Las noticias circulaban rápidamente por el zenana. A las pocas horas, todos, incluyendo a Ali Wad y los centinelas, supieron que el Madí había expresado su conformidad con la mujer infiel, al-Yamal. El prestigio de Rebecca aumentó inconmensurablemente. Los guardias ya no la trataban como a una concubina de bajo rango, sino como a una esposa titular. Se le dieron tres esclavas domésticas para que la atendieran. Las demás mujeres del Madí, tanto esposas como concubinas, la saludaban y bendecían al verla pasar y llevaban peticiones y súplicas a su choza, rogándole que se las hiciera llegar al Madí. Las raciones que le enviaban desde las cocinas cambiaron de calidad y de cantidad: grandes pescados frescos recién sacados del río, calabazas de leche agria, cuencos con miel del desierto en panal, los cortes de carnero más tiernos, cuartos de salvajina, pollos vivos y huevos, todo en tales cantidades que Rebecca pudo alimentar a algunos de los niños enfermos de las concubinas de menor rango, que realmente necesitaban nutrirse.
Esa nueva jerarquía se extendió a los otros integrantes del hogar. A Nazira ahora se la llamaba con el título de Ammi, que significa Hita. Los guardias la saludaban cuando atravesaba el portón. Como se sabía que Amber era hermana de una de las favoritas del Madí, también a ella se le concedieron privilegios especiales. Era una niña, y aún no había experimentado su primera luna, de modo que ninguno de los centinelas hizo objeción alguna cuando vieron que acompañaba a Nazira en sus incursiones fuera de los muros del zenana.
Esa mañana en particular, Nazira y Amber dejaron el zenana temprano para ir al mercado de la ribera, a tiempo para la llegada de los granjeros que traían productos frescos del campo. Era la estación de los higos y las granadas y Nazira estaba decidida a hacerse de la primera selección del producto del día. Cuando pasaron frente al gran edificio del Beit el Mal, vieron que había una conmoción en la calle por la que estaban a punto de pasar. Se había congregado un gentío, los atabales tronaban y sonaban las trompas de marfil.
—¿Qué ocurre, Nazira?
—No sé todo —dijo Nazira con irritación—. ¿Por qué siempre preguntas? —Porque sabes todo—. Amber saltó para ver por encima de las cabezas de la muchedumbre. —¡Oh! ¡Mira! Es el estandarte del emir Atalan.
Apresurémonos o nos lo perderemos. Se adelantó corriendo, y Nazira trotó para mantenérsele a la par. Amber se escabulló entre las piernas de la multitud y llegó a la primera fila. Nazira se abrió paso detrás de ella, ignorando las protestas de aquellos a quienes apartaba a empellones.
—Ahí viene —coreó la multitud. ¡Salve, poderoso emir de los beya! ¡Salve, vencedor de Jartum y matador de Gordon Pacha!—. Precedido de su portaestandarte y flanqueado por cuatro de sus aggagiers de más confianza, Osman Atalan montaba su semental negro, al-Buc. Cuando la comitiva pasó frente a Nazira y Amber, vieron que un hombre corría junto al estribo del emir. Llevaba una corta túnica sin mangas y un taparrabos. Iba tocado con un turbante sencillo, y sus piernas y pies estaban desnudos.
—¡Es un hombre blanco! —exclamó Nazira, y la multitud que la rodeaba rió y aplaudió.
—Es el espía infiel, el secuaz de Gordon Pacha.
—Es aquel a quien alguna vez llamaron Abadan Riyi, El Que Nunca Vuelve Atrás.
—Es el prisionero del emir.
—Osman Atalan le enseñará nuevas gracias. No sólo aprenderá a retroceder, sino que le enseñarán a correr en redondo.
Amber chilló excitada:
—¡Nazira! ¡Es el capitán Ballantyne!
A pesar de la algarabía de la multitud, Penrod oyó que Amber pronunciaba su nombre. Volvió la cabeza y miró directamente hacia ella. Ella agitó frenéticamente la mano para saludarlo, pero la cabalgata se alejaba. Antes de que desapareciera de su vista, Amber distinguió que tenía una soga al cuello, el otro extremo de la cual estaba atada a la correa del estribo del emir.
—¿A dónde lo llevan? —gimió Amber—. ¿Lo van a matar?
—¡No! —Nazira la rodeó con el brazo para calmarla—. Es demasiado valioso como para eso. Pero ahora debemos regresar a contarle a tu hermana lo que acabamos de ver. —Se apresuraron a retornar al zenana, pero cuando llegaron a la choza, se encontraron con que Rebecca no estaba allí.
—Ali Wad vino a buscarla. La llevó a los aposentos del Madí.
—Es demasiado temprano para que el Madí tome sus placeres de hombre —protestó Nazira.
—Está enfermo. Dice Ali Wad que está mortalmente enfermo. Lo ha golpeado el cólera. Saben que al-Yamal salvó a su hermana menor, al-Zahra y a muchos otros de la enfermedad. Quieren que haga lo mismo con el Santo Hombre.
A medida que la noticia de la enfermedad del Madí cundía por el zenana, a su paso se alzaba una creciente marea de gemidos, lamentos y plegarias.
* * *
Cuando llegaron donde comenzaba el desierto, Osman sofrenó levemente a al-Boc, azuzándolo al mismo tiempo con las rodillas. Era la señal para que el garañón se lanzara a un trote largo de tres tiempos, el paso suave y fluido tan cómodo para caballo y jinete. No es una andadura natural, y los caballos deben ser entrenados para aprenderla. Quienes precedían al emir siguieron su ejemplo y se lanzaron a ese paso ternario, más veloz que el trote, pero más lento que el galope corto.
Al extremo de la soga, Penrod debía esforzarse para mantenerse a la misma altura que ellos. Se desviaron hacia el sur, manteniéndose paralelos al río, y el calor del día comenzó a hacerse sentir. Cabalgaron hasta la aldea del Al Malaka, cuyo jefe, junto a los ancianos del pueblo, se apresuró a salir a saludar al emir. Le imploraron que les concediera el honor de proveerlo de refresco. Si Osman realmente hubiera pensado salir de cacería, jamás habría perdido tiempo en esas molicies, pero sabía que si el cautivo no descansaba y bebía moriría. Sus vestimentas estaban empapadas de sudor, y sus pies ensangrentados por el pinchazo de las espinas y los cortes producidos por el pedernal.
Mientras discutía la posibilidad de encontrar presas en las inmediaciones, sentado bajo el árbol que se alzaba en el centro de la aldea, Osman notó con satisfacción que al-Noor había entendido cuál era su verdadera intención, y que le permitía a Penrod sentarse y beber de los odres. Cuando finalmente Osman se puso de pie y le ordenó a su partida que montara, Penrod parecía haber recuperado buena parte de sus fuerzas. Había sacado el hombro izquierdo del cabestrillo, aunque no estaba completamente curado: lo desequilibraba, impidiéndole balancear los hombros al correr.
Continuaron la cabalgata y se detuvieron una hora después, para que Osman barriera el desierto con su telescopio en busca de algún indicio de gacelas. En el ínterin, al-Noor le permitió beber otra vez a Penrod, dejándolo después que se acuclillara con la cabeza entre las rodillas, jadeando para recuperar el aliento. Demasiado pronto, Osman ordenó avanzar. Durante el resto del día, trazaron un amplio círculo que atravesaba dunas de arena, llanos pedregosos y cerros de piedra caliza, deteniéndose ocasionalmente para beber de los odres.
Una hora antes de la puesta del sol, regresaron a Omdurman. Los caballos iban al paso, y Penrod se tambaleaba junto a ellos al cabo de su soga. Más de una vez, resultó derribado de un tirón y arrastrado por la tierra. Cuando eso ocurría, al-Noor hacía retroceder su caballo, de modo que, con esfuerzo, pudiera ponerse de pie. Cuando atravesaron el portón y desmontaron en el patio, Penrod se bamboleaba sobre sus pies desgarrados y ensangrentados. Estaba mareado de agotamiento, y necesitó de todo lo que le quedaba de fuerza sólo para mantenerse en pie.
Osman le habló:
—Me decepcionas, Abd. Esperaba que nos ayudaras a encontrar las manadas de gacelas, pero preferiste rodar por el polvo en busca de escarabajos estercoleros.
Los demás cazadores gritaron de deleite ante la chanza, y al-Noor sugirió:
—Escarabajo estercolero es un nombre más adecuado para él que Abd.
—Que así sea, pues —asintió Osman—. De ahora en más, será conocido como Yiz, el esclavo que se transformó en escarabajo estercolero.
Cuando Osman se disponía a entrar en sus aposentos, un esclavo se postró a sus pies.
—Poderoso emir, bienamado de Alá y de su verdadero Profeta, el Divino Madí ha caído gravemente enfermo. Ha mandado decir que vayas ya mismo hacia él.
Osman subió de un salto a la montura de al-Buc y salió al galope por el portón del recinto.
Los carceleros fueron a buscar a Penrod y lo arrastraron de regreso a su celda. Como antes, lo encadenaron a la estaca de hierro. Pero antes de echarle llave a la puerta y dejarlo, uno de los carceleros le sonrió.
—¿Aún tienes fuerzas para atacar al gran emir?
—No —susurró Penrod—. Pero tal vez todavía le pueda retorcer el pescuezo a alguno de sus pollos. —Le enseñó las manos al carcelero. El hombro cerró la puerta apresuradamente y le echó cerrojo.
A su alcance había tres grandes cántaros de agua, en lugar de uno, como de costumbre, y una comida que, en comparación con las que se le habían ofrecido hasta entonces era un banquete. En vez de haber sido arrojada al piso, la comida estaba en un plato. Penrod estaba tan exhausto que apenas si podía masticar, pero sabía que debía comer si quería sobrevivir. Había media paleta de cordero asada, un trozo de queso duro y unos pocos higos y dátiles. Mientras mascaba, se preguntó quién lo habría provisto de estas raciones, y si las habría ordenado Osman Atalan. Si ése era el caso ¿a qué jugaba? Lo dejaron descansar al día siguiente, pero al subsiguiente, sus carceleros lo despertaron antes de la salida del sol.
—¡Arriba, Abd-Yiz! El emir te pide disculpas. No puede acompañarte a cazar gacelas. Asuntos urgentes lo reclaman en el palacio del Madí Sin embargo, el afamado aggagier al-Noor, te invita a cazar con él. —Le pusieron la soga al cuello antes de quitarle las cadenas.
Los pies de Penrod estaban tan hinchados y desgarrados que pararse le produjo un dolor agónico, pero después de algunas millas, el dolor cedió y él continuó corriendo. No encontraron ni una gacela, por más que rastrearon el desierto por muchas leguas. Para cuando regresaron, tres de las uñas de los pies de Penrod se habían puesto azules. A lo largo de las semanas que siguieron, Penrod temió muchas veces que las heridas y rasguños de sus pies se gangrenaran, haciéndole perder las piernas.
Con la llegada de la luna nueva, que marcaba el inicio del Ramadán, sus pies estaban curados, y sus plantas se habían puesto tan endurecidas y callosas que era como si llevara sandalias. Sólo las espinas más agudas podían perforarlas. Estaba esbelto como un galgo. Su físico había quedado desprovisto de grasa, que había sido remplazada por elástica musculatura, y podía mantenerse al paso del caballo de al-Noor.
Penrod no había vuelto a ver a Osman Atalan desde esa primera infructuosa cacería de gacela, pero cuando regresaron a Omdurman desde el campo el tercer día de Ramadan, corría enérgicamente junto al estribo de al-Noor. Ahora, parecía un árabe del desierto: estaba esbelto y barbudo, oscurecido por el sol y duro.
Cuando llegaron a las afueras de la ciudad, al-Noor sofrenó.
—Hay algún problema —dijo—. ¡Escucha! —Oyeron el batir de los tambores y el balido de las ombeia. La música no era un himno de batalla, ni el sonido de festejos. Era una endecha. Oyeron salvas de fusilería y al-Noor dijo—: Son malas noticias.
Un jinete galopó hacia ellos, y reconocieron a otro de los aggagiers de Osman Atalan.
—¡Ay de nosotros! —gritó—. Nuestro padre nos ha dejado. Ha muerto. Oh, ay de nosotros.
—¿Se trata del emir? —gritó al-Noor en respuesta—. ¿Ha muerto Osman Atalan?
—¡No! Se trata del Santo, el Bienamado de Dios, la luz de nuestra existencia. ¡Muhammad el Madí nos ha sido arrebatado! Somos niños sin padre.
* * *
Habían aguardado junto al lecho del Madí durante semanas. Entre ellos, el principal era el califa Abdulahi. También estaban los ashraf, los hermanos, tíos y primos del Madí, y los emires de las tribus: los yaalin, lo hadendowa, los beya y otros. El Madí no tenía hijos, de modo que no estaba clara cuál era su línea sucesoria. Sólo había dos mujeres en la habitación del enfermo, ambas muy veladas y sentadas donde no incomodaran, en el ángulo más lejano. Una era su esposa principal, Aisha. La segunda era la concubina al-Yamal. No sólo era la actual favorita, sino que era bien sabido que poseía gran habilidad como médica. Juntas, esas dos mujeres esperaban a que se definiese el largo e incierto curso de la enfermedad.
La cura abisinia de Rebecca pareció altamente efectiva durante las primeras etapas de la enfermedad. Mezcló el polvo con agua hervida y ella y Aisha convencieron al Madí de que bebiera copiosas raciones de la poción. Como en el caso de Amber, su cuerpo había quedado drenado de fluidos por la diarrea y los prolongados vómitos, pero entre ambas lograron remplazar el líquido y las sales minerales perdidas. Pasaron catorce días hasta que el paciente pareció encaminarse a una total recuperación, y se rezaron acciones de gracias a cada hora en la mezquita ubicada bajo su ventana.
Cuando pudo incorporarse y comer alimentos sólidos, la ciudad resonó con el batir de los tambores y eufóricos disparos de fusil. Al día siguiente, el Madí se quejó de picaduras de insectos. Como la mayor parte de las otras construcciones de la ciudad, el palacio estaba infestado de pulgas y piojos, y sus piernas y brazos se cubrieron de ronchas rojas. Fumigaron la habitación quemando ramas del arbusto de la trementina en un brasero. Pero el Madí se rascó las picaduras de pulga, y pronto, muchas de éstas se infectaron con las heces del insecto que las infligiera. La temperatura de su cuerpo aumentó rápidamente, y sufrió accesos alternados de fiebre y escalofríos. No comía. La náusea lo postró. Los doctores pensaron que esos síntomas eran una complicación del cólera.
Luego, al decimosexto día, la característica erupción del tifus cubrió casi todo su cuerpo. Para este momento, estaba tan debilitado que su estado se agravó rápidamente. Ya cerca del fin, les pidió a ambas mujeres que lo ayudarán a sentarse, y con voz débil y vacilante se dirigió a todos los importantes hombres que se apiñaban en torno a su angareb.
—El Profeta Muhammad, que está sentado a la derecha de Dios, ha venido a mí y me ha dicho que el califa Abdulahi será mi sucesor aquí en la tierra. Abdulahi es mío, y yo soy suyo. Así como me habéis obedecido, y así como me habéis tratado, debéis obedecerlo y tratarlo a él. Alá es grande, y el único Dios es Alá. —Se reclinó sobre la cama, y ya no habló más.
Los hombres que rodeaban la cama esperaron, pero la tensión que reinaba en la habitación atestada era aún más opresiva que el olor de la fiebre y la enfermedad. Los ashraf murmuraban entre ellos y contemplaban subrepticiamente al califa Abdulahi. Opinaban que sus lazos de sangre con el Madí valían más que ninguna otra cosa: era indudable que el derecho a ocupar la vacante del poder le correspondía a alguno de ellos. Así y todo, sabían que su pretensión se veía debilitada por la última voluntad del Madí y por el sermón que éste había predicado en la nueva mezquita pocas semanas antes de caer enfermo. En esa ocasión, había regañado a su parentela por la vida de lujos que llevaban, por su abierta complacencia en la riqueza y el placer.
—No creé la Madiya para beneficio vuestro. Debéis abandonar vuestras costumbres débiles y perversas. Retornad a los principios de virtud que os enseñé, que son los que placen a Alá —había dicho en tono enérgico, y el pueblo recordaba sus palabras.
Aunque la pretensión de los ashraf a la Madiya carecía de legitimidad, uno o dos de los emires de las tribus guerreras se habían pronunciado por ellos, y planeaban enviar a Abdulahi al campo de ejecuciones de detrás de la mezquita, para que de allí partiera a conocer a su Dios y siguiera al Madí a los campos del Paraíso.
Sentada en silencio junto a Aisha al fondo de la habitación, Rebecca había aprendido lo suficiente de política derviche como para percibir los matices y corrientes ocultas que agitaban a los hombres. Hizo a un lado los pliegues de su velo para preguntarle a Aisha si podía bañar el rostro del Madí moribundo con un cuenco de agua.
—Déjalo en paz —replicó suavemente Aisha—, va camino a los brazos de Alá, quien lo amará y protegerá por toda la eternidad mejor que lo que nunca lo hayamos hecho nosotras.
La habitación estaba tan calurosa y encerrada, que Rebecca se dejó abierto el velo durante un instante más para aprovechar al máximo la mínima corriente de aire que entraba por los ventanucos a uno y otro lado. Sintió una mirada desacostumbrada que se le clavaba en el rostro, y volvió los ojos en esa dirección. El emir Osman Atalan de los beya contemplaba fijamente su cara descubierta, y aunque sus ojos oscuros eran implacables, ella supo que la miraba como mujer, una mujer joven y hermosa que pronto carecería de hombre. No pudo desviar la mirada: sus ojos estaba aprisionados por una fuerza más allá de su control, como la aguja de la brújula es aprisionada por la piedra imán.
Aunque pareció una eternidad, sólo transcurrieron unos pocos momentos hasta que Abdulahi se inclinara hacia Osman Atalan y le hablara tan despacio que sus labios casi no se movieron. Osman volvió la cabeza para escuchar, quebrando el hechizo que lo unía a la joven.
—¿Cuál es tu posición, noble emir Atalan? —susurró Abdulahi, en voz tan baja que ninguno de los demás que estaban en la habitación lo oyó.
—El este me pertenece —dijo Osman.
—El este te pertenece —asintió Abdulahi.
—Los hadendowa, los yaalin y los beya son mis vasallos.
—Son tus vasallos —reconoció Abdulahi—. ¿Tú eres mi vasallo?
—Hay otro pequeño asunto —dijo Osman, demorando un poco la resolución, pero Abdulahi le ganó de mano.
—¿La mujer de cabello amarillo?
Había visto el intercambio de miradas entre Osman y al-Yamal. Como todos ellos, Abdulahi codiciaba esa criatura exótica de cabello de oro pálido, ojos azules y piel marfileña, pero, para él, no valía lo que un imperio.
—Es tuya —prometió Abdulahi.
—Entonces, soy vasallo de Abdulahi, sucesor del Madí, y seré como la rodela que lleva al hombro y la espada que lleva en la diestra.
Repentinamente, el Madí abrió los ojos y clavó la mirada en el techo gritó:
—¡Oh! ¡Alá! —Entonces, el aire abandonó sus pulmones. Cubrieron su rostro con una sábana blanca, y las facciones opuestas se miraron una a la otra por sobre el cuerpo que se enfriaba.
Los ashraf plantearon su postura, que se basaba en la santidad de su sangre. Contra ello, el planteo del califa Abdulahi era evidente: no tenía la sangre, pero si la palabra y la bendición del Madí. El imperio recién nacido se tambaleaba al filo de la guerra civil.
—¿Quién se pronuncia por mí? —preguntó el califa Abdulahi.
Osman Atalan se puso de pie y miró fijamente a los rostros de los emires de las tribus que tradicionalmente le eran leales. Uno tras otro, asintieron con la cabeza.
—¡Me pronuncio por la palabra y el deseo del santo Madí, que Alá lo ame por siempre! —dijo Osman—. ¡Me pronuncio por el gran califa Abdulahi! —Así, le daba el título que lo designaba como nuevo regente.
Todos los hombres de la habitación gritaron en homenaje al nuevo regente, al gran califa, al Sudán, aunque las voces de los ashraf sonaban asordinadas y carentes de entusiasmo.
* * *
Cuando Rebecca regresó a la choza del zenana, encontró a Amber eufórica. Llevaban separadas todas las largas semanas que había durado la postrera enfermedad del Madí. Hasta ese momento, nunca se habían separado durante tanto tiempo. Permanecieron juntas en un angareb, abrazándose y hablando. Tenían mucho para decirse.
Rebecca describió la muerte del Madí y el ascenso de Abdulahi.
—Esto es muy peligroso para nosotras, querida mía. El Madí era duro y cruel, pero logramos ganarnos su favor. —Rebecca no entró en pormenores con respecto a los recursos empleados—. Ahora que ya no está, estamos a merced de este hombre perverso.
—Te querrá —dijo Amber. Había madurado más allá de su edad durante el tiempo pasado entre las garras de los derviches. Entendía tantas cosas. Rebecca se asombraba—. Porque eres tan hermosa. Te querrá, come te quiso el Madí —repitió Amber con firmeza—. Podemos tener la certeza de que te mandará buscar en el transcurso de los próximos días.
—Calla, dulce hermana. No nos adelantemos a los problemas. Si hay problemas, no tardarán en venir a nosotras.
—Tal vez el capitán Ballantyne nos rescate —dijo Amber.
—En estos momentos el capitán Ballantyne está lejos. —Rebecca rió—. Probablemente esté de regreso en Inglaterra desde hace meses.
—No, no lo está. Está aquí en Omdurman. Nazira y yo lo vimos. Toda la ciudad habla de él. Lo capturó ese hombre perverso, Osman Atalan. Lo tienen atado y lo hacen correr al lado del caballo del emir como si fuese un perro.
Los ojos de Amber brillaron de lágrimas a la luz de la lámpara.
—Oh, es tan cruel. Es un caballero tan bueno.
Rebecca quedó atónita y espantada. Su breve interludio con Penrod le parecía un sueño. Habían ocurrido tantas cosas desde que la abandonara que su recuerdo ya estaba desvaído y el resentimiento había agriado lo que sentía por él. Ahora, todo regresó de golpe.
—Oh, ojalá nunca hubiera regresado a Omdurman —sollozó—. Ojalá se hubiese mantenido lejos, y nunca hubiera tenido que volver a verlo. Si, como nosotras, está prisionero de los derviches, nada puede hacer por nuestras vidas. No quiero ni pensar en él.
Rebecca pasó la mayor parte del día siguiente poniendo al día el diario heredado de su padre, describiendo con letra pequeña y apretada todo lo presenciado junto al lecho de muerte del Madí, y luego sus propios sentimientos ante la noticia de que Penrod Ballantyne había regresado a su vida.
Cada tanto, perturbaban su escritura los gritos de las vastas muchedumbres de la mezquita, que atravesaban los muros del zenana. Parecía que se hubiera congregado toda la población del país. Rebecca envió a Nazira a investigar. Amber quería acompañarla, pero Rebecca se lo prohibió. No quería perder de vista a Amber en esos momentos de peligro e incertidumbre.
Nazira regresó a media tarde.
—Todo está bien. El Madí fue sepultado, y el gran califa ha declarado que ahora es un santo, y su tumba un lugar sagrado. Se construirá una gran mezquita nueva encima de ella.
—¿Pero qué es el ruido de la mezquita? Ha durado todo el día —quiso saber Rebecca.
—El nuevo gran califa ha exigido que toda la población preste el beia, el juramento de lealtad a su persona. Los emires, jeques y hombres importantes fueron los primeros. Hasta los ashraf han prestado juramento. Hay tanta gente del pueblo que quiere jurar que la capacidad de la mezquita ha quedado excedida. Hacen jurar a quinientos hombres por vez. Dicen que el califa llora como una viuda de luto por su Madí, pero aun así, el populacho se apiña en torno a él. Por dondequiera que he recorrido las calles, oí a las muchedumbres coreando alabanzas al gran califa y prometiendo qué lo obedecerán, tal como lo exigió el Madí. Dicen que los juramentos se prolongarán durante muchos días e incluso semanas antes de que queden todos satisfechos.
Y cuando así ocurra, el califa me mandará buscar, pensó Rebecca, y su corazón se desbocó por el pánico y la ansiedad.
Se equivocaba. No pasó tanto tiempo. Dos días más tarde, Ali Wad apareció en la choza. Con él había seis hombres, todos desconocidos para ella.
—Debes empacar todas tus pertenencias e ir con estos hombres —le dijo Ali Wad—. Así lo ordena el gran califa Abdulahi, que es la luz del mundo, que plazca siempre a Alá.
—¿Quiénes son estos hombres? —Rebecca miró a los desconocidos con ansiedad—. No los conozco.
—Son aggagiers del poderoso emir Osman Atalan. Nazira y al-Zahra irán contigo.
—Pero, ¿dónde nos llevan?
—Al harén. Ahora que el santo Madí ya no está con nosotros, él es tu nuevo amo.
* * *
Había mucho trabajo que hacer. El gran califa Abdulahi era un hombre inteligente. Entendía que había heredado un imperio poderoso y unificado, y que éste estaba construido sobre el misticismo religioso y espiritual del Madí y del imperativo político de librar al país del turco y del infiel. Ahora que el Madí ya no estaba allí, la amalgama que unía todo estaba peligrosamente debilitada. Los infieles no tardarían en concentrarse en las fronteras, y los enemigos internos emergerían y roerían, como termitas, los pilares centrales de su poder. Abdulahi no sólo era inteligente, sino también implacable.
Convocó a todos los hombres poderosos a un gran cónclave. Eran tantos que casi colmaban la nueva mezquita. Primero les recordó el juramento que habían prestado hacía unos días. Después les leyó la proclama emitida por el Madí el año anterior, en la cual quedaba bien clara la confianza que éste había depositado en el califa Abdulahi: "Él me pertenece, y yo le pertenezco", había escrito el Madí con su propia mano. "Comportaos con toda reverencia hacia él, como lo hacéis conmigo. Sometéosle en todo, como os sometéis a mí. Creed en él como creéis en mí. Confiad en lo que dice y no cuestionéis jamás sus procedimientos. Todo lo que hace es por orden del profeta Muhammad o con permiso de éste. Si cualquier hombre piensa mal o habla mal de él, será destruido. Se le ha dado la sabiduría de todas las cosas. Si sentencia a muerte a un hombre, es por el bien de todos"
Una vez que hubieron escuchado atentamente esta proclama, les ordenó a los emires y a los ashraf que escribieran cartas, que fueron enviadas con rápidos mensajeros, montados en caballos y camellos hasta los rincones más remotos del imperio para tranquilizar y calmar a la población. Anunció que designaría a seis nuevos califas. En la práctica, serian sus gobernadores. Sus hermanos fueron elevados a tal rango, y también lo fue Osman Atalan. Al califa Osman se le otorgó un nuevo estandarte de guerra color verde, para que lo usara junto al escarlata y negro, y se le concedió el honor de plantarlo a las puertas del palacio de Abdulahi siempre que estuviese en Omdurman. Todas las tribus del este quedaban bajo esa bandera. De modo que ahora Osman comandaba a treinta mil hombres de pelea de élite.
Cumplir todas esas directivas llevó muchos meses, y cuando al cabo todas estuvieron en marcha, Abdulahi invitó a Osman Atalan a cazar con él. Cabalgaron al desierto. No hay nadie oyendo detrás de las puertas en esos grandes espacios vacíos, y los dos poderosos hombres cabalgaban una milla por delante de su séquito. Cuando estuvieron solos, Abdulahi desplegó su visión del futuro.
—La Madiya fue concebida entre la sangre y las llamas de la yihad. En la paz y la complacencia se herrumbrará y desintegrará como espada que no se usa. Como niños malcriados, las tribus volverán a sus viejos pleitos de sangre y sus jeques reñirán entre ellos como mujeres celosas —le dijo a Osman—. En nombre de Dios, que no nos faltan enemigos de verdad. Los paganos y los infieles nos rodean. Se concentran sobre nuestras fronteras como mangas de langosta. Estos enemigos asegurarán la unidad y la fuerza de nuestro imperio, pues su amenaza es lo que le da razón de continuar a la yihad. Mi imperio se debe seguir expandiendo, o se derrumbará sobre sí mismo.
—Tu sabiduría me asombra, poderoso Abdulahi. Soy como un niño inocente frente a ti. Eres mi padre, y él padre de la nación. —Osman conocía bien al hombre: medraba con el halago y la adulación. Así y todo, la escala de su visión impresionó a Osman. Se dio cuenta de que Abdulahi soñaba con crear un imperio que rivalizara con la Sublime Puerta del Imperio Otomano de Constantinopla.
—Osman Atalan, si eres un niño, y Alá sabe que no es así, eres un niño guerrero. —Abdulahi sonrió—. Enviaré al norte a Abdel Kerim al frente de sus yihadia para que ataque a los egipcios en la frontera. Si vence, todo Egipto, desde la primera catarata hasta el delta, se alzará tras nuestra yihad.
Osman calló mientras evaluaba esa extraordinaria propuesta. Pensaba que Abdulahi sobreestimaba enormemente el atractivo de la Madiya para la población de Egipto. Era cierto que la mayor parte de ésta era musulmana, pero pertenecían a una rama mucho más moderada que la de los derviches. También había una gran población cristiana copia en Egipto, que se opondría fanáticamente a la Madiya sudanesa Ante todo, allí estaban los británicos Hacía poco que se habían hecho del poder supremo en ese país, y no lo cederían sin una lucha encarnizada Osman sabía cómo eran esos hombres blancos: había peleado con ellos en Abu Klea, donde sólo eran un mero puñado. Había oído decir que estaban congregando sus ejércitos al norte. Sus barcos de guerra estaban fondeados en el puerto de Alejandría. Ningún ejército del gran califa estaría en condiciones de atravesar peleando las miles de millas que los separaban del delta. Trataba de encontrar la forma de decir esas cosas en forma diplomática, sin producir la ira de Abdulahi cuando vio el astuto centellear de los ojos de éste.
Entonces se dio cuenta de que la propuesta no era lo que parecía. Vio qué había detrás: Abulahi no pretendía conquistar y ocupar Egipto; más bien, tendía una celada para sus enemigos. Los ashraf eran la principal amenaza a su soberanía: Abdel Kerim era primo del Madí y uno de los jefes de los ashraf. Tenía a sus órdenes un gran ejército, incluyendo un regimiento de nubios, que eran soberbios soldados. Si Abdel Kerim fracasara frente a los egipcios, Abdulahi podría acusarlo de traición y hacerlo ejecutar, o, al menos, degradarlo y tomar bajo su propio mando el ejército ashraf.
—¡Qué inspirado plan de batalla, gran califa! —Osman estaba sinceramente impresionado. Ahora se daba cuenta de que Abdulahi, astuto e implacable, realmente era digno de ser el único regente del Sudán.
—En cuanto a ti, Osman Atalan, también te tengo una tarea.
—Señor, sabes que soy tu perro de caza —replicó Osman—. No tienes más que ordenar.
—Entonces, mi niño guerrero, mi fiel perro de caza, debes recuperar las Tierras Disputadas para mí. —Se trataba del territorio que rodeaba Gondar, una vasta superficie de tierra fértil y bien irrigada que se extendía a lo largo del nacimiento del río Atoara, y alcanzaba desde Galabat hasta las laderas del monte Horrea. Los emperadores sudaneses y abisinios habían combatido durante siglos por esa rica presa.
Osman evaluó la faena. Buscó celadas y trampas que Abdulahi hubiera puesto en su camino, como las puso en el de Abdel Kerim, pero no encontró ninguna. Sería una campaña dura y difícil, pero no imposible. Tenía suficiente fuerza como para llevarla a cabo. Los riesgos eran aceptables. Se sabía mejor general que el abisinio emperador Juan. No se vería obligado a combatir en las tierras altas, donde la ventaja sería del emperador Juan. La recompensa era enorme, y las tierras reconquistadas pasarían a formar parte de sus propios dominios. La idea de trasladar la sede de su gobierno personal a Gondar, una vez que hubiese capturado la ciudad, era atractiva.
Gondar había sido la antigua capital de Abisinia. Allí, estaría suficientemente lejos de Omdurman como para establecerse en forma virtualmente autónoma, sin dejar de mantener una apariencia de sumisión a Abdulahi.
—¡Me concedéis un gran honor, exaltado señor! —dijo, aceptando la orden—. Antes de que se alce la nueva luna dejaré Omdurman y viajaré corriente arriba del Atbara para reconocer la frontera y disponer mis planes de batalla. —Pensó por un momento, luego continuó—. Necesitaré alguna excusa para viajar por la frontera y tal vez, hasta visitar Gondar. Si el gran Abdulahi le escribiera una carta de saludo y buena voluntad al Emperador y me ordenara que se la entregue al gobernador abisinio de Gondar, podría inspeccionar en secreto las defensas de la ciudad y el despliegue de tropas enemigas a lo largo de la frontera.
—Que Alá sea contigo —dijo suavemente Abdulahi—. Tú y yo somos como hermanos gemelos, Osman Atalan. Pensamos con una sola mente y golpeamos con la misma espada.
Osman Atalan y su séquito, embarcados en una flotilla de dhows, ascendieron el Bahr El Azrek, el Nilo Azul, hasta la pequeña ciudad ribereña de Aligail. Allí, uno de los mayores tributarios se unía al Nilo. Se trataba del río Rahad, pero éste no era navegable más que unas pocas leguas aguas arriba. Osman desembarcó a sus aggagiers, sus mujeres y sus esclavos, casi trescientas almas. Los caballos habían venido de Omdurman en dhow. En Aligail, envió a sus aggagiers a cincuenta millas en cada dirección para que alquilasen camellos y camelleros a los jeques locales. Una vez que la caravana estuvo reunida avanzaron hacia el este siguiendo el curso del Rahad. La caravana se extendía por varias millas. Osman y un grupo escogido de aggagiers corrió bien por delante de la columna principal. Penrod cabalgó junto a su caballo con la soga al cuello.
El terreno se volvía más boscoso y agradable a medida que avanzaban lentamente hacia las montañas. Había unas pocas aldeas sobre el río, pero estaban bien lejos unas de otras y la tierra entre ellas estaba poblada de animales salvajes y aves. Vieron rinocerontes y jirafas, búfalos, cebras y antílopes de todas clases. A medida que viajaban, Osman cazaba. Algunos días, los dedicaban por completo a perseguir alguna especie en particular de antílope que le hubiera llamado la atención. Como despreciaban las armas de fuego, él y sus aggagiers empleaban la lanza desde el caballo para alcanzar a sus presas. Eran cabalgatas desenfrenadas, y Penrod sólo conseguía mantener el ritmo aferrándose a la correa del estribo de Osman y dejando que al-Buc lo arrastrase a todo galope, sin que sus pies tocasen el suelo más que cada doce pasos, aproximadamente. Para entonces, estaba en tan soberbia condición física que se deleitaba con esa actividad tanto como cualquiera de los aggagiers. Era lo único que le hacía tolerable su cautiverio, pues durante la persecución volvía a sentirse libre y vital.
La mayor parte de las noches, la partida de Osman dormía al aire libre, bajo los cielos estrellados, donde fuera que la cacería del día los hubiese llevado. Habitualmente iban muy por delante de la columna principal. Sin embargo, cuando mataban algún animal grande, como una jirafa o un rinoceronte, acampaban junto a la carcasa hasta que el cuerpo principal los alcanzaba. Cuando llegaba el tren de bagajes, la enorme tienda de cuero de Osman se erigía en el centro de una zareba de zarzas. Era del tamaño de una casa grande, y estaba amueblada con alfombras persas y cojines. Las tiendas más pequeñas, pero no menos lujosas, de sus esposas y concubinas se disponían en torno a ésta.
A diferencia del Madí y del gran califa Abdulahi, Osman se había limitado a cuatro esposas, como lo establece el Corán. El número de sus concubinas también era modesto y, aunque fluctuaba, no pasaba de veinte o treinta. En esa expedición, sólo había traído a su última esposa: aún no le había dado un hijo, y debía preñarla. También se había restringido a siete de sus concubinas más atractivas. Entre ese pequeño grupo estaba la muchacha blanca recién adquirida, al-Yamal. Hasta ese momento, Osman había estado tan ocupado con asuntos de estado y política que aún no había cosechado ni paladeado sus frutos. No tenía prisa por hacerlo: demorar la consumación contribuía mucho a su placer.
Penrod sabía que Rebecca iba con la expedición. La había visto abordar uno de los dhows cuando embarcaron en Omdurman. También la había visto de lejos en cuatro ocasiones diferentes desde que comenzara el viaje por tierra. En cada ocasión, ella había evitado mirar en su dirección pero Amber, que estaba con ella, lo había saludado con la mano, dedicándole una picara sonrisa. Por supuesto que nunca había habido oportunidad de intercambiar ni una palabra: las mujeres de Atalan estaban estrictamente custodiadas, y Penrod pasaba el día atado con su traílla, que, al atardecer, era sustituida por grillos en las piernas. Pasaba la noche en una choza custodiada dentro de la zareba de al-Noor y los otros aggagiers.
Aunque habitualmente estaba exhausto cuando se tendía en la piel de oveja que le servía de colchón, le quedaba tiempo para pensar en Rebecca durante las largas noches. Alguna vez, se había convencido a sí mismo de que la amaba, y de que ella era la principal razón por la cual había desobedecido las estrictas órdenes de sir Charles Wilson y regresado a Jartum tras la batalla de Abu Klea. Desde entonces, sus sentimientos por ella se habían vuelto ambivalentes. Por supuesto que ella aún era su compatriota. A eso se sumaba que le había otorgado su virginidad, y por esas razones sentía que tenía un deber y una responsabilidad para con ella. Sin embargo, su virtud que inicialmente la hiciera tan atractiva, estaba mancillada en forma indeleble. Si bien no lo había hecho por propia voluntad, se había convertido en la puta de no sólo uno, sino al menos dos hombres. Su estricto código del honor jamás le permitiría casarse con la puta de otro, especialmente si ese otro era su enemigo de sangre e integrante de una raza oscura y ajena.
Aun si fuese capaz de sofocar esos sentimientos y hacerla su esposa, ¿qué ganaría con ello? Cuando regresaran a Inglaterra, la historia completa de su corrupción y degradación a manos de los derviches no permanecería en secreto. La sociedad inglesa no perdonaba. La tildarían de por vida de mujer escarlata. No se la podría presentar a su familia ni a sus amigos. Como pareja, sufrirían ostracismo. Su regimiento jamás avalaría su elección de esposa. Se le negarían los ascensos, y se lo forzaría a renunciar a su plaza. Su reputación y su posición quedarían destruidas. Sabía que con el tiempo, primero sentiría resentimiento hacia ella y que luego la odiaría.
Como hombre ambicioso con un instinto bien desarrollado para la autopreservación y la supervivencia, sabía cuál debía ser su curso de acción. Primero, debía cumplir con su deber, rescatándola. Luego, por doloroso que fuera, debían separarse, y él regresaría a ese mundo del que ella estaría excluida para siempre.
Si quería llevar a cabo esa empresa, rescatando a Rebecca y a su hermana menor, su primera preocupación debía ser obtener su propia libertad. Para lograrlo, debía ganarse la confianza de Osman Atalan y de sus aggagiers, y amodorrar cualquier sospecha que pudieran tener con respecto al hecho de que el único propósito de su vida de sufrimientos era o asesinar al califa o escapar de sus garras. Sabía que cuando lograra inducirlos a relajar las condiciones de su prisión, encontraría una oportunidad.
Cuanto más se acercaban a la frontera de Abisinia, más salvaje y grandioso se volvía el terreno. Magníficas sabanas se alternaban con árboles majestuosos separados por claros de verde hierba. Veinticinco días después de dejar el Nilo, encontraron la primera manada de elefantes. Más cerca de las ciudades y aldeas, los grandes animales habían sido implacablemente perseguidos por los cazadores de marfil, lo que los había forzado a retirarse a las honduras de los despoblados.
Esa manada bebía y se bañaba en un estanque del río Rahad. Era amplio y profundo, rodeado de "árboles de la fiebre", la acacia de corteza amarillo canario. Desde muy lejos oyeron los chillidos y chapoteos, y maniobraron viento abajo hasta trepar a una colina baja que dominaba el estanque. Desde la cima tenían una magnífica vista de la desprevenida manada. Estaba compuesta de unas cincuenta hembras, acompañadas de sus crías. Había tres machos inmaduros con ellas, ninguno de los cuales tenía colmillos dignos de nota.
Uno de los guerreros jóvenes de Osman Atalan aún no había cazado un elefante a la manera clásica, a pie y armado sólo de espada. Osman le describió la técnica. Fue una disertación magistral.
Penrod escuchaba fascinado. Había oído hablar de ese peligroso pasatiempo en el que los aggagiers se ganaban su título, pero nunca lo había visto en la práctica. Hacia el fin de su conferencia, cuando Osman señalaba al punto exacto de la pata trasera del elefante donde debía darse el tajo de espada que seccionaría el tendón, se le ocurrió a Penrod que el califa se dirigía a él tanto como al novicio árabe. Hizo a un lado ese pensamiento, que consideró ocioso. La manada terminó de beber y se alejó por el soto de árboles de la fiebre. Osman los dejó partir sin perturbarlos. No eran dignos de su acero. Les ordenó a sus aggagiers que montaran, y regresaron al campamento.
Tres días después, dieron con nuevos rastros de elefantes. Los aggagiers desmontaron para estudiarlos, y vieron que habían sido hechos por un par de machos adultos. Las pisadas estaban frescas, y uno de los juegos era enorme. Animadamente, especularon entre ellos acerca del tamaño y el peso del marfil que llevaba el mayor. Osman les ordenó que volvieran a montar y los encabezó a paso vivo, de modo que el sonido de cascos al galope no alarmara a la presa, precipitando una estampida.
—Bebieron en el río temprano por la mañana y ahora regresan a las colinas a repararse en la espesura de las zarzas de kittar, donde están seguros —dijo Osman. Cuando se aproximaron a las colinas, vieron que al pie las laderas estaban cubiertas de la venenosa zarza verde, semejante a un reptil, que contrastaba con el color más vivido y fresco del bosque de caducifolias que comenzaba a más altura. Encontraron al gran macho parado solo al borde del matorral.
—Los dos machos se han separado, y cada uno va por su lado. Eso hará que cazarlos sea más fácil —dijo Osman quedamente, precediéndolos. El elefante dormitaba tranquilamente, abanicando sus grandes orejas, meciéndose con suavidad sobre una y otra pata. Estaba ubicado en ángulo con respecto a ellos, y tenía la cabeza baja, de modo que las zarzas le llegaban al labio inferior, ocultando sus colmillos. Los aggagiers sofrenaron sus caballos para descansarlos antes de la cacería. La brisa era pareja y favorable, y no había razón para apresurarse. Penrod descansó con los caballos. Se puso en cuclillas y bebió del odre que al-Noor desató de la perilla de su montura y dejó caer al suelo junto a él.
De pronto, el macho sacudió la cabeza de modo que sus orejas castañetearon con fuerza, y extendió la trompa para tomar un racimo de botones de kittar. Al alzar la cabeza para meterse las flores amarillas en el fondo de la garganta, reveló sus colmillos. Eran perfectamente simétricos largos y gruesos.
Los cazadores se removieron y lanzaron murmullos de elogio.
—Éste es un estupendo animal.
—Éste es un macho honorable.
Todos miraron a Osman Atalan para ver quién sería el escogido para el honor, cada uno esperando ser el agraciado.
—al-Noor —dijo Osman, y al-Noor hizo adelantar a su caballo, entusiasmado, sólo para volver a encorvarse sobre la silla cuando su amo prosiguió— suéltale la traílla a Abd Yiz.
Sorprendido, Penrod se puso de pie, y al-Noor le desató la soga del cuello.
—Es demasiado honor para un esclavo infiel —susurró al-Noor, envidioso.
Osman ignoró su protesta. Desenvainó su espada y, tomándola de la hoja, se la alcanzó a Penrod.
—Mátame este elefante —ordenó.
Penrod probó el peso y el equilibrio de la hoja lanzado tajos directos, luego de revés. Le hizo dar una voltereta en el aire y la atajó con la izquierda, y volvió a dar golpes de filo y punta. Se volvió hacia Osman, que cabalgaba en al-Buc. Penrod estaba en equilibrio sobre los talones de sus pies descalzos; tenía la espada en posición de guardia. Su expresión era adusta. La hoja, inmóvil como si estuviese fijada entre las mandíbulas de acero de una prensa, apuntaba directamente al pecho del califa. Osman Atalan estaba desarmado y dentro del alcance del brazo armado de Penrod. Los ojos de los dos se trabaron. Los aggagiers hicieron avanzar a sus cabalgaduras, y sus manos descansaron sobre la empuñaduras de sus espadas.
Penrod alzó lentamente la espada a sus labios y besó el plano de la hoja.
—Es una buen arma —dijo.
—Úsala bien —le aconsejó quedamente Osman.
Penrod se dirigió hacia la ladera donde se encontraba el elefante. Sus pies descalzos no hacían ruido sobre la tierra pedregosa, y pisaba con ligereza. Sintió que la brisa le refrescaba el sudor de la nuca. Recurrió al sentido en que ésta soplaba para guiarse de modo de quedar detrás del animal. Era una criatura enorme: la distancia entre el suelo y su cruz duplicaba a estatura de Penrod.
Mientras estudiaba las patas traseras, Penrod tenía presente cada palabra de los consejos de Osman. Distinguía claramente los tendones bajo el gris cuero rugoso. Eran más gruesos que su pulgar, y mientras la bestia se mecía suavemente, se tensaban y aflojaban. Les clavó la vista y avanzó rápido. Inesperadamente, el elefante arqueó el lomo y afirmó las patas traseras. Del colgajo de piel suelta ubicado entre las patas, salió su pene que pendió hasta que su punta casi tocó el suelo. Era más largo que el alcance de los brazos de Penrod extendidos en cruz, y grueso como su antebrazo. El elefante comenzó a orinar, una poderosa corriente amarilla que cavó un hoyo poco profundo en la dura tierra. El olor era penetrante e intenso en el calor del mediodía.
Penrod se acercó hasta quedar a tres yardas de la grupa del animal, y esperó con la espada alzada. Luego, corrió hacia adelante, apuntando a dos palmos por arriba del talón derecho del macho. El filo entró hasta el hueso y el tendón se cortó con un chasquido gomoso. En el mismo movimiento, Penrod dio un paso hacia la otra pata, invirtió la hoja y volvió a cortar. Vio al tendón contraerse bajo el grueso cuero y saltó hacia atrás. El macho desjarretado chilló y cayó pesadamente sobre sus cuartos traseros, en posición sedente, con ambas patas paralizadas.
A sus espaldas, Penrod oyó un grito de aclamación de los aggagiers. Contempló los chorros de sangre que brotaban de las heridas gemelas. Al debatirse por ponerse de pie, el elefante sangraba más profusamente. No llevaría mucho tiempo. El macho lo vio y giró la cabeza para enfrentar a Penrod. Trató de arrastrarse hacia adelante, pero sus movimientos eran torpes e ineficaces. Penrod retrocedía ante él, observándolo hasta que estuvo seguro de que estaba mortalmente herido. Se volvió y anduvo sin prisa hacia el grupo de jinetes que lo observaba.
Llevaba cubierta la mitad de la distancia cuando otro elefante chilló a su derecha. El sonido fue tan inesperado que giró para enfrentarlo. Todo el tiempo, el macho joven había estado allí cerca, también durmiendo de pie. El zarzal de kittar lo había ocultado, pero ante los gritos y movimientos de su compañero, arremetió con toda su fuerza por entre el denso espinal, buscando agresivamente un foco para su ira y su alarma. Vio a Penrod de inmediato y giró hacia él, arrollando las puntas de sus grandes orejas y enrollando la trompa contra el pecho en amenazadora actitud. Barritó salvajemente. Cuando comenzó a cargar, el suelo tembló bajo su peso.
Penrod miró alrededor en busca de una ruta de escape. Correr hacia el grupo de jinetes no tenía sentido. No había ayuda que pudieran prestarle, y escaparían al galope antes de que él los alcanzara. Ni siquiera trepar a uno de los altos árboles que crecían por allí serviría de nada. Parado sobre las patas traseras, el elefante podía alcanzar aun las ramas más altas y hacerlo caer, o si no derribar el árbol sin esfuerzo. Pensó en la cañada que habían cruzado hacía poco. Era tan estrecha y honda que podía meterse reptando allí y quedar fuera del alcance del elefante. Se volvió y corrió. Apenas si oía los animados gritos de los aggagiers.
—¡Corre, Escarabajo Estercolero! Abre tus alas y vuela.
—¡Rézale a tu Dios cristiano, infiel!
—Mira, los campos del paraíso se extienden ante ti.
Oyó el estrépito del elefante que avanzaba pisoteando el matorral a sus espaldas. Entonces, vio que la cañada se abría a cien pasos de él. Iba a su velocidad máxima, impulsado con tal potencia por sus piernas templadas, endurecidas, que el elefante ganaba terreno muy de a poco. Pero en su corazón, sabía que lo alcanzaría.
Entonces, oyó un retumbar de cascos muy cerca de sus espaldas. No pudo evitar echar un vistazo hacia atrás. El elefante se alzaba por encima de él como un oscuro acantilado, y ya desenrollaba la trompa para descargarla. El golpe le destrozaría los huesos. Cuando estuviera en el suelo, el elefante se hincaría sobre él, aplastándolo contra la dura tierra hasta quebrar todos los huesos de su cuerpo, que después atravesaría una y otra vez con esas largas estacas de marfil.
Con un esfuerzo, alejó la vista y miró hacia adelante. El sonido de cascos seguía creciendo. Sin aflojar el paso, Penrod se dispuso a recibir el inevitable golpe que lo destrozaría. Entonces, sintió que el retumbar del galope estaba a su lado, y vio un movimiento por el rabillo del ojo. El bulto negro de al-Buc lo alcanzaba. Osman estaba inclinado sobre la cruz y lo azuzaba con las riendas. Había quitado el pie del estribo más próximo a Penrod, y el hierro vacío golpeaba el flanco de al-Buc.
—¡Sube, Abd Yiz! —lo invitó Osman—. Aún no he terminado contigo.
Con la diestra, Penrod tomó la correa del estribo y se la retorció en torno a la muñeca. De inmediato, fue arrebatado del suelo, y se dejó llevar por la carrera del semental. El elefante aún cargaba con todo su poder detrás de ellos, pero perdió terreno ante el garañón. Finalmente, abandonó la persecución, y aún chillando de rabia, se hizo a un lado, internándose otra vez en el zarzal de kittar. Mientras corría, descargaba su frustración arrancando ramas de los árboles que se interponían en su camino y arrojándolas al aire. Se desvaneció detrás de la cima de una colina.
Osman sofrenó a al-Buc, y Penrod soltó la correa del estribo. Aun aferraba la empuñadura de la espada con la mano izquierda. Volteándola pierna por sobre el pescuezo del semental, Osman desmontó, aterrizando frente a él como un gato. Los aggagiers estaban dispersos sobre una gran extensión y, por el momento, ambos estaban solos. Osman tendió la mano derecha.
—Ya no necesitas de ese acero —dijo quedamente. Penrod le echó una mirada a la espada.
—Me pesa cederla. —Tomándola de la hoja, depositó la empuñadura con fuerza sobre la diestra de Osman.
—En Nombre de Dios, que eres un hombre valiente, pero sobre todo prudente —dijo Osman, y sacó la mano izquierda de detrás de su espalda. En la misma tenía una pistola amartillada. Bajándolo con el pulgar, trabó el percutor en la mitad de su recorrido, en el momento mismo en que al-Noor los alcanzaba.
al-Noor también desmontó de un salto y abrazó espontáneamente a Penrod.
—Dos tajos perfectos —lo aplaudió—. Nadie lo podría haber hecho con más limpieza.
No tenían tiempo de esperar a que la descomposición aflojara los colmillos, así que los sacaron cortando. Les llevó hasta el mediodía siguiente quitar el nervio cónico de la cavidad de la base de cada uno. Era un trabajo arduo: si se deslizara la hoja, estropearía el marfil, reduciendo drásticamente su valor monetario y estético.
Los cargaron en los caballos de carga, y cuando cabalgaron hasta el campamento principal, los tamborileros batieron con fuerza y las trompas resonaron.
Las mujeres, incluida la mujer del califa y su concubinas, salieron a mirar. Los hombres dispararon sus fusiles al aire y se apiñaron en torno a los caballos de carga para maravillarse ante el tamaño de los colmillos.
—Éste debe de haber sido padre y abuelo de muchos grandes machos —se decían unos a otros. Entonces, le preguntaron a Osman Atalan—: Di-nos, te lo rogamos, exaltado califa ¿qué cazador derribó a esta poderosa bestia?
—Aquel que alguna vez fue conocido como Abd Yiz, pero que a partir de ahora es el aggagier Abadan Riyi.
A partir de entonces, nadie volvió a llamar Abd Yiz a Penrod. Ese nombre derogatorio quedó perdido y olvidado.
—Ordena, supremo. ¿Qué debemos hacer con estos colmillos?
—Conservaré uno en mi tienda para que me recuerde la cacería de este día. El otro le pertenece al aggagier que mató al elefante.
Temprano por la mañana siguiente, cuando Osman Atalan salió de su tienda, saludó a sus aggagiers, que lo estaban esperando y discutió con ellos los habituales asuntos de la jornada, la ruta que tenía intención de seguir, y el objeto de la cabalgata del día. Penrod se acuclilló cerca de los caballos, sin intervenir hasta que Osman le habló.
—Tu forma de vestir es una vergüenza para tus compañeros.
Penrod se incorporó, sorprendido, y miró su túnica sin mangas. Aunque la había lavado siempre que se le presentó la ocasión, estaba manchada y gastada. No tenía aguja ni hilo con qué remendarla, y la tela estaba desgarrada por espinas y ramas, raída de tanto usarla.
—Me he acostumbrado a este uniforme. Con él me alcanza, gran Atalan.
—Pues a mí no —dijo Osman, y batió palmas. Uno de los esclavos domésticos se acercó con aspecto servil. Llevaba una prenda plegada.
,—Dáselo a Abadan Riyi —le ordenó Osman, y el sirviente se hincó ante él y le tendió el atado.
Penrod lo tomó y lo desplegó. Vio que era una aljuba limpia y nueva, que envolvía un par de sandalias de cuero de camello curtido.
—Póntelas —dijo Osman.
Penrod notó de inmediato que la aljuba era sencilla, no decorada por las aplicaciones rituales multicolores que tenían un significado político y ritual tan potente y que constituían el uniforme de los derviches. De haberlos tenido, no se la habría puesto. Se quitó sus harapos y se la deslizó por la cabeza. Le quedaba notablemente bien, lo mismo que las sandalias. Alguien había observado con agudeza sus medidas.
—Así me gusta más —dijo Osman, y saltó con facilidad a la silla de al-Buc. Penrod ocupó su habitual lugar junto al estribo, pero Osman meneó la cabeza—. Un aggagier es un jinete. —Volvió a batir palmas, y un mozo trajo un caballo ensillado de atrás de la tienda. Era un robusto ruano castrado que Penrod había notado en la tropa de caballos de recambio.
—¡Monta! —le ordenó Osman, y, subiendo a la silla, siguió al grupo de jinetes, que entraban en el bosque. Penrod tenía conciencia de la inferioridad de su rango en la banda, de modo que se mantenía bien a la zaga.
Durante las primeras millas, evaluó al ruano que montaba. El caballo tenía una andadura cómoda y no mostraba vicios. No debía ser particularmente rápido. Nunca podría sobrepasar la velocidad de los aggagiers. Si Penrod siquiera intentara escapar, no tardarían en alcanzarlo.
No es una gran belleza, pero es sólido y de buen temperamento, decidió. Era agradable volver a tener un caballo entre las rodillas. Continuaron cabalgando hacia las montañas azules y la frontera de Abisinia. Ahora, se dirigían directamente a Galabat, último bastión derviche antes de la frontera. Aunque las montañas parecían cerca, aún faltaba una cabalgata de diez días para alcanzarlas. Gradualmente, fueron dejando los despoblados a sus espaldas. Ya no había indicios de elefantes ni de otros grandes animales salvajes. Pronto comenzaron a atravesar sembradíos de dhurra y de otros cultivos, así como muchas pequeñas aldeas sudanesas. Después, comenzaron a ascender las estribaciones del macizo central.
Cuando echaban pie a tierra para rezar sus plegarias del mediodía, Osman Atalan siempre se alejaba de los demás y tendía su tapete en un lugar umbrío que diera al valle verde más próximo. Después de orar, solía comer solo, pero ese día llamó a Penrod, y le indicó que se sentara frente a él, al otro lado de la alfombra persa.
—Comparte el pan conmigo —invitó. al-Noor puso entre ambos un plato de tortas ácimas de dhurra y asida y otro que contenía carne ahumada fría de antílope. Había cortado apresuradamente la garganta de los animales antes de que murieran de las heridas de lanza que los derribaran, de modo que la carne fuese halal. Había un plato más pequeño que contenía sal gruesa. Osman dio gracias a Alá e invocó su bendición para lo que comerían. Luego, eligió un trozo de carne ahumada y, con la diestra, lo hundió en la sal. Se inclinó hacia adelante y lo puso ante los labios de Penrod.
Penrod vaciló. Se enfrentaba a una decisión crucial. Si aceptara carne y sal de manos de Osman, ello constituiría un pacto entre ellos. Según la tradición de las tribus, eso equivalía a dar su palabra. Si de ahí en más procuraba escapar, o cometía cualquier acto belicoso o agresivo contra Osman, estaría rompiendo un juramento de honor.
Rápidamente, tomó su decisión. Soy cristiano, no musulmán. Tampoco soy beya. Éste no es un juramento que me comprometa. Aceptó lo que se le ofrecía, masticó y tragó, tomando a continuación un trozo de salvajina, que saló y le ofreció a Osman. El califa lo comió, y agradeció con una inclinación de cabeza.
Comieron con lentitud, saboreando el alimento, y su despreocupada conversación giró en torno a los temas que los apasionaban a ambos: la guerra, la caza y el ejercicio de las armas. Al comienzo, fue general, pero de a poco se volvió más específica cuando Osman quiso saber cómo entrenaban a sus tropas los británicos y qué virtudes buscaban los comandantes en los oficiales.
—Como vosotros, somos un pueblo belicoso. La mayor parte de nuestros reyes fueron guerreros —explicó Penrod.
—Así me han dicho —dijo Osman, asintiendo con la cabeza—. También he visto con mis propios ojos cómo pelea tu gente. ¿Dónde aprenden sus habilidades?
—Hay una gente a las que se conoce como franceses, una tribu vecina. Cada tanto, practicamos con ellos. Siempre hay problemas que controlar en alguna parte del imperio. Durante los períodos de paz, tenemos colegios, que llevan establecidos muchas generaciones, en los que entrenamos a nuestros oficiales de línea y administrativos. Dos son famosos: la Real Academia Militar de Woolwich y el Real Colegio Militar de Camberley.
También nosotros tenemos una escuela para nuestros guerreros —asintió Osman—. La llamamos desierto.
Penrod rió, y luego asintió.
—El campo de batalla es la mejor escuela de entrenamiento, pero nos hemos dado cuenta de que el estudio académico del arte de la guerra también es invalorable. Sabes, la mayor parte de los generales de todas las edades desde Alejandro a Wellington, registraron sus campañas por escrito. Allí hay mucho que aprender.
Mientras continuaban cabalgando hacia el este, Osman convocó a Penrod para que cabalgase a su lado, y continuaron su discusión animadamente. Por momentos se acaloraban. Penrod describía como Bonaparte había sido incapaz de quebrar el cuadro británico en Waterloo, y Osman se mofó ligeramente:
—Nosotros, los árabes, no estudiamos en colegio alguno, pero, a diferencia de esos franceses, quebramos vuestro cuadro en Abu Klea.
Penrod mordió el anzuelo, tal como esperaba Osman.
—Nunca lo rompisteis. Penetrasteis localmente, pero el cuadro se mantuvo y se reparó a sí mismo, convirtiéndose en una trampa para el emir al-Salida, sus hijos y mil de sus hombres. —Discutían con la libertad de hermanos de sangre, pero cuando alzaron sus voces, los aggagiers se miraron unos a otros, inquietos, y se acercaron para intervenir si el califa se veía amenazado. Osman los alejó con un gesto. Detuvo el caballo frente a otra loma de las que se recortaban contra el cielo, subiendo como una gigantesca escalera hacia las montañas.
—Ante nosotros, se extiende la tierra de los abisinios, nuestros enemigos desde hace muchos siglos. Si fueras mi general, te diría que te apoderes de este territorio hasta Gondar, y luego lo defiendas contra la furia del emperador Juan. Dime cómo cumplirías esta misión aplicando tus estudios escolares.
Ése era el tipo de problema que Penrod había estudiado en el colegio de oficiales de estado mayor. Aceptó el desafío con entusiasmo.
—¿Cuántos hombres me darías?
—Veinticinco mil —replicó Osman.
—¿Cuántos tiene el Emperador para enfrentarme?
—Tal vez diez mil en Gondar, pero trescientos mil más en las tierras altas de más allá de las montañas de Aksum.
—Deberán descender por los pasos altos para presentar batalla, ¿verdad? Entonces, debo poner sitio a Gondar rápidamente, y una vez que la ciudad esté rodeada, no me detendré a reducirla, sino que avanzaré con todo lo que tenga para sellar la desembocadura de los pasos antes de que los refuerzos puedan salir a terreno abierto.
Discutieron pormenorizadamente ese problema, considerando cada una de las posibles respuestas al ataque. La conversación prosiguió sin a caer durante lo que quedaba de la marcha a Galabat. Sólo cuando divisaron la ciudad se le ocurrió a Penrod que no se había tratado de un ejercicio académico, y que esa travesía era un preludio a la invasión derviche al reino de Abisinia. Osman recurría a sus conocimientos académicos, empleándolo como asesor militar.
Así que la yihad del Madí no terminó en Jartum, se dio cuenta Penrod. Abdulahi sabe que debe continuar combatiendo, si no quiere languidecer y perecer. Entonces, consideró cuanto daño había causado en forma involuntaria al darle aliento y consejo experto a Osman.
Aun si los derviches triunfan aquí en Gondar, Abdulahi no se quedará conforme. Volverá sus ojos a Eritrea, y no se detendrá allí. No puede detenerse. No se detendrá hasta que lo detengan por la fuerza. Ello no ocurrirá hasta que Abdulahi no haga enfadar al mundo civilizado, decidió. En el modesto alcance de mis capacidades, tal vez haya hecho algo para ayudar a que eso ocurra. Sonrió fríamente. Se acercaban días emocionantes.
* * *
El gobernador derviche de Galabat casi quedó abrumado por la emoción de recibir al poderoso califa Osman Atalan como huésped en su ciudad. Desalojó inmediatamente su palacio de ladrillos de barro y lo puso a disposición de los visitantes. Se mudó a un edificio mucho más pequeño y humilde de las afueras de la ciudad.
Osman decidió descansar en Galabat hasta el fin de la estación de las lluvias, que haría que viajar por el territorio escarpado cercano a Gondar fuese casi imposible. Esa situación entrañaba una demora de varios meses, pero tenía mucho de qué ocuparse. Quería reunir hasta la última brizna de información que pudiera ser importante para la campaña que planeaba. Mandó decir que los guías locales que hubieran llevado a caravanas a Gondar por los pasos altos, y aquellos jeques guerreros que habían incursionado en territorio etíope en busca de ganado y esclavos debían acudir a Galabat para entrevistarse con él. Se apresuraron a cumplir sus órdenes. Los interrogó pormenorizadamente, y registró todo lo que le habían dicho. Esa información constituiría el grueso de su informe para el gran califa Abdulahi cuando regresara a Omdurman.
Osman recordó que el Madí había empleado a su concubina blanca, al-Yamal, como escriba y amanuense. Conocía muchos idiomas. Le ordenó que estuviera presente en esos interrogatorios para escribir los hechos según los revelaban los testigos. No había visto mucho a al-Yamal desde el comienzo de la expedición, pues sus obligaciones maritales eran más importantes. Pero apenas Osman se hubo instalado en el palacio del gobernador, las esclavas de más edad del harén vinieron a informarle de que su joven esposa había respondido al fin a sus repetidas atenciones perdiendo su luna. Le informaron que ya hacía dos meses que no enarbolaba el estandarte rojo.
Osman se sintió complacido. Su cuarta esposa era sobrina del gran califa Abdulahi y, por lo tanto, su gravidez tenía gran importancia política. Su nombre era Zamata. Aunque tenía un rostro bonito, le gustaba comer y tenía muslos gruesos, una barriga en forma de flan y un par de blandas ubres semejantes a las de las vacas. A esa altura de su vida, Osman Atalan exigía más de sus favoritas que una risita musical y la disposición a tenderse de espaldas y abrir las piernas. Ya había hecho lo que tenía que hacer, y no sentía deseos de pasar más tiempo en compañía de la no muy inteligente Zamata.
Durante los primeros días de los interrogatorios, al-Yamal había ocupado un lugar poco visible, detrás del estrado del gobernador en la sala de audiencias. Al tercer día, Osman le ordenó que se sentara delante del estrado. Allí se sentó, con las piernas cruzadas, con su tableta de escritura delante de ella, directamente en su línea de visión. Le agradaron los movimientos de sus manos esbeltas y pálidas y la textura de la mejilla que volvía hacia él al escribir. Como correspondía, nunca alzaba los ojos del pergamino. Una o dos veces, mientras la miraba, una sonrisa misteriosa se dibujó en los labios de ella, lo que lo intrigó. Pocas veces en su vida se había preguntado qué pensaba una mujer, pero ésta parecía diferente.
—Léeme lo que escribiste —ordenó.
Alzó esos extraños ojos celestes hacia él, y se le cortó el aliento. Recitó la evidencia sin ni siquiera tener que leerla. Cuando finalizó, se inclinó en su dirección y bajó la voz de modo que sólo él pudiera oírla.
—No confíes en él, Gran Señor —dijo—. Te dará poco que te sirva. —Era la primera vez que le dirigía la palabra.
La expresión de Osman se mantuvo impasible, pero pensaba rápido. Había hecho decir que llevaba adelante estas averiguaciones para facilitar el comercio con los abisinios y planificar su visita de estado a Gondar. ¿Esta mujer adivinaba sus verdaderas intenciones o había sido informada? ¿Qué base tenía para la advertencia que le acababa de hacer? Continuó con sus averiguaciones, pero ahora estudió con más atención al hombre que tenía ante él.
Era un jefe de caravanas de avanzada edad, próspero, según indicaba la calidad del género de su vestiduras, inteligente a juzgar por la profundidad de sus conocimientos. Había afirmado que pertenecía a la tribu de los hadendowa. Pero no vestía la aljuba emparchada, y había algo extraño en su acento y su forma de hablar. Osman evaluó la posibilidad de cuestionar su identidad declarada, pero descartó la idea. Buscó los otros indicios que debía haber notado al-Yamal. El hombre se inclinó hacia adelante para tomar la pequeña taza de café de bronce y la abertura del cuello de su túnica se abrió, revelando un destello de plata. Fue un atisbo fugaz, pero Osmani reconoció la cruz cristiana copta elaboradamente ornamentada que le colgaba al cuello de una cadena.
Es un abisinio, se dio cuenta Osman. ¿Qué motivos tendría para fingir? ¿Nos espían como los espiamos? Le sonrió al hombre.
—Lo que me has dicho tiene mucho valor. Por eso, te lo agradezco. ¿Cuándo comienzas tu próxima travesía?
—Poderoso califa, de aquí a tres días parto de al-Glosh con doscientos camellos cargados con piedras de sal.
—¿Cuál es tu destino?
—Voy a la nueva ciudad de Addis Abeba, en las colinas, donde tengo el propósito de trocar mi sal por lingotes de cobre.
—Ve con Dios, buen mercader.
—Queda con Dios, poderoso Atalan, y que los ángeles guarden tu sueño.
Cuando el caravanero abandonó la sala de audiencias, Osman llamó a al-Noor con un gesto. Cuando el aggagier se hincó junto a él, le susurró:
—El mercader es espía. Mátalo. Hazlo en secreto y con astucia. Nadie debe saber de dónde partió el golpe.
—Así como lo ordenas, se hará.
La comitiva dejó la sala, cada uno de sus integrantes haciéndole una reverencia al califa antes de salir, pero cuando al-Yamal se incorporó para seguirlos, Osman le dijo secamente:
—Siéntate a mi lado. Hablaremos un rato.
Para ese momento, Rebecca ya sabía representar el papel de concubina. El Madí le había enseñado cómo complacer a un amo árabe. La adulación era el método seguro para lograrlo. Siempre quedaba atónita ante la forma en que aceptaban las hipérboles más extravagantes como si no fuese más que lo que les correspondía. Mientras pronunciaba esos desatinos, podía borrarse a sí misma, manteniendo ocultos sus verdaderos sentimientos. Se sentó tal como él ordenara y, con el rostro velado, esperó a que hablase.
—Quítate el velo —dijo—. Quiero verte la cara mientras departimos. —Ella obedeció. Él estudio sus rasgos en silencio por un rato, luego preguntó—: ¿Por qué sonríes?
—Porque, señor mío, estoy feliz de estar en tu presencia. Me da gran placer servirte.
—¿Son como tú todas las mujeres de tu país?
—Hablamos todas el mismo idioma, pero ninguna de nosotras es igual a ninguna otra. Poderoso califa, estoy segura de que vuestras mujeres también son así.
—Nuestras mujeres son todas iguales. La razón de sus existencias es complacer a sus maridos.
—Entonces son afortunadas, gran Atalan, especialmente aquellas que tienen el honor de pertenecerte.
—¿Cómo aprendiste a leer y escribir?
—Señor mío, se me enseñó a hacerlo desde temprana edad.
—¿Tu padre no lo prohibió?
—Al contrario, dulce amo, lo alentó.
Osman meneó la cabeza con desaprobación.
—¿Y sus esposas? ¿Les permitía entregarse a tan peligrosa práctica?
—Mi padre tuvo una esposa, que fue mi madre. Cuando ella murió, él no volvió a casarse. —Cuántas concubinas?
—Ninguna, exaltado califa.
—Entonces, debe haber sido muy pobre y de poca importancia en el mundo.
—Mi padre era el representante de nuestra Reina, y ella lo quería bien. Tengo una carta de Su Majestad donde lo dice.
—Si la Reina lo hubiera querido de verdad, le debería haber enviado una docena de esposas para remplazar la anterior. —A Osman lo fascinaban las respuestas de ella, cada una de las cuales llevaba de inmediato a una nueva pregunta. Le costaba imaginar una tierra donde llovía casi a diario y donde hacía tanto frío que las gotas de lluvia se volvían sal blanca antes de tocar el suelo.
—¿Qué bebe la gente? ¿Cómo no mueren de sed, si el agua se transforma en sal?
—Amo mío, la nieve no tarda demasiado en volver a hacerse agua.
Osman miró por las ventanas de arco de herradura apuntado.
—El sol se ha puesto. Debes seguirme a mis aposentos. Quiero oír más de estas maravillas.
El espíritu de Rebecca se estremeció. Desde que había ingresado en su zenana había logrado evitar ese momento. Hizo una bonita sonrisa, tapándose la mano con la boca, como había visto que hacían las demás cuando la timidez las embargaba.
—Una vez más llenas mi corazón de gozo, noble señor. Estar contigo es todo lo que me da placer en esta vida.
Las cocineras llevaron la comida de la noche a sus aposentos mientras Osman oraba solo en la terraza, que dominaba una grandiosa vista de montañas distantes. En cuanto hubo completado el ritual, despidió a las cocineras, y le ordenó a Rebecca que le sirviera la comida, por la cual demostró escaso interés. Comió unos pocos bocados, y luego la hizo sentarse a su pies y comer de sus sobras.
Continuó abrumándola a preguntas, cuyas respuestas escuchaba atentamente, apenas dejándole tiempo de tragar antes de la siguiente pregunta. En algún momento de las primeras horas de la mañana, se derrumbo y cayó profundamente dormida sobre los cojines de puro exhausta. Cuando despertó, amanecía, y aún estaba tendida en el angareb, completamente vestida. Se preguntó cómo habría llegado allí, y recordó que había soñado que volvía a ser una niña pequeña y que su padre la llevaba en brazos escaleras arriba a su dormitorio. ¿El califa la había llevado a la cama?, se preguntó. De ser así, había sido un pequeño milagro de deferencia.
Oyó gritos excitados y cascos que galopaban abajo de la terraza y se levantó de la cama, fue hacia la ventana y miró hacia allí. En el patio, Osman Atalan y algunos de sus aggagiers estaban probando una reata de caballos sin domar de tres años, obsequio del gobernador de GaJabat. Penrod Ballantyne, casi indistinguible de los árabes, estaba sobre un nervioso potro bayo que corcoveaba furiosamente por el patio, con lomo arqueado y patas rígidas. Osman y los demás aggagiers gritaban de risa y ofrecían soeces consejos.
Últimamente, cada vez que Rebecca posaba los ojos en Penrod, sus emociones se alborotaban. Él era un desgarrador recordatorio de esa lejana existencia que le había sido arrebatada en forma tan prematura. ¿Aún lo amaba, como alguna vez había creído? No estaba segura. Ya no tenía certeza de nada. Sólo sabía que el hombre que estaba al otro lado del patio ahora regía su destino. Miró fijamente a Osman Atalan, y la desesperación que creía haber vencido regresó con toda su fuerza, avasallándola como una ola oscura.
Le volvió la espalda a la ventana y contempló el revólver Webley que estaba sobre una mesa arrimada a la pared del otro lado de la habitación. Había visto que el califa lo ponía allí la noche anterior, antes de orar. Probablemente hubiese sido propiedad de un oficial británico muerto en Abu Klea, o tal vez fuese producto del saqueo de Jartum.
Cruzó la habitación y lo tomó. Abrió el tambor y vio que todas las cámaras estaban cargadas. Cerró el arma con un chasquido y se volvió al espejo que pendía en la pared ante ella. Contempló cómo su imagen amartillaba el revólver y se lo apuntaba a la sien. Quedó inmóvil, procurando reunir hasta su última gota de determinación para apretar el gatillo.
Entonces, vio en el espejo las iniciales discretamente grabadas en la placa de la vaina del arma. La bajó y examinó la inscripción. "D. W. B. de S. I. B. Con amor", leyó.
—"David Wellingon Benbrook de Sarah Isabel Benbrook".
Era un regalo de su madre a su padre. La arrojó lejos de sí y salió a escape de la habitación, rumbo al zenana, en busca de Nazira, la única persona del mundo a la que podía recurrir.
* * *
Penrod montaba el potro con facilidad, y dejó que transpirara hasta quedar cubierto de espuma, mientras el animal se sacudía a uno y otro lado con largos saltos elásticos, para luego pararse sobre las patas traseras y alzar al cielo las delanteras. Cuando el potro perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, los aggagiers que miraban el espectáculo gritaron, y al-Noor golpeó su rodela de cuero con la vaina de su espada. Pero Penrod saltó del lomo del animal con facilidad, sin soltar las largas riendas. Con un sacudón convulsivo, el potro volvió a pararse sobre su cuatro patas pero, antes de que pudiera alejarse, Penrod subió de un ligero salto a su lomo desnudo. El potro se plantó sobre sus cascos y se estremeció ante el ultraje y la frustración de no poder librarse de ese peso poco familiar.
—¡Abrid las puertas! —le gritó Penrod al capitán de la guardia de la ciudad, y azotó al potro en la paleta con el extremo de las riendas. Éste se lanzó de un brinco a una huida sobresaltada y Penrod lo volvió hacia el abierto portón. Lo atravesaron volando y salieron al camino, espantando gallinas, perros y niños, contornearon el zoco y luego corrieron a campo abierto, siempre a todo galope. Casi una hora más tarde, caballo y jinete regresaron. Penrod le hizo dar al potro una vuelta al paso por el patio, haciéndolo volverse a derecha e izquierda, frenándolo y haciéndolo recular, hasta que al fin lo detuvo. Voleó una pierna por encima de su pescuezo, echó pie a tierra y quedó de pie frente a la cabeza del caballo, acariciándole el pescuezo empapado en sudor.
—¿Qué te parece, Abadan Riyi? —Osman Atalan hablaba desde la terraza—. ¿Es ese un caballo digno de un aggagier?
—Es fuerte y veloz, y aprende rápido —respondió Penrod.
—Entonces, es un regalo mío para ti —dijo el califa.
Penrod quedó atónito ante esta señal de aprobación. Lo ascendía una vez más de categoría. Sólo le faltaba una espada para ser todo un guerrero beya. Cerró el puño derecho y se lo llevó al corazón en gesto de gratitud y respeto.
—No soy digno de tal liberalidad. Lo llamaré Ata min Jailf, el Regalo del Califa.
Al día siguiente, Penrod cargó su colmillo de marfil en uno de los caballos cargueros y lo llevó al zoco. Durante una hora, se sentó junto a un mercader de Suakin, bebiendo café y regateando. Finalmente, vendió el colmillo por doscientos cincuenta dólares María Teresa.
Al entrar en el zoco, pasó por el tenderete de un persa gordo. Entre las mercancías que se ofrecían, el lugar de honor lo ocupaba un alfanje, extendido sobre un cuero de oveja. Ahora, Penrod regresó allí. Examinó todas sus otras mercaderías, mostrando especial interés en un juego de collar y ajorcas de ámbar pulido y evitando mirar la espada. Regateó por precio de las alhajas de ámbar, y tomó tantas tazas de café que le dolió vejiga. Finalmente, acordó pagar tres María Teresa por el collar. Se despidió del persa y, cuando dejaba el tenderete, sus ojos cayeron al fin sobre alfanje. El persa sonrió: sabía desde el comienzo qué era lo que le interesaba a Penrod.
La esbelta hoja curva era del más fino acero de Damasco y carecía de ataujías en oro o inscripciones. Pero el grácil patrón ondulado producido al fusionar, martillándolas cuando están al rojo, las varillas de acero trenzadas que constituyen la hoja era suficiente ornamentación. Eso no era un bonito juguete, sino una verdadera hoja para matar. Con el brillante filo, Penrod se afeitó un poco de vello del antebrazo, y luego sacudió la muñeca. El acero cantó como una copa de cristal. Le costó setenta y cinco María Teresa, precio que equivalía a dos bonitas jóvenes esclavas gala.
Tres días más tarde, Osman Atalan celebró una audiencia en la gran tienda, que había instalado en el límite de la ciudad. Penrod esperó entre los suplicantes, y cuando llegó su tumo, se hincó ante el califa.
—¿Qué más requieres de mí, Abadan Riyi? —preguntó Osman, y su tono era afilado y frágil como el pedernal.
—Suplico al poderoso y noble Atalan que acepte la dádiva de uno a quien ha honrado con su benevolencia. —Depositó el cuero de oveja enrollado a los pies de Atalan.
Osman lo desenvolvió, y sonrió al ver la hermosa arma.
—Éste es un buen regalo, y lo acepto con placer. —Le devolvió la espada a Penrod—. Llévamela. Si has de usarla, que sea con prudencia.
Entre ambos, habían llegado a un compromiso. El esclavo aún era esclavo, pero iba pertrechado como guerrero.
* * *
Rebecca se sentaba cada día a los pies del califa, registrando lo que ocurría en la sala de audiencias. Cada noche, era enviada de regreso al zenana del palacio del gobernador. Al comienzo, su indiferencia la alivió, pero al cabo de tres días la intrigó. ¿Lo había ofendido por dormirse en su presencia, o lo había aburrido o enfadado con su locuacidad, se preguntó? ¿O es simplemente que no lo atraigo? En realidad, no importa qué siente. Sólo lo que les ocurra a Amber y a Nazira, y, por supuesto, también a mí. Nazira y ella discutieron incansablemente la situación, que las involucraba a todas en forma tan intrincada e íntima. Su bienestar y sus vidas estaban en manos del califa. De detestar la idea de que Osman Atalan la tocara, Rebecca comenzó a temer que no lo hiciera.
Nazira le planteó el ejemplo de la cuarta esposa de él, Zamata.
—Fue incapaz de mantener su interés. Y así, por más que ella es pariente del gran califa Abdulahi, la envió de regreso a Omdurman en cuanto tuvo un bebé en el vientre. Tal vez nunca vuelva a verla, y probablemente pase lo que le queda de vida encerrada en el zenana. Cuidado, al-Yamal. Si te rechaza, tal vez no seas tan afortunada como Zamata. Te podría vender o darte a algún viejo emir o jeque que huela como un chivo. Y Amber, ¿qué hará con ella? Al gran califa le gustan los niños, los niños pequeños. Estaña feliz de tenerla en su harén si Osman Atalan se la ofreciera. Debes procurar complacerlo. Yo te enseñaré cómo hacerlo, pues tengo alguna experiencia en esas lides.
Con esas amenazas como incentivo, Rebecca decidió prestarles toda su atención a los consejos e instrucciones de Nazira.
A la tarde siguiente, Nazira regresó de una visita al zoco, y mostró lo que había adquirido: el colmillo de la quijada inferior de un hipopótamo.
—Usaremos esto como herramienta para la instrucción —le informó a Rebecca—. Hay una gran demanda de juguetes como éste entre las mujeres del harén y el zenana que no ven a sus esposos entre un ramadán y el siguiente. Lo llaman el yinn del angareb. Los gustos del califa Atalan no son los mismos que los del Divino Madí. Tu boca y tus dulces labios no serán suficientes. Exigirá más de ti que lo que nunca haya requerido el Madí. —Alzó el colmillo—. El califa tiene esta forma, pero de un tamaño tal, que de veras será una bendición para ti. —Nazira prosiguió con una exhibición de sus habilidades.
Rebecca ni siquiera hubiera podido soñar que algunas de las conductas entre hombre y mujer que le describía Nazira fuesen posibles, y encontró que se interesaba más en el tema que lo que requería la desapasionada contemplación de su supervivencia. Pensaba mucho en ello antes de dormirse, y su Amber no hubiera dormido en el mismo angareb que ella, habría llevado a cabo algunas experimentaciones preliminares con el juguete de marfil.
Sin embargo, parecía que Osman Atalan había perdido interés en ella aun antes de explotar su relación hasta el máximo de su potencial. Finalmente, terminó de interrogar al último de los testigos. Estaba por dejar la sala de audiencias sin siquiera demostrar que había registrado su presencia cuando, inesperadamente, se volvió a uno de sus visires.
—Esta noche la concubina al-Yamal me servirá mi comida. Ocúpate de que así sea.
Aunque mantuvo los ojos bajos, Rebecca sintió una intensa oleada alivio, matizada por una punta de inquietud. Debo jugar al juego que me enseñó Nazira para despertar sus pasiones carnales, y así aseguraré nuestras vidas, pensó, tratando de suprimir el aleteo de excitación de la boca su estómago. Sin embargo, pareció que esa noche en particular las pasiones del califa eran más conversacionales que concupiscentes. Le dio poca oportunidad de poner en práctica sus recién adquiridos conocimientos.
—Se que en tu país, la regente es una reina —dijo antes de haber terminado de comer.
—Sí. Victoria es nuestra reina.
—¿Gobierna con firmeza y sus leyes son fuertes?
—No hace las leyes. Las leyes las hace el parlamento.
—¡Ah! —dijo el califa con aire de comprender—. Así que Parlamento es su marido y él hace las leyes. Es un hombre inteligente. Debe ser astuto y sabio. Yo sabía que debía haber un hombre detrás de todo esto. Me gustaría escribirle una carta al gran Parlamento.
—El parlamento no es un solo hombre. Es una asamblea del pueblo.
—¿La gente común hace las leyes? ¿Te refieres a los cocineros y mozos de cuadra, carpinteros y albañiles, los pordioseros, felahin y sepultureros? ¿Cualquier integrante de esa chusma puede hacer una ley? Indudablemente, eso no es posible.
Rebecca luchó durante la mitad del resto de la noche por explicarle en que consistían un sistema de gobierno electivo y el proceso democrático. Cuando finalmente lo logró, Osman quedó horrorizado.
—¿Cómo puede ser que guerreros como los ingleses con quienes luché permitan que exista tal obscenidad? —Durante un momento quedó en silencio, paseándose por la habitación. Luego, se detuvo ante ella y le preguntó en tono deferente, casi como si temiera su respuesta—. ¿También las mujeres tienen eso que llamas voto?
—Las mujeres no tienen voz. Ninguna mujer puede votar —replicó.
Osman se puso los puños en las caderas y lanzó una carcajada de triunfo.
—¡Ja! Al menos ahora puedo seguir respetando a mis enemigos. Al menos vuestros hombres mantienen el control de sus esposas. Pero dime, por favor. Dices que tu gobernante es una mujer. ¿Tiene voz o voto?
—No… No lo sé. No creo.
—¡Vosotros los francos! —Se agarró la cabeza con ademán teatral—. ¿Estáis locos? ¿O seré yo?
Rebecca encontró que comenzaba a divertirse. Como una jauría de perros de caza, su discusión batía un amplio territorio y levantaba piezas inesperadas. Eso era como las discusiones irrestrictas y abiertas que había disfrutado junto a su padre. Afuera de las ventanas abiertas, los gallos le cantaron al amanecer mientras ella trataba de explicarle que el océano Atlántico era más ancho que el Nilo y aun que, en Nombre de Dios, el lago Tana. Cuando la envió de regreso al harén sin ocuparse más de ella, su alivio estuvo teñido de una extraña sensación de inutilidad.
Antes de tenderse junto a Amber en el colchón, alzó la lámpara de aceite y se estudió en el pequeño espejo. La mayor parte de los hombres me encuentra atractiva, se recordó, y pensó en Ryder Courtney y Penrod Ballantyne. Entonces, ¿por qué este salvaje me trata como a un hombre?, se preguntó.
A la mañana siguiente, junto a Amber y a las demás mujeres, miró desde la terraza del harén a Osman Atalan, que partía al frente de su banda de aggagiers a una expedición de cetrería a lo largo de la frontera oriental.
—¡Mira —exclamó Amber—. ¡Ahí está el capitán Ballantyne! Dicen que el califa le dio ese caballo. Lleva la aljuba con tanta gallardía como si fuese un dolmán de caballería. Es tan buen mozo, ¿no te parece, Becky?
Rebecca apenas ú había notado a Penrod, pero emitió un sonido neutro mientras seguía con los ojos la figura elegante y exótica que encabezaba la comitiva de jinetes. Es tan feroz y peligroso como el halcón que lleva en la muñeca, pensó.
Osman Atalan se ausentó de la ciudad por casi diez días. A su regreso, mandó llamar a Rebecca. Mirando por encima del hombro de ella mientras trabajaba, la hizo trazar un mapa del terreno que había cubierto en su incursión al otro lado de la frontera con Abisinia. Cuando lo hubo completado a su satisfacción, le ordenó retirarse. Cuando ella llegaba a la puerta, él volvió a hablarle:
—Vendrás a verme después de las plegarias del anochecer. Quiero discutir contigo ciertos asuntos que me interesan.
Cuando se reunió con Nazira en el harén, le comunicó las novedades en un susurro.
—Quiere que vaya hacia él esta noche, Nazira. ¿Qué hago?
Nazira vio como se arrebolaban sus mejillas.
—Estoy segura de que algo se te ocurrirá —dijo—. Ahora, te preparare el baño. —Vertió una generosa medida de extracto de rosas y esencia de sándalo en los cántaros de agua caliente, y hurgó en los baúles para escoger una túnica adecuada a la ocasión entre el guardarropa que el Madí le había suministrado a Rebecca.
—Es transparente —protestó Amber cuando Rebecca se la puso—. ¡Con la lámpara por detrás, hace que parezcas desnuda! —Puso un poderoso énfasis peyorativo en esa última palabra—. ¡Parecerás una danzarina del vientre. —Le pondré por encima mi chal de lana, y me mantendré cubierta durante toda la cena— le dijo Rebecca para tranquilizarla.
En cuanto quedaron a solas en sus aposentos, el califa retomó el hilo su conversación de hacía diez días como si nunca la hubiesen interrumpido:
—De modo que esas grandes aguas que llamaste océano viven. Se mueven hacia atrás y adelante y saltan hacia arriba y hacia abajo. ¿No es eso que me dijiste?
—Así es, poderoso Atalan, a veces es como una bestia hambrienta con la fuerza de mil elefantes. Puede agitar a barcos cincuenta veces más grandes que cualquiera de los que navegan por el Nilo como si fuesen hojas secas.
Él la miró a los ojos para descubrir si había alguna verdad en esa increíble aseveración. Sólo vio puntos de luz, como los que hay en las profundidades de un zafiro. Eso desvió el tren de sus pensamientos, y alzándole la barbilla, la miró profundamente a los ojos. Sus manos eran fuertes y sus dedos duros como hueso por la esgrima y el manejo de sus halcones y caballos.
La hizo sentir indefensa y vulnerable. Debo recordar todo lo que me enseñó Nazira. Sintió que sus ijadas se derretían lúbricamente. Tal vez ésta sea la única oportunidad que me dé.
—Enviaré un expedición de mil de mis hombres más intrépidos para que busquen esa agua salvaje y me la traigan en grandes odres —anunció Osman—. La verteré en el Nilo para avasallar a los vapores británicos la próxima vez que naveguen río arriba para atacarnos.
A ella la conmovió su ingenuidad. A veces, era como hablar con un niño pequeño. Sintió, no por primera vez, una extraordinaria ternura hacia él, que debió sofocar a la fuerza. Éste no es un niño. Es un tirano astuto, implacable y arrogante. Estoy completamente a su merced. Por qué, entonces, se preguntó, la excitaba ese pensamiento. Pero antes de que pudiera decidir cuál era la respuesta, él hizo otro desconcertante cambio de tema.
—Pero he oído que sus vapores también pueden viajar por tierra más lejos y más rápido que el mejor caballo. ¿Eso es cierto?
—Es verdad, poderoso califa. Esos carruajes son diferentes a los vapores fluviales, y se llaman locomotoras de vapor. —Tras detenerse unos momentos para ordenar sus pensamientos, le describió cómo había viajado de Londres a Portsmouth en el mismo día, incluso deteniéndose para refrescarse—. Ésa es una distancia mayor que la que separa a Metemma de Jartum. —Su voz sonaba ronca y alterada. Él aún le sostenía el mentón, pero ahora le acarició la mejilla y tocó un rizo de su cabello. Quedó sorprendida ante la gentileza de los duros dedos de ese salvaje guerrero de los desiertos primigenios.
—¿Qué ungüento usas para mantener tu piel y tu cabello tan suaves? —preguntó.
—Así nací.
—Oscurece. Enciende las lámparas así te puedo ver con más claridad.
Recordó cómo Amber había desaprobado la transparencia de la seda que vestía. Se deslizó el ligero chal de lana de los hombros al incorporarse, y lo arrojó de la mesa mientras tomaba un tizón del brasero. Protegió la llama con sus manos ahuecadas y la llevó hasta la lámpara. Primero se encendió, luego aumentó su llama hasta dar una viva luz; el cálido fulgor amarillo perseguía las sombras por las paredes. Permaneció allí un poco más, despabilando la mecha hasta que ardió con llama pareja. Estaba de espaldas a él, pero así y todo, era consciente de cómo lucía a sus ojos. Estoy actuando como una ramera, pensó, y le pareció oír la voz de su padre:
"Es una profesión honorable. La más antigua del mundo". Sonrió confundida cuando la voz espectral continuó, dando el consejo que tantas veces le repitiera: "Lo que hagas, hazlo lo mejor que puedas". Era una bendición.
—Trataré, papi —replicó para sus adentros, y entonces sintió que la tocaban. No oyó cuando Osman Atalan cruzó la habitación a sus espaldas. Las manos de él sobre sus hombros se sentían fuertes y serenas. Lo olió. Era un olor agradable, como el de un caballo bien cuidado o un gato. Los hombres musulmanes de su jerarquía se bañaban tantas veces al día como lo hacían los ingleses en un mes.
Se quedó de pie, sumisa, cuando las manos de él bajaron por sus hombros y pasaron por debajo de sus axilas, para luego cruzar hacia adelante, tomándole los pechos. Colmaban sus manos. Le tomó los pezones y los amasó entre los dedos, pellizcándolos luego hasta hacerla jadear. Aplicaba la presión con habilidad, apenas la suficiente como para sobresaltarla y estimularla sin producirle dolor. Luego, él la estrechó contra su pecho. Pasó un momento antes de que ella percibiera que él se había quitado la aljuba y estaba desnudo. A través de la seda de su túnica, podía sentir todo el duro y musculoso largo de su cuerpo. Tentativamente, empujó hacia atrás con las nalgas, y dio con la prueba segura de que él no la encontraba repelente. Con los consejos e instrucciones de Nazira aún frescos en la mente, Rebecca se quedó inmóvil, evaluando aquello que el califa apretaba contra ella. Parecía tener una forma similar al colmillo de hipopótamo de Nazira, y ciertamente era igual de duro.
Se volvió lentamente entre sus brazos y miró hacia abajo. Al parecer, realmente seré bendita, pensó. Como el colmillo de marfil, era liso y levemente curvo. Lo tocó, después lo rodeó con sus manos. Sus dedos apenas si llegaban a abarcar su diámetro. Hizo el movimiento de manos que Nazira le enseñara, y lo sintió estremecerse y saltar bajo su presión.
—Gran califa, vuestros atributos masculinos son incomparables e imperiales.
Él tomó la palabra "imperial" como una comparación con la Luz de Mundo, Muhammad el Madí, quien ahora estaba sentado a la derecha Alá, y se sintió complacido.
—Soy tu semental —dijo.
—Y yo soy tu potranca, rendida ante tu fuerza y tu majestad. Trátame con gentileza, te lo suplico, dulce señor.
Continuó tomándolo. Esperaba que se lanzara sobre ella como lo había hecho Ryder Courtney, pero su contención la sorprendió primero, y estimuló después. Lo mantuvo sujeto mientras la desvestía, y lo seguía sujetando al caer de espaldas sobre el colchón. Trató de dirigirlo a su fuente, empleando ambas manos e incorporándose sobre sus codos, de modo que él pudiera contemplar como desaparecía dentro de ella. Pero él se resistió a sus instancias, y comenzó a examinarla como si ella realmente fuese una potranca de pura sangre, volviéndola a uno y otro lado, alzándole los miembros de a uno, admirando y acariciándolos. Al principio, fue halagüeño ser centro de su atención, pero su falta de prisa y su deliberación terminaron por impacientarla. Anhelaba la deliciosa sensación de ser profundamente invadida que había experimentado por última vez con Ryder Courtney.
Él seguía demorándose, tomándose su tiempo con tanta deliberación que ella sintió que estaba a punto de gritar de desesperación. En una ocasión, había tenido una gata rayada llamada Butter. Cuando Butter entraba en celo, gemía y sollozaba para atraer admiradores felinos. Ahora, Rebecca entendió esa necesidad. ¿Cuántos miles de mujeres habrá conocido?, se preguntó. Para él, no hay urgencia. Nada le importa estar causándome tal desazón.
Volvió a tironear de él con ambas manos:
—Te lo suplico, gran Atalan, no tenerte es una tortura que no está en mí soportar. Por favor, sé clemente y ponle fin ya mismo.
—Me pediste que te tratara con gentileza —le recordó él con una sonrisa.
—Soy una criatura tonta que no sabe qué piensa, ni cuál es su naturaleza. Olvida lo que te dije, señor mío. Sabes mucho mejor que yo qué debes hacer. Apresúrate, te lo ruego. Ya no puedo esperar. —Él hizo lo que le pedía, y esta vez ella no pudo evitar gritar, con más fuerza y por más tiempo que lo que nunca hiciese Butter. Ninguna de las otras mujeres de Osman Atalan había reconocido nunca su dominio en forma vocal tan expresiva. Se sintió halagado y divertido.
No la despidió cuando ella despertó, como tenía por costumbre, sino que la mantuvo consigo mientras desayunaba. Pronto, ninguna de las otras concubinas que él había traído consigo desde Omdurman fue honrada por una convocatoria a sus aposentos privados. Rebecca se alojó allí en forma casi permanente. No lo aburría, como terminaba por ocurrir con las demás.
* * *
Una vez que Osman Atalan hubo reunido toda la información autorizada de primera mano de los guías, cazadores y mercaderes locales, empleó las habilidades de Rebecca para el dibujo y la escritura para incorporarla a un mapa en gran escala de la frontera y del territorio disputado mas allá de esta, donde esperaba algún día batallar con los etíopes. Le dio un calco de ese mapa a Penrod, y lo envió en misión de reconocimiento para que lo comparara con el terreno. No podía confiar esta misión a ninguno de sus aggagiers: por más leales y dedicados a él que fueran, ninguno de ellos conocía más que los rudimentos de las letras y ninguno poseía ni la menor idea acerca de cómo se lee un mapa. Sin embargo, excluir a cualquiera de ellos de tan importante expedición, habría sido infligirles un profundo insulto.
Por otro lado, no sabía cuan lejos de su vista podía confiar en enviar a su esclavo Abadan Riyi, Resolvió ese delicado problema escogiendo a al-Noor y otros seis aggagiers para que lo acompañaran, ostensiblemente como carceleros, pero en realidad como guardaespaldas. Osman no les dejó duda acerca de que debían acceder a todas las órdenes y directivas razonables de Abadan Riyi tendientes a lograr los objetivos de la expedición. Y agregó que si volvían a Galabat sin él, los decapitaría.
Cuando partieron sus batidores, Osman Atalan permaneció en Galabat para repasar con el gobernador derviche el estado de su provincia, y recibir a los emisarios abisinios de Aksum. El emperador Juan estaba ansioso por discernir el verdadero motivo de la presencia de tan importante derviche en sus fronteras. Sus embajadores trajeron valiosos obsequios y afirmaciones de paz y buena voluntad. Osman mandó responder que en cuanto terminase la estación de las grandes lluvias, viajaría a Gondar a reunirse con el Emperador.
En tanto, los truenos de las tormentas rugían a diario sobre las montañas, dándole amplia oportunidad para mantener prolongados diálogos con su nueva favorita.
* * *
La expedición de Penrod dejó Galabat a media mañana, en el momento mismo en que la lluvia de la noche anterior se despejaba y el sol asomaba entre las altas montañas de cúmulos-nimbos. Iban tan ligeramente equipados como si partieran a una algarada tribal. Cada hombre llevaba sus propias armas y su manta, arrollada, en la presilla de la montura, mientras que tres mulas marchaban a la retaguardia, con las alforjas de cuero de las provisiones y las ollas para cocinar hamacándose sobre sus lomos. Media milla después de pasar las últimas construcciones de la ciudad, encontraron un grupo de cinco mujeres sentadas a la vera del camino. Estaban enfrascadas en el interminable pasatiempo femenino de arreglarse el cabello. Equivalía a cómo los aggagiers asentaban el filo de sus espadas, y colmaba su horas de ocio, que eran muchas.
No era posible para una mujer árabe arreglarse el pelo sola: se trataba de una actividad social que involucraba a todas sus compañeras más cercanas. Los peinados eran elaborados y podían llevar dos o tres días de creación paciente y hábil. En el año que Amber había vivido en el harén había aprendido tan bien su arte que sus habilidades, que desplegaba con dedos ágiles y atención al detalle, estaban en gran demanda entre las mujeres del zemana de Osman Atalan; tan era así que hasta cobraba una tarifa de dos o tres Mana Teresas, según cuánto trabajo le requiriera un peinado.
En primer lugar, el cabello debía ser peinado. Por lo general, el pelo era duro, apelmazado de cosméticos secos y retorcido en apretados rizos por anteriores arreglos. Amber empleaba una larga broqueta para separar las mechas. Después, empleaba un tosco peine de madera para ordenar un poco las densas guedejas. Estos preliminares podían ocupar todo un día, que se animaba con risas y el intercambio de jugosos bocados de escándalos y chismes.
Una vez que era posible abrirse paso hasta el cuero cabelludo, se llevaba a cabo una cacería de invasores de la que todos participaban. La diversión de perseguir a los parásitos que huían y aplastarlos entre las uñas iba acompañada de gritos de triunfo y alaridos de deleite. Una vez que el campo estaba libre, Amber ungía las guedejas con una mezcla de aceite de rosas, mirra, aserrín de madera de sándalo y polvo de clavo de olor y casia mezclado con grasa de carnero. A continuación venía la parte más delicada de la operación. El cabello se disponía en cientos de pequeñas trenzas apretadas, que se fijaban con una generosa aplicación de pegajosa goma arábiga y pasta de dhurra. Ésta se dejaba secar hasta que estaba rígida como caramelo. El último día, cada una de las trencillas era cuidadosamente despegada con la larga broqueta de carey, para que se irguiera separada de las demás, libre y orgullosa, de modo que la cabeza de la mujer parecía tener el doble de su tamaño normal. El trabajo terminado solía ser recibido con chillidos de admiración y aprobación. Al cabo de diez días, el proceso se repetía, proporcionándole un ingreso regular a Amber.
Esa mañana, Amber estaba tan absorta en su trabajo que no percibió a la banda de aggagiers que se aproximaba hasta que estuvieron a menos de cien pasos de ella. Todos los presentes se encontraron en una posición incómoda. Aquí había cinco de las mujeres del califa Osman Atalan, sin velo y sin más carabina que sus propias compañeras a punto de cruzarse con una partida bélica de los guerreros de más confianza del propio califa. El comportamiento correcto y diplomático de ambas partes habría sido el de ignorar la presencia de la otra, y que los aggagiers pasaran como si fuesen tan invisibles como la brisa.
—¡Capitán Ballantyne! —gritó Amber, incorporándose de un salto y dejando la broqueta asomando de los frondosos rizos de su clienta. Se precipitó camino abajo a saludarlo. Ninguna de las mujeres supo muy bien qué hacer. De modo que rieron y no hicieron nada. al-Noor, que encabezaba la banda de jinetes, estaba en un atolladero parecido al de ellas. Frunció el ceño ferozmente y le echó una mirada a Penrod. Penrod los ignoró a él ya Amber, y continuó cabalgando sin mudar de expresión. al-Noor no recordaba ninguna regla que se aplicase a esta situación. al-Zahra aún era una niña, no una mujer. Estaba a la vista de las cuatro otras mujeres, así como de los seis guerreros. Por más que uno esforzara la imaginación, no podía considerarse que corriera riesgo alguno de ser violada. En caso de que hubiera cualquier repercusión, todos los presentes eran igualmente responsables. En última instancia, podía alegar ante el califa que Abadan Riyi encabezaba la banda, y, por lo tanto, era responsable de cualquier infracción a la etiqueta o la costumbre. Miró directamente hacia adelante y fingió que nada de eso ocurría.
—Penrod Ballantyne, ésta es la primera ocasión de hablarte que tengo desde Jartum. —Amber bailoteaba junto a Ata.
—Y debes saber muy bien por qué es así —Penrod hablaba por la comisura de la boca—. Debes regresar donde están las otras mujeres o ambos estaremos en aprietos.
—Las mujeres te encuentran muy atractivo. Nunca nos delatarían. —Hablaban inglés y Penrod estaba seguro de que ninguno de los aggagiers entendía ni una palabra de lo que decían.
—Entonces llévale un mensaje a tu hermana. Dile a Rebecca que a la primera oportunidad que tenga, organizaré vuestra fuga y las pondré a salvo.
—Sabemos que nunca nos defraudarás.
La expresión de él se suavizó: ella era tan bonita y ocurrente.
—¿Cómo estás tú, Amber? ¿Aguantas bien?
—Estuve muy enferma, pero Rebecca y Nazira me salvaron. Ahora estoy bien.
—Ya lo veo. ¿Cómo está tu hermana?
—Ella también está bien. —Amber deseó que él dejara de regresar a Rebecca.
—Tengo un regalito para ti —dijo Penrod. Subrepticiamente, metió la mano en la alforja hasta palpar el collar y los aros de ámbar que había comprado en el zoco. Los llevaba envueltos en un trozo de cuero de oveja curtida No se los dio en la mano, sino que lo dejó caer al camino, empleando su caballo para ocultarles el movimiento a los demás aggagiers.
—Espera hasta que nos hayamos ido para recogerlo —le indicó— y que no te vean las otras mujeres. —Taloneó los flancos de Ata y siguió camino. Amber esperó hasta verlo desaparecer. Los ojos de las otras también siguieron a la banda de jinetes. Amber recogió el pequeño rollo de piel de oveja. Apenas si pudo aguardar a estar sola en la zenana para abrirlo. Cuando hizo, casi quedó abrumada por el deleite.
—Es el regalo más bello que nunca me hayan hecho. —Se lo enseñó a Rebecca y a Nazira—. ¿Crees que realmente le gusto, Becky?
—Es un regalo muy bonito, querida —asintió Rebecca—, y estoy segura de que le gustas mucho. —Escogió las palabras con cuidado—. Como también les gustas a todos los que te conocemos.
—Ojalá pudiera crecer rápido. Entonces, ya no me trataría como a una niña —dijo Amber con tono anhelante.
Rebecca la estrechó con fuerza y sintió que le afloraban las lágrimas. En momentos como ése, el peligro de la situación y su sentido de la responsabilidad hacia Amber eran una carga demasiado pesada para soportarla. Si le haces a esta bella niña lo que me hiciste a mí, Penrod Ballantyne, te mataré con mis propias manos y bailaré sobre tu tumba.
El principal objeto de su expedición a territorio abisinio era reconocer los tres principales pasos de montaña a través de los que se vería obligado a marchar un ejército que se mandase a socorrer a Gondar desde las tierras altas.
El principal valle de los que atravesaban la cadena montañosa era la garganta del río Atbara. Aunque el terreno de la margen norte de ese río era escarpada y estaba rodeada de abruptos acantilados de piedra, la ladera de la margen sur era menos exigente. La antigua ruta comercial corría a lo largo de este lado del río. Llegar a la boca del paso le llevó casi tres semanas a la partida de Penrod. Llovía intensamente casi todas las noches, y durante el día, los ríos y arroyos estaban crecidos y la tierra empapada y pantanosa. Avanzar era tan difícil que algunos días cubrían menos de diez millas. Los aggagiers sufrían cruelmente por la humedad y el frío, a los que no estaban acostumbrados.
Una vez que alcanzaron la garganta de Atbara, ascendieron por la ladera de la margen sur hasta unos cien metros por encima del nivel del río, desde donde salieron a un pequeña hoyada que quedaba oculta a los ojos de cualquiera que viajara por el camino de caravanas que corría por debajo de ellos. Un minúsculo arroyo corría por el medio de la hondonada. Crecía hierba fresca a lo largo de ambas orillas del arroyuelo. Habían forzado la marcha de caballos y mulas, y Penrod decidió descansarlos unos días mientras observaba el tráfico que bajaba del paso.
Cada mañana, Penrod y al-Noor trepaban hasta el borde de la hoyada y se apostaban en un manchón del espeso matorral, manteniéndose debajo del horizonte. Los dos primeros días, no vieron indicio alguno de actividad humana. Las únicas criaturas vivientes que vieron fueron un casal de águilas negras que anidaban en los acantilados de la margen norte del río: sentían curiosidad por los dos hombres acuclillados entre las matas y se acercaban navegando con sus alas inmensas por encima de las colinas para pasar cerca de sus cabezas. Durante el resto del día, se las solía ver llevando liebres y pequeños antílopes en sus garras para los pichones que las esperaban en la hirsuta pila que era su nido.
Fuera de esas aves, las montañas parecían yermas y desiertas, y el silencio era tan total que el grito lastimero de las águilas les llegaba claramente, aunque las aves eran meras motas en la azul bóveda de nubes y cielo.
Hacia el atardecer del tercer día, un sonido desconocido despertó a Penrod de una ensoñada modorra. Al comienzo, creyó que podía tratarse de rocas que rodaran por alguna ladera. Luego, se sobresaltó al oír un leve sonido de voces humanas. Tomó su telescopio y escudriñó el camino de caravanas hasta el primer recodo del paso. No vio nada, pero en el transcurso de la siguiente media hora, los sonidos aumentaron, y cuando los ecos los recogieron y acentuaron, ya no le quedó duda de que se trataba de una gran caravana que sorteaba el paso. Se echó de bruces y enfocó el catalejo en la boca del paso. De pronto, aparecieron dos mulas en el ojo de su lente. Estaban pesadamente cargadas, e inmediatamente las siguió otro par, y después un tercero, hasta que finalmente contó ciento veinte bestias de carga y sus mulateros, que descendían siguiendo la ribera hacia el valle de Gondar.
—Una rica presa. —El espectáculo había despertado los instintos de pillaje de al-Noor, quien contemplaba con ansias la caravana—. Quién sabe qué llevarán en esos sacos ¿María Teresas de plata?, ¿soberanos de oro? Suficiente como para que cada uno de nosotros se compre cien camellos y una docena de hermosas muchachas esclavas. ¡Seria el paraíso!
—¡Vaya paraíso! ¿Qué más se puede pedir? —asintió Penrod con rostro adusto—. Si alzásemos así sea un dedo contra estos buenos mercaderes, Abisinia se pondría en armas. Los planes del exaltado califa Atalan se verían frustrados, y tú y yo seríamos enviados al paraíso sin testículos con los que gozar de sus placeres. Todo a su tiempo, al-Noor.
Lentamente, las mulas que conducían cada columna se acercaron, hasta que pasaron directamente debajo de la atalaya de Penrod. Tres hombres cerraban la marcha. Penrod los estudió. Uno era un muchacho, otro era bajo y rechoncho, y el tercero era un bribón robusto que parecía capaz de defenderse bien en una riña. Cuando se acercaron aún más, sus rasgos se distinguieron más claramente, y a Penrod se le estuvo a punto de escapar una exclamación de sorpresa. La contuvo antes de que atravesara sus labios. No quería despertar la curiosidad de al-Noor. Miró otra vez con más atención, y ésta vez no le quedaron dudas. ¡Ryder Courtney! A su mente le costaba aceptar lo que veían sus ojos.
Desplazó la lente hacia la figura rechoncha que cabalgaba a la izquierda de Ryder, ¡Bacheet, el gordo sinvergüenza!
Luego volvió su lente a la tercera persona, un muchachito vestido con pantalones bombachos color carmesí, una chaqueta verde intenso de largos faldones y un sombrero amarillo de ala ancha que parecía haber sido diseñado por alguien malintencionado o que padeciera de un estado de confusión mental. El muchacho reía ante algo que decía Courtney. Pero su risa tenía una entonación decididamente femenina y Penrod dio un respingo antes de poder controlarse. ¡Saffron! ¡Saffron Benbrook! Parecía imposible. Suponía que había muerto con su padre en Jartum. El pensamiento había sido demasiado doloroso para contemplarlo de frente, y lo había forzado a permanecer en las honduras de su mente. Ahora, estaba allí, vivaz como un saltamontes y bonita como una mariposa a pesar de su extravagante atuendo.
—Bajan a Gondar, provenientes de Aksum o de Addis Abeba. —al-Noor dio su opinión de mala gana, lamentando aún la fortuna en camellos y muchachas núbiles que se veía obligado a dejar pasar.
—Van a acampar —dijo Penrod al ver que la vanguardia de la larga columna se desviaba de la ruta, para detenerse en un extensión de tierra despejada y llana por encima de la ribera del Atbara. Miró la altura del sol. Quedaban al menos dos horas de luz para viajar, pero Ryder ya disponía su campamento. Mientras los mulateros cortaban forraje de las orillas del río y lo llevaban en haces para alimentar a las mulas, los sirvientes erigieron una gran tienda de comer y de estar y dos tiendas más pequeñas para dormir. Pusieron un par de sillas plegables frente al fuego. Ryder Courtney viajaba con comodidad y elegancia.
En cuanto se puso el sol y la luz comenzó a desvanecerse, Penrod vio a Ryder, acompañado de Saffron, quien se había deshecho de su sombrero amarillo, haciendo la recorrida del campamento y apostando los centinelas. Penrod registró cuidadosamente la posición de cada guardia. Había visto que estaban armados con fusiles de avancarga, y tenía la certeza de que éstos estaban bien cargados de una mezcla de patas quebradas de ollas de hierro, clavos herrumbrados y balas de mosquete surtidas, todos los cuales debían de ser proyectiles desagradables si se los recibía en el vientre a corta distancia.
Penrod y al-Noor vigilaron el campamento de Ryder hasta que la oscuridad lo ocultó, a excepción de un área frente a la tienda principal, que estaba tenuemente alumbrada por una lámpara de aceite. Penrod observó que Saffron se retiraba temprano a su pequeña tienda. Ryder permaneció junto al fuego fumando un cigarro, lo cual produjo la envidia de Penrod. Al fin arrojó la colilla a las brasas y se fue a su cama. Penrod esperó a que la ha de lámpara de ambas tiendas se extinguiese, y regresó con al-Noor a su propio campamento, junto al arroyo. No encendieron fuego y comieron asida y carnero asado fríos. La luz del fuego y el olor del humo podían advertir a desconocidos de intenciones poco amistosas de que estaban allí.
al-Noor había permanecido en silencio desde que dejaran la cresta, pero ahora habló, masticando un bocado de comida fría.
—He hecho un plan —anunció—. Un plan que nos hará ricos a todos.
—Tu sabiduría será recibida como lluvia fresca por el desierto. Espero ansioso que me la impartas —replicó Penrod con elaborada cortesía.
—Hay veintidós abisinios en la caravana. Los conté, y son gordos traficantes y mercaderes. Somos seis, pero somos los guerreros más feroces de Sudán. Bajaremos por la noche y los mataremos a todos. No dejaremos que escape ni uno. Luego, enterraremos sus cuerpos y llevaremos sus mulas hasta Galabat, y los abisinios creerán que fueron devorados por los yinni de la montaña. Entregaremos todo el tesoro a nuestro exaltado señor Atalan, y él nos concederá su gran favor y riquezas. —Penrod permaneció en silencio, hasta que al-Noor insistió—. ¿Qué piensas de mi plan?
—No veo que tenga mácula. Pienso que eres un grande y noble shufta —replicó Penrod.
al-Noor quedó sorprendido, pero complacido de que lo llamara bandido. Para un aggagier de los beya, ese epíteto era un elogio.
—Entonces, esta misma noche, a la hora en que todos ellos duerman, bajaremos al campamento y haremos nuestro trabajo. ¿De acuerdo, Aba-dan Riyi?
—Una vez que contemos con el permiso del emir Osman Atalan, que Alá lo ame por siempre, asesinaremos a esos gordos mercaderes y les robaremos sus riquezas. —Penrod asintió con la cabeza, y se produjo otro largo silencio.
Al cabo, al-Noor habló otra vez:
—El poderoso emir Atalan, que Alá lo contemple con el máximo favor, está en Galabat, doscientas leguas al norte de aquí. ¿Cómo será posible solicitar su permiso?
—Ciertamente, ésa es una dificultad —asintió Penrod—. Cuando encuentres una respuesta para esa pregunta, discutiremos más tu plan. Hasta entonces, Mooman Digna se hará cargo de la primera guardia. Yo me ocuparé del turno de medianoche. Tú, Noor, te encargarás de la guardia del alba. Tal vez entonces tendrás tiempo de pensar alguna solución para nuestro dilema. —al-Noor se alejó en un digno silencio, se envolvió en su piel de oveja, y, al poco rato, emitió su primer ronquido.
Penrod durmió de a ratos, y estaba totalmente despierto cuando Mooman Digna le tocó el hombro, susurrándole:
—Es la hora.
Penrod dejo pasar una hora más para que los aggagiers se volvieran a dormir profundamente. Sabía por experiencia que una vez que estaban envueltos en el capullo de su piel de oveja no les era fácil despertarse y enfrentar el cruel frío de la montaña. Se incorporó de la roca que, dominando el campamento, le servía de asiento y, descalzo, se desplazó en silencio ato largo de la cresta del cerro. Se aproximó al campamento de Ryder con gran cautela. Para ese momento, había una delgada luna creciente sobre el horizonte, y las estrellas daban suficiente luz como para distinguir a los centinelas. Los evitó sin dificultad. Tal como señalara al-Noor, no eran guerreros. Se arrastró hasta el paño trasero de la tienda de Ryder, y allí se acuclilló. Oía la pesada respiración de Ryder al otro lado de la lona, a sólo pulgadas de su oído. Arañó la lona, y el sonido de la respiración se interrumpió de inmediato.
—Ryder —susurró Penrod—. ¡Ryder Courtney!
Lo oyó removerse y preguntar en un somnoliento susurro.
—¿Quién anda ahí?
—Ballantyne, Penrod Ballantyne.
—¡Buen Dios, hombre! ¿Qué demonios hace aquí? —Un fósforo ardió, y la luz de la lámpara proyectó una sombra sobre la lona—. ¡Entre! —lo urgió Ryder.
Cuando Penrod, inclinado, pasó la puerta, el otro quedó atónito.
—¿Realmente es usted? Parece un salvaje de una tribu ¿Cómo llegó aquí?
—No tengo mucho tiempo para conversar. Soy prisionero de los derviches, y mis movimientos están restringidos. Me gustaría que no perdiésemos más tiempo con preguntas fútiles.
—Acepto la corrección. —La amistosa sonrisa de Ryder se desvaneció—. Escucharé lo que tenga para decirme.
—Fui capturado tras las caída de Jartum. Había regresado allí en un intento por descubrir el destino de quienes no pudieron escapar, en particular David Benbrook y su familia.
—Por lo que hace a Saffron, está conmigo. Conseguí escapar de Jartum en mi vapor a último momento. He estado tratando de contactar a su familia en Inglaterra para enviarla de regreso con ellos, pero esas cosas llevan mucho tiempo.
—Sé que está con usted. He estado vigilando su campamento. La vi esta tarde.
—He estado esperando a recibir algún mensaje suyo —dijo Ryder—. Bacheet se entrevistó con su criado, Yakub, en Omdurman. Le dijo a Yakub que Ras Hailu podía llevar y traer mensajes entre nosotros.
—No he visto a Yakub desde el día en que me capturaron en Omdurman. No me dijo nada acerca de un encuentro con Yakub ni con este nombre. Ras Hailu —dijo sombríamente Penrod—. Yakub ha desaparecido. Creo que él y su tío, un sinvergüenza llamado Wad Hagma, me entregaron a los derviches. Tuve ocasión de ocuparme de su tío, y Yakub es el próximo en mi lista de asuntos pendientes.
—No se puede confiar en ninguna de esta gente —asintió Ryder— por más tiempo que haga que uno los conoce y por bien que se los haya tratado.
—Sabrá, entonces, que David Benbrook fue muerto durante el saqueo de Jartum, y que Rebecca y Amber fueron capturadas por los derviches y entregadas al Madí.
—Sí. Bacheet recibió todas estas terribles noticias de Nazira cuando lo buscaba a usted en Omdurman. Es difícil imaginar a esas dos jóvenes y adorables inglesas en las garras de ese maníaco disipado. Espero y oro porque Amber sea lo suficientemente pequeña para haberse librado de lo peor ¡Pero Rebecca! Sólo el buen Dios sabe cuánto ha sufrido.
—El Madí esta muerto. Murió por el cólera o por alguna otra enfermedad. Nadie sabe con certeza qué lo mató.
—No me había enterado. Supongo que eso no cambia nada. Pero, ¿qué se hizo de Rebecca ahora? —la preocupación de Ryder era evidente. Hizo poco esfuerzo por ocultar lo que sentía por Rebecca.
De modo que también Courtney disfrutó de los beneficios de la generosa naturaleza de Rebecca Benbrook, pensó Penrod con cinismo. A esta altura, ya tiene tanta experiencia que cuando vuelva a Londres puede hacerse profesional y practicar su oficio en Charing Cross Road. Aunque su orgullo se sintió herido, ello nada quitaba de la responsabilidad que sentía por la seguridad de ella y de su hermana menor. En voz alta, dijo:
—Cuando el Madí murió, las dos hermanas, Rebecca y Amber, fueron llevadas al harén del nuevo califa, Osman Atalan. —En el momento en que lo dijo, oyó un jadeo a sus espaldas, y se volvió velozmente, la mano en la empuñadura de su daga.
Saffron estaba de pie en la puerta de la tienda. Iba vestida con una camisa de hombre, demasiadas medidas mayor que su talla, que le colgaba por debajo de las rodillas. Debían de haberla despertado las voces, y había venido de su tienda justo a tiempo para oír las últimas palabras. El delgado genero de su camisa era burdamente revelador, así que Penrod no pudo; no notar la silueta que ocultaba. Había cambiado mucho desde la última vez que la viera. Sus caderas y su pecho habían crecido, y su rostro había perdido su redondez infantil. Ya era demasiado madura para compartir el campamento con un hombre en los remotos despoblados del Afinca.
—¡Mis hermanas! —Sus ojos estaban muy abiertos por el sueño y conmoción—. Primero mi padre, después mis hermanas. Ryder, nunca dijiste que estuvieran en el harén. Me dijiste que estaban a salvo. ¿Alguna vez terminará esta pesadilla?
—Pero Saffron, están a salvo. Nadie les ha hecho daño.
—¿Cómo lo sabes? —quiso saber ella—. ¿Cómo puede estar a salvo en la guarida de los paganos y los bárbaros?
—Hablé con Amber hace menos de dos semanas —intervino Penrod para consolarla—. Rebecca y ella son valientes, y están lidiando de la mejor manera posible con los duros golpes que el destino les ha dado. Puede parecer imposible, pero están siendo tratadas… si no bien, de manera bastante gentil. Los derviches las consideran propiedades valiosas y quieren preservar su valor.
—Pero, ¿por cuánto tiempo? Debemos hacer algo. Especialmente por Amber. Es tan dulce y sensible. No es fuerte como Rebecca y como yo. Debemos rescatarla.
—Por eso estoy aquí —le dijo Penrod—. Nuestros caminos se cruzaron por la más increíble buena fortuna. Debe de ser una posibilidad de uno en un millón. Pero ahora que nos hemos encontrado, podemos planificar el rescate de tus hermanas.
—¿Eso es posible? Abisinia, donde estamos ahora, es primitiva y atrasada, pero al menos la población es cristiana. El Sudán es el infierno en la tierra, y lo gobiernan demonios. Ningún hombre ni mujer blancos que permanezcan allí mucho tiempo tienen esperanzas de sobrevivir.
—Regresaré —dijo Penrod—. Sólo puedo quedarme aquí unos minutos más, y después haré cuanto pueda por tus hermanas. Pero para sacarlas del Sudán, necesitaré de toda vuestra ayuda. —Penrod volvió a dirigirse a Ryder—. ¿Puedo contar con usted?
—Me siento insultado de que le parezca que debe preguntarlo —contestó secamente Ryder.
Era asombroso lo rápido que ambos ofendían o se daban por ofendidos. En esas terribles circunstancias, ¿por qué necesitaban reñir y adoptar poses? ¿Por qué los hombres eran siempre tan tercos y arrogantes?
—Capitán Penrod, lo ayudaremos —prometió— en todas las formas en que nos sea posible.
Penrod notó que usaba el plural "nosotros" con el matiz propietario que le daría una esposa. Penrod se preguntó si tendría buenos motivos para hacerlo. La idea era repugnante: a pesar de las apariencias, Saffron aún era una niña. Y un hombre como Ryder Courtney jamás abusaría de ella.
—No tengo tiempo que perder —dijo—. Debo regresar con mis custodios, si no quiero que mi delicada posición de confianza con los derviches quede comprometida. —Tenemos mucho que planear. En primer lugar, debemos poder contactarnos para intercambiar noticias y planes. Cuénteme de Ras Hailu.
—Fue mi amigo y socio comercial —explicó Ryder—. Acostumbraba viajar a Omdurman en su dhow dos o tres veces al año para comerciar con los derviches. Trágicamente, cayó en desgracia con el Madí, quien lo acusó de espiar para el emperador Juan. Fue ejecutado en Omdurman. No tengo otros agentes en el Sudán.
—Bien, entonces deberemos establecer alguna nueva línea de comunicación. No trate de contactarme en forma directa, pues se me vigila cuidadosamente en forma constante. Debe tratar de hacerle llegar los mensajes a Nazira. Se le permite mucha libertad de movimientos. Trataré de conseguir algún mensajero propio. Hay otros europeos cautivos en Omdurman. Uno de ellos es Rudolf Slatin, quien fue gobernador egipcio de Dongola. Es un individuo lleno de recursos, y sospecho que tiene formas de comunicarse con el mundo exterior. Si logro conseguir un mensajero, ¿dónde podrá contactarse con usted?
Rápidamente, Ryder le dio a Penrod la lista de sus puestos de intercambio más próximos a la frontera del Sudán, y los nombres de sus agentes de confianza allí.
—Cualquier mensaje que reciban me será transmitido, pero, como ve, estoy obligado a viajar grandes distancias para llevar a cabo mi actividad comercial. Dar conmigo puede llegar a tomar un cantidad de tiempo desproporcionada.
—Nada ocurre rápido en África —asintió Penrod—. Lo que sí le pediré es que, cuando llegue el momento, haga los arreglos para hacernos llegar a la frontera de Abisinia a la mayor velocidad posible. En cuanto dejemos Omdurman, todo el ejército derviche se pondrá en alerta, y nos perseguirá implacablemente.
—La seguridad de las hermanas de Saffron tiene la prioridad sobre cualquier otra cosa.
—¿Dónde está el Intrepid Ibis? —preguntó Penrod—. Un vapor sería el método más rápido y seguro para cruzar la frontera. No me gustaría intentar escapar en camello por el desierto. Las distancias son enormes, y el ritmo es letalmente duro para mujeres.
—Desgraciadamente, me vi obligado a vender el vaporcito. Ahora que los derviches me cerraron el paso a los brazos superiores del Nilo, me he visto forzado a restringir mi actividad comercial a Abisinia y Ecuatoria. El Ibis ya no me era útil.
—Es una gran lástima, pero pensaré otra ruta. —Penrod se puso de pie—. No puedo pasar más tiempo con ustedes. Antes de irme, debo mencionar otro asunto importante. El motivo por el cual estoy aquí es que Abdulahi planea atacar Abisinia y apoderarse de todos los territorios entre Gondar y el monte Horea que están en disputa. Está haciendo todos las acciones diplomáticas que puede para distraer al emperador Juan con propuestas de paz y amistad. Pero atacará, probablemente después de las grandes lluvias del año próximo. Osman Atalan tendrá a sus órdenes un ejército derviche de unos treinta mil hombres. Su primer y principal objetivo serán los pasos de montaña, aquí en la garganta del Atbara y en Minkti. Su propósito será evitar que el Emperador baje desde la altiplanicie con sus fuerzas e intervenga. Atalan, que se pudra en el infierno, me ha enviado aquí para reconocer el terreno por donde atacará.
—¡Dios mío! —dijo Ryder, espantado—. El Emperador no tiene ni idea de esto.
—¿Usted tiene acceso a él? —preguntó Penrod.
—Sí, lo tengo. Lo conozco bien. Lo veré de inmediato a mi regreso a Entoto, dentro de tres o cuatro meses.
—Entonces, transmítale esta advertencia.
—Lo haré, téngalo por seguro. Estará agradecido. Estoy seguro de que ofrecerá su asistencia para el rescate de Rebecca y Amber —le aseguró Ryder—. Pero dígame, Ballantyne, ¿por qué lo advierte usted? ¿Qué le importa si los derviches invaden este país?
—¿Necesita preguntarlo? Su enemigo es mi enemigo. La malignidad de quienes rigen el Sudán sólo puede ser comprendida por quienes hayan presenciado el saqueo de una ciudad por parte de los derviches. ¿Usted estuvo en Jartum? —Ryder asintió—. El emperador Juan es un monarca cristiano. Abdulahi y sus dementes sedientos de sangre deben ser detenidos. Tal vez él pueda detener estos horrores. —Penrod se volvió a Saffron—. ¿Qué mensaje puedo llevarles a tus hermanas en Omdurman?
A la luz de la lámpara, las lágrimas brillaron en sus ojos mientras luchaba por responder.
—Diles que las amo a ambas con todo mi corazón, y que siempre será así. Diles que sean valientes. Las ayudaremos. Pronto volveremos a estar todos juntos. Pero, ocurra lo que ocurra, aún las amo.
—Les daré ese mensaje —prometió Penrod—. Estoy seguro de que será un gran consuelo para ellas. —Se volvió a Ryder y le tendió la mano—. Creo que sería sabio olvidar nuestras diferencias personales y trabajar juntos en nuestro objetivo común.
—Estoy de acuerdo con todo mi corazón —dijo Ryder, estrechando la mano que se le ofrecía.
Penrod se inclinó sobre la lámpara y apagó la llama de un soplido. Después, desapareció en la noche.
* * *