era intenso.
A la mañana del cuarto día, comenzó a sentirse débil y desorientado, bamboleándose sobre el filo de la inconsciencia. Hasta sus globos oculares se estaban secando, y nadie lo ayudaba. Hincado en un rincón del patio, oyó las voces de los aggagiers que hablaban allí cerca. Discutían acerca de cuánto más duraría él. Luego, reinó el silencio, y se forzó a abrir los hinchados párpados. Por un momento, creyó que alucinaba.
Amber cruzaba el patio hacia él. Llevaba un gran cántaro en equilibrio sobre la cabeza al modo de las mujeres árabes. Los aggagiers miraban, pero ninguno trató de intervenir. Ella tomó el cántaro y lo posó en el suelo. Luego, metió una esponja en el mismo y se la puso a él en los labios. El no podía hablar, pero chupó, agradecido. Cuando ella le dio tanto como pudo beber, volvió a ponerse el cántaro vacío en la cabeza y dijo suavemente:
—Regresaré mañana.
Al día siguiente a la misma hora, Osman Atalan entró en el patio y se paró a la sombra del claustro junto a al-Noor y Mooman Digna. Amber llegó poco después que él. Lo vio de inmediato y se detuvo, con el cántaro en equilibrio sobre la cabeza, esbelta y graciosa como una gacela a punto de huir. Clavó los ojos en Osman, luego alzó desafiantemente el mentón y fue hasta donde estaba arrodillado Penrod.
Empapó la esponja y le dio de beber. Osman no lo evitó. Cuando finalizó y se estaba por ir, ella susurró sin mover los labios:
—Yakub vendrá por ti. Prepárate. —Al ir hacia la salida, pasó frente a Osman. Él, impasible la miró salir.
Amber regresó al día siguiente. Osman no estaba allí y la mayoría de los aggagiers parecían haber perdido interés. Le dio agua a Penrod, y después le hizo comer asida y gachas de dhurra, dándoselas con una cuchara en la boca como si fuese un infante, limpiándole lo que se le caía por la barbilla. Luego, empleó otra esponja para limpiar la mugre de la parte posterior de sus piernas y sus nalgas.
—Ojalá no tuvieras que hacer eso —dijo él.
Ella lo miró en forma intencionada y replicó:
—Aún no entiendes, ¿verdad? —Él estaba demasiado desconcertado y débil para ponerse a adivinar qué quería decir ella. Casi sin detenerse, ella prosiguió—. Yakub te vendrá a buscar esta noche.
Cayó la noche, y Penrod se hincó en su rincón del patio. El aggagier Kabel al-Din estaba de guardia esa noche. Se sentó cerca de él, con la espalda contra el muro y la espada envainada sobre el regazo.
Los músculos de los brazos de Penrod se acalambraban con tanta violencia que tuvo que morderse los labios para no gritar. La sangre tenía un sabor amargo y metálico en su boca. Finalmente, se deslizó a un sueño oscuro e insensible. Cuando despertó, oyó la suave risa de una mujer cerca de él. Era un sonido vagamente familiar. Luego, la mujer susurró salazmente:
—La enormidad de tu hombría me aterra, pero soy lo suficientemente valiente como para probarla. —Penrod se dio cuenta con incredulidad de que se trataba de Nazira. ¿Qué hará aquí?, se preguntó. La vio, yaciendo de espaldas a la luz de la luna, con las faldas levantadas hasta las axilas. Ka-bel al-Din estaba hincado entre sus muslos separados, disponiéndose a montarla, sin prestar atención a nada de lo que lo rodeaba.
Yakub trepó por sobre la pared, silencioso como una mariposa nocturna. En el momento en el que Kabel al-Din arqueaba la espalda sobre Nazira, Yakub le hundió la punta de su daga en la nuca. Con la experiencia que da una larga práctica, dio con la unión de la tercera y la cuarta vértebra, seccionando la médula espinal. Al-Din se puso rígido, luego se derrumbó en silencio sobre Nazira. Ella empujó a un lado su cuerpo exánime y salió de debajo de él. Luego, se incorporó, bajándose las faldas para ir a ayudar a Yakub, quien estaba inclinado sobre Penrod. Con la ensangrentada daga, Yakub cortó las tiras de cuero que le inmovilizaban los brazos, y Penrod estuvo a punto de gritar cuando la sangre regresó a sus sedientas venas y arterias. Mientras Nazira aguantaba el peso del yugo para evitar que le aplastara la laringe, Yakub cortó las tiras de cuero que se lo amarraban a la nuca. Entre ambos, se lo quitaron.
—Bebe, —Nazira le puso un pequeño frasco de vidrio entre los labios—. Amortiguará el dolor. —En tres sorbos, Penrod lo vació. El sabor amargo del láudano era inconfundible. Lo ayudaron a ponerse de pie, y lo llevaron medio a rastras hasta el muro. Yakub había dejado una soga colgando. Mientras Nazira lo mantenía en pie, Yakub pasó el lazo del extremo de la cuerda bajo los sobacos de Penrod. Subido al remate del muro, tiró, mientras Nazira empujaba desde abajo, y entre ambos izaron a Penrod—. Cayó ovillado al otro lado. Nazira se alejó en silencio en dirección al harén. Yakub se inclinó sobre Penrod y lo ayudó a pararse sobre sus pies entumidos.
Al comienzo, su avance hacia la ribera fue tortuosamente lento, pero al fin el láudano surtió efecto, y Penrod le alejó las manos a Yakub.
—En el futuro, no te demores tanto, tardo Yakub —musitó, y Yakub lanzó una risita ante la chanza. Penrod se lanzó a una vacilante carrera hacia el río, donde sabía que los esperaba la faluca que los llevaría a la otra orilla.
* * *
Como favorita de Osman Atalan, Rebecca tenía sus propios aposentos, y a Amber se le permitía compartirlos con ella. Las dos esperaron junto al ventanuco con celosías que les permitía un atisbo de la plateada luz de la luna que se reflejaba desde el ancho río. Rebecca había bajado tanto la mecha de la lámpara de aceite que apenas se veían las caras una a la otra. Amber vestía una ligera bata de lana y sandalias, como para viajar, y se estremecía de excitación.
—Casi es la hora. Debes prepararte Becky —suplicó—. De un momento a otro vendrá Nazira a buscarnos.
—Escúchame, Amber querida —Rebecca puso sus manos sobre los hombros de su hermana—. Debes ser valiente ahora. No iré contigo. Irás sola con Penrod Ballantyne.
Amber quedó silenciosa como una piedra, y clavó la mirada en los ojos de su hermana, pero la penumbra los hacía insondables. Cuando habló al fin, le temblaba la voz.
—No entiendo.
—No puedo ir contigo. Debo quedarme aquí.
—Pero, ¿por qué Becky?, ¿por qué, oh, por qué?
Como respuesta, Rebecca le tomó las manos a su hermana y se las llevó bajo su combinación. Se las apoyó sobre su vientre desnudo.
—¿Sientes eso?
—Sólo es un poco de gordura —protestó Amber—. Eso no te detendrá. Debes venir.
—Tengo un bebé dentro de mí, Amber.
—No lo creo. No es posible. Aún te amo y te necesito.
—Es un bebé —le aseguró Rebecca—. Es el bastardo de Osman Atalan. ¿Sabes qué es un bastardo, Amber?
—Sí. —Amber no pudo decir más.
—¿Sabes qué ocurrirá si regreso a Inglaterra con un bastardo árabe en el vientre?
—Sí. —La voz de Amber era casi inaudible—. Pero las comadronas te lo podrían quitar, ¿no?
—¿Te refieres a matar a mi bebé? —preguntó Rebecca—. ¿Matarías tú a tu propio bebé, querida Amber? —Amber meneó la cabeza—. Entonces no me pidas que lo haga.
—Me quedaré contigo —dijo Amber.
—Viste la penosa condición en que está Penrod —Rebecca sabía que ése era el más fuerte de los resortes de que disponía para conmover a Amber—. Ya le salvaste la vida. Lo alimentaste y le diste de beber cuando estaba muriendo. Si lo abandonas ahora, no sobrevivirá. Debes cumplir con tu deber.
—Pero, ¿qué ocurrirá contigo? —Amber se sentía cruelmente tironeada.
—Te prometo que yo estaré a salvo. —Rebecca la abrazó con fuerza, y después habló con tono firme y expeditivo—. Ahora, debes llevarte esto contigo. Es el diario de papi, al que le he hecho agregados. Cuando llegues a Inglaterra, llévaselo a su abogado. Su nombre es Sebastian Hardy. Escribí su nombre y su dirección en la primera página. Él sabrá qué hacer con él. —Le entregó el cuaderno a Amber. Lo había embalado en una bolsa de palma tejida, cuidadosamente atada. Era pesado y voluminoso, pero Rebecca le había trenzado una manija de soga para que fuese más fácil de llevar.
—No quiero dejarte —sollozó Amber.
—Lo sé, querida. El deber puede ser duro. Pero se debe cumplir con él.
—Te amaré por siempre y para siempre.
—Sé que lo harás, y yo te amaré con la misma intensidad y por el mismo tiempo. —Se confundieron en un abrazo hasta que Nazira apareció silenciosamente junto a ellas.
—Vamos, Zahra, es hora de partir. Yakub y Abadan Riyi te esperan a la orilla del río.
No quedaba nada que decir. Se abrazaron por última vez, y luego Nazira tomó la mano de Amber y se la llevó, junto con la bolsa que contenía su herencia. Sólo entonces Rebecca dejó que estallara su congoja. Se arrojó sobre el angareb de debajo de la ventana y lloró. Cada sollozo le salía de muy adentro.
Entonces, la fuerza de su dolor despertó algo en su interior y por primera vez sintió que la criatura que llevaba en la matriz pateaba. El sobresalto la hizo callar, y la colmó de tal alegría amarga que se abrazó el vientre con las manos y susurró.
—Ahora, eres todo lo que tengo. —Se meció a sí misma y a su criatura hasta quedarse dormida.
* * *
La faluca estaba fondeada cerca del barroso tramo de playa que se extendía bajo la mezquita vieja. Era una nave desvencijada y descuidada que hedía a barro del río y pescado viejo. Su propietario planeaba remplazaría con una nueva embarcación que pagaría con la exorbitante tarifa que le habían prometido a cambio de un único cruce del río. Lo elevado de la suma le advertía que corría grave peligro, y esperaba inquieto y nervioso.
El láudano hacia que Penrod Ballantyne se sintiera con la cabeza embotada y divorciado de la realidad, pero al menos sus miembros no sentían dolor. Él y Yakub estaban tendidos sobre las tablas del fondo, donde quedarían ocultos de una inspección superficial. En un susurro, Yakub le procuraba hacer entender algo que al parecer consideraba de primordial importancia. Pero la mente de Penrod, en alas del opio, no hacía más que alejarse, y las palabras de Yakub no tenían sentido para él.
Luego, vagamente percibió de que alguien vadeaba hacia la nave. Se alzó sobre un codo y miró por sobre la borda, mareado. Nazira estaba de pie en la playa, y la figura esbelta de Amber Benbrook, que llevaba una gran bolsa en la cabeza, avanzaba hacia la faluca.
—¿Dónde está Rebecca? —preguntó, parpadeando para asegurarse de que veía bien.
Amber trepó a bordo de la faluca y Nazira, volviéndole la espalda al agua, se alejó a la carrera.
—¿Dónde irá Nazira? —se preguntó vagamente.
Amber dejó caer la bolsa sobre cubierta y se inclinó sobre él.
—¡Penrod! —¡Gracias a Dios! ¿Cómo te sientes? Déjame ver tus brazos. Tengo un poco de ungüento para tus magullones.
—Espera a que lleguemos a la otra orilla —le dijo él—. ¿Dónde va Nazira? ¿Dónde está Rebecca? —Ni Amber ni Yakub le respondieron. En cambio, Yakub le dio una perentoria orden al patrón de la embarcación y se puso de pie para ayudarlo a izar la vela latina. Se hinchó con la brisa de la noche y se alejaron.
La faluca aprovechaba el viento con mucha más eficacia que la que hubiera supuesto dada su edad, alzando tal ola con la proa que el rocío los salpicaba. Al llegar a la orilla de Jartum, tocaron tierra con tal fuerza que casi pierde su quilla podrida. Amber y Yakub ayudaron a Penrod a desembarcar, y Yakub encajó el hombro bajo su axila para afirmarlo mientras se apresuraban por las calles desiertas de la ciudad en ruina. No encontraron ni un ser viviente hasta que llegaron al abandonado complejo de Ryder Courtney. Allí, un muchacho beduino los esperaba con una reata de camellos. En cuanto le hizo entrega del cabestro del primer camello a Yakub, desapareció rápidamente entre las sombras.
Los camellos de montar estaban totalmente ensillados y equipados. Montaron de inmediato, pero Yakub debió ayudar a Penrod a subir a la silla, y éste casi cae cuando el animal se incorporó. Yakub lo tomó del cabestro y condujo la pequeña caravana por el barro de un canal casi seco que llevaba al desierto. Una vez allí, aguijó los camellos, y se alejaron al paso, manteniendo el río a la vista a su izquierda. Antes de que hubieran recorrido una milla, Penrod perdió el equilibrio y se deslizó hacia el costado de la silla. Golpeó el suelo con fuerza y quedó tendido como un muerto. Desmontaron y lo ayudaron a subir otra vez a la silla.
—Yo lo sujetaré —le dijo Amber a Yakub. Montó, se acomodó detrás de Penrod y le pasó los brazos por la cintura para sostenerlo. Siguieron sin detenerse durante horas, hasta que a la primera luz del amanecer distinguieron la forma de la laguna entre la bruma del río. No había ni rastros del vapor en las aguas abiertas.
Al borde del juncal, Yakub sofrenó su camello y se puso de pie, bien erguido, sobre la silla. Cantó hacia la laguna en un agudo gemido que se hubiera oído en una milla a la redonda.
—En Nombre de Dios, ¿no hay hombre ni yinni que me oigan?
En forma casi inmediata, desde cerca de los juncos, un yinni respondió con marcado acento escocés:
—¡Sí, sí, amigo! Te oigo. —Jock McCrump había camuflado su vapor con juncos cortados de modo que era casi invisible desde la orilla de la laguna. En cuanto soltaron los camellos y estuvieron a salvo a bordo, hizo dar marcha atrás al que fuera el Ibis, ahora el Sabiduría de los Cielos, hasta aguas abiertas y enfiló la proa a Roseires, casi doscientas millas río arriba. Luego bajó a la cabina donde Penrod estaba tendido en la litera, mientras Amber le ungía las ampollas y magullones con el ungüento provisto por Nazira—. Y no me cabe duda de que ahora pretenderán que yo haga una taza de té —dijo Jock, malhumorado. Era Darjeeling Orange Pekoe con leche condensada, y Penrod jamás había probado sabor más celestial. Cayó dormido inmediatamente después de vaciar su tercer jarro, y no volvió a despertarse hasta que no estuvieron cien millas río arriba de Jartum, fuera del alcance de incluso los más veloces de los camellos de los aggagiers de Osman Atalan.
Cuando abrió los ojos, Amber aún estaba sentada al pie de la litera, pero tan absorta en la lectura del voluminoso diario de su padre que pasó un rato hasta que se diera cuenta de que él había despertado. Penrod estudió las expresiones que la lectura del diario de su padre evocaban en su rostro. Vio que ahora se había vuelto, de lejos, la más bella de las tres hermanas Benbrook.
Repentinamente, lo miró, sonrió y cerró el diario.
—¿Cómo te sientes ahora? Has dormido diez horas sin moverte.
—Estoy mucho mejor, gracias a ti y a Yakub. —Se detuvo—. ¿Rebecca?
La sonrisa de Amber se desvaneció, y se mostró compungida.
—Se quedará en Omdurman. Ésa fue su elección.
—¿Por qué? —preguntó él, y ella le contó todo. Ambos quedaron en silencio por un rato, y luego Penrod dijo—: Si hubiese estado consciente, habría regresado en su busca.
—Hizo lo correcto —dijo suavemente Amber—. Rebecca siempre hace lo correcto. Hizo ese sacrificio por amor a mí. Nunca lo olvidaré.
Durante el resto del viaje por el río, mientras hablaban, Penrod descubrió que ya no era una niña en cuerpo ni mente, sino que se había convertido en una joven mujer valiente y madura, cuyo carácter había sido templado en la fragua del sufrimiento.
* * *
Sus caballos esperaban en Roseires, y fueron haciendo postas de mulas mientras atravesaban las estribaciones de las tierras altas abisinias. Llegaron a Entoto tras once días de duro cabalgar y, cuando entraron en el patio del complejo de Ryder Courtney, Saffron se precipitó a saludar a su gemela. Amber se lanzó de la mula y cayeron una en brazos de la otra, demasiado emocionadas para hablar. Ryder las contempló desde la veranda con una sonrisa benigna.
Una vez que recuperaron el habla, las gemelas apenas si podían detenerse lo suficiente como para tomar aliento. Se quedaban despiertas toda la noche, hablando en el estudio de Saffron. Vagaban de la mano por los zocos y calles de Entoto, hablando. Cabalgaban a las montañas y regresaban con brazadas de flores, hablando siempre. Luego, se leyeron el diario de su padre y las adiciones que le había hecho Rebecca en voz alta una a otra, y se abrazaron, llorando por su padre y su hermana mayor, a quienes habían perdido para siempre.
Amber estudió la carpeta de escenas de Jartum esbozadas por Saffron. Las consideró maravillosamente precisas y evocativas, y sugirió unos pocos pequeños cambios y mejoras, que Saffron, ansiosa de complacerla, adoptó de inmediato. Saffron diseñó y confeccionó un nuevo guardarropa para Amber, y la llevó a tomar el té con lady Alice Packer y la emperatriz Miriam. La Reina opinó que el nuevo vestido de Amber era elegante y atractivo, y le pidió a Saffron fue le diseñara un vestido para su próxima cena de Estado.
Amber continuó el diario de David Benbrook desde el punto donde Rebecca lo había interrumpido. Allí, describió su huida de Omdurman y la fuga por el Nilo Azul hasta la frontera con Abisinia. Al hacerlo, descubrió que tenía un talento natural para la palabra escrita.
El único que no estaba completamente encantado con la llegada de Amber a Entoto era Ryder. Se había acostumbrado a contar con la atención excluyente de Saffron. Ahora que ésta estaba consagrada a su gemela se dio cuenta, con cierta conmoción, de cuánto la extrañaba.
Penrod se recuperó velozmente de las lesiones producidas por el shebba de Osman Atalan. Ejercitó su brazo de espadachín practicando con Yakub y sus piernas en largas caminatas solitarias por las montañas. Su primera acción urgente fue informar de sus actividades y paradero a sus superiores en El Cairo, pero la línea de telégrafo sólo corría hasta Djibouti, en el golfo de Aden. Les escribió cartas a sir Evelyn Baring, al vizconde Wolseley y a su hermano mayor en Inglaterra. El embajador británico las envió en su valija diplomática, aunque todos sabían cuánto tiempo pasaría hasta que pudiesen esperar respuesta.
Ryder Courtney tenía un sobre sellado en blanco para Penrod. Cuando éste lo sopesó en su mano, se dio cuenta de que contenía algo más que papel.
—¿De quién es? —preguntó.
—Desgraciadamente, he jurado mantener silencio —replicó Ryder—, pero estoy seguro de que la respuesta está ahí dentro. Usted no debe preguntarme nada más sobre este asunto, pues no puedo discutirlo.
Penrod lo llevó al dormitorio que Ryder había reservado para él, y trabó la puerta. Al cortar el sobre, un objeto pesado cayó de su interior, pero pudo atajarlo antes de que golpeara las baldosas. Quedó en su palma, reluciente en su áurea magnificencia, su belleza intacta a pesar de los siglos. El anverso tenía una efigie de Cleopatra Thea Philopator coronada, y el reverso, la cabeza de Marco Antonio. Además de la moneda, el sobre contenía un trozo de pergamino con una única línea escrita en árabe. "Cuando mi señor me necesite, sabe dónde encontrarme". La moneda era su firma.
—¡Bakhita! —frotó la efigie de la mujer con el pulgar. ¿Cómo encajaba ella ahora en el esquema de las cosas? Luego, recordó que Yakub había querido decirle algo importante cuando estaba drogado con láudano la primera noche de la fuga de Omdurman.
Al día siguiente, él y Yakub cabalgaron a las montañas, donde podían estar solos. Yakub relató en detalle como, después de que Penrod fuese capturado por Osman Atalan, había partido a Aswan para obtener la ayuda de la única persona que podía y quería ayudarlos. Explicó cómo lo habían arrestado en la frontera de Egipto por viajar con un traficante de esclavos, y cómo había estado encarcelado por más de un año antes de poder seguir viaje hacia Aswan.
—En cuanto encontré a Bakhita al-Masur, ella viajó conmigo hasta Entoto, y arregló tu fuga con al-Sajawi.
Penrod evaluó la posibilidad de ignorar la advertencia de Ryder Courtney y mencionarle el papel de Bakhita en su rescate, pero finalmente pensó que sería mejor no hacerlo. Bakhita y él siempre habían mantenido el mayor de los secretos y discreción en su relación. Incluso, lo sorprendía que Yakub hubiera sabido algo al respecto. Para este momento, ya debería haber aprendido a no sorprenderse de nada de lo que era capaz de hacer el intrépido Yakub. Sonrió para sus adentros. Luego consideró escribirle a Bakhita, pero ello habría sido igualmente imprudente. Aun si la carta le llegara mediante canales diplomáticos, no había forma de saber qué integrantes del personal estaban en la nómina de pagos del ubicuo sir Evelyn Baring. Había otra razón para no contactar a Bakhita. Ésta no estaba tan claramente definida en su mente, pero tenía que ver con Amber Benbrook. No quería hacer nada que más tarde pudiera resultar lesivo para la niña.
¿Niña?, se cuestionó su elección de palabras cuando la miró cruzar el patio, absorta en conversar con su hermana. Te engañas a ti mismo, Penrod Ballantyne.
Pasaron cinco meses antes de que Penrod recibiera una respuesta a la carta que le había enviado a su hermano mayor, sir Peter Ballantyne, a la propiedad familiar de la frontera con Escocia. En su respuesta, sir Peter se mostró de acuerdo con que las hermanas Benbrook se establecieran en Clercastle hasta que llegara el momento en que se decidiera su futuro. Penrod navegaría de regreso a Inglaterra con Amber y Saffron, y se ocuparía de ellas hasta que llegaran a Clercastle. Una vez que llegaran, Jane, la esposa de sir Peter, lo relevaría en esa responsabilidad.
En cuanto Penrod recibió la carta de su hermano, fue a la embajada inglesa y telegrafió a la oficina de la línea naviera Peninsular and Orient Steams Ship en Djibouti. Reservó pasaje para él y para las gemelas en el SS Singapore, que partía hacia Southampton vía Suez y Alejandría en seis semanas. Cuando Amber se enteró de que regresaría a su país junto a Penrod Ballantyne y que después se quedaría en Clercastle con la familia Ballantyne no presentó ninguna objeción. Por el contrario, pareció complacida con el arreglo.
Las cosas no fueron tan fáciles con su gemela. Siguieron largas y difíciles discusiones con Saffron, quien anunció con pasión que no podía ver por qué razón debía regresar a Inglaterra, donde llueve todo el tiempo y probablemente perezca de pulmonía doble el mismo día que llegue.
—Fue necesario apelar a la intercesión de Alice Packer.
—Mi querida Saffron, sólo tienes catorce años.
—Quince, en un mes —la corrigió Saffron, sombría.
—Tu educación ha sido un poco descuidada —prosiguió Alice, imperturbable—. Estoy segura de que sir Peter proveerá una gobernanta para ti y Amber. A fin de cuentas, tiene hijas de edad muy parecida a la vuestra, adorables niñas.
—No necesito geografía ni matemáticas —dijo Saffron, tercamente—. Sé todo sobre África y sé pintar.
—¡Ah! —dijo Alice—. Sir John Millais es un querido amigo mío. ¿Te gustaría estudiar arte con él? Estoy segura de que puedo arreglar para que así sea.
Saffron vaciló: Millais, uno de los fundadores de la hermandad prerrafaelista, era el pintor más celebrado de esa época. David Benbrook tenía un libro de sus pinturas en su estudio de Jartum. Saffron se había pasado horas de ensoñación contemplándolas. A continuación, Alice jugó su carta más fuerte:
—Y, por supuesto, en cuanto cumplas los dieciséis, siempre te daré la bienvenida como invitada mía en Entoto, cuándo y cuánto quieras.
A medida que el día de su partida a Djibouti se aproximaba, Saffron pasaba menos tiempo con su gemela y más ayudando a Bacheet a ocuparse de Ryder. Éste consintió en posar durante una o dos horas cada tarde para un último retrato. Desde que se había decidido cuál sería el destino de las gemelas, se lo veía algo alicaído, estado de ánimo que revirtió perceptiblemente durante las diarias sesiones de pintura. Saffron era una muchacha divertida y lo hacía reír.
Dos días antes de la fecha en que Penrod y las gemelas debían partir a Djibouti, Ryder anunció su intención de unirse a su pequeña caravana, ya que esperaba que el SS Singapore le trajera un embarque de mercancías de Calcuta. En el transcurso de la travesía costa abajo, Ryder y Saffron pasaron mucho tiempo cabalgando juntos a la retaguardia del convoy. Cuanto más se acercaban a Djibouti, más serias se hacían sus expresiones. El día antes de que avistaran la ciudad y el puerto, una violenta discusión estalló entre ellos. Saffron dejó a Ryder y galopó hasta la cabeza de la columna para cabalgar a la vera de Amber.
Esa noche, como de costumbre, los cuatro cenaron junto al fuego. Cuando Ryder le dirigió una educada observación, Saffron hizo una mueca y movió su silla de manera de darle la espalda. No le dio las buenas noches cuando ella y Amber se retiraron a su tienda.
Al día siguiente, cuando distinguieron el puerto de Djibouti, vieron que el SS Singapore estaba fondeado en la rada abierta, descargando mercancías en las barcazas que se apiñaban a su alrededor. Cuando Ryder y Bacheet instalaron el campamento en las afueras de la ciudad, Penrod y las gemelas cabalgaron hasta la oficina de embarques del muelle para pagar y recibir sus billetes para la travesía a Southampton. El empleado les dijo que el Singapore partiría puntualmente al mediodía siguiente. Penrod logró adquirir una botella de whisky Glenlivet del oficial de cuentas. Él y Ryder la despacharon rápidamente esa noche, una vez que las gemelas se hubieron retirado a su tienda poco después de la caída del sol.
Debido a las exigencias producidas por la consumición alcohólica de la noche anterior, ambos hombres se despertaron tarde. En la rada abierta, el Singapore ya juntaba vapor, preparándose para partir en tres horas. Penrod llevó el equipaje al embarcadero y lo hizo enviar a bordo, y cuando cabalgó de regreso al campamento, lo encontró alborotado.
—¡Se fue! —se lamentó Bacheet, retorciéndose las rollizas manos—. ¡Filfil se fue!
—¿Qué quieres decir, Bacheet? ¿Se fue dónde?
—No lo sabemos, efendi. Por la noche tomó su mula y se fue. al-Sajawi salió a buscarla, pero me parece que Filfil le lleva una ventaja de seis horas. Le será imposible alcanzarla antes del atardecer.
—Para entonces, el Singapore ya habrá partido —dijo Penrod, furibundo, y fue en busca de Amber.
—Cuando Saffron y yo nos fuimos a la cama, me dormí de inmediato. Cuando desperté, ya había luz y Saffy se había ido, así no más, sin siquiera despedirse.
Penrod estudió su rostro en busca de algún indicio de la verdad. Estaba seguro de que había oído a las gemelas cuchicheando cuando, al irse a dormir, pasó por su tienda. Tenía la certeza de que pasaba de medianoche, pues le había dado cuerda a su reloj de bolsillo antes de apagar su lámpara.
—Tendremos que embarcar. No nos podemos perder este viaje. Es el último en meses. Trataré de persuadir al capitán de que postergue la salida hasta que Saffron esté a bordo —dijo, y Amber asintió con expresión angelical.
Penrod y Amber estaban de pie ante la barandilla de estribor del Singapore, y aquel miraba ansiosamente con unos binoculares prestados al último bote que se aproximaba al barco desde la costa.
—¡Maldición! —murmuró con furia—. ¡No está a bordo!
Cuando bajaba los binoculares, el tercer oficial del barco bajó apresuradamente la escalera del puente y se acercó a ellos.
—El capitán le envía sus saludos, capitán Ballantyne, pero dice que aunque lo lamenta mucho, es imposible demorar la partida hasta que llegue la señorita Benbrook, Si lo hace, le será imposible hacer su reserva para pasar el canal de Suez. —En ese preciso momento, la sirena del barco lloró, cortando el resto de la disculpa. El cabrestante de proa comenzó a traquetear, y el ancla quedó libre.
—Muy bien, señorita Amber Benbrook —dijo sombríamente Penrod— creo que ya es hora de que diga la verdad. ¿Exactamente a qué juega su hermana?
—Hubiera creído que eso es perfectamente evidente para cualquiera que no fuera ciego ni imbécil.
—Así y todo, le agradecería si usted me lo pudiera explicar.
—Mi hermana está enamorada del señor Ryder Courtney. No tiene ni la menor intención de dejarlo. Me temo que nos veremos privados de su compañía durante la travesía. Tendrá que conformarse con la mía.
Una perspectiva que no encontraba particularmente desagradable, pensó, aunque procuró ocultar su alegría.
Las pisadas de la mula de Saffron regresaban directamente por la ruta principal a la frontera con Abisinia. Eran fáciles de seguir, menos en los trechos en que otros viajeros habían pasado sobre ellas. Saffron no había hecho ningún intento de cubrirlas ni de distraer la persecución. Ryder no tardó en ver que la iba a alcanzar, pero sólo a media tarde distinguió su mula en la distancia. Azuzó a su cabalgadura para ponerla al galope. Cuando llegó a distancia suficiente como para que ella lo oyera, le dirigió un grito de enfado. Ella se detuvo y cabalgó hacia él. Entonces, vio que no era ella, sino uno de los sirvientes del campamento: un muchacho un poco retardado cuya única función era hacer leña. Cualquier tarea más exigente estaba fuera de sus limitadas capacidades.
—En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo, Salomón? ¿Dónde crees que vas con la mula de Filfil?
—Filfil me dio un María Teresa para que cabalgara de regreso a Entoto para buscarle una caja que olvidó —anunció con aire de importancia, orgulloso de la tarea que se le había confiado.
—¿Dónde está Filfil ahora?
—Bueno, efendi, no lo sé. —Salomón se hurgó la nariz, incómodo ante la complejidad de la pregunta—. ¿No está en Djibouti?
Cuando Ryder avistó otra vez el puerto, el fondeadero del Singapore estaba vacío, y el humo de sus chimeneas no era más que un borrón oscuro en el ácueo horizonte. Ryder entró precipitadamente al campamento y le gritó a Bacheet:
—¿Dónde está Filfil? —Bacheet permaneció en silencio, pero volvió los ojos hacia la tienda.
Ryder fue a zancadas hasta la tienda, y se inclinó, asomándose por la cortina de la entrada.
—Aquí estás, sinvergüenza.
Saffron estaba sentada con las piernas cruzadas en su catre de campaña. Iba descalza, y sobre su cabeza se alzaba el más extravagante de sus sombreros. Parecía extremadamente complacida consigo misma.
—¿Qué explicación tienes para dar? —quiso saber él.
—Lo único que te puedo decir es que tú eres mi perro y yo soy tu pulga. Por más que te rasques, no te librarás de mí, Ryder Courtney.
Ya iban en la mitad del camino de regreso a Entoto, cuando él se recuperó de la conmoción y se dio cuenta de lo feliz que estaba de que ella no hubiera partido con el Singapore.
—Aún no sé que voy a hacer —dijo—. Probablemente me arresten por secuestro de una menor. No tengo ni la menor idea de cuál es la edad legal para casarse en Abisinia.
—Catorce años —dijo Saffron—. Se lo pregunté a la Emperatriz antes de que dejásemos Entoto. De todas formas, no es más que una norma orientativa. Nadie le presta mucha atención. Ella tenía trece cuando se casó con el Emperador.
—¿Alguna otra perla de información? —preguntó él con acidez.
—Sí. La Emperatriz me ha hecho saber de su disposición a amadrinar nuestra unión, en caso de que quieras casarte conmigo. ¿Qué te parece?
—Ni lo había pensado —exclamó él— pero, por Dios, ahora que lo mencionas, no es del todo mala como idea. —Se inclinó hacia ella, la alzó del lomo de su mula, la sentó frente a sí en su montura y la besó.
Ella se afirmó el sombrero en la cabeza con una mano y le envolvió el cuello con el otro brazo. Luego, devolvió el beso con mucho más vigor que sutileza. Después de un momento, se separó para respirar.
—¡Oh, hombre maravilloso! —jadeó—. No puedes imaginar cuánto tiempo llevo queriendo hacer esto. Se siente aún más agradable de lo que esperaba. Hagámoslo otra vez.
—Excelente idea —asintió él.
La Emperatriz cumplió con su palabra. Se sentó en el primer banco de la catedral de Entoto con el Emperador a su lado, irradiando su luz sobre la ceremonia como el sol naciente. Iba vestida con una creación de Saffron Benbrook, que le daba un enorme parecido a una gran torta de chocolate recubierta de azúcar.
Lady Packer había convencido a su marido, sir Harold White Packer, Caballero Comendador de la Orden de San Miguel y San Jorge, de que fuera él quien entregara a la novia. Se había revestido de todos sus atributos, incluido el bicornio con pasamanería dorada y penacho de plumas de gallo blancas. El novio estaba nervioso y bien parecido en su levita negra, con la destellante Estrella de la Orden de Salomón y Judea en el pecho. El obispo de Abisinia celebró el servicio.
Saffron había diseñado su propio vestido de novia. Cuando avanzó por la nave del brazo de sir Harold, Ryder sintió un ligero alivio al ver que vestía de un puro blanco virginal. El gusto de Saffron solía inclinarse por matices más brillantes. Cuando dejaron la iglesia como marido y mujer, una escuadra de la real artillería abisinia disparó una salva de nueve tiros. En la fiebre del momento, uno de los antiguos cañones fue cargado por partida doble y explotó de modo espectacular a la primera descarga. Afortunadamente, nadie salió herido, y el obispo declaró que se trataba de un augurio propicio. El Emperador suministró vastas cantidades de ardiente tej al populacho, y se hicieron brindis a la novia y el novio por tanto tiempo como duró la bebida y los festejantes permanecieron en pie y conscientes.
Para la luna de miel, Ryder llevó a su esposa a las tierras altas del sur de Abisinia en una expedición para capturar al raro nyala de montaña. Regresaron al cabo de unos meses sin haber siquiera atisbado a la elusiva bestia. Saffron pintó un cuadro para conmemorar la expedición: sobre la cima de una montaña, al fondo, se alzaba una criatura más que ligeramente parecida a un unicornio y en primer plano se veían un hombre y una mujer sobre cuya identidad no cabía duda. La mujer se tocaba con un gran sombrero amarillo decorado con conchas marinas y rosas. No miraban al unicornio, sino que entre ambos sostenía en brazos a un ave magnífica, mitad avestruz, mitad pavo real. La leyenda bajo el cuadro decía: "Fuimos en busca del elusivo nyala, y en cambio encontramos el pájaro de la felicidad".
A Ryder le gustó tanto que le hizo poner un marco de marfil y lo colgó en la pared a la cabecera de su cama.
* * *
La travesía del Mar Rojo fue calma y apacible. Sólo había cuatro cabinas de pasajeros en el SS Singapore, dos de las cuales no estaban ocupadas. Amber y Penrod cenaban cada noche con el capitán y, después de la cena, paseaban por cubierta o bailaban al son del violín que tocaba el cocinero italiano, quien consideraba que Amber era la criatura más adorable de toda la creación.
Durante el día, Amber y Penrod trabajaban juntos en la sala de juegos, editando el diario de David Benbrook. Amber ejercitaba su recién descubierto talento de escritora y Penrod suministraba el trasfondo militar e histórico. Amber le sugirió que escribiera su relato de la batalla de Abu Klea, su ulterior captura por Osman Atalan y su fuga del cautiverio entre los derviches. Lo combinarían con los escritos de David y Rebecca. Cuanto más avanzaban con el proyecto, mayor era su entusiasmo. Para el momento en que el Singapore fondeó en el puerto de Alejandría, habían progresado mucho en expandir y corregir el texto. Ahora, podía ser publicado como una emocionante aventura real, y tenían lo que quedaba del viaje de regreso para completarlo.
Penrod bajó a tierra en Alejandría y alquiló un caballo. Cabalgó las treinta millas que lo separaban de El Cairo, donde se dirigió directamente a la legación británica. Sir Evelyn Baring sólo lo hizo esperar veinte minutos antes de enviar a su secretario a que lo hiciera pasar a su despacho. Tenía la carta de treinta páginas que Penrod le enviara desde Entoto desplegada como un abanico sobre el escritorio, frente a él. Le había hecho crípticas anotaciones en tinta roja en los márgenes. En el transcurso de la entrevista, que duró casi dos horas, Baring mantuvo su habitual modo y expresión, fríos y enigmáticos. Al fin, se incorporó para despedirse de Penrod sin hacer comentario ni expresar opinión alguna de censura o aprobación.
—El coronel Samuel Adams está ansioso por hablar con usted en el cuartel general del ejército, en Guizé —le dijo a Penrod, ya en la puerta.
—¿Coronel? —preguntó Penrod.
—Ascenso —replicó Baring—. Él le explicará todo.
Sam Adams ya no usaba bastón y sólo rengueaba ligeramente cuando salió de detrás de su escritorio para saludar cálidamente a Penrod. Se lo veía saludable y bronceado, aunque había algunos pelos grises en su bigote.
—Felicitaciones por los galones de coronel, señor —dijo Penrod, haciendo la venia.
Adams no llevaba gorra, de modo que no pudo responderle la venia, pero en cambio tomó la mano de Penrod y se la estrechó calurosamente.
—Qué gran gusto tenerlo otra vez por aquí, Ballantyne. Han ocurrido muchas cosas en su ausencia. Vamos a almorzar al club.
Había reservado una mesa en el ángulo del comedor del Club Gheziera. Pidió una botella de Krug, esperó a que llenaran sus copas y encargó lo que comerían al camarero de fez rojo y galabiyya antes de entrar en materia.
—Tras el desastre de Jartum y el asesinato de ese idiota de Gordon, hubo muchas repercusiones desagradables. En Inglaterra, la prensa buscaba chivos expiatorios, y se concentraron en la demora de sir Charles Wilson en continuar la marcha hacia Jartum tras la victoria de Abu Klea. Wilson buscó defenderse echándoles la culpa a sus subordinados. Desgraciadamente, usted fue uno de los acusados, Ballantyne. Han levantado cargos de insubordinación y deserción contra usted. Ahora que ha regresado usted del limbo, casi con certeza lo someterán a una corte marcial. Delito capital, si lo declaran culpable. El pelotón de fusilamiento, ¿entiende?
Penrod palideció bajo su bronceado y clavó los ojos en Adams, horrorizado.
Éste se apresuró a proseguir:
—Tiene usted amigos aquí. Todos saben cuál es su valía. Cruz de Victoria, tiroteos, fugas heroicas, todas esas cosas. Sin embargo, deberá usted renunciar a su plaza en los húsares.
—¿Renunciar a mi plaza? —exclamó Ballantyne—. Antes prefiero que me fusilen.
—Tal vez eso sea lo que ocurra. Pero déjeme terminar. —Extendió la mano por sobre la mesa, y se la puso en el brazo a Penrod para evitar que se pusiera de pie de un salto—. Beba su champaña y escúcheme. Estupenda cosecha, por cierto. No la desperdicie. —Penrod se calmó y Adams prosiguió.
—En primer lugar, debo darle alguna información de fondo. Ahora, Egipto nos pertenece en todos los aspectos menos en el nominal. Baring lo llama el Protectorado Velado, pero a pesar de todas las bonitas palabras, es una jodida colonia. En Londres se ha tomado la decisión de reconstruir el ejército egipcio, que es una chusma desorganizada, transformándola en un cuerpo de combate de primera. El nuevo sirdar es Horatio Herbert Kitche-ner. ¿Lo conoce?
—No, no puedo decir que lo conozca —dijo Penrod. El sirdar era el comandante en jefe del ejército egipcio.
—Una cruza de tigre con dragón. Un jodido tragafuegos. Necesita desesperadamente oficiales de primera clase para el nuevo ejército, hombres que conozcan el desierto y el idioma. Mencioné el nombre de usted. Sabe quién es. Lo necesita. Si se une a él, aplastará todos los cargos de Wilson contra usted. Kitchener está subiendo la escalera y va a llegar arriba, y llevará a su gente con él. Empezará usted con el rango que equivale al de capitán, pero casi puedo garantizarle que tendrá un batallón en un año y su propio regimiento en cinco. La elección para usted es la ruina o la alta graduación. ¿Qué opina?
Penrod se alisó los bigotes reflexivamente; en el barco, Amber se los había recortado junto con las patillas, y una vez más, eran exuberantes. Había aprendido a no lanzarse nunca sobre una primera oferta.
—Cuerpo de camelleros —dijo Adams, agregando un incentivo—. Muchos combates en el desierto.
—¿Cuándo puedo conocer a este caballero?
—Mañana. A las nueve cero cero en el nuevo cuartel general del ejército. Si usted está apegado a la vida, sea puntual.
* * *
Kitchener era un hombre musculoso, de estatura mediana, y se movía como un gladiador. Tenía una abundante cabellera y un ojo desviado, no muy distinto del de Yakub. Eso hizo que a Penrod le cayera bien. Le habían volado un trozo de mandíbula en un combate con los derviches en Suakin, cuando era gobernador en ese insalubre y peligroso rincón de África. El hueso estaba distorsionado y el tejido queloide de la cicatriz se veía rosado pálido contra la piel bronceada. Su apretón de manos era duro como hierro, sus modales ásperos e inflexibles.
—¿Habla usted árabe? —preguntó en ese idioma. Hablaba bien, pero con un acento que jamás podría pasar por el de un nativo.
—¡Sirdar efendi! Que todos vuestros días sean perfumados por el jazmín. —Penrod hizo el gesto que expresa respeto—. De veras, hablo el idioma del Único Dios Verdadero y de su Profeta.
Kitchener parpadeó. Era perfecto.
—¿Cuándo puedo contar con usted?
—Me es necesario estar en Inglaterra hasta Navidad. Llevo algún tiempo sin contacto con la civilización. Debo ocuparme de mis asuntos personales, y renunciar a mi plaza en mi actual regimiento.
—Tiene hasta mitad de enero próximo, momento en que lo quiero aquí, en El Cairo. Adams se hará cargo de los detalles junto a usted. Puede retirarse. —Su mirada despareja volvió a caer sobre los papeles que tenía sobre el escritorio al que estaba sentado.
Cuando él y Adams bajaban la escalinata del cuartel general hasta donde los mozos de cuadra les tenían los caballos, Penrod dijo:
—No pierde mucho el tiempo.
—Ni un segundo —asintió Adams—. Ni un solo jodido segundo.
* * *
Antes de cabalgar de regreso a Alejandría para tomar el Singapore, Penrod fue a la oficina de telégrafos y le envío un cable a Sebastian Hardy, el abogado de David Benbrook, a su despacho de Lincolns Inn Fields. Era un mensaje prolongado, y le costó a Penrod dos libras, nueve chelines y cuatro peniques.
* * *
Hardy vino en tren desde Londres para esperar al barco cuando éste atracó en Southampton. A Penrod y Amber su apariencia les recordó al señor Pickwick de Charles Dickens. Sin embargo, detrás de sus quevedos relucían unos ojos astutos y calculadores. Regresó a Londres con ellos.
—La prensa se ha enterado de su fuga de Omdurman, y de que llegan ustedes al país —les dijo—. Están enloquecidos. No me cabe duda de que estarán en la estación de Waterloo para lanzarse sobre ustedes.
—¿Cómo saben en qué tren llegamos? —preguntó Amber.
—Les di un pequeño indicio —admitió Hardy—. Diría que es algo así como ir echando cebo al agua antes de lanzar el anzuelo. Ahora, ¿puedo leer ese manuscrito?
Amber miró a Penrod en busca de orientación, y éste asintió con la cabeza.
—Creo que debes confiar en el señor Hardy. Tu padre así lo hizo.
Hardy repasó el grueso paquete de papeles a tal velocidad que Amber dudó de que los estuviera leyendo. Expresó su preocupación y, sin alzar la vista, Hardy respondió:
—Ojo entrenado, mi estimada jovencita.
Cuando el tren atravesaba los suburbios, acomodó los papeles.
—Creo que tenemos algo aquí. ¿Me permitirían ustedes quedármelo una semana? Conozco a un hombre en Bloomsbury a quien le gustará leerlo.
Cinco periodistas esperaban en el andén, incluyendo uno del Times y otro del Telegraph. Cuando vieron al bien parecido y condecorado héroe de El Obeid y Abu Klea del brazo de la joven belleza, se dieron cuenta de que tenían una historia que galvanizaría a todo el país. Ladraban histéricos, como una jauría de perros mestizos que hubiera perseguido a una ardilla hasta lo alto de un árbol. Hardy les dio un sugestivo aunque escueto comunicado sobre la horrible ordalía por la que había pasado la pareja, mencionando más de una vez los evocativos nombres de Gordon, el Madí y Jartum. Luego, despidió a la prensa y condujo a la pareja a un coche de alquiler que lo esperaba a la entrada de la estación.
El cochero azuzó al caballo, y traquetearon por la ciudad brumosa al hotel de la calle Charles en que Hardy había reservado una habitación para Amber. Una vez que estuvo instalada allí, siguieron camino hasta el hotel de la calle Dover donde se alojaría Penrod.
—No es cuestión de que ambos frecuenten un mismo alojamiento. De ahora en más, estarán bajo una lente de aumento.
Cuatro días después, Sebastian Hardy los citó en su oficina. A través de sus quevedos, sus ojos parecían echar chispas.
—Macmillan and Company quiere publicarlo. Sabrán ustedes que son quienes editaron el libro de sir Samuel White Baker sobre los tributarios del Nilo en Abisinia. El libro de ustedes es caviar y champaña para ellos.
—¿Cuánto pueden esperar recibir las hermanas Benbrook? Usted sabe que la señorita Amber quiere que cualquier ganancia se reparta en partes iguales, tal como lo dispuso su padre en su testamento.
Hardy se sosegó y adoptó una expresión de disculpa. Se quitó los lentes de lectura y los limpió con el faldón de la camisa.
—Los presioné lo más que pude, pero no se movieron de las diez mil libras.
—¡Diez mil libras! —gritó Amber—, no sabía que hubiera semejante cifra fuera del Banco de Inglaterra.
—También recibían un doce y medio por ciento de las ventas. No creo que esto ascienda a mucho más de setenta y cinco mil libras.
Lo miraron, atónitos. Invertido a interés anual en bonos del gobierno no convertibles, esa suma les daría casi tres mil quinientas libras por año en forma perpetua. Nunca tendrían que preocuparse por cuestiones de dinero.
Según resultaron las cosas, el cálculo de Hardy quedó corto. Meses antes de Navidad, Esclavas del Madí ya era el más total de los éxitos. En la librería Hatchard de Piccadilly, los ejemplares no permanecían en los anaqueles por más de una hora. Furiosos clientes competían entre sí por arrebatarlos y llevarlos en triunfo a la caja registradora.
En la Cámara de los Comunes, la oposición adoptó el libro como arma con la que acosar al gobierno. Todo el lamentable asunto de cómo el señor Gladstone abandonó al Chino Gordon a su suerte fue resucitado. La conmovedora pintura de Saffron Benbrook en que se representaba la muerte del general, de la que había sido testigo ocular, constituyó el frontispicio del libro. En una nota de tapa del Times se informó que las mujeres lloraban y los hombres fuertes se encolerizaban al contemplarla. El pueblo británico había tratado de olvidar la humillación y la pérdida de prestigio sufrida a manos del demente Madí, pero ahora la herida a medio curar volvió a desgarrarse. Una campaña popular por la reocupación del Sudán barrió el país. El libro vendía y vendía.
Amber y Penrod fueron invitados a todas las grandes casas, y dondequiera que fueran, los admiradores los rodeaban. Los cocheros de Londres los saludaban por sus nombres, y desconocidos se acercaban a hablarles en Piccadilly y Hyde Park. Los editores les hicieron llegar los centenares de cartas que enviaban los lectores. Había incluso una breve nota de felicitación del sirdar Kitchener desde El Cairo.
—Esto no le vendrá nada mal a mi carrera —Penrod le dijo a Amber mientras cabalgaban juntos por Rotten Row, respondiendo saludos.
El libro vendió un cuarto de millón de ejemplares las primeras seis semanas, y las imprentas rugían día y noche, emitiendo nuevas copias. No podían satisfacer la demanda. La librería Putnam’s del 70 de la Quinta avenida de Nueva York, sacó una edición estadounidense que excitó el interés de lectores que nunca habían oído hablar del Sudán. Esclavas del Madí vendió tres veces más que el relato del señor Stanley sobre su búsqueda del doctor Livingstone.
Los franceses, fieles a su carácter nacional, agregaron sus propias ilustraciones fantasiosas a la edición parisina Rebecca Benbrook aparecía con el vestido desgarrado por el maligno Madí, quien se disponía a gozar de sus encantos mientras ella protegía valientemente a su aterrada hermana menor, Amber. La indomable turgencia de su seno desnudo declaraba su desafío a un destino peor que la muerte. Se contrabandearon copias por el canal de la Mancha, que se vendían más caras en los puestos de las calles del Soho. Aun después del pago de un impuesto a los réditos de seis peniques por libra, para Navidad, el libro había ganado regalías que casi llegaban a las doscientas mil libras.
Amber y Penrod celebraron Navidad en Clercastle. Caminaban y cabalgaban juntos a diario. Cuando los integrantes de la casa salieron a cazar los faisanes de sir Peter, Amber integró la hilera de tiradores, de pie junto a Penrod, y, gracias al entrenamiento impartido por su padre, se desempeñó con tanta gracia y habilidad que el montero mayor se le acercó al cabo de la última ronda, se tiró de la visera de la gorra y murmuró:
—Verla disparar fue un placer, señorita Amber.
Enero llegó demasiado pronto. Penrod debía ocupar su plaza en El Cairo. Amber, con la cuñada de Penrod, Jane, oficiando de carabina, fue a despedirlo al tren que partía hacia Southampton desde la estación de Waterloo. Con asistencia de Jane, Amber había pasado la semana anterior comprando el atuendo adecuado a tan significativa despedida. Claro que ahora el precio no era un factor importante.
Se decidió por un chaqueta color gris tórtola, ribeteada de piel de marta, con una falda larga hasta los tobillos. Sus botas de tacón alto de hebilla al costado asomaban bajo las ondulantes faldas. El artístico corte enfatizaba su cintura estrecha. Su sombrero de ala ancha estaba coronado de una ola de plumas de avestruz. Llevaba el collar y los pendientes de ámbar que él le había dado al partir desde Galabat.
—¿Cuándo nos volveremos a ver? —Amber procuraba, desesperada pero inútilmente, contener las lágrimas hasta que el tren partiera.
—No lo sé. —Penrod se había decidido a no mentirle nunca, a no ser que fuese absolutamente necesario hacerlo. Las lágrimas rebalsaron por sobre los párpados inferiores de Amber. Trató de sorberlas por la nariz, y Penrod se apresuró a continuar—: Tal vez tú y Jane puedan venir a El Cairo a festejar tu decimosexto cumpleaños en el Hotel Shepheard. Jane nunca estuvo allí, y podrías enseñarle las pirámides.
—Oh ¿podemos hacer eso, Jane? ¿Por favor? —Hablaré con mi marido— prometió Jane. Tenía aproximadamente la misma edad que Rebecca, y en las pocas semanas que Amber llevaba viviendo en Clercastle se habían hecho como hermanas. —No veo ninguna razón posible por la cual Peter pudiera objetar. Será plena temporada de la caza de la codorniz, y estará muy ocupado en otras cosas. No nos extrañará mucho.
* * *
Samuel Adams vino desde El Cairo a buscar a Penrod cuando el barco que lo traía atracó en Alejandría. Casi lo primero que dijo fue:
—Todos leímos el libro. El sirdar está contento como un gato con un plato de crema. Londres comenzaba a reconsiderar la necesidad de reorganizar él ejército. Gladstone y todos esos idiotas estaban jugando con la idea de construir un dique jodidamente enorme en el Nilo en vez de dárnosla a nosotros. El libro de la señorita Benbrook ha causado tal alboroto en el Parlamento que las embotadas mentes de los legisladores se afilaron. Hay otro millón de libras para Kitchener, y al diablo con el dique. Ahora, ciertamente tendremos nuevas ametralladoras Maxim. En lo que a mí respecta, bueno, necesitamos con desesperación un buen número dos si pretendemos conservar la Copa del Nilo este año.
—Tras mi breve encuentro con el sirdar, estimo que no es muy probable que reserve mucho tiempo para el polo.
La esposa de Adams había encontrado y alquilado una confortable casa para Penrod a orillas del río, cerca del cuartel general del ejército y del Club Gheziera. Cuando Penrod subió por los escalones que llevaban a la umbría veranda, una figura vestida con una sencilla aljuba blanca y tocada con turbante se incorporó de donde había estado sentada junto a la puerta principal y le hizo una profunda zalema.
—Efendi el corazón del fiel Yakub ha languidecido por ti, como la noche cuando espera al día.
A la mañana siguiente, Penrod se enteró de lo que Kitchener y Adams pretendían de él. Debía reclutar y entrenar tres compañías de caballería camellera, capaces de viajar lejos y rápido, y de pelear duro.
—Quiero hombres de las tribus del desierto —le dijo a Adams—. Son los mejores soldados. Abdulahi ha expulsado de Sudán a muchos de los ashraf, a emires de los yaalin y de los hadendowa. Quiero ir a buscarlos. El odio hace que los hombres combatan mejor. Creo que podré volverlos contra sus antiguos amos.
—Encuéntrelos —ordenó Adams.
Penrod y Yakub tomaron el vapor a Aswan. Allí esperaron treinta y seis días a la partida de otro barco que los llevaría aguas arriba, hasta Wadi Halfa, más allá de la primera catarata. Penrod dejó a Yahub en el embarcadero para que cuidase el equipaje y fue solo hasta el portón que estaba al fondo de la estrecha callejuela serpenteante. Cuando la vieja Liala oyó su voz, abrió la puerta de par en par y se derrumbó en una pila de túnicas y velos desteñidos, gimiendo lastimeramente:
—Efendi, ¿por qué regresaste? Deberías haber tenido misericordia de tu amante. No deberías haber retornado aquí jamás.
Penrod la ayudó a incorporarse.
—Llévame a ella.
—No quiere verte, efendi.
—Eso me lo debe decir ella. Ve donde ella. Líala. Dile que estoy aquí. —Sollozando lastimeramente, la vieja lo dejó junto a la fuente del patio y se dirigió a los aposentos del fondo con paso incierto. Estuvo ausente mucho tiempo. Penrod tomaba pequeñas moscas verdes de las fucsias y las dejaba caer en el estanque. Las percas salían a la superficie y se las tragaban.
Al fin, Liala regresó. Ya no lloraba.
—Te verá. —Lo condujo hasta la cortina de abalorios—. Entra.
Bakhita estaba sentada sobre un tapete de seda en el extremo más lejano de esa habitación que él recordaba tan bien. Supo que era ella por su perfume. Estaba cubierta de densos velos.
—Mi corazón se colma de alegría al verte sano y salvo, señor mío.
La voz de ella, suave y dulce, le llegó el corazón.
—Sin ti, Bakhita, eso nunca hubiera sido posible. Yakub me resaltó el papel que desempeñaste en mi salvación. He venido a agradecerte.
—Y el nombre árabe de la muchacha inglesa es al-Zahra. Me dicen que es joven y bella. ¿Es eso cierto, señor mío?
—Lo es. Bakhita. —No le sorprendió que lo supiera, Bakhita sabía todo.
—Entonces es de ella que hablamos. La muchacha de tu propio pueblo que será tu esposa. Me alegro por ti.
—Tú y yo seguiremos siendo amigos.
—Amigos y más que eso —dijo ella con suavidad—. Siempre que haya algo que debas saber, te lo escribiré.
—Vendré a verte.
—Tal vez.
—¿Puedo ver tu rostro una vez más antes de partir, Bakhita?
—No sería prudente hacerlo.
Él se acercó y se hincó frente a ella.
—Quiero ver otra vez tu adorable rostro, mirarte a los ojos y besarte los labios una última vez.
—Te lo suplico, señor de mi corazón, ahórrame este momento.
El tendió la mano y le tocó el velo.
—¿Puedo alzarlo?
Ella quedó en silencio por un momento. Luego, suspiró.
—Tal vez, al fin y al cabo, así sea más fácil —dijo.
Él le alzó el velo y le clavó la mirada. Ella miró cómo el horror le invadía los ojos de a poco.
—Bakhita, oh, corazón mío, ¿qué te ocurrió? —Su voz temblaba de piedad.
—Fue la viruela Alá me castigó por amarte. —Las picaduras de viruela aún estaban frescas y lívidas. Sus ojos luminosos brillaban en las ruinas del rostro que alguna vez fuera tan bello—. Recuérdame como fui —suplicó.
—Sólo recordaré tu coraje y tu bondad, y que eres mi amiga —susurró, y se inclinó para besar sus labios.
—Tú eres el bondadoso —replicó ella. Luego, se bajó el velo y se volvió a cubrir el rostro—. Ahora debes irte.
Él se puso de pie.
—Regresaré.
—Tal vez lo hagas, efendi.
Pero ambos sabían que no sería así.
* * *