Temprano cada mañana, las campanas de la vieja misión católica tañían marcando el fin del toque de queda y las mujeres de la ciudad brotaban de las ruinas, cabañas y chozas y se apresuraban a ir al arsenal para la cotidiana distribución de grano. Para cuando las puertas se abrían, la fila, que se extendía casi hasta el puerto, ya comprendía varios miles de personas. Era una aglomeración de miseria. El hambre y la enfermedad, esos temibles jinetes, cabalgaban por todos los barrios de la ciudad y todos se encogían bajo sus azotes. Cada uno de esos seres arruinados, escuálidos y harapientos, algunos de los cuales apenas si podían caminar, con bebés atados a la espalda o que chupaban en vano sus senos marchitos, aferraba un plato desportillado y los ajados bonos de raciones emitidos por la intendencia de Gordon.
A las puertas del arsenal, un capitán egipcio al mando de veinte hombres se ocupaba de la distribución. Los sacos de dhurra eran traídos de a uno del granero. Ningún ciudadano podía entrar allí. Gordon no quería que nadie viera con sus propios ojos cuán peligrosamente habían disminuido las provisiones.
A medida que cada mujer llegaba al comienzo de la fila, un sargento examinaba el bono para asegurarse de que no fuera falsificado. Cuando quedaba conforme, garrapateaba la fecha y su firma. La ración diaria para la familia de la mujer se le ponía en el plato con una medida de madera. Dos gendarmes armados de garrotes flanqueaban las puertas, listos para interrumpir cualquier discusión o desorden. Esa mañana, veinte soldados adicionales formaban en doble fila a cada lado de las puertas. Tenían las bayonetas caladas y sus expresiones eran sombrías y expeditivas. Las mujeres sabían por amarga experiencia qué significaba esa exhibición de fuerza. Se pusieron inquietas y pugnaces, intercambiaban desdeñosos insultos y competían por los lugares. Los niños sentían la tensión y se preocupaban.
Cuando el general Gordon avanzó a zancadas por la calle que llevaba del fuerte a las puertas, las mujeres alzaron a los niños para mostrarle sus rostros hinchados, distorsionados, los miembros esqueléticos medio paralizados, sus cabellos que se habían convertido en un escaso vello rojizo, indicios de escorbuto, hambre y beriberi.
Ignorando estas marcas de sufrimiento, las maldiciones y súplicas de las madres, Gordon se puso a la cabeza de la escuadra. Con una inclinación de la cabeza, le indicó al capitán que procediera. El joven oficial desenrolló la proclama, impresa en la imprenta del consulado y comenzó a leerla:
—"Yo, el general Charles George Gordon, gobernador de la provincia de Kordofán y de la ciudad de Jartum por la autoridad en mí delegada por el Jedive de Egipto, proclamo que, con efecto inmediato, la ración diaria de grano que se le provee a cada ciudadano de ésta sea reducida al volumen de treinta decilitros per diem” —El oficial no pudo continuar: su voz quedó ahogada por los abucheos y los gritos de protesta. La multitud latió y bulló como una gigantesca medusa negra cuando las mujeres cerraron los puños y agitaron los brazos por encima de sus cabezas.
Gordon dio una seca orden. Los soldados bajaron las bayonetas, presentándole un erizado cerco de acero a la multitud que avanzaba. Las mujeres escupían, chillaban y martillaban sobre sus platos de metal como si fuesen tambores. El capitán desenvainó su espada:
—¡Atrás! ¡Todos atrás!
Eso los enfureció más.
—¡Quieren matarnos de hambre! ¡Abriremos las puertas de la ciudad! Si el Jedive y Gordon Pacha no pueden alimentar a nuestros niños, confiaremos en la misericordia del Madí.
Las mujeres de la primera fila tomaron las hojas de las bayonetas y las aferraron entre sus manos ensangrentadas, obligando a los soldados a retroceder.
Gordon le dio una orden en voz baja al joven capitán. Se oyó el chasquido de los cerrojos al correrse cuando los soldados amartillaron sus fusiles.
—¡Compañía, presenten armas, apunten! —Los soldados miraron los contorsionados rostros de la multitud por sobre las miras de hierro—. ¡Fuego!
Los rifles, cuidadosamente apuntados por encima de las cabezas de las mujeres, dispararon. El humo de pólvora negra las envolvió en una densa nube y, aturdidas, retrocedieron unos pasos.
—¡Recargar! —La muchedumbre vacilaba ante la amenaza de los fusiles que les apuntaban, cuando surgió un nuevo sonido. Las mujeres habían comenzado el agudo ulular que espoleaba e inflamaba las pasiones de la chusma.
—¡Abrid el granero! ¡Dadnos una ración completa!
—¡Alimentadnos! —gritaban. Pero los soldados se mantenían firmes en sus puestos.
Una mujer tomó medio ladrillo de una pared dañada por las bombas y lo arrojó a la primera fila de los fusileros. No causó daño, pero hizo que los demás se precipitasen a la pared a recoger ladrillos, piedras y trozos de teja. La multitud se transformó. Ya no era un conjunto de seres humanos, sino un único organismo monstruoso, una ameba de muerte y destrucción carente de razonamiento.
Las piedras y ladrillos llovían sobre las ralas filas de soldados. El joven capitán recibió uno en pleno rostro. El fez rojo voló de su cabeza, dejó caer su espada y cayó de rodillas. Escupió un diente y le salió sangre de la boca. Las mujeres se precipitaron, tratando de apoderarse del saco de grano abierto, pisoteando al capitán.
Gordon ocupó el lugar de éste. Las mujeres vieron sus relampagueantes ojos azules.
—¡Ojos de diablo! —chillaron las que estaban en primera fila—. ¡Shaitan! ¡Matadlo!
—¡Dadnos pan para nuestros niños! ¡Dadnos de comer!
Más ladrillos cayeron entre los soldados. Otro hombre cayó.
—¡Apunten! —La voz de Gordon sonó nítida como un toque de clarín—. Una andanada. ¡Fuego!
Los disparos a quemarropa impactaron en la muchedumbre, y muchos cayeron y quedaron tendidos, chillando como cerdos en el matadero. Aquellos que quedaron de pie vacilaron, y los cabecillas trataron de reanimarlos.
—¡Bayonetas! —ordenó Gordon—. ¡Adelante! —Avanzaron a paso vivo, con las brillantes hojas por delante de ellos y la multitud se encogió, se volvió y corrió. Dejaron caer sus piedras y ladrillos, arrojaron sus platos y se metieron corriendo en las callejuelas.
Gordon detuvo a sus hombres y los llevó marchando de regreso al arsenal. Cuando las puertas se cerraron detrás de ellos, los sobrevivientes emergieron de sus escondrijos en la conejera de chozas. Salieron para buscar a sus muertos, sus heridos y sus niños perdidos. Al principio, estaban temerosos y aterrorizados, pero luego una mujer tomó una piedra del tamaño de un puño y la arrojó contra la puerta trabada del arsenal.
—Los soldados están gordos, tienen la barriga llena. Cuando les pedimos comida nos matan como a perros. —Era una mujerona huesuda, vestida de negro. Se paró frente a la puerta y alzó sus esqueléticos brazos al cielo—. Invoco a Alá, que los fulmine con la peste y el cólera. ¡Que coman carne de sapos y de buitres, como nosotros nos vemos obligados a hacer! —Su voz era un agudo alarido.
Las otras mujeres se congregaron en torno a ella. Comenzaron a ulular otra vez, moviendo sus lenguas de modo que escupían mientras producían ese terrible sonido fúnebre.
—Los francos también tienen comida —chilló la mujer de negro—. ¡Se hartan como pachas en sus palacios!
—El recinto de al-Sajawi, el infiel, está lleno de animales gordos. Sus almacenes están atestados de sacos de grano.
—¡Dadnos comida para nuestros bebés!
—Shaitan es aliado de al-Sajawi. Le ha enseñado brujería. Hace el maná del diablo con yerbas y zarzas. Su gente lo come hasta saciarse.
—¡Destruyamos el nido de Shaitan!
—Somos hijos de Alá. ¿Por qué se hartan los infieles mientras nuestros bebés mueren de hambre?
La multitud vacilaba, desorientada, y la mujer de negro se hizo cargo. Corrió al comienzo de la calle que llevaba al hospital y de ahí al complejo de Ryder Courtney.
—¡Seguidme! ¡Os mostraré dónde encontrar comida! —Comenzó una danza, arrastrando los pies, agachándose y ululando, y la muchedumbre la siguió, llenando de lado a lado la estrecha calle con una masa humana que bailaba y chillaba.
Los hombres oyeron la algarabía y salieron de sus escondrijos entre las ruinas. El ulular de las mujeres los enloquecía. Los que tenían armas, las enarbolaban. Se unieron a la turbulenta procesión danzante y entonaron las canciones de guerra de las tribus que combaten.
* * *
Ryder y Jock McCrump estaban en el taller principal. Habían sufrido varios atrasos. Ésta era la tercera vez en otros tantos meses que se habían visto obligados a sacar el motor del Ibis del casco y a volver a soldar penosamente las líneas de vapor. Luego, habían descubierto que los cojinetes del eje motor principal también habían resultado dañados y golpeaban ruidosamente aún a bajas revoluciones. Jock había fabricado repuestos: de un bloque de metal macizo forjó y limó los muñones de bancada a mano. Fue un monumental despliegue de habilidad y paciencia. Finalmente, tras todos esos meses de meticuloso trabajo, las reparaciones estaban completas. Ahora, estaban armando todo otra vez para hacer una verificación final antes de transportarlo al puerto para instalarlo en la sala de máquinas del vapor.
—Bueno, capitán, creo que esta vez lo hicimos bien. —Jock se incorporó, con grasa negra hasta los codos y los pocos pelos que le quedaban adheridos al cuero cabelludo por el sudor—. Creo que esta vez el viejo Ibis nos podrá sacar de este agujero infernal olvidado de Dios. Hay un lugar en Aswan que administra una muchacha de Glasgow, una dama de mi conocimiento. Vende genuino whisky de malta de la isla de Islay. Es como si sintiera ese sabor en mi boca. Realmente es el néctar del Todopoderoso, y eso que no quiero blasfemar.
—Pagaré la primera vuelta —prometió Ryder.
—Y todas las otras —dijo Jock—. Nunca pagó en todo el año que pasó.
Ryder estaba a punto de protestar ante esa injusticia, cuando oyó pasos que se acercaban a la carrera y los chillidos agitados de Saffron:
—¡Ryder! Ven rápido.
Ryder salió a la puerta.
—¿Qué ocurre Saffron?
Se recogía las faldas con la mano y el sombrero le colgaba a la espalda por la cinta. Su rostro arrebolado estaba color escarlata.
—Está ocurriendo algo terrible. Rebecca me envió a que te busque. ¡Apresúrate! —Lo tomó de la mano y lo arrastró con ella. Corrieron hacia el patio de las calderas.
—¿Oyes? —Saffron se detuvo y alzó la mano—. Ahora, ¿oyes? —Era un leve parloteo, un murmullo como el del viento en los árboles o el de una cascada distante.
—Sí, pero ¿qué es?
—Nuestras mujeres dicen que es una gran multitud. Viene del arsenal. Nuestras mujeres dicen que se han reducido otra vez las raciones de grano y que habrá terribles problemas. Están aterradas y se están escapando.
—Saffron, ve a buscar a Rebecca y a Amber.
—Amber no está aquí. Está lloriqueando en el palacio. No regresó desde que se enteró de que el capitán Ballantyne se fue.
—Bien. Allí estará a salvo. Que las mujeres se vayan, si quieren. Trae a Rebecca, Nazira y cualquier otro que quiera venir a la fortaleza. Ya sabes cómo cerrar los postigos y trabar las puertas. También sabes dónde se guardan los fusiles. Rebecca y tú, ármense. Espérame allí.
—¿Adonde vas?
—A buscar a los hombres. Basta de preguntas. ¡Vamos, corre!
Ryder había fortificado su complejo en previsión de desórdenes de esa índole. Los muros eran altos y sólidos y sobre sus remates se alineaban trozos de vidrio roto. Había diseñado el interior del complejo en forma de una serie de patios, cada uno de los cuales podía ser defendido individualmente, pero que, en caso de que cayera, permitía retirarse al siguiente. La fortaleza del centro comprendía sus aposentos privados, el tesoro y el arsenal. Todas las puertas y ventanas podían ser cerradas con pesados postigos. Los muros estaban perforados de aspilleras para disparar fusiles, y el techo de junco tenía una gruesa capa de arcilla del río que lo hacía ignífugo.
La primera línea de defensa era el muro exterior, con sus sólidos portones de entrada y salida. Envió a Jock, acompañado de tres hombres, a instalar una barricada en el portón trasero y montar guardia allí. Luego, Ryder fue con Bacheet y cinco de sus hombres de más confianza al portón delantero, que daba a la estrecha calle. Todos iban armados de largos palos de madera. Ryder se aseguró de que el portón tuviese echado el pestillo y de que las pesadas barras de madera que lo trancaban estuvieran en su sitio. Haría falta un ariete para hundirla. A un lado de la pared había un bajo portillo de palos, suficientemente ancho como para dejar pasar una persona por vez. Ryder salió por allí. La calle estaba vacía, a excepción de unas pocas mujeres de las cocinas de torta verde. Huían como pollos asustados, y segundos después, todas desaparecieron.
Ryder esperó. Deliberadamente, no llevaba nada más provocativo que su largo palo de madera. Un fusil era menos que inútil ante una muchedumbre. Un disparo podía derribar a uno de sus integrantes, pero no haría más que enfurecer a los demás, que estarían sobre él antes de que tuviera tiempo de recargar. Una forma segura de hacerse despedazar, pensó, y se apoyó con aire casual en su palo, adoptando una actitud calma, relajada. Ahora, el sonido de la multitud se aproximaba, y crecía en intensidad. Sabía lo que significaba ese coro de agudas ululaciones. Estaban incitándose ellas mismas y a sus hombres al frenesí.
De pie, solo frente al portón, oyó cómo el sonido se transformaba en un rugido asordinado que caía sobre él como las aguas bravías de un río en una inundación repentina. De pronto, la primera fila de la multitud apareció en la estrecha calle, a doscientos pasos de él. Lo vieron y vacilaron. La algarabía decreció gradualmente hasta convertirse en un extraño murmullo. Lo conocían bien, y su reputación era formidable.
Al diablo si no les voy a hacer la de Gordon. Ryder sonrió para sus adentros. El Chino Gordon era famoso por el poder hipnótico que podía ejercer sobre una tribu de salvajes hostiles. Se afirmaba que podía calmarlos y controlarlos con el mero poder de su personalidad y la mirada de sus acerados ojos azules.
Ryder se enderezó en toda su altura, y les clavó la mirada con toda la ferocidad que pudo. Sabía que consideraban que los ojos verdes o azules eran propios del diablo. El murmullo decreció hasta convertirse en silencio. Por el momento, estaban empatados. Sólo hacía falta un pequeño impulso para que la ventaja se volcara hacia uno u otro lado.
Comenzó a andar hacia ellos. Ahora, blandía amenazadoramente su palo, y caminaba con calculada amenaza. Retrocedieron lentamente ante su avance. Uno miró por encima del hombro. Estaban a punto de ceder.
Repentinamente, una alta y desgarbada figura femenina se plantó de un salto en la callejuela. El hambre había marchitado sus rasgos. Los labios se habían retraído, dejando a la vista dientes blancos como huesos, demasiado grandes para sus encías de un pálido color rosado, tachonadas de úlceras abiertas. Envuelta en sus vestimentas negras, era la arpía de la mitología. Avanzó danzando hacia él. Sus pantorrillas bajo las negras faldas eran delgadas como patas de garza y sus enormes pies se convulsionaban como bagres negros que boquean sobre la arena. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó un chillido sobrenatural. Detrás de ella, la muchedumbre rugió y avanzó tras sus pasos, ocupando toda la callejuela.
Ryder alzó la mano derecha con gesto conciliador.
—Os daré lo que queráis —dijo—. Deteneos.
Su voz fue ahogada por los alaridos de la arpía:
—¡Hemos venido a tomar lo que queramos, y mataremos a quien se interponga en nuestro camino!
Lentamente, Ryder alzó la mano izquierda e hizo el signo del mal de ojo. La apuntó al rostro de la mujer, y vio cómo sus párpados se estremecían al reconocer el gesto. La vieja tropezó y se detuvo pero, recuperando fuerzas, volvió a saltar hacia adelante. Él vio la locura en sus ojos, y se dio cuenta de que estaba demasiado trastornada como para responder siquiera a la más potente brujería.
Así y todo, se mantuvo en su lugar hasta que la tuvo casi sobre él. Entonces, dio un paso hacia ella y le incrustó la punta del palo en el vientre, justo por debajo de las costillas. Los bazos de la mayor parte de los habitantes de esa zona fluvial estaban hinchados por la malaria. Un golpe como ése podía hacer estallar ese órgano, matando o invalidando a su poseedor. La arpía cayó como un atado de harapos negros, pero las primeras filas de la multitud saltaron sobre su cuerpo. Un hombre que iba a la cabeza lanzó un tajo con su montante hacia la cabeza de Ryder. Éste se agachó y entró por el portillo de palos. Bacheet lo cerró de un golpe y le echó el pestillo. Oyeron y sintieron el impacto producido por la multitud al chocar contra el otro lado de la entrada.
—Dejémoslos pasar de a uno por el portillo, y a medida que entren, les partimos el cráneo —sugirió Bacheet.
—Son demasiados —dijo Ryder meneando la cabeza—. Me subiré al portillo y trataré de hacerlos entrar en razón.
—No se puede razonar con una jauría de perros rabiosos.
Alguien le tiraba insistentemente de los faldones de la chaqueta, y Ryder trató de soltarse. Luego, se volvió.
—Creo que te dije que te quedaras en la fortaleza —dijo, enfadado.
—Te traje esto. —Saffron le tendió la canana, con su hilera de cartuchos de bronce y el revólver enfundado pendiendo de ella.
—¡Bien hecho! —Se la abrochó a la cintura—. Pero ahora, regresa a la fortaleza y quédate ahí. —No se volvió para ver si ella acataba sus órdenes, sino que, dirigiéndose a Bacheet, le dijo—: Busca la escalera larga del taller.
La pusieron contra la pared. Ryder subió a toda velocidad hasta el último escalón y miró abajo, a la calle. Toda la extensión de la misma, a lo largo y a lo ancho, estaba colmada de gente. Distinguió a la arpía que había derribado: estaba de pie otra vez, doblada y renqueando de dolor, pero su voz era tan aguda y estridente como antes. Daba órdenes a la muchedumbre de tomar todo lo que fuera inflamable de las construcciones que flanqueaban la calle. Arrastraban vigas, frondas de palma seca, muebles viejos y basura y los apilaban contra el portón del complejo.
—Oídme, ciudadanos de Jartum —gritó Ryder en árabe—. Que la paz y la sabiduría de Dios os guíen. Todo lo que hay tras estos muros, os lo doy de buena gana.
Lo miraron, desconcertados, mientras él hacía equilibrios en la punta de la escalera.
—¡Es el discípulo de Shaitan! —gritó la arpía—. ¡El infiel! ¡Mirad al comedor de cerdo! ¡Al que fabrica el maná verde del infierno! —Dio unos doloridos pasos de baile, y la multitud rugió detrás de ella. Le arrojaron piedras y palos, pero el muro era alto, y era difícil alcanzarlo. Los proyectiles golpearon el muro y rebotaron, cayendo ruidosamente en la calle polvorienta.
—Lo que llamas maná del diablo son yerbas y juncos cocidos. Si alimentáis con ellos a vuestros niños, recuperarán la salud y medrarán.
—¡Miente! Son falsías que el diablo le pone en la boca. Sabemos que comes pan y carne, no hierba. Tras esos muros, tienes dhurra y carne. Dánoslos. Danos tus animales. Danos el dhurra que tienes en tu almacén.
—No tengo dhurra.
—¡Miente! —chilló la arpía—. ¡Traed fuego! Lo haremos salir con las llamas de su nido de pecado y sacrilegio.
—¡Esperad! —gritó Ryder—. ¡Oídme!
Pero el rugido de la multitud ahogó su voz. Una de las mujeres se acercó corriendo por la calle atestada. Traía una tea encendida, un lío de harapos empapados en pez y atados a un palo de escoba. Un humo alquitranado surgía de las llamas. Le entregó la tea a un hombre, que corrió con ella hacia el portón. Ryder miró hacia abajo con alarma, dándose cuenta de lo alta que era la pila de basura amontonada contra el portón principal. El hombre arrojó la humeante tea encima del montón de madera. Rodó hasta la mitad de la pila, y allí se detuvo. En el aire seco del desierto, las llamas prendieron de inmediato, lanzando sus lenguas hacia arriba. Los portones llevaban muchos años al sol. Aunque Ryder hacía que sus hombres los pintaran regularmente, la madera se secaba y resquebrajaba con más velocidad que la que podían repararla, y ahora la pintura seca se encendió, y las llamas crecieron de un salto. Eran casi incoloras a la brillante luz del sol. Ryder evaluó si decirle a Bacheet y sus hombres que formaran una cadena de baldes de agua para extinguir las llamas antes de que éstas quemasen el portón, pero se dio cuenta de que no había suficientes hombres ni baldes, que el río y el pozo estaban demasiado lejos y que las llamas ya sobrepasaban el muro. El calor era intenso, y lo obligó a bajar de la escalera.
—Bacheet, podríamos combatirlos aquí, pero no quiero tiros. No quiero matar a nadie.
—Me preocupo por mí, efendi. Tampoco yo quiero que me maten —repuso Bacheet—. Éstos son animales, animales rabiosos.
—Pasan hambre y los han forzado a esto.
—¿Envío a uno de nuestros hombres con un mensaje que le diga a Gordon que envíe soldados para dispersarlos? —preguntó esperanzado Bacheet.
Ryder sonrió sombríamente.
—Gordon Pacha no es nuestro amigo. Sólo nos valora por nuestro dhurra y nuestros camellos. Si enviamos a uno de nuestros hombres, la muchedumbre lo hará pedazos. Creo que estamos obligados a salvamos sin ayuda de Gordon Pacha.
—¿Cómo lo haremos? —preguntó simplemente Bacheet.
—Debemos retirarnos hasta el complejo principal. No podrán quemar ese portón. La manguera de incendios llega hasta allí. —Tuvo que alzar la voz para hacerse oír por encima de los aullidos y gritos de la multitud y del crujir de las llamas—. ¡Vamos! ¡Seguidme! —La pintura del lado de adentro del portón comenzaba a chamuscarse.
Corrió de regreso al portón interior y dio órdenes de aprontar la bomba de agua y la manguera de incendios. Había una plataforma de tiro a lo largo del remate del muro interno y, de mala gana, Ryder distribuyó fusiles Martini-Henry entre quienes sabían usarlos. Además de Rebecca y Jock, sólo había entrenado a cinco de sus hombres, incluyendo a Bacheet. A los árabes no les interesaban las armas de fuego, ni tenían aptitud para manejarlas. Rebecca disparaba mejor que la mayor parte de ellos. Dejó a las mujeres y a Jock en la fortaleza, vigilando las troneras.
Desde el parapeto de tiro vio cómo el portón principal se combaba lentamente hacia adentro, hasta que se desplomó sobre el polvoriento suelo con un estallido final de chispas y pavesas. La chusma se derramó por la abertura, saltando y empujándose unos a otros por sobre los restos llameantes del portón. Una de las mujeres de más edad perdió pie y cayó entre las llamas Éstas envolvieron de inmediato su voluminosa túnica. El resto de la multitud ignoró su agónico chillido y, segundos después, quedó inmóvil. El nauseabundo olor de su carne asada flotó hasta el parapeto del muro interior donde se apostaba Ryder.
Una vez que los cabecillas estuvieron dentro, se detuvieron. Estaban en un terreno que no les era familiar, y miraron en torno a sí con curiosidad Luego, distinguieron la hilera de cabezas sobre el parapeto del muro interior, y el salvaje coro se volvió a alzar. Arremetieron directamente contra el portón interior como una jauría de perros salvajes. Ryder los dejó que recorrieran la mitad del camino, y luego disparó sobre el duro suelo de arcilla apisonada frente a los cabecillas. La bala levantó un penacho de polvo y grava y rebotó por encima de sus cabezas. Se pararon en seco, agitándose, indecisos.
—¡No os acerquéis más! —gritó—. Mataré al próximo que siga avanzando. —Algunos se volvieron, otros comenzaron a escapar disimuladamente. Entonces, la arpía renqueó hasta el frente. Una vez más, se entregó a una grotesca danza. Había sacado de algún lado un espantamoscas hecho con una cola de vaca Lo agitaba mientras chillaba amenazas y maldiciones contra los hombres del parapeto.
—Vieja sucia y estúpida —murmuró Ryder, frustrado y desesperado— no me obligues a matarte. —Le disparó frente a los pies y, cuando la bala hizo saltar el polvo por debajo de ella, saltó, haciendo aletear los negros faldones de su túnica como un cuervo viejo que levanta vuelo. La muchedumbre volvió a aullar. La vieja aterrizó y se encaminó directamente hacia el muro interior. Ryder metió otra bala en la recámara y disparó. Una vez más, la vieja saltó alto, y los hombres que la seguían la imitaron entre risas. El sonido tenía una calidad perturbada y obscena que era tan amenazadora como los anteriores gritos de rabia.
—¡Detente! —murmuró Ryder—. Por favor, detente, vieja perra. —Volvió a disparar, pero la multitud se había dado cuenta de que no tiraba a matar y perdió todo temor. Avanzaron en enjambre tras la danzante figura. Llegaron al portón y comenzaron a golpearlo con sus armas y con las manos desnudas.
—¡Madera! —gritó la arpía—. ¡Traed más madera! —Corrieron a buscarla y cuando regresaron, la apilaron contra el portón como antes.
—¡Accionar la bomba! —gritó Ryder, y dos hombres tomaron los manubrios y comenzaron a bombear. La vacía manguera de lona, que atravesaba el patio, se hinchó y endureció al aumentar la presión, y un poderoso chorro de agua del río salió del pico. Dos de los hombres del parapeto lo apuntaron sobre el montón de combustible. Lo golpeó con tal fuerza que la pila se deshizo.
—Apúntenle a ella —dijo Ryder señalando a la arpía. El agua a presión le dio de lleno en el pecho y la arrojó de espaldas. Golpeó el suelo con los omóplatos y rodó. El chorro de la manguera la seguía. Cada vez que lograba incorporarse, el chorro la volvía a derribar. Finalmente, se alejó gateando del alcance de la manguera. Ryder dirigió el chorro sobre los hombres que encabezaban la multitud, que se dispersaron. De inmediato, se dirigieron a las construcciones del complejo que quedaban fuera de las fortificaciones internas. A los pocos minutos oyó golpes y martillazos que provenían de sus almacenes.
—Están destrozando las puertas del depósito de marfil —gritó Bacheet—. Debemos detenerlos.
—Somos diez y ellos mil. —Ryder no necesitó decir más.
—¿Y el marfil y las pieles? —a Bacheet le tocaba un pequeño porcentaje de las ganancias de Ryder, y, al pensar en lo que perdería, su rostro reflejó desolación.
—Prefiero que se queden con los dientes de los elefantes y los pellejos de los animales antes que mis dientes y mi pellejo —dijo Ryder—. Como sea, no pueden comerse el marfil. Tal vez cuando vean que no hay dhurra en los almacenes pierdan el interés.
Era una esperanza vana, y lo sabía. Al poco tiempo, los hombres regresaron, aguijoneados por el salvaje ulular de las mujeres. Traían algunos de los colmillos más grandes y atados de cueros secados al sol. Los apilaron al pie del muro. Su intención era evidente. Construían una rampa para escalar la pared. De inmediato, Ryder les ordenó a sus hombres que apuntaran el chorro a la pila. Los colmillos y los pesados fardos de pieles eran mucho más sólidos que los desperdicios que habían empleado en su primer intento, y el chorro de la manguera no los conmovió. Trataron de concentrar sus esfuerzos sobre los hombres, pero aun bajo el chorro, la mayor parte de ellos no cayó, y siguió apilando colmillos en la creciente rampa. Cuando alguno era derribado, tres corrían a ocupar su lugar. Siguieron apilando los pesados materiales hasta que llegaron casi hasta el remate del muro. Luego, se reagruparon en el patio exterior, fuera del alcance de la manguera. La arpía negra retozaba entre ellos.
—Usted le debería haber pegado más fuerte —murmuró sombrío Bacheet— o, mejor aún, haberle metido un tiro en su fea cabeza. Aún hay tiempo de hacerlo. —Alzó el Martini-Henry y lo apuntó por sobre el parapeto.
—Si tú eres el que dispara, no corre peligro —observó Ryder. A pesar de las horas de instrucción que le había prodigado, a Bacheet le faltaba mucho para dominar el arte del tiro. Bacheet pareció dolorido por el insulto, pero bajó el fusil—. ¿Ve? La vieja bruja está escogiendo a los mejores hombres para que escalen los muros.
Bacheet tenía razón. Aún después de que la derribara el chorro que la alcanzó de lleno, no soltaba el espantamoscas. Lo llevaba asegurado a la muñeca con una tira de cuero crudo. Recorría la muchedumbre y marcaba a sus elegidos dándoles en la cara con la cola de vaca. Rápidamente, eligió a treinta o cuarenta de los más jóvenes y fuertes. Muchos iban armados de montantes o hachas.
Alentadas por la arpía, las mujeres recomenzaron su horrible cacofonía. La tropa de asalto enarboló sus armas y se precipitó sobre los muros. El chorro de agua golpeó a los cabecillas, pero entrelazaron sus brazos para sostenerse uno a otro.
—Disparemos, efendi —suplicó Bacheet—. Están tan cerca que ni yo puedo errar.
—No apostaría sobre eso —gruñó Ryder—. Pero no dispares. Si matamos sólo a uno, enloquecerán y comenzarán una masacre. —Pensaba en las mujeres de la fortaleza. Poco más importaba.
Aun bajo el chorro de la manguera, los atacantes trepaban ágilmente al parapeto. Ryder y sus hombres los detenían allí, dándoles en la cabeza con sus garrotes y palos. Tenían la ventaja de la altura. A una distancia de pocos pies, la manguera de incendios era casi irresistible, y los largos palos evitaban que los atacantes se acercaran lo suficiente como para usar sus espadas. Pero cuando algunos se descorazonaban y se retiraban bajando por la rampa de fardos y colmillos, la arpía los esperaba al pie de ésta para azotar sus rostros con el espantamoscas y cubrirlos de injurias. Tres veces fueron rechazados y tres veces ella los volvió a enviar al ataque.
—Se están rindiendo —jadeó Bacheet—. Están perdiendo ánimos.
—Espero que Alá te esté oyendo —replicó Ryder, esgrimiendo su bastón, que hizo crujir el cráneo del hombre que tenía frente a él. Rodó por la rampa y quedó inmóvil sobre el suelo. Ni siquiera los enérgicos golpes del espantamoscas de la arpía lo despertaron.
Entonces, un hombre se abrió paso entre el mujerío ululante. Avanzaba con el fluido andar de brazos colgantes propio de un viejo gorila macho. Su cabeza redonda y afeitada brillaba como un bala de cañón. Su piel era del color de la antracita y tenía rasgos nubios, labios gruesos y nariz ancha y aplastada. Se había quitado todas las vestiduras menos el taparrabos, y los músculos de su pecho abultaban bajo la piel aceitada, retorciéndose como una bolsa de seda negra repleta de pitones.
—A éste lo conozco —dijo Bacheet en un ronco graznido—. Es un famoso luchador de Dongola. Lo llaman el Aplastahuesos. Es peligroso.
El nubio trepó la rampa con agilidad asombrosa. Ryder corrió hacia la plataforma para enfrentarlo, pero ya estaba sobre el parapeto. Se incorporó en toda su estatura, plantándose como un coloso de ébano.
Sujetando su largo palo bajo el brazo como si fuese una lanza, Ryder corrió hacia él. La punta afilada le dio al nubio en el medio del pecho y laceró su carne. Ryder cargó todo su peso y el nubio hizo equilibrios, agitando los brazos como aspas de molino y arqueando el cuerpo hacia atrás.
De un salto, Bacheet se puso junto a Ryder y ambos cargaron su peso combinado sobre el palo. El nubio cayó como una avalancha de roca negra. Arrastró a los cinco hombres que venían detrás de él, y cayeron los seis por la empinada rampa en una confusa mescolanza de brazos y piernas.
El nubio golpeó la tierra cocida por el sol con la parte posterior de su cabeza afeitada, y el impacto reverberó como la caída de un árbol de caoba derribado por el rayo. Quedó inmóvil, con la boca abierta, por la que brotaban ronquidos como truenos, que le resonaban en la garganta. La arpía saltó sobre su pecho y le azotó el rostro.
El nubio abrió los ojos y se sentó. Apartó a la vieja con el dorso de una mano como si se tratara de un insecto y sacudió la cabeza, mareado. Luego, vio a Ryder y a Bacheet, que lo contemplaban sonriendo desde lo alto. Echó hacia atrás la cabeza, bramó como un búfalo caído en una trampa, buscó a tientas su espada, se puso de pie y cargó rampa arriba.
—Dulce Madre de Dios —dijo Ryder—. Mira cómo viene. —Volvió a alzar el palo, y cuando el nubio llegó al remate, le volvió a pegar de punta con saña. Con un leve golpe de la hoja, el nubio cortó un trozo de dos pies de largo del palo. Ryder enarboló el trozo que le quedaba, pero, con un tajo de revés, el nubio volvió a cortar el palo, dejándole un muñón no más largo que su brazo. Ryder se lo arrojó. Le acertó al nubio en el medio de su deprimida frente. Parpadeó y volvió a rugir, y en un paso más estuvo sobre el parapeto, lanzando feroces tajos.
—¡Retirada! ¡A la fortaleza! —gritó Ryder, agachándose para esquivar la hoja.
De pronto, se dio cuenta de que estaba solo sobre el parapeto. Anticipándose a su orden, los otros habían huido tan rápido como pudieron. Se lanzó al patio por la endeble escalera y corrió hacia la puerta. Oía al nubio muy cerca detrás de él, y el siseo de su espada le abanicó los cortos cabellos sudorosos de la nuca.
—¡Corre Ryder, está detrás de ti! —chilló Saffron por una tronera—. ¡Dispárale, yo te di tu revólver! ¿Por qué no le disparas? —En teoría, era un buen consejo, pero si perdía así fuera un solo segundo desabrochando la tapa de la pistolera, el nubio le cortaría limpiamente la cabeza. Logró aumentar la velocidad y se fue acercando a Bacheet y a los demás árabes.
—¡Más rápido, Ryder, más rápido! —gañía Saffron. Oía la áspera respiración a sus espaldas. Los que lo precedían entraron en la fortaleza a toda velocidad.
Rebecca lo esperaba sujetando la puerta para mantenerla abierta. Ahora, bajó el fusil y pareció apuntarle directamente a la cabeza.
—¡Si disparo te doy a ti! —exclamó, bajando el cañón—. Vamos Ryder, por favor, vamos. —Aun en medio de esas desesperadas circunstancias, que ella lo llamase por su nombre de pila le produjo un dulce estremecimiento y le prestó alas a sus pies. Se precipitó por la puerta abierta, y Rebecca y Saffron la cerraron de golpe a sus espaldas. El nubio se estrelló contra la puerta cerrada con tal fuerza que la hizo temblar en su marco.
—La va a sacar de quicio —dijo Rebecca con un jadeo. Oyeron cómo el nubio le daba tajos y puntapiés.
—Puerta de acero, marco de acero —la tranquilizó Ryder, tomando el fusil que le tendía Saffron. Abrió la recámara y verificó que estuviese cargado—. Aquí estaremos a salvo.
Se dirigió a la tronera, seguido de cerca por Rebecca. Por la estrecha abertura veían el patio hasta la puerta del taller y, por el otro lado, hasta la entrada al sector de los animales. La ancha espalda del nubio, reluciente de sudor, apareció en su campo de visión. Había abandonado su asalto a la puerta de la fortaleza. Ahora, atravesaba el patio a zancadas rumbo a los trabados portones internos. Cuando los alcanzó, Ryder lo vio levantar los pesados alamudes de teca que los trancaban y arrojarlos a un lado. Luego, retrocedió y descerrajó el pestillo de bronce de un puntapié. Cuando los portones se abrieron, la primera en entrar en el patio fue la arpía. La horda la siguió.
Se dirigió directamente a la fortaleza, seguida de cerca por los demás. Era un espectáculo horroroso: parecía que las puertas del infierno se hubieran abierto, vomitando legiones de condenados y de quienes llevaban muertos mucho tiempo. Sus rostros estaban estragados por la enfermedad y el hambre, los ojos parecían demasiado grandes para las cabezas marchitas y consumidas, los labios y párpados estaban hinchados por úlceras supurantes y forúnculos. A medida que el cuerpo se devora a sí mismo y la piel lanza los fluidos de la putrefacción y la disolución, el hambre y la enfermedad emiten sus propios olores: cuando se apiñaron en las troneras, el interior caliente y encerrado se llenó de un hedor a sepulcros abiertos. Los rostros armiñados gesticulaban y hacían muecas en las aberturas. ¡Comida! ¿Dónde está la comida? Metían los brazos. Sus miembros eran delgados y nudosos como ramas secas. Las palmas de sus manos eran pálidas como los vientres de peces muertos.
—Oh, Jesús, apiádate de nosotros —jadeó Rebecca, apretándose contra Ryder, buscando instintivamente su protección. Él le pasó un brazo por los hombros. Esta vez, no hizo esfuerzo alguno por alejarse de él—. ¿Qué ocurrirá con nosotros?
—Ocurra lo que ocurra, me quedaré contigo —le dijo, y ella se estrechó más contra él.
La arpía daba órdenes a la chusma.
—¡Registrad todos los edificios! ¡Debemos encontrar dónde esconden el dhurra! Luego, destrozaremos las ollas donde cocinan el maná del diablo. Es maligno y ofende a los ojos de Dios. Eso es lo que ha hecho caer la desgracia sobre la ciudad, trayéndonos la peste y el desastre. Encontrad dónde esconde los animales. Hoy, os hartaréis de dulce carne. —Su voz estridente penetraba hasta lo más hondo de sus cuerpos hambreados. Le respondían con una suerte de obediencia ciega, hipnótica, y se alejaron de las aspilleras, de modo que Ryder pudo volver a ver hacia afuera. Rebecca y él pusieron sus rostros en la misma abertura, respirando el aire del exterior, más limpio, y contemplando las hordas que marchaban hacia el portón del sector de los animales, guiados por el colosal nubio y por la arpía.
—Bueno, capitán, esos bongos suyos ya no volverán a cagar la cubierta de mi barco —dijo Jock McCrump en tono lúgubre. Repentinamente, recordó tener buenos modales, y, tocándose el ala del sombrero, le dijo a Rebecca—: Si me disculpan el francés, señoritas.
—¿Qué harán con ellos, Jock? —La voz de Saffron estaba llena de temor.
—Todos los animalitos irán a la olla, ¿sabe, señorita Saffy?
Saffron se precipitó a la puerta y trató de abrir las barras que la trababan.
—¡Lucy! ¡Debo salvar a Lucy y a su bebé!
Ryder la tomó del brazo, suave pero firmemente, y la atrajo hacia él.
—Saffron —dijo en un ronco susurro— ya no podemos hacer nada por Lucy.
—¿No puedes detenerlos? ¡Por favor! ¿No los vas a detener, Ryder?
No tenía respuesta para darle. Estrechó fuerte a las dos muchachas, Saffron de un lado, Rebecca del otro. Se aferraron a él y contemplaron cómo parte de la multitud se apiñaba sobre el portón que llevaba al sector de los animales, tratando de entrar por la fuerza, pero era sólido y resistió a sus esfuerzos. Entonces, el nubio los hizo a un lado con sus hombros. Se plantó contra el portón y lo sacudió hasta que castañeteó contra su marco, pero sin ceder. Dio un paso atrás y cargó, estrellando su inmenso hombro contra la puerta. Los goznes fueron arrancados del marco, y la puerta se abrió de golpe.
Alí, el viejo cuidador, estaba en la puerta abierta, una espada herrumbrosa en sus manos.
—Alí, viejo estúpido —gruñó Ryder, y procuró alejar a las muchachas para que no vieran lo que estaba por ocurrir. Pero se resistieron y miraron por la tronera, sus rostros pálidos como ceniza.
Alí alzó su espada por encima de su cabeza.
—¡Fuera, todos! No entraréis aquí. —Su voz era aguda y temblona—. No os permitiré que toquéis a mis amores. —Renqueó hacia el gigante amenazándolo con su arma mellada. El Aplastahuesos estiró un grueso brazo y tomó la muñeca de la mano que empuñaba la espada. La sacudió como un terrier a una rata, y oyeron el crujido que hizo el antebrazo del viejo al partirse. La herrumbrosa espada cayó a sus pies en el polvo. Usando el brazo roto a manera de asa, el Aplastahuesos levantó el cuerpo estremecido de Alí por encima de su cabeza y lo estrelló contra la jamba del portón con tanta fuerza que sus costillas se partieron como chamiza. Dejó caer el cuerpo roto y pasó por encima de él. La muchedumbre se precipitó tras él, y, al pasar, golpearon la cabeza de Alí con sus garrotes y espadas.
Un gran rugido de codicia y hambre se alzó desde el interior del recinto cuando la chusma vio las filas de jaulas y los animales aterrorizados que éstas contenían.
—¡Comida! ¡Carne! —gritó la arpía—. Os prometí que os hartaríais de carne roja fresca. Ahí la tenéis. —Se precipitó sobre la jaula más cercana y le arrancó la puerta. Estaba llena de loros escarlatas y grises, una nube de alas vertiginosa y chirriante. Entró de un salto y los azotó con su espantamoscas, arrojándolos al piso de la jaula y pisoteándolos con sus pies coriáceos.
La muchedumbre siguió su ejemplo, abriendo a la fuerza las jaulas de los monos y matando a garrotazos a sus aterrados ocupantes mientras éstos saltaban. Luego, atacaron las estacadas y corrales de los antílopes.
Desde la fortaleza, oían lo que ocurría. Por sobre el estrépito de las jaulas al romperse y la algarabía de la chusma, Saffron lograba identificar las voces aterradas de sus criaturas preferidas: los chillidos de los loros y los aullidos de los monos.
—Ésa es Lucy, mi pobre y querida Lucy —sollozó—. No pueden comérsela. Dime que no se comerán a Lucy. —Ryder la abrazó, pero no encontró palabras para consolarla.
Entonces, llegaron desesperados balidos y bramidos de dolor de los animales más grandes.
—¡Ésa es Victoria, mi bongo! —Saffron se debatía otra vez—. ¡Suéltame! Por favor, tengo que salvarla.
La hembra de bongo atravesó de un salto el portón del sector de los animales, donde el cadáver del viejo Alí aún yacía en el polvo ensangrentado. Debía de haber escapado de su corral cuando la chusma lo demolió, y parecía indemne.
Una docena de hombres y mujeres corrieron tras ella con lanzas y espadas. El gran animal de colores llamativos vio el portón abierto y giró hacia allí, mostrando su liso pelaje de un reluciente castaño oscuro con franjas color crema, las orejas erguidas, los ojos llenos de terror, grandes y oscuros en su hermosa cabeza. Casi había llegado al portón abierto cuando uno de los lanceros se detuvo e hizo pivotar sus hombros, su mano izquierda apuntando directamente a la bestia, la derecha, que empuñaba el venablo, echada hacia atrás. Desplazó su peso hacia adelante y la lanza voló en un alto arco, y luego cayó hacia el animal. La alcanzó justo delante de la grupa, y la moharra se enterró. El hierro debe de haber tocado el espinazo, pues los paralizados cuartos traseros cayeron, y quedó inmóvil apoyada sobre las patas delanteras.
Un aullido de triunfo se alzó de los cazadores, que se apiñaron sobre el animal herido. No hicieron ningún esfuerzo por terminar con sus sufrimientos sino que, viva, comenzaron a cortarle trozos de carne. El nubio se acercó a toda prisa y, con un tajo de su espada, le abrió el vientre como si fuese una cartera. La pálida bolsa del estómago y las sogas entrelazadas de las entrañas asomaron por el corte. Éstas eran exquisiteces, y la chusma las arrancó y las devoró vorazmente. El contenido amarillo de las tripas sin limpiar se mezclaba con sangre y les chorreaba de labios y carrillos cuando masticaban.
El espectáculo le produjo una arcada a Rebecca, quien volvió la cabeza, pero Saffron siguió mirando hasta que el bongo cayó al fin y la multitud cayó en enjambre sobre su cuerpo como una bandada de buitres, ocultándolo. De las puertas del sector de los animales, otros salían a la carrera, llevando sangrantes bultos de carne y los cuerpos aplastados de aves y monos. Trataban de escapar antes de que los que iban llegando de las calles de la ciudad se unieran a la rebatiña. No hicieron a tiempo, y en todo el complejo estallaron brutales riñas y peleas. Saffron vio cómo uno de los niños saltaba sobre un jirón de carne. Se lo metió a la fuerza en la boca y trató de tragarlo. Pero la mujer a la que se le había caído se lanzó sobre él, dándole cachetes y puñetazos hasta que se vio obligado a escupirlo. Antes de que pudiera levantarlo del polvo, alguien más lo arrebató, y huyó por el portón, con la mujer siguiéndolo de cerca.
Otro grupo hundió la puerta del cobertizo que contenía la producción de torta verde del día. Recogieron trozos en sus camisas, pero antes de que pudieran huir llevándolos, la arpía cayó sobre ellos. Parecía haberse elevado por encima de la simple necesidad de hacerse de comida y corría entre ellos, tirando azotes al azar con su mosquero, vociferando:
—¡Ése es el veneno de Shaitan! ¡Arrojadlo al fuego! Arrojadlo a las letrinas, que son su lugar. —Aunque unos pocos huyeron con su botín, la arpía obligó a casi todos a lanzar su presa a los fuegos de la cocina o por los pozos de las letrinas.
—La ha destruido toda. Qué desperdicio vergonzoso —gritó angustiada Rebecca—. Y ahora hace que rompan nuestras calderas. Moriremos todos de hambre.
Ryder, impotente, contemplaba a la arpía. Vio cuan peligrosa era la delirante demagoga, que de un momento a otro podía precipitar otra explosión de locura y pasión homicida. Sin embargo, la mayor parte de la chusma había desaparecido, y parecía que la insurrección se extinguiría sola.
Aunque los daños causados eran graves, Ryder quiso consolarse pensando que no hacían esfuerzos por apoderarse del marfil. Evidentemente, era demasiado pesado como para llevarlo lejos. La mayor parte de sus otras posesiones de valor estaban bajo llave en la habitación fuerte de la fortaleza. En cuanto el Intrepid Ibis estuviera otra vez en condiciones de navegar, cargaría lo que quedaba en él, y lo tendría dispuesto para huir en un momento.
Pero la arpía seguía dando vueltas por el patio, deteniéndose cada tantos minutos para agitar el espantamoscas hacia la fortaleza y gritar maldiciones e insultos a los rostros blancos que veía asomar por las troneras. Cuando se detuvo a la puerta del taller, Ryder no se alarmó seriamente. Algunos de los otros saqueadores ya habían entrado allí, y no habían tardado en salir. Allí no había nada que pudieran comer, nada de valor obvio que se pudieran llevar. Sin embargo, menos de un minuto después de haber entrado en el taller, la arpía salió y llamó a gritos al luchador nubio, que estaba del otro lado del patio. Como un gorila adiestrado que responde a su domador, cruzó el patio con sus largas y fluidas zancadas. Ella lo hizo entrar en el taller. Cuando el nubio salió, llevaba una carga tan pesada que se le doblaban las piernas.
—¡Mirad! —gritó Jock, consternado. Era una carga que habría requerido de la fuerza de cinco hombres corrientes para moverla: el nubio se llevaba el principal caño de vapor del Intrepid Ibis. Jock había trabajado durante meses en esta pieza de maquinaria, que ahora estaba lista para ser reinstalada en el vapor.
La arpía chilló hacia la fortaleza:
—¿Creéis que escaparéis de la furia del Madí? ¿Creéis que huiréis en vuestro pequeño vapor? Arrojaremos esta cosa al Nilo. Cuando venga el Madí, vuestros blancos cadáveres leprosos se pudrirán en las calles de Jartum. Ni los buitres los querrán comer. —Arreó al gigante nubio como a un buey hacia el portón.
—¡Ni él lo podrá llevar hasta el río! —exclamó Ryder. Pero ahora, la arpía pedía a gritos que otros fueran a asistirlo. Muchos se apresuraban en su ayuda.
—Les juro solemnemente que no se llevará mi caño de vapor a ningún lado —gruñó Jock. Alzó el Martini-Henry y el estampido del disparo en la estrecha habitación los ensordeció. El fusil pateó al retroceder, y el dulce hedor del humo de pólvora negra les ardió en las narices.
El nubio había llegado al portón. Estaba a menos de setenta yardas de la aspillera. La pesada bala de plomo le acertó detrás de la oreja y le atravesó el cerebro al bies. En una nube rosada de húmedos tejidos, salió con un estallido por la órbita ocular derecha. Se derrumbó, y el peso del caño de vapor aplastó su cuerpo contra la arcilla cocida por el sol.
—Lo mataste —exclamó Ryder, incrédulo.
—¿Acaso no le apunté? —dijo Jock con brusquedad—. Por supuesto que lo maté tan bien como pude. —Metió otro cartucho en la recámara del fusil con su pulgar calloso—. Y mataré a cualquier otro que toque mis máquinas.
Un abrupto y tenso silencio cayó sobre el patio. Los amotinados casi habían olvidado la presencia de los prisioneros blancos déla fortaleza. Contemplaron impresionados el inmenso cadáver semidesnudo.
La arpía fue la única que no quedó privada de movimiento. Arrebató un hacha de las manos del hombre que tenía más cerca y se precipitó sobre la sección de caño. Una de las muchas tareas de la mujer sudanesa es la de cortar la leña para el hogar. Cuando el primer golpe del hacha resonó sobre el caño de vapor, Jock supo que ella era una experta. Volvió a alzar el hacha, y golpeó exactamente el mismo lugar que había golpeado antes. Jock vio que le apuntaba a una de las soldaduras. El metal de esa parte había perdido temple por el calor del soplete. Ya cedía. Dos o tres golpes más como los dados, y lo perforaría y deformaría. Podía llevar días reparar el daño que ya había provocado. Si no hacía algo para detenerla, podría infligir un daño irreparable.
—Terminemos con estas tonterías —murmuró.
Ryder vio que volvía a alzar el fusil.
—¡No dispares! —gritó—. Jock, no la mates.
—¡Demasiado tarde! —dijo Jock, sin la menor nota de contrición en su voz, y otra vez el Martini-Henry pateó y bramó entre sus manos.
La bala le acertó a la arpía en pleno pecho. La levantó del suelo y la arrojó contra el muro. Quedó suspendida allí, con la boca abierta de par en Par, aunque el grito que quiso dar quedó atrapado para siempre en su garganta. Luego, se deslizó muro abajo, dejando una larga y vivida chorreadura sobre la superficie encalada.
Los revoltosos que quedaban contemplaron consternados los cadáveres de sus dos cabecillas. El castigo había sido veloz e inesperado. ¿Cuándo sonaría el próximo disparo, y quién caería? Se elevó un gemido de alarma, y atravesaron los portones a la carrera.
—¡Haz que sigan corriendo! —Ryder se había resignado a sacar provecho de la precipitada acción de Jock. Tomó su propio fusil y disparó por encima de las cabezas de los revoltosos. A los pocos minutos, el patio estaba vacío, con excepción de los cadáveres de la arpía y su nubio.
Ryder abrió cautelosamente la puerta de la fortaleza y le dijo a Rebecca:
—Quédese aquí con Saffron hasta que veamos si es seguro que salgan. —Con los rifles cargados y alzados en posición de disparo, los hombres barrieron el complejo para asegurarse de que no acechara ningún peligro. Jock se dirigió directamente a su caño de vapor y se hincó junto a él. Escrutó con ansiedad las marcas de hacha del metal, y, quitándose su ajada y grasienta gorra, frotó con ternura la golpeada superficie. Luego, volvió a ponerse la gorra y volvió a estudiar las marcas. Suspiró, aliviado.
—No hay demasiados daños. —Levantó el caño con tanta facilidad como la demostrada por el nubio y se lo llevó amorosamente de vuelta a su taller.
Ryder fue hacia los dos cadáveres. La arpía estaba sentada con la espalda contra la pared. Tenía los ojos y la boca abierta y expresión ligeramente desconcertada. La movió con la punta de la bota. Cayó de cara y quedó inmóvil. Podría haber metido su puño cerrado en el hondo y oscuro agujero de bala que se abría entre los omóplatos de la vieja. No necesitaba examinar al nubio. Su cabeza yacía en un charco de sesos.
—No lo apruebo, pero disparaste bien, Jock —murmuró. Llamando a Bacheet, le dijo—: Arrójalos al río. Los cocodrilos darán cuenta de ellos. No hace falta que informemos de esto. Gordon Pacha es un hombre atareado. No queremos darle más preocupaciones que las que ya tiene. —Aguardó a que Bacheet y sus árabes se llevaran los cadáveres a la rastra por el portón que daba al canal. Luego, regresó a la fortaleza y abrió la puerta—. Todo está seguro. Podéis salir.
Saffron salió a la carrera, rumbo al sector de los animales. El viejo Alí yacía encogido junto a uno de los postes del portón. Había sido su amigo. Amaba a los animales tanto como ella, y le enseñó a cuidarlos. Se hincó junto a su cuerpo. En los meses transcurridos desde el comienzo del sitio, había visto a la muerte en muchas de sus formas más odiosas, pero ahora, contemplando el cuerpo de su amigo, sintió náuseas. Los amotinados habían machacado su cabeza hasta dejarla informe, sin forma humana reconocible.
—Pobre Alí —susurró—. Moriste por tus animales. Dios te amará por eso. —Encontró su turbante, tinto en sangre, y le cubrió el rostro—. Ve en paz —dijo en árabe.
Lo dejó y entró en el recinto de los animales. Allí se detuvo otra vez. Contempló la devastación y se le aflojaron las rodillas. Todas las jaulas habían sido abiertas a la fuerza y no quedaba ni un solo animal. Nubes de moscas azules zumbaban sobre los charcos de sangre que se secaba y coagulaba bajo el sol del desierto. Sacando fuerzas de flaqueza, Saffron recorrió las filas de jaulas vacías.
—¡Lucy! —llamaba mientras avanzaba, e imitaba el sonido de parloteo que era su voz especial para que el mono la reconociese—. ¡BilIy! Billy, bebé, ¿dónde estás? —Llegó a la jaula de Lucy. La puerta había sido arrancada, y la jaula estaba vacía. Acongojada, se quedó mirándola. Era muy pequeña cuando su madre murió, pero sabía que entonces no se había sentido tan huérfana como ahora.
—No pueden haber hecho esto. Es tan cruel. —Sabía que si permanecía allí estallaría en llanto y su padre se avergonzaría de ella. Sólo quedaba un lugar del sector por registrar. Se dirigió al cobertizo de los alimentos, en el extremo más distante del recinto.
—¡Lucy! —llamó—. ¿Dónde estás, Billy, bebé mío? —escudriñó la oscuridad—. ¡Billy! —hizo su parloteo simiesco y una pequeña forma oscura apareció detrás de un montón de paja. De un solo salto, aterrizó sobre la cadera de ella, y se le subió al hombro, parloteando suavemente en respuesta a su llamada.
—¡Billy! —murmuró Saffron—. ¡Estás a salvo! —Se sentó en el suelo y estrechó contra su pecho el pequeño cuerpo peludo. A pesar de todo lo que le dijera su padre, comenzó a llorar, sin poder detenerse.
* * *
Antes del amanecer del día siguiente, inmediatamente después de que las campanas de la misión marcaran el fin de la queda, Ryder oyó voces femeninas en el patio, seguidas del sonido que hacía la puerta del cobertizo de la torta verde al cerrarse. Limpió la espuma de la hoja de su navaja de afeitar con el trapo que usaba como toalla y se dio una última pasada desde la nuez de Adán hasta la punta del mentón. Examinó su imagen afeitada en el espejo de mano, y gruñó, resignado. A pesar del beso de la navaja, su mandíbula aún se veía azul. No todos podían tener patillas como las del soldadito carilindo. Cerró la navaja, la guardó cuidadosamente en el interior forrado de terciopelo de su estuche de cuero y cerró la tapa. Abandonando sus aposentos privados de la fortaleza, salió al patio.
Echó un vistazo al portón del recinto de los animales y sintió que volvían a surgir la ira y el pesar por la salvaje matanza de sus animales. Aún no lograba ir a ver el recinto. Al menos, Bacheet se había llevado el cuerpo del viejo Alí y lo había enterrado antes del atardecer, siguiendo lo prescripto por el Islam.
Ahora, Bacheet y sus hombres recogían colmillos de las pilas amontonadas por los insurrectos contra el muro interno y los llevaban de regreso al depósito. Ryder llamó a Bacheet y, juntos, fueron a inspeccionar el portón principal. Sólo quedaban unos pocos tablones carbonizados.
—Tendremos que abandonar todo lo que hay tras la estacada externa —decidió Ryder. Nos mudaremos a las fortificaciones internas. Los portones son sólidos y fuertes. Podemos defenderlos—. Dejó a Bacheet el cumplimiento de esas órdenes.
A lo largo de la última media hora, había oído el martilleo del metal sobre el yunque desde el taller de Jock, pero ahora reinaba el silencio. Cruzó hasta el taller y miró por la puerta. Jock McCrump acababa de encenderla llama azul de acetileno de su soplete, y se estaba bajando a los ojos los lentes ahumados de sus antiparras. Alzó la vista hacia Ryder.
—La vieja zorra manejaba el hacha como un leñador, y tenía un golpe como el del mismísimo John L. Sullivan. Me llevará dos o tres días reparar esto. Ahora, vete.
—Así que estamos de mal humor hoy, ¿no?
—No hay motivo para cantar y bailar. Tendrías que haberme dejado matarla antes de que hiciese esto.
Ryder lanzó una risita. Llevaban mucho tiempo juntos y conocían sus mutuas mañas. Dejó que Jock siguiera con su tarea y se dirigió al cobertizo de la torta verde. Allí estaban Nazira y las tres hermanas Benbrook. Llevaban los delantales de trabajo y los guantes que se habían hecho ellas mismas, y trataban de restablecer el orden en la devastada cocina.
—Buenos días, Ryder —lo saludó Rebecca con una sonrisa. Ryder se desconcertó ante la calidez del saludo, y por el hecho de que aún se dirigiera a él por su nombre de pila.
—Buenos días, señorita Benbrook.
—Le agradecería que de aquí en más se dirigiese a mí por mi nombre de pila. Después de la forma en que nos protegió a mi hermana y a mí ayer, no necesitamos andarnos con ceremonias.
—Lo poco que pude hacer por ustedes no era más que mi deber.
—Me complació especialmente que fuese usted tan medido en el empleo de la fuerza. Un hombre de menos talla habría convertido el motín en masacre. Tuvo usted la humanidad de darse cuenta de que esa pobre gente fue llevada a sus excesos por el terrible dilema en que se encuentran. Así y todo, quisiera expresar mi solidaridad por las graves pérdidas que usted ha sufrido.
Saffron escuchó con impaciencia a su hermana mayor. No le agradaba esa nueva calidez entre Rebecca y Ryder. Me dijo que lo despreciaba, y ahora lo arrulla como una paloma, pensó.
—Debían haberlos matado a todos, no sólo a esos dos —dijo agriamente—. De ese modo, Lucy se habría salvado.
—Al menos, a Billy se lo ve bien. —La severa expresión de Saffron se suavizó y Ryder lo aprovechó de inmediato—. ¿Cómo vas a alimentarlo? Aún no está destetado —preguntó, solícito.
—Nazira dio con una mujer que perdió a su recién nacido por el cólera. Le pagamos para que alimente a Billy, y él se harta de su leche como un cerdito —replicó Saffron.
Rebecca se ruborizó.
—Estoy segura de que Ryder no quiere oír esos repugnantes detalles —le dijo modosamente a su hermana.
—Entonces, no tendría que haber preguntado nada —dijo, razonablemente, Saffron—. Como sea, todos saben cómo se alimentan los bebés, de modo que, ¿por qué te pones colorada, Becky?
Ryder buscó como salir del mal trance, y encontró la forma.
—Buenos días, Amber. Te perdiste la diversión de ayer.
Pero Saffron no quería que la atención de Ryder siguiera concentrada en ninguna de sus hermanas.
—No le hagas caso —dijo—. Ha estado enfurruñada desde que se fue el capitán Ballantyne. —Antes de que Amber pudiera protestar, siguió adelante, atropellándose—. Todas las mujeres sudanesas Se escaparon. No quieren regresar a trabajar aquí. Las amenazaron los hombres malos de la ciudad, que les dijeron que hacer torta verde es trabajar para el diablo.
Ryder miró preocupado a Rebecca:
—¿Eso es cierto?
—Me temo que sí. Estaban demasiado aterradas para venir a decírnoslo en persona. Pero una habló con Nazira. Aun así se arriesgó mucho. Dice que los simpatizantes de los derviches que hay en la ciudad han descubierto lo importante que es la torta verde para nuestra supervivencia y que están tratando de evitar que la preparemos. La vieja ésa y el luchador nublo que encabezaron el ataque contra usted eran madistas.
—Eso explica muchas cosas —dijo Ryder, asintiendo con la cabeza—. Pero, ¿qué planean hacer?
—Continuaremos haciéndolo solas —replicó con sencillez Rebecca.
—¿Sólo ustedes tres?
—Cuatro, contando a Nazira. Ella no tiene miedo. Los Benbrook no nos rendimos tan fácilmente. Hemos encontrado dos calderas indemnes y nuestra primera partida de torta verde estará lista esta noche.
—Hacer pulpa la vegetación es un trabajo duro —objetó él.
—De ser así, usted debería dejarnos poner manos a la obra ya mismo —le dijo Rebecca—. ¿Por qué no se va a ayudar al señor McCrump?
—Los hombres nos damos cuenta cuando quieren que nos vayamos de la cocina. —Ryder saludó tocándose el ala del sombrero y se apresuró a regresar al taller.
Poco después de mediodía, Jock se alzó las antiparras de soldar sobre la frente y sonrió por primera vez en el día.
—Bueno, capitán, esto es más o menos lo mejor que puedo hacer. Tal vez aguante sin que reviente con la presión y nos dé otro baño de vapor. Sólo nos queda rezarle al Todopoderoso.
Cargaron el eje de transmisión y el caño de vapor a un carro de dos ruedas y los cubrieron con una lona para ocultarlos de los ojos de los agentes derviches mientras lo llevaban por las calles. No quedaban animales de tiro en la ciudad. Todos habían muerto de hambre o habían sido comidos. Ryder, Bacheet y sus árabes tomaron las varas del carro y lo arrastraron hasta el muelle donde estaba atracado el Intrepid Ibis. A la luz de las linternas, trabajaron en la sala de máquinas hasta la noche. Cuando hasta Jock fue vencido por el agotamiento, se tendieron sobre las planchas de acero de la cubierta del Ibis y descabezaron unas pocas horas de sueño.
Se despertaron al amanecer. La bolsa de vituallas estaba casi vacía, pero Ryder le ordenó a Bacheet que distribuyera unos pocos dátiles y restos de pescado ahumado para el desayuno. Luego, se pusieron a trabajar otra vez en la sala de máquinas. A media mañana, Saffron y Amber bajaron al puerto. Traían dos hogazas de torta verde recién hecha oculta en la caja de pinturas de Saffron.
—Las metimos aquí porque no queremos que nadie sepa qué estamos haciendo. Éste es nuestro primer lote —anunció orgullosa Saffron. Alzó las manos—. ¡Mira! —Amber la imitó.
Ryder vio las ampollas que tenían en las palmas de las manos.
—¡Mis dos heroínas!
Sólo había unos pocos bocados para cada hombre, pero bastaron para reponer sus decaídas energías. Saffron y Amber se sentaron junto a Ryder en el borde de la cubierta, con las piernas colgando, y lo miraron comer. Quedó conmovido por la femenina satisfacción que demostraban, a pesar de su corta edad, por estar alimentando a un hombre. Miraban cómo entraba cada porción en su boca del mismo modo en que lo había hecho su madre tantos años atrás.
—Lo siento, pero no hay más —dijo Saffron cuando él terminó—. Haremos un poco más mañana.
—Estaba delicioso —repuso él—. El lote más sabroso hasta el momento.
Saffron pareció complacida. Alzó sus rodillas hasta el mentón y se abrazó las largas piernas delgadas.
—Me revienta pensar que todos esos horribles derviches de ahí fuera comen todo lo que les da la gana. —Se puso en pie de mala gana y se aliso la falda—. Vamos, Amber. Regresemos, o Becky nos azotará con su lengua.
Mucho después de que las gemelas se fueran, y mientras los hombres luchaban por encajar el largo eje de transmisión en su calzo de los confines de la sala de máquinas, Ryder se quedó cavilando sobre la observación casual que había hecho Amber.
A media tarde, Jock anunció al fin que era cautamente optimista acerca de la posibilidad de que esta vez el motor funcionaría como había sido la intención de Dios y de sus fabricantes. Su equipo y él encendieron la caldera y, mientras esperaban que juntara presión, Ryder compartió el último de sus cigarros con el escocés. Ambos se reclinaron juntos sobre la barandilla del puente, cansados y apagados.
Ryder le dio una larga pitada al cigarro y se lo pasó a Jock.
—El Madí tiene cien mil hombres acampados al otro lado del río. Dime, Jock, ¿cómo crees que los alimenta?
Jock retuvo el humo en sus pulmones hasta que la cara se le puso púrpura. Al fin, lo exhaló con una explosión:
—Bueno, para empezar, tienen las miles de cabezas de ganado que robaron —dijo—. Pero calculo que traerá dhurra río abajo desde Abisinia.
—¿En dhows?
—Claro. ¿Cómo, si no?
—¿De noche? —insistió Ryder.
—Por supuesto. En las noches de luna, se ven las velas. Por la noche hay mucho tráfico en el río.
—Jock McCrump, quiero que tengas a esta vieja bañera funcionando a su máxima presión de vapor mañana por la noche a más tardar. Antes, si te parece.
Jock lo miró con suspicacia, y luego sonrió. Sus dientes eran afilados y desparejos como los de un viejo tiburón tigre.
—Si no lo conociera bien, capitán, diría que está planeando algo.
* * *
En el cielo del desierto no había nubes que proveyeran un lienzo para que el sol poniente pintara su adiós. El gran globo rojo se hundió como una piedra bajo el horizonte y en forma casi inmediata, la noche cayó sobre la tierra drogada por el calor. Ryder esperó hasta que ya no pudo distinguir la margen opuesta del río, luego le dio a Bacheet orden de soltar amarras.
Marcando un "avante poca" en el telégrafo que lo comunicaba con la sala de máquinas, sacó lentamente al Intrepid Ibis por la boca de la ensenada y tomó el brazo principal del río. En cuanto sintió el tirón de la corriente, enfiló la proa contra el sentido de ella y le transmitió a Jock un "avante a media máquina". Empujaban contra el fluir del río y Ryder escuchó ansiosamente el latido del motor. Sentía que el casco se estremecía bajo sus pies, pero sin vibraciones irregulares. La mantuvo a esa velocidad hasta que rodearon el primer meandro del Nilo Azul y se encontraron frente a un tramo de río largo y profundo.
Respiró hondo y transmitió un "avante a tres cuartos". El Ibis respondió con la gallardía de un torero que desfila por la plaza. Ryder lanzó un largo suspiro de alivio.
—Toma el timón, Bacheet Voy abajo.
Se deslizó por la escalera que bajaba a la sala de máquinas. Jock recorría el eje con el haz de su linterna sorda, y Ryder se paró junto a él. Contemplaron cómo giraba sobre sus nuevos cojinetes. Jock bajó la linterna y a la luz dorada estudiaron atentamente la silueta de la columna plateada, buscando el más mínimo estremecimiento, temblor o distorsión. Como un giroscopio, giraba con tanta regularidad que parecía inmóvil.
Jock ladeó la cabeza.
—Oiga cómo canta, capitán. —Alzó la voz por sobre el siseo y el deslizarse de los cilindros—. ¡Más dulce que Lily McTavish!
—¿Quién demonios es Lily McTavish?
—La camarera del Bull and Bush.
Ryder lanzó un rugido de risa.
—No tenía idea de que fueras aficionado a la ópera, Jock.
—No puedo decir que sepa mucho al respecto, capitán, pero reconozco un buen par de tetas cuando las veo.
—¿Podemos poner al Ibis al máximo de revoluciones?
—Como Lily McTavish, me parece que está dispuesta a lo que sea.
—Me gustaría conocer a esta Lily.
—A la cola, capitán, primero estoy yo.
Aún riendo, Ryder regresó a su puente y relevó a Bacheet del timón. Cuando marcó el "avante a toda máquina", el Ibis saltó a contracorriente.
—¡Doce nudos! —gritó alegremente Ryder. Sintió que un gran peso caía de sus espaldas. Ya no estaba prisionero en esa ciudad de fiebres que era Jartum. Una vez más, las tres mil millas del Nilo, su carretera a la libertad y la fortuna, le pertenecían.
Hizo retroceder la palanca del telégrafo a "avante a media máquina" y siguió subiendo por el río; antes de haber llegado al siguiente recodo importante, ya había contado cinco velas, todas de dhows mercantes pesadamente cargados que bajaban de las tierras altas de Abisinia rumbo a Omdurman. Dio la vuelta, y, con la corriente, avanzó velozmente río abajo. Luego, gritó por el tubo acústico de la sala de máquinas:
—Jock, sube, tenemos que hablar.
Se reclinaron juntos sobre la barandilla del puente.
—Después de lo que ocurrió ayer, no correré más riesgos. El ánimo de la población es malo y peligroso. La ciudad pulula de agentes y simpatizantes del Madí. Por la mañana, ya sabrán que el Ibis está en condiciones de navegar. Debemos esperar un intento de sabotaje. A partir de este momento debemos mantener una guardia armada a bordo las veinticuatro horas.
—Yo ya iba a hacerlo —asintió Jock—. Ya me traje mi catre y mi talego a bordo, y dormiré con un revólver bajo el colchón. Mis fogoneros se turnarán para montar guardia.
—Excelente, Jock. Pero, además de eso, en cuanto haya suficiente luz quiero que lleves el vapor del puerto al canal y lo amarres al muelle del portón trasero del complejo. Allí estará más a salvo y será más fácil de cargar.
—¿Piensas en tu marfil? —preguntó Jock.
—¿En qué más puede ser? —dijo Ryder sonriendo—. Pero también quiero poder escapar si las cosas vuelven a ponerse feas. En cuanto amanezca, lleva el Ibis al canal. Te estaré esperando.
* * *
—¿Por qué tanto ruido? —A Ryder lo habían despertado los golpes de Bacheet sobre la puerta de la fortaleza.
—Hay uno de los oficiales egipcios con un mensaje de Gordon Pacha —respondió a gritos Bacheet.
Ryder sintió que el corazón se le encogía. Las noticias del Chino Gordon nunca eran buenas.
El egipcio tenía los dos ojos a la funerala y el labio inferior lastimado e hinchado.
—¿Qué le ocurrió, capitán? —preguntó Ryder.
—Hubo un motín en reclamo de alimentos en el arsenal cuando el capitán redujo la ración. Recibí una pedrada en la cara.
—Oí que sus tropas mataron veinte revoltosos.
—Eso no es correcto —contestó vivamente el oficial—. Para restaurar el orden, el general se vio obligado a matar a sólo doce.
—Muy moderado de su parte —murmuró Ryder.
—También usted tuvo problemas con los revoltosos y se vio obligado a disparar —añadió el capitán.
—Sólo a dos, que antes habían matado a uno de mis hombres —Ryder se sintió aliviado ante la confirmación de lo ocurrido en el arsenal: Gordon no estaba en posición de señalarlo con dedo acusador—. Entiendo que usted me trae un mensaje de Gordon Pacha.
—El general quiere verlo en fuerte Mukran en cuanto sea posible. Debo escoltarlo hasta allí. Por favor, ¿se prepara para que salgamos ahora?
Como un escolar convocado a la oficina del director, pensó malhumorado Ryder, Tomó su sombrero del gancho de la puerta.
—Muy bien. Estoy listo.
* * *
Gordon estaba en su puesto habitual sobre las murallas almenadas del fuerte. De pie tras su telescopio, miraba río abajo, hacia la garganta de Shabluka. Dos banderas de vivos colores ondeaban en el mástil de la atalaya. La bandera roja, blanca y negra de Egipto flameaba por debajo del rojo, blanco y azul de la bandera del Reino Unido de Gran Bretaña.
Gordon se enderezó y vio a Ryder, que miraba hacia arriba.
—Esas banderas serán lo primero que la fuerza de socorro vean cuando suban por el río. Así sabrán que la ciudad aún está en nuestras manos y que hemos resistido a las fuerzas del mal y de la oscuridad.
—El mundo entero se enterará, general, de lo que logró un inglés, solo y casi sin ayuda. Es una historia que quedará escrita en mayúsculas en los anales del imperio. —Ryder tenía intención de que fuese una ironía, pero por algún motivo, no sonó así. Se sentía obligado a admitir, aunque con renuencia, que admiraba al terrible hombrecito. Nunca podría sentir afecto por él, pero lo respetaba.
Gordon alzó una ceja gris-plateada, bajo la cual centelleó un frío azul, en reconocimiento del elogio malintencionado de un adversario.
—Se me informa que anoche sacó a probar su vapor con todo éxito —afirmó secamente.
Ryder asintió con cautela. El viejo diablo no deja pasar una, pensó. Ahora, lo odiaba con la habitual intensidad.
—Espero que ello no signifique que usted tiene intención de partir en él antes de que lleguen los socorros —dijo Gordon.
—Esa idea cruzó mi mente.
—Señor Courtney, a pesar de sus inclinaciones mercenarias usted ha realizado, tal vez involuntariamente, una significativa contribución a la defensa de la ciudad. Sin ir más lejos, su producción de la repugnante pero nutritiva torta verde fue de gran utilidad. Tiene a su disposición otros recursos que pueden salvar vidas. —Gordon le clavó la vista.
Ryder sostuvo la mirada de los ojos color zafiro y respondió:
—Así es, general, y siento que he hecho cuanto puedo. Pero así y todo tengo la premonición de que usted tratará de convencerme de que ése no es el caso.
—Necesito que usted permanezca en la ciudad. No quiero verme obligado a requisar su nave, pero no dudaré en hacerlo si me desafía.
—¡Ah! —dijo Ryder, asintiendo con la cabezal Un argumento persuasivo. ¿Puedo sugerirle una solución intermedia, general?
—Soy un hombre razonable —Gordon inclinó la cabeza—, y siempre estoy dispuesto a escuchar propuestas sensatas.
Ésa no es una opinión generalizada, pensó Ryder, pero replicó con serenidad:
—Si puedo pagar un precio justo por ello, ¿me permite abandonar Jartum cuando quiera, con los pasajeros y carga que yo elija, sin restricciones?
—Ah, sí. Oí que se ha hecho amigo de las hijas de David Benbrook —Gordon sonrió sombríamente— y que tiene muchas toneladas de marfil en su almacén. ¿Serían ésos sus pasajeros y su carga?
—David Benbrook y sus hijas estarán entre aquellos que invitaré a partir conmigo. Estoy seguro de que eso no chocará con su sentido de lo caballeresco.
—¿Qué ofrece usted, señor, como su parte en el trato?
—Un mínimo de diez toneladas de dhurra, suficiente para alimentar a la población hasta la llegada de la fuerza de socorro y evitar nuevos motines. Me pagará doce chelines por saco, en efectivo.
El rostro de Gordon se ensombreció.
—Siempre sospeché que usted tenía reservas ocultas de grano.
—No tengo ninguna reserva secreta, pero arriesgaré mi barco y mi vida para conseguirle una a usted. A cambio, quiero su palabra de honor de caballero y de oficial de la Reina de que, contra recibo de sus diez toneladas de dhurra, usted me pagará el precio convenido y me permitirá dejar Jartum con mi barco. Sugiero que esto es justo y que usted nada tiene que perder aceptándolo.
* * *
Ryder había tendido una lona negra sobre la superestructura blanca del Ibis y recubierto su casco por encima de la línea de flotación con negro barro del río. Empleando largas pértigas de bambú para impulsarlo, lo llevaron en silencio del poco profundo canal hasta el lío abierto. Con su camuflaje, se fundía tan bien con la oscuridad que incluso bajo la luz de las estrellas era invisible desde una distancia de más de cien yardas. Cuando entró en la corriente y las pértigas ya no alcanzaron el fondo, Ryder le telegrafió a Jock un "avante a media máquina". Navegó río arriba, cruzando hacia el este a lo largo del Nilo Azul Evitaba deliberadamente el brazo principal del Nilo Blanco, pues las baterías de la artillería derviche estaban todas concentradas sobre los puntos de acceso del norte. Era evidente que esperaban que las cañoneras británicas llegasen por allí. Sin embargo, al hacer esos preparativos, habían dejado los brazos sur y este del río desprotegidos. Para cuando los derviches se dieran cuenta de su error, el Intrepid Ibis ya podía haber recorrido miles de millas por el río.
Seguramente, todos los dhows que bajaban por el Nilo Azul eran abisinios. Al igual que Ryder, no eran más que honestos comerciantes que trabajaban duro, vendiéndole su grano al mejor postor. Por supuesto, que era de lamentar que su principal cliente fuese el Madí.
Ryder cruzaba el río al sesgo con el oscurecido Ibis. Por obvias razones, los capitanes de los dhows de grano se mantenían cerca de la orilla opuesta a la de Jartum. Ryder y Bacheet miraban hacia adelante, en busca del primer destello del blanco de una vela de lona o del resplandor de las estrellas sobre una de las velas latinas de junco. La necesidad de un buen cigarro hacía doler los pulmones de Ryder. Con la abstinencia, crece el deseo, pensó con tristeza. Tal vez termine por fumar tabaco turco negro en un narguile. Qué bajo caen los grandes de este mundo.
Bacheet le tocó el brazo.
—El primer pececillo se mete en nuestra red —murmuró.
Ryder contempló la nave que aparecía sobre las oscuras aguas, y murmuró, decepcionado:
—Pesquero pequeño. Línea de flotación alta, así que va descargado. Lo dejaremos ir.
Se oyó una lejana voz desde el pequeño barco:
—¿En nombre de Dios, qué barco es ése?
Bacheet respondió:
—Ve en paz, que la bendición de Alá sea contigo.
Continuaron navegando. Cuando rodearon el primer recodo importante del río, dos millas por arriba de la ciudad, otro casco pareció emerger milagrosamente de la noche. Se acercaba a tal velocidad, que sólo le dio uno segundos a Ryder para tomar su decisión. Era un gran dhow, de ancha eslora, muy hundido en el agua. Su cubierta sólo sobresalía un pie de la superficie. La ola que producía su proa, blanca como crema a la luz de las estrellas, casi le pasaba por encima de las barandillas.
—Pesada de carga —dijo Ryder con callada satisfacción—. Éste es para nosotros. —Viró repentinamente hacia su presa, y cuando se aproximaron, el que iba al timón lanzó una exclamación de alarma. Cuando el casco de acero chocó con fuerza contra el flanco de madera del dhow, los tres pesados ganchos de abordaje salieron disparados del Ibis y cayeron ruidosamente sobre la cubierta del otro.
Mordieron las barandillas del dhow, aprisionándolas y uniendo los dos barcos. Con un golpe de acelerador y un súbito viraje a la izquierda, Ryder obligó al dhow a cortar la corriente con su popa, dejándolo sin aire en las velas, de modo que quedó meciéndose, inerme. Entonces, sus hombres treparon por sobre las barandillas.
Antes de que pudieran darse cuenta de qué ocurría, la tripulación del dhow quedó bien amarrada. Ryder saltó a cubierta en el momento mismo en que el capitán salía de su cabina de proa. Ryder lo reconoció de inmediato.
—¡Ras Hailu! —exclamó, saludándolo luego en amaneo—: Veo que tu salud es buena.
El abisinio dio un respingo de sorpresa, luego reconoció a Ryder.
—¡al-Sajawi! Así que te has vuelto pirata.
—Yo no soy pirata, pero tú tratas con uno que sí lo es. Oí decir que el Madí fija por la fuerza el precio de tu dhurra. —Tomó a Ras Hailu del brazo—. Ven a bordo de mi vapor. Tomemos un poco de café y hablemos de negocios.
Mientras Jock mantenía a ambos barcos en medio del río, ambos capitanes se sentaron en la cabina del Ibis. Tras un razonable intercambio de charla insustancial, Ryder encaró el tema que los ocupaba.
—¿Cómo es que tú, un devoto cristiano y príncipe de la casa de Menelik, haces negocios con un fanático que hace la yihad contra tu Iglesia y tus paisanos?
—Me colma de vergüenza —confesó Ras Hailu—, pero, cristiano o musulmán, el dinero es dinero, y una ganancia siempre es una ganancia.
—¿Qué precio te paga el perverso Madí?
Ras Hailu pareció dolorido, pero sus ojos brillaban de astucia a la luz de la lámpara.
—Ocho chelines por saco puesto en Omdurman.
—De cristiano a cristiano y de amigo a viejo amigo. ¿Cuánto me cobrarías si te pagara en María Teresas de plata?
Ambos disfrutaban del regateo, pues lo llevaban en la sangre, pero no alcanzaba el tiempo para saborearlo. Faltaban pocas horas para el amanecer. Acordaron un precio de nueve chelines, que dejó satisfechos a ambos. Jock remolcó el dhow hasta una tranquila bahía lejos del brazo principal del río, conocida como la Laguna de los Pececillos. Ocultos por las tallos de papiro, todos los hombres se dedicaron a transbordar el cargamento del dhurra al vapor. Les llevó todo el día, pues el dhow iba cargado hasta los topes.
Cuando cayó la oscuridad, Ryder y Ras Hailu se abrazaron afectuosamente y se despidieron. Impulsado por la brisa del anochecer, el dhow subió por el Nilo Azul rumbo a la frontera con Abisinia. Ryder llevó el Ibis río abajo hasta Jartum. Iba tan cargado que tuvieron que sirgarlo desde la orilla del canal hasta su atraque detrás del complejo.
En cuanto se levantó la queda, Ryder envió a Bacheet con un mensaje para el general Gordon. Menos de una hora después, el general estaba en la orilla del canal. Iba acompañado de cien soldados egipcios, y no tardó en organizar una cadena de hombres para descargar los sacos de dhurra. El trabajo avanzó rápidamente, y Ryder permaneció viéndolo, contando los sacos y tomando notas en su pequeño cuaderno rojo.
—Según mis cálculos, general, esto es considerablemente más que la cantidad pactada. —Echó un vistazo sobre la columna de números con rapidez de contador—: Aun si calculamos una merma del diez por ciento sobre el peso declarado de los sacos, está más cerca de doce toneladas que de diez.
Gordon rió, un sonido infrecuente, pues el Chino Gordon no era dado a la frivolidad.
—Seguramente, señor Courtney, usted no estará sugiriendo que le devolvamos el sobrante al Madí, ¿verdad?
—No, señor. Lo que sugiero es que tengo derecho a una recompensa por haber cumplido con creces —replicó Ryder.
Gordon dejó de reír.
—Su avaricia debería tener algún límite, señor.
—Le he dado al César lo que es del César. —Gordon frunció el ceño ante la referencia bíblica, pero Ryder prosiguió, imperturbable—: Y quisiera quedarme una tonelada de dhurra para mi uso. Mis instalaciones fueron saqueadas por los amotinados. Mi gente está tan próxima a morir de hambre como todos en la ciudad. Es mi deber proveerlos de lo necesario, como si friesen mi familia. Según yo veo las cosas, eso no es avaricia.
Regatearon astutamente. Finalmente, Gordon alzó las manos.
—Muy bien, entonces. Quédese con doscientos sacos y agradezca que soy generoso. Puede venir al fuerte a recoger sus treinta monedas de plata, Judas. —Se fue hacia el arsenal pisando fuerte. Quería ver su precioso grano a salvo tras sus muros. Pero había otra explicación de su abrupta partida: no quería que Ryder Courtney viera cómo se enternecía su expresión, ni la sombra de una sonrisa que le asomaba a los ojos. Qué pena perder a un joven sinvergüenza como ése. Lo deberíamos haber tenido en el ejército. Yo habría hecho un oficial de primera de él, pero ahora es demasiado tarde. Lo arruinaron las seducciones de Mamón.
El tren de sus pensamientos siguió su camino, y pensó en otro muchacho que le caía bien. Cuando llegó a las puertas del arsenal, se detuvo y miró hacia el norte. Pensó: Ballantyne ya partió hace quince días. Sin duda que para este momento ya habrá llegado al campamento de Stewart en los pozos de Gakdul y le habrá entregado mi mensaje. Sé en mi corazón que Dios no permitirá que mis esfuerzos sean vanos. Dios querido, dame fuerzas para aguantar un poco más.
Pero estaba cansado hasta el tuétano.
* * *
Llevaban cinco días cabalgando en el vasto conglomerado de hombres y animales. Avanzaba pesadamente hacia el norte por el desierto. Penrod Ballantyne giró sobre la montura de su camello para mirar hacia atrás. La polvareda que levantaban llegaba al horizonte y se alzaba al cielo.
¿Cinco mil combatientes? se preguntó. Pero nunca lo sabremos con certeza; no hay quién pueda contarlos. Todos los emires de las tribus meridionales y todos sus guerreros. ¿Qué poder tiene este Muahamad Ajmed que puede convocar tal muchedumbre, compuesta de tribus divididas desde hace quinientos años por pleitos y venganzas de sangre?
Luego, se volvió sobre la montura y miró al norte, la dirección en que avanzaba esa vasta hueste. Stewart sólo tenía dos mil hombres para oponérseles. ¿En qué guerra de las que hubo en toda la historia jamás triunfó alguien con semejante desventaja?
Hizo a un lado el pensamiento y trató de calcular a qué distancia estaban Yakub y él de la vanguardia de esa poderosa cabalgata. Sin llamar la atención, debían avanzar gradualmente hasta las primeras filas. Sólo desde allí podrían separarse y correr la carrera final hacia los pozos de Gadkul. Los derviches iban al paso, sin apresurar a sus camellos, para que éstos tuviesen fuerzas para cumplir con su parte en la inminente batalla. El hecho de que se movieran tan lentamente en lugar de precipitarse al combate le daba la certeza a Penrod de que Steward debía de seguir acampado allí.
Atravesaron lentamente otra formación abierta de derviches. Eran duros hombres de las tribus del desierto, que llevaban espadas y escudos a la espalda. Los más iban montados en camellos, y cada uno dirigía una reata de camellos de carga que llevaban tiendas y cajas de municiones, ollas, bolsas de vituallas y odres llenos de agua. Por detrás de esto venían los pequeños comerciantes de Omdurman, que a su vez llevaban sus camellos cargados de bienes de intercambio y mercancías. Tras la batalla, cuando los ánsar estuvieran ricos por el pillaje, harían buenos negocios.
A la cabeza de esta formación cabalgaba un pequeño grupo de ánsar sobre magníficos corceles árabes, que habían sido amorosamente almohazados haciendo que su pelo brillara al sol como metal pulido. Sus largas crines sedosas habían sido peinadas y trenzadas con cintas de colores. Los jaeces y arreos eran de cuero bellamente repujado y pintado. Los jinetes los montaban con la gallardía y la estudiada arrogancia de guerreros.
—¡Aggagiers! —musitó Yakub cuando estuvieron más cerca—. Los matadores de elefantes.
Penrod se envolvió más estrechamente la boca y la nariz con el extremo de su turbante, de modo de sólo dejar los ojos a la vista, e hizo doblar a su camello para sobrepasar el grupo a una distancia segura. Cuando pasaron junto a ellos, vieron que los jinetes los miraban fijamente. Discutían animadamente acerca de los dos desconocidos.
—Maldito sea el buen gusto de Ryder Courtney en materia de camellos. —Por primera vez desde que abandonaran Jartum, Penrod lamentó la calidad de sus cabalgaduras. Eran criaturas espléndidas, más apropiadas para un califa o un poderoso emir que para un humilde integrante de una tribu. Incluso en esa vasta muchedumbre, se destacaban como animales de pura sangre. Yakub hizo apresurar a su camello, y Penrod le advirtió con severidad:
—Despacio, intrépido Yakub. Nos están mirando. Cuando los ratones corren, el gato salta.
Yakub sofrenó su cabalgadura, y prosiguieron a un paso más medido, pero ello no hizo que los aggagiers perdieran interés. Dos se separaron del grupo y cabalgaron hacia ellos.
—Son beya —dijo roncamente Yakub—. No tienen buenas intenciones.
—Tranquilo, locuaz y astuto Yakub. Debes engañarlos con tu pronta lengua.
El que encabezaba a los aggagiers llegó a ellos y demoró la andadura de su yegua baya hasta ponerla al paso.
—Las bendiciones de Alá y de Su Victorioso Madí sean con vosotros, desconocidos. ¿De qué tribu sois y quién es vuestro emir?
—Que Alá y el Madí, que la gracia sea con él, siempre te sonrían —respondió Yakub con voz clara y despreocupada—. Soy Hogal al-Kadir de los yaalin, y cabalgamos bajo el estandarte del emir Salida.
—Yo soy al-Noor, de la tribu beya. Mi amo es el afamado emir Osman Atalan, con quien sean todas las bendiciones de Alá.
—Es un hombre poderoso, —bienamado de Alá y del Siempre Victorioso Madí, que tenga larga vida y prospere—. Penrod se tocó el corazón y la frente. —Yo soy Suleimani Iffara, un persa de Yida—. Algunos persas tenían cabello rubio y ojos pálidos, y Penrod había adoptado esa nacionalidad para explicar su apariencia. También explicaba los diversos matices y entonaciones de su habla.
—Estás lejos de Yida, Suleimaini Iffara —al-Noor se le acercó y lo contempló, pensativo.
—El Divino Madí ha declarado la yihad contra el turco y el franco. —Replicó Penrod—. Todos los verdaderos creyentes deben acudir a su llamado y apresurarse a unírsele, por más dura y larga que sea la travesía.
—Bienvenidos a nuestras fuerzas, pero si viajáis bajo el estandarte del emir Salida, debéis ir más rápido para alcanzarlo.
—Cuidamos a nuestros camellos —explicó Yakub—. Pero, ya que lo aconsejáis, nos apresuraremos.
—Son bestias verdaderamente magníficas —asintió al-Noor, pero sus ojos estaban clavados en Penrod, no en su cabalgadura. Sólo le podía ver los ojos, que eran ojos de yinni y le resultaban extrañamente familiares. Pero habría sido una ofensa mortal ordenarle que descubriera sus facciones—. Mi amo, Osman Atalan, me envía a inquirir si queréis vender algunos. Os pagaría un buen precio en monedas de oro.
—Tengo el mayor de los respetos por tu poderoso amo —replicó Penrod— pero antes vendería a mi primogénito.
—Dije, y digo otra vez, que son criaturas magníficas. A mi amo lo entristecerá tu respuesta. —al-Noor alzó las riendas para alejarse, luego se detuvo. —Hay algo en ti, Suleimaini Iffara, en tus ojos, o tu voz, que me es familiar. ¿Ya nos hemos encontrado?
Penrod se encogió de hombros.
—Tal vez en la mezquita de Omdurman.
—Tal vez —dijo dubitativo al-Noor—, pero te he visto antes, y recordaré cuándo fue. Mi memoria es buena.
—Seguimos camino para encontrar a nuestro comandante —intervino Yakub—. Que los hijos del Islam triunfen en la batalla que se acerca.
al-Noor se volvió a él.
—Rezo porque tus palabras lleguen a oídos de Dios. La victoria es dulce, pero la muerte es el objetivo final de la vida. Es la llave del paraíso. Si no obtenemos la victoria, que Alá nos conceda la gloria del martirio. —Se tocó el corazón en un saludo de despedida—. Id con la bendición de Alá. —Se alejó al galope para reunirse con su escuadrón.
—El emir Atalan —susurró impresionado Yakub—. Cabalgamos en la misma compañía de tu enemigo más mortal. Esto es lo mismo que llevar una cobra en el seno.
—al-Noor nos ha concedido permiso de abandonar su estandarte —le recordó Penrod—. Apresurémonos a obedecer.
Instando a los camellos con la aguijada, los pusieron al trote. Mientras se alejaban, Penrod miró hacia el distante grupo de aggagiers. Ahora que sabía qué buscar, reconoció la elegante figura de Osman Atalan, vestido con una aljuba blanca como hueso con aplicaciones de alegres colores que atraían la vista como alhajas. Jinete en su hermosa yegua color crema, cabalgaba unos pocos cuerpos por delante del resto de su banda. Miraba fijamente a Penrod, y aun desde esa distancia su mirada era perturbadora.
Tras su amo, al-Noor sacó el fusil de la funda que llevaba bajo la rodilla y lo apuntó al cielo. Penrod vio la azul nubécula de humo de pólvora uno segundos antes de que el estampido le llegara a los oídos. Alzando su fusil, respondió el feu de la joie. Siguieron camino.
Durante el resto del día, los interrogaron varias veces. La calidad de sus camellos y su evidente prisa hacía que se destacaran aun en medio de esa inmensa reunión de animales y hombres. Cada vez que preguntaron por el estandarte rojo del emir Salida de los yaalin, les respondieron: "Va a la cabeza de la vanguardia". Penrod avanzaba rápidamente: desde el encuentro con al-Noor se sentía incómodo.
Sólo una vez detuvieron sus pasos. Uno de los pequeños comerciantes que seguían a los ejércitos los llamó al verlos pasar. Hicieron un alto para inspeccionar sus mercancías. Tenía discos de pan de dhurra, cocido en manteca de camella y semillas de sésamo. También les mostró dátiles y damascos secos, y queso de leche de cabra, cuyo intenso aroma los hizo salivar. Llenaron sus alforjas de vituallas, y Penrod pagó los exorbitantes precios con dólares de plata María Teresa.
Cuando siguieron camino, el mercader los contempló hasta asegurarse de que estuvieran demasiado lejos como para oírlo. Llamó a su hijo, que se encargaba de los asnos de carga.
—Conozco bien a ese hombre. Marchó a El Obeid junto a Hicks Pacha cuando comenzó la yihad. Le vendí una daga incrustada en oro, y regateó con astucia. Nunca lo confundiría con otro. Es un infiel, un efendi franco. Su nombre es Abadan Riyi. Ve, hijo mío, al poderoso emir Osman Atalan, y dile todas estas cosas. Dile que un enemigo marcha entre las filas de los guerreros de Alá.
* * *
El sol se hundía hacia el horizonte de occidente y las largas sombras que proyectaban sus camellos sobrevolaban las dunas de un amarillo anaranjado cuando finalmente Penrod distinguió el flameante estandarte rojo del emir Salida entre la polvareda que los precedía.
—Es la primera fila del ejército —confirmó Yakub. Cabalgó hasta acercarse más a la derecha de Penrod para no tener que alzar la voz: iban cerca de otros jinetes, que podían oírlos—. Muchos de estos hombres son yaalin. Reconocí a dos que tienen una venganza de sangre pendiente conmigo. Son de la familia que me hizo expulsar de la tribu e hizo de mí un proscrito. Si me enfrentan, el honor me compromete a matarlos.
—Entonces, alejémonos de ellos.
El Nilo sólo distaba una milla hacia la izquierda. Todo el ejército desde que se le habían unido en Berber, había seguido el curso del río. A esta hora tardía de la jornada muchos otros viajeros se desviaban hacia la orilla del río para dar de beber a sus animales Estaban demasiado atentos a sus propios asuntos como para notar la presencia de dos desconocidos entre ellos. Así y todo, Penrod se las ingenió para mantenerse bien lejos de los demás.
El pasto de las inmediaciones de las márgenes del río era denso y suculento. La hierba les llegaba a la rodilla a los camellos. Repentinamente, se produjo una explosión de alas bajo las patas delanteras de la cabalgadura de Yakub, y una bandada de codornices se dispararon como cohetes. Eran de la variedad conocida como codorniz escamosa siria, mayores que las comunes, y muy apreciadas como alimento. Yakub giró en su montura y con un latigazo de la mano derecha, les arrojó su pesada aguijada para camellos. Giró en el aire como una rueda, e impactó en una de las aves. En un remolino de plumas azules, doradas y castañas, la codorniz cayó a tierra.
—¡Mirad! Yakub, el poderoso cazador —dijo, eufórico.
El resto de la bandada pasó frente al morro del camello de Penrod, quien tiró a su vez. La aguijada le acertó en la cabeza al macho que encabezaba la bandada y siguió su trayectoria casi sin desviarse. Se estrelló contra una regordeta hembra joven, partiéndole el ala. Cayó pesadamente y huyó entre la alta hierba.
Penrod saltó del lomo del camello y se lanzó tras ella. El animal viró y aleteando, se quiso elevar, pero la atrapó en el aire. Tomándola de la cabeza, le rompió el cuello con un sacudón de la muñeca. Recuperó su aguijada y el cuerpo del macho, y corriendo de regreso a su cabalgadura, volvió a montar.
—¡Mirad! Suleimani Iffara, el humilde viajero que viene de Yida y que nunca se jactaría de su habilidad.
—Entonces no lo avergonzaré mencionándola —asintió Yakub en tono melancólico.
Así, llegaron al río. Cientos de caballos y camellos bebían a lo largo de las orillas. Otros pastaban de la verde vegetación que lo bordeaba. Los hombres llenaban sus odres, y algunos se bañaban en los bajíos.
Penrod escogió un punto de la margen que estuviera bien lejos de toda esa gente. Manearon sus camellos y los dejaron beber mientras llenaban los odres y cortaban haces de hierba fresca. Soltaron a los camellos maneados Para que pastaran, y encendieron un pequeño fuego para cocinar. Asaron las tres codornices, que quedaron de un marrón dorado, chorreando fragantes jugos. Luego, Yakub fue a la camella y la ordeñó en un cuenco. Entibió la leche, que bebieron para acompañar un disco de pan de dhurra cubierto de una tajada del queso, que hedía aún más que la chiva que lo había originado. Terminaron su comida con un puñado de dátiles y damascos. Fue mucho más sabrosa que nada que Penrod hubiera comido nunca en el Club Gheziera.
Después, se tendieron bajo las estrellas, con las cabezas juntas.
—¿A cuánto estamos de la ciudad de Abu Hamed? —preguntó Penrod.
Abriendo los dedos, Yakub indicó un segmento del cielo.
—Dos horas —dijo Penrod, traduciendo el ángulo a una medida de tiempo—. En Abu Hamed debemos dejar el río y cortar por el recodo hasta los pozos de Gadkul.
—A dos días de viaje de Abu Hamed.
—Una vez que pasemos la vanguardia de los derviches, podremos viajar a más velocidad.
—Será una gran lástima reventar los camellos. —Yakub, apoyado sobre un codo, contempló cómo pastaban cerca de ellos. Silbó suavemente, y la hembra color crema se le acercó, dando los cortos pasos que le permitía la manea. Le dio uno de los discos de torta de dhurra, rascándole la oreja, mientras ella la hacía crujir entre sus dientes.
—Oh compasivo Yakub, le cortas la garganta a un hombre con la misma facilidad con que te tiras un pedo, pero sufres por una bestia que nació para morir. —Penrod rodó hasta quedar de espaldas y tendió los brazos en cruz—. Hazte cargo del primer turno de guardia. Yo me ocuparé del segundo. Descansaremos hasta que la luna llegue a su cenit. Entonces, seguiremos nuestro camino. —Cerró los ojos y comenzó a roncar suavemente en forma casi inmediata.
Cuando Yakub lo despertó, el rocío de medianoche casi había atravesado su capa de lana. Alzó los ojos al cielo. Era hora de seguir. Yakub estaba listo. Se pusieron de pie y sin decir ni una palabra fueron hacia los camellos, les quitaron las maneas y montaron.
Los fuegos de los centinelas del ejército que dormía los guiaron. El humo producía una densa bruma a lo largo de los wadis, y ocultaba sus movimientos. Las almohadillas de las patas de los camellos no producían sonido alguno, y habían asegurado su equipaje con gran cuidado, de modo que no crujiera ni se entrechocara. Ningún centinela les dio el quién vive cuando pasaron por los sucesivos campamentos.
En el transcurso de las dos horas anunciadas por Yakub, pasaron por la aldea de Abu Hamed. Se mantuvieron bien lejos, pero su olor despertó a los perros de la aldea, cuyo petulante ladrar se fue perdiendo a medida que se alejaban del río y tomaban la antigua ruta de caravanas que cruzaba el gran recodo del Nilo. Cuando amaneció, habían dejado muy atrás al ejército derviche.
A la mitad de la tarde siguiente, hicieron echarse a los camellos a la sombra creciente de un bajo montículo volcánico y les dieron de comer forraje que habían cortado en el río. A pesar de lo severo de la marcha, los camellos comieron con apetito. Mientras descansaban, los hombres los examinaron, pero no detectaron ninguna ominosa hinchazón en sus miembros ni cortes producidos por la pizarra en sus patas almohadilladas.
—Viajaron bien, pero aún falta la parte dura.
Penrod se encargó del primer turno de guardia, y subió a la cima del montículo, de modo de dominar la senda por la que habían venido. Barrió el horizonte del sur con su telescopio en dirección a Abu Hamed, pero no distinguió una polvareda ni ningún otro indicio de que los persiguieran. Construyó un murete de rocas volcánicas sueltas hasta la altura de sus rodillas para que ocultara su expuesta posición y se instaló cómodamente detrás de él. Por primera vez desde que dejaran el Nilo, se sentía más tranquilo. Esperó al fresco de la tarde y, antes de que el sol alcanzara el horizonte, se incorporó y volvió a mirar hacia el sur por el telescopio.
No era más que una amarilla pluma de polvo, pequeña y efímera, que aparecía casi púdicamente durante unos pocos minutos, para después desvanecerse como si no fuera más que una ilusión, un truco del aire recalentado. Luego, se volvía a materializar, suspendida en el calor como un pequeño pájaro amarillo.
—Sobre la ruta de caravanas, justo por donde pasamos, el polvo se alza sobre el terreno blando y desaparece cuando la senda atraviesa lechos de pizarra o de lava —se dijo Penrod para explicarse la aparición intermitente de la nube de polvo—. Parece que, a fin de cuentas, le volvió la memoria a al-Noor. Pero no pueden ser jinetes. No hay agua. Los únicos animales que pueden sobrevivir aquí son los camellos. Ningún camello del ejército derviche puede sobrepasar a los nuestros. Nuestras cabalgaduras son las mejores y las más veloces.
Miró fijamente por la lente del telescopio, pero no pudo distinguir nada debajo de la nube. Aún demasiado lejos, pensó. Deben de estar al menos a siete u ocho millas. Corrió ladera abajo. Yakub lo vio venir y, por su prisa, se dio cuenta de que había problemas en puerta. Antes de que Penrod llegara, ya tenía los camellos ensillados y cargados. Penrod saltó a la silla y su cabalgadura se incorporó, gruñendo y escupiendo. La hizo encarar al norte, y la azuzó, poniéndola al trote.
Yakub cabalgaba a su vera.
—¿Qué viste?
—Polvo sobre nuestro rastro. Camellos.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cuánto tiempo puede sobrevivir un caballo sin agua?
—Cuando los aggagiers se lanzan a una persecución urgente de elefantes o de hombres, usan tanto sus camellos como sus caballos. Cuando comienza la cacería, montan los camellos, que también llevan el agua. Así, reservan sus caballos para cuando tienen su presa a la vista. Entonces, se pasan a ellos para la persecución final. Has visto la calidad de sus caballos. No hay camello que les gane una carrera. —Miró hacia atrás por encima del hombro—. Si ésos son los aggagiers de Osman Atalan, nos tendrán a la vista mañana al amanecer.
Cabalgaron toda la noche. Penrod ni siquiera consideró ahorrar el agua de los odres. Poco antes de medianoche se detuvieron el tiempo suficiente para darle dos baldes de agua a cada animal. Penrod se tendió en tierra y empleó un cuenco para leche invertido como caja de resonancia que recogiera la reverberación de cascos lejanos. Cuando le aplicó la oreja, no oyó nada. No permitió que eso lo amodorrara con un falso sentimiento de seguridad. Sólo cuando, al amanecer, vieran a sus perseguidores, sabrían a qué distancia por detrás de ellos los tenían. No perdieron tiempo y continuaron su marcha por la desolación y el siseante silencio del desierto.
Cuando la primera luz del alba le dio definición al paisaje, Penrod volvió a detenerse. Una vez más, fue pródigo con el agua que quedaba y le ordenó a Yakub que le diera a cada camello dos baldes más y lo que quedaba de forraje.
—A este paso, al atardecer habremos vaciado los odres —refunfuñó Yakub.
—Al atardecer, habremos alcanzado los pozos de Gadkul o estaremos muertos. Que coman y beban. Aligerará su carga y les dará fuerzas a sus patas.
Retrocedió cien yardas y volvió a usar el cuenco para leche como caja de resonancia. Durante algunos minutos no oyó nada, y gruñó de alivio. Pero algún instinto profundo lo hizo seguir escuchando. Luego, lo oyó, un temblor del aire contra su tímpano, tan leve que podría haberse tratado de un truco de la brisa del alba que barría las rocas. Se mojó el índice y lo alzó. No había viento.
Bajó la cabeza hasta el cuenco, hizo pantalla con sus manos en torno a su oreja y cerró los ojos. Tomó una honda bocanada de aire y la retuvo. En el umbral más lejano de su oído había un susurro como el de arena fina que se agita dentro de una calabaza, o de la respiración de una mujer amada que durmiera junto a él en la noche. Aun en esa apurada situación, una imagen de Rebecca se encendió en su recuerdo, tan joven y bella, en la cama junto a él, sus cabellos sueltos cubriéndolos a los dos como una tela de oro. Hizo a un lado la imagen, se incorporó y regresó a los camellos. —Están detrás de nosotros— dijo quedamente. —¿A qué distancia?— preguntó Yakub.
—Los podremos distinguir claramente con los primeros rayos del sol. —Ambos miraron al este. El sol nimbaba la distante cima de una colina, haciéndola parecer la cabeza ruda de un santo antiguo.
—Y ellos nos verán con igual claridad. —La voz de Yakub era ronca. Carraspeó.
—¿Cuánto falta para los pozos de Gadkul? —preguntó Penrod.
—Más de medio día de marcha —respondió Yakub—. Demasiado. En esos caballos, nos alcanzarán mucho antes de que lleguemos a los pozos.
—¿Qué terreno nos espera? ¿Tenemos algún lugar donde podamos ocultarnos y evadirnos?
—Nos acercamos al Tirbi Kebir —dijo Yakub señalando hacia adelante—. Tiene buen puesto su nombre de Gran Cementerio. —Éste era uno de los obstáculos más formidables de todo el cruce del recodo. Era una salina de veinte millas de extensión. Su superficie, llana como una plancha de vidrio esmerilado, no tenía otro desnivel u ondulación que el ancho surco de la ruta de caravanas. A ambos lados de ésta se alineaban los esqueletos de los hombres y camellos que perecieran allí en el transcurso de los siglos. La luz de mediodía, reflejándose en el blanco diamantino de la sal, alumbraba el cielo con un reflejo que se veía desde muchas leguas a la redonda. Un camello parado en medio de esa gran extensión blanca podía ser claramente distinguido desde el perímetro de la misma. La implacable luz del sol, reflejada y magnificada por la superficie reluciente, podía asar a hombres y bestias como un fuego lento.
—No hay otra forma de seguir adelante. Debemos continuar. —Lanzaron a sus camellos al cruce. Refrescados por la mucha agua bebida y por el forraje comido, andaban vigorosamente. A medida que aumentaba la luz diurna, el cielo pareció incandescente por encima de sus cabezas, como un escudo de metal calentado al rojo blanco en la fragua de Vulcano. El área de dunas y colinas de grava onduladas cesó abruptamente, y entraron en la salina. Con teatral oportunidad, el sol se alzó sobre las colinas del este y les azotó el rostro con su quemante látigo. Penrod sintió cómo absorbía la humedad de su piel y freía el contenido de su cráneo. Hurgó en sus alforjas, y extrajo un trozo de marfil en el que había tallado aberturas para los ojos tan estrechas que bloqueaban la mayor parte del reflejo del resol. Lo había copiado de la ilustración de un libro de viajes por el ártico de Clavering y Sabien que representaban a un esquimal de Groenlandia llevando ese dispositivo, tallado en barba de ballena, para evitar la ceguera producida por la nieve.
Azuzados por las aguijadas, los camellos se lanzaron a la andadura que los árabes llaman "beber el viento", un trote largo que dejaba rápidamente las millas a sus espaldas. Cada pocos pasos, Penrod o Yakub se volvían y contemplaban el relumbrante resol.
Cuando el enemigo los alcanzó, lo hizo en forma devastadoramente repentina. En un momento, la salina detrás de ellos se veía desnuda y blanca, sin el más mínimo indicio de hombre ni bestia. Al siguiente, la columna derviche se derramó desde detrás de las colinas de pizarra y cabalgó sobre la extensión blanca. El alucinante juego del sol creaba una ilusión de perspectiva y acortamiento de las distancias. Aunque estaban a muchas millas de ellos, a Penrod le pareció que podía distinguir los rasgos de cada individuo.
Tal como lo predijera Yakub, montaban camellos, camellos de carga: los aggagiers iban sentados por delante de los grandes odres globosos. Cada jinete llevaba detrás de sí su caballo, al extremo de un largo cabresto. Osman Atalan iba sobre el camello que encabezaba el grupo. Los pliegues de su turbante verde le cubrían el rostro, pero su forma de sentarse sobre la montura, con la cabeza erguida y los hombros orgullosamente echados hacia atrás, era inconfundible. Junto a él cabalgaba al-Noor. Agrupados tras el par que iba a la cabeza, Penrod contó seis aggagiers más. Ambos bandos se vieron en el mismo instante. Si los perseguidores les gritaron, estaban demasiado lejos para que el sonido los alcanzase.
Sin demasiada prisa, los aggagiers se apearon de sus camellos. Dos hombres oficiaban de camelleros, y tomaron las riendas. Osman y sus hombres tomaron cada uno un caballo y les dieron de beber. Luego, los aggagiers ajustaron las cinchas y saltaron a la silla. El cambio tomó el tiempo que a un buzo del Mar Rojo le lleva sumergirse, conteniendo el aliento, para llenar su red de ostras perlíferas del profundo arrecife coralino. Los jinetes se agruparon y avanzaron por la rutilante superficie de sal a velocidad alarmante.
Penrod y Yakub se tendieron adelante sobre sus sillas, y moviendo las caderas hacia adelante, llevaron sus cabalgaduras a su velocidad máxima. Los camellos desplegaron sus largas patas en un galope tendido. Durante una milla, después otra, los dos bandos siguieron su carrera, sin acortar distancias ni desfallecer. Entonces, Hulu Mayya, la yegua color crema de Osman, se separó del tropel. Avanzó con sus crines y su larga cola dorada flotando al viento, una pálida guirnalda sobre el blanco deslumbrante de la sal.
Penrod se dio cuenta en forma casi inmediata de que ningún camello podría mantener a distancia a un caballo como ése, y supo qué táctica adoptaría Osman: cabalgaría hasta detrás de ellos y desjarretaría sus camellos a la pasada. Penrod trató de imaginar un plan que le permitiera neutralizar ese ataque. No podía confiar en que un disparo afortunado derribase a la yegua. Tal vez debiera dejar que se aproximase y luego, volviéndose inesperadamente, tomar a Osman por sorpresa y emplear la altura y el peso de su camello para topar a la yegua. Tal vez pudiera forzar una colisión que le infligiera tal daño que la dejara fuera de combate. En verdad, sabía que ese plan era fútil: la yegua no sólo era veloz, sino también ágil; Osman probablemente fuese el jinete más hábil de todo el ejército derviche. Entre él y sus seguidores, convertirían en una farsa cualquier intento que él hiciese de cargar torpemente. Si, por alguna remota posibilidad, tuviese éxito en estropear a la yegua, los demás aggagiers beya estarían sobre él en un instante, con sus largas espadas desenvainadas.
El viento había apartado la cola del turbante verde del rostro de Osman, y ahora estaba tan cerca que Penrod pudo distinguir claramente sus facciones. Los nítidos rizos de su barba eran alisados por el viento que producía el correr de la yegua. Su mirada se clavaba en el rostro de Penrod.
—¡Abadan Riyi! —dijo Osman—. Ha llegado nuestro momento. Está escrito.
Penrod extrajo la carabina Martirni-Henry de la funda que llevaba bajo la rodilla y se volvió a medias en la silla. No podía volverse por completo y enfrentar a su enemigo para echarse el fusil al hombro sin romper el equilibrio de su camello. Alzó el fusil con la mano derecha como si se tratase de una pistola y trató de apuntar. El camello subía y bajaba debajo de él, haciendo que el cañón del fusil trazara desordenados círculos imprevistos. Con el brazo derecho completamente extendido, sus músculos se esforzaban y cansaban rápido. Ya no podía intentar apuntar, de modo que disparó. El retroceso le resintió la muñeca y el guardamonte le golpeó los dedos. Su puntería había sido tan aleatoria, que no pudo ver hacia dónde voló ni dónde golpeó la bala. La carcajada con que respondió Osman fue sincera y natural. Estaba tan cerca que ahora su voz le llegaba por encima del sonido de los cascos y del soplar del viento.
—Deja el fusil. Tú y yo somos guerreros de hoja. —Su yegua cerraba a toda velocidad, y ya estaba tan cerca que Penrod vio la blanca espuma que volaba del freno que tenía en la boca. Osman llevaba la vaina del montante asegurada bajo la rodilla izquierda. Se inclinó y desenvainó, enarbolando luego la larga hoja reluciente para mostrársela a Penrod—. Ésta es una arma de hombre.
Penrod se sintió muy tentado de aceptar su desafío y enfrentarlo a espada. Pero sabía que lo que estaba en juego era más que el orgullo y que el honor. El destino del ejército de sus compatriotas, de la ciudad de Jartum y de todos los que estuvieran dentro de sus murallas —incluida Rebecca Benbrook— pendían del resultado de esa carrera. El deber le imponía evitar todo heroísmo. Expulsó la vaina servida de la recámara de su fusil y tomó otro tiro de la canana para remplazaría. Corrió el cerrojo del bloque de cierre, pero antes de que pudiera volverse y dispararle de nuevo a Osman, Yakub lo llamó en tono urgente. Lo miró y vio que señalaba hacia adelante, erguido sobre la silla, agitando los brazos por encima de su cabeza y gritando con enloquecida excitación.
Penrod siguió la dirección de su dedo y el corazón le dio un vuelco. Sobre el resol blanco de la salina que se extendía ante ellos apareció un escuadrón de montados, camellos que convergían sobre él. No cabía duda de que sus intenciones eran belicosas. ¿Cuántos son? se preguntó. En las nubes de polvo blanco, era imposible adivinarlo pero seguían avanzando, fila tras fila. Se dio cuenta de que eran al menos cien, pero ¿quiénes eran? ¡No eran árabes! De eso no hay duda. Se despertó su esperanza. Ninguno vestía aljuba, y sus rostros carecían de barba.
Se precipitaban unos hacia otros, y Penrod distinguió el caqui de sus guerreras y la característica forma de sus cascos de corcho.
—¡Británicos! —dijo, exultante—. Batidores del cuerpo de camellos de Stewart Penrod giró sobre la montura y miró hacia atrás. Osman estaba erguido sobre los estribos, mirando a las filas que avanzaban. Detrás de él, sus aggagiers habían sofrenado sus caballos y daban vueltas, confundidos. Penrod volvió a mirar hacia adelante y vio que el comandante del cuerpo de camellos había ordenado un alto. Sus hombres se apeaban y hacían echarse a los camellos para formar el clásico cuadro. Lo hicieron con precisión. Los camellos se hincaron formando un muro ininterrumpido, y detrás de cada uno de ellos se arrodilló su jinete, presentando fusil y bayoneta por sobre el lomo de su animal. Los rostros blancos, aunque estaban teñidos por el sol, lucían calmos y bien afeitados. Penrod se sintió embargado por un orgullo que le quitó el aliento. Esos hombres eran sus camaradas, la flor del mejor ejército del mundo.
Se arrancó el turbante de la cabeza para mostrarles el rostro y agitó el género por encima de su cabeza.
—¡Alto el fuego! —gritó—. ¡Soy un oficial británico! —Vio que un oficial que estaba de pie, con la espada desenvainada, detrás de la primera línea de soldados, daba un paso al frente y lo estudiaba larga e intensamente. Ahora, estaba a sólo ciento cincuenta pasos del cuadro—. ¡Soy un oficial británico!
El otro hizo un gesto inconfundible con la espada, y Penrod oyó cómo los sargentos y suboficiales repetían su orden:
—¡Alto el fuego! ¡Manténganse en sus puestos! ¡Alto el fuego!
Penrod volvió a mirar hacia atrás y vio que Osman estaba muy cerca de él. Aunque sus aggagiers, confundidos, seguían detenidos, cargaba solo contra el cuadro británico.
Una vez más, Penrod alzó la carabina y le apuntó a la yegua de Osman. Sabía que eso era lo Único que podía detenerlo. Ahora, solo los separaban tres cuerpos, incluso desde el inestable lomo de un camello al galope, la carabina de Penrod era una amenaza mortal. Pero aun así, si lo hubiera encañonado a él, Osman no se habría detenido. Para entonces, Penrod había aprendido lo suficiente sobre él como para saber que no lanzaría a su yegua sobre la boca de un fusil.
Osman sofrenó su caballo, con el rostro arrugado de rabia.
—Me equivoqué, eres un cobarde —gritó.
Penrod sintió que su propia rabia se inflamaba.
—Ya habrá ocasión —prometió.
—Ruego a Dios que así sea. —A sesenta yardas del cuadro británico, Osman se volvió. Puso a su yegua al trote y regresó con sus aggagiers.
El cuadro se abrió para permitir el paso de Penrod, seguido de Yakub. Cabalgó hasta el oficial y echó pie a tierra.
—Buenos días, mayor. —Hizo la venia, y Kenwick lo miró atónito.
—Ballantyne, usted aparece en sitios inesperados. Podríamos haberle pegado un tiro.
—Usted llegó en el momento más apropiado.
—Noté que tenía algún pequeño problema. En nombre del diablo ¿qué hace apareciendo así de la nada?
—Tengo despachos del general Gordon para el general Stewart.
—Entonces, está de suerte. Somos la avanzada. El general Stewart está con el cuerpo principal de la columna de socorro, a no más de una hora detrás de nosotros. —Miró por encima de los camellos y los hombres hincados al frente del cuadro—. Pero, antes que nada ¿quién era ese canalla derviche que lo perseguía?
—Uno de sus emires, un individuo llamado Osman Atalan, cabeza de la tribu beya.
—¡Caramba! He oído hablar de él. Por lo que dicen, es un bicho peligroso. Será mejor que nos ocupemos de él. —Fue hacia el frente del cuadro—. ¡Sargento mayor! Que maten a ese individuo.
—¡Sí, señor! —El sargento mayor era una robusta figura dotada de magníficos bigotes. Escogió a dos de sus mejores tiradores—. Webb y Rogers, dispárenle a ese derviche.
Los dos soldados se apoyaron sobre el lomo de sus camellos echados y apuntaron.
—¡A discreción! —les dijo el sargento mayor.
Penrod se dio cuenta de que contenía el aliento. Había informado a Kenwick de la posición y el rango de Osman para desalentar cualquier orden en ese sentido. Había albergado la vaga esperanza de que algún instinto caballeresco disuadiera a Kenwick de matar al emir. En Waterloo, Wellington nunca les hubiera ordenado a sus tiradores de élite que tomaran a Bonaparte como blanco.
Uno de los soldados disparó, pero Osman estaba a quinientos pasos y se seguía alejando. La bala debe de haber pasado cerca, pues la yegua agitó la cola como para espantar una mosca tsé tsé. Pero Osman Atalan ni siquiera se dignó volver la vista. En cambio, puso deliberadamente a su cabalgadura al paso. El segundo soldado disparó, y esta vez vieron el surtidor de polvo producido por la bala. Una vez más, habían errado por muy poco, Atalan siguió alejándose al paso. Cada uno de los tiradores le hizo dos disparos más. Pero ya estaba fuera de su alcance.
—Cese el fuego, sargento mayor —ordenó secamente Kenwick, y, en un aparte a Penrod—: Ese maldito tiene la suerte del zorro. —Sonreía de mala gana—. Pero su serena actuación es digna de admirar.
—Casi no cabe duda de que nos ofrecerá otras demostraciones de virtuosismo en un futuro cercano —asintió Penrod.
Percibiendo la nota de censura en su voz, Kenwick lo miró.
—Muy deportivo de su parte, Ballantyne. Pero creo que no se debe respetar excesivamente al enemigo. Debemos recordar que estamos aquí para matarlo.
Y viceversa. Pero Penrod no lo dijo en voz alta.
A la distancia, vieron a Osman Atalan reunirse con sus aggagiers y retomar el camino hacia Abu Hamed, en el sur.
—Ahora —dijo Kenwick— el general Stewart probablemente esté feliz de verlo.
—Y viceversa, señor. —Esta vez, Penrod expresó su pensamiento en voz alta.
Kenwick garrapateó una nota en su cuaderno de despacho, arrancó la página y se la entregó.
—Si anda por la región vestido así, es de esperar que lo maten por espía. Envío al joven Stapleton con usted. Por favor, infórmele al general Stewart que avanzamos a buen paso y que, fuera de este tal Atalan, no hemos tenido contacto con el enemigo.
—Mayor, le ruego que no vaya a creer que este feliz estado de cosas continuará durante mucho más tiempo. He pasado los últimos días viajando junto a un gran ejército derviche. Todos vienen para aquí.
—¿Una fuerza de qué tamaño? —preguntó Kenwick.
—Es difícil decirlo con certeza, señor. Son demasiados para contarlos. Sin embargo, estimaría que son entre treinta y cincuenta mil.
Kenwick se frotó las manos, complacido.
—De modo que, en términos generales, puede decirse que nos esperan unos días interesantes.
—Ya lo creo que sí, señor.
Kenwick llamó a un joven alférez, el rango más bajo entre la oficialidad.
—Stapleton, vaya con el capitán Ballantyne y atraviese las líneas con él. Que no los maten ni a usted ni a él.
Percival Stapleton contempló impresionado a Penrod. No tenía mucho más de diecisiete años, su rostro era fresco, y era entusiasta como un cachorro. Ambos cabalgaron, acompañados por Yakub, por el antiguo camino de caravanas. Durante las primeras millas, Percy quedó mudo por la veneración que le producía la presencia de un héroe. El capitán Ballantyne era poseedor de una Cruz de Victoria, y el honor de cabalgar junto a él era el pináculo de sus dieciséis meses de experiencia militar. A lo largo de la milla siguiente, recurrió a todo su coraje, y le dirigió unas pocas observaciones y preguntas respetuosas. Percy se sintió muy agradecido cuando Penrod le respondió en forma amistosa, y no tardó en ponerse relajado y comunicativo. Dándose cuenta de que era una excelente fuente de información, Penrod lo alentó a hablar libremente y no tardó en enterarse de la mayor parte de los chismes del regimiento. Él mismo estaba vivamente coloreado por el orgullo que sentía Percy por su regimiento y por su casi delirante expectativa de entrar en acción por primera vez.
—Todos saben que el general Stewart es un excelente soldado, uno de los mejores del ejército —le dijo el jovenzuelo con tono importante—. Todos los hombres a su mando vienen de los regimientos de granaderos y fusileros de primera línea. Yo estoy con el Segundo de granaderos. —Sonaba como si apenas pudiera creer su buena fortuna.
—¿Es por eso que el general Gordon lleva tanto tiempo en Jartum esperando su llegada? —Penrod lo provocó con precisión quirúrgica.
Percy respondió al puyazo.
—La demora no es culpa del general. Todos los hombres de la columna están ansiosos por pelear. —Penrod alzó una ceja, y el muchacho continuó, con vehemencia—: Debido a la prisa con que los políticos de Londres nos obligaron a dejar Wadi Halfa, nos vimos obligados a esperar refuerzos en Gakdul. Teníamos menos de mil hombres y los camellos estaban enfermos y débiles por falta de forraje. No estábamos en condiciones de enfrentar al enemigo.
—¿Cuál es la situación actual?
—Los refuerzos sólo llegaron de Wadi Halfa hace dos días. Trajeron forraje, camellos frescos y las provisiones que nos hacían falta. El general ordenó que avanzásemos de inmediato. Ahora tenemos suficientes hombres para hacer el trabajo —dijo con la sublime confianza de los muy jóvenes.
—¿Cuánto es suficiente? —preguntó Penrod.
—Casi dos mil.
—¿Saben cuántos son los derviches? —preguntó Penrod, interesado.
—Oh, no me extrañaría que fuesen unos cuantos. Pero, sabe, somos británicos.
—¡Claro que lo somos! —dijo Penrod con una sonrisa—. ¿Para qué decir más, verdad?
Llegaron a la cima de la siguiente elevación y sobre la pedregosa llanura que se extendía a sus pies apareció el cuerpo principal. Avanzaba en compacta formación de cuadro, con los camellos en el medio. Parecían ser más de dos mil. Avanzaban a paso firme y regular, y era evidente que estaban bajo un mando competente.
El uniforme del joven Percy les abría camino, y los piquetes de centinelas les permitieron ingresar en el cuadro. Una partida de oficiales montados avanzaba detrás de la primera fila. Penrod reconoció al general Stewart. Lo había visto en Wadi Halfa, aunque en esa ocasión no se lo presentaron. Era un hombre bien parecido, que lucía derecho y alto sobre su montura y exudaba un aire de confianza y de mando. Penrod conocía bastante mejor al hombre que cabalgaba a la vera del general: era el mayor Hardinge, el principal oficial de inteligencia del cuerpo de camellos. Señaló a Penrod y le dijo unas pocas palabras al general. Stewart echó un vistazo en dirección a Penrod e hizo una inclinación de cabeza.
Hardinge cabalgó hacia él:
—Ah, Ballantyne, viejo penique falso.
—La moneda ahora vale al menos un chelín, señor. Traigo despachos del general Gordon desde Jartum.
—¿Es así? ¡Buen Dios! Entonces, vale una guinea. Venga. El general Stewart estará contento de verlo. —Cabalgaron juntos para unirse al estado mayor.
El general Stewart le hizo señas a Penrod de que se pusiera a la vera de su propio camello. Penrod hizo la venia.
—Capitán Penrod Ballantyne, décimo de húsares, con despachos del general Gordon desde Jartum.
—¿Gordon sigue vivo?
—Y mucho, señor.
Stewart lo estudiaba con detenimiento.
—Me alegra que me lo confirme. Puede entregarle los despachos a Hardinge.
—Señor, el general Gordon no quiso confiar nada al papel ante el peligro de que yo cayera en manos del Madí. Sólo tengo un informe verbal.
—Entonces pásemelo directamente a mí. Hardinge puede tomar notas. Adelante.
—Mi primer deber, señor, es informarle del orden de batalla del enemigo, en la medida en que somos conscientes de éste.
Stewart lo escuchó atentamente, inclinándose hacia adelante en la silla. Sus rasgos marcados estaban tostados por el sol, y su mirada era serena e inteligente. No interrumpió a Penrod cuando éste le informó del estado de los defensores de Jartum. Penrod terminó sucintamente la primera parte de su informe:
—El general Gordon estima que puede resistir otros treinta días. Sin embargo, los suministros de alimentos han caído por debajo del nivel de supervivencia. El nivel del Nilo baja rápidamente y deja expuestas las defensas. Me pidió que le enfatice, señor, que cada día que pasa hace que su posición sea más precaria.
Stewart no hizo ningún esfuerzo por explicar las demoras con que se había topado. Era un hombre de acción directa, no de excusas. Simplemente dijo:
—Entiendo. Por favor prosiga.
—El general Gordon hará flamear las banderas de Egipto y de Gran Bretaña, día y noche, desde la torre del fuerte Mukran, mientras continúe defendiendo la ciudad. Con telescopio, las banderas pueden ser vistas desde una distancia río abajo tan grande como las alturas de la garganta de Shabluka.
—Espero verificar eso por mí mismo en breve —asintió Stewart. Aunque escuchaba a Penrod con atención sus ojos estaban constantemente ocupados, vigilando que su cuadro mantuviera una formación ordenada en su rítmico avance hacia el sur.
—En mi travesía desde la ciudad crucé las líneas enemigas. Puedo darle mi estimación de sus disposiciones, si es que le parece útil, general.
—Lo escucho.
—El comandante de la vanguardia derviche es el emir Salida de la tribu yaalin. Probablemente tenga quince mil guerreros bajo su bandera roja. Los yaalin son la tribu más meridional del Sudán. Salida es un hombre que se acerca a los setenta años, pero su reputación es formidable. El comandante del centro es el emir Osman Atalan de los beya. —Stewart entornó los ojos ante ese nombre. Evidentemente, no era la primera vez que lo oía—. Osman ha traído aproximadamente veinte mil de sus hombres del asedio de Jartum. Tienen fusiles Martini-Henry, capturados a los egipcios, y grandes cantidades de munición. Como estoy seguro que usted sabe bien, señor, los derviches prefieren el combate a corta distancia con espada.
—¿Artillería?
—Aunque tienen Nordenfelt, Krupp y abundantes provisiones de munición en Omdurman, no he visto que esta ala del ejército haya traído nada de eso al norte.
—Sé que usted sabe bien cómo combaten los árabes, Ballantyne. ¿Dónde supone que nos esperarán?
—Creo que lo que querrán es que usted no tenga acceso a agua, señor —replicó Penrod. En el desierto, tarde o temprano todo llevaba a eso—. El siguiente lugar donde hay agua son los pozos de Abu Klea. Es escasa y salobre, pero aun así, procurarán evitar que usted los use. La forma de llegar a los pozos es a través de un desfiladero rocoso. Si tuviera que adivinar diría que ofrecerán batalla allí, probablemente cuando usted desemboque por la salida más estrecha.
Hardinge ya tenía dispuesto el mapa. Stewart lo tomó y lo desplegó sobre la parte delantera de su silla. Penrod se inclinó lo suficiente como para estudiarlo junto a él.
—Señáleme el sitio donde cree que pueden atacar —ordenó Stewart.
Cuando Penrod lo hizo, Stewart lo estudió durante un momento.
—Mi intención era acampar esta noche del lado norte de Tirbi Kebir. —Indicó el lugar con el dedo—. Sin embargo, a la luz de esta nueva información, creo que será mejor forzar la marcha hoy y alcanzar la entrada del desfiladero antes de que oscurezca. Eso nos dejará en una posición más flexible a la mañana.
Penrod no hizo ningún comentario. No le habían pedido su opinión, Stewart enrolló el mapa.
—Gracias, capitán. Creo que el lugar donde resultará usted más útil será en la vanguardia, bajo las órdenes del mayor Kenwick. Tenga a bien cabalgar hasta, allí y póngase a sus órdenes.
Penrod hizo la venia y, mientras se alejaba, Stewart le habló.
—Antes de ir hacia Kenwick, vaya y vea al jefe de intendencia. Consígase un uniforme decente. Desde aquí parece un maldito derviche. Alguien le va a pegar un tiro.
* * *
A la luz del amanecer, Osman Atalan y Salida estaban sentados en la cumbre de las quemadas colinas del Abu Klea. Desde esa atalaya, dominaban un profundo desfiladero. Estaban sentados sobre una fina alfombra de lana, tendida sobre la cresta de basalto negro semejante al lomo de un dragón. Una cresta casi idéntica de la misma roca oscura los enfrentaba al otro lado del paso. En su punto más estrecho, tenía cuatrocientos pasos de ancho.
El emir Salida de los yaalin conocía a Osman desde que éste era un jovenzuelo de diecisiete años. A esa edad, Osman había ingresado en territorio yaalin desde el este, como parte de una algarada de su padre. Habían matado a seis de los guerreros de Salida y se habían llevado cincuenta y seis de sus mejores camellos. En esa incursión tan lejana en el tiempo, Osman había matado a su primer hombre. Los beya también habían raptado a doce niñas y muchachas yaalin, pero a los ojos de Salida, éstas, en comparación con la pérdida de los camellos, ni contaban. En los doce años transcurridos, las venganzas de sangre habían florecido incesantemente, tiñendo el desierto de rojo.
Sólo desde que el divino Madí, que siempre vence a sus enemigos, había convocado a las tribus del Sudán para que se unieran en la santa yihad contra el infiel, Osman y Salida se habían sentados juntos frente a una misma hoguera de un campamento y compartido una misma pipa. Durante la yihad, todas las venganzas personales quedaban suspendidas. Se unían ante el enemigo común.
Una joven esclava puso el narguile entre ambos. Con pinzas de plata, alzó un carbón encendido del brasero de arcilla y lo colocó con cuidado sobre el tabaco negro apretado en la cazoleta de la pipa. Aspiró por la boquilla de marfil hasta que el humo fluyó en abundancia. Tosió seductoramente ante los poderosos efluvios y le pasó la boquilla a Salida en señal de respeto por sus años. El agua del alto frasco de vidrio burbujeó hasta ponerse azul, atravesada por el humo con que él se llenó los pulmones antes de pasarle la boquilla a Osman. El Madí había prohibido el empleo del tabaco, pero estaba en Omdurman, y Omdurman estaba lejos. Fumaron apaciblemente, discutiendo sus planes de batallas. Cuando sólo quedó ceniza en la cazoleta, se hincaron y postraron en el ritual de las plegarias matutinas.
Luego, la muchacha preparó otra pipa, que fumaron mientras, cada breves intervalos, alguno de sus jeques subía al cerro para informarles de los movimientos del enemigo y de la disposición de sus propios regimientos.
—En nombre de Dios, el escuadrón del jeque Harun ya está posicionado —informó uno.
Salida miró a Osman desde abajo de sus párpados encapotados y pecosos.
—Harun es un buen combatiente. Dos mil hombres lo obedecen. Lo puse en el wadi donde ayer al atardecer se posó el buitre. Desde allí, podrá barrer la retaguardia del enemigo cuando éste salga al llano.
Poco después, otro de los jeques subordinados ascendió la empinada ladera.
—En nombre de Dios y del Victorioso Madí, los infieles han sacado sus batidores. Una patrulla de seis soldados cabalgó por el paso hasta la salida. Miraron con sus largos anteojos al palmar de los pozos, luego regresaron. Siguiendo sus órdenes, poderoso Emir, no detuvimos su camino.
Una hora después de la puesta del sol, llegó el informe final, y todas las fuerzas derviche se posicionaron en los puestos que les fueran asignados.
—¿Qué ocurre con los infieles? —preguntó Salida con su herrumbrosa voz aguda.
—Aún no levantan campamento. —El mensajero señaló a la entrada del largo desfiladero. Salida le ofreció su codo a Osman, y su antiguo enemigo ayudó al anciano a ponerse de pie. Sus coyunturas estaban nudosas por la artritis, pero montado podía cabalgar y esgrimir la espada como un guerrero joven. Cuidando de que sus siluetas no se recortaran contra el cielo del alba, Osman lo condujo solícitamente hasta el borde del precipicio desde donde miraron hacia abajo.
A menos de dos millas de ellos, el campamento enemigo se veía claramente. La tarde anterior, los soldados habían erigido una zareba de piedras y zarzas en torno al perímetro. Según lo acostumbrado, el campamento era de forma cuadrada. Habían emplazado una ametralladora Nordenfelt en cada uno de los ángulos, de modo de poder enfilar la parte exterior de la estacada que protegía el recinto.
—¿Qué son esas máquinas? —Salida nunca había combatido a los francos. Conocía a los turcos, por haber matado a cientos de ellos con sus propias manos. Pero estos grandes hombres de cara roja eran de otra raza. No sabía nada acerca de sus costumbres.
—Son fusiles que disparan muy rápido. Pueden dejar tendidos campos de hombres, como hierba segada por una guadaña, hasta que se calientan y se atascan. Hay que alimentarlos con cadáveres para que se atraganten.
Salida lanzó una risa cacareante.
—Hoy los alimentaremos bien. —Hizo un amplio gesto—. Su banquete está listo. Esperamos a los invitados del honor.
Las colinas, valles y estrechas quebradas parecían yermos y desiertos, pero en realidad bullían de decenas de miles de hombres de a caballo que, sentados sobre sus escudos, esperaban con la paciencia del cazador.
—¿Qué hacen ahora los infieles? —preguntó con curiosidad Salida, regresando su atención al campamento enemigo.
—Se preparan para que los ataquemos.
—¿Saben que los esperamos aquí? —preguntó al-Salida—. ¿Cómo es que lo saben?
—Tuvimos un espía entre nuestras filas. Un oficial ferenghi. Un infiel inteligente, mañoso. Habla en nuestra dulce legua natal, y pasa fácilmente por hijo del Profeta. Cabalgó hacia el norte con nuestras huestes desde Berber. Sin duda, contó nuestras cabezas y adivinó nuestras intenciones antes de partir al campamento de los infieles.
—¿Cuál es su nombre? ¿Por qué sabes tanto acerca de él?
—Se llama Abadan Riyi. Él fue quien, en El Obeid, me produjo la herida que casi me lleva a la tumba. Es mi enemigo de sangre.
—¿Entonces por qué no lo mataste? —preguntó Salida en tono razonable.
—Es escurridizo como una anguila de río. Dos veces se me resbaló de entre los dedos —dijo Osman— pero eso fue ayer. Hoy es hoy, y cuando se ponga el sol, estaremos contando muertos.
—Tal vez los infieles no ofrezcan batalla hoy —dudó Salida.
—¡Mira! —le pasó el telescopio a Salida. El viejo lo tomó al revés y miró por la mayor de las lentes. Aunque así no podía ver más que el azul del cielo, adoptó una expresión de comprensión. Osman sabía que entendía poco esos juguetes de los infieles de modo que, para no abochornarlo, le describió lo que ocurría en el campamento británico.
—Mira cómo los encargados de intendencia pasan frente a las filas entregando municiones suplementarias.
—Por Dios, tienes razón —dijo Salida, desplazando el telescopio varios grados en dirección opuesta a la señalada.
—Mira, traen las Nordenfelt.
—Por el santo nombre del Madí, tienes razón. —Salida se golpeó la ceja con el bronce del telescopio, que bajó para frotarse el chichón.
—Mira cómo los infieles montan, y escucha cómo los clarines tocan avance.
Salida miró prescindiendo de la incómoda lente, y por primera vez vio con claridad al enemigo.
—¡Por el santo nombre del Madí, tienes razón! —dijo—. Ahí vienen con todo lo que tienen.
Vieron cómo los británicos levantaban campamento y salían, montados. Sus ordenadas filas adoptaron de inmediato la temible formación en cuadro. Avanzaron deliberadamente por la boca del desfiladero sin que apareciesen brechas en sus filas. Su disciplina y su precisión eran estremecedoras, aun para hombres del temple de Osman y de Salida.
—Para ellos, no hay vuelta atrás. O se abren paso hasta el agua o, como ha ocurrido con otros ejércitos, perecen, tragados por el desierto.
—No se los dejaré al desierto —declaró Salida—. Los destruiremos con la espada. —Se volvió a Osman—. Abrázame, amado enemigo —dijo con suavidad— pues soy viejo y estoy cansado. Hoy parece un buen día para morir.
Osman lo abrazó y besó sus mejillas marchitas.
—Cuando mueras, que sea con la espada en la mano. —Se separaron y descendieron por la ladera posterior del cerro hasta donde sus portadores de lanza les tenían los caballos.
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