Penrod alzó la vista a las despojadas escarpas negras que se alzaban a uno y otro lado de ellos. Eran estériles como montones de cenizas del pozo del infierno. A medida que penetraban en el desfiladero, los acantilados comprimían y deformaban sus formaciones. Pero no aparecían brechas en los costados del cuadro. Penrod escrutó atentamente los despeñaderos. No había señales de vida, pero sabía que esto no era más que una ilusión. Miró de soslayo a Yakub.

—Osman Atalan está aquí —dijo.

—Sí, Abadan Riyi. —Yakub sonrió y su ojo derecho giró asimétricamente—. Está aquí. El dulce perfume de la muerte flota en el aire. —Respiró hondo—. Lo amo aún más que el olor a hembra.

—Sólo tú, lascivo y sanguinario Yakub, podías combinar el amor y la batalla en un único pensamiento.

—Pero efendi, son la misma cosa.

Avanzaron por el estrecho desfiladero. El miedo y la excitación corrían como un vino intoxicante por las venas de Penrod. Miró a los rostros directos y honestos que lo rodeaban, y se sintió orgulloso de cabalgar junto a ellos. Las quedas órdenes y sus respuestas se daban en los familiares acentos de la patria natal, tan diversos que podían haberse tratado de distintos idiomas: los sonidos de las tierras altas escocesas y del oeste, de Gales y de la isla de esmeralda, de York y de Kenny, de los geordies del nordeste, el cockney, y la elegante habla arrastrada de Eton y Harrow.

—Nos esperarán al otro lado del paso —dijo Yakub—. Osman y Salida querrán poner en acción su caballería en terreno abierto.

—Salida es el emir de tu tribu, así que entiendes bien su mente —dijo Penrod.

—Fue mi emir, y cabalgué junto a él en sus algaradas y comí junto a su fuego. Hasta que su hijo mayor mancilló a mi hermana menor, y mi daga tuvo que encargarse de ambos, pues fue ella la que lo incitó. Ahora, la sangre pende entre Salida y yo. Si él no me mata primero, algún día lo mataré yo.

—Ah, paciente y vengativo Yakub, tal vez éste sea el día.

Pasaron el punto más estrecho del paso, y los acantilados se abrieron a uno y otro lado como las fauces de un monstruo. Aún no se veían indicios de vida en las muertas colinas requemadas, ni siquiera un ave o una gacela. El clarín tocó alto, y el distorsionado cuadro se detuvo con un movimiento irregular.

Los sargentos cabalgaron a lo largo de las filas para reordenarlas.

—¡Cierren a la derecha!

—Mantengan la distancia entre las filas.

—Giren a la izquierda y formen en línea.

En minutos, la integridad del cuadro quedó restaurada. Sus esquinas formaban meticulosos ángulos rectos y las distancias eran exactas. Las hileras de bayonetas relumbraban en el sol implacable, y los rostros de los hombres detenidos estaban rubicundos y sudorosos, pero ni uno de ellos sacó su cantimplora de las redes en que llevaban sus pertrechos. En esos sedientos despoblados, beber sin permiso era una infracción penada con corte marcial. Desde el lomo de su camello, Penrod relevó el terreno que se extendía delante de ellos. Más allá del embudo de colinas se abría un ancha planicie llana. La tierra estaba cubierta de blancos guijarros de cuarzo y tachonada de bajos matorrales halófilos. En el extremo más lejano de esa desolada extensión, se erguía un pequeño soto de palmeras que parecían fosilizadas por el tiempo.

Buen terreno para caballería, pensó Penrod, y volvió toda su atención a la trampa de colinas que se alzaba a uno y otro lado. Seguían sin mostrar indicios de vida, pero así y todo parecían cargadas de amenaza. Temblaban en el espejismo del calor como sabuesos de caza que se hubieran detenido de golpe al olfatear la presa, esperando sólo que el cazador los soltara para lanzarse en su persecución.

Los acantilados estaban cortados por cañadones y bocas de wadi, por rocas salientes y hondas entradas. Algunas estaban bloqueadas por piedras y sedimentos caídos desde lo alto, otras cubiertas de arena, como el suelo de una plaza de toros. Yakub lanzó una suave risita e indicó la más próxima con la punta de su aguijada. No hizo falta que hablara. Las pisadas de mil caballos habían hollado la superficie de la arena. Eran tan recientes que el filo de cada huella estaba claramente trazado, y el bajo ángulo del sol lo definía con una nítida sombra azul.

Penrod alzó sus ojos a las cumbres serradas de las colinas. Se veían afiladas como los dientes de un cocodrilo contra el azul de porcelana del cielo. Entonces, algo se movió entre las rocas y el ojo de Penrod se fijó allí. Era una pequeña mota, y su movimiento no se notaba más que el de una pulga sobre el pelo del vientre de un gato negro.

Sacó su pequeño telescopio de la alforja de cuero y, al enfocarlo sobre ese punto, vio que era la cabeza de un hombre que los miraba. Se tocaba con un turbante negro y su barba era negra, con lo que se confundía con las rocas que lo rodeaban. Estaba demasiado lejos como para distinguir los rasgos del hombre, pero vio cómo volvía la cabeza, tal vez para darle una orden a quienes estuviesen detrás de él. Otra cabeza apareció junto a la suya, y luego otra, hasta que el horizonte se cubrió de cabezas humanas, alineadas como las cuentas de un rosario.

Penrod bajó el telescopio y abrió la boca para gritar una advertencia, Pero en ese momento, el aire latió con el batir de los atabales de guerra derviches, que conmovía las entrañas. Los ecos rebotaron de los acantilados enfrentados, y la hueste del Madí apareció, en forma milagrosamente repentina, en todas las cornisas, galerías y crestas del paso. La figura central se destacaba nítidamente sobre la cumbre más alta. Su aljuba centelleaba de blancura a la luz del sol, y su turbante era de un oscuro verde esmeralda.

Alzó su fusil con una mano y lo apuntó hacia el cielo. El gris humo del disparo se proyectó al cielo como el chorro de una ballena que saliera a respirar y, pocos segundos después, les llegó el estampido de la detonación. Un inmenso grito se elevó de las filas escalonada de los derviches:

—La ilaha illallah! ¡El único Dios es Dios!

Los ecos respondieron:

—¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!

El clarín del centro del cuadro británico cantó con una nota urgente acuciante y las tropas reaccionaron con fluida, practicada precisión. Los camellos se echaron, hincados en ordenadas hileras, formando de inmediato las cortinas de esa fortaleza viviente. Los animales de carga y sus encargados retrocedieron y se echaron en una inmensa masa en el centro. Eran la torre de homenaje. Rápidamente, los artilleros descargaron las ametralladoras Nordenfelt de los camellos de carga, y tambaleándose bajo su peso, las llevaron a los cuatro ángulos, desde donde podían dirigir fuego de enfilada a lo largo del frente de cada muralla del cuadro. El general Stewarty su estado mayor estaban agrupados apenas detrás de la muralla del frente. Los corredores se hincaron cerca de ellos, listos para transmitir las órdenes del general a todos los puntos del cuadro.

Un silencio mortal cayó sobre esa asamblea de guerreros. Desde lo alto, las tropas derviches les clavaban la mirada, y el tiempo pareció congelarse. Entonces, un solitario jinete derviche apareció en la boca rocosa del mayor de los wadis. En el límite del alcance de los fusiles se detuvo, enfrentando al cuadro. Alzó el curvo clarín de guerra de marfil, el ombeia, y su voz clara y profunda resonó a lo largo del acantilado.

De la boca de cada wadi y cada cañadón se derramaron las huestes derviches, fila tras fila, miles tras miles, camellos y caballos. Salían y salían, virando para formar escuadrones irregulares que enfrentaban al pequeño cuadro. Pocos hombres iban vestidos o armados de la misma manera: enarbolaban lanzas y espadas, hachas y rodelas de cuero, fusiles, espingardas y el terrible montante. Los atabales volvieron a sonar en un lento ritmo hipnótico y las filas derviches comenzaron su avance.

—Esperadlos, muchachos. —Los sargentos recorrían la cortina delantera del cuadro por el lado de adentro.

—No disparéis, chicos.

—Sin prisa. Hay para todos. —Las voces eran calmas, casi jocosas.

Los atabales batieron más rápido y las filas derviches se pusieron al trote, mientras los ánsar que iban delante comenzaban a empujarse para ser los primeros en llegar al cuadro. Más rápido y las densas masas salvajes parecieron cubrir el piso del valle. El batir de los tambores se elevó en un crescendo y los cascos tronaron. El polvo se alzó en un miasma asfixiante.

—¡Tranquilos, muchachos, tranquilos! —las calmas voces inglesas respondían a los alaridos de los paganos.

—¡No disparéis, chicos! —Penrod reconoció la clara voz de muchacho de Percy Stapleton, que se dirigía a su pelotón. Le costaba contener su impaciencia—. ¡Tranquilos, azules!

El infeliz cree que está en una regata, se dijo Penrod, sonriendo. Los atabales machacaron en un ritmo afiebrado y las ombeia chillaron y sollozaron. Como el agua que surge de un dique que cede, la caballería derviche se lanzó directamente contra el cuadro británico.

—¡Preparados! Fuego escalonado, mozos —ordenaron los sargentos.

—Siguiendo las reglas, muchachos. Recordad el entrenamiento.

—¡Fuego escalonado! Que cada disparo cuente.

Penrod contemplaba a un jeque que iba montado en un camello rojizo de largas patas. Se había abierto paso a la fuerza hasta la primera fila de la carga. Gritaba, con la boca abierta de par en par, y se le veía una brecha oscura en la línea de sus dientes delanteros. Estaba a cien yardas del frente del cuadro, que se convirtieron en setenta, y después en cincuenta, sin que cejara su galope desatado.

El clarín sonó, agudo y dulce.

—Fuego escalonado. Primera fila ¡fuego!

Hubo la breve pausa, típica de tropas muy entrenadas, en que cada hombre afirmó la puntería. Penrod le apuntó al jeque de la brecha en los dientes. La andanada sonó, ensordeciéndolos. La primera fila de la carga se estremeció bajo el castigo. El hombre de Penrod recibió la bala de lleno en el pecho y se deslizó hacia atrás desde su alta silla. Su camello quiso volverse y se topó con dos caballos que venían detrás de él, uno de los cuales cayó pesadamente.

—Segunda fila, fuego escalonado. ¡Fuego! —Los fusiles volvieron a tronar. Las balas golpearon carne viva con el sonido de arcilla húmeda arrojada contra una pared de ladrillos. La carga de los derviches vaciló, y perdió ímpetu.

—Tercera fila, fuego escalonado. ¡Fuego! —Los animales que habían perdido sus jinetes daban vueltas, encabritados. Guerreros barbados maldecían y luchaban para alejarse de ellos. Cadáveres y heridos eran pisoteados y pateados por sus cascos. En ese momento, las Nordenfelt unieron su sañudo tableteo al estrépito. Barrieron la línea con sus disparos. Como una barracuda que atravesase un cardumen de sardinas, los dividió en pequeños grupos aislados.

—Primara fila, fuego escalonado. ¡Fuego! —Las órdenes se repetían. Los soldados recargaban, apuntaban y disparaban con la precisión aceitada de las filas de bobinas de una máquina de cardar. La carga se detuvo, se quebró y los sobrevivientes se dispersaron hacia los acantilados. Pero antes de que los alcanzaran, los atabales los convocaron y las ombeias cantaron:

—¡Regresad! ¡Por Alá y por el Madí, volved a la batalla!

Nuevos escuadrones brotaron de entre las rocas para reforzar las raleadas filas. Uniéndose en una masa, volvieron a gritar el nombre de Dios y atacaron otra vez, atravesando el campo pisoteado donde ya yacían tantos de sus camaradas. Cargaron para quebrar el cuadro británico.

Pero un cuadro británico no se quiebra. Los sargentos seguían marcando el compás de las regulares andanadas escalonadas. Los cañones de las ametralladoras Nordenfelt comenzaron a enrojecer como herraduras en la fragua de un herrero.

Osman Atalan le había dicho a Salida: "Hay que alimentarlas con cadáveres para que se atraganten".

Las Nordenfelt se hartaron de carne humana, se atragantaron y, una tras otra, se atascaron. A medida que cesaba su tableteo entrecortado, la caballería derviche se acercaba más y más, hasta la fronda de relucientes bayonetas. Y las andanadas seguían azotándolos. Luchaban por avanzar, y eran derribados, hechos pedazos, hasta que finalmente se les agotaron el coraje y la resolución. Finalmente, retrocedieron y cabalgaron de regreso a los acantilados.

* * *

Desde lo alto, Salida contempló el cuadro intacto.

—Ésos no son hombres —dijo— son yinn. ¿Cómo matar a diablos, si somos hombres?

—Con coraje y espada —replicó Rufaar, el mayor de los hijos que le quedaban. Dos hijos de más edad que él habían muerto en algaradas y guerras tribales y otro en una riña por una mujer. Esa muerte aún no había sido vengada.

Rufaar tenía treinta y tres años, y corría sangre de guerrero por sus venas. Había matado más de cincuenta hombres con su propia espada. Era como había sido su padre a su edad: su ferocidad era insaciable. Tres de sus hermanos menores se alineaban detrás de él. Eran todos de la misma índole, y por sus venas también corría la sangre guerrera de Salida.

—Déjame encabezar la próxima carga, venerado padre —suplicó Rufaar—. Déjame que destroce a esos comedores de cerdo. Déjame que cauterice esa herida purulenta en el corazón del Islam.

Salida lo contempló, y su corazón de padre se sintió complacido.

—¡No! —meneó la cabeza. Esa única palabra de negativa lo cortó más hondo que lo que lo hubiera cortado cualquier tejo del enemigo. Rufaar respingó de dolor. Se hincó sobre una rodilla y besó el polvoriento pie de su padre.

—No pido más recompensa que ésa. Déjame encabezar la carga.

—¡No! —dijo Salida por segunda vez, y la expresión de Rufaar se ensombreció—. No te permitiré encabezarla, pero puedes cabalgar a mi derecha. —El rostro de Rufaar se despejó. Se incorporó de un salto y abrazó a su progenitor.

—¿Y nosotros? —sus otros tres hijos se unieron al coro—. ¿Y nosotros qué, padre bienamado?

—Vosotros, los cachorros, podéis cabalgar detrás de nosotros. —Salida los fulminó con la mirada para ocultar su afecto—. Tal vez Rufaar y yo os arrojemos algunas sobras de nuestro banquete. Ahora, traedme mi camello.

* * *

—¡Camillero! —la llamada se repitió en media docena de puntos de la cortina exterior del cuadro, en los que había soldados heridos por el aleatorio fuego de los derviches. Rápidamente, los heridos fueron llevados al centro, y las brechas se cerraron. Los doctores operaban entre las moscas y el polvo, arremangados hasta el codo. La sangre se coagulaba rápidamente en el calor. Los heridos que aún podían andar regresaban, vendados, a ocupar sus puestos en el cuadro.

—¡Aguadores! —el grito se repetía a lo largo de todo el pequeño cuadro. Los muchachos se apresuraron a llevar los odres y derramaron agua en las cantimploras forradas de fieltro.

—¡Munición por aquí! —repartiendo paquetes de cartón, los municioneros recorrían los lados del cuadro.

Los ametralladores luchaban por despejar los atascos de sus armas. Arrojaban invaluable agua sobre los cañones para enfriarlos. Desaparecía al hervir en nubes de vapor siseante, y el metal crujía y tintineaba. Pero los mecanismos estaban bien atascados, y por más que los martillaran y tiraran de ellos, no cedían.

Repentinamente, en medio de toda esa actividad frenética, el clarín volvió a sonar.

—¡Alerta! —gritaron los sargentos.

—Regresan. —La caballería derviche surgió de las colinas peladas. Como una gran ola que ganara cuerpo detrás de la rompiente, se alinearon a lo largo del pie de las colinas, de cara al cuadro.

—Ahí está tu enemigo —le susurró Penrod a Yakub. El estandarte rojo ondeó en el centro de la línea, llevado por dos derviches adolescentes.

—Sí —asintió Yakub—. El del turbante azul es Salida. El chacal sarnoso que va a su lado es su hijo Rufaar, también lo debo matar a él. Los que llevan su bandera son otros de sus hijos. Matarlos no será honroso, será como aplastar piojos con las uñas, pero debe ser hecho.

—Entonces aún nos queda mucho por hacer. —Penrod sonrió mientras abría otro caja de papel llena de cartuchos y se los ponía en las presillas de la canana.

—Salida es un viejo chacal astuto —murmuró Yakub—. Por el dulce aliento del Profeta, vaya si aprende rápido. Vio cómo deteníamos las primeras cargas. ¡Mira! Ha reforzado su centro.

Penrod vio a qué se refería. Salida había cambiado de formación. Su línea no se extendía en forma regular. En los flancos sólo había filas de dos en fondo, pero en el centro, Salida había formado un martillo, un sólido nudo de filas cerradas de seis en fondo.

* * *

Al otro lado del cuadro, el general sir Herbert Stewart estudiaba al emir a través de la lente de su telescopio.

—Parece muy viejo y frágil.

—Es viejo, pero no frágil, señor —le aseguró Hardinge—. Con sólo cincuenta hombres, encabezó la carga que quebró a los egipcios de Valentín Baker en Suakin. Eso fue hace menos de dos años. El viejo perro aún tiene dientes.

—Entonces se los tendremos que sacar —murmuró Stewart.

—Ahí viene, señor.

—Ya lo creo que viene —asintió Stewart.

* * *

Las filas derviches avanzaron, los caballos al trote y los camellos a un paso regular, los hombres que los montaban enarbolando sus armas y coreando sus gritos de guerra. Una tormenta de polvo se elevaba a su paso Cruzaron el punto medio de la distancia que los separaba de sus oponentes y comenzaron un trote largo. Las líneas se cerraron como un puño que se aprieta. Por delante de ellos, el suelo estaba cubierto de sus propios caídos. Formaban una espesa alfombra, como flores de cerezo derribadas por el viento en un huerto. Sus arlequinescas aljubas llevaban manchas más recientes y oscuras que las aplicaciones decorativas, y las moscas azules se alzaron en una nube cuando el trueno de la carga hizo temblar la tierra. Los cascos de la primera fila pisotearon los cadáveres, desperdigándolos en un nuevo desorden, y avanzaron sin detenerse.

En el centro, Salida se inclinaba hacia adelante sobre la silla de su camello gris. Su fusil seguía en la funda que llevaba bajo la rodilla, pero manejaba el pesado montante con tanta facilidad como si se tratara de un juguete. No daba gritos de guerra, pues reservaba su poco aliento para cosas más importantes. Su expresión era extática; las lagañas de sus ojos inyectados en sangre le corrían por las mejillas hasta la barba gris plateada Era un blanco evidente para los fusiles que esperaban. La primera andanada los golpeó, y hombres y animales cayeron bajo los disparos. Pero Salida y sus hijos siguieron adelante, indemnes. Los hombres se abrían paso desde las filas de retaguardia para llenar los claros, y llegaban a tiempo para recibir la andanada siguiente, y la que venía después de ésa. Pero Salida seguía sobre el caballo.

Una ametralladora Nordenfelt abrió fuego sobre el flanco izquierdo, rebanando el frente de la carga derviche con sus balas. Luego, casi de inmediato, volvió a atascarse y calló. Pero los Martini-Henry disparaban al unísono, manteniendo su terrible ritmo pausado. Los camellos bramaban cuando eran alcanzados y caían. Los caballos corcoveaban, se encabritaban y caían hacia atrás, aplastando a sus jinetes. Pero en el centro de Salida, nuevos montados ocupaban la primera línea. Salida llegó al punto, a seis metros de la cortina del cuadro, en que cada carga anterior había desfallecido y fracasado. La rodilla de Rufaar tocó la suya, y sus otros hijos lo respaldaban desde una distancia igualmente corta. Aunque tres filas del centro de los derviches habían caído bajo las balas, desde atrás seguían surgiendo valientes que le daban al martillo el peso necesario para estrellarse contra la frágil pared del cuadro.

—Esta vez, quebraremos a esos perros —dijo Rufaar.

Pero la línea británica nunca se quiebra. A veces cede un poco, como una hoja de acero de damasco al doblarla, pero no se quiebra. Como una ola que golpeara la solidez de un arrecife de coral, los derviches se derramaron sobre la primera fila. Figuras de uniforme caqui cayeron bajo los tajos de las hojas, y los derviches les dispararon desde el lomo de sus camellos. Pero gradualmente, el martillo de Salida perdió impulso. Perdió velocidad, vaciló y al fin perdió peso y furia contra la segunda fila del pequeño cuadro. Los hombrones de guerreras caqui empapadas en sudor, primero los contuvieron, después los rechazaron.

La caballería derviche volvió grupas y se dispersó hacia los acantilados.

Salida se tambaleaba en la silla. Un bayonetazo se le había hundido Profundamente por encima de la cadera. Pudo haber caído, pero Rufaar se estiró y, pasándole un brazo por los hombros lo retuvo, llevándolo al refugio del wadi.

—Tienes una fea herida, padre. —Trató de hacerlo echar pie a tierra.

—La batalla acaba de comenzar. —Salida alejó de un golpe las manos de su hijo—. Ayúdame a vendar este pequeño corte, luego cabalgaremos para finalizar la tarea que Dios y el Madí nos destinaron.

Vendaron la herida del anciano con su largo turbante azul, apretando tan fuerte que la sangre dejó de salir; y el vendaje enderezó su espalda de modo que pudo erguirse en la silla otra vez.

—Que suenen los atabales —dijo Salida—. Haced sonar la ombeia. Regresamos.

Osman Atalan se acercó a ellos, cabalgando en Agua Dulce, Hulu May-ya. Su división beya esperaba en la reserva, lista para cargar aprovechando la brecha que abrieran Salida y sus yaalin.

—Venerable y belicoso emir, has hecho más que hombre alguno antes que tú. Ahora, déjame que, con mis beya, terminemos el trabajo que tan bien comenzaste.

—Abriré una brecha —dijo firmemente Salida—. Podéis seguirme, tal como convinimos.

Osman contempló ese rostro altivo y se dio cuenta de que discutir no serviría de nada. Si se demoraban un minuto más, el día se perdería. El muro británico casi se había quebrado. Si golpearan otra vez en el mismo lugar antes de que se recuperase, tal vez triunfaran.

—Cabalga, pues, noble emir. Te seguiré de cerca.

Todo el ejército derviche, dos divisiones enteras, se derramó por las colinas y avanzó sobre la pequeña aglomeración de hombres de la llanura abierta. A la vanguardia, cabalgaba una figura consumida, vestida con una aljuba ensangrentada, destocado, con el cabello gris sobre los hombros. Sus ojos brillaban afiebrados como los de un santo o un loco.

* * *

—Caballeros —Stewart se dirigía a su estado mayor—, cambiaremos de emplazamiento para recibir adecuadamente a estos buenos señores. No esperaba que machacaran de esa forma nuestra pared trasera. Al parecer, regresan en busca de más.

Se alejaban juntos cuando Hardinge cabalgó hacia ellos para reportarse.

—Los derviches hicieron algún daño con esa última carga, señor. En total, sufrimos cincuenta y cinco bajas. Perdimos tres oficiales: Elliot, Cartwright y Johnson. Otros dos resultaron heridos.

—¿Munición?

—Aún hay mucha, pero las cuatro Nordenfelt están inutilizables.

—Maldita chatarra. Pedí Gatlings. ¿Qué ocurre con el agua?

—Queda poca, señor. Debemos alcanzar los pozos antes de que caiga la noche.

—Ésa es mi intención. Stewart señaló a las masas de caballería derviche que se extendían al pie de las colinas. —Parece que están por atacar con todo lo que tienen. Un último tiro de dados desesperado. Quiero que transmita la orden a las otras tres paredes de que tengan la cuarta columna lista para actuar en caso de que esos tipos se metan.

—Oh, nunca entrarán, señor.

—Por supuesto que no, pero de todas formas, ocúpese de las cuartas columnas.

Durante la batalla, los derviches habían martillado sobre la pared norte del cuadro. Los hombres de las otras tres paredes sólo habían recibido la primera carga. A partir de entonces, su participación había sido escasa. Estaban inquietos y frustrados. Ahora, ante la nueva amenaza, los sargentos recorrieron las filas designando a los que conformarían la cuarta columna. Si el enemigo quebraba una de las paredes, no se podía permitir que el cuadro se derrumbase sobre sí mismo. Las otras tres paredes debían aguantar a pie firme, mientras que uno de cada cuatro hombres, la cuarta columna, se precipitaba a cerrar la brecha y reconstruir la pared quebrada. Antes de que estuvieran listos, los tambores de guerra batieron su ritmo frenético y las ombeias rebuznaron y balaron. La caballería derviche volvió a avanzar.

Sin tropas a sus órdenes directas, Penrod había tenido tiempo de calcular la altura del sol a través de sus párpados entrecerrados. Pasa del mediodía pensó, asombrado. Estamos en acción hace más de tres horas.

Junto a él, Yakub se preocupaba:

—Si Salida no viene a mí, otro lo matará antes que yo.

—No harán eso, bondadoso Yakub. —Penrod se alzó el casco, se enjugó la frente y volvió a ponérselo en un airoso ángulo inclinado. Luego, miró hacia adelante: el retumbar de lo cascos y el parloteo de voces árabes creció hasta convertirse en la ensordecedora obertura de la batalla. A todo galope, los derviches llegaron hasta el umbral del cuadro.

—Primera fila, fuego escalonado. Fuego. —Los sargentos comenzaron con su letanía y los disparos en masa tronaron a intervalos regulares. Las filas de la caballería se estremecieron y sacudieron cuando las andanadas los rastrillaron, y su avance se hizo más lento bajo el terrible castigo, pero continuaron progresando, debatiéndose en las últimas yardas hasta que chocaron por segunda vez con la pared. Como toros furiosos, los dos bandos entrelazaron sus cuernos, se balancearon y empujaron, clavaron y dieron tajos.

Los británicos cedieron un poco, luego regresaron a sus posiciones. Los soldados blancos eran hábiles con la bayoneta. Estas armas tenían más alcance y eran más fáciles de recuperar que el montante, con su movimiento de balanceo. Por segunda vez en el día, la división de Salida comenzó a sentir el castigo. Los soldados usaban las bayonetas desde cerca. Algunos cayeron bajo las pesadas hojas que habían sido de los cruzados, pero los demás se plantaron firmemente, y los derviches comenzaron a perder terreno con más rapidez.

Entonces, Osman Atalan cabalgó a la cabeza de su descansada reserva. Apareció detrás de Salida, y arrojó todo su peso en la balanza. Sus beya eran una avalancha y nada se les podía interponer.

—¡Entraron! —Un terrible grito se alzó de las filas británicas. Lo impensable había ocurrido. Un cuadro británico había sido quebrado. Los derviches, eufóricos, entraban a raudales. Hicieron retroceder la línea color caqui y el caos descendió sobre la densa muchedumbre apiñada de hombres que combatían. Los soldados británicos que quedaban aislados caían y morían bajo las hojas derviches, y eran pisoteados por los cascos.

—¡Sólo hay un Dios! —gritaban los aggagiers, matando y volviendo a matar.

Bajo el peso de los aggagiers de Osman Atalan, los soldados de la destrozada pared norte no tardaron en quedar separados en pequeños grupos de tres y cuatro hombres. Mientras retrocedían, Penrod les corrió al encuentro y agrupó a algunos de los perdidos bajo su propio mando.

—A formar aquí, muchachos. Espalda con espalda y hombro con hombro —gritó.

Reconocieron su autoridad y su presencia y se abrieron paso combatiendo hasta él. A medida que se juntaban, se endurecían en un todo coherente, un pinchudo erizo de bayonetas en medio de la furia fluida del combate.

Otros oficiales reagrupaban a las tropas dispersas. Hardinge juntó una docena de hombres, y ambos grupos se fusionaron. Ya no eran un par de pequeños erizos, sino un feroz puercoespín que hacía castañetear sus púas de acero.

Un árabe montado en un alto camello negro se estrelló contra ellos, y antes de que pudieran derribarlo, lanceó a Hardinge, atravesándole el vientre. Hardinge dejó caer su espada y se aferró del asta con ambas manos. El árabe aún se aferraba al regatón. De un solo tirón, Hardinge lo arrancó de la silla. Cayeron juntos en un revoltijo. Penrod tomó la espada que Hardinge había soltado y le clavó la punta al derviche entre los omóplatos. Hardinge trató de incorporarse, pero tenía la punta de la lanza metida profundamente en las tripas. Quiso arrancársela, pero las garfios laterales de la punta, anclados en sus carnes, se lo impidieron. Cayó otra vez, inclinó cabeza y cerró los ojos, aferrando el asta de la lanza con ambas manos.

Penrod se puso á su lado para protegerlo, y sus soldados cerraron brecha a uno y otro lado. Era agradable volver a empuñar un buen sable.

La hoja tenía maravillosos temple y equilibrio: cobró vida en la mano de Penrod. Otro derviche se precipitó sobre él, enarbolando el montante por encima de su cabeza. Penrod detuvo la pesada hoja alto sobre la línea natural y la desvió, haciéndola pasar junto a su hombro. Le tajeó la manga, pero sin llegar a cortar su piel. Antes de que el derviche pudiera recuperar, Penrod lo mató atravesándole la garganta de un puntazo. Tuvo un momento para mirar alrededor su pequeño grupo aún resistía a pie firme. Sus bayonetas habían perdido filo y tenían los brazos negros de sangre árabe coagulada.

—Adelante muchachos —les ordenó Penrod—. ¡Cerrar la brecha!

—Vamos muchachos. ¡Enseñémosles la salida a estos tipos! —una familiar voz aguda sonó junto a Penrod. Percy Stapleton estaba junto á él. Había perdido el casco y su cabello rizado estaba oscuro de polvo y sudor, pero sonreía como un simio enloquecido mientras daba golpes de filo y punta a otro derviche, antes de alcanzarlo limpiamente en el pecho. Penrod percibió enseguida que Percy era un experto esgrimista natural. Cuando un derviche le tiró un golpe a las rodillas, Percy saltó con ligereza por sobre la hoja y le dio un tajo al costado del cuello, casi seccionándoselo. El hombre dejó caer su montante y trató de aferrarse la garganta con ambas manos. Percy lo remató de una rápida estocada.

—Buen trabajo, señor. —Penrod estaba ligeramente impresionado.

—Es usted demasiado amable, señor. —Percy se apartó el cabello de los ojos de una cabezada, y ambos miraron en torno en busca de nuevos oponentes.

Pero, en forma muy repentina, la carga derviche perdió ímpetu. Se demoró y vaciló, volvió a avanzar, tropezó contra la masa de camellos echados del tren de bagaje británicos y se detuvo. Los dos bandos de contendientes se trabaron y reclinaron uno sobre otro, como boxeadores en la décima vuelta, demasiado exhaustos para seguir tirando puñetazos.

—¡Cuartas columnas, adelante! —el general Stewart tomó el mando de su reserva en ese crucial momento en que todo pendía en frágil equilibrio. Giraron y formaron detrás de él. Espada en mano, avanzó al frente de los hombres dando largas zancadas que lo hacían parecer un marabú. Salieron de detrás de la pared de camellos echados y se lanzaron sobre los grupos dispersos de derviches del flanco izquierdo. Las desperdigadas y exhaustas bandas de soldados británicos lo vieron acercarse, y, recuperando ánimos, se volvieron a arrojar a la pelea. El cuadro quebrado comenzó a contraerse, reparando el desgarrón de su trama externa.

Osman Atalan, con el instinto seguro del guerrero, reconoció el momento en que la batalla quedaba perdida. Volvió la grupas de su yegua, y él y sus aggagiers se abrieron paso combatiendo antes de que las fauces de la trampa se cerraran sobre ellos. Se alejaron a galope hacia la seguridad de las colinas, dejando a Salida y a sus hijos enredados en el cuadro británico.

Salida aún cabalgaba su camello. Pero la herida de encima de la cadera se había reabierto, y la sangre le chorreaba por la piernas. Su rostro estaba amarillo como el barro de una surgente sulfurosa, y la espada se le había caído de la mano temblorosa. Rufaar iba montado detrás de él y, tomándolo de la cintura con el brazo, lo mantenía erguido a pesar de los corcovos aterrados del camello. Salida estaba aturdido por el letargo que le producían sus heridas, y por la conmoción de ver cómo sus hijos menores morían bajo las bayonetas británicas. Los buscaba con desconcierto infantil, pero sus cuerpos rotos estaban perdidos bajo el pisotear de los cascos.

Yakub vio que las filas derviches se abrían al volverse para enfrentar a la reserva de Stewart.

—Tengo que ocuparme de asuntos particulares, efendi —le dijo a Penrod, pero éste y Percy Stapleton habían encontrado tres derviches enloquecidos más de qué ocuparse, y no notaron que se alejaba, escurriéndose.

Yakub corrió hacia detrás del camello de Salida, recogiendo a la pasada un montante de la mano de un árabe muerto. El animal pateaba y corcoveaba, pero Yakub esquivó los golpes de sus pezuñas, que podían haber sido mortales. Con un poderoso mandoble seccionó los tendones de una de las patas posteriores de la bestia. Ésta bramó y se precipitó hacia adelante, andando en tres patas, pero Yakub lo siguió a la carrera y le cortó el otro jarrete. El camello se derrumbó sobre sus cuartos traseros. Salida y Rufaar fueron arrojados con violencia de su lomo. Rufaar se mantuvo agarrado a su padre, tratando de amortiguar su caída, cuando ambos dieron en el suelo a los pies de Yakub.

Rufaar alzó la vista y lo reconoció.

—¡Yakub bin Alfar! —dijo, con voz enronquecida por el odio amargo de la venganza de sangre. Pero tomaba a su padre con las dos manos y le era imposible defenderse.

—¡Enemigo mío! —respondió Yakub, y lo mató. Le dejó el montante clavado en el pecho hasta la cruz y desenvainó su daga. Tomó un puñado de la plateada barba de Salida y le echó la cabeza hacia atrás, dejándole expuesta la garganta. No le serruchó la tráquea, sino que pasó el filo de su daga, afilado como el de una navaja por el costado de la arrugada garganta. Seccionó la arteria carótida bajo la oreja de Salida, y no hizo esfuerzo alguno por evitar el brillante chorro de sangre que le bañó manos y brazos.

—Ella está vengada —susurró, ungiéndose la frente con la sangre. No pronunciaba el nombre de su hermana, pues había sido una puta y muchos hombres buenos habían muerto a causa de ella. Soltó la barba de Salida, cuyo rostro se estrelló en el polvo. Dejándolo tendido a la vera de su hijo, se apresuró a regresar junto a Penrod.

La brecha del cuadro británico se cerró sobre los derviches como la boca de una anémona marina sobre un pececillo que nadara entre sus tentáculos. Los derviches no pedían cuartel. El martirio llevaba a la vida eterna y lo recibían con beneplácito. Los hombres de Stewart sabían que no se rendirían. Como una serpiente venenosa con el espinazo roto, atacarían cualquier mano que se tendiera hacia ellos, por más compasiva que fuera la intención de ésta.

Los soldados esgrimían implacablemente bayonetas y espadas, pero era una faena peligrosa y sangrienta, pues cada uno de los derviches debía ser rodeado antes de acuchillarlo. Mientras les quedara vida, combatían. La matanza continuó toda la tarde, furiosa al comienzo, cediendo gradualmente después.

Aun cuando pareció finalizar, no fue así. Entre las pilas de cadáveres, quedaban ánsar que se fingían muertos, agazapados para lanzarse contra cualquier víctima desprevenida. Los británicos perdieron media docena de hombres más como resultado de estos ataques furtivos antes de que el general Stewart ordenara avanzar. Recogieron a sus caídos, que eran muchos. Cuando retrocedieron marchando al palmar del borde del llano que marcaba los pozos de Abu Klea se llevaron consigo a noventa y cuatro heridos y setenta y cuatro cadáveres británicos, envueltos en sus mantas.

Entre las palmas, erigieron una zareba y enterraron a sus muertos, disponiéndolos con cuidado en hileras en la poco profunda fosa común cavada a toda prisa en la tierra arenosa. Ya atardecía cuando Penrod logró ubicar a Hardinge en el hospital de campaña.

—He venido a devolverle su espada, señor. —Ofreció la bella arma.

—Gracias, Ballantyne —susurró débilmente Hardinge—. Es un regalo de mi esposa. —Su rostro estaba pálido como la cera. Habían acercado su camilla al fuego, pues se había quejado del frío. Estiró la mano con gesto dolorido y tocó la hoja como si se despidiera—. Sin embargo, dudo de que la vuelva a emplear. Guárdela, y empléela como lo hizo hoy.

—No la aceptaré, señor. Usted entrará en Jartum con nosotros —le aseguró Penrod, pero Hardinge se derrumbó en la camilla.

—Creo que no —murmuró. Tenía razón: antes del amanecer, estaba muerto.

Los demás hombres estaban demasiado agotados como para continuar la marcha. Aunque lo obsesionaba pensar en ese gran hombre solitario que los esperaba en Jartum, Stewart no podía hacerlos proseguir en el estado en que se encontraban. Les concedió esa noche y la mayor parte de la mañana siguiente para que se recuperaran. Descansaron hasta mediodía a la sombra escasa del palmar que rodeaba los pozos. El agua estaba muy sucia, y era casi tan salobre como la de mar. La hirvieron con té negro y lo que quedaba de azúcar.

En el calor enervante del mediodía, Stewart no osó seguir esperando. Dio orden de continuar la marcha. Cargaron los heridos más graves sobre los camellos, y cuando el clarín dio la señal de avanzar, marcharon trabajosamente por la tierra ardiente. Marcharon por lo que quedaba del día y continuaron su camino cuando cayó la noche. Antes del amanecer llevaban cubiertas veintitrés millas, y se detuvieron. No podían seguir. Estaban totalmente exhaustos. Sólo quedaban unas pocas tazas de agua para cada hombre. Los camellos no daban más: aunque podían oler el río, les era imposible alcanzarlo. Los heridos estaban en una situación desesperada. Stewart supo que los perdería a casi todos a no ser que consiguiera llevarlos hasta el agua. Envió un corredor en busca de Penrod.

—Ballantyne, necesito una vez más de sus conocimientos del terreno. ¿A qué distancia está el río?

—Estamos muy cerca, señor, a unas cuatro millas. Lo veremos desde el próximo cerro.

—Cuatro millas —musitó Stewart Contempló las exhaustas filas británicas. Las cuatro millas lo mismo podían haber sido cien, por las pocas esperanzas que tenía de cubrirlas. Estaba por hablar otra vez cuando Penrod lo interrumpió.

—Mire allí adelante, señor.

Sobre la loma que se extendía entre ellos y el río había aparecido una pequeña banda compuesta de unos cincuenta derviches. Todos los oficiales tomaron sus telescopios. A través de la lente, Penrod reconoció de inmediato el estandarte de Osman Atalan. Después, distinguió su alta figura esbelta, alzándose sobre su yegua color crema en el centro de la banda.

—No son demasiados —dijo sir Charles Wilson, el segundo de Stewart, pero su tono era dubitativo—. Deberíamos poder barrerlos sin demasiado problema. No creo que tengan la temeridad de atacarnos otra vez, no después de la lección que les dimos en los pozos.

Penrod estaba a punto de contradecirlo. Quería señalar que Atalan era un astuto táctico: había retirado a sus hombres de la batalla perdida de Abu Klea antes de que resultaran totalmente destruidos. A lo largo del día y la noche anterior, sus batidores debían de haber seguido al castigado cuadro británico, esperando ese momento, en que habían consumido todas su fuerza y su resistencia y sus camellos estaban agotados. Con esfuerzo, Penrod se tragó sus palabras.

—¿Quería usted decir algo, Ballantyne? —Stewart no había bajado el telescopio, pero registró la reacción de Penrod.

—El que monta el caballo color crema es el propio Osman Atalan. Creo que son más que sólo esa cuadrilla. Salieron comparativamente bien librados en Abu Klea. Sus divisiones están casi intactas.

—Probablemente usted tenga razón —asintió Stewart.

—Se ve polvo a la derecha —señaló Penrod. Todos los telescopios se volvieron en esa dirección y un grupo de varios cientos más de montados derviches apareció sobre la loma. Entonces, se vio otra polvareda a la izquierda. Rápidamente, el número de enemigos pasó de cincuenta a varios miles. Sus ceñudos escuadrones les bloqueaban directamente el paso al Nilo.

Stewart bajó su telescopio y lo cerró de un golpe. Miró de frente a sir Charles Wilson.

—Propongo que dejemos los bagajes y los heridos aquí en la zareba, con quinientos hombres en buenas condiciones que los protejan. Luego, con una columna volante compuesta de los ochocientos o novecientos hombres en mejor estado, intentemos llegar al río.

—Los camellos no dan más, señor —dijo rápidamente Wilson—. No lo lograrán.

—Soy consciente de ello —dijo Stewart en tono tajante. En su fuero interno, había llegado a considerar que su segundo era un hombre que, en un rosedal, olería el abono—. Dejaremos los camellos aquí, con los heridos, y avanzaremos a pie. —Ignoró la expresión azorada de su estado mayor y se dirigió a Penrod—. ¿Cuánto le tomará llevarnos hasta el río, Ballantyne?

—Sin heridos ni bagaje, podemos estar allí en dos horas, señor —dijo Ballantyne con toda la confianza que no sentía.

—Muy bien. Los comandantes de la compañía seleccionarán sus hombres más fuertes y descansados. Marcharemos dentro de cuarenta minutos, exactamente a las quince cero cero.

* * *

¿Qué clase de hombres son ésos? —preguntó asombrado al-Noor, cuando, desde sus caballos, contemplaron cómo el raleado cuadro británico formaba y salía marchando de la zareba—. No tienen animales ni agua y siguen avanzando. Por el Santo Nombre de Dios, ¿qué clase de hombres son?

—Descienden de los hombres que batallaron en Jerusalén contra nuestro antepasado Saladino, el Campeón de la Fe, hace ochocientos años —respondió Osman Atalan—. Son hombres de la Cruz Roja, como los cruzados de otrora. Pero no son más que hombres. Contempladlos y recordad la batalla de Hattin.

—Siempre debemos recordar Hattin —asintieron sus aggagiers.

—En Hattin, Saladino encerró a un ejército exhausto y enloquecido por la sed y lo destruyó de un solo golpe. Les infligió tales pérdidas a los infieles que les quitó todo el reino de Jerusalén, que les habían arrebatado a los creyentes, ocupándolo durante ochenta y ocho años. —Osman Atalan se irguió sobre los estribos y apuntó la hoja de su montante hacia la banda de hombres que marchaban, tan pequeña e insignificante sobre el pedregoso llano gris—. Éste es nuestro campo de Hattin. Antes de que el sol se ponga habremos destruido este ejército. Ni uno de ellos llegará al río con vida. ¡Por la gloria de Alá y de su Madí!

Sus aggagiers desenvainaron sus espadas.

—La victoria es de Dios y de su Madí —exclamaron.

Cuando el cuadro británico ascendió lentamente por la suave ladera, los derviches desaparecieron del otro lado de la loma. Los británicos continuaron su laborioso avance. Cada pocos cientos de yardas se detenían para preservar el orden de las ondulantes filas y permitir que los rezagados los alcanzaran. No podían dejarlos a merced de los derviches y de sus cuchillos de castrar. Después, marchaban otra vez. En uno de los altos, Stewart mandó a llamar a Penrod.

—¿Qué hay del otro lado de la cima? Describa el terreno que nos espera —ordenó.

—Desde la cima deberíamos ver la ciudad de Metemma, sobre la orilla más próxima —le aseguró Penrod—. Entre nosotros y ésta se extiende una franja de dunas y matorral denso de una media milla de ancho; después, las barrancas del Nilo.

—Dios quiera que desde la cima veamos también los vapores de Gordon atracados a la orilla y listos para llevarnos hasta Jartum. —En el momento en que Stewart decía estas palabras, la cresta de la loma se transformó. En toda su extensión brotaron blancas bocanadas de humo, como un campo de algodón cuyos capullos maduros estallaran a la caliente luz del sol Las balas Boxer-Henry azotaban el suelo en torno a ellos, arando la tierra roja y aullando al rebotar en las blancas rocas de cuarzo.

—¿No deberíamos responder el fuego, señor? —preguntó Wilson—. ¿Limpiar esa cresta antes de continuar la marcha?

—No hay tiempo para eso. Debemos continuar el avance —respondió secamente Stewart—. Mande buscar a mi gaitero.

El gaitero personal de sir Herbert Stewart era, como su patrón, un escocés de las tierras altas. Vestía el tartán de caza de los Stewart, y se tocaba con un glengarry, el birrete tradicional escocés, ladeado en un ángulo desafiante, con las cintas colgándole a la espalda.

—Toca un buen aire de marcha —le ordenó Stewart.

—¿The Road to the Isles, señor?

—Conoces mis favoritos, ¿verdad, joven Patrick Duffy?

El gaitero avanzó hasta colocarse veinte pasos por delante de la pared frontal del cuadro, balanceando su kilt, la falda escocesa, mientras su gaita gemía la música salvaje, ultraterrena, que inflama las pasiones bélicas de todos los hombres que la oyen. Las balas seguían azotando el terreno en torno de ellos. Cada tantos minutos, algún hombre resultaba alcanzado y caía. Sus compañeros lo levantaban y se lo llevaban con ellos. Los tiradores derviches se retiraban ante el decidido avance hasta que finalmente la cresta quedó desierta y silenciosa. El cuadro marchó resueltamente hacia allí.

De pronto, los atabales escondidos al otro lado de la cima estallaron en un profundo ritmo grave que hizo temblar el aire. Luego, la tierra pareció vibrar en simpatía. Con un tronar de cascos, la caballería beya apareció contra el horizonte de la cresta.

El cuadro se detuvo y cerró filas, y la horda de jinetes se precipitó contra el primer diluvio de balas y retrocedió, tambaleante. Cuando la segunda y la tercera andanadas los diezmaron, volvieron grupas y se retiraron al galope.

Los soldados recogieron a sus camaradas heridos y retomaron su avance. Otra carga beya tronó, recortada contra el horizonte. Los atabales latieron y las ombeias chillaron. Los británicos tendieron en el suelo a sus muertos y heridos y formaron la pared impenetrable. La carga se quebró contra ellos, y como una ola que retrocede, reculó. La fatigosa marcha recomenzó. Pasaron por encima de los derviches caídos y, para prevenir los traicioneros ataques suicidas de los guerreros que se fingían muertos, bayonetearon los cuerpos vivos y muertos a medida que marchaban por encima de ellos.

Finalmente, la primera fila alcanzó el filo de la loma. Un ronco vítor brotó de sus gargantas resecas y sonrieron con sus labios resquebrajados y sangrantes. Ante ellos, se extendía la amplia extensión del Nilo. La superficie del río se astillaba al sol en una miríada de brillantes reflejos, como monedas de plata que giraran sobre su eje. Allí, sobre la otra margen, estaban atracados los lindos vaporcitos de la flotilla de Gordon, esperando para llevarlos río arriba, a Jartum.

Algunos de los hombres cayeron de rodillas, pero sus camaradas los pusieron de pie y los sostuvieron. Penrod oyó el graznido de un jovenzuelo: "¡Agua! ¡Dulce Dios, agua!" Pero su voz quedaba sofocada por su hinchada lengua violácea.

El cabo que lo sostenía le dijo:

—Las cantimploras están vacías, pero allí abajo hay tanta agua como puedas beber. ¡Fuerza, mozo! Bajaremos a buscarla. No nos va a parar ningún moro.

—No se detengan, muchachos —dijo el sargento—. No al menos hasta que no os hayáis lavado el hedor de vuestro sudor en ese arroyuelo.

Los que aún podían, dieron, con nuevo entusiasmo en su paso fatigado, comenzaron a descender hacia el Nilo. Ante ellos se extendía una serie ondulada de dunas bajas, última barrera antes del río. Las arenas eran de todos los matices: canela y castaño, púrpura amarronado y chocolate. Las hondonadas que las separaban tenían espesos matorrales de zarzas y arbustos halófilos.

Más allá de las dunas, a lo largo de la ribera, se extendía la laberíntica ciudad nativa de Metemma. Las estrechas callejuelas serpenteantes, chozas y cuchitriles se hacinaban hasta el borde mismo del agua. Estaba desierta y silenciosa como una necrópolis.

—Esa ciudad es una trampa, señor. —Penrod ofreció su opinión en tono deferente—. Tenga la certeza de que pulula de derviches. Si los hombres se meten allí, los harán pedazos.

—Tiene toda la razón, Ballantyne —gruñó Stewart—. Dirijámonos al trozo de ribera despejado que está debajo de la ciudad. —El fuego acosante de los derviches aún brotaba y humeaba desde las cimas de las dunas y de entre el espeso matorral de las hondonadas que tenían por debajo de ellos. Stewart dio un paso hacia adelante, y giró sobre sí mismo al resultar alcanzado por una bala de gran calibre. Cayó convertido en un ovillo quebrantado. Penrod se hincó junto a él y vio que el tiro le había dado en la ingle, rompiendo la articulación mayor del fémur. Entre burbujas de sangre, asomaban astillas de hueso de la carne revuelta. Ningún hombre podía sobrevivir a semejante herida.

Stewart se sentó y metió el puño cerrado en el agujero que boqueaba en su carne.

—Me dieron —le dijo en tono urgente a sir Charles Wilson—. Hágase cargo del mando. Que el regimiento siga presionando con toda su fuerza para llegar al río. Que nada se interponga en su camino. Diríjase al río con todo lo que tiene.

Penrod trató de alzarlo para llevarlo con ellos.

—Maldita sea, Ballantyne. Haga su trabajo, hombre. Déjeme aquí. Condúzcalos. Debe ayudar a Wilson a llevarlos hasta el río.

Penrod se incorporó y dos robustos soldados se precipitaron hacia el general.

—¡Buena suerte, señor! —dijo Penrod, dejándolo. Se apresuró a alcanzar la primera fila y los condujo dunas abajo.

No parecía que un escuadrón de caballería pudiera ocultarse en las bajas matas, pero mientras descendían por la ladera, el matorral delante de ellos hormigueó de caballos y figuras vestidas de aljubas variopintas. En segundos, los dos bandos estaban trabados una vez más en una lucha salvaje y sangrienta. Cada vez que los soldados los rechazaban con el azote de sus andanadas, se reagrupaban y volvían a cargar. Ahora, algunos de los hombres blancos de las primeras filas del mutilado cuadro británico caían, no a causa de sus heridas, sino por el agotamiento producido por el calor y por la terrible sed. Los hombres que tenían a uno y otro lado, los alzaban y los forzaban a seguir avanzando.

El sudor se secaba sobre sus guerreras en manchas orilladas de sal; sus cuerpos ya no podían sudar. Se tambaleaban como ebrios y arrastraban sus fusiles con sus últimas fuerzas. La visión de Penrod temblaba y se ofuscaba con formas nubosas. Parpadeó para despejar sus ojos, y cada paso era una labor titánica.

Justo cuando parecía que habían sobrepasado el límite de la resistencia de hombres mortales, el denso matorral que tenían frente a ellos susurró y se estremeció con otra carga de montados. Encabezándola, se distinguía la familiar figura de turbante verde. El pelo de la yegua color crema que cabalgaba estaba opaco de sudor; sus largas crines apelmazadas y enmarañadas. Osman Atalan reconoció a Penrod en la primera fila del cuadro, hizo volverse a la yegua con las rodillas y cabalgó directamente hacia él.

Penrod trató de afirmarse, pero sentía que sus piernas se habían vuelto de goma. Su carabina liviana de caballería parecía haberse transmutado en plomo. Necesitó un doloroso esfuerzo para alzarla hasta el hombro. Aunque aún los separaban cincuenta pasos, la imagen de su enemigo, Osman Atalan, pareció llenar todo su distorsionado campo visual. Disparó. El sonido le pareció asordinado y todo lo que lo rodeaba aparentaba moverse con onírica lentitud. Vio cómo su bala impactaba en la parte superior de la frente de la yegua, por encima del nivel de sus magníficos ojos oscuros. Echó la cabeza hacia atrás y cayó, golpeando el suelo en una nube de arena mientras sus remos pateaban espasmódicamente. Quedó inmóvil, con el pescuezo retorcido debajo del cuerpo.

Con gracia felina, Osman sacó los pies de los estribos cuando el animal caía y saltó de su lomo, aterrizando con ligereza y equilibrio. Se incorporó y le clavó la mirada a Penrod con expresión de odio mortal. Penrod trató de recargar el rifle, pero sus dedos se sentían entumecidos y tardos, y Osman lo miraba a los ojos con hipnótico hechizo. Osman se inclinó a recoger su montante. Corrió hacia Penrod. Al fin, éste se las compuso para guiar el cartucho hasta la recámara abierta, y corrió el cerrojo. Alzó el arma, y su puntería vaciló. Trató desesperadamente de afirmarla y cuando, por un instante la guía de la mira se detuvo sobre el pecho de Osman, disparó. Vio cómo la bala rozaba el brazo derecho de Osman, trazando una línea sangrienta a lo largo de su bíceps, pero Osman ni se inmutó, ni perdió su agarre sobre la empuñadura del montante. Siguió avanzando a ritmo parejo. Los soldados que flanqueaban a Penrod a uno y otro lado le apuntaron con sus fusiles. Las balas levantaban arena o crujían entre las ramas de las zarzas. Pero la vida de Osman parecía protegida por un sortilegio.

—¡Matad a ese hombre! —gritó Wilson en tono nervioso y estridente.

Los demás jinetes árabes habían visto caer a su emir y rompieron filas. Uno de sus agaggiers viró hacia la figura aislada de Osman.

—¡Voy hacia allí, amo!

—Déjame, Noor. Esto no ha terminado —le gritó Osman en respuesta.

—Suficiente por hoy. Pelearemos otra vez —sin detener el paso de su cabalgadura, al-Noor se inclinó desde la silla, enlazó su brazo al de Osman y lo subió en ancas.

Mientras se retiraba al interior de los densos matorrales, Osman miraba con ojos terribles hacia Penrod.

—No ha terminado. En nombre de Dios que esto no finalizó. —Después, desapareció. El resto de la caballería derviche se esfumó con igual velocidad y un tétrico silencio cayó sobre el campo. Algunos de los exhaustos hombres de la línea británica volvieron a derrumbarse, pues sus piernas ya no los sostenían, pero los gritos de los sargentos los alentaron:

—De pie muchachos. ¡Tenéis el río frente a vosotros!

El gaitero de Stewart hinchó su instrumento y Scotland the Brave estriduló en el aire del desierto. Los hombres se echaron las armas al hombro, recogieron a sus muertos y el cuadro volvió a avanzar. Tambaleándose en la primera fila, Penrod se lamió la sal y la sangre seca de los labios y sus últimas gotas de sudor le quemaron los ojos inyectados en sangre cuando escrutó el matorral que tenían en frente en busca de la oleada siguiente de jinetes salvajes.

Pero los derviches ya no estaban. Se habían dispersado como humo. Los británicos salieron a la alta orilla del Nilo y saludaron con gestos y gritos a los vapores que se veían al otro lado del río. Eran bonitos como barcos de juguete que flotaran en el Serpentine de la ciudad de Londres una mañana de domingo.

Habían vencido en su intento de cruce. Habían alcanzado el río, y ciento cincuenta millas al sur, en Jartum, el general Charles Gordon seguía resistiendo.

Osman Atalan esperaba en la aldea de Metemma a que las divisiones despedazadas de sus aliados yaalin se reagruparan, y a que sus jeques acudieran a él para ponerse a sus órdenes. Pero su emir, Salida, había muerto junto a todos sus hijos. Bravos como habían sido a sus órdenes, ahora eran como una criatura sin padre. Alá los había abandonado. Su causa estaba perdida. Desaparecieron en los descampados de su desierto. Osman esperó en vano.

Con las primeras luces de la mañana siguiente hizo llamar al maestro de palomas.

—Tráeme tres de tus aves más veloces y ligeras —ordenó. Con su propia mano, escribió su mensaje para el Madí por triplicado, una copia para cada ave. Aun si los halcones u otra desgracia caían sobre una o hasta dos de éstas, el vital mensaje llegaría donde el santo hombre en Omdurman.

"Al Madí Muhammad Ajmed, que Alá te proteja y te abrigue. Mi vergüenza y mi pesar son una gran roca en mi vientre, pues has de saber que los infieles nos han vencido en batalla. El emir Salida ha muerto y su división ha sido destruida. Los infieles han alcanzado el Nilo en Metemma. Regreso a Omdurman con mi división. Ora por nosotros, Santo y Poderoso Madí.

El maestro de palomas ató los mensajes a las patas de las aves, las puso otra vez en su cesta y las llevó a la ribera. Osman lo precedió. El maestro de palomas le entregó las aves de a una. Antes de soltarlas, Osman las retenía entre sus manos y la bendecía.

—Vuela rápido y derecho, pequeña amiga. Que Alá te proteja. —Lanzó el ave al aire, y ésta se elevó con un golpeteo de alas, trazó un círculo sobre la pequeña aldea de Metemma, se orientó y partió como una flecha hacia el sur, aleteando a toda velocidad. Dejó que cada una de las palomas se alejara bien antes de enviar la siguiente, de modo que no formaran una bandada que atrajera la atención de los depredadores.

Cuando las perdió de vista caminó de regreso hasta el pueblo, y subió al domo de barro de la mezquita. En el balcón del alminar, desde donde el almuédano llama a los fieles a la oración, veía a la perfección ambas márgenes del río. El grupo de pequeños vapores blancos aún estaba fondeado corriente abajo, en el Estanque de los Cocodrilos. Estaban fuera de su alcance, pues no tenía artillería con qué atacarlos. Volvió su atención al campamento británico. A simple vista podía distinguir a los hombres dentro de los muros de su zareba apresuradamente erigida. Aún no habían hecho ningún esfuerzo por comenzar a cargar los vapores con hombres ni equipos. Lo intrigó esa extraña inactividad. Era muy diferente de la energía y la urgencia que habían desplegado hasta entonces. Si su objetivo aún era alcanzar y socorrer Jartum en cuanto fuera posible, deberían haber dejado a sus heridos en la orilla, embarcado sus hombres en condiciones de pelear y partido hacia el sur sin perder ni una hora.

—Tal vez Alá aún no nos haya olvidado. Tal vez Él me ayude a alcanzar la ciudad antes que estos hombres impredecibles —murmuró.

Descendió del alminar y se dirigió hasta donde lo esperaban los que quedaban de sus hombres, en las afueras de la aldea. Los caballos y camellos ya estaban ensillados y cargados, y al-Noor le tenía de la rienda su nuevo corcel. Era un gran semental negro, el animal más fuerte de su reata. Osman le acarició la mancha blanca de la frente. Su nombre era al-Buc, Trompeta de Guerra.

—No tienes mácula, Buc —susurró— pero nunca igualarás a Hulu May-ya. —Miró hacia las dunas donde ésta había caído. Los buitres y los cuervos aún daban vueltas sobre la loma. ¿Habrá alguna vez otro animal tan noble como ése? se preguntó, y la marea negra de la ira inundó las profundidades de su ser. Abadan Riyi, tienes mucho que pagar.

Montó y alzó el puño derecho.

—¡En nombre de Alá, partimos a Omdurman! —exclamó, y sus aggagiers lo siguieron en un trueno de cascos.

* * *

Jartum estaba entumecida por la desesperación, débil por la enfermedad y las privaciones. Las penetrantes voces de las niñas contrastaban con el ominoso silencio que las rodeaba.

—Viene uno —dijo Saffron.

—Ya sé. Lo vi hace mucho —replicó Amber.

—Es mentira. ¡No lo viste!

—¡Sí lo vi!

—Basta de reñir, pequeñas brujas —ordenó David Benbrook con severidad— y señaládmelo. —Los ojos jóvenes de ellas veían más que los de él.

—Allí, papá. Justo arriba de la isla Tutti.

—Apenas a la izquierda de esa pequeña nube.

—Ah, sí, Claro —dijo David, deslizándose la culata de su escopeta bajo la axila derecha y volviéndose para alinearse con el ave que se aproximaba—. Sólo os estaba poniendo a prueba.

—¡No, es que no veías!

—Oh, oh. Un poco más de respeto, por favor, ángel mío.

Nazira oyó sus voces. Regresaba a la cocina llevando una jarra de agua que había sacado del pozo del establo. Estaba por hervirla y filtrarla, pero las voces la distrajeron. Dejó la jarra sobre la mesa de al lado de la puerta principal, junto a los vasos que se alineaban sobre la bandeja de plata, cruzó hasta la ventana del comedor y miró hacia la terraza. El cónsul estaba de pie en medio del pardo jardín requemado. Miraba fijamente al cielo. Su comportamiento no tenía nada de inusual. Ya hacía varias semanas que pasaba todas las tardes en la terraza, acechando a cualquier ave que se pusiera al alcance de su escopeta. Regresó a la cocina, y distraída, dejó la jarra de agua sin hervir sobre la mesa junto a los vasos. A sus espaldas, oyó la detonación de la escopeta y más chillidos excitados. Sonrió cariñosamente y cerró la puerta de la cocina a sus espaldas.

—¡Le acertaste, papi!

—¡Oh, Inteligente paterfamilias! —Era la última adición de Saffron a su vocabulario.

La paloma giró en el aire cuando los perdigones le hicieron volar una nube de plumas del pecho. Cayó aleteando y se estrelló sobre las ramas superiores del tamarindo, por arriba de los dormitorios del palacio. Allí quedó, a casi diez metros del suelo. Las gemelas corrieron una carrera hasta la base del árbol y comenzaron a treparlo, discutiendo y empujándose.

—Con cuidado, pequeños demonios —les dijo David, preocupada—. Os vais a lastimar.

Saffron fue la primera en llegar al ave. Por algo era audaz como un muchacho. Haciendo equilibrios sobre la rama, se metió el cuerpo tibio bajo la pechera del vestido y comenzó a bajar.

—Siempre te llevas todo por delante —la acusó Amber.

Saffron aceptó el elogio sin protestas y saltó los pocos pies que la separaban del suelo. Corrió hacia su padre.

—¡Tiene un mensaje! —gritó con voz estridente—. Tiene un mensaje como las otras.

—Dios bendito, así es —asintió David—. ¿No tenemos suerte? Veamos qué tienen para decir los caballeros del otro lado del río. —Las gemelas bailoteaban tras él mientras entraba en el vestíbulo con la paloma muerta. Apoyó la escopeta contra la pared, hurgó en el bolsillo de su chaqueta en busca de sus lentes, y se los prendió a la nariz. Luego, con su cortaplumas, cortó el hilo que sujetaba el pequeño rollo de papel y lo extendió cuidadosamente sobre la mesa junto a la jarra y los vasos. Sus labios se movieron silenciosamente mientras descifraba la escritura árabe, y lentamente su expresión benigna cambió. Ahora, se lo veía alerta y expeditivo.

—Ésta es una noticia maravillosa. La columna de socorro ha despedazado al ejército derviche en el norte. Ahora, estarán aquí en pocos días. Debo llevarle esta nota al general de inmediato —les dijo a las gemelas—. Entrad y decidle a Nazira que os prepare el baño. Tardaré un poco, pero os iré a dar las buenas noches antes que os durmáis. —Se encasquetó el sombrero y, atravesando la terraza, partió hacia el cuartel general de Gordon.

Saffron manoteó la escopeta antes de que Amber la pudiera alcanzar. La esgrimió, como si fuese otro trofeo, bajo las narices de su hermana.

—Esto no es justo, Saffy. Siempre haces todo.

—No seas bebé.

—No soy ningún bebé.

—Eres un bebé y estás haciendo pucheros.

Atravesando el vestíbulo, Saffron llevó la escopeta hacia la sala de armas de su padre. Con los brazos en jarras y los puños apretados, Amber la vio partir. Su rostro estaba arrebolado y la transpiración le pegaba el cabello a la frente. Vio la jarra sobre la mesa donde la había dejado Nazira. Con gesto indignado, se sirvió un vaso de agua, lo bebió e hizo una mueca.

—Tiene un sabor extraño— se quejó—. Y no soy un bebé y no estoy haciendo pucheros. Sólo es que estoy un poco enfadada.

* * *

Ryder Courtney sabía que su estadía en Jartum tocaba a su fin. Aun si la columna de socorro llegara antes de que la ciudad cayera y lograra evacuar a todos sin problemas, la ciudad terminaría por caer en manos de los derviches. Estaba despejando el complejo, disponiéndose a partir a la primera oportunidad. Rebecca se había ofrecido a ayudarlo a hacer un inventario y remitos de embarque para todo lo que cargara en el Intrepid Ibis.

Ryder era cada vez más consciente del torbellino emocional en que ella se encontraba. A medida que las condiciones se degradaban en la ciudad, la incertidumbre desgastaba los nervios de todos. La amenaza del gran ejército sitiador derviche parecía crecer a medida que la moral de la atrapada población declinaba y que la columna de socorro seguía sin llegar. La ciudad ya llevaba diez meses asediada por el Madí. Era mucho tiempo para vivir bajo la amenaza de una muerte horrible.

Ryder sabía cuánto pesaba sobre Rebecca la responsabilidad de cuidar a sus hermanas menores. Su padre servía de poco en ese aspecto: era amable y afectuoso, pero, como las gemelas, confiaba en ella con fe casi infantil. Ni una de las mujeres sudanesas había regresado al trabajo desde que la chusma atacara el complejo. Las tareas de la reducida cocina de torta verde habían recaído casi por completo sobre Rebecca. Las gemelas eran ayudantes bien dispuestas, pero el demoledor trabajo manual estaba más allá de su fuerza y su resistencia. La admiración y el afecto que Ryder sentía por ella aumentaban al ver cómo luchaba para cuidar a su familia. Considero una vez más el hecho de que, con sólo dieciocho años, le hubiese sido destinada esa pesada carga de responsabilidad. Entendía lo sola y aislada que se sentía, y trataba de darle la ayuda que necesitaba. Sin embargo, era consciente de que su malhadado comportamiento impulsivo había dañado la confianza que sentía por él. Debía tener cuidado de no volver a asustarla, pero deseaba tomarla entre sus brazos, consolarla y protegerla. Sentía que desde que Penrod Ballantyne había dejado Jartum, progresaba en su intento de reparar su dañada relación: parecía mucho más cómoda junto a el. Sus conversaciones eran más relajadas y ya no lo evitaba en forma tan obvia como antes.

Estaban en la fortaleza, sentados cada uno a un lado del escritorio.

Contaban montones de dólares de plata, disponiéndolos en pilas de cincuenta, que luego empacaban en rollos de pergamino y embalaban en cajas para café de madera, para llevarlas a bordo del Ibis. Por el rabillo del ojo Ryder contempló cómo se hacía a un lado un mechón de su hermoso cabello sedoso. Le dolió el corazón al notar los callos de sus manos y las pequeñas líneas que las preocupaciones y las penurias habían trazado en las comisuras de sus ojos. Su cutis era más adecuado al placentero clima de Inglaterra que a la calcinante luz y el quemante aire del desierto. Cuando esto termine, puedo vender todo lo que tengo aquí y llevarla conmigo a Inglaterra, pensó.

Ella alzó la cabeza repentinamente y lo sorprendió mirándola.

—¿Qué haríamos sin ti, Ryder? —dijo.

Quedó atónito por las palabras y por el tono en que ella las pronunció.

—Mi querida Rebecca, tú no tendrías problema en ninguna circunstancia. Tu fuerza y tu resolución no son mérito mío.

—He sido poco gentil contigo —dijo ignorando su negativa—. Actué como una niñita. De todas las personas, tú eres la que yo debí haber tratado mejor. Sin ti, podríamos haber perecido hace mucho.

—Ahora estás siendo gentil conmigo. Eso compensa todo —dijo él.

—La torta verde es sólo uno de los obsequios de valor que le hiciste a mi familia. No creo que sea exageración decir que con ella nos salvaste la vida. Estamos saludables y fuertes en medio del hambre y la muerte. Nunca te podré pagar eso.

—Tu amistad es todo el pago al que podría aspirar.

Ella le sonrió y las líneas marcadas por la preocupación se alisaron. Él quiso decirle que era hermosa, pero se tragó las palabras. Ella tendió la mano por encima del escritorio, derribando una de las pilas de monedas de plata y le tomó la mano.

—Eres un buen amigo y un buen hombre, Ryder Courtney.

Por primera vez, estudió su rostro abiertamente. No es tan bello como Penrod, pensó, pero tiene un rostro fuerte, honesto. Es una cara que uno podría ver a diario sin cansarse nunca. Nunca me abandonaría, como hizo Penrod. No tendría muchachas nativas escondidas en la habitación del fondo. Es un hombre de sustancia, no de ostentación ni fingimientos. El pan nunca faltaría en su mesa. Es un hombre como una roca, y protegería a su mujer. La mano que tomaba la suya era poderosa, endurecida por el trabajo. Su brazo descubierto, extendido hacia ella era como el pilar de una casa. Bajo la tela de su camisa sus hombros eran anchos y cuadrados. Era un nombre, no un niño.

Entonces, recordó repentinamente dónde se encontraba. Su sonrisa se arrumbó. La precariedad de sus existencias volvió a exhibirse ante sus ojos.

¿Qué ocurriría si Ryder partía en el Ibis y las dejaba a ella y a las gemelas allí? ¿Qué les ocurriría si el Madí y su ejército asesino tomaran la ciudad por asalto? Sabía qué les hacían a las mujeres que capturaban. Las lágrimas le inundaron los ojos y se adhirieron a sus pestañas.

—Oh, Ryder ¿Qué será de todos nosotros? ¿Moriremos todos en este lugar terrible? ¿Moriremos antes de vivir? —En su corazón de mujer, sabía que sólo había una forma de unir a un hombre como ése a ella para siempre. ¿Estaba preparada para dar ese paso?

—No, Rebecca. Has sido muy valiente y fuerte durante mucho tiempo. No te rindas ahora. —Se puso de pie y dio rápidamente la vuelta al escritorio.

Alzó la mirada hacia él, que estaba de pie a su lado, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

—Abrázame, Ryder ¡Abrázame! —suplicó.

—No quiero ofenderte otra vez —vaciló él.

—Entonces era una niña, una muchacha que no pensaba. Ahora soy una mujer. Abrázame como a una mujer.

La ayudó a ponerse de pie y la tomó con suavidad entre sus brazos.

—¡Sé fuerte! —dijo.

—¡Ayúdame! —respondió ella, y se estrechó contra él. Sepultó su rostro en su pecho y olió su aroma. Sus terrores y dudas parecieron disminuir hasta hacerse insignificantes. Se sentía segura. Sentía que la fuerza de él fluía hacia ella, y se le aferró con queda desesperación. Luego, lentamente, tomó conciencia de una nueva y agradable sensación que parecía emanar del centro de su ser. No era la divina, consumidora locura que había invocado Penrod Ballantyne. Era más bien un fulgor que la entibiaba. Podía confiar en ese hombre. Estaba a salvo en sus brazos. Sería fácil hacer aquello que se le había ocurrido.

Esto es algo que debo hacer no sólo por mí, sino por mi familia. Silenciosamente, tomó esa decisión, y dijo en voz alta:

—Bésame, Ryder. —Alzó su rostro hacia él—. Bésame como lo hiciste antes.

—Rebecca, Becky querida ¿estás segura de lo que estás haciendo?

—Si sólo puedes preguntarme estupideces —le dijo sonriendo—, entonces no hables. Sólo bésame.

Su boca era cálida, y su aliento se mezcló con el suyo. Los labios de ella eran suaves, y sintió cómo la lengua de él se deslizaba entre ellos. Una vez, eso la había asustado y confundido, pero ahora disfrutaba de su sabor. Lo tomaré y lo haré mi hombre, pensó. Rechazo al otro. Tomo a Ryder Courtney. Una vez tomada esa meditada decisión, dejó que sus emociones tomaran el control. Soltó la traílla de toda contención y sintió que algo en lo hondo de su vientre se apoderaba de ella. Era una sensación tan poderosa que llegaba al umbral del dolor. La sentía pulsar dentro de ella.

Es mi vientre, pensó, atónita. Ha despertado al centro de mi feminidad. Apretó con fuerza sus caderas contra las de él, tratando de calmar el dolor o agudizarlo, no sabía cuál de las dos cosas. La última vez que Ryder la abrazó, no había entendido qué era eso que se hinchaba y endurecía. Ahora lo sabía. Esta ves, no tenía miedo. Hasta tenía un nombre secreto para esa cosa de los hombres. Lo llamaba tama, por el tamarindo al que daba su dormitorio, por donde Penrod había trepado esa primera noche.

Su tama le canta a mi cosita, pensó, y a mi cosita le gusta la melodía. Su madre, la emancipada Sarah Isabel Benbrook le había enseñado lo de “cosita”.

—Éste podría ser el último día de nuestras vidas. No lo desperdiciemos —susurró—. Tomemos el momento, aferrémoslo y no lo dejemos ir. —Pero él era deferente. Ella debió tomarle las manos y ponérselas sobre sus pechos. Sus pezones parecían hincharse y arder bajo su toque.

Entrelazó los dedos de una de sus manos en el cabello de la nuca de él para hacerle bajar la cabeza, y con la otra se abrió las presillas que le sujetaban el frente del corpiño. Liberó uno de sus pechos y, cuando éste salió de su prisión, se lo metió en la boca a él. Gritó al sentir el tierno dolor que producían sus dientes en la carne tierna. Su esencia la inundó y se derramó.

Se sintió abrumada por una desesperada sensación de urgencia.

—Rápido, por favor, Ryder. Me estoy muriendo. No me dejes morir. Sálvame. —Sabía que lo que decía no tenía ni pies ni cabeza, pero no le importaba. Le entrelazó los brazos por detrás del cuello y trató de trepar a su cuerpo. Él la rodeó con sus brazos, tomó un doble puñado del dobladillo de su falda y se la alzó hasta la cintura. No llevaba nada debajo, y sus nalgas eran pálidas y redondas como un par de huevos de avestruz en la penumbra de la habitación, que tenía cerrados los postigos. Él las tomó en sus manos y la levantó.

Ella trabó sus muslos contra las caderas de él y lo sintió hundiéndose en el sedoso nido de rizos que tenía donde sus piernas se unían.

—¡Rápido! No puedo vivir ni un momento más si no te tengo dentro de mí. —Apretó hacia abajo con fuerza, cerrando los ojos con el esfuerzo, y sintió que toda su resistencia a él cedía. Le clavó los dedos en la espalda y volvió a apretar hacia abajo. Todo lo que ocurría en el mundo dejó de importarle, cuando sintió que él se deslizaba en su interior, empalándola profundamente. Sintió que su matriz se abría para recibirlo. Se lanzó contra él con una especie de desesperación apenas controlada. Sintió que las piernas de él comenzaban a temblar y contempló su rostro, que se contorsionaba en una extática agonía. Sintió que las piernas de él se estremecían debajo de ambos, y se movió con más fuerza y velocidad. Él abrió la boca, y cuando gritó, la voz de ella le respondió como un eco. Quedaron atrapados en un feroz paroxismo que pareció unirlos por toda la eternidad, pero al fin sus voces se hundieron en el silencio y los rígidos músculos de las piernas de él se relajaron. Él se hundió al suelo de rodillas, pero ella se le aferró con desesperación, ciñéndosele de modo que no pudiera deslizarse fuera de ella, dejándola vacía.

Al fin, él pareció regresar de algún lugar lejano y la miró con expresión incrédula y maravillada.

—¿Ahora eres mi mujer? —Era mitad pregunta y mitad afirmación—. Sí —asintió ella—. Y tú eres mi hombre. Te apretaré así para siempre y nunca te soltaré.

Le sonrió tiernamente. Aún lo tenía adentro. Se sentía maravillosamente poderosa, deliciosamente lasciva y desvergonzada. Cerró sus ijadas y apretó con fuerza. No sabía que podía hacer ese truco. Él jadeó y sus ojos se abrieron de par en par.

—Soy tu feliz cautivo —dijo él. Ella lo besó en los labios.

Cuando ella se separó para tomar aire, él prosiguió.

—¿Me harás el gran honor de convertirte en mi esposa? No queremos escandalizar al mundo ¿verdad?

De pronto, todo ocurría muy rápido. Aunque ésa había sido su intención, no pudo pensar en una respuesta que fuese al mismo tiempo púdica y que lo comprometiera. Mientras evaluaba qué decir, alguien golpeó con energía la puerta de la fortaleza. Ella lo apartó, empujándolo y se apresuró a ocultar sus senos dentro del corpiño, mirando ansiosamente a la puerta.

—Está con llave —le recordó él en un susurro—. Con cientos de libras en metálico sobre el escritorio, prefería no correr riesgos. —Alzó la voz—: ¿Quién es?

—Soy yo, Bacheet. Traje un boletín de Gordon Pacha.

—No es suficiente para interrumpirme cuando estoy ocupado —replicó Ryder. Gordon emitía sus boletines casi a diario. Estaban destinados a confortar a la población de la ciudad y reforzar su voluntad de resistir. Así que sus composiciones tenían amplias licencias poéticas, y a menudo estaban separadas de la verdad por una considerable distancia.

—Éste es importante, efendi. —Bacheet hablaba en tono de excitación—. Buenas noticias. Muy buenas noticias.

—Pásalo por debajo de la puerta —ordenó Ryder.

Se puso de pie y ayudó a Rebecca a incorporarse. Ambos se acomodaron las ropas: él se abotonó la bragueta y ella se alisó la falda. Luego, Ryder fue a la puerta y recogió el boletín toscamente impreso. Le echo un vistazo, luego se lo alcanzó a ella.

EJÉRCITO DERVICHE DERROTADO.

CAMINO A JARTUM ABIERTO.

COLUMNA DE SOCORRO BRITÁNICA LLEGARÁ EN DÍAS.

Ella lo leyó dos veces, la primera rápido, la segunda pausadamente. Al fin, alzó la vista hacia él.

—¿Crees que esta vez sea verdad?

—De no ser así, sería un engaño cruel. Pero el Chino Gordon no se caracteriza por su moderación ni por su consideración por los sentimientos delicados de los demás.

Rebecca fingía releer el boletín, pero su mente corría a toda velocidad. Si la columna de socorro realmente estaba en camino, ¿realmente era tan acuciante la necesidad de una relación permanente con Ryder Courtney? Como esposa de él, se vería condenada a pasar el resto de sus días en esa tierra salvaje y cruel. ¿Volvería a ver alguna vez los verdes campos de Inglaterra y disfrutar de la sociedad de personas civilizadas? ¿Había una necesidad urgente de casarse con un hombre agradable, que la cuidaría, pero a quien no amaba?

—Cierto o no —prosiguió Ryder— pronto lo sabremos. En cualquier caso, aún serás mi prometida. La caldera del Ibis está en su presión máxima y su bodega contiene hasta la última brizna de carga que le cabe… —Se interrumpió y estudió su cara, intrigado—: ¿Qué ocurre, querida mía? ¿Algo te preocupa?

—No he respondido a tu pregunta —dijo ella suavemente.

—Oh, si eso es todo, la repetiré, en la esperanza de que me des una respuesta formal —dijo—. Rebecca Helen Benbrook, ¿quieres tomarme a mí, Ryder Courtney, por tu esposo, casado contigo ante la ley?

—A decir verdad, no lo sé —dijo ella, y él se quedó mirándola, horrorizado—. Por favor, dame un poco de tiempo para pensarlo. Es una decisión de mucha consecuencia y no puedo precipitarme.

En ese momento crucial del cual tanto dependía, un pensamiento le vino de pronto a la mente: si la columna de socorro llegara pasado mañana ¿estaría con ellos Penrod Ballantyne? Luego pensó, esté o no esté, poco importa, porque él ya no significa nada para mí. Hice un error al confiar en él, pero ahora no me importa si vuelve a sus muchachas árabes y a su vida de tenorio. Pero no era un pensamiento convincente, y la imagen de Penrod Persistió en su mente durante todo el camino al palacio consular, mucho después de dejar el complejo de Ryder.

* * *

A sir Charles Wilson le llevó varios días reunir a todos sus heridos, el bagaje y la reata de camellos. En el ínterin, fortificó el campamento de la orilla del río por debajo de Metemma, emplazando las ametralladoras Nordenfelt de forma de que cubrieran todos los aproches, y alzó los muros de la zareba hasta que tuvieron seis pies de alto.

El tercer día después de la batalla, el cirujano jefe del regimiento le informó que la herida del general Stewart se había gangrenado. Wilson se apresuró a dirigirse a la tienda de campaña donde funcionaba el hospital. El olor a podredumbre dulce de la carne necrótica era nauseabundo en el calor. Stewart yacía bañado en sudor bajo un mosquitero sobre el que caminaban las grandes y velludas moscas azules, en busca de un punto de entrada para alcanzar el olor irresistible de la herida. Estaba cubierta por un vendaje muy manchado de una descarga amarilla como crema pastelera.

—Logré extraer la bala —le aseguró el cirujano a Wilson, y agregó, bajando su voz hasta un susurro para que el herido no pudiera oír—: La gangrena está muy instalada, señor. Me temo que hay poca o ninguna esperanza.

Stewart deliraba y, cuando Wilson se inclinó sobre el catre de campaña, lo tomó por el general Gordon.

—Gracias a Dios que llegamos a tiempo, Gordon. Por momentos, temí que llegásemos demasiado tarde. Le ofrezco mis felicitaciones por su coraje y su fortaleza, que salvaron Jartum. El vuestro es un logro del cual Su Majestad y todos los ciudadanos del imperio británico estarán justamente orgullosos.

—Soy Charles Wilson, no Charles Gordon, señor —lo corrigió Wilson.

Stewart lo contempló, atónito, luego estiró su brazo por fuera del mosquitero y le tomó la mano.

—¡Oh, buen trabajo, Charles! Sabía que podía confiar en que cumplirías con tu deber. ¿Dónde está Gordon? Dile que venga a verme ya mismo. Quiero darle mis felicitaciones en forma personal.

Wilson soltó su mano y se alejó de la cama. Se volvió al cirujano.

—¿Lo está sedando lo suficiente? No le puede hacer bien agitarse tanto.

—Le administro diez granos de láudano cada dos horas. Pero las heridas duelen poco una vez que se instala la gangrena.

—Lo pondré en el primer vapor que parta río abajo hacia Aswan. Ello probablemente ocurra en dos o tres días.

—¿Dos o tres días? —Stewart sólo había oído las últimas frases—. ¿Por qué va a enviar a Gordon a Aswan, y por qué en dos o tres días? Respóndame.

—La partida de los vapores hacia Jartum es inminente, general. Nos hemos topado con obstáculos imprevistos pero inevitables.

—¿Gordon? Pero ¿dónde está Gordon?

—Tenemos la esperanza de que aún resista en Jartum, señor, pero aún no hemos tenido noticias de él.

Stewart miró alrededor con expresión enajenada, desconcertada.

—¿Esto no es Jartum? ¿Dónde estamos? ¿Hace cuánto estamos aquí?

—Esto es Metemma, señor —intervino suavemente el cirujano—. Hace cuatro días que usted está aquí.

—¡Cuatro días! —la voz de Stewart se alzó en un grito—. Usted ha desperdiciado el sacrificio que hicieron mis pobres muchachos. ¿Por qué no avanzó a toda velocidad a Jartum, en vez de quedarse sentado aquí?

—Delira —le dijo secamente Wilson al cirujano—. Déle otra dosis de láudano.

—No deliro —gritó Stewart—. Si usted no parte de inmediato para Jartum, lo someteré a una corte marcial y lo haré fusilar por abandono del deber y cobardía ante el enemigo, señor. —Se atragantó y cayó sobre sus almohadas, agotado, murmurando. Cerró los ojos y quedó en silencio.

—Pobre hombre. —Wilson meneó la cabeza con hondo pesar—. Ha perdido la cabeza por completo y alucina. No está en condiciones de evaluar cuál es la situación. Cuídelo y que esté cómodo.

Respondió a la venia del doctor, y salió, agachándose para pasar por la abertura de la tienda. Parpadeó ante la brillante luz del sol, luego frunció el ceño al ver que un pequeño grupo de oficiales estaba en rígida posición de firmes muy cerca de allí. Ciertamente, habían oído todo lo hablado. Sus expresiones no dejaban dudas de que así era.

—Caballeros ¿no tienen usted nada mejor que hacer que holgar aquí? —preguntó Wilson. Evitaron su mirada cuando, tras hacerle la venia, se alejaron.

Sólo uno se quedó donde estaba. Penrod Ballantyne era el oficial de menos graduación del grupo. Su comportamiento era impertinente. Caminaba por una cuerda floja sobre el mortal precipicio de la insubordinación. Wilson lo fulminó con la mirada.

—¿Qué le pasa, capitán? —quiso saber.

—Me preguntaba si podía hablar con usted, señor.

—¿Qué ocurre, pues?

—Los camellos están totalmente recuperados. Han bebido mucho y se han alimentado bien. Si usted me lo permite, puedo estar de regreso en Jartum en veinticuatro horas.

—¿Con qué propósito, capitán? ¿Piensa liberar la ciudad por su cuente? Wilson dejó que su ceño se convirtiese en una sonrisita burlona, una presión que no lo mejoraba gran cosa, pensó Penrod.

—Mi propósito sería llevarle sus despachos al general Gordon e informarlo de sus intenciones, señor. La ciudad está bajo una intensa presión y al límite de su resistencia. Hay mujeres y niños ingleses tras sus muros. Que caigan en las garras del Madí es cuestión de días. Tenía la esperanza de que se me permitiera asegurarle al general Gordon que usted tiene conciencia de cuál es su situación y la de la población toda.

—Usted desaprueba la forma en que conduzco la campaña ¿verdad? Por cierto ¿cómo se llama usted, señor? —Por supuesto que Wilson sabía su nombre: ése era un insulto calculado.

—Penrod Ballantyne, décimo de Húsares, señor. Y, no señor, no osaría hacer observación alguna acerca de la forma en que usted conduce la campaña. Meramente ofrecía a su consideración mi conocimiento de la situación local.

—Me aseguraré de llamarlo si siento la necesidad de recurrir a su vasta sabiduría. Mencionaré su conducta insubordinada en los despachos que escriba al fin de la campaña. Usted debe permanecer en este campamento. No lo destacaré para una misión independiente. No lo incluiré en la fuerza que llevaré para socorrer a Jartum. A la primera oportunidad, lo enviaré de regreso a El Cairo. Ya no tendrá participación alguna en esta campaña. ¿Está claro, capitán?

—Perfectamente claro, señor —dijo Penrod, haciendo la venia.

Wilson no respondió a su saludo y se alejó pisando fuerte.

En los días que siguieron, Wilson pasó la mayor parte de su tiempo en la tienda del estado mayor. Ordenó que se hiciese un inventario de los pertrechos y municiones que quedaban. Inspeccionó las fortificaciones de la zareba. Hizo que los hombres entrenaran. Visitó a los heridos a diario, aunque el general Stewart ya no estaba consciente. Los vapores aguardaban en sus atraques, con las calderas a todo vapor. Una atmósfera de indecisión e incertidumbre cayó sobre el regimiento. Nadie sabía cuál sería el próximo paso, ni cuándo lo darían. Sir Charles Wilson no daba órdenes significativas.

Al atardecer del tercer día, Penrod bajó a los corrales de los camellos para ver a Yakub. Fingiendo inspeccionar los animales le susurró: —Ten prontos nuestros camellos y llena los odres. Cuando dejes la zareba, el santo y seña para los centinelas es Waterloo. Me reuniré contigo a medianoche junto a la pequeña mezquita al otro lado de la aldea de Metemma—. Yakub lo miró de soslayo. —Se nos ha ordenado que le llevemos mensajes a Gordon Pacha.

Yakub acudió el encuentro, y partieron hacia el sur a una velocidad que para el amanecer, ya los había puesto fuera del alcance de cualquier persecución.

Dos días a Jartum, pensó sombríamente Penrod, y mi carrera arruinada. Wilson me arrojará a los leones. Espero que Rebecca Benbrook aprecie los esfuerzos que hago por ella.

* * *

Osman Atalan, cabalgando rápidamente junto a un pequeño grupo de sus aggagiers, dejó al cuerpo principal de su caballería a muchas millas detrás de él. Ascendió por el desfiladero de la garganta de Shabluka. En las alturas, sofrenó a al-Buc y se paró sobre la silla de un salto. Equilibrándose fácilmente sobre el inquieto caballo, apuntó con su telescopio hacia la Ciudad de la Trompa de Elefante, Jartum, que se extendía en el horizonte.

—¿Qué ves, amo? —preguntó ansiosamente al-Noor.

—Las banderas del infiel y del turco ondean sobre la torre del fuerte Mukran. Jartum aún es del enemigo de Dios, Gordon Pacha —dijo Osman, y las palabras se sintieron amargas como el jugo del aloe. Se sentó otra vez en la montura y sus pies, calzados con sandalias, encontraron los estribos. Le dio un azote en el anca con el kurbash al semental y al-Buc saltó hacia adelante. Continuaron cabalgando hacia el sur.

Cuando llegaron a los colinas Kerreri, se encontraron con el primer éxodo de mujeres y ancianos de Omdurman. Los refugiados no reconocieron a Osman, que se tocaba con una cufia negra y no montaba su habitual cabalgadura, y, cuando pasó al trote un anciano le dijo:

—¡Regresa sobre tu pasos, desconocido! La ciudad está perdida. El infiel ha triunfado en una gran batalla en Abu Klea. Salida, Osman Atalan, y todos sus ejércitos han sido muertos.

—Venerable padre anciano, dinos qué ha ocurrido con el Divino y Victorioso Muhammad, el Madí, el sucesor del Profeta de Alá.

—Él es la luz de nuestros ojos, pero ha dado orden de que todos sus seguidores abandonen Omdurman antes de que lleguen el turco y el infiel. El Madí, que Alá lo ame y proteja siempre, se irá con sus huestes al desierto. Se dice que su propósito es regresar a El Obeid.

Osman se apartó el género negro que le ocultaba la cara.

—¡Mírame, anciano! ¿Sabes quién soy?

El hombre lo miró fijamente, lanzó un gemido y cayó de rodillas.

—Perdóname, poderoso emir, por haber dicho que habías muerto.

—Mis ejércitos me siguen de cerca. Cabalgamos hacia Omdurman. ¡La yihad continúa! Combatiremos a los infieles donde sea que estén. Diles esto a todos los que encuentres por el camino. —Osman taloneó los flancos de al-Buc y siguió camino al galope.

Se encontró con que reinaba el alboroto en las calles de Omdurman. Ánsar fuertemente armados galopaban por las calles estrechas; mujeres llorosas cargaban todas sus posesiones en carros tirados por borricos y en camellos; las multitudes se hacinaban en las mezquitas para oír a los imanes predicar la palabra consoladora de Alá en ese momento de derrota y desesperación. Todos se dispersaban al paso del corcel de Osman, quien cabalgó hasta el palacio de muros de barro del Madí.

Encontró al Madí y al califa Abdulahi en la azotea, bajo la enramada de juncos, atendidos por una docena de muchachas del harén. Se postró ante el angareb sobre el que el Madí estaba sentado con las piernas cruzadas. La decisión de cabalgar hasta Omdurman y enfrentar allí al sucesor del Profeta de Alá en vez de tomar a sus aggagiers y desaparecer en los desiertos del Sudán oriental había sido agónica. Sabía que si hubiera escogido hacer así, con certeza el Madí habría enviado un ejército en su persecución, pero en su propio territorio podía vencer incluso a la hueste más grande y mejor conducida. Pero hacerle la guerra al Madí, el emisario directo de Alá en la tierra, habría significado su fin como musulmán. El peligro de muerte que corría en esos momentos era preferible a que el Madí lo declarara descreído, lo que le cerraría las puertas del paraíso por toda la eternidad.

—Sólo hay un Dios, y no hay otro Dios que Alá —dijo suavemente— y Muhammad, el Madí, es el sucesor del profeta aquí en la tierra.

—Mírame a la cara, Osman Atalan —dijo el Madí. Osman alzó la vista hacia él. Sonreía, con la dulce sonrisa que dejaba al descubierto la pequeña brecha en forma de cuña entre sus incisivos. Osman supo, sintiendo la fría mano de la muerte sobre su corazón, que eso no significaba que estuviese perdonado. Sin duda, el Madí estaba furioso por su fracaso en detener a la columna de socorro. No tenía más que alzar la mano, y Osman sufriría la muerte o la mutilación. El Madí solía dar a elegir entre ambas al condenado. Durante la larga cabalgata desde Metemma, Osman había decidido que si se le ofrecía la opción, escogería la decapitación antes que la amputación de sus manos y pies.

—¿Quieres rezar conmigo, Osman Atalan? —preguntó el Madí.

El espíritu de Osman se estremeció de miedo. Esa invitación era ominosa, y a menudo precedía a la sentencia de muerte.

—Con todo mi corazón y hasta el último aliento de mi cuerpo —respondió Osman.

—Recitaremos juntos el al-fatihah, la primera sura del Noble Corán.

Osman adoptó la apropiada primera posición de prosternación y recitaron al unísono:

—"En nombre de Alá, Lleno de Gracia, el Más Misericordioso" —Luego, recorrieron los siguientes cuatro versos, hasta finalizar—: "Sólo a ti adoramos, sólo a ti pedimos ayuda, para todas y cada una de las cosas. —Cuando finalizaron, el Madí se reclinó en su asiento y dijo—: Osman Atalan, deposité mucha confianza en ti, y te fijé una tarea.

—Eres el latido de mi corazón y el aire de mis pulmones —le agradeció Osman.

—Pero me fallaste. Permitiste que el infiel te venciera. Me has entregado a mis enemigos y ahora todo está perdido.

—No, amo mío. No todo está perdido. He fracasado en esto, pero no en todo.

—Explica qué quieres decir con eso. —Alá te dijo que todo terminará sólo cuando un hombre te traiga la cabeza de Gordon Pacha. Alá te dijo que yo, Osman Atalan, soy ese hombre.

—No has cumplido la profecía. Por lo tanto, le fallaste a Dios además de a su profeta —replicó el Madí.

—La profecía de Dios y de Muhammad, el Madí, nunca puede quedar incumplida —replicó quedamente Osman, sintiendo el aliento del ángel oscuro sobre su cuello, allí donde caería el tajo del verdugo—. Tu profecía es una enorme peña en el río del tiempo, que nunca la arrastrará. He regresado a Omdurman para que la profecía se cumpla. —Señaló hacia la otra orilla del río, a la silueta despojada del fuerte Mukran—. Tras esos muros, Gordon Pacha espera su destino, y la estación del Bajo Nilo está en puerta. Te lo suplico, bendíceme, Santo.

El Madí permaneció silencioso e inmóvil durante cien de sus rápidas pulsaciones mientras pensaba a toda velocidad. El emir Osman era un hombre inteligente y un hábil táctico. Rechazar su súplica era admitir que él, Muhammad, el Madí, era falible. Al fin, sonrió y tendió su mano hacia la cabeza de Osman.

—Ve y haz lo que está escrito. Cuando hayas cumplido la profecía, regresa aquí.

* * *

Una hora antes de medianoche, una pequeña faluca flotaba sobre el canal oriental del Nilo Victoria. Navegaba río arriba contra la brisa de la noche y la corriente con la vela hábilmente facheada. al-Noor estaba sentado en la bancada junto a Osman Atalan. Ambos contemplaban la ribera de Jartum. Esa noche, el despliegue de cohetes era extravagante. Desde la caída de la oscuridad, una continua sucesión de fuegos artificiales había ascendido al cielo, donde estallaban en cascadas de chispas multicolores. La banda tocaba con renovados bríos y energías, y, cuando sus sones cesaban, se oían cantos y risas, que llegaban atenuados por sobre las aguas oscuras.

—A Gordon Pacha le han llegado noticias de lo ocurrido en Abu Klea —susurró al-Noor—. Él y sus secuaces se alegran en sus corazones paganos. A cada hora esperan que los vapores aparezcan por el sur.

Mucho después de medianoche, los sonidos de la celebración fueron cediendo gradualmente y Osram e dio una orden susurrada al timonel. Dejó que la vela latina se hinchara y se acercaron más a la costa que se extendía bajo las murallas de Jartum. Cuando llegaron a un punto que quedaba al otro lado de la plaza de armas, al-Noor le tocó el brazo a su amo y le señaló la pequeña playa que el retroceso de las aguas había dejado al descubierto. El barro mojado brillaba como hielo a la luz de las estrellas. Osman le habló en voz baja al timonel, quien, dando bordadas se acercó aún más a la costa. Osman se acercó a la proa y usó una de las pértigas para sondear el declive del fondo mientras se deslizaban a lo largo de la playa. Luego, se detuvieron, callados, atentos a la ronda de los centinelas u otros sonidos hostiles. No oyeron más que el grito de un búho en el campanario de la misión católica. Se distinguía la luz de una lámpara en los pisos superiores del palacio consular británico que daba al río, y en un momento vieron una sombra que se desplazaba detrás de las ventanas, pero después, nada se movió.

—Tras su victoria, los infieles se han amodorrado. Gordon Pacha no vigila como antes —susurró al-Noor.

—Hemos descubierto en qué playa podemos desembarcar. Podemos regresar a Omdurman a hacer nuestros preparativos —asintió Osman. Le dio una queda orden al timonel, y se dirigieron al otro lado del río.

Cuando Osman y al-Noor alcanzaron la casa de dos pisos en el barrio sur, que se extendía entre el Beit el Mal —el tesoro— y el mercado de esclavos, rompía el día y una docena de sus aggagiers estaban sentados en el patio, atendidos por los esclavos de la casa que les servían un desayuno de cordero asado en miel y tortas de dhurra acompañados de humeantes jarros de almibarado café negro abisinio.

—Noble señor, llegamos ayer al anochecer —le dijeron.

—¿Por qué tardasteis tanto? —preguntó.

—Nuestros caballos no son como al-Boc, que es el príncipe de todos los caballos.

—Sed bienvenidos. —Osman los abrazó—. Tengo más trabajo para vuestras hojas. Debemos recuperar el honor que nos fue arrebatado por los infieles en los llanos de Abu Klea.

* * *

David Benbrook insistió en ofrecer una fiesta de victoria para celebrar la batalla de Abu Klea y la llegada inminente de la columna de socorro a la ciudad. Debido a la escasez de comida y bebida, Rebecca decidió hacer una cena al fresco más bien que un despliegue formal de platería y cristal en el comedor. Se sentaron en sillas de campaña plegables de lona en la terraza que daba a la plaza de armas y escucharon a la banda militar, a la que se unieron en los estribillos más conocidos. En los intervalos, mientras la banda recuperaba el aliento, brindaron a la salud de la Reina, del general Wolsely, para darle el gusto al cónsul Le Blanc, al rey Leopoldo.

Tras largos debates con su conciencia, David decidió traer de las alacenas la única caja de champaña Krug que había estado reservando durante todos esos meses.

—Tal vez sea un poco prematuro, pero cuando lleguen, probablemente estemos demasiado ocupados como para ocupamos de ella.

Era la primera vez que el general Gordon aceptaba una de las invitaciones de Rebecca a una cena con festividades. Vestía un inmaculado uniforme de gala con fez rojo. Sus botas estaban lustradas hasta relucir y la condecoración egipcia de la Estrella de Ismael brillaba sobre su pecho. Estaba de un ánimo relajado y comunicativo, aunque Rebecca notó el tic que pulsaba debajo de su ojo izquierdo. Mordisqueó una porción minúscula de la comida que se ofrecía: torta verde, pan de dhurra y ave asada fría de alguna especie indefinida, cazada por el anfitrión. Fumaba en cadena sus cigarrillos turcos, incluso cuando se puso de pie para pronunciar un breve discurso. Les aseguró a los presentes que los vapores, atestados de tropas británicas ascendían contra los rápidos de la garganta de Shabluka en ese preciso instante y que esperaba confiado en que estarían en la ciudad a la tarde siguiente. Felicitó a los otros invitados, y a toda la población, de cualquier color o nacionalidad, por su heroica resistencia y sacrificios, y le agradeció al Dios Omnipotente que sus esfuerzos no hubieran sido en vano. Luego, agradeció al cónsul y a sus hijas por su hospitalidad y partió. El ánimo de los invitados que quedaban se aligeró de inmediato.

A las gemelas se les dio una dispensa especial para demorar su hora de irse a dormir hasta medianoche, y se les permitió beber un vaso de los de jerez del precioso champaña. Saffron se zampó el suyo como un marinero que llega al puerto, pero Amber tomó un minúsculo sorbo e hizo una mueca. Cuando Rebecca miraba para el otro lado, vertió lo que le quedaba en la copa de su gemela, para gran alegría de ésta.

A medida que avanzaba la noche, Amber parecía crecientemente callada y demacrada. No participó en las canciones, lo que le pareció extraño a Rebecca. Amber tenía una voz dulce y afinada y amaba cantar. Rechazó la invitación de David de bailar la polca con él.

—Te veo muy callada y apagada. ¿Te sientes mal, querida mía?

—Un poco, papi, pero te quiero mucho.

—¿Quieres irte a la cama? Te daré una dosis de sales. Eso te hará sentir bien.

—¡Oh, no! ¡Dios me libre! No es para tanto. —Amber forzó una sonrisa, y aunque David pareció preocupado, no siguió el tema. En cambio, fue a bailar con Saffron.

El cónsul Le Blanc también notó el inusual comportamiento de Amber. Fue a sentarse junto a ella, le tomó la mano al modo de un tío viejo y se embarcó en un largo y complicado chiste sobre un alemán, un inglés y un Mandes. Cuando llegó al punto culminante de la historia, se dobló en dos de risa y las lágrimas le rodaron por las mejillas sonrosadas. Aunque no vio qué tenía de gracioso la historia, Amber rió obedientemente, pero en seguida se puso de pie y se dirigió a Rebecca, que bailaba con Ryder Courtney. Amber le susurró algo al oído a su hermana y Rebecca, dejando a Ryder, tomó la mano de la niña y se apresuró a acompañarla al interior del palacio. David las vio irse y Saffron y él las siguieron. Cuando llegaron el pie de la escalera, Rebecca y Amber estaban en el primer descansillo por encima de ellos.

—¿Dónde vais? —preguntó David—. ¿Hay algún problema?

Sin soltarse de la mano Rebecca y Amber se volvieron hacia él. Repentinamente, Amber gruñó y se dobló. Sus tripas comenzaron a vaciarse en una explosiva corriente de gas y líquido. Salía de ella como una catarata amarilla, y siguió brotando sin detenerse, formando un hondo charco que crecía a sus pies.

David fue el primero en recuperarse.

—¡Cólera! —dijo.

Ante la temida palabra, Saffron se metió los dedos de ambas manos en la boca y gritó.

—¡Basta! —ordenó Rebecca. Pero su propia voz era casi un grito. Trató de alzar a Amber en brazos, pero la descarga amarilla aún brotaba a chorros de ella y embadurnó la pechera del largo vestido de noche de satén de Rebecca.

Ryder había oído el grito de Saffron y salió a la carrera de la terraza. De un vistazo, entendió lo que ocurría. Corrió hasta donde acababan de cenar y, arrancó el pesado mantel de damasco de la larga mesa, derribando candeleros de plata y ornamentos de mesa. Subió las escaleras a todo velocidad.

Amber seguía vaciándose copiosamente. Parecía imposible que un cuerpo tan pequeño contuviese tanto líquido. Corría escaleras abajo formando un arroyo. Ryder extendió la tela de damasco como si fuese una capa, la envolvió y, alzándola como a una muñeca, corrió escaleras arriba.

—Por favor, suéltame Ryder —suplicó Amber—. Te ensuciaré tu hermoso traje nuevo. No puedo detenerme. Estoy tan avergonzada.

—Eres una niña valiente. No tienes de qué avergonzarte —le dijo Ryder. Rebecca estaba junto a él—. ¿Dónde está el baño? —le preguntó.

—Por aquí —corrió por delante de ellos y abrió la puerta.

Ryder entró con Amber y la depositó en la tina de chapa galvanizada.

—Quitadle la ropa manchada y limpiadla con una esponja y agua fría —ordenó—. Está ardiendo. Luego, forzadla a beber. Té tibio flojo. Galones. Tiene que beber sin detenerse. Tiene que recuperar cada onza de los fluidos que perdió. —Miró a David y Saffron, que permanecían en la puerta—. Llamad a Nazira para que ayude. Ella conoce esta enfermedad. Debo regresar al Ibis a buscar mi botiquín. Mientras tanto, debéis darle de beber todo el tiempo.

Ryder corrió por la calles. Tuvo la suerte de que esa noche el general Gordon había relajado la queda para que la población pudiese festejar el levantamiento del asedio.

Bacheet había guardado el botiquín en su lugar acostumbrado, bajo su litera en la cabina principal del Ibis. Lo revisó rápidamente, buscando lo necesario para cortar la diarrea de Amber y reponer las sales minerales perdidas. Sabía que tenía poco tiempo. El cólera mata rápido. Lo llamaban "la Muerte del Perro". Podía matar a un adulto robusto en pocas horas, y Amber era una niña. Su cuerpo ya había quedado desprovisto de fluidos. Pronto, cada tendón y cada músculo pedirían líquido a gritos, terribles calambres la retorcerían y moriría, convertida en una carcasa desecada.

Por un terrible momento, creyó que los vitales paquetes de sucio polvo blanco habían desaparecido, pero recordó que los había llevado a los pañoles de la cocina para que estuviesen a salvo. En la ciudad desgarrada por el cólera, eran más valiosos que los diamantes. El polvo estaba empacado en una bolsa de sisal tejido. Había el suficiente para tratar cinco o seis casos. Lo había comprado a precio de oro al abad de un monasterio copto ubicado en lo profundo de la garganta del Nilo Azul. El abad le había dicho que los monjes excavaban en busca de ese polvo yesoso en un filón secreto ubicado entre las montañas. No sólo tenía un poderoso efecto astringente sobre los intestinos, sino que se asemejaba a la naturaleza y la composición de los minerales que la enfermedad purgaba del cuerpo humano. Ryder había sido escéptico hasta que Bacheet cayó víctima del cólera y Ryder lo salvó con generosas dosis del polvo.

Metió todo lo que necesitaba en un saco de dhurra vacío y corrió de regreso al consulado. Cuando subió al baño del primer piso, se encontró con que Amber seguía en la tina. Estaba desnuda y Rebecca y Nazira la limpiaban con agua tibia jabonosa de una jofaina que Saffron sostenía. David daba vueltas ineficazmente por ahí, sosteniendo un jarro de té negro tibio. El pesado hedor a vómito y heces inundaba la habitación, pero Ryder cuidó de no mostrar repugnancia.

—¿Vomitó?

—Sí —replicó David— pero sólo un poco de este té. No creo que tenga nada más adentro.

—¿Cuánto bebió? —preguntó Ryder, arrebatándole el jarro de la mano y echando un puñado de polvo dentro del mismo.

—Dos jarros y un poco más —dijo David, orgulloso.

—No es suficiente —dijo David secamente—. Ni se acerca a lo que hace falta.

—No quiere beber más.

—Lo hará —dijo Ryder—, si no puede beberlo, se lo daré mediante un enema. —Llevó el jarro al baño—. Amber ¿oíste lo que dije? —Ella asintió con la cabeza—. No te gustan los enemas ¿verdad? —Sacudió la cabeza con vehemencia y sus empapados rizos se sacudieron ante sus ojos—. ¡Entonces, bebe! —Le puso una mano detrás de la cabeza y le llevó la taza a los labios. Lo tragó con dificultad, luego se volvió a reclinar, jadeando. Su cuerpo, ya consumido por la prolongada escasez de alimentos, ahora estaba deshidratado y esquelético. El cambio ocurrido durante la hora que duró la ausencia de Ryder era impresionante. Sus piernas eran delgadas como las de un ave, sus costillas se veían tan claramente como si fuesen los dedos de la mano. La piel de su vientre hundido, pálido como la luna, parecía traslucida, y permitía ver la azul red de venas que corría por debajo.

Ryder agregó otro puñado de polvo al jarro y lo llenó de té tibio de la tetera que estaba allí a mano.

—¡Bebe! —ordenó, y, atragantándose, ella lo tragó.

Jadeaba débilmente y sus ojos se le habían hundido en las órbitas, que habían tomado el color de ciruelas.

—No estoy vestida. Por favor no me mires, Ryder.

Él se quitó la chaqueta de fustán y la cubrió.

—Prometo no mirarte si me prometes beber. —Volvió a llenar el jarro y le agregó polvo. A medida que ella bebía, el vientre se le hinchaba como un globo. Los gases de su interior gorgotearon, pero no volvió a vaciarse. Ryder volvió a llenar el jarro.

—No puedo beber más. Por favor, no me obligues —suplicó.

—Sí, puedes. Me hiciste una promesa.

Se bebió a la fuerza ese jarro y otro. Entonces, se sintió un fuerte olor a amoníaco y un amarillo chorrito de orina corrió por el fondo de la tina hacia el agujero de desagüe.

—Hiciste que me moje como un bebé. —Lloraba suavemente por la vergüenza.

—Buena chica —dijo él—. Eso significa que has incorporado más agua que la que perdiste. Estoy tan orgulloso de ti. —Entendía que ya había ofendido demasiado su pudor, de modo que se incorporó—. Pero ahora dejaré que te cuiden Rebecca y Saffy. No olvides tu promesa. Debes seguir bebiendo. Te esperaré afuera.

Antes de dejar el baño le susurró a Rebecca:

—Creo que tal vez vencimos. Está fuera de peligro inmediato. Pero los calambres no tardarán en comenzar. Llámame ante el primer indicio. Tendremos que masajear sus miembros, o el dolor se tornará insoportable. —De la bolsa que traía consigo sacó la botella de aceite de coco que había traído del Ibis—. Dile a Nazira que lleve esto a la cocina y que lo caliente hasta la temperatura natural de la sangre, no más que eso. Estaré a mano.

Los otros invitados se habían ido hacía horas, y todo estaba en silencio. Ryder y David se dispusieron a esperar en el remate de la escalera. Charlaban desganadamente. Discutieron la llegada de la columna de socorro, y discutieron acerca de cuándo llegarían los vapores. David concordaba con la estimación del Chino Gordon, pero Ryder no:

—Gordon siempre es cauteloso con la verdad. Dice lo que se adecué mejor a sus propósitos. Creeré en los vapores cuando los vea amarrar en el puerto. Hasta entonces, mantendré la presión en las calderas del Ibis.

Afuera, un búho lanzó su grito lóbrego a la noche, que repitió primero una, después otra vez. Inquieto, David se puso de pie y fue a la ventana. Se reclinó en el alféizar y miró hacia el río.

Cuando a medianoche el buho

tu-wit-tu-wut, habla tres veces

Entonces en un tris

Viene la muerte

—Ésas son supersticiones sin sentido —dijo Ryder— y además, no escande bien.

—Probablemente usted tenga razón —admitió David—. Mi aya me lo repetía cuando yo tenía cinco años, pero ella era mala como una bruja y le encantaba asustar a los niños. —Se enderezó y miró hacia la ribera—. Hay un barco ahí, cerca de la playa.

Ryder se le acercó y también se asomó a la ventana.

—¿Dónde?

—¡Ahí! No, ya se fue. Juro que era un barco, una faluca pequeña.

—Probablemente fuese un pescador que tendía sus redes.

Oyeron a Amber gritar angustiada desde el baño. Se precipitaron hacia allí. Estaba ovillada. Los espasmos estiraban los músculos consumidos de sus miembros hasta casi cortarlos, haciéndolos parecer tanzas. Tomándola en brazos, la sacaron de la tina y la acostaron sobre las toallas limpias que Rebecca y Nazira extendieran sobre el piso embaldosado.

Ryder se arremangó y se hincó sobre ella. Nazira vertió aceite de coco tibia en el cuenco que él formó con las manos y comenzó a masajear la piernas contorsionadas de Amber. Sentía sogas y nudos bajo su piel.

—Rebecca, la otra pierna Nazira y Saffy, los brazos —ordenó—. Hacedlo así. —Mientras trabajaban, David vertía la mezcla de polvo y té en la boca de la paciente. Rebecca observó cómo trabajaban las manos de Ryder Eran anchas y poderosas, pero suaves. Debajo de ellas, los músculos de Amber se relajaron gradualmente.

—Aún no ha terminado —les advirtió Ryder—. Habrá más. Debemos estar dispuestos para comenzar otra vez cuando lleguen los próximos espasmos.

Qué profundidades las de este hombre, pensó Rebecca. Qué contradicciones fascinantes. A veces es astuto e implacable, otras está colmado de compasión y generosidad de espíritu. ¿No sería estúpido perderlo?

Antes de que pasara una hora, regresaron los calambres que trababan los miembros de Amber, de modo que se pusieron en acción otra vez y debieron seguir trabajando durante el resto de la noche. Poco antes del amanecer, cuando ya llegaban al límite de sus fuerzas, los miembros de Amber se enderezaron gradualmente y los nudos se ablandaron y relajaron. Su cabeza se volcó a un costado y se durmió.

—Ya pasó lo peor —susurró Ryder— pero debemos seguir cuidándola. Debéis hacer que beba la mezcla en cuanto despierte. También debe comer. Tal vez le podáis dar unas gachas de dhurra y torta verde. Ojalá tuviésemos algo más sustancioso, como caldo de pollo, pero es lo que hay. Durante días, tal vez semanas, estará débil como un recién nacido. Pero desde la medianoche que no tiene diarrea, de modo que espero y creo que los gérmenes, como Joseph Lister se complace en denominar a las bestezuelas que provocan el problema, han sido purgados de su cuerpo. —Recogió del piso su chaqueta húmeda y manchada—. Sabes dónde encontrarme, Rebecca. Si me envías un mensaje, acudiré de inmediato.

—Te acompaño a la puerta. —Rebecca se puso de pie. Cuando salieron al pasillo, lo tomó del brazo—. Eres un hechicero, Ryder. Has hecho magia para nosotros. No sé cómo puede agradecerte la familia Benbrook.

—No me agradezcas, sólo reza una plegaria para el viejo abate Miguel que me robó cincuenta María Teresas a cambio de una bolsa de tiza.

En la puerta, ella se puso de puntillas y lo besó, pero cuando sintió que las ijadas de él se removían, lo apartó.

—Eres un sátiro además de un hechicero. —Se las compuso para son reír débilmente—. Pero ahora no. Nos ocuparemos de eso en cuanto sea posible. Tal vez mañana, después de que llegue la fuerza de socorro, cuando estemos a salvo de los malignos derviches.

—Me tendré a rienda corta —prometió él— pero, dime, muy querida Rebecca, ¿has considerado mi propuesta?

—Estoy segura de que estarás de acuerdo, Ryder, si te digo que en este apurado momento de nuestras vidas, mi primera consideración se la debo a Amber y al resto de mi familia, pero que cada día mi afecto por ti crece. Cuando esta terrible situación finalice, estoy segura de que tendremos algo valioso que compartir, tal vez por lo que nos queda de vida.

—Entonces, viviré esperanzado.

* * *

Osman Atalan escogió a dos mil de sus guerreros de más confianza para el asalto final a Jartum. Salió de Omdurman encabezándolos, sin hacer esfuerzo alguno por ocultar sus movimientos. Desde su apostadero en los parapetos del fuerte Mukran, Gordon Pacha vería su salida, y la interpretaría como otro indicio de que el Madí estaba abandonando la ciudad y huyendo con todas sus fuerzas a El Obeid. Una vez que sus hombres estuvieron detrás de las colinas de Kerreri, donde quedaban ocultos de los telescopios indiscretos de las torres y alminares de Jartum, Osman los dividió en cinco batallones de aproximadamente cuatrocientos hombres cada uno.

Una congregación importante de barcos sobre la ribera de Omdurman le advertiría a Gordon Pacha que algo se preparaba. Si intentara cruzar el no de una sola vez con una fuerza tan grande, se apiñarían en la pequeña playa bajo la plaza de armas, y se producirían confusión y caos. Decidió usar sólo veinte barcos para cruzar el río. Cada nave podía llevar a veinte hombres en forma segura. Una vez que desembarcaran la primera oleada de cuatrocientos hombres, los barcos regresarían a la ribera de Omdurman a embarcar a los siguientes batallones. La primera ola de atacantes dejaría las Playas tan rápido como pudiera, y dejaría el camino libre para la siguiente. Osman estimaba que podría cruzar el Nilo con la totalidad de sus fuerzas en menos de una hora.

Conocía bien a sus hombres, así que las órdenes que les dio a los jeques que puso a cargo de cada batallón fueron simples, órdenes que no olvidarían en la pasión de la batalla ni en la embriagadora excitación del saqueo de la ciudad.

Espías derviches del interior de la ciudad habían trazado mapas deformados de la exacta disposición de las defensas de Gordon Pacha. Las ametralladoras Gatling eran el objetivo primordial de Osman. El recuerdo de su último encuentro con esas armas estaba profundamente grabado en su mente. No quería que se repitiese esa matanza. El primer batallón que desembarcara iría directamente a buscarlas, y las inutilizaría.

Una vez que las ametralladoras fuesen capturadas o destruidas, podrían arrollar las fortificaciones de la ribera, y barrer a continuación a las tropas egipcias de las barracas y el arsenal. Sólo después de eso sería seguro dar rienda suelta a sus hombres para que se ocuparan de la población.

La noche anterior, Muhammad, el primer profeta de Alá, había visitado a Muhammad, el Madí, su sucesor. Traía un mensaje directo de Alá. Éste había decretado que la fe y la devoción de los ánsar fuesen recompensadas. Una vez que le hubieran entregado al Madí la cabeza de Gordon Pacha debía permitírseles saquear la ciudad de Jartum. El pillaje continuaría libremente durante diez días. Después, la ciudad sería quemada y sus principales edificios, en particular las iglesias, misiones y consulados, serían demolidos. Todo rastro del infiel debía ser erradicado de la tierra del Sudán.

Cuando cayó la noche, Osman salió de las colinas de Kerreri rumbo a Jartum al frente de sus dos mil hombres. Del otro lado del río, en la ciudad de Jartum, el cotidiano despliegue de fuegos artificiales de Gordon y el recital de la banda militar eran menos entusiastas que los de la noche anterior. Cundía la desilusión porque los vapores no habían llegado. Cuando el último cohete se extinguió, y el silencio reinó en la ciudad, Osman condujo a su primer batallón a la ribera, donde había veinte barcos atracados. La pequeña flotilla era una ecléctica colección de falucas y dhows mercantes. El cruce del Nilo, entre bancos de niebla fluvial, se hizo en un extraño silencio. Osman fue el primero en salir de las naves, y llegó a tierra vadeando. Con al-Noor y una docena de sus fieles aggagiers siguiéndolo de cerca, no tardó en pisar la playa.

La sorpresa fue total. Los centinelas egipcios dormían tranquilos, convencidos de que la luz del amanecer mostraría a los vapores de la fuerza de socorro fondeados frente a las murallas. Antes de que nadie diera el quién vive, disparara, o diera un grito de alerta, los aggagiers de Osman estaban en la primera línea de trincheras. Sus montantes se alzaron y cayeron en un ritmo atrozmente familiar. Minutos después, las trincheras estaban despejadas. Los soldados egipcios muertos y heridos yacían en pilas. Dejándolos atrás, Osman y sus aggagiers corrieron al arsenal. Antes de que llegaran allí, el segundo batallón ya desembarcaba en la playa.

Repentinamente, un disparo de fusil abofeteó el silencio, luego otro. Se oyeron gritos, y un clarín sonó a las armas. Disparos erráticos y aislados sí sumaron hasta convertirse en una atronadora fusilería, cuyos reverberos y ecos se difundieron por la ciudad: eran los sorprendidos egipcios, que a paraban furiosamente contra sombras o que, aterrados, descargaban sus armas al aire. Cerca de la playita aulló una ombeia y un atabal de guerra retumbó cuando otro batallón desembarcó y se precipitó a la ciudad por la brecha.

—Sólo hay un Dios y Muhammad, el Madí es su profeta. —La bélica letanía invadió la ciudad, y, de pronto, las calles y callejas hormiguearon de figuras que corrían o se debatían. Sus gritos y súplicas se elevaban en una algarabía de terror y angustia, como voces que salieran del pozo del infierno:

—¡En nombre de Alá, misericordia!

—¡Cuartel! ¡Dadnos cuartel!

—¡Los derviches entraron! ¡Corred! ¡Corred! ¡Corred!

* * *