David estaba en su escritorio, trabajando en su diario. Lo había mantenido fielmente al día a lo largo de los diez largos meses que la ciudad llevaba asediada. Sabía que era un documento valioso. Con la promesa del inminente socorro, sólo sería cuestión de semanas antes que él y sus niñas estuviesen a bordo de un buque de vapor P&O, rumbo a Inglaterra. Uno de los primeros objetivos que se había fijado para cuando llegara era elaborar sus diarios hasta convertirlos en un original manuscrito completo. El apetito del público por libros de aventuras y exploración en el continente oscuro parecía insaciable. Tanto Baker como Burton y Stanley habían ganado muchos miles de libras con sus publicaciones. Sam Baker hasta había sido hecho caballero por la Reina gracias a sus esfuerzos literarios. Indudablemente, el relato de primera mano que David hiciera sobre la valiente defensa de la ciudad encontraría muchos lectores, y su descripción de la bravura y los sufrimientos de sus hijas llegarían al corazón de todas las lectoras. Esperaba tener el libro listo para publicar al mes de su llegada a Inglaterra. Tras sumergir la punta de su pluma en el tintero de plata, le enjugó cuidadosamente el exceso de tinta. Luego, contempló ensoñado la llama de la lámpara que ardía en el ángulo de su escritorio.
Tal vez ganara cincuenta mil. El pensamiento lo estimuló. ¿Osaré esperar que sean cien mil? Meneó la cabeza. Demasiado, estaría feliz de obtener diez mil. Eso sería una ayuda invalorable para volver a establecerse. ¡Oh! ¡Qué bueno sería regresar a la patria!
Sus cavilaciones quedaron interrumpidas por el sonido de un tiro de fusil. No sonaba lejos, sino que provenía de algún lugar cercano a la plaza de armas. Arrojó la pluma, salpicando la página de un manchón de tinta, y atravesó a zancadas la habitación, rumbo a la ventana. Antes de que llegara allí sonaron más disparos, una andanada, una crepitante tormenta de estampidos.
—¡Dios mío! ¿Qué ocurre allí? Abrió la ventana y asomó la cabeza. Cerca de él, un clarín hizo sonar las notas agudas y estridentes del "a las armas". Casi inmediatamente oyó un leve pero triunfal coro de voces árabes La ilaha illallah! ¡El único Dios es Dios! —Por un breve instante quedó clavado en su sitio, demasiado conmocionado como para respirar, luego jadeó—. ¡Entraron! ¡Los derviches han irrumpido en la ciudad!
Corrió al escritorio y tomó su diario. Era demasiado pesado para llevarlo, de modo que lo metió a la fuerza en la caja fuerte oculta tras el enmaderado de la pared trasera. Cerró de golpe la puerta de acero, la trabó con la combinación, y cerró el panel de madera que la ocultaba. Su espada de ceremonia colgaba en la pared detrás de su escritorio. No era un arma de combate, ni él era espadachín, pero se la abrochó a la cintura. Luego, tomó el revólver Webley del cajón del escritorio y se lo echó al bolsillo. No había ningún otro objeto de valor en la habitación. Salió al vestíbulo a la carrera y corrió escaleras arriba hacia los dormitorios.
Rebecca se había llevado a Amber al suyo para poder cuidarla por la noche. Nazira dormía sobre un angareb en el ángulo más retirado. Las dos mujeres estaban despiertas, paradas con aire indeciso en medio de la habitación.
—¡Vestirse de inmediato, las dos! —ordenó—. Vestid a Amber también. No perdáis ni un momento.
—¿Qué ocurre, papi? —Rebecca estaba confundida.
—Creo que han entrado los derviches. Debemos correr al cuartel general de Gordon. Allí deberíamos estar a salvo.
—No podemos mover a Amber. Está tan débil que eso podría matarla.
—Si la encuentran los derviches, le irá mucho peor —le respondió, sombrío—. Levántala. Yo la llevo. —Se volvió a Nazira—. Corre a la habitación de Saffron, tan rápido como puedas. Vístela. Tráela aquí. Debemos irnos de inmediato.
En minutos, estuvieron listas. David llevaba a Amber, y las otras mujeres lo seguían de cerca mientras bajaban las escaleras. Antes de que hubieran llegado abajo, desde la entrada principal se oyó un estallido de vidrios que se rompían y paneles que se hacían astillas, y salvajes gritos en árabe.
—¡Encontrad las mujeres!
—¡Matad al infiel!
—¡Por aquí! —ordenó David, y corrieron a las habitaciones del fondo. Detrás de ellos se oyó otro estrépito atronador cuando la puerta principal, sacada de su quicio, cayó hacia dentro—. ¡Manteneos cerca de mí! —David las llevó a la puerta que daba al patio. El cuartel general de Gordon está a al otro lado de éste. Alzó el alamud y abrió apenas la puerta. Escudriñó cautelosamente hacia afuera—. No hay moros en la costa, al menos por ahora.
—¿Cómo va Amber? —susurró ansiosa Rebecca.
—Está tranquila —respondió David. Su cuerpo era tan ligero como de un ave capturada. No se movía. Podía haber estado muerta, pero él sentía el palpitar de su coraron contra su mano, y, una vez, gimoteó suavemente.
El cuartel general de Gordon estaba a sólo unos cien pasos al otro lado del patio. El portón principal al fondo de éste estaba trancado. Había escaleras abiertas que, partiendo de los muros laterales, llevaban al segundo piso, donde estaban los aposentos privados de Gordon. No había ni rastros de las tropas egipcias.
—¿Dónde está Gordon? —preguntó David, consternado. No parecía haber refugio para ellos ni siquiera en la fortaleza del general. En ese momento, el portón principal se estremeció sacudido desde afuera por fuertes golpes. Un terrible coro de gritos de guerra derviche se sumó al estruendo. Mientras David trataba de decidir qué hacer, tres soldados egipcios emergieron del edificio del cuartel general y corrieron hacia el portón principal. Eran los primeros que David veía.
—¡Gracias a Dios! ¡Por fin se despiertan! —exclamó y estaba por pasar por la puerta con las mujeres cuando, atónito, vio que los soldados levantaban los pesados alamudes—. Los bastardos pusilánimes se rinden sin combatir y dejan entrar a los derviches —ladró.
Los soldados gritaron:
—Somos fieles al Divino Madí.
—Sólo hay un Dios y Muhammad, el Madí, es su profeta.
—Entrad, oh creyentes, y tened misericordia de nosotros, pues somos vuestros hermanos en Alá.
Abrieron los portones de par en par, dando paso a una horda de figuras vestidas de aljuba. El primer guerrero derviche acuchilló implacablemente a los traidores egipcios, cuyos cuerpos fueron pisoteados por el correr de cientos de pies al llenarse el patio de atacantes. Muchos llevaban teas ardientes y la vacilante luz amarilla de las llamas iluminaba la horrorosa escena. David estaba a punto de cerrar y trancar la puerta antes de que los descubrieran, pero en ese momento, una figura solitaria apareció en la parte más alta de la escalera de piedra que daba al patio. Fascinado, David siguió espiando por la hendija.
El general Charles Gordon vestía uniforme de gala completo. Se enorgullecía de su habilidad de impresionar a los bárbaros y los salvajes. Se había tomado el tiempo de vestirse aunque oía el pandemonio que reinaba en las calles. Lucía sus condecoraciones, pero no llevaba ningún arma fuera de un liviano bastón: tenía plena conciencia del peligro de enardecer a los hombres que trataba de aplacar.
Con calma, mientras la mirada hipnótica de esos ojos color zafiro relumbraba a la luz de las antorchas, alzó las manos para hacer callar la algarabía. A David, esto le pareció fútil, pero, asombrosamente, un silencio sobrenatural cayó sobre el patio. Gordon mantenía los dos brazos en alto como un director que controlara a una orquesta a la que le falta ensayo. Con voz fuerte e impertérrita dijo en correcto, aunque fuertemente acentuado, árabe:
—Quiero hablar con vuestro amo, el Madí.
Quienes lo oían se agitaron como un sembradío de dhurra barrido por una brisa intensa, pero nadie le respondió. Cuando volvió a hablar, su voz era más intensa y dominante: había percibido que estaba tomando el control.
—¿Quién es vuestro jefe? Que dé un paso al frente.
Una figura alta, imponentemente bien parecida, se separó del gentío. Usaba turbante verde de emir, y subió el primer peldaño de la escalera.
—Soy el emir Osman Atalan de los beya, y éstos son mis aggagiers.
—He oído hablar de ti —dijo Gordon—. Ven aquí.
—Gordon Pacha, no volverás a darle órdenes a ningún hijo del Islam, pues éste es el último día de tu vida.
—No me amenaces, emir Atalan. La muerte no es algo que me preocupe en lo más mínimo.
—Entonces, baja esas escaleras y enfréntala como un hombre, no como un cobarde perro infiel.
Durante unos segundos más, el general Gordon le clavó la vista con altivez. Desde la oscuridad del soportal, David se preguntó qué ocurriría en esa mente fría y precisa. ¿No había, ni siquiera ahora, ni una sombra de duda o un estremecimiento de miedo? Gordon no exhibió ninguna de estas emociones mientras descendía por los peldaños. Sus pasos eran tan precisos y confiados como si estuviese en un desfile. Llegó al escalón que quedaba por encima de Osman Atalan y se detuvo, mirándolo de frente.
Osman estudió su rostro, y dijo quedamente:
—Sí, Gordon Pacha, veo que de veras eres un valiente. —Y enterró su hoja entera en el vientre de Gordon. Casi en el mismo movimiento, la extrajo y empuñó la espada con las dos manos. La luz celeste de los ojos de Gordon vaciló como la llama de una vela en el viento y sus frías facciones de granito parecieron derrumbarse sobre sí mismas como cera que se funde. Luchó por mantenerse erguido, pero la llama de su vida turbulenta se apagaba. Lentamente, sus piernas cedieron. Osman lo esperó con la espada pronta. Gordon se dobló por la cintura y Osman bajó su espada en un mandoble que apuntaba con precisión a la base del cuello. La hoja chasqueó al separar las vértebras y la cabeza de Gordon cayó como el pesa o fruto del árbol del pan. Golpeó la escalera de piedra con un impacto sordo, y rodó hasta el patio. Osman se inclinó, tomó un puñado de sus espesos rizos e, ignorando la sangre que le salpicó la pechera de la aljuba, alzó la cabeza para enseñársela a sus agaggiers—. Esta cabeza es nuestra ofrenda para el Divino Madí. La profecía se ha cumplido. La voluntad y la palabra de Alá gobiernan toda la creación.
Un único rugido repentino subió al cielo nocturno:
—¡Dios es grande! —Luego, en el silencio que se produjo, Osman volvió a hablar—. Le habéis hecho un obsequio al Madí. Ahora, él os retribuye con un obsequio. Por diez días, esta ciudad, todos sus tesoros y su población son vuestros para que hagáis con ella lo que mejor os parezca.
David no esperó a oír más, y, mientras la atención de los derviches seguía concentrada en su emir, cerró y trancó la puerta. Reunió a las mujeres en torno a sí, acomodó la cabeza de Amber sobre su hombro y las condujo, pasando la antecocina, las alacenas y la bodega hasta la pequeña puerta que daba a las dependencias de los sirvientes. Mientras corrían, oían el estrépito del romperse de muebles detrás de ellos. Las mujeres miraron temerosas hacia el sonido de pies que corrían en los pisos superiores, producido por los derviches que saqueaban el palacio. David luchó brevemente con la puerta de los sirvientes hasta que consiguió abrirla, y salieron al aire nocturno.
Llegaron a la entrada que daba al hediondo callejón sanitario que corría a lo largo del muro trasero del palacio. Contra éste se apilaban los cubos que contenían los desperdicios nocturnos. Llevaban meses sin ser recogidos, y la fetidez de los excrementos era abrumadora. Era un lugar tan impuro que cualquier musulmán devoto cuidaría de evitarlo, de modo que pudieron detenerse unos pocos momentos. Mientras recuperaban el aliento, oyeron disparos y gritos que provenían de las calles que se extendían más allá del muro lindero y del palacio que acababan de abandonar.
—¿Qué hacemos ahora, papi? —preguntó Rebecca.
—No sé —admitió David. Amber gruñó, y él le acarició la cabeza—. Nos rodean por todos lados. No parece haber una vía de escape.
—Ryder Courtney tiene su vapor listo en el canal. Pero debemos ir pronto o partirá sin nosotros.
—¿Cuál es la forma más segura de llegar allí? —la respiración de David era agitada.
—Debemos mantenernos lejos de la ribera. Sin duda que los derviches saquearán las grandes casas de la costanera.
—Sí, claro. Tienes razón. Debemos atravesar el barrio nativo. Condúcenos. —Rebecca tomó la mano de Saffron—. Nazira, tómala de la otra.
Las mujeres corrieron por la estrecha calleja entre los baldes. David las seguía, pesadamente. Cuando llegaron al extremo más lejano del callejón Rebecca se detuvo para constatar que la calle a la que salían estuviera vacía Desde allí, corrieron hasta la siguiente esquina. Una vez más, verificó el tramo que los esperaba. La siguieron avanzando por etapas. En dos ocasiones, Rebecca distinguió grupos de derviches entregados al pillaje que iban hacia ellos, y apenas si hizo a tiempo de meterse en alguna callejuela lateral. Llegaron a la parte trasera del consulado de Bélgica. Allí se vieron obligados a detenerse para evitar a otra banda de derviches, que estaban entrando a la fuerza en el edificio. Usaban un banco de la catedral católica a modo de ariete. Las altas puertas talladas cedieron y los derviches irrumpieron.
Rebecca miró alrededor en busca de otra ruta de escape. Antes de que pudiera encontrarla, los aggagiers salieron por la puerta destrozada arrastrando la rechoncha figura del cónsul Le Blanc. Chillaba como un lechón que llevan al matadero. Aunque luchaba y se debatía, nada podía hacer contra los esbeltos y nervudos guerreros. Lo inmovilizaron boca arriba sobre la mitad de la calle y le arrancaron la ropa. Cuando quedó desnudo, uno se hincó junto a él, empuñando su daga. Agarró el velludo escroto de Le Blanc y lo estiró como si fuese de caucho. De un tajo lo rebanó, dejando un agujero boqueante en la base de su pálido vientre colgante. Rugiendo de risa, los hombres que lo sujetaban le abrieron las quijadas a la fuerza con las empuñaduras de sus dagas y le metieron los testículos en la boca, sofocando sus gritos. Luego, completaron la mutilación ritual cortándole manos y pies a la altura de muñecas y tobillos. Cuando terminaron su faena, lo dejaron retorciéndose en el suelo y se precipitaron al interior del palacio consular para unirse al pillaje. Le Blanc consiguió incorporarse y quedó sentado como una grotesca estatua de Buda, tratando torpemente de quitarse el fláccido saco de su escroto de la boca con los muñones sangrantes.
—¡Dulce Jesús, qué horrible! —La voz de Rebecca estaba ronca de compasión—. ¡Pobre monsieur! —Se movió para ir a ayudarlo.
—¡No lo hagas! Te atraparán a ti. —La voz de David estaba ahogada, no tanto por la compasión como por el esfuerzo brutal de correr tanto con Amber en brazos—. Nada podemos hacer por él. Sólo podemos tratar de salvarnos. Becky, querida, debemos seguir camino. No mires atrás.
Se zambulleron en otra callejuela, obligados a meterse aún más profundamente en la conejera de chozas y casuchas del barrio nativo, alejándose de la ruta más corta hacia el complejo de Ryder Courtney. Después de unos pocos cientos de yardas más, David se detuvo de golpe, como un ciervo viejo acorralado por los sabuesos. Su rostro se contorsionaba de dolor y el sudor le goteaba del mentón.
—Papi ¿estás bien? —Rebecca se volvió hacia él.
—Sólo un poco falto de aliento —jadeó—. No soy tan joven como antes. Dame un momento para recuperar el aire.
—Déjame llevar a Amber.
—No, por más que es una cosita tan pequeña, pesa demasiado para ti. —Se derrumbó al suelo, sin dejar de estrechar tiernamente a Amber contra su pecho. Las otras tres mujeres lo esperaron, pero cada vez que sonaba otro estallido de fusilería o de gritos, miraban alrededor con temor y se apiñaban más. Desde la dirección del consulado belga, las llamas ascendían al cielo iluminando los alrededores con una parpadeante luz amarilla. David se puso de pie, y, de pie, se tambaleó—. Podemos seguir —dijo.
—Por favor, déjame llevar a Amber.
—No seas tonta, Becky, estoy perfectamente bien. ¡Vamos!
Ella escrutó atentamente su rostro. Estaba pálido y brillaba de sudor, pero ella sabía que discutir con él sería una pérdida de tiempo. Lo tomó del brazo para sostenerlo y siguieron camino, pero ahora a un ritmo más lento.
Tras otra corta distancia, David debió detenerse otra vez.
—¿Ahora cuánto falta para el amarradero del Ibis?
—No mucho —mintió ella—. Justo detrás de la pequeña mezquita al final del camino. Puedes hacerlo.
—Claro que puedo. —Volvió a avanzar, tambaleándose. Luego, oyeron un grito y voces en árabe que aullaban a sus espaldas. Volvieron la vista y vieron otra banda de derviches que avanzaba hacia ellos, enarbolando sus armas y gritando de salvaje excitación al ver las mujeres.
Rebecca arrastró a David hasta la esquina de la casa más próxima, y, durante un momento, quedaron fuera de la vista de sus perseguidores. David se reclinó pesadamente contra el muro.
—Ya no puedo seguir. —Le pasó a Amber a Rebecca—. ¡Llévala! —ordenó—. Lleva a los demás contigo y corre. Yo los detendré aquí cuanto pueda mientras vosotros os alejáis.
—No te puedo dejar —dijo firmemente Rebecca. Su padre trató de discutir, pero lo ignoró y se volvió a Nazira—. Lleva a Saffron y corre. ¡No mires atrás! Corre al barco.
—Me quedo contigo, Becky —lloró Saffron.
—Si me amas, haz lo que te digo —le dijo Rebecca.
—Te amo, pero…
—¡Ve! —insistió Rebecca.
—Por favor, Saffy, haz lo que te dice. —El dolor volvía áspera la voz de David—. Por mí.
Saffron sólo dudó un momento más. —Siempre os amaré, papi, Becky, Amber— dijo y tomó la mano de Nazira. Las dos se zambulleron en el callejón, David y Rebecca se volvieron para enfrentar a los derviches que doblaban la esquina. Sus aljubas y las hojas de sus espadas estaban mojadas de sangre, sus rostros enloquecidos por la locura de la sangre. David desenvainó la espada. Empujó a Rebecca y a Amber detrás de él para protegerlas.
Los derviches formaron un semicírculo frente a él, justo fuera del alcance de su espada. Uno se lanzó como una flecha hacia adelante y le tiró una finta a la cabeza. Cuando David le respondió con un golpe, retrocedió de un salto, aullando de risa. David, dando pasos inciertos, trató de alcanzarlo. Los demás se unieron a la diversión. Se mofaban de él, siempre apenas fuera del alcance de su hoja, forzándolo a volverse a uno y otro lado.
Mientras los demás lo distraían, uno de ellos se desplazó en círculo hasta quedar detrás de Rebecca. La enlazó de la cintura con un brazo, y con el otro le alzó las faldas. Estaba desnuda de la cintura para abajo, y los otros árabes rugieron su aprobación cuando su camarada meneó sus caderas contra sus nalgas en un remedo de la cópula. Rebecca gritó, ultrajada, pero tenía a Amber entre sus brazos y sus movimientos se veían entorpecidos. David retrocedió tambaleándose para protegerla.
El derviche soltó a Rebecca.
—Todos la montaremos así y nos dará veinte lindos hijos musulmanes —rió con una mueca lasciva.
David estaba enloquecido por el dolor que sentía en el pecho y por sus pullas. Cargó una y otra vez, pero eran veloces y ágiles. Cegado por su propio sudor e impedido por el dolor que crecía rápidamente en su pecho, la espada terminó por resbalársele de las manos, y cayó de rodillas sobre el polvo. Su rostro estaba hinchado y contorsionado, su boca abierta se abría y cerraba como la de un pez fuera del agua. Uno de los aggagiers se puso detrás de él y, con precisión quirúrgica le rebanó una oreja. La sangre le chorreó por la camisa, pero David no pareció sentir el dolor.
Rebecca aún tenía a Amber en brazos, pero se precipitó hacia su padre y se hincó junto a él. Le rodeó los hombros con un brazo.
—¡Por favor! —dijo en árabe—. Es mi padre. Por favor perdonadlo. —La sangre de la herida de David los roció a los dos.
Los derviches rieron.
—¡Por favor perdonadlo! —la remedaron. Uno la tomó del cabello y la arrastró. La arrojó tendida cuan larga era en el polvo.
Se incorporó, con Amber sobre el regazo. Lloraba con desesperación.
—¡Dejadlo en paz! —sollozó.
Con mano temblorosa, David extrajo el Webley del bolsillo de su chaqueta. Lo agitó en vagos círculos.
—Retrocedan o disparo.
El aggagier que le había cortado la oreja volvió a avanzar y con otro tajo rápido, controlado, le cortó la mano que extendía a la altura de la muñeca.
—Perdónanos, oh poderoso infiel, pues nos das mucho miedo —se mofó. David miró fijamente su muñeca cortada, de la que brotaba un chorro de sangre arterial.
Rebecca exclamó:
—¡Oh! ¿Qué te han hecho?
David aferró el muñón contra su pecho con su otra mano, e inclinó la cabeza en actitud de devota oración. El espadachín árabe se le volvió a acercar y le tocó levemente la nuca con la hoja, midiendo la distancia para dar un tajo limpio. Rebecca lanzó un alarido de desesperación cuando alzó la espada y la bajó en un tajo descendente. Rebanó el cuello de David sin hacer ni un sonido y sin que nada la detuviera, y su cabeza se desprendió de sus hombros. Su cuerpo decapitado se derrumbó y sus piernas patalearon en una breve giga convulsiva.
El árabe recogió la cabeza, teniéndola de su cabello gris. Fue hacia donde se ovillaba Rebecca y le puso la cabeza de su padre frente a la cara.
—Si es tu padre, dale un beso de despedida antes de que se vaya a hervir a las aguas del infierno por toda la eternidad.
Aunque Rebecca sollozaba histéricamemente, trató de cubrirle los ojos a Amber con una mano mientras le apartaba la cabeza. Pero Amber se volvió y, al ver el rostro de su padre, gritó. La punta de la lengua de David asomaba entre sus labios exánimes y sus ojos abiertos eran ciegos e inexpresivos.
Al fin, el derviche perdió interés en juego tan moderado. Arrojó a un lado la cabeza y se enjugó la sangre de las manos sobre el corpiño de Rebecca. Luego, a través de la tela, le pellizcó y retorció los pezones, riendo cuando ella gritó de dolor.
—¡Llevadlas! —ordenó—. Llevad a estas dos mugrientas putas infieles al corral. Les enseñaremos a ocuparse de las necesidades y placeres de sus nuevos amos.
Pusieron de pie a Rebecca, que aún tenía a Amber en brazos y la arrastraron hacia la ribera.
* * *
Saffron estaba agazapada en la esquina de una de las casuchas derruidas. Con Nazira a su vera, contemplaba cómo los derviches atormentaban a su padre y a Rebecca. Saffron estaba demasiado conmocionada para hablar o llorar. Cuando el verdugo se acercó a David y enarboló la espada, se cubrió la boca con ambas manos para evitar que saliera algún sonido que pudiera traicionarla, pero no pudo desviar sus ojos de la atroz escena. Cuando el derviche dio el tajo fatal y el cadáver de su padre cayó hacia adelante, el hechizo se rompió. Saffron comenzó a sollozar en silencio.
Vio cómo atormentaban a Amber con la cabeza de su padre, y no pudo controlar las lágrimas. Cuando por fin se llevaron a la rastra a Rebecca y Amber hacia la ribera, Saffron se puso de pie de un salto y tomó la mano de Nazira. Ambas corrieron hacia el complejo de Ryder.
Cuando llegaron allí rompía el día, y aumentaba la luz. Los portones del recinto externo estaban abiertos de par en par y las construcciones parecían abandonadas. Los derviches aun no habían llegado hasta allí desde el centro de la ciudad. Atravesaron el patio interno a la carrera. Saffron se detuvo durante el tiempo suficiente para mirar por la puerta abierta de la fortaleza. Estaba vacía, despojada de todo objeto de valor.
—Llegamos tarde! ¡Ryder se fue! —le gritó a Nazira. Con desesperación en el corazón corrió hacia el portón que daba al canal. Estaba cerrado, pero no trancado. Necesitaron de los esfuerzos de ambas para abrirlo. Saffron fue la primera en pasar. Se paró en seco. El atraque del Intrepid Ibis estaba vacío: el vapor había partido.
—¿Dónde estás, Ryder? ¿Dónde te fuiste? ¿Por qué me dejaste? —Jadeó para recuperar el aliento y combatió las oscuras oleadas de pánico. Cuando se tranquilizó, se volvió y corrió por el camino de sirga que bordeaba el canal. Sólo llevaba cubierta la mitad del camino que iba hasta el primer recodo del canal cuando olió el humo de leña que brotaba de la chimenea del Ibis—. No puede estar demasiado lejos —se dijo, y sintió que le volvía el alma al cuerpo. Corrió precediendo a Nazira, que luchaba por mantenerse a su altura. Cuando llegó a la primera curva del canal y la dobló, gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Espérame! Ahí voy. ¡Espérame, Ryder! El Ibis estaba a doscientas yardas de ella. Lanzando nubes de vapor, se alejaba por el canal hacia río abierto. Recurriendo a su última onza de fuerza, Saffron corrió para alcanzarlo. El pequeño vapor aún no iba a toda máquina, sino que avanzaba con cautela por el canal, serpenteante y poco profundo. Con ese último impulso de velocidad, Saffron comenzó a acercarse.
—¡Espera! ¡Espera, Ryder! —Al fulgor de las chispas de la columna de humo apenas alcanzaba a distinguir la silueta oscura de Ryder en el vértice de su puente. El bombeo de los cilindros de vapor ahogaba su voz.
—¡Ryder! —gritó—. Oh, por favor, date vuelta. —Prefirió ahorrar aliento y corrió tan rápido como pudo. Precediéndola, el Ibis llegó a la entra del río y aumentó la velocidad, saliendo al fluir de la corriente del Nilo. Saffron se detuvo en el filo de la orilla. Volvió a gritar, bailoteó en una y otra dirección y agitó ambas manos por encima de su cabeza. El Ibis se internó rápidamente entre los bancos de niebla plateada que giraban suavemente a ras del agua. Saffron dejó caer los brazos y quedó inmóvil. Nazira la alcanzó y ambas se abrazaron con desesperación. De pronto, un disparo de fusil se oyó en el camino de sirga que se extendía a sus espaldas. Se volvieron y vieron a cuatro derviches que corrían hacia ellas. Uno se detuvo y alzó su fusil. Disparó otro tiro. La bala levantó polvo del camino de sirga a sus pies y rebotó sobre el río. Saffron se volvió hacia la silueta del Ibis, que se alejaba rápidamente.
El disparo de fusil alertó a Ryder, quien se volvió a mirarlas. A Saffron la inundó una nueva oleada de esperanza: volvió a gritar y alzó los brazos. De inmediato, Ryder hizo virar en redondo al pequeño vapor y se dirigió hacia ellas. Saffron se volvió a mirar a los derviches. Los cuatro corrían en banda hacia ella. Se dio cuenta de inmediato de que caerían sobre ella antes de que el Ibis alcanzara la entrada del canal.
—¡Ven! —le dijo a Nazira—. Debemos nadar.
—¡No! —Nazira meneó la cabeza—. al-Sajawi se encargará de ti. Yo debo regresar a cuidar a mis otras niñas. —Aunque los perseguidores se acercaban velozmente, Saffron habría querido discutir, pero, adelantándose a sus protestas, Nazira saltó del camino de sirga. Desapareció entre los juncos de pantano que crecían junto a las aguas.
—¡Nazira! —le gritó Saffron, pero los alaridos de los derviches ahogaron su voz. Se quitó los zapatos, se recogió la falda y corrió hasta el borde del canal. Tomó una honda bocanada de aire y se zambulló. Cuando su cabeza apareció sobre las aguas, se lanzó hacia el vapor que se aproximaba nadando en un decidido estilo perro.
—¡Buena chica! —Oyó la voz de Ryder y pataleó desesperadamente con ambas piernas, impulsándose en el agua con las manos ahuecadas. Oyó otro tiro a sus espaldas y la bala levantó una fuente que le bañó la cabeza y le entró a los ojos.
—Vamos, Saffy —Ryder se inclinaba desde el costado del vapor, disponiéndose a agarrarla—. Sigue nadando. —Finalmente, sintió que la corriente la atrapaba e impulsaba a más velocidad. Vio el rostro de él por encima de ella y le tendió las manos.
—¡Te tengo! —dijo Ryder. De un solo tirón la sacó del río, como si fuese un gatito que se ahoga, y la alzó a cubierta. Luego, le gritó a Bacheet—. Sácalo otra vez.
Bacheet giró la rueda del timón y la cubierta se escoró con el movimiento. Una vez más, se encontraron en medio de la corriente. El derviche aún les disparaba desde el camino de sirga, pero la bruma del río no tardó en cerrarse sobre ellos, y aunque las balas aún salpicaban en torno a ellos o rebotaban con un tañido en la superestructura de acero, el hombre los había perdido de vista. Al fin, los disparos se fueron extinguiendo.
* * *
—¿Qué te pasó, Saffy? —Ryder la llevó de la cubierta a la cabina—. ¿Dónde están los demás? ¿Dónde están Rebecca, Amber y tu padre?
Ella trató de no romper en llanto ante sus preguntas y le rodeó el cuello con los brazos.
—Simplemente es demasiado horrible para contarlo, Ryder. Pasaron cosas terribles. Las peores cosas que podían haber pasado.
La sentó sobre su litera de la cabina. Su desazón lo conmovía, y quiso darle unos momentos para que se recuperara. Le alcanzó una toalla mugrienta.
—Muy bien. En primer lugar, vamos a acicalarte. Después me cuentas. —Descolgó una desteñida camisa azul de la soga de tender la ropa que se extendía por encima de la litera—. Cuelga aquí tu vestido. Ponte esta camisa cuando estés seca y sube al puente. Allí podremos hablar.
Los faldones de la camisa le llegaban por abajo de las rodillas. No estaba mal como combinación suelta. Encontró una de las corbatas de Ryder en el cajón de debajo de la litera y se la ató a la cintura a modo de cinturón. Usó su peine de carey para desenredarse el húmedo cabello, que luego retorció en una única cola de caballo. Pocos minutos después subió al puente. Sus ojos estaban rosados e hinchados de pesar.
—Mataron a mi padre —dijo desesperada, y corrió hacia Ryder.
La alzó en brazos y la abrazó fuerte.
—No puede ser verdad. ¿Estás segura, Saffy?
—Lo vi. Le cortaron la cabeza, igual que al general Gordon. Luego se llevaron a Rebecca y Amber. —Se tragó otro sollozo—. Oh, los odio. ¿Por qué son tan crueles?
Jock Mc Crump oyó su voz y subió de la sala de máquinas. Ryder y él oyeron su relato en silencio. Para cuando finalizó, el sol despuntaba por encima del horizonte y la bruma del río comenzaba a evaporarse. De a poco, la ciudad empezó a distinguirse en nítido detalle. Ryder contó ocho edificios que ardían, entre ellos el consulado de Bélgica. Un espeso humo flotaba por encima del río.
Volvió su telescopio a la silueta cuadrada del fuerte Mukran. Las banderas habían sido arriadas y el mástil estaba desnudo como una horca. Lentamente recorrió el resto de la ciudad con el telescopio. Multitudes e creyentes danzaban en las calles, y sus aljubas multicolores se apiñaban en la costanera.
Había salvas de disparos celebratorios de los triunfadores: estallidos de fusilería, chorros de humo de pólvora negra que ascendían en el aire. Muchos llevaban atados con lo saqueado. Otros reunían a los sobrevivientes del ataque. Ryder distinguió pequeños grupos de mujeres prisioneras a las que conducían como a un rebaño al edificio de la aduana.
—¿De qué color era el vestido que llevaba Rebecca? —le preguntó a Saffron, sin bajar el telescopio. No quería ver su angustia.
—Blusa azul con falda amarilla. —Aunque miró hasta que le dolió el ojo, no logró distinguir un vestido azul y amarillo ni una cabeza de cabellos dorados entre las mujeres cautivas. Pero estaban lejos, y el humo de los edificios que ardían y el polvo que levantaba la frenética actividad en la costa confundían la escena.
—¿Dónde llevarán a las mujeres, Bacheet? —preguntó.
—Las encerrarán como a vaquillonas en el mercado de hacienda hasta que, primero el Madí, luego el califa, tengan tiempo de mirarlas y escoger las que les gusten.
—¿Rebecca y Amber? —preguntó—. ¿Qué ocurrirá con ellas?
—Con su cabello amarillo y piel blanca, son un premio muy codiciable —respondió Bacheet—. Ciertamente las escogerá el Madí. Irán con él como concubinas de primera.
Ryder bajó el telescopio. Se sentía asqueado. Pensó en Rebecca, a quien amaba y pensaba hacer su esposa, reducida a juguete de ese fanático asesino. El pensamiento era demasiado doloroso para soportarlo, y lo forzó a regresar al fondo de su mente. En cambio, pensó en la dulce pequeña Amber, a quien había cuidado y salvado del cólera. Tuvo una vivida imagen de su pálido cuerpo infantil, ese cuerpo que había masajeado hasta hacerlo revivir, montado y violado, sus dulces carnes desgarradas, una simiente extranjera inundando sus ijadas inmaduras. Sintió que la náusea le trepaba por la garganta.
—Acércanos a la costa —le ordenó a Bacheet—. Debo ver dónde están para planear cómo rescatarlas.
—Sólo Alá las puede salvar ahora —dijo Bacheet en voz baja. Saffron lo oyó y nuevas lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Maldita sea, Bacheet, haz lo que te digo.
Bacheet viró cortando la corriente y se acercaron hacia la ribera de la ciudad. Al principio, no atrajeron mucho la atención. Los derviches estaban demasiado ocupados saqueando la ciudad. Cada tanto, disparaban un tiro en dirección a ellos, pero eso era todo. Avanzaron corriente abajo hasta la confluencia de los dos grandes ríos y luego dieron la vuelta, navegando cerca de la ribera de Jartum. Súbitamente, sonó el estampido de un disparo de cañón y una bomba Krupp estalló sobre la superficie del agua por delante de la proa. El chorro de agua roció la cubierta. Ryder vio el humo de un cañón en el muro del puerto. Los derviches volvían las piezas capturadas contra ellos. Otro Krupp entró en acción desde el bastión de debajo de la plaza de armas y la bomba chirrió por encima del puente y estalló en medio del río.
—No servimos de mucho aquí, fuera de darle práctica a su artillería. —Ryder le echó una mirada a Bacheet—. Vira hasta que estemos en mitad del río y mantén el rumbo río arriba. Encontraremos un lugar tranquilo donde fondear hasta que podamos reunir más información y averiguar qué podemos hacer por Rebecca y Amber. Entonces podré planear algo sensato para rescatarlas.
Por muchas millas, las orillas del Nilo Azul estaban desiertas. Ryder enfiló hacia la Laguna de los Pececillos, donde había transbordado la carga de dhurra del dhow de Ras Hailu. Cuando llegó allí, echó ancla en un juncal de papiros, que ocultaba al Ibis de los ojos curiosos que pudiera haber en la orilla.
En cuanto hubo dispuesto adecuadamente del orden del barco, convocó a Bacheet a la sala de máquinas, donde podían hablar sin que los oyeran los demás tripulantes. No perdió tiempo, sino que le habló en forma directa y sin rodeos.
—¿Crees que podamos regresar donde están los derviches y descubrir qué ocurrió con al-Yamal y al-Zahra sin despertar sospechas?
Bacheet frunció los labios e hinchó los carrillos, lo que lo hizo asemejarse a una ardilla.
—Soy como ellos ¿Por qué habrían de sospechar de mí?
—¿Estás dispuesto a hacerlo?
—No soy un cobarde, pero tampoco soy hombre imprudente. ¿Por qué habría de estar dispuesto a hacer algo tan estúpido? No, al-Sajawi. No estaría dispuesto. Todo lo contrario. —Se tiró de la barba con aire desdichado—. Partiré de inmediato.
—Bien —dijo Ryder—, te esperaré aquí, a no ser que me descubran, en cuyo caso te esperaré en la confluencia del río Sarwad. Irás a la ciudad y, de ser necesario, cruzarás a Omdurman. Cuando tengas noticias para mi, regresarás aquí a traérmelas.
Bacheet lanzó un suspiro teatral y se fue a su pequeña litera del castillo de proa. Cuando salió, vestía una aljuba derviche. Ryder evitó prestarle de dónde la había sacado. Bacheet se descolgó por el costado del Ibis y vadeó hacia tierra firme. Se alejó por la orilla rumbo a Jartum.
* * *
En la ribera, Nazira se mezcló sin llamar la atención con las alborotadas muchedumbres. Había tantas mujeres derviches como hombres en el gentío, y era igual a ellas con sus vestiduras negras que le llegaban hasta los tobillos y el rebozo que le cubría la mitad del rostro. Las demás mujeres habían cruzado desde Omdurman en cuanto se enteraron de la caída de la ciudad. Habían venido por la excitación de las celebraciones del triunfo, el pillaje y la emoción de las ejecuciones y torturas que indudablemente seguirían a la victoria. Los ciudadanos acaudalados de Jartum se verían forzados a revelar los escondites de sus posesiones, su oro, alhajas y monedas. La obtención de información era una habilidad que las mujeres derviches habían recibido de sus madres, y pulido hasta convertir en un elevado arte.
Nazira era parte del río humano que ondulaba, se empujaba, retozaba, mientras fluía por la avenida costanera que corría por encima del río. Por delante de ella, la multitud se apartó para permitir el paso de una hilera de soldados egipcios encadenados. Les habían quitado las guerreras antes de azotarlos hasta que sus espaldas desnudas parecieron haber sido desgarradas por leones furiosos. La sangre que brotaba de los surcos que dejara el látigo les empapaba los pantalones de montar y les chorreaba por las piernas. Mientras pasaban arrastrando los pies, camino a la playa, las mujeres se precipitaron a golpearlos otra vez con lo primero que encontraban. Los guardias derviches reían indulgentemente ante las gracias de las mujeres, y cuando algún prisionero caía bajo los golpes de éstas, hacían que se volviera a incorporar aguijándolo con las puntas de sus espadas.
Aunque Nazira estaba desesperada por averiguar dónde habían llevado a sus pupilas, estaba atrapada en la masa de mujeres. Podía ver que en la playa se erigían a toda prisa filas de endebles horcas, hechas de postes apenas desbastados. Las que ya estaban completas, se inclinaban bajo el peso de los cuerpos que pendían de ellas, mientras más cautivos eran llevados hacia allí con sogas al cuello. Estos grupos eran aguijados por los verdugos para que subieran a los angarebs colocados a manera de escalones debajo de las horcas. Una vez que los lazos eran atados al travesaño, el angareb se les sacaba de debajo de los pies, y las víctimas quedaban pendiendo y pataleando en el aire.
Era una faena lenta y, en un punto más distante de la playa, otra cuadrilla de verdugos aceleraba el trabajo mediante la espada. Obligaban a sus víctimas a hincarse en largas hileras con las manos atadas a la espalda y los cuellos extendidos. Dos sayones comenzaban su tarea, uno en cada extremo de la fila, y se iban acercando lentamente uno a otro, cortando cabezas mientras avanzaban. El público vitoreaba a cada cabeza que caía en el barro. Cuando uno de los verdugos, cuyo brazo se había cansado, erró el golpe y sólo cortó a medias el cuello de tu víctima, lo abuchearon y aplaudieron burlonamente.
Al fin, Nazira logró salir de la aglomeración de cuerpos y se dirigió al palacio consular británico. Los portones estaban abiertos, sin centinelas que los guardaran. Se deslizó al interior. El palacio estaba muy dañado. Los vidrios de las ventanas habían sido rotos y las puertas arrancadas. La mayor parte del mobiliario había sido arrojado por las ventanas de los pisos superiores. Fue sigilosamente hacia la terraza del frente, donde encontró más devastación. Aterrada ante la posibilidad de encontrarse con un saqueador, se escurrió por las puertas ventanas y avanzó entre los destrozos hasta el estudio de David Benbrook. Había papeles y documentos esparcidos por toda la habitación.
Sin embargo, el enmaderado de roble de las paredes estaba intacto. Se dirigió rápidamente a uno de los paneles y pulsó el resorte oculto en la talla del arquitrabe. Con un suave chasquido se abrió, revelando la puerta de la gran caja fuerte. Su padre le permitía a Rebecca que guardara joyas allí, y Rebecca le había enseñado a Nazira cómo abrirla con la combinación para que le trajera alguna alhaja que necesitaba. Los números de la combinación eran la fecha de nacimiento de Rebecca. Ahora, Nazira los disco con la cerradura, hizo girar la manija y abrió la puerta.
Sobre el anaquel superior estaba el diario encuadernado en cuero de David. Los anaqueles inferiores estaban ocupados por posesiones de valor de la familia, incluyendo las alhajas que Rebecca había heredado de su madre. Estaban guardadas en un juego de estuches de cuero rojo. También había una cantidad de bolsas de lona que contenían dinero, más de cien libras en monedas de oro y plata. Era demasiado peligroso llevar todo eso con ella Nazira regresó las alhajas y casi todo el dinero a la caja fuerte, volvió a echarle cerrojo y cerró el panel secreto. Éste sería su banco secreto cuando necesitara dinero. Puso pocas monedas de poco valor en el bolsillo de su manga para su empleo inmediato, se ajustó una bolsa de lona con otras en torno a la cintura, y se alisó las informes faldas por encima de ésta.
Dejó el estudio y subió las escaleras hasta el segundo piso. Se dirigió al dormitorio de Rebecca, y se detuvo involuntariamente en la puerta al ver magnitud del daño. Los saqueadores habían destrozado hasta la última astilla del mobiliario, y dispersado libros y vestiduras por el piso. Entró, y comenzó a registrar el desastre.
Ya casi desesperaba cuando vio al fin la bolsa de sisal sobre la cama que había sido dada vuelta. La presión del contenido había desatado el nudo del cordón que la cerraba, y buena parte del remedio para el cólera se había derramado. Nazira se puso en cuclillas, lo recogió y lo metió otra vez en la bolsa. Cuando rescató cuanto pudo, anudó bien el cordón y se la colgó al cuello, de modo que pendiera por debajo de su túnica. Recogió otras fruslerías femeninas que pudieran resultar útiles y se las ocultó entre las ropas.
Regresó a la planta baja y salió furtivamente del palacio. Dejó los jardines por el portillo del extremo de la terraza y se perdió entre la celebraciones de la victoria derviche. No le llevó mucho tiempo descubrir dónde habían sido llevadas las mujeres prisioneras: la novedad se pregonaba por las calles y el gentío acudía en masa a la aduana. Muchos habían trepado a los muros para espiar a las cautivas. Nazira se recogió los faldones y subió a gatas por un contrafuerte hasta llegar a la hilera más alta de ventanas enrejadas. Apartó a codazos a dos chiquilines. Cuando protestaron, vomitó sobre ellos un torrente de injurias que los hizo huir a toda prisa. Se tomó de los barrotes y apretó el rostro contra la abertura cuadrada.
A sus ojos les llevó un minuto acostumbrarse a la escasa luz del interior. Las prisioneras egipcias eran las esposas e hijas de los oficiales de Gordon Pacha, quienes probablemente yacieran decapitados, sobre la playa del río o pendieran de las horcas. Las desdichadas mujeres se acuclillaban formando grupos, con sus hijos arracimados en torno a ellas. Muchas estaban salpicadas de la sangre seca de sus hombres asesinados. Entre ellas había unas pocas mujeres blancas, las monjas de la misión católica, una doctora austriaca y las esposas de los pocos comerciantes y viajeros occidentales que habían quedado atrapadas en la ciudad.
Entonces, el corazón de Nazira dio un vuelco: distinguió a Rebecca sentada sobre el piso de piedra, con la espalda apoyada contra el muro y Amber sobre el regazo. Tenía las vestiduras hechas jirones, y estaba mugrienta de polvo y tizne. Su cabello enmarañado estaba apelmazado por el sudor. La sangre de su padre se había secado, dejando manchas negras en la delantera de su falda amarilla. Sus pies descalzos estaban cubiertos de polvo. Estaba separada de las demás, tratando de combatir las oleadas de desesperación que amenazaban con dominarla. Nazira reconoció la expresión estoica que ocultaba su valeroso espíritu, y se sintió orgullosa de ella.
—¡Yamal! —la llamó Nazira, pero su voz no le llegaba, las otras mujeres y sus criaturas hacían una espantosa algarabía, lloraban y gemían por sus hombres asesinados, oraban en voz alta pidiendo socorro, suplicaban a sus captores que tuvieran misericordia de ellas.
—¡Agua! En nombre de Alá, dadnos agua. Nuestros niños se mueren. ¡Dadnos agua!
—¡Yamal, hermosa mía! —le gritó Nazira, pero Rebecca no alzó la vista. Continuó meciendo a Amber entre sus brazos, Nazira arrancó un trocito de cemento del deteriorado alféizar y lo arrojó por entre los barrotes. Golpeó el suelo justo por delante de donde estaba sentada Rebecca, rebotó en las lajas y le dio en el tobillo. Ella levantola cabeza y miró en torno.
—¡Yamal, niñita mía!
Rebecca alzó los ojos. Clavó la vista en el rostro que asomaba a la alta ventana y sus ojos se abrieron como platos al reconocerlo. Miró en torno a sí rápidamente para ver si los derviches que guardaban las puertas habían notado algo. Luego, se puso de pie y cruzó lentamente el recinto, con Amber en brazos, hasta que quedó directamente debajo de la alta ventana. Volvió a mirar hacia arriba y sus labios dibujaron en silencio una sola palabra:
—Mayya! ¡Agua! —Alzó el rostro de Amber y le tocó los labios partidos e hinchados—. ¡Agua! —dijo otra vez.
Nazira asintió con la cabeza y bajó por el muro. Se abrió paso a empujones entre la multitud, buscando frenéticamente, hasta que dio con una vieja acompañada de un burro, a la que había notado antes. El animal llevaba una carga tan pesada de odres y bolsas de pan de dhurra que las patas se le abrían. La vieja estaba haciendo remunerativos negocios con las multitudes hambrientas y sedientas de la ribera.
—Quiero comprarte comida y uno de tus odres, anciana madre.
—Aún me queda un poco de pan y cecina, y por tres pice puedes beber cuanto quieras, pero jamás venderé mis odres —dijo firmemente la mujer. Cambió de idea cuando Nazira le mostró un dólar de plata.
Con el pequeño odre colgado al hombro, Nazira se apresuró a regresar a la entrada principal de la aduana. Allí había cinco centinelas que, con sus espadas desenvainadas, mantenían al gentío a una respetuosa distancia. De un vistazo, Nazira vio que eran todos de su tribu, la beya. Luego, con una punzada de excitación, reconoció a uno de ellos. Era de su mismo clan y había sido circuncidado al mismo tiempo que su finado esposo. Habían cabalgado juntos bajo el estandarte del emir Osman Atalan, antes del ascenso de Madí, cuando sus palabras eran cuerdas y sensatas y aún no habían enloquecido por el nuevo fanatismo.
Se arrimó a la puerta desde un costado, pero el hombre que conocía hizo un gesto amenazador con su espada, advirtiéndole que no se acercara más.
—¡Ali Wad! —le dijo Nazira en voz baja—. Mi marido cabalgó junto a ti en la famosa incursión a Gondar en que mataste cincuenta y cinco abismos cristianos y capturaste doscientos cincuenta buenos camellos.
Bajó la espada y la miró atónito:
—¿Cuál es el nombre de tu esposo, mujer? —inquirió.
—Su nombre era Taher Sherif, y lo mataron los yaalin en los pozos Tushkits. Tú estabas con él el día que murió.
—Entonces eres Nazira, que alguna vez fue tenida por muy bella. —Su expresión adusta se suavizó. Sus viejos sentimientos de afecto hacia él se agitaron.
—Cuando todos éramos jóvenes —asintió, y se bajó el rebozo de modo que él le pudiera ver la cara—. Me parece, Ali Wad, que has llegado a ser un hombre de gran poder. Que aún puedes avivar la llama del vientre de una mujer.
Él rió.
—Nazira, la de la lengua de plata. Los años no te han cambiado mucho. ¿Qué quieres de mí? —Se lo dijo, y la sonrisa de él se desvaneció. El ceño reapareció—. Me pides que arriesgue mi vida.
—Del mismo modo en que mi marido dio la suya por ti… y del mismo modo que, alguna vez, su joven viuda arriesgó más que la suya para darte placer. ¿Lo has olvidado?
—No. Ali Wad no olvida a sus amigos. Ven conmigo.
La hizo entrar por la puerta principal, y los guardias del interior le abrieron paso respetuosamente. Ella lo siguió y al verla, Rebecca se precipitó a sus brazos. Se abrazaron en un lacrimoso éxtasis. Aún desde su inconsciencia, Amber la reconoció y le susurró:
—Te amo, Nazira. ¿Aún me amas?
—Con todo mi corazón, Zahra. Te traje agua y comida. —Las llevó a una esquina del recinto, donde las tres se apiñaron. Nazira mezcló un poco del polvo con agua en un jarro que había traído del palacio. Lo alzó a los labios de Amber, que bebió con ansiedad.
A todo esto, Ali Wad fulminaba con la mirada a las demás prisioneras.
—Estas tres mujeres —dijo señalando a Nazira y sus protegidas— están bajo mi protección. Si las molestáis, sabed que corréis grave peligro, pues soy hombre de mal genio. Me da gran placer azotar mujeres con este kurbash. —Les mostró el terrible látigo de cuero de hipopótamo—. Me encanta oírlas chillar.
Aterradas, se encogían bajo su mirada. Luego, se inclinó y le susurró algo al oído a Nazira. Ella bajó la vista y lanzó una risita coqueta. Ali Wad regresó a su puesto con aire ufano, sonriendo y acariciándose la barba.
El agua revivió milagrosamente a Amber.
—¿Qué le ocurrió a mi hermana? —susurró—. ¿Dónde está Saffy?
—Está a salvo junto a al-Sajawi —le aseguró Nazira—. Antes de regresar a buscarte, la vi abordar su vapor. —Ante esa maravillosa noticia, Rebecca quedó tan abrumada por el alivio que no pudo hablar. En cambio, engazó a Nazira con sus brazos y la estrechó.
—Ahora, debes parar de llorar, Yamal —le dijo severamente Nazira—. Todos debemos ser inteligentes, fuertes y cuidadosos si queremos sobrevivir a los difíciles días que nos esperan.
—Ahora que estás otra vez con nosotras y que sé que Saffy está a salvo, puedo enfrentar lo que sea. Pero, ¿qué nos harán los derviches?
En lugar de responder, Nazira echó una significativa mirada hacia Amber.
—Primero, come y bebe para estar fuerte. Luego hablaremos.
Les dio un poco de pan de dhurra. Amber comió unos pocos bocados y no los vomitó. Nazira asintió con la cabeza, satisfecha y se la puso sobre el regazo para que Rebecca comiera y descansara. Le acarició el cabello a Amber y la arrulló en voz baja. La niña se durmió casi de inmediato.
—Se repondrá en pocos días. Los más pequeños son los más resistentes.
—¿Qué nos ocurrirá? —Rebecca repitió la pregunta.
Nazira frunció los labios, evaluando cuánto debía decir. Tanta verdad como necesite saber, decidió.
—Tú y todas estas mujeres son botín de guerra, como si fuesen caballos o camellos. —Rebecca miró a las lastimosas criaturas que la rodeaban, y sintió una fugaz compasión por ellas, hasta que recordó que Amber y ella estaban en la misma situación—. Los derviches las usarán como mejor les parezca. Las viejas y feas será esclavas de la casa y la cocina. Las jóvenes y núbiles serán concubinas. Tu cabello y tu piel pálida interesarán a todos los hombres.
Rebecca se estremeció. Nunca se había puesto a imaginar cómo sería caer bajo el poder de un hombre de otra raza. Ahora, la idea le daba náuseas.
—¿Nos sortearán? —Había leído en Decadencia y caída del imperio romano de Gibbon que eso hacían los soldados.
—No. Los jefes de los derviches escogerán cuáles quieren. El Madí elegirá primero, luego los demás, según su rango y su poder. El Madí te elegirá a ti, de eso no cabe duda. Y eso es bueno. Es el mejor para nosotras, mucho mejor que todos los demás.
—Cuéntame. Explícame esto. ¿Cómo puedes saber cómo es en su zemana?
—Ya tiene trescientas esposas y concubinas, y sus mujeres hablan. Se sabe bien cuáles son sus gustos, qué le gusta hacer con sus mujeres.
Rebecca pareció desconcertada.
—¿No hacen todos los hombres lo mismo que…?
Se interrumpió, pero Nazira completó su pregunta:
—¿Quieres decir lo mismo que Abadan Riyi y al-Sajawi hicieron contigo?
Rebecca se ruborizó hasta ponerse color escarlata.
—Te prohíbo que me vuelvas a hablar de esa manera.
—Trataré de recordarlo —respondió Nazira con un brillo de malicia en los ojos—, pero la respuesta a tu pregunta es que algunos hombres pretenden otras cosas de sus mujeres.
Rebecca lo pensó, luego bajó los ojos con timidez.
—¿Otras cosas? ¿Qué es esa cosa distinta qué quiere el Madí? ¿Qué me hará?
Nazira bajó la mirada hacia Amber para cerciorarse de que estuviese durmiendo, y luego se aproximó más a Rebecca, ahuecó la mano, se la acercó a la oreja y susurró algo. Rebecca se alejó con un respingo.
—¡Mi boca! —dijo con horror—. Es lo más asqueroso que haya oído.
—Nada de eso, muchacha tonta. Con un hombre a quien no amas, u odias, es más rápido, fácil y menos incómodo. No pierdes tu preciosa doncellez, y, si ello ya ha ocurrido, nadie se entera. Aún más importante, no hay consecuencias indeseadas.
—Entiendo que con ciertos hombres eso puede ser preferible. —Entonces, se le ocurrió otra pregunta—. ¿Cómo es… hacerle eso a un hombre o dejar que te lo haga?
—En primer lugar, recuerda esto. Cuando se trata del Madí, nunca debes mostrar repugnancia. Es divino, pero en estos asuntos, es tan vanidoso como los demás hombres. Sin embargo, a diferencia de los demás hombres, tiene poder de vida y muerte, y no vacila en emplearlo sobre todos aquellos que le desagradan. De modo que la otra cosa que debes tener bien presente es no hacer arcadas ni escupir. Rechazar o expeler su esencia sería un insulto mortal para él.
—Pero Nazira ¿y si no me gusta el sabor? ¿Si no puedo evitarlo?
—Traga rápido, y termina con la cuestión. Como sea, terminarás por acostumbrarte. Nosotras las mujeres aprendemos y nos adaptamos muy rápido.
Rebecca asintió. La idea ya no le parecía tan chocante.
—¿Qué más debo recordar?
—A mí no me cabe duda de que el Madí te escogerá. Debes dirigirte a él llamándolo Elegido de Dios y sucesor de Su Profeta. Debes decirle qué profunda alegría y honor es conocerlo al fin. Puedes agregar cualquier otra que te parezca adecuada: que es la luz de tus ojos y el aliento de tus pulmones. Lo creerá. Luego le dirás que al-Zahra es tu hermana huérfana. La ley sagrada hace que sea su deber proteger y cuidar de los huérfanos, de modo que no la separarán de ti. Hay pasajes en las santas escrituras que se refieren a los huérfanos. Debes aprenderlos de memoria de modo de poder repetírselos. Te los enseñaré. —Rebecca asintió y Nazira prosiguió—. Hay otra cosa, más importante que todas las demás. No debes hacer ni decir nada que pueda hacer que el Madí te deje de lado. No demuestres ira, resentimiento, ni falta de respeto. Si te rechaza, quedarás a disposición de su califa Abdulahi.
—¿Eso sería peor?
—Abdulahi es el hombre más cruel y perverso del Islam. Mejor sería que pereciésemos todas antes de que las tomara a ti o al-Zahra como concubinas. —Rebecca se estremeció—. Enséñame esos pasajes.
Aprendía rápido y, antes de que Amber se despertara, Nazira quedó convencida que Rebecca se comportaría adecuadamente en presencia del profeta de Dios.
* * *
Osman Atalan regresó de la ciudad por él conquistada al otro lado del Nilo. Llegó glorioso, al frente de la flotilla que había llevado su ejército a Jartum. Todo hombre, mujer y niño que estuvieran en condiciones de andar, incluidos los infantes que recién comenzaban a gatear, fueron a la ribera a recibirlo. Los atabales de guerra tronaban y las ombeias balaban. Un escudero llevaba sus armas: lanza, venablos, montante. Un palafrenero llevaba de la rienda a su caballo de guerra, al-Buc, completamente enjaezado, con su fusil en la funda de detrás de la silla.
Cuando Osman desembarcó del dhow, lo precedía al-Noor, quien llevaba al hombro una bolsa de dhurra de cuero, cuyo fondo estaba manchado de un oscuro color vinoso. La muchedumbre gritó al verla, pues adivinó qué contenía. Volvieron a gritar al distinguir a Osman, tan alto y noble en su deslumbrante aljuba blanca decorada con aplicaciones de vivos colores.
Osman montó a al-Buc y avanzó en procesión por las calles. Las multitudes cubrían ambos lados de las estrechas calles serpenteantes, cuyo suelo estaba cubierto de frondas de palma puestas en su honor. Los niños corrían precediendo a su caballo, y las mujeres alzaban a sus hijos para que pudieran ver al héroe del Islam y contarles a los hijos que tendrían alguna vez que lo habían visto. Hombres valientes y guerreros poderosos trataban de tocarle el pie cuando pasaba frente a ellos, y las mujeres ululaban y coreaban su nombre.
Frente al palacio del Madí, Osman desmontó y tomó la manchada bolsa de dhurra que llevaba al-Noor. Subió por la escalera exterior a la terraza donde el profeta de Alá estaba sentado con las piernas cruzadas en su angareb. Les hizo una señal a las jóvenes que lo atendían y, tras postrarse velozmente ante él, se retiraron caminando grácilmente hacia atrás y les dejaron la terraza a los dos hombres.
Osman se dirigió al Madí y puso el saco a sus pies. Se hincó para besarle manos y pies.
—Eres la luz y la alegría de nuestro mundo. Que Alá, cuyo elegido eres siempre te sonría.
El Madí le tocó la frente.
—Que siempre complazcas a Dios como has complacido a su humilde profeta. —Luego, tomó a Osman de la mano y lo ayudó a ponerse de pie—. ¿Cómo fue la batalla?
—Con tu presencia que nos protegía y tu rostro que nos contemplaba, fue bien.
—¿Qué ocurrió con mi enemigo, el enemigo de Alá, el cruzado, Gordon Pacha?
—Tu enemigo ha muerto y su alma hierve eternamente en las aguas del infierno. El día que predijiste llegó, y lo que profetizaste ha ocurrido.
—Todo lo que me dices, Osman Atalan, complace a Dios. Tus palabras son como miel en mis labios y dulce música en mis oídos. Pero ¿me has traído la prueba de que lo que me dices es cierto?
—Te he traído una prueba de la que ningún hombre dudaría, una prueba que resonará en el corazón de cada hijo del Profeta en todo el Islam. —Osman se inclinó, tomó la bolsa de dhurra por las costuras de los costados y la alzó. Su contenido rodó por el piso de barro—. Contempla la cabeza de Gordon Pacha.
El Madí se inclinó hacia adelante con los codos sobre las rodillas y miró fijamente a la cabeza. Ya no sonreía. Su expresión era fría e impasible, pero sus ojos refulgían de una manera que infundió miedo hasta en el corazón valeroso de Osman Atalan. El silencio se prolongó, y el Madí no se movió por un largo rato. Al fin, volvió a mirar a Osman.
—Has complacido a Alá y su profeta. Tendrás una gran recompensa. Ocúpate de que esta cabeza sea exhibida sobre una estaca a las puertas de la gran mezquita y que los fieles la vean y teman el poder de Alá y de su justo sirviente, Muhammad, el Madí.
—Así se hará, amo. —Por primera vez, Osman usó el título de "Raab", que significa más que "amo". Significa "Señor de todas las cosas". "Raab" también es uno de los noventa y nueve bellos nombres de Alá. ¿Su elogio había sobrepasado los límites de la adulación? ¿No era esto una blasfemia? Osman dudó ante su propia osadía. Inclinó la cabeza y esperó que el Madí lo regañase.
No debía haber temido. Su instinto había sido impecable. Una vez más, la sonrisa serena floreció en el rostro amado del Madí. Le tendió la mano a Osman.
—Llévame a la ciudad que conquistaste para gloria de Alá. Muéstrame los frutos de esta gran victoria en que florece la yihad. Llévame al otro lado del Nilo y muéstrame todo lo que obtuviste en mi nombre.
Osman lo tomó de la mano y lo ayudó a ponerse de pie. Fueron a la ribera y embarcaron en el dhow que los esperaba. Cruzaron la comente y desembarcaron en el puerto de Jartum. Cuando recorrieron la costanera hasta el palacio del gobernador, las muchedumbres desplegaban a sus pies los rollos de seda, fino lino y lana que habían saqueado para que el Madí no se ensuciara los pies en el polvo y la mugre de la ciudad capturada. El coro de plegarias y elogios que se elevó de la postrada muchedumbre era ensordecedor.
En la sala de audiencias del gobernador, el Madí ocupó su lugar junto al califa Abdulahi, quien trabajaba junto a cuatro cadíes —jueces islámicos— de túnicas negras. Interrogaban a los ciudadanos acaudalados de Jartum que les habían sido traídos encadenados. Se les exigía que revelaran dónde habían escondido sus tesoros. Era un proceso lento, pues no bastaba simplemente con declarar desde el principio qué bienes tenía uno. El califa Abdulahi y sus cadíes debían asegurarse de que sus víctimas no ocultaran nada. La respuesta completa se extendía mediante el agua y el fuego. Los hierros de marcar se calentaban en braseros y cuando sus puntas rojeaban se las empleaba para inscribir las suras relevantes del Corán sobre los vientres y espaldas desnudas de las víctimas. Sus alaridos de dolor retumbaban en los altos techos.
—Que Alá oiga vuestros gritos como alabanzas y oraciones —les dijo el Madí—. Que vuestras riquezas sean las ofrendas que hacéis a Su gloria.
Cuando ya no quedaba espacio sobre sus pieles ampolladas para escribir más textos religiosos, se les aplicaban los hierros al rojo a los genitales. Finalmente, los llevaban a la fuente del atrio del palacio. Allí, los amarraban a un taburete, que inclinaban hacia atrás por sobre el borde de la fuente hasta que sus cabezas quedaban bajo el agua. Cuando perdían la conciencia, se los volvía a enderezar, chorreando moco de bocas y narices. Revivían, y se los volvía a sumergir. Antes de que expirasen los jueces se aseguraban de que revelaran todos sus secretos.
Abdulahi llevó a su amo a la sala que el gobernador usaba para ponerse las vestiduras propias de su cargo, que estaba siendo empleada como tesoro provisorio, y le mostró todo lo que habían recolectado hasta el momento. Había bolsas y cofres de monedas, pilas de platería y cálices de plata y oro; algunos, incluso, estaban tallados de puro cristal de roca o amatista e incrustados de piedras preciosas y semipreciosas. Había pilas de rollos de seda y lana fina, de satén bordado con hilo de oro, más cofres de alhajas, fantásticas creaciones de Asia, la India y África, zarcillos, ajorcas, collares y prendedores adornados de relumbrantes diamantes, esmeraldas y zafiros. Había hasta estatuillas que representaban las semblanzas de los viejos dioses, modeladas hacía miles de años y saqueadas de las tumbas de los antiguos. Al verlas, el Madí frunció el ceño, enfadado.
—Éstas son una abominación a los ojos de Dios y de todo musulmán.
—Su voz, habitualmente apacible, tronaba ahora por los salones de un modo que hizo temblar hasta al califa. —Lleváoslas, rompedlas en cien trozos y arrojad los fragmentos al río.
Mientras muchos hombres se apresuraban a cumplir su órdenes, el Madí se volvió a Osman y sonrió otra vez.
—Sólo pienso lo que Dios quiere que piense. Mis palabras no son mías. Son las palabras mismas de Dios.
—¿Quisiera el bendito Madí ver las prisioneras? Si alguna la complace, que la lleve a su zenana. —El califa pretendía aplacarlo.
—Que Alá se complazca en ti, Abdulahi —dijo el Madí— pero antes quisiera algún refresco. Luego oraremos, y sólo después iré a ver las nuevas mujeres.
Abdulahi había preparado un pabellón en un punto del jardín del gobernador que daba al río y a la playa junto al puerto donde se habían erigido las horcas. Bajo una tienda de juncos trenzados, suspendida de pértigas de bambú y abierta por los costados para permitir que la atravesara una brisa refrescante, se reclinaron sobre espléndidas alfombras de lana fina y cojines de seda. Bebieron la bebida favorita del Madí, hecha con almíbar de dátiles y jengibre molido de cántaros de barro, permeables al líquido, lo cual enfriaba su contenido. Entre tanto, contemplaban con moderado interés la ejecución de los hombres de Gordon. Muchas de las víctimas eran sacadas del cadalso cortando la soga cuando aún se retorcían pendientes de ésta, para ser arrojadas al río con las manos atadas a la espalda.
—Es una pena que tantos de ellos sean musulmanes —dijo Osman— pero también son turcos, y se oponen a tu yihad.
—Pagan el precio de esa conducta, pero en tanto creyentes en la verdadera fe, que descansen en paz —dijo el Madí, extendiendo el índice de su mano derecha en señal de bendición. Luego se incorporó y fue hacia la aduana seguido del califa y de Osman.
Cuando entraron en la sala principal, las mujeres capturadas habían sido alineadas contra la pared del fondo. Cuando entró el Madí, se postraron y cantaron sus loas.
Los guardias habían erigido un estrado del lado opuesto a aquel donde se alineaban las mujeres. Estaba cubierto de alfombras persas. El Madí se sentó sobre éstas, y le indicó a su califa que se sentara a su derecha y al emir Osman Atalan a su izquierda.
—Que traigan las cautivas, una por vez.
Alí Wad, quien estaba a cargo de las mujeres, las presentó en orden inverso a su grado de atractivo para el gusto masculino. Comenzó por las viejas y feas, y siguió con las más jóvenes y bonitas. El Madí descartó a la primera veintena que no le interesó en absoluto, con un breve gesto de su mano izquierda. Entonces, AlíWad hizo pasar a una joven muchacha gala. El Madí hizo una señal con su mano izquierda. AlíWad hizo un movimiento circular con la derecha y la muchacha giró ante ellos para desplegar todos sus encantos, que eran considerables.
—Por supuesto que está demasiado delgada —dijo al fin el Madí—, debe de haber comido poco en el transcurso de los diez últimos meses, pero engordará bien. Es agradable, pero su mirada es osada y denota que es difícil. Es de la clase de mujer que provoca problemas en el zenana. —Hizo el signo de rechazo con la mano izquierda, luego le sonrió a su califa—. Sí decides que vale la pena, llévatela, y te deseo que la disfrutes.
—Si causa problemas en mi harén, se ganará unos azotes en sus lustrosas nalgas. —El califa Abdulahi le dio un leve toque con su espantamoscas en la zona amenazada de su anatomía. Ante el escozor, ella chilló y saltó en el aire como una gacela joven. Abdulahi hizo el gesto de aceptación con la derecha y se llevaron de allí a la muchacha. La selección continuó a ritmo sosegado, pues los hombres discutían a las hembras en explícito detalle.
La hija de un comerciante persa les llamó la atención especialmente. Estuvieron todos de acuerdo en que sus rasgos eran poco atractivos por lo huesudos y angulosos, pero sus cabellos eran rojos. Discutieron un poco sobre la autenticidad del color, hasta que el Madí zanjó la cuestión haciendo que Alí Wad le quitara la ropa. El intenso tono cobrizo del denso matorral rizado de su ingle dispersó sus dudas.
—Hay mucha posibilidad de que dé a luz hijos pelirrojos —dijo el Madí. El primer profeta Muhammad, de quien era el sucesor, había tenido cabello rojo. De modo que ella era muy valiosa como reproductora. Se la daría a uno de sus emires como señal de su favor divino. Reforzaría la lealtad del emir y robustecería los vínculos entre ellos. Hizo el signo con la derecha.
Luego, Alí Wad hizo pasar a Rebecca Benbrook. Nazira le había cubierto la cabeza con un chal liviano. Amber apenas si tuvo suficientes fuerzas para caminar tambaleándose al lado de su hermana mayor, aferrándose a su mano en busca de consuelo y apoyo.
—¿Quién es esa niña? —quiso saber el califa Abdulahi—. ¿Es la hija de la mujer?
—No, poderoso califa —replicó AlíWad, siguiendo las instrucciones de Nazira—. Es su hermana menor. Ambas son vírgenes y huérfanas.
Los hombres parecieron interesados. Se le adjudicaba gran valor al hímen, que se consideraba que tenía una influencia mágica beneficiosa sobre el hombre que lo rompiera. Luego, tal como le había dicho Nazira que hiciese, Alí Wad quitó el chal que cubría la cabeza de Rebecca. El Madí inhaló con fuerza, y tanto el califa como Osman Atalan se enderezaron al contemplar asombrados su cabello, que Nazira había peinado cuidadosamente. Un rayo de sol que entraba por las ventanas altas lo transformaba en una corona de oro. El Madí le hizo seña a Rebecca de que se acercara. Ella se hincó ante él, que se inclinó hacia ella y tocó sus rizos.
—Es suave como el ala de una nectarina —murmuró, impresionado.
Rebecca se había cuidado de mirarlo a la cara, lo que habría sido una falta de respeto. Manteniendo los ojos bajos, murmuró roncamente:
—He oído a todos los hombres hablar de tu gracia y tu santidad. He anhelado ver tu bello rostro como anhela un primer atisbo de la Madre Nilo el que viaja por el gran desierto.
Los ojos de él se abrieron un poco más. Le puso un dedo bajo la barbilla y le alzó el rostro. Ella se dio cuenta de inmediato de que lo que acababa de decir le había complacido.
—Hablas buen árabe —dijo.
—La lengua santa —asintió ella—. El idioma de los creyentes.
—¿Qué edad tienes, niña? ¿Eres virgen, como nos dice Alí Wad? ¿Has conocido varón?
—Ruego porque tú seas el primero y el último —mintió sin vacilar, consciente de cuánto dependía de su elección. Había observado al califa mientras seleccionaban a las demás mujeres y percibió que todo lo que Nazira le había dicho era cierto: era escurridizo como una anguila del fango y venenoso como un escorpión. Pensó que sería mejor morir que pertenecerle.
Cuando éste le susurró al Madí, su voz era oleosa, untuosa.
—Oh, Exaltado, echémosle una mirada al cuerpo de ésta —sugirió—. ¿La mata de sus ijadas es del mismo color y textura que su cabello? ¿Son sus pechos blancos como leche de camella? ¿Son los labios de su sexo del color de la rosa del desierto? Descubramos esos dulces secretos.
—Esas vistas sólo serán contemplados por mis ojos. Ésta me gusta. Me la quedo para mí. —Con la derecha, hizo el signo de aceptación por sobre la cabeza de Rebecca.
—Me abruman la alegría y la gratitud porque me hayas encontrado de tu agrado, Hombre Grande y Santo. —Rebecca inclinó la cabeza—. Pero ¿qué será de mi hermana pequeña? Te suplico que también la tomes bajo tu protección.
El Madí bajó la vista a Amber, quien se encogió y se aferró a la falda polvorienta y manchada de sangre de Rebecca. Lo miró, temblando y él vio cuan joven era y qué débil y enfermiza parecía. Sus ojos estaban sumidos en cavidades de aspecto amoratado, y apenas si tenía fuerzas para tenerse en pie. El Madí sabía que una niña en esas condiciones sería una molestia y causa de desorden en su casa. No sentía una atracción lúbrica por los niños, ni varones ni mujeres, lo que sabía que sí era el caso de su califa. Que él se quede con esa desdichada. Estaba por hacer la señal de rechazo con la izquierda cuando Rebecca lo ganó de mano. Nazira la había instruido con respecto a cuáles debían ser sus palabras. Volvió a hablar, esta vez con claridad.
—El santo Abu Shuraih ha transmitido las palabras directas del profeta Mahoma, el mensajero de Alá, que Alá lo ame para siempre, quien dijo: "declaro que los derechos de los débiles, huérfanos y mujeres son inviolables". También dijo: "Alá os ayudará sólo cuanto ayudéis a los huérfanos de entre vosotros".
El Madí bajó la mano izquierda y la contempló, pensativo. Entonces volvió a sonreír, pero había algo insondable en sus ojos. Hizo el signo de aceptación sobre Amber con la mano derecha y le dijo a Alí Wad:
—Pongo estas mujeres a tu cargo. Encárgate de que nada malo les pase. Llévalas a mi harén.
Alí Wad y diez de sus hombres escoltaron a Rebecca, Amber y las otras mujeres escogidas por el Madí al puerto. Sin llamar la atención, Nazira los siguió. Cuando las embarcaron en un gran dhow mercante para que, cruzando el Nilo, las llevara a Omdurman, subió a bordo con ellos, y cuando uno de los tripulantes cuestionó su presencia, Alí Wad le gruñó con tal ferocidad que el otro se escabulló para ocuparse de izar la vela latina. Desde ese momento, Nazira quedó aceptada como sirvienta de al-Yamal y al-Zahra, las concubinas del Madí. Las tres se acuclillaron en la proa del dhow.
Cuando Nazira le dio de beber a Amber una vez más del odre, Rebecca le pregunta angustiada:
—¿Qué voy a hacer, Nazira? No puedo convertirme en juguete de un hombre de piel oscura, un nativo que no es cristiano. —Comenzaba a darse cuenta de todo el alcance de su situación—. Creo que prefiero morir antes que vivir así.
—Tu sentido de la decencia es noble, Yamal, pero yo también soy nativa y mi piel es morena —replicó Nazira—. Además, tampoco yo soy cristiana. Si te has vuelto tan delicada, tal vez lo mejor sería que me despidas.
—Oh, Nazira, te amamos —dijo Rebecca, arrepentida.
—Escúchame, Yamal. —Nazira tomó a Rebecca del brazo y la obligó a mirarla a los ojos—. La rama que no se dobla ante el viento se quiebra. Eres una rama joven y flexible. Debes aprender a doblarte.
Rebecca sintió como si la aplastase un gran peso. Dondequiera que volvía su mente, sólo encontraba dolor, pesadumbre y miedo. Pensó en su padre, y tocó las salpicaduras de sangre negra de su blusa. Sabía que el momento terrible de su decapitación quedaría grabado en su memoria por resto de sus días. El pesar era casi insoportable. Pensé en Saffron, y supo que nunca volvería a verla. Estrechó a Amber contra su corazón, preguntándose si sobreviviría a la enfermedad que ya había dañado su frágil cuerpo. Pensó en el futuro que las aguardaba a todas y se abría ante ellas como las fauces negras e insaciables de un monstruo.
No hay escapatoria para ninguna de nosotras. Mientras lo pensaba, uno de los tripulantes lanzó un grito urgente. Miró en torno como si la hubiesen despertado de golpe de una pesadilla. El dhow había alcanzado la mitad del río, y avanzaba, impulsado por la suave brisa. Ahora, toda la tripulación se agitaba. Se apiñaron sobre la amura de barlovento y parlotearon, señalando corriente abajo.
Un cañonazo tronó sobre las aguas, después otro. Pronto, toda la artillería derviche abría fuego desde ambas orillas. Rebecca le entregó a Amber a Nazira y se puso de pie. Oteó hacia la dirección a la que todos miraban y su ánimo se levantó. Todos sus oscuros miedos e incertidumbres de desvanecieron. Muy cerca vio la bandera del Reino Unido de Gran Bretaña, ondeando bravía a la brillante luz del sol.
Rápidamente, Rebecca puso de pie a Amber, la estrechó contra ella y señaló río abajo. A menos de media milla, un escuadrón de barcos avanzaba a todo vapor por la mitad del canal. Sus cubiertas estaban atestadas de soldados británicos.
—Vienen a rescatarnos, Amber. Oh, mira. —Le hizo volver la cabeza—. ¿No es lo más bonito que hayas visto en tu vida? La columna de socorro llegó. —Ahora, por primera vez, se permitió sucumbir a las lágrimas—. Estamos a salvo, Amber querida. Estaremos a salvo.
* * *
Penrod Ballantyne se mantenía a una distancia segura del río mientras cabalgaba por la margen oriental del Nilo las últimas pocas millas que le quedaban para llegar a Jartum, que, velada por el humo, se distinguía en el horizonte. Cada milla que recorrían confirmaba algo que ya era una certeza en su mente. Las banderas de la torre del fuerte Mukran ya no estaban allí. El Chino Gordon había sido derrotado. La ciudad había caído. La columna de socorro no había llegado a tiempo.
Trató de decidir qué debía hacer ahora. Hasta ese momento, todos sus cálculos se habían basado en que la ciudad no caería. Ahora, no parecía haber un motivo ni una lógica para continuar. Había visto una ciudad capturada y saqueada por los derviches. Para cuando llegara, lo único que viviría dentro de las murallas de Jartum serían los cuervos y los buitres.
Pero algo lo impulsaba a seguir adelante. Trató de convencerse de que este curso de acción era dictado por el hecho de que las puertas a sus espaldas se habían cerrado. Había agravado el cargo de insubordinación que Pendía sobre él al desobedecer las órdenes directas de sir Charles Wilson de permanecer en el campamento de Metemma. Regresar para enfrentarla corte marcial con que sir Charles Wilson le daría la bienvenida no parecía una idea atractiva.
—Por otro lado ¿qué tiene de atractivo seguir adelante? —se preguntó. Había otros que tal vez siguieran con vida y necesitaran su ayuda: el general Gordon y David Benbrook, las gemelas y Rebecca. Por fin, se decía la verdad a sí mismo. Rebecca Benbrook había sido una presencia importante en su conciencia desde el momento en que dejó Jartum. Probablemente ella fuera el verdadero motivo de que él estuviese aquí. Sabía que debía averiguar qué le había ocurrido, si no quería que su recuerdo lo obsesionara por el resto de su vida.
De pronto, sofrenó su camello e inclinó la cabeza hacia el río. El sonido de disparos se oía, nítido y cercano. Aumentó rápidamente de unos pocos tiros al azar a una cortina cerrada de fuego de artillería.
—¿Qué ocurre? —le dijo a Yakub, quien cabalgaba pocos pasos por detrás de él—. ¿A qué le disparan ahora?
Un abierto soto de acacia espinosa y palma crecía a lo largo de la orilla, oscureciéndoles la visión del río. Penrod hizo volverse a su camello y lo puso al galope. Atravesaron el cinturón de árboles, y se encontraron repentinamente ante la orilla del río. Un espectáculo lóbrego y desesperante se extendía ante ellos. Los vapores de la división de Wilson bregaban contra la corriente, rumbo a la ciudad de Jartum, cuya silueta se distinguía claramente por arriba de ellos. Del tope de sus mástiles ondeaba el rojo, blanco y azul de la bandera del Reino Unido. Las cubiertas estaban atestadas de tropas, pero Penrod sabía que entre los dos no podían llevar más de doscientos o trescientos hombres. La mayor parte de los rostros que vio a través del telescopio pertenecían a infantes nubios. Había un grupo de oficiales blancos sobre el puente del vapor que iba a la cabeza. Todos tenían alzados sus telescopios y miraban atentamente corriente arriba. Incluso desde esa distancia, Penrod distinguió la alta y desgarbada figura de Wilson, sus rasgos marcados ocultos por su gran casco de corcho.
—Demasiado tarde, Charles el Timorato —murmuró amargamente Penrod—. Si hubieras hecho lo que corresponde, lo que te instaban a hacer el general Stewart y tus oficiales, habrías llegado a tiempo de volcar la balanza del Destino y salvar las vidas de los infortunados que te estuvieron esperando durante diez meses.
Los impactos de los proyectiles derviches comenzaron a menudear en torno a las pequeñas embarcaciones, y hordas de montados árabes se acercaron al galope por las orillas desde la dirección de Omdurman y Jartum para interceptar la flotilla. Manteniéndose a la altura de los vapores de Wilson, los jinetes derviches disparaban desde la silla.
—¡Debemos unimos a ellos! —le gritó Penrod a Yakub, y se precipitaron a entremezclarse con los derviches. Era la fachada perfecta para ellos. Pronto se perdieron entre la polvareda y la confusión de los escuadrones árabes. Penrod y Yakub disparaban con tanto entusiasmo como todos los jinetes que los rodeaban, pero apuntaban tan bajo que sus balas impactaban inofensivamente sobre el río.
En torno a los dos vapores, la fusilería azotaba toda la superficie del río y los cañones Krupp levantaban saltarinas fuentes de rocío. Los cascos blancos no tardaron en quedar como picados de viruela por las balas que martillaban contra las planchas de acero. El acero de las chimeneas, más delgado, quedó como una criba. Súbitamente, hubo una explosión más fuerte y una nube de humo plateado se alzó al cielo desde el segundo navío. Los derviches que cabalgaban en torno a Penrod lanzaron un aullido triunfal y enarbolaron sus armas.
—Uno de los Krupp le acertó limpiamente en la caldera —se lamentó Penrod—, por todos los dioses de la guerra, este día le pertenece al Madí.
Sin dejar de vomitar vapor, el navío averiado giró, inerme, siguiendo la corriente, y comenzó a derivar río abajo. Casi de inmediato, el vapor que hacía punta, al mando de Wilson, aminoró la marcha y viró para asistirlo, y el resto del escuadrón lo siguió.
Los jinetes árabes que rodeaban a Penrod gritaron amenazas y mofas hacia ambas naves:
—¡No podréis contra las fuerzas de Alá!
—¡Alá es uno! El Madí es su profeta elegido. Todo lo puede contra el infiel.
—¡Regresa con Satanás, tu padre! ¡Regresa al infierno, que es tu hogar!
Penrod gritó con ellos y exhibió el mismo júbilo, disparando su fusil al aire, pero, en su fuero interno, su ira y desprecio por Wilson bullían. Qué buena excusa para interrumpir tu decidido ataque y llevar tus pusilánimes posaderas a una confortable silla de la veranda del Club Gheziera en El Cairo. Dudo, sir Charles, que vayamos a verte otra vez en estas latitudes.
En la esperanza de que el navío inutilizado fuera a dar a la orilla, cientos de jinetes derviches siguieron al escuadrón corriente abajo, manteniendo una matraca de fusilería. Las tripulaciones bregaron por pasarse una línea de remolque. A medida que los vapores derivaban hacia la orilla opuesta, alejándose del alcance de los fusiles, muchos jinetes renunciaron a la persecución y volvieron grupas hacia Omdurman. Penrod los acompañó, y su presencia no fue notada en el efusivo ánimo producido por la victoria y el triunfo. Les llevó casi una hora llegar a Omdurman. Ello le dio amplia oportunidad de oír muchas conversaciones gritadas, todas ellas referidas al devastadoramente exitoso ataque nocturno contra Jartum que condujera el emir Osman Atalan, y al saqueo y pillaje que lo siguieron. En un momento, oyó como discutían a las mujeres blancas capturadas que habían sido llevadas a la aduana de Jartum.
Debían de referirse a Rebecca y las gemelas. Sus esperanzas revivieron. Fuera de ellas, apenas a había mujeres blancas en Jartum, excepción hecha de las monjas y de la doctora austriaca de la colonia de leprosos. Por favor, Dios, que aquella de la que hablan sea Rebecca. Aun si significa que está prisionera, al menos sobrevivió.
Penrod y Yakub cabalgaron hasta Omdurman integrados en las largas y desordenadas filas de jinetes. Yakub sabía de un pequeño caravasar al filo del desierto que administraba un anciano de la tribu yaalin, un pariente lejano al que llamaba Tío. Ese hombre lo había cobijado a menudo, protegiéndolo de la venganza de sangre que le tenían jurada los integrantes más poderosos de la tribu. Aunque miró a Penrod con curiosidad, no hizo preguntas y puso a su disposición una celda mugrienta con un único ventanuco alto. No había más mobiliario que un enclenque angareb cubierto de una tosca arpillera que varios insectos chupadores de sangre ya habían convertido en su hogar. Pareció molestarles la intrusión humana en su territorio.
—Para recompensarte por tus servicios de tantos años, Yakub el Fiel, te permitiré dormir sobre la cama y me las arreglaré con el piso. Pero dime cuánto podemos confiar en nuestro anfitrión, este Wad Hagma.
—Creo que mi tío sospecha quién eres, pues le dije una vez, hace mucho, que eras mi señor. Sin embargo, Wad Hagma pertenece a mi clan y a mi sangre. Aunque le ha prestado el juramento de los beya al Madí, creo que sólo lo hizo con la boca, no con el corazón. No nos traicionaría.
—Sus ojos tienen un aspecto maligno, pero eso parece ser un rasgo de familia.
Para el momento en que, tras dar de beber y alimentar a sus camellos, los encerraron en el corral del fondo del caravasar, la oscuridad había caído y entraron en la ramificada conejera que era la ciudad santa, aparentemente sin propósito, pero en realidad para enterarse de alguna noticia con respecto a la familia Benbrook. Cuando oscurecía, Omdurman seguía siendo una ciudad santa, sometida al estricto código del Madí. Aun así, encontraron algunos cafés escasamente alumbrados. Algunos ofrecían un narguile y la compañía de una bella joven en sus habitaciones traseras, o, según las predilecciones de cada uno, de un muchacho aún más bello.
—En mi experiencia, en una ciudad desconocida, las fuentes de información más confiables son las mujeres de placer —dijo Yakub, ofreciéndose como voluntario.
—Sé que tus motivos son loables, virtuoso Yakub. Agradezco la forma en que te sacrificas.
—Sólo me faltan unas miserables monedas para llevar a cabo esta onerosa tarea que hago por usted.
Penrod le deslizó en la palma de la mano el precio de acceder a la habitación trasera y se instaló en un mal iluminado ángulo del café, desde donde pudo oír varias conversaciones entre los demás clientes.
—Oí que cuando Osman Atalan puso la cabeza de Gordon Pacha a los pies del Divino Madí, el ángel Gabriel apareció junto a él e hizo el signo de la santificación sobre la cabeza de Madí —dijo uno.
—Yo oí que los ángeles eran dos —replicó otro.
—Yo, que eran dos ángeles y el Mensajero de Alá, el primer Muhammad —dijo un tercero.
—Que viva por siempre a la derecha de Alá —dijeron los tres al unísono.
Así que Gordon ya no vive. Penrod sorbió el viscoso café amargo del pocillo de bronce para ocultar sus emociones. Un hombre valiente. Ahora estará más en paz que lo que nunca estuvo en vida. Poco después, Yakub emergió de la habitación trasera, luciendo complacido consigo mismo.
—No era bella —le confió a Penrod— pero era amistosa e industriosa. Me pidió que alabara sus esfuerzos ante el propietario para que no le pegue.
—Yakub, salvador de doncellas feas, ¿hiciste lo que se esperaba de ti, verdad? —preguntó Penrod, y Yakub hizo rodar un ojo con aire de inteligencia mientras el otro se mantenía fijo sobre su amo.
—Además de eso ¿qué más te dijo que nos pueda ser útil? —Penrod no pudo contener una sonrisa.
—Me dijo que a primera hora de la tarde, justo después de que los vapores de los infieles fueran enviados de regreso río abajo, en medio de la confusión y la ignominia, por los siempre victoriosos ánsar del Madí, que Alá lo ame siempre, un dhow cruzó el río trayendo cinco cautivas desde Jartum. Estaban a cargo de Alí Wad, un aggagier yaalin que es bien conocido en la zona por su ferocidad y mala índole. En cuanto desembarcaron, Alí Wad llevó a las cautivas al zenana de Muhammad, el Madí, que Alá lo ame por toda la eternidad. Las mujeres no han sido vistas otra vez, ni es probable que nadie las vuelva a ver. El Madí controla firmemente lo que es suyo.
—¿Tu amable y joven amiga notó si alguna de esas cautivas tenía cabello amarillo? —preguntó Penrod.
—Mi amiga, que no es particularmente joven, no estaba muy segura de eso. Las cabezas y caras de todas las mujeres estaban cubiertas.
—Entonces debemos vigilar el palacio del Madí hasta que tengamos la certeza de que esas mujeres son quienes esperamos que sean —le dijo Penrod.
—Nunca se permite a las mujeres del zenana dejar sus aposentos —señaló Yakub—. A al-Yamal nunca se le permitirá ser vista más allá de las puertas.
—Así y todo, observando con paciencia tal vez nos enteremos de algo.
Temprano a la mañana siguiente, Yakub se unió al gran grupo de devotos y peticionantes que siempre se reunía a las puertas del palacio del Madí, listos para postrarse ante él cuando el Elegido iba a la mezquita a encabezar las diarias plegarias y pronunciar su sermón, que no consistía en sus palabras, sino en las de Alá. Ese día, como de costumbre, el Madí emergió puntualmente para las primeras plegarias del día, pero tan grande era la aglomeración humana que lo rodeaba que Yakub sólo tuvo un atisbo de su casquete bordado, conocido como kufi. Yakub lo siguió hasta la mezquita, y tras las plegarias, siguió a su séquito al palacio. En el transcurso de los siguientes tres días siguió esa rutina cinco veces al día, sin recibir confirmación de la existencia ni del paradero de las mujeres. La tercera tarde, siguiendo lo que ya era un hábito, se instaló a esperar a la escasa sombra de una mata de adelfa, desde donde podía mantener vigiladas las puertas del palacio. Comenzaba a amodorrarse en el calor soñoliento cuando alguien le tocó ligeramente la manga y una voz de mujer le habló con dulzura.
—Noble guerrero bienamado de Dios, tengo agua dulce y limpia para que sacies tu sed y asida recién tostada con salsa de ají ardiente como las llamas del infierno, todo por el muy razonable precio de cinco pice de cobre.
—Que complazcas a Dios, hermana, pues tu ofrecimiento me complace. —La mujer vertió agua del odre en un jarro de hojalata esmaltada, y untó salsa sobre un disco de pan de dhurra. Al entregárselos, dijo, en voz baja asordinada por el rebozo que le cubría la cara:
—Oh infiel, hiciste un grave juramento de que me recordarías para siempre, pero ya me has olvidado.
—¡Nazira! —dijo atónito.
—¡Hombre de poco seso! Durante tres días te he visto exhibirte ante los ojos de tus enemigos, y ahora agravas tu estupidez gritando mi nombre para que todos lo oigan.
—Eres la luz de mi vida —le dijo—. Agradeceré a diario que estés bien. ¿Y tus pupilas? ¿Están en el palacio al-Yamal y sus dos hermanas menores? Mi amo pretende saber estas cosas.
—Viven, pero su padre murió. No podemos hablar aquí. Estaré en el mercado de camellos después de las plegarias de la tarde. Búscame allí. —Nazira se alejó, ofreciéndoles agua y pan a los otros que esperaban a las puertas.
Tal como ella había prometido, la encontró en el pozo que estaba en el medio del mercado de camellos. Sacaba agua en un gran cántaro de barro cocido. Otras dos mujeres lo alzaron y se lo pusieron sobre la cabeza. Nazira lo mantuvo en equilibrio con una mano y cruzó la plaza del mercado. Yakub la seguía desde una distancia suficiente como para oír qué decía, pero no tan de cerca como para que fuera evidente que estaban juntos.
—Dile a tu amo que al-Yamal y al-Zahra están en el palacio. El Madí las ha tomado como concubinas. Saffron escapó en el vapor de al-Sajawi. La vi subir a bordo. Su padre fue decapitado por los ánsar. Yo vi cómo ocurría. Bajo el peso del cántaro, Nazira se movía con la espalda derecha y las caderas que se contoneaban. Yakub contempló con interés el animado juego de sus nalgas. —¿Cuáles son las intenciones de tu amo?— quiso saber.
—Creo que su propósito es rescatar a al-Yamal y llevársela para hacerla su mujer.
—Si cree que lo podrá hacer por su cuenta, es que el sol le hizo mal. Los descubrirán y ambos morirán. Ven aquí mañana y búscame otra vez. Debes reunirte con otra persona —le dijo—. Ahora, vete, y no vuelvas a hacerte ver en las puertas del palacio.
Él se apartó para examinar una reata de camellos que se ofrecían en venta, pero la vio irse por el rabillo del ojo. Es una mujer inteligente, hábil en el arte de complacer a los hombres. Es una pena que no limite su afecto a uno solo, reflexionó.
Al día siguiente a la misma hora, Yakub estuvo en el mercado de camellos. Le llevó algún tiempo encontrar a Nazira. Había cambiado sus vestimentas por unas de mujer beduina, y cocinaba en un brasero. No la habría reconocido, de no haberse dirigido ella a él:
—Langostas asadas, señor mío, recién traídas del desierto. Dulces y jugosas. —Él se sentó en el tocón de acacia que había sido colocado frente al fuego a manera de taburete. Nazira le alcanzó un puñado de langostas que había tostado en el brasero—. Aquel de quien te hablé está aquí —dijo en voz baja.
No le había prestado atención al hombre sentado al otro lado del fuego. Aunque vestía la aljuba y llevaba espada, estaba demasiado rechoncho y bien alimentado para ser un aggagier. En vez de la barba propia de un hombre, su mentón estaba adornado de unos pocos mechones de pelo rizado. Ahora, Yakub lo miró con más atención y lo reconoció con un estremecimiento de celos e indignación.
—Bacheet, ¿por qué no estás estafando a los hombres honestos con tus mercaderías de pacotilla o aguijando a sus esposas con tu miembro insignificante? —dijo fríamente.
—¡Ah, Yakub del cuchillo rápido! ¿Cuántas gargantas has tajeado últimamente? —el tono de Bacheet era igualmente glacial.
—Desde aquí, la tuya parece lo suficientemente suave como para tentarme.
—Basta de riñas infantiles —dijo severamente Nazira, aunque encontraba más que un poco halagüeño que sus maduros encantos aún pudieran ser motivo de tal rivalidad—. Tenemos cosas importantes para discutir. Bacheet, repítele lo que me contaste.
—Mi amo al-Sajawi y yo escapamos de Jartum en su vapor la noche en que los derviches atacaron y capturaron la ciudad. Encontramos a la niña-muchacha Filfil y la llevamos con nosotros. Una vez que nos alejamos de la ciudad, atracamos el barco en la Laguna de los Pececillos. Mi amo me envió aquí en busca de al-Yamal. Pero ya no puede demorarse más en la laguna. Los derviches están registrando diligentemente ambas márgenes del río en su busca, y sin duda que lo encontrarán de aquí a poco. No tiene más remedio que huir río arriba por el Nilo Azul, hasta el reino del emperador Juan de Abisinia, donde es conocido y respetado como comerciante. Una vez que esté a salvo allí, podrá hacer planes cuidadosos para rescatar a al-Yamal y al-Zahra. Mi amo aún no sabe que tú y tu amo estáis aquí en Omdurman, pero cuando yo se lo diga, se que querrá unir fuerzas con tu amo para lograr el rescate de las dos mujeres blancas.
—A tu amo lo llaman al-Sajawi por su generosidad y liberalidad. Se rumorea que su coraje sobrepasa al de un búfalo macho, aunque nadie lo ha visto pelear nunca. Ahora me dices que ese renombrado guerrero tiene intención de huir, dejando a dos mujeres indefensas libradas a su suerte. Sé en cambio que Abadan Riyi se quedará aquí en Omdurman hasta que haya logrado hacerlas escapar de las garras ensangrentadas del Madí —dijo Yakub desdeñosamente.
—Ja, Yakub, es edificante oírte hablar de garras ensangrentadas —dijo Bacheet serenamente. Se incorporó en toda su estatura, metiendo la panza—. El gañido de un cachorrillo no debe ser confundido con el ladrar de un sabueso —dijo misteriosamente—. Si Abadan Riyi quiere la asistencia de al-Sajawi para llevar a cabo el rescate de al-Yamal, tal vez quiera enviarle un mensaje a mi amo. Puede hacerlo por medio de Ras Hailu, un comerciante de granos abisinio cuyos dhows trafican regularmente con Omdurman. Ras Hailu es un amigo y socio en quien mi amo confía. No perderé más aliento ni tiempo en discutir contigo. Queda con Dios.
Bacheet le volvió la espalda a Yakub y se alejó dando zancadas.
—Eres como un niño pequeño, Yakub. ¿Por qué te permito que desperdicies mi tiempo y mi aliento? —le preguntó Nazira al cielo—. Lo que decía Bacheet era sensato. Hace falta algo más que coraje temerario para sacar a mis niñas del zenana del Madí y llevarlas a lugar seguro atravesando miles de millas de desierto. Hace falta dinero para pagar sobornos en el palacio, más dinero para comprar camellos y provisiones, aún más dinero para organizar postas en la ruta de escape. ¿Tiene todo ese dinero tu amo. Creo que no. al-Sajawi, sí y también tiene la paciencia y los sesos de los que carece tu amo. Pero tú, por arrogancia y vanidad, rechazas un ofrecimiento de asistencia que ciertamente significa la diferencia entre el éxito y el fracaso en la empresa de tu amo.
—Si al-Sajawi es hombre de tanto mérito y virtud, ¿por qué no casas a tu bienamada al-Yamal con él más bien que con mi amo, Abadan Riyi? —preguntó enfadado Yakub.
—Ésa es la primera cosa sensata que has dicho en el día —asintió Nazira.
—¿Estás contra nosotros? ¿No nos ayudarás a liberar a esas mujeres? Sabiendo cuánto te amo, Nazira, ¿me dejarás por esa criatura lampiña, Bacheet? —Yakub adoptó una expresión lastimosa.
—Soy una recién llegada en Omdurman. Conozco a muy pocas personas en la ciudad. No tengo forma de entrar en las sendas del poder y la influencia. Poco puedo hacer por ayudarte. De una cosa no cabe duda. No arriesgaré las vidas de las dos niñas que amo por algún proyecto descabellado e imprudente. Debe ser un plan que, antes que nada, tome en cuenta su seguridad. —Nazira comenzó a guardar sus ollas y platos—. Debe ser un plan en el que yo pueda confiar. Cuando tengas un plan así, puedes venir a buscarme toda las santas mañanas de los viernes.
—Nazira, ¿le dirás a al-Yamal que mi amo está aquí, en Omdurman, y que pronto la rescatará?
—¿Por qué habría de despertar la esperanza en su corazón, que ya ha sido roto por su cautiverio, la muerte de su padre, la pérdida de su hermana pequeña Filfil y la enfermedad de su otra hermana, al-Zahra?
—Pero mi amo la ama, y pondrá su vida a sus pies, Nazira.
—Y también ama a esa mujer, Bakhita, y a otras cincuenta como ella. No me importa si da la vida por ella, yo no daré la de ella por él. ¿Has visto alguna vez una mujer lapidada por adulterio, Yakub? Eso le ocurrirá a al-Yamal si tus planes fallan. El Madí es un hombre que no conoce la misericordia. —Envolvió una tela en torno a sus platos y se la puso en la cabeza. —Vuelve a mí sólo cuando tengas algo sensato que decir—. Nazira se alejó, balanceando grácilmente el atado sobre su cabeza.
* * *
—¿Cuánto dinero tienes? —preguntó Wad Hagma, el tío putativo de Yakub.
Penrod lo miró a los ojos, que expresaban inocencia, y replicó con una pregunta:
—¿Cuánto necesitarás?
Wad Hagma frunció los labios mientras reflexionaba.
—Deberé sobornar a mis amigos del palacio del Madí para que despejen el camino. Son hombres importantes a los que no puedo insultar con una suma mezquina. Luego, deberé encontrar y pagar los camellos suplementarios necesarios para llevar tanta gente. Deberé proveerlos de forraje y provisiones para el camino, y pagarles a los guardias de la frontera. Todo esto costará mucho, pero desde ya que no tomaré nada para compensarme por mis trabajos. Yakub es como un hijo para mí, y sus amigos también son mis amigos.
* * *
—Por supuesto que lo hace de buena gana y sin pensar en ser recompensado —Yakub estaba convencido del altruismo de las intenciones de su tío. Estaban sentados junto al pequeño fuego de la tiznada choza que hacía las veces de cocina del caravasar, comiendo un guiso de carnero, cebollas silvestres y ají picante. Considerando el insalubre lugar en que había sido cocinado y la venerable edad de los ingredientes cubiertos de moscas, el plato era más sabroso de lo qué Penrod esperaba.
—Me siento agradecido a Wad Hagma por su asistencia, pero mi pregunta fue ¿cuánto necesita? —Penrod sólo había aceptado reclutar la ayuda del tío como último recurso. Yakub lo había convencido de que Wad Hagma conocía a muchos integrantes del entorno del Madí y del servicio de su palacio. Ya que podían contar con su tío, Yakub había considerado innecesario llamar la atención de su amo hacia el ofrecimiento de asistencia transmitido por Bacheet de parte de su amo al-Sajawi. En cualquier caso, su animosidad hacia Bacheet era tan honda, que Yakub era incapaz de hacer nada que pudiera redundar en crédito o beneficio para su rival. Había evitado mencionarle a Penrod su encuentro con Bacheet.
—Costará no menos de cincuenta soberanos ingleses —dijo Wad Hagma, con tono de lamentarlo profundamente, contemplando la reacción de Penrod.
—¡Eso es una pequeña fortuna! —protestó Penrod.
Wad Hagma se sintió alentado al ver que trataba con un hombre que consideraba que cincuenta soberanos eran sólo una pequeña fortuna, más bien que una extremadamente grande, de modo que subió la apuesta de inmediato.
—Ay, podría ser mucho más —dijo en tono lúgubre—. Pero el destino de esas pobres mujeres ha conmovido mi corazón y quiero a Yakub más que a ninguno de mis hijos. Eres un hombre afamado y poderoso. Haré cuanto pueda por ti. ¡Lo juro por el Nombre de Dios!
—¡Por el Nombre de Dios! —asintió automáticamente Yakub.
—Te daré diez libras ahora —dijo Penrod— y más cuando demuestres tus intenciones con hechos, no con bonitas palabras.
—Verás que las promesas de Wad Hagma son como la gran montaña de Ararat, donde fue a reposar el Arca de Noé.
—Yakub te traerá el dinero mañana. —Penrod no quería revelar dónde guardaba la bolsa. Terminaron su comida y rebanaron las últimas gotas de salsa del fondo de sus platos con lo que quedaba de pan de dhurra. Penrod le agradeció al tío y le deseó buenas noches, haciéndole luego señas a Yakub de que lo siguiese. Caminaron hacia el desierto.
—Ya hay demasiada gente en Omdurman que sabe quiénes somos. No es seguro que permanezcamos en casa de tu tío. A partir de este momento, dormiremos cada noche en un lugar distinto. Nadie debe poder seguir nuestros movimientos. Debemos ver sin ser vistos.
* * *
Rebecca pasó algunos meses confinada en el zenana antes de que el Madí volviera a acordarse de ella. Entonces, les envió a ella y a Amber nuevos guardarropas. Amber recibió tres sencillos vestidos de algodón y sandalias ligeras. A Rebecca le enviaron un ajuar de diseño más elaborado, aunque modesto, adecuado para una concubina del profeta de Alá.
Las prendas fueron una bienvenida distracción del aburrimiento del harén. Para ese momento, Amber se había recuperado lo suficiente de su enfermedad como para interesarse activamente, y se probaron los vestidos, y se los enseñaron a Nazira, así como una a la otra.
El zenana era un recinto del tamaño de una aldea pequeña. Sólo había un portón en la pared de ladrillos de barro de tres metros de altura que rodeaba a los cientos de chozas de techo de paja que albergaban a todas las esposas y concubinas del Madí, así como a los cientos de sirvientas de éstas. Las mujeres comían del rancho común, una monótona dieta de dhurra y pescado de río frito en ghi —manteca clarificada— y ají tan picante que cegaba. Era evidente que el Madí consideraba que con tantas bocas que alimentar, se imponía el ahorro.
Las mujeres que tenían algún dinero propio podían comprar provisiones adicionales y manjares de las vendedoras a las que se permitía ingresar en el recinto del zenana unas pocas horas cada mañana. Con su reserva de monedas, Nazira adquirió cuartos de carnero, gruesas lonchas de carne vacuna, calabazas de leche agria y cebollas, zapallos, dátiles y coles. Cocinaban estos ingredientes en el pequeño patio cercado ubicado detrás de la choza de techo de paja que los hombres de Ali Wad habían construido para ellas. Con esta nutritiva dieta, sus cuerpos huesudos, legado del largo asedio, se rellenaron, el color volvió a sus mejillas y el brillo a sus ojos. Dos veces durante ese período Nazira regresó en secreto por la noche a las ruinas del palacio consular británico en la ciudad abandonada de Jartum. De la primera de esas visitas se trajo no sólo dinero, sino también el diario de David Benbrook.
Rebecca pasaba los días leyéndolo. Era casi como oír su voz otra vez sólo que en esas páginas expresaba ideas y sentimientos que nunca le había oído antes. Entre las páginas descubrió el testamento y última voluntad de su padre, redactados diez días antes de su muerte, que tenía como testigo al general Charles Gordon. Su herencia debía ser dividida en partes iguales entre sus tres hijas, pero sería administrada por su abogado de Lincolns Inn un caballero de nombre Sebastian Hardy, hasta que cumplieran veintiún años. Newbury quedaba tan lejos como la Luna, y la posibilidad de regresar allí era tan remota, que le prestó poca atención al documento y volvió a meterlo entre las páginas del diario.
Continuó leyendo la escritura apretada pero elegante de su padre, a menudo sonriendo y asintiendo con la cabeza, a veces riendo o llorando. Cuando llegó al final, Se encontró con que al grueso cuaderno le quedaban varios cientos de páginas en blanco. Decidió continuar su relato de las alegrías y tragedias familiares. Cuando Nazira volvió a cruzar el río, Rebecca le pidió que le trajera los materiales de escritura de su padre.
Nazira regresó con portaplumas, plumas metálicas para éstos y cinco botellas de la mejor tinta china. También trajo más dinero, y algunos pocos artículos de lujo que los saqueadores habían pasado por alto. Entre estos ítems había un gran espejo de mano con marco de carey.
—Mira qué bella estás, Becky. —Amber alzó el espejo de modo de que ambas pudieran admirar el largo vestido de seda e hilos de plata que el Madí le había enviado—. ¿Alguna vez seré como tú?
—Ya eres más bella que yo, y a cada día que pase, lo serás más.
Amber dio vuelta el espejo y estudió su rostro.
—Mis orejas son demasiado grandes, y mi nariz demasiado chata. Mi pecho parece el de un muchacho.
—Eso cambiará, créeme. —Rebecca la abrazó—. Oh, es tan bueno que vuelvas a encontrarte bien. —Con la capacidad de recuperación de los jóvenes, Amber había dejado atrás la mayor parte de los recientes horrores. Rebecca le había permitido leer el diario de su padre. Esto la había ayudado a recuperarse, aliviando el terrible duelo por él y por Saffron que había atravesado. Ahora, podía recordar los momentos felices que todos habían pasado juntos. También se interesaba más por el desacostumbrado ambiente que las rodeaba y por las circunstancias en las que se encontraban. Empleando su encanto natural y su atractiva personalidad, trabó relación con otras mujeres y niños del zenana. Con el dinero que traía Nazira, le alcanzó para llevarles pequeños obsequios a las mujeres más necesitadas. Pronto fue una favorita del zenana, donde tuvo muchas nuevas amigas y compañeras de juegos.
Hasta Ali Wad se suavizó bajo su influencia cálida, solar. Este imponente guerrero había renovado la amistad íntima que alguna vez compartía con Nazira. Recientemente, muchas habían sido las ocasiones en que Nazira dejaba la choza inmediatamente después de la comida de la noche, para sólo regresar al amanecer. Amber le explicó esas ausencias nocturnas a Rebecca.
—Sabes, es que el pobre Alí Wad tiene problemas de espalda. Resultó desmontado en una batalla. Ahora Nazira le tiene que enderezar la espalda para detener el dolor. Es la única que sabe cómo hacerlo.
Rebecca aliviaba su aburrimiento procurando traer algún orden al caos social y doméstico que las rodeaba. En primer lugar, se ocupó de la falta de higiene que reinaba en el zenana. La mayor parte de las mujeres provenía del desierto y hasta entonces nunca se habían visto forzadas a vivir en tales condiciones de hacinamiento. Toda la basura simplemente era arrojada fuera de las chozas, para que los cuervos, ratas, hormigas y perros vagabundos se ocuparan de ella. No había letrinas, y todas respondían al llamado de la naturaleza dondequiera que éste las sorprendiese. Sortear el laberinto de sendas entre las chozas requería de pies ágiles para esquivar los malolientes montones marrones que punteaban el terreno. Para Rebecca, la gota que colmó el vaso llegó cuando vio a dos niños pequeños desnudos que competían por ver cuál lograba orinar de uno a otro lado de la boca del único pozo que proveía de agua a todo el zenana. Ninguno de los contendientes lograba llegar hasta el lado opuesto y sus magros chorritos tintineaban en las profundidades del pozo.
Rebecca, respaldada por Nazira, convenció a Alí Wad de que pusiera a sus hombres a cavar letrinas comunitarias y pozos profundos en que la basura pudiera ser enterrada y quemada, y de que se aseguraran de que las mujeres los emplearan. Luego, Nazira y ella visitaron a las mujeres cuyos retoños se consumían por la disentería y algún ocasional brote de cólera. Rebecca había recordado el nombre del monasterio del que Ryder había obtenido el polvo para el cólera, y Nazira persuadió a Ali Wad de que enviara a tres de sus hombres a Abisinia a buscar nuevas provisiones del medicamento. Hasta que regresaron, las mujeres emplearon lo que quedaba del obsequio de Ryder Courtney con mesura y buen juicio para salvar las vidas de algunos infantes. Ello les ganó la reputación de médicas infalibles. Las mujeres las obedecieron cuando ellas les ordenaron que hirvieran el agua de pozo antes de dársela a los niños o de bebería ellas. Sus esfuerzos no tardaron en ser recompensados, pues la epidemia de disentería cedió.
Todo esto mantenía la mente de Rebecca lejos de la amenaza que pendía sobre ellas. Vivían cerca de la muerte. El hedor de cuerpos humanos hinchados se propagaba por encima del muro, y sus fosas nasales terminaron por aceptarlo como un elemento habitual. Rebecca y Nazira convencieron a Ali Wad de que hiciera obligatoria la costumbre islámica para el zenana: los cadáveres de quienes morían por el cólera y otras enfermedades eran retirados por sus hombres y sepultados ese mismo día. Sin embargo, no tenían control sobre el lugar de las ejecuciones, que sólo estaba separado del zenana por un muro lindero.
Una hilera de eucaliptos crecía a lo largo del muro trasero del zenana. Los niños e incluso algunas de las mujeres se trepaban a las ramas en cuanto las trompas ombeia sonaban anunciando una nueva ejecución. Desde esa platea contemplaban las horcas y el lugar de las decapitaciones. Una mañana, Rebecca incluso sorprendió a Amber en las ramas, contemplando fascinada, con el rostro blanco y los ojos abiertos como platos, cómo una joven era lapidada hasta morir a no más de cincuenta pasos de ella. Arrastró a Amber de regreso a la choza y la amenazó con darle una azotaina si la volvía a sorprender trepándose a los árboles.
Pero cuándo Rebecca se despertaba cada mañana, su primer pensamiento era si ése sena el día en que llegaría la orden de ir a los aposentos privados del Madí en el palacio. La llegada de las ropas hizo que la amenaza fuese más inminente.
No debió esperar mucho. Cuatro días después, Ali Wad vino a informarla de su primera audiencia privada con el Elegido. Nazira postergó lo inevitable alegando que en esos días su pupila se hallaba afectada por la enfermedad de la luna. Sin embargo, esta excusa sólo podía funcionar una vez, y Ali Wad retornó a la semana. Les advirtió que regresaría más tarde a buscar a Rebecca.
En el pequeño patio cercado de la parte trasera de la choza, Nazira desvistió a Rebecca, y, cuando estuvo desnuda y de pie sobre un tapete de juncos le derramó cántaros de agua calentada sobre la cabeza. Ésta estaba perfumada con mirra y sándalo comprados en el mercado. Era bien sabido que el Madí detestaba los olores impuros. Luego la aseó y la ungió con esencia de flores de loto y la vistió con una de sus túnicas nuevas. Finalmente, Ali Wad vino a escoltarla a la presencia del Elegido.
Nada era como Rebecca había esperado. No había mobiliario ni tapicerías majestuosos, ni baldosas de mármol en el suelo, ni tintineantes fuentes. En lugar de eso, se encontró en una terraza adornada únicamente con unos pocos angarebs de lo más ordinario, y algunas alfombras persas y cojines. El Madí no estaba solo, sino que tres hombres se recostaban sobre los angarebs. Quedó desconcertada y no supo qué se esperaba de ella, pero el Madí le indicó que se acercara.
—Ven, al-Yamal. Siéntate aquí. —Indicó el montón de cojines del pie de su lecho. Luego, siguió hablando con los otros hombres. Hablaban de las actividades de los negreros derviches del curso superior del Nilo, y de cómo ese comercio podría decuplicarse ahora que Gordon Pacha y su extraña aversión, propia de francos, por tal comercio ya no era un factor a tener en cuenta.
Aunque mantuvo la cabeza modestamente inclinada, tal como Nazira le advirtió que hiciera, Rebecca pudo estudiar a los otros dos hombres a través de sus pestañas entrecerradas. El califa Abdulahi la asustaba, aunque apenas si se admitía a sí misma que esto era así. Tenía la presencia fría e implacable de una serpiente venenosa; la imagen de una lisa mamba reluciente le vino a la mente. Se estremeció y miró al tercer hombre.
Era la primera oportunidad que tenía de estudiar de cerca al emir Osman Atalan. Durante su primer encuentro, había estado demasiado inmersa en el juego de la supervivencia de ella misma y de Amber que había jugado con el Madí. Por supuesto que durante su estadía en el zenana, había oído a las demás mujeres hablar de su reputación de guerrero. Desde su victoria final sobre Gordon Pacha, Osman era el comandante en jefe del ejército derviche. En lo que hacía a poder e influencia sobre el Madí, sólo lo sobrepasaba el califa Abdulahi.
Ahora que lo contemplaba por el rabillo del ojo, lo encontraba interesante. No se había dado cuenta de que un hombre árabe pudiera ser tan bien parecido. Su piel no tenía el habitual tono trigueño opaco, y su barba era lustrosa y ondulada. Sus ojos eran oscuros, pero agudos y alertas, y tenían estrellas de luz en sus profundidades, como alhajas de pulido coral negro. En contraste, sus dientes eran muy blancos y parejos. Le pareció a Rebecca que estaba de un ánimo jubiloso, esperando la oportunidad de transmitirles importantes nuevas a los otros.
El Madí también debía de haber percibido su ansiedad, pues finalmente volvió su sonrisa hacia él.
—Hemos hablado del sur, pero cuéntame ahora qué nuevas tienes del norte de mis dominios. ¿Qué sabes de los infieles que han invadido mi territorio?
—Poderoso Madí, las noticias son buenas. Hace menos de una hora, llegó una paloma mensajera de Metemma. Los últimos cruzados infieles que osaron marchar sobre tus ciudades para intentar rescatar a Gordon Pacha han huido de tus sagradas tierras como una jauría de hienas sarnosas ante la furia del león de negra melena. Abandonaron los vapores que los llevaron a Jartum, aquellos que tu siempre victorioso ejército averió y ahuyentó. Escaparon hasta más allá de Wadi Halfa, a Egipto. Han sido vencidos, y no volverán a poner pie en tu territorio. Todo el Sudán es indiscutiblemente tuyo y, bajo tus órdenes, tu siempre victorioso ejército está preparado para poner aún más tierras bajo tu férula, y a difundir tus divinas palabras y enseñanzas al mundo entero. Qué Alá siempre te ame y te proteja.
—Le debemos todo nuestro agradecimiento a Alá, quien me prometió estas cosas —dijo el Madí—. Me dijo muchas veces que el Islam florecerá en el Sudán durante mil años, y que todos los monarcas y regentes del mundo renunciarán a sus costumbres infieles y se convertirán en mis vasallos, confiando en mi benevolencia y depositando su fe en el único Dios verdadero y en su profeta.
—Alabado sea Dios en su infinito poder y sabiduría —dijeron fervientemente los otros.
La noticia de la retirada del ejército británico del Sudán fue devastadora para Rebecca. A pesar de la caída de Jartum y del rechazo de los vapores fluviales británicos, aún albergaba una pequeña llama de esperanza de que algún día los soldados británicos marcharían hasta Omdurman y que ellas serían liberadas. Esa llama había sido cruelmente sofocada. Amber y ella ya no escaparían nunca del sonriente monstruo que ahora las poseía en cuerpo y alma. Trató de combatir la oscura desesperación que amenazaba abrumarla.
Debo resistir, se dijo, no sólo por mí misma sino por Amber. No importa qué precio deba pagar, qué prácticas obscenas y antinaturales me fuercen a realizar, debo sobrevivir.
Con un sobresalto, se dio cuenta de que el Madí le hablaba. Aunque se sentía mareada de pesar, se hizo de coraje y le dedicó toda su atención.
—Quiero enviarle una carta a tu monarca —le dijo—. Tú la escribirás. ¿Qué materiales necesitas? —Rebecca quedó azorada ante el pedido. Había esperado ser brutalmente manoseada, tratada como una ramera, no una secretaria. Pero mantuvo la serenidad y le dijo qué le hacía falta. El Madí golpeó un gong de bronce que tenía junto al lecho. Un visir se apresuró a subir las escaleras y se postró ante su amo. Oyó las órdenes que se le daban y se retiró, descendiendo las escaleras de espaldas mientras cantaba las loas del Madí. Poco después, regresó con tres esclavos domésticos que acarreaban un escritorio que había sido saqueado del consulado belga. Lo pusieron frente a Rebecca y, como el sol se ponía y se iba la luz del día, pusieron cuatro lámparas de aceite en torno a ella para alumbrar su trabajo.
—Escribe en tu idioma las palabras que te diré. ¿Cuál es el nombre de tu Reina? Oí que en tu país reina una mujer.
—Es la reina Victoria.
El Madí hizo una pausa para ordenar sus ideas, y luego dictó:
—"Victoria de Inglaterra, has de saber que quien te habla soy yo, Mu-hammad, el Madí, el mensajero de Dios. Has sido tan necia como para enviar tus ejércitos de cruzados contra mi poderío, pues no sabías que estoy bajo la divina protección de Alá y que, por lo tanto, siempre triunfo en batalla. Tus ejércitos han sido vencidos y dispersados como afrecho en el viento. Tus poderes de este mundo han sido destruidos. Por lo tanto, te declaro mi esclava y vasalla". —Hizo otra pausa y le dijo a Rebecca—: Asegúrate de escribir sólo lo que te digo. Si agregas cualquier cosa, haré que te azoten.
—Entiendo tus palabras. Te pertenezco y jamás se me ocurriría desobedecer ni el menor de tus deseos.
—Entonces escríbele esto a tu Reina: "Has actuado por ignorancia. No sabías que mis palabras y pensamientos son las palabras de Dios Mismo. Nada sabes acerca de la Verdadera Fe. No entiendes que el único Dios es Alá, y que Muhammad, el Madí, es su verdadero profeta. Si no te arrepientes por completo de tus pecados, hervirás para siempre en las aguas del infierno. Da gracias de que Dios sea compasivo, pues Él me ha dicho que si vienes de inmediato a Omdurman y te postras ante mí, si te pones a ti misma y a todos tus ejércitos y pueblos bajo mi dominio, si pones todas tus riquezas y bienes a mis pies, si renuncias a tus falsos dioses y das testimonio de que Alá es uno y yo soy su profeta, entonces serás perdonada. Te tomaré por esposa y me darás muchos hijos fuertes. Extenderé las alas de mi protección sobre ti. Alá te reservará un lugar en el paraíso. Si rechazas este llamado, tu nación será derribada, y arderás por toda la eternidad en los fuegos del infierno. Soy yo, Muhammad, el Madí, quien ordena estas cosas. No son mis palabras, sino palabras que Dios ha puesto en mi boca".
El Madí se reclinó, satisfecho con su composición e hizo un signo de corte con la mano derecha para indicar que había finalizado.
—Has creado una obra maestra —dijo el califa Abdulahi—. Le da voz al poder y a la majestad de Dios. Tus palabras deberías ser bordadas en tu estandarte, para que todo el mundo las vea y crea en ellas.
—Es evidente que éstas son las mismísimas palabras de Alá, transmitidas a través de tu boca —dijo gravemente Osman Atalan—. Agradezco eternamente haber tenido el privilegio de haberlas oído pronunciar.
Si alguna vez se llega a saber que yo escribí estos disparates traicioneros, pensó Rebecca, me encerrarán en la Torre de Londres durante el resto de mis días. No alzó los ojos de la página sino que, confiando en que ninguna otra persona en Omdurman sabía leer inglés, agregó una oración final de su cosecha: "Escrito bajo extrema coerción por Rebecca Benbrook, hija del cónsul británico David Benbrook, quien fue asesinado junto al general Gordon por los derviches. Dios salve a la Reina". El riesgo valía la pena, no sólo para excusarse, sino para enviarle un mensaje acerca de su situación al mundo civilizado.
Echó arena sobre la página para secar la tinta, y, manteniendo bajos los ojos, se la tendió al Madí.
—Santo Hombre ¿así la querías? —susurró humildemente. Él la tomó, y ella vio cómo sus ojos recorrían la página desde el ángulo inferior derecho al superior izquierdo, en dirección inversa. Con una oleada de alivio se dio cuenta de que procuraba leer las letras romanas como si fuesen escritura árabe. Nunca sería capaz de descifrar lo que ella había escrito. Tenía la certeza de que jamás admitiría eso mostrándoselo a otra persona para que se la tradujese.
—Así la quería. —Asintió con la cabeza, y ella debió sofocar un instintivo suspiro de alivio. Le pasó la hoja de papel al califa Abdulahi—. Sella esta misiva y asegúrate de que sea enviada cuanto antes al Jedive de El Cairo. Él se la mandará a la Reina, a quien tomaré por esposa. —Hizo un gesto de despedida—. Ahora, podéis dejarme, pues quiero holgarme con esta mujer.
Se incorporaron, hicieron una reverencia y se dirigieron a la escalera caminando de espaldas.
Con una punzante oleada de miedo, Rebecca se encontró sola con el profeta de Dios. Sabía que le temblaban las manos, y apretó los puños para mantenerlas quietas.
—¡Acércate! —ordenó, y ella se levantó de su silla de frente al escritorio y fue a hincarse frente a él. Él le acarició el cabello, y su toque fue sorprendentemente suave—. ¿Eres albina? —preguntó—. ¿O en tu país hay muchas mujeres con cabello de este color, y ojos azules como el cielo sin nubes?
—En mi país no soy más que una entre muchas —le aseguró—. Lo siento de veras si no os complazco.
—Me complaces mucho. —Hincada frente a él, que estaba sentado en su angareb, sus ojos estaban a la altura de su cintura. Bajo la deslumbrante tela blanca de la aljuba vio que su cuerpo se removía: la extraordinaria tumescencia masculina que aún le parecía incomprensible, una criatura independiente con vida propia.
Se está despertando su tama, pensó, y estuvo a punto de reír en voz alta ante el absurdo de que el profeta de Dios tuviera un tama entre las piernas, como otros hombres menos divinos. Se dio cuenta de lo cerca que estaba de sucumbir a la histeria y, con esfuerzo, se controló.
—Puedo ver la luz de la lámpara a través de tu carne. —El Madí le tomó el lóbulo entre los dedos y lo movió para ponerlo en el haz de la lámpara, admirando la luminosidad rosada de la luz que lo atravesaba. Ella se ruborizó de embarazo, y el notó inmediatamente el cambio—. Eres como un pequeño camaleón. Tu piel cambia de color con tus estados de ánimo Es curioso, pero atractivo. Le tomó el lóbulo entre los dientes y lo mordió, con suficiente intensidad como para hacerla respirar con fuerza, pero no tanto como para lastimar la piel ni hacer brotar sangre. Luego, chupó el lóbulo, como un bebé prendido al pecho de su madre. La reacción de su propio cuerpo sorprendió a Rebecca. Sin quererlo, sintió que se agudizaba la sensibilidad de sus pezones, que rozaron la seda de su corpiño.
—¡Ah! —Él notó su respuesta involuntaria y sonrió—. Todas las mujeres son diferentes, pero son todas iguales. —Le tomó un pecho en la mano y pellizcó su pezón hinchado. Ella jadeó otra vez. Él se sentó en cuclillas y le desató la pechera del vestido. No parecía tener prisa. Como un mozo de cuadra experto con una potranca nerviosa, se movía con suave deliberación para no sobresaltarla.
Ella se dio cuenta de que él era un eximio practicante de las artes del amor. Bueno, había tenido mucha práctica con sus cientos de concubinas. Se propuso mantenerse distante e inconmovible ante su experiencia. Pero cuando él, sacando uno de sus pechos de la apertura del vestido, le mordió el pezón de la misma forma en que lo había hecho con el lóbulo, con una tierna fiereza que arrancó otro suspiro de sus labios, encontró que sus buenos propósitos vacilaban. Trató de ignorar las ondas concéntricas de placer que irradiaban desde el pezón a todo su cuerpo. Cuando quiso alejarse, él la retuvo con una leve presión de sus dientes. La agradable sensación aumentaba por la culpa y por la convicción de que lo que ocurría era pecaminoso. Se dio cuenta —y no era la primera vez que eso ocurría en su breve vida— de que el pecado, al igual que la santidad, tenía su propio atractivo particular. No quiero que esto ocurra, pensó, pero no tengo forma de evitarlo.
La boca de él vagó sobre su pecho, sus labios amasando y tironeando de su carne, su lengua reptando y hurgando. Ella sintió que su sexo se derretía y la vergüenza retrocedía. Comenzó a sentir el escozor de una extraña impaciencia. Necesitaba que ocurriera algo más, pero no sabía qué.
—¡De pie! —dijo él, y, por un momento, ella no entendió sus palabras—. ¡De pie! —ordenó, en tono más áspero. Ella se incorporó lentamente. Su vestido aún estaba abierto y del mismo asomaba un pecho. Él le sonrió cuando ella estuvo parada ante él, con una sonrisa dulce y casi santa.
—¡Desvístete! —ordenó. Ella dudó, y la sonrisa de él se desvaneció—. ¡Ya mismo! —dijo—. Haz lo que te digo.
Dejó que la túnica se le deslizara de los hombros, y la dejó caer hasta la cintura. Él la miró, y sus ojos parecieron acariciar su piel. Una leve erupción de carne de gallina se alzó en torno a sus pezones. El tendió la mano y le pasó la uña del índice derecho por ahí, arañando levemente la piel. Ella sentía que le estaban por ceder las rodillas. Aunque siempre había sabido que eso ocurriría, sintió que su vergüenza regresaba poderosamente. Era inglesa y cristiana. Él era árabe y musulmán. Eso iba a contrapelo de su crianza y sus creencias.
—¡Desvístete! —repitió. El dilema de ella no tenía solución, hasta que le vinieron a la mente unas palabras de su padre, leídas recientemente en el diario de éste: "Uno siempre debe tener presente que ésta es una tierra salvaje y pagana. No debemos pretender juzgar a estas personas según los cánones de nuestro país. Comportamientos que serían considerados exóticos y hasta criminales en Inglaterra son habituales y normales aquí. Nunca debemos olvidarlo, y debemos ser tolerantes al respecto".
¡Papá lo escribió para mí! pensó. Inclinó la cabeza modestamente.
—Ningún hombre ha visto jamás lo que hay bajo esta seda. —Tímidamente, tocó el bulto de sus genitales bajo la tela—. Pero si tú me descubres, sabré que lo hace la Mano de Alá, no la de un hombre común. Entonces, me regocijaré.
Involuntariamente, había dado con la respuesta perfecta. Le había cedido la responsabilidad a él. Se había puesto en su poder y vio que al hacerlo lo complació inmensamente.
Él volvió a tender la mano e hizo deslizar el vestido por sobre la protuberancia de las caderas de ella. Cuando cayó en torno a sus tobillos, Rebecca se puso las manos ahuecadas sobre el monte de Venus. Él no protestó ante esta última demostración de modestia. Era propia de una verdadera virgen. Él dijo suavemente:
—Vuélvete. —Ella se dio vuelta lentamente y sintió que uno de los dedos de él seguía la curva de su nalga hasta donde ésta se encontraba con el muslo.
—Tan suave, tan blanca, pero matizada de rosa, como una nube al alba, tocada por el primer rayo del sol. —Con el toque y la presión de su dedo la guió, induciéndola a inclinarse manteniendo las piernas derechas hasta que casi se tocó las rodillas con la frente. Sintió su aliento cálido sobre la parte posterior de las piernas cuando acercó el rostro para examinarla.
Otra vez su dedo insistió y ella separó más sus pies. Podía sentir su mirada, dirigida directamente a sus lugares más secretos. Veía cosas que nadie mas, fuesen aya, progenitores, amantes o ella misma hubieran visto nunca. A ese respecto, era una verdadera virgen. Ella sabía que debía sentir rechazo por esa pormenorizada inspección de su cuerpo, pero estaba demasiado ida, demasiado sumida en la influencia de él. La poseía con su oscura mirada hipnótica.
—Hay tres cosas insaciables en el mundo —murmuró el Madí—. El desierto, la tumba y el sexo de una mujer hermosa. —La hizo volverse otra vez de modo de que quedase mirándolo y suavemente le hizo a un lado las manos, que aún le cubrían el monte. Le tocó el pubis—. Sin duda que esto puede ser vello, sino que es oro hilado. Es como seda, como tul y como la luz suave de la mañana.
Su admiración era tan evidente y se expresaba en forma tan poética que ella recibió con beneplácito más que con rechazo su toque cuando él le separó con suavidad los labios externos del sexo. Por propia iniciativa y sin que él la guiara, separó los pies.
—Nunca debes depilarte aquí —dijo él—. Te concedo una dispensa especial para que así sea. Esta seda es demasiado bella y valiosa para tirarla.
El Madí la tomó de las manos, haciéndola bajar hasta que estuvo a su lado en el angareb, y la hizo tenderse de espaldas. Le alzó las rodillas y se hincó entre ellas. Bajó la cara, y ella quedó atónita al darse cuenta de qué estaba por hacer. Nazira no le había advertido de eso. Creía que ocurriría al revés.
Lo que ocurrió a continuación sobrepasó sus imaginaciones más alocadas. La habilidad de él era certera, su instinto infalible. Sintió que era devorada. Como si muriera y renaciera otra vez. Al fin, gritó como si sintiera una angustia mortal y cayó de espaldas sobre el angareb. Estaba bañada en transpiración y temblaba. Había quedado privada de la capacidad de pensar o moverse. Sintió que se había convertido en un receptáculo de abrumadoras sensaciones corporales. Pareció prolongarse durante siglos, hasta que al fin los espasmos y contracciones de las profundidades de su ser se aplacaron y lo oyó susurrar.
—Como el desierto y la tumba. —Rió en voz baja. Ella quedó tendida un largo rato más, alzándose sólo cuando él comenzó a acariciarla otra vez. Cuando abrió los ojos vio con leve sorpresa que él, como ella, estaba desnudo. Se sentó y, reclinada sobre un codo, lo miró. Estaba tendido de espaldas. Después de lo que le había hecho, todas las sensaciones de modestia y vergüenza habían sido extirpadas. Se encontró examinándolo con casi tanta atención como la que él le había prodigado. Lo primero que le llamó la atención fue que estaba casi desprovisto de pelo. Su cuerpo era blando y casi femenino, no duro y musculoso como el de Penrod o Ryder. Sus ojos bajaron hasta el tama. Aunque se erguía, rígido, era pequeño, liso y carecía de sogas de venas azules. La cabeza circuncidada era desnuda y brillante. Tenía un aspecto gentil e inocente. Evocaba un sentimiento casi maternal en ella.
—¡Es tan bonito! —exclamó y se asustó de inmediato ante la posibilidad de que él encontrase que era una descripción afeminada y despectiva. No debió haberse preocupado. Una vez más, su instinto había sido correcto. Él le sonrió. Entonces, recordó el consejo de Nazira:
—Amo y Señor, ¿os ofendería si yo hiciera con vos lo que vos tuvisteis la gracia de hacer conmigo? Para mí, sería un honor más allá de lo que oso soñar. —Él sonrió hasta que la brecha entre sus dientes frontales quedo totalmente expuesta.
Al principio, ella fue torpe e indecisa. El pareció considerar que eso era una nueva prueba de su virginidad, comenzó a darle instrucciones. Cuando ella empezó a hacer lo que a él le complacía, la alentó con murmullos y suspiros y le acarició la cabeza. Cuando ella se excedía en su entusiasmo, la frenaba con un leve toque. Ella quedó absorta en su tarea, sintiéndose compensada con una gratificante sensación de poder y control sobre él, por mas fugaz que ésta fuera. Gradualmente, la instó a acelerar el ritmo de su movimientos hasta que de pronto le dio la prueba completa e innegable de que lo había complacido. Durante un momento, ella no supo qué hacer. Luego, recordó que Nazira le había aconsejado tragar rápido y terminar de una vez.
* * *
Como un bagre bigotudo en las aguas barrosas del Nilo, Penrod Ballantyne se dejó absorber por las pululantes callejuelas y tugurios de Omdurman. Se hizo invisible. Cambiaba casi a diario de vestimenta y aspecto, convirtiéndose casi a voluntad en camellero, humilde pordiosero o en idiota que cabeceaba y se babeaba. Aun así, sabía que no podía permanecer indefinidamente en la ciudad sin llamar la atención. De modo que, durante semanas enteras, abandonaba la dispersa ciudad. En una ocasión, se empleó como arriero con un traficante de camellos que llevaba sus bestias río abajo para venderlas en las pequeñas aldeas de las orillas. En otra, integró la tripulación de un dhow de carga, que comerciaba por el Nilo Azul, subiendo hasta la frontera de Abisinia.
Cuando regresaba a Omdurman, practicaba la regla de no dormir dos veces en el mismo lugar. Siguiendo la advertencia de Yakub, no se puso en contacto directo con Nazira ni con nadie que conociera su verdadera identidad. Se comunicaba con Wad Hagma únicamente a través de Yakub.
Los preparativos para rescatar a Rebecca eran morosos, aparentemente interminables. Wad Hagma se topaba con muchos obstáculos, todos los cuales sólo podían ser sorteados con dinero y paciencia. Cada vez que Yakub le transmitía un mensaje a Penrod, se trataba de un pedido de dinero para comprar camellos, contratar guías o sobornar centinelas y pequeños funcionarios. Gradualmente, los contenidos del cinto de dinero de Penrod, alguna vez pesado, se fueron aligerando. Las semanas se convirtieron en meses mientras se preocupaba e indignaba. En muchas ocasiones consideró hacer sus propios arreglos para una incursión relámpago para apoderarse de las cautivas y huir con ellas a la frontera con Egipto. Pero sabía cuan fútil sería eso. El zenana del Madí era inexpugnable si no se contaba con ayuda desde el interior, y los derviches aumentaban a diario las restricciones sobre los extranjeros que entraban o salían de Omdurman. Solo, Penrod podía moverse con relativa libertad, pero sería imposible hacerlo con una partida de mujeres, si el camino no hubiera sido preparado con cuidado.
Por fin, descubrió una pequeña cueva en un otero de piedra caliza en el desierto, a pocas millas de la ciudad. Allí había habitado alguna vez un ermitaño religioso. El anciano ya llevaba muerto unos años, pero el lugar tenía tan insalubre reputación entre la población local que Penrod se sintió razonablemente seguro de ocuparlo. Había una pequeña surgente de agua al fondo de la cueva, apenas suficiente para cubrir las necesidades de una o dos personas y para el pequeño rebaño de cabras que adquirió de un pastor que se encontró en el camino. Penrod usó los animales para reforzar su disfraz de cabrero del desierto. La caminata desde la cueva hasta Omdurman sólo llevaba dos o tres horas. De ese modo, permanecía en contacto con Yakub, quien, por las noches cabalgaba hasta allí para llevarle un poco de comida y las últimas novedades de su tío.
A menudo, Yakub permanecía en la cueva por unos pocos días, y Penrod se sentía feliz de estar acompañado. No podía llevar abiertamente la espada europea que Ryder Hardinge le había entregado en Metemma. Atraería demasiado la atención. La enterró en el desierto, de donde podría recuperarla y tal vez devolvérsela un día a la esposa del mayor Hardinge. Le encargó a Yakub que le consiguiese un montante sudanés, y practicó y se ejercitó a diario con éste.
Cuando Yakub lo visitaba, ambos practicaban en el wadi ubicado frente a la cueva, donde quedaban ocultos de los ojos de viajeros casuales o pastores errantes. Su habilidad era tal que, en una ocasión, después de practicar durante la mitad del día, Yakub descruzó sus hojas mientras el sudor le chorreaba por el mentón.
—¡Suficiente, Abadan Riyi! —exclamó—. Juro, en Nombre de Dios, que ningún hombre de esta tierra puede contra tu hoja. Te has convertido en un parangón del largo acero.
Descansaron en la baja entrada de la cueva, y Penrod pregunto:
—¿Qué se sabe de tu tío? —Sabía que las noticias no podían ser buenas: de haber sido así, Yakub se las hubiese transmitido en cuanto llegó.
—Mi tío había llegado a un acuerdo con un visir del Madí, y al fin todo estaba dispuesto. Pero hace tres días, el visir cayó en desgracia ante su amo por otro asunto. Robó dinero del tesoro. Por órdenes del Madí fue arrestado y decapitado. —Yakub hizo un gesto de impotencia, y vio cómo el rostro de su amo se ensombrecía de rabia—. Pero no desesperes. Hay otro hombre más confiable que está directamente a cargo del zenana. Está bien dispuesto.
—Déjame que adivine —dijo Penrod—. Tu tío necesita cincuenta libras más.
—No, amo mío. —Yakub pareció herido ante la insinuación—. Necesita sólo treinta para dejar el asunto cerrado.
—Le daré quince y si no está todo listo a más tardar para esta luna nueva, iré a Omdurman a hablar con él en más detalle. Cuando vaya, llevaré el largo acero en la diestra.
Yakub consideró esto con seriedad durante un rato y luego replicó con la misma seriedad.
—Se me ocurre que mi tío probablemente esté de acuerdo con tu oferta.
El instinto de Yakub resultó acertado. Cuatro días más tarde, regresó a la cueva del ermitaño. Cuando aún estaba a cierta distancia, saludó con la mano alegremente, y en cuanto estuvo a suficiente distancia como para que se oyera su voz, gritó:
—Efendi, todo está dispuesto.
Cuando llegó adonde lo esperaba Penrod, se deslizó de la montura de su camello y abrazó a su amo.
—Mi tío, tan honesto y confiable, ha arreglado todo tal como lo prometió. al-Yamal, su hermana pequeña y Nazira estarán esperando detrás de la vieja mezquita del extremo del campo de ejecuciones que da al río, a la tercera medianoche a partir de hoy. Ese día, debes estar antes de esa hora en Omdurman. Es mejor que vengas solo y de a pie, arreando a tus cabras por delante de ti con toda inocencia. Me reuniré contigo y con las tres mujeres en el lugar acordado. Traeré seis camellos frescos y fuertes cargados de odres, forraje y comida. Luego yo, Yakub el intrépido, te guiaré a la primera posta donde nos esperan los camellos de recambio. Haremos cinco cambios de animales a lo largo del camino a la frontera con Egipto, de modo que podremos ir a la velocidad del viento. Nos habremos ido antes de que el Madí se dé cuenta de que sus concubinas no están en el harén.
Se sentaron a la sombra de la cueva y repasaron cada detalle de los planes que Wad Hagma le había transmitido a Yakub.
—Así verás, Abadan Riyi, que todo tu dinero fue gastado con prudencia, y que no había razón para desconfiar de mi tío, que es un santo y un príncipe entre los hombres.
Tres días después, Penrod empacó sus magras posesiones, deslizó su espada bajo la vaina que llevaba bajo la espalda de su túnica, se envolvió cabeza y rostro con el turbante, reunió a sus cabras a silbidos y partió rumbo al río y la ciudad. Yakub le había dado una flauta hecha con una caña de bambú, y, en los meses pasados Penrod había aprendido solo a tocarla. Las cabras se habían acostumbrado a él y lo siguieron obedientemente, balando con aire apreciativo cada vez que soplaba una melodía.
Quería llegar a los alrededores de Omdurman más o menos una hora antes del ocaso, pero llegó un poco antes de lo previsto. Cuando faltaba media milla para las primeras construcciones, soltó sus cabras para que paciesen de las zarzas secas y se instaló a esperar junto al sendero. Aunque se envolvió en su tónica y fingió dormitar, estaba bien despierto. Un viejo que llevaba una reata de seis borricos cargados de leña pasó a su lado. Penrod continuó fingiendo que dormía, y tras dedicarle un indeciso saludo, el anciano siguió su camino.
Poco después, Penrod oyó cantos acompañados del batir de derbeques. Reconoció las tradicionales canciones campesinas de boda antes de ver que una gran partida de invitados se acercaba por el camino que provenía de la aldea más cercana, a poca distancia al sur de la ciudad. En medio de ellos, avanzaba la novia. Estaba velada de pies a cabeza y cubierta de las tintineantes alhajas hechas de monedas de oro y de plata que formaban parte de su dote. Los invitados y sus familiares varones cantaban y batían palmas, y, a pesar de las restricciones a ese tipo de ceremonia que promulgara el Madí, danzaban, reían y le daban salaces consejos a la novia. Cuando vieron a Penrod acuclillado al borde del camino, lo llamaron.
—Ven, anciano. Deja tus animales pulgosos y únete a la diversión.
—Habrá más comida de la que puedas comer y tal vez hasta un sorbo de arak. Algo que no has probado en muchos años. —El hombre blandió un pequeño odre con una mueca conspirativa.
Penrod le respondió con voz trémula y vacilante:
—Alguna vez estuve casado, y no quiero ver cómo llevan a un pobre inocente por tan duro camino.
Rugieron de risa.
—Eres un viejo bribón ingenioso. Le puedes dar sabios consejos a nuestro condenado primo respecto de cómo aplacar las exigencias de una mujer.
Entonces, Penrod notó que todos los invitados tenían los hombros anchos, excesivamente desarrollados, de espadachines, y que a pesar de sus humildes vestimentas, la forma en que se pavoneaban y su jactanciosa confianza eran más propias de aggagiers que de patanes rústicos y timoratos. Miró los pies de la novia, que eran la única parte visible de su cuerpo, y vio que eran anchos y planos, no estaban pintados con alheña y tenían uñas recias y partidas.
No son los pies de una joven virgen, pensó Penrod. Pasó la mano por sobre el hombro y tomó la empuñadura de la espada que llevaba escondida a la espalda, debajo de la túnica. Se incorporó de un salto mientras la espada salía de la vaina con un ronco susurro, pero los invitados ya lo rodeaban. Penrod vio que también ellos habían empuñado armas mientras se lanzaban sobre él desde todos los ángulos. Sorprendido, vio que no se trataba de hojas afiladas, sino de pesados garrotes. Antes de que pudiera pensar qué significaría eso, cayeron sobre él como una jauría.
Despachó al primero de una estocada recta a la garganta, pero antes de que pudiera extraer y recuperar su hoja, un golpe dado desde atrás se estrelló sobre su hombro y sintió que el hueso se quebraba. Aun así, quitó el siguiente golpe, destinado a su cabeza, esgrimiendo su montante con una sola mano. Entonces, uno lo golpeó desde atrás en la cintura, afectándole los riñones y le cedieron las piernas. Se mantuvo en pie durante el tiempo suficiente como para clavar una profunda estocada en el pecho del que le había roto el hombro. Luego, una gran puerta de hierro se cerró de golpe en el centro de su cráneo, y la oscuridad descendió sobre él como una ola oceánica impulsada por el viento.
Cuando Penrod recuperó la conciencia, no estaba seguro de dónde estaba ni de qué le había pasado. Cerca de donde yacía, oyó a una mujer gimiendo y gruñendo en los pujos del parto.
¿Por qué no cierra la boca esa perra estúpida y se va a tener su bebé a otra parte?, se preguntó. Debería tener algún respeto por mi dolor de cabeza. El licor que bebí anoche debe de haber sido barato. Entonces, repentinamente, el dolor atravesó el techo de su cráneo y se dio cuenta de que los gruñidos surgían de su propia boca reseca. A pesar del dolor, se obligó a abrir los ojos y vio que estaba tendido en el piso de barro de una habitación maloliente. Trató de levantar la mano para tocar su dañada cabeza, pero el brazo no le respondió. En cambio, un nuevo rayo de dolor agónico le atravesó el hombro. Trató entonces de emplear su otro brazo, pero oyó un tintineo y se encontró con que sus muñecas estaban encadenadas. Rodó dolorosa y cautamente sobre su costado indemne.
Lo de indemne es relativo, pensó, mareado. Todos los músculos y tendones de su cuerpo latían dolorosamente. De algún modo, consiguió sentarse. Tuvo que esperar un momento para que el cegador dolor que le produjo el movimiento en la cabeza se despejara. Sólo entonces pudo evaluar su situación.
Las cadenas que le sujetaban tobillos y muñecas eran grilletes de esclavo, los ubicuos utensilios de ese comercio en todo el territorio. Los grillos de sus piernas estaban fijados a una estaca de hierro clavada en el centro del piso de tierra. La cadena era lo suficientemente corta como para impedirle llegar a la puerta o la única ventana alta. La celda apestaba a excremento y a vómito, rastros de los cuales estaban esparcidos en torno a él en el círculo delimitado por el alcance de su cadena.
Oyó un suave roce y miró hacia abajo. Una gran rata gris se alimentaba de los pocos discos de pan de dhurra que habían sido dejados junto a él sobre el piso mugroso. Agitó la cadena hacia ella, que huyó, chillando. Junto al pan había un cántaro de cerámica, que lo hizo darse cuenta de cuan sediento estaba. Trató de tragar, pero no tenía saliva en la boca y su garganta estaba seca. Tomó el cántaro, que estaba prometedoramente pesado. Antes de beber, olfateó su contenido con sospecha. Decidió que estaba lleno de agua del río, y sintió el aroma del humo de leña del fuego sobre el cual debían de haberla hervido. Bebió y volvió a beber.
Creo que tal vez sobreviva, pensó con sarcasmo, y parpadeó para hacer ceder el dolor de su cabeza. Oyó otro movimiento y alzó la vista a la ventana. Alguien lo miraba por entre los barrotes. Volvió a beber y se sintió un poco mejor.
La puerta de la celda se abrió a sus espaldas y entraron dos hombres. Vestían aljubas y turbantes, y sus espadas estaban desenvainadas.
—¿Quiénes sois? —preguntó Penrod—. ¿Y quién es vuestro amo?
—No harás preguntas —dijo uno—. No dirás nada hasta que no se te ordene que lo hagas.
Otro hombre los seguía. Era mayor que ellos, de barba gris, y llevaba todos los pertrechos propios de los médicos tradicionales de Oriente.
—Que la paz sea contigo. Que plazcas a Alá. —El médico meneó la cabeza secamente y no respondió. Dejó a un lado su talega y se dirigió hacia él. Palpó la gran hinchazón de la cabeza de Penrod, evidentemente buscando alguna fractura. Pareció satisfecho y continuó con el examen. Casi de inmediato se dio cuenta de que Penrod se apoyaba sobre el lado izquierdo. Le tomó el codo y trató de alzar el brazo. El dolor fue terrible. Penrod logró contener un grito. No quería darles ese gusto a los guardias, que observaban con interés, pero sus facciones se contorsionaron y el sudor brotó de su frente. El doctor árabe le bajó el brazo, y le hizo correr la mano por el bíceps. Cuando sus dedos apretaron con fuerza el lugar donde el hueso estaba roto, Penrod jadeó a pesar de su decisión. El doctor asintió con la cabeza. Cortó la manga de la galabiyya de Penrod e inmovilizó el hombro con vendas de lino. Luego, preparó y le puso un cabestrillo que sostenía el brazo. El alivio del dolor fue inmediato.
—Que la bendición de Alá y su Profeta sean contigo —dijo Penrod, y el doctor sonrió fugazmente.
De un frasco de alabastro, vertió un líquido oscuro espeso como melaza en una taza de cuerno, que le alcanzó a Penrod. Se la bebió, y el sabor era amargo como la hiel. Sin decir una palabra, el doctor volvió a meter sus implementos en su bolsa y partió. Regresó al día siguiente, y los cuatro después de ése. A cada visita, los guardias volvían a llenar de agua el cántaro y dejaban un cuenco de comida, sobras de pan y pescado secado al sol. Durante esas visitas, ni los guardias ni el médico hablaban; nunca respondían a los saludos y bendiciones de Penrod.
Las amargas pociones que te daba el médico sedaban a Penrod y reducían el dolor y la hinchazón de su cabeza y su hombro. Al quinto día, una vez que completó el examen, el médico pareció complacido. Reajustó el cabestrillo, pero cuando Penrod le pidió otra dosis del medicamento, meneó la cabeza con énfasis. Penrod oyó que hablaba en voz baja con los guardias cuando dejó la celda, pero no pudo distinguir sus palabras.
A la mañana siguiente, los efectos de la droga habían pasado, y su mente estaba clara y despejada. El brazo sólo le dolía un poco cuando intentaba levantarlo. Probó si sufría de alguna conmoción por el golpe en la cabeza cerrando primero un ojo y luego otro mientras los mantenía enfocados en los barrotes de la ventana. No había distorsión ni visión doble. Después comenzó a ejercitar el brazo herido, al comienzo sólo cerrando el puño y doblando el codo. Gradualmente, pudo elevar el codo hasta un plano horizontal.
Las visitas del taciturno doctor cesaron. Tomó eso como señal favorable. Uno de los guardias le hacía breves visitas para dejarle agua y un poco de comida. Ello le dejó mucho tiempo para considerar su situación. Estudió los cerrojos de sus grillos. Eran toscos pero funcionales. El mecanismo habían sido desarrollado y refinado a lo largo de los siglos. Sin una llave o ganzúa, no perdió más tiempo con ellos. Luego, volvió su mente a deducir dónde se encontraba. A través de la torcida ventana podía ver una minúscula sección de cielo abierto. Se vio forzado a llegar a una conclusión por medio de los sonidos y los olores. Sabía que aún estaba en Omdurman: no sólo podía oler el olor de la basura que nadie recogía y de las pilas de estiércol sino que por la tarde sentía un efluvio más agradable que llegaba de las aguas del río, y hasta podía oír tenuemente las órdenes de los capitanes cuando bordaban o indicaban cambios en la disposición de las velas. Cinco veces al día oía los gritos gemebundos del almuédano que convocaba a los fieles a la plegaria desde el alminar a medio construir de la nueva mezquita:
—¡Apresuraos a vuestro propio bien! ¡Apresuraos a orar! ¡Alá es grande! ¡El único Dios es Alá!
A partir de esos indicios determinó su ubicación con alguna precisión. Estaba a unas trescientas yardas de la mezquita, y a la mitad de esa distancia de la ribera. Estaba al este del campo de ejecuciones y, por lo tanto, aproximadamente a esa misma distancia del palacio del Madí y del harén de este. Podía juzgar la dirección de los vientos predominantes por la ocasional nubécula alta que pasaba por frente a la ventana. Cuando soplaban, el hedor de los cuerpos putrefactos del campo de ejecuciones era fuerte. Ello daba una triangulación aproximada. Con una sensación de vuelco en las entrañas entendió que debía encontrarse en el recinto de los hombres de la tribu beya junto al Beit el Mal, la fortaleza de su viejo enemigo Osman Atalan. A continuación, se dedicó a pensar cómo podía haberle ocurrido eso.
Su primer pensamiento fue que Yakub lo había traicionado. Se debatió con esta teoría durante días, pero no pudo persuadirse a sí mismo de aceptarla. Le confié demasiadas veces mi vida a ese bribón de ojos torcidos para dudar de él ahora. Si Yakub me vendió a los derviches, no hay Dios.
Usó el grillo adosado a su cadena para arañar un tosco calendario en el piso de barro. Con él, pudo saber cómo pasaban los días. Contó cincuenta y dos antes de que lo vinieran a buscar.
Los dos guardias abrieron el cerrojo que aseguraba la cadena a la estaca de hierro. Le dejaron manos y pies aherrojados. La cadena de sus grillos era lo suficientemente larga como para permitirle dar pasos cortos, pero no correr.
Los sacaron al exterior, donde atravesaron primero un pequeño patio y luego una puerta que daba paso a un recinto más grande, al pie de cuyos muros se sentaban al menos unos cien guerreros beya. Sus lanzas y venablos reposaban contra el muro que teman a sus espaldas, y llevaban sus espadas envainadas cruzadas sobre el regazo. Estudiaron a Penrod con ávido interés. Reconoció algunos de sus rostros de encuentros anteriores. Luego sus ojos se fijaron en la familiar figura, sentada sola sobre una plataforma elevada contra el muro más lejano. Aun en esa asamblea de combatientes, Osman Atalan era el foco de atención.
Los guardias lo hicieron avanzar e, impedido por las cadenas, atravesó el patio a tropezones. Cuando quedó frente a Osman, un guardia le ladró al oído:
—¡De rodillas, infiel! Demuéstrale respeto al emir de los beya.
Penrod se paró en posición de firme.
—Osman Atalan sabe que no puede ordenarme que me hinque —dijo suavemente, y le mantuvo la mirada al emir con serenidad.
—¡Abajo! —repitió el guardia, y le incrustó la contera de la lanza en el riñón con tal fuerza que sus piernas cedieron y cayó en un revoltijo de miembros y cadenas. Con un esfuerzo supremo, mantuvo erguida la cabeza y sus ojos clavados en los de Osman.
—¡Abajo! —repitió el guardia y alzó el asta de su lanza para golpearlo otra vez.
—¡Suficiente! —dijo Osman, y el guardia dio un paso atrás—. Bienvenido a mi hogar, Abadan Riyi. —Se tocó primero los labios, después el corazón—. Desde nuestro primer encuentro en el campo de El Obeid supe que había un vínculo entre nosotros que no podía ser cortado con facilidad.
—Eso sólo ocurrirá cuando uno de nosotros muera —asintió Penrod.
—¿Me encargaré de eso de inmediato? —reflexionó Osman, y le hizo una inclinación de cabeza al hombre sentado inmediatamente por debajo de su estrado—. ¿Qué crees, al-Noor?
al-Noor evaluó la pregunta a fondo antes de replicar.
—Poderoso señor, sena prudente aplastar a la cobra antes de que pique.
—¿Me harás ese favor? —preguntó Osman y, en un solo movimiento, al-Noor se puso de pie y quedó sobre el prisionero hincado, con la hoja de su espada alzada sobre el cuello de Penrod.
—Sólo mueve el más pequeño de tus dedos, gran Atalan, y podaré su cabeza descreída como si fuese un fruto podrido.
Osman contemplaba el rostro de Penrod en busca de algún signo de temor, pero la mirada de éste nunca flaqueó.
—¿Qué dices, Abadan Riyi? ¿La terminamos aquí? —Penrod trató de encogerse de hombros, pero su hombro herido limitó el movimiento.
—Me es igual, emir de los beya. Todo hombre le debe una vida a Dios. Si no es ahora, será después. —Sonrió con tranquilidad—. Pero terminemos con este juego de niños. Ambos sabemos que un emir de los beya nunca podría dejar que su enemigo de sangre muera encadenado y sin una espada en la mano.
Osman rió con genuino deleite.
—Tú y yo fuimos acuñados con el mismo metal. —Le hizo seña a al-Noor de que regresara a su asiento—. Primero debemos encontrarte un nombre más adecuado que Abadan Riyi. Te llamaré Abd, pues ahora eres un esclavo.
—Tal vez no por mucho tiempo más —sugirió Penrod.
—Tal vez —asintió Osman—. Veremos. Pero hasta entonces, serás Abd, mi esclavo de a pie. Te sentarás a mis pies y correrás junto a mi caballo cuando vaya a algún lugar. ¿No quieres saber quién te trajo a tan bajo estado? ¿Te doy el nombre del que te traicionó? —Por un momento, Penrod quedó demasiado sorprendido para pensar una respuesta y sólo pudo dar una rígida cabezada de asentimiento. Osman les habló a los hombres que custodiaban la puerta del patio—. Traed al informante para que recoja la recompensa que se le prometió.
Se hicieron a un lado, y una figura familiar entró de lado por el portón y quedó parado, mirando en torno a sí nerviosamente. Entonces, Wad Hagma reconoció a Osman Atalan. Se arrojó al suelo y avanzó gateando hacia él, cantando sus loas y voceando su fidelidad, devoción y lealtad. Le llevo un rato atravesar el patio, pues cada pocas yardas se detenía y golpeaba dolorosamente su frente contra la tierra. Los aggagiers lanzaban risotadas y voces de aliento.
—Que tu gran panza no se arrastre por el polvo.
—¡Ten fe! ¡Tu largo peregrinar ya termina!
Finalmente, Wad Hagma llegó al pie del estrado y se postró extendiendo brazos y piernas hasta quedar aplastado contra el suelo polvoriento como una estrella de mar.
—Me has prestado un gran servicio —dijo Osman.
—Mi corazón rebosa de alegría ante esas palabras, poderoso emir. Me regocija haberte podido entregar a tu enemigo.
—¿Cuál fue la suma que acordamos?
—Exaltado señor, fuiste tan liberal como para mencionar un premio de quinientos dólares María Teresa.
—Te lo has ganado —Osman arrojó una bolsa tan pesada que levantó una pequeña nube de polvo al golpear el suelo.
Wad Hagma lo estrechó contra su pecho y sonrió como un idiota.
—Todas las alabanzas sean contigo, emir invencible. ¡Que Alá te sonría siempre! —Se puso de pie, inclinando la cabeza con hondo respeto—. ¿Puedo retirarme de tu presencia? Como la del sol, tu gloria deslumbra mis ojos.
—No, no debes dejarnos tan pronto. —El tono de Osman cambió—. Quiero saber qué emociones sentiste cuando le pusiste cadenas de esclavo a un bravo guerrero. Dime, pequeño y gordo posadero, ¿cómo se siente el astuto y traidor babuino cuando hace caer al elefante macho en una trampa?
Una expresión de alarma cruzó el rostro de Wad Hagma.
—Éste no es un elefante, poderoso emir. —Hizo un gesto hacia Penrod—. Es un perro rabioso. Es un infiel cobarde. Es una vasija de forma tan fea que merece ser hecha añicos.
—En nombre de Dios, Wad Hagma, veo que eres orador y poeta. Sólo te pido que me hagas un servicio más. ¡Mátame este perro rabioso! ¡Haz añicos esta deforme vasija, para que el Islam sea un lugar mejor! —Wad Hagma lo miró, absolutamente consternado—. al-Noor, dale tu espada a este valeroso tabernero.
al-Noor le puso el montante en la mano a Wad Hagma, quien miró dubitativo a Penrod. Posó cuidadosamente en el suelo la bolsa de dólares Mana Teresa y se enderezó. Dio un paso adelante y Penrod se puso de pie. Wad Hagma retrocedió de un brinco.
—¡Vamos! Está encadenado, y el hueso de su brazo está roto —dijo Osman—. El perro rabioso no tiene dientes. Es inofensivo. Mátalo. —Wad Hagma paseó la mirada por el patio, como si buscase la salida y los aggagiers le dijeron:
—¿Oyes las palabras del emir o estás sordo?
—¿Entiendes sus órdenes o eres tonto?
—Vamos, bravo hablador, veamos hechos tan valientes como tus palabras.
—Mata al perro infiel.
Wad Hagma bajó la espada y miró al suelo: Luego, repentina e inesperadamente, en la esperanza de tomar desprevenida a su víctima, lanzó un alarido que helaba la sangre y se precipitó sobre Penrod, enarbolando la espada con ambas manos. Penrod permaneció inmóvil mientras Wad Hagma le tiraba un tajo de mandoble a la cabeza. A último momento, alzó las manos y detuvo el descenso de la hoja con su cadena. El golpe que dio contra los eslabones de acero fue tal que las manos carentes de entrenamiento de Wad Hagma quedaron entumecidas hasta el codo. Su agarre se abrió involuntariamente y la espada voló de sus manos dando volteretas. Retrocedió, frotándose las muñecas.
—¡Por el santo nombre de Dios! —lo aplaudió Osman—. ¡Qué fiero golpe! Te hemos juzgado mal. Eres un guerrero de corazón. Ahora, recoge la espada y vuelve a intentarlo.
—¡Poderoso emir! ¡Grande y noble Atalan! Ten piedad de mí. Te devolveré la recompensa. —Recogió la bolsa de monedas y la puso a los pies de Osman—. ¡Ahí está! Es tuya. ¡Por favor déjame ir! ¡Oh poderoso y compasivo señor, ten misericordia de mí!
—Recoge la espada y cumple mis órdenes —dijo Osman, y su tono fue más amenazador que si hubiese gritado.
—Obedece al emir Atalan —corearon los aggagiers. Wad Hagma giró sobre sí mismo y corrió hasta el lugar donde había caído la espada. Se inclinó a recogerla, pero cuando su mano se cerró sobre la empuñadura, Penrod pisó la hoja.
Wad Hagma tironeó ineficazmente.
—¡Saca el pie! —gimoteó—. ¡Dejadme ir! ¡Yo no quise hacerle ningún mal a nadie! —Luego, bajó el hombro y cargó contra Penrod con toda su fuerza, tratando de empujarlo hacia atrás de modo que quitara su peso de la espada. Penrod revoleó la cadena que unía sus grillos. Ésta azotó el costado de la quijada de Wad Hagma, que aulló y retrocedió de un salto, aferrándose el lugar golpeado. Penrod lo siguió, hamacando amenazadoramente el tramo de cadena.
—¡No! —La voz de Wad Hagma era borrosa, y el costado de su rostro se veía distorsionado. La cadena le había roto la mandíbula—. No quise hacerte daño. Necesitaba el dinero. Tengo esposas y muchos hijos… —Trató de evitar a Penrod desplazándose en círculo contra el muro, pero los aggagiers sentados lo obligaron a ir hacia el centro del patio aguijándolo con las puntas de sus espadas, rugiendo de risa cuando brincó como un conejo ante los pinchazos. Súbitamente, volvió a lanzarse como una saeta hacia donde estaba la espada. Cuando llegó allí se inclinó para tomar la empuñadura. Penrod dio un paso a sus espaldas y le pasó el tramo de cadena por encima de la cabeza. Con un veloz giro de muñecas, encajó firmemente los eslabones bajo el mentón de Wad Hagma y en torno a la garganta de este.
En el momento en que las puntas de los dedos de Wad Hagma tocaban la empuñadura de la espada, Penrod aplicó presión sobre la cadena, levantándolo de modo de dejarlo bailoteando en puntas de pie, manoteando la cadena con ambas manos y maullando como un gatito.
¡Reza! —le susurró Penrod—. Rézale a Alá para que te perdone. Es la última ocasión que tienes de hacerlo antes de ir a su presencia. —Torció lentamente la cadena, cerrándole la tráquea a Wad Hagma, de modo que ya no pudo lloriquear ni gimotear.
—Adiós, Wad Hagma. Consuélate con saber que para ti ya nada importa. Ya no eres de este mundo.
Los aggagiers que contemplaban el espectáculo tamborearon cada vez más fuerte con las hojas de sus espadas sobre sus rodelas de cuero. La danza de Wad Hagma se hizo más animada. Los dedos de sus pies ya no tocaban el suelo. Pataleó en el aire. Su rostro dañado se hinchó y tomó un color púrpura amarronado. Entonces, se oyó un crujido nítido, como el quebrarse de una rama seca. Todos los aggagiers gritaron al unísono cuando los miembros de Wad Hagma se pusieron rígidos, su cuerpo se aflojó y quedó pendiendo de la cadena que le rodeaba la garganta. Penrod lo depositó en el suelo y se dirigió hacia donde estaba Osman Atalan. Los aggagiers hacían una gran algarabía, gritando y riendo, algunos remedando los espasmos agónicos de Wad Hagma. Hasta Osman sonreía, divertido.
Penrod llegó al lugar donde estaba la espada, la recogió con un único movimiento y se precipitó directamente sobre Osman, apuntando la larga hoja directamente al corazón del emir. Todos los hombres del patio volvieron a gritar, esta vez con desesperada preocupación y alarma. Había veinte pasos entre el estrado y Penrod, y el patio estalló en una erupción de movimiento. Una docena de los aggagiers más próximos al estrado saltaron hacia adelante. Sus espadas ya estaban desenvainadas, y sólo necesitaron ponerse en guardia para erigir una reluciente empalizada de acero que le impidió a Penrod completar su carga. al-Noor saltó como una flecha, no para oponerse a Penrod de frente, sino para cortarlo desde atrás. Tomó la cadena que le aherrojaba las piernas y le dio un tirón que le despegó violentamente los pies del suelo. Cuando cayó a tierra, los demás aggagiers se precipitaron sobre él.
—¡No! —gritó Osman—. ¡No lo matéis! Tenedlo bien, pero no lo matéis. —Al Noor aflojó su presa sobre los grillos de las piernas de Penrod, y tomó el trozo de cadena que le aherrojaba las muñecas. Le dio un cruel tirón hacia el hombro a medio curar. Penrod rechinó los dientes para no gritar, pero la espada se le cayó de la manos. al-Noor la recogió de inmediato.
—¡Por el glorioso Nombre de Dios! —rió Osman Atalan—. ¡Eres muy divertido Abd! Ahora sé que puedes pelear, pero mañana veré cuan bien puedes corren. Al anochecer, dudo de que te queden ánimos para seguir con tus juegos. En una semana, me suplicarás que te mate.
Luego, Osman Atalan miró a al-Noor desde lo alto del estrado.
—En ti, siempre puedo confiar. Siempre estás listo para servir. Eres mi mano derecha. Lleva a mi Abd a su celda, pero tenlo listo para el amanecer. Vamos a salir a cazar gacelas.
* * *