—Entiendo que su cacería tuvo cierto éxito. Había mucha excitación en la ribera —le dijo Gordon a manera de saludo.

—Logré derribar una paloma, señor, y era mensajera.

—¿Recuperó el mensaje? —preguntó Gordon con ansiedad.

—Sí, pero no antes de que se diera un chapuzón en el río. No osé desplegarlo, porque temo que el papel de arroz se desintegre.

—Echémosle un vistazo. Póngalo aquí. —Obedientemente, Penrod puso su pañuelo doblado sobre el escritorio del general y lo abrió con cuidado. Estudiaron el pequeño rollo de papel.

—Parece estar todavía entero —murmuró Gordon—. Es su presa. Despliéguelo usted.

Con cuidado, Penrod cortó el hilo de seda con la punta de la hoja de su cortaplumas. El papel de arroz era tan fino que se desgarró por los pliegues Cuando procuró abrirlo, pero la parte interna, que contenía el mensaje, había quedado casi completamente seca debido a lo apretado del rollo. La tinta se había corrido y por partes las palabras eran indescifrables.

—Necesitamos un libro para plancharlo hasta que se seque del todo —dijo Penrod.

Gordon le tendió su Biblia encuadernada en cuero.

—¿Está seguro, señor?

—El buen libro para una buena obra —respondió Gordon.

Penrod abrió la Biblia y extendió delicadamente la hoja húmeda entre sus páginas. La cerró y apretó la cubierta con la palma de la mano. Gordon estaba visiblemente impaciente. Recorría el cuarto fumando uno de sus cigarrillos turcos, hasta que al fin no pudo contenerse.

—La maldita cosa ya debe estar lo suficientemente seca.

Penrod abrió la Biblia con cuidado. La hoja de papel de arroz aún estaba intacta, achatada por la presión, y no parecía que la tinta fuese a correrse más. Gordon le alcanzó una gran lupa.

—Sus ojos y su comprensión del árabe probablemente sean mejores que los míos.

Penrod llevó la Biblia hasta la mesa ubicada bajo la ventana, donde había mejor luz. La estudió durante un momento, y comenzó a leer en voz alta la minúscula escritura curva: "Yo, Abdulá Sayid, hijo de Fahl, emir de los baggara, saludo al victorioso Madí, que es la luz de mis ojos, e invoco para él la bendición de Alá y de su otro Profeta, que también se llama Mohamed".

—La salutación de costumbre —gruñó Gordon.

Penrod continuó:

"Cumpliendo órdenes del victorioso Madí, monto guardia sobre el Nilo en Abu Hamed y mis batidores vigilan todos los caminos que vienen del norte. El franco infiel y el turco despreciable se aproximan por dos rutas distintas. Hoy, los vapores de los francos han pasado por la catarata de Korti".

Gordon golpeó el escritorio con la mano abierta.

—¡Dios sea loado! Ésta es la primera inteligencia dura que recibo en seis semanas. Si los vapores de Wolesley pasaron por Korti, deberían llegar a Abu Hamed antes del fin de Ramadan.

—¡Si, señor! —asintió Penrod, no muy convencido.

—Prosiga, hombre, ¡prosiga!

—Aquí está un poco difícil. La tinta se ha corrido mucho. Creo que dice "Los regimientos de camellos de los francos aún están acampados en los pozos de Gakdul, y ya llevan veintiocho días allí".

—¿Veintiocho días? ¿A qué diablos cree Stewart que está jugando? —preguntó Gordon—. Si tuviera sentido común, se lanzaría sin pensarlo tanto. Podría estar aquí en diez días.

Ése es el estilo del Chino Gordon: lanzarse sin medir las consecuencias, hacer gestos grandilocuentes, pensó Penrod, aunque mantuvo una expresión neutral.

—Stewart es del estilo gloria o muerte —dijo— pero tiene que contar con suministros si pretende encabezar el asalto final contra la ciudad.

Gordon volvió a incorporarse de un salto y arrojó la colilla de su cigarrillo por la ventana abierta.

—Con dos mil tropas británicas de primera línea como las que tiene Stewart, yo podría defender la ciudad hasta que el desierto se congele, pero él prefiere seguir en Gakdul pensando qué va a hacer. —Giró sobre sus talones y volvió a enfrentar a Penrod—. Prosiga, Ballantyne ¿Qué más dice ahí?

—No mucho, señor. —Se inclinó sobre el ajado trozo de papel—. "En nombre del victorioso Madí, y con la bendición de Alá, chocaremos con el infiel en Abu Hamed y lo destruiremos". —Penrod alzó la vista—. Eso es todo. Al parecer Sayyid se quedó sin espacio.

—No es suficiente para dejarnos tranquilos —observó Gordon— y el Nilo sigue bajando.

—Con un par de los camellos rápidos de Ryder Courtney, Yakub y yo podemos llegar a los pozos de Gakdul en tres días —dijo Penrod—. Le podría llevar un mensaje suyo a Stewart.

—No se me va a escapar tan fácil, Ballantyne. —Gordon rió con un corto ladrido irónico—. Al menos no por ahora. Continuaremos siguiendo la marcha de las columnas de socorro interceptando las palomas.

—Los derviches pueden aceptar que una o dos aves falten por haber caído presa de halcones —objetó Penrod— pero no debemos alertarlos matando a todas las que lleguen.

—Claro que usted tiene razón. Pero necesito estar informado. Mate a una de cada cuatro palomas que lleguen.

* * *

Muhamad Ajmed, el Victorioso Madí, paseaba por la ribera del gran río tomando el fresco de la tarde. Lo acompañaban su califa y sus cinco emires de más confianza. Mientras andaba, recitaba los noventa y nueve hermosos nombres de Alá y su séquito murmuraba la respuesta a cada uno.

—al-Jafur, el que no mira nuestras debilidades.

—¡Dios es grande!

—al-Wdi, el amigo de los justos.

—¡Dios sea loado!

—al-Caui, el fuerte.

—Que su palabra triunfe.

Llegaron a la tumba del santo al-Rabb y el Madí tomó asiento a la sombra del árbol que extendía sus ramas sobre ella. Cuando sus jefes de guerra estuvieron reunidos, llamó a cada uno de ellos para que reportaran su orden de batalla y describieran las tropas a sus órdenes. Uno tras otro, se prosternaron ante él y le describieron sus preparativos. Así, el Madí supo que tenía setenta mil hombres acampados bajo las murallas de Jartum; otros veinticinco mil se habían trasladado a Abu Hamed, doscientas millas al norte, para esperar a las dos fuerzas británicas en el recodo del río. Estos ánsar eran los mejores, y su ardor religioso y devoción por layihad contra el infiel los más fieros. El Madí sabía que no había ejército infiel capaz de vencerlos.

El Madí le sonrió a Osman Atalan.

—Dime qué sabes del enemigo —ordenó.

—Oh, Poderoso y Victorioso Señor, amado de Dios y del Otro Profeta, has de saber que cada día Abdulá Sayid, emir de los baggara, envía una paloma desde su campamento en Abu Kela sobre el recodo del río. Algunas de ellas no llegan a mi palomar, pues aves de presa y otros peligros interrumpen su vuelo, pero la mayor parte llega a mis manos.

El Madí asintió.

—Habla, Osman Atalan. Dinos qué novedades nos traen estas aves de los movimientos del enemigo.

—Sayid informa que los vapores de los infieles, que son siete, han pasado la última catarata por debajo de Korti, y que ahora que han pasado la peor parte de su travesía, apresuran su marcha. Viajan casi cinco veces más rápido que antes de la catarata. Llevan muchos hombres y grandes cañones.

—El Señor los hará caer ante mí, y serán destruidos —dijo el Madí.

—¡Dios es grande! —asintió Osman Atalan—. La segunda columna de los infieles ha llegado a los pozos de Gadkul. Se ha detenido allí. No sabemos por qué. Creo que allí no hay suficiente forraje para alimentar a los camellos para la pesada tarea que les espera. Esperan en Gadkul a que les lleguen más suministros desde Wadi Halfa.

—¿Cuántas tropas tienen los infieles en Gadkul?

—Divino Madí, Sayid ha contado más de mil francos, y aproximadamente esa misma cantidad de camelleros, guías y sirvientes.

—¿Están locos esos francos? —preguntó el Madí—. ¿Cómo sueñan con vencer a mis cien mil ánsar?

—Tal vez permanezcan en Gadkul a la espera de refuerzos —sugirió delicadamente Osman.

—Esos infieles también serán destruidos. Ningún mortal puede prevalecer contra la voluntad de Dios. Así me dijo Dios.

—Alá todo lo ve y todo lo sabe.

—Sabed que muchas noches, Alá me ha visitado en forma de águila de llamas. Me ha confiado muchos secretos que son demasiado poderosos para que el vulgo los conozca —dijo con su suave voz meliflua, y se inclinaron frente a él.

—Bendito sea el Madí, pues sólo él oye y entiende la palabra de Alá —recitó el califa Abdulahi.

—Alá me ha dicho que antes que los infieles, los francos y los turcos puedan ser expulsados del Sudán y del reino terrenal de Alá y del Islam, mi enemigo Gordon Pacha debe ser destruido. Alá me ha dicho que Gordon Pacha es el ángel negro, Satanás, disfrazado de hombre.

—Que sea maldito por siempre y nunca vea el rostro de Dios —exclamaron.

—Alá, el Omnisciente, me ha dicho que quien separe la cabeza de Gordon Pacha de su tronco, como si fuese un fruto amargo y venenoso, y me la traiga y la ponga a mis pies, será eternamente bendito y tendrá preparado un lugar en el paraíso, a la derecha de Dios. También tendrá poder y riqueza en este mundo material.

—¡Dios es misericordioso! ¡Dios es grande! —recitaron.

—Alá me habló, y me dijo el nombre de mi sirviente que me traerá la cabeza del infiel —anunció solemnemente el Madí, y se postraron ante él.

—¡Que yo sea ese hombre!

—Si me toca a mí, no quiero otro honor que ése en esta vida o en la próxima.

El Madí alzó las manos, y quedaron en silencio.

—Osman Atalan, de los beya, acércate más a mí —dijo. Osman, gateando sobre manos y rodillas, se le acercó—. Alá me ha dicho que tú eres el hombre.

Lágrimas de alegría rodaron por las mejillas del emir. Inclinó su cabeza sobre los pies del Madí y les lavó el polvo con sus lágrimas. Luego, se soltó el turbante y con sus largos rizos negros secó los pies del Profeta Elegido de Dios.

* * *

—El Nilo está cayendo —dijo Osman Atalan— y Dios y su Madí nos tienen reservada una tarea. —Sus aggagiers se acercaron más a la hoguera del campamento y contemplaron su rostro a la luz de las llamas—. Nos han escogido entre todos los guerreros de Alá. Estamos bendecidos más que ningún otro hombre, pues se nos ha concedido la maravillosa oportunidad de morir por la gloria de Alá y su Madí.

—Aprovechemos el generoso regalo que nos hace Dios. Ordena, Gran Señor —suplicaron sus aggagiers.

Estudió con orgullo sus fieras expresiones. No eran hombres, sino leones comedores de hombres.

—Nuestra sagrada misión es llevarle al Divino Madí la cabeza de Gordon Pacha, pues el omnipotente y poderoso Alá ha dicho que cuando esto ocurra, expulsará para siempre al infiel de esta tierra y el Islam vencerá en el mundo entero.

al-Noor preguntó:

—¿Esperaremos a la temporada del Nilo bajo, de modo que podamos hacer pie firmemente sobre la ribera de la ciudad y abrirnos paso hasta su interior?

—A cada día que nos demoramos, las fuerzas de Satanás continúan bajando desde el norte. Sus vapores cargados de hombres y cañones ya avanzan río arriba. Sí, el río aún está alto, pero el Señor ha despejado una senda para que la usemos. —Osman batió palmas. Un anciano se acercó renqueando a la luz de las llamas y se hincó frente a él—. No temas, amado del Señor. Nadie te hará daño. Diles a estos hombres lo que sabes.

—Nací y viví toda mi vida en la Ciudad de la Trompa de Elefante, Jartum. Pero desde que el Victorioso Madí asedia la ciudad, la maldición de Alá ha caído sobre ella. Esos infieles y turcos que pretendieron resistirse a su sabiduría y su verdad sufren como nadie ha sufrido antes que ellos. Sus barrigas vacías se les adhieren al espinazo, sus niños son devorados por el cólera, los buitres se hartan de cadáveres podridos, los padres matan a palos a esas aves y las comen medio crudas, con los buches aún llenos de la carne de sus propios hijos. —Los aggagiers se movieron inquietos mientras oían el relato. Comer la carne del ave que había devorado a sus hijos, vaya abominación—. Quienes no están demasiado debilitados por el hambre huyen de la ciudad condenada, cuyas defensas están desguarnecidas y debilitadas. Yo soy uno de los que huyeron. Pero, como vosotros, soy de los que quieren ver a los infieles expulsados para siempre del Sudán, y a ese hijo de todo lo que es maligno, Gordon Pacha, destruido. Sólo entonces podré regresar a mi hogar, en la paz del Madí.

—Que el Señor te lo conceda —murmuraron. El hombre era viejo y frágil, pero admiraban su espíritu.

—Los turcos que combaten para Gordon Pacha han visto tan reducidos sus números por la enfermedad, el hambre y las deserciones que el infiel ya no puede defender las murallas de la ciudad. En su lugar, Gordon Pacha ha puesto hombres de paja, meros espantapájaros para asustar a los timoratos.

—¿Qué es eso de los hombres de paja? —preguntó Hassan Ben Nader—. ¿Es cierto?

—Lo es —confirmó Osman—. He navegado hasta cerca de la boca de la ensenada en el dhow de este valiente anciano. Hay un punto de las defensas donde un albañal desemboca en el río pasando por un portal de piedra. Es el principal desagüe de las cloacas de la ciudad. Gordon Pacha ha puesto en ese portal y sobre las murallas a uno y otro lado del mismo soldados de paja para remplazar a los que murieron o huyeron. Sólo asoman sus cabezas por encima de los parapetos. Unas pocas viejas los mueven de un lado a otro de modo que, desde esta orilla, parecen vivos. No hay nadie que pueda detener un ataque. En una sola incursión, podemos atravesar la brecha. La ciudad y todos sus habitantes serán nuestros.

—Habrá grandes cantidades de oro y alhajas —musitó al-Noor.

—Hay mujeres en la ciudad, cientos de mujeres. Los turcos llevaron allí a las mujeres más bellas del Sudán y sus tierras linderas como esposas, concubinas y esclavas. Habrá al menos una docena de mujeres para cada uno de nosotros. —Los ojos de Hassan Ben Nader relucieron a la luz de la hoguera—. El cabello de las mujeres de los francos es como seda amarilla y su piel como crema espesa.

—No habléis de oro y esclavos. Peleamos por la gloria de Alá y de su Madí —dijo Osman, regañándolos por su codicia—. Después de eso, peleamos por nuestro propio honor y por ganarnos un sitio en el paraíso.

—¿Cuándo atacaremos a esos hombres de paja? —al-Noor rió de excitación—. Llevo demasiado tiempo sentado en mi harén, y estoy engordando. Es hora de volver a pelear.

—Dentro de tres noches, será luna nueva, y por la noche cruzaremos el río. Para empezar, desembarcaremos doscientos hombres en la playa; no hay lugar para más. Cuando forcemos la brecha, otros mil nos seguirán, y después de ellos, mil más. Al alba, estaré de pie sobre los parapetos del fuerte Mukran con la cabeza de Gordon Pacha en mis manos, y la profecía quedará cumplida. —Osman se puso de pie e hizo un signo de bendición sobre ellos—. Aseguraos de que vuestras espadas estén afiladas y vuestras esposas preñadas antes de que crucemos el río.

—El viejo pescador, tío de Yakub, ha dado la señal. Un puñado de azufre en las llamas de su fuego de cocinar, y la nube de humo amarillo que esperaba Yakub —le informó Penrod al Chino Gordon.

—¿Podemos confiar en este sujeto, Yakub? Me parece un maligno sinvergüenza.

—He confiado en él a menudo y en circunstancias del más grave peligro, y sigo con vida, general. —Penrod controló su ira, aunque con dificultad.

—¿Nos ha avisado cuándo atacarán los derviches, si es que lo hacen?

—No señor, no lo sabemos —admitió Penrod—, pero es de esperar que sea en luna nueva.

Mientras Gordon verificaba la fases de la luna en su almanaque, David Benbrook, el tercero de los hombres allí presentes, dio su evaluación de las posibilidades de éxito.

—Este tío de Yakub es un hombre valiente. Ha estado a mi servicio desde que llegué a Jartum. Siempre me suministró información confiable. —David estaba sentado en una silla junto a la ventana. Últimamente, el general y él pasaban juntos mucho tiempo. Parecían compañeros poco adecuados, pero a medida que aumentaban las tribulaciones de Gordon, parecía encontrar solaz en los de su misma raza.

Penrod estudió disimuladamente el rostro de Gordon mientras éste le hablaba a David. Aun en reposo, un nervio se estremecía en su párpado derecho. Ésa era sólo una señal visible de hasta qué punto estaba en tensión. Uno de los indicios más profundos y significativos era su comportamiento: sus brutales, inhumanos, excesos. A Penrod le parecía que éstos se hacían más crueles a cada día que pasaba, como si el kurbash, el pelotón de fusilamiento y la horca pudiese demorar la caída de la ciudad. Hasta él debe darse cuenta de que nuestra lucha está llegando a su fin, y la población no tiene esperanzas ni le importa qué ocurra. ¿Cree que puede obligarlos a cumplir con su deber convenciéndolos de que las consecuencias de desobedecer serán peores que nada que les pueda hacer el Madí? Al menos, Benbrook es un hombre compasivo, pensó, sin dejar de observar el rostro del general. Su influencia sobre Gordon sólo puede ser positiva.

Dejó de lado esas consideraciones cuando Gordon se incorporó y se dirigió a él abruptamente.

—Bajemos al puerto a inspeccionar sus preparativos para este ataque inminente, Ballantyne.

Penrod sabía que era imprudente que Gordon se hiciese ver en las murallas mientras se esperaba el ataque: había demasiados espías atentos a cada uno de sus movimientos, y los derviches eran demasiado astutos como para no sospechar que preparaba algo contra ellos. Sin embargo sabía que no era buena idea tratar de convencer de nada al hombrecito.

Pero Penrod no debía haberse preocupado: Gordon era un zorro demasiado viejo y astuto como para conducir a los sabuesos a la entrada de su madriguera. Antes de dejar el palacio, Gordon se quitó su característico fez y lo remplazó por un turbante mugriento, el extremo del cual le ocultaba la mitad de la cara, y se cubrió el uniforme con una galábiyya manchada de aspecto corriente. De lejos, parecía cualquier humilde ciudadano de Jartum.

Cuando llegaron al puerto, Gordon no se hizo ver sobre los parapetos. Pero fue meticuloso y concienzudo al inspeccionar los preparativos de Penrod. Escudriñó por cada una de las troneras que perforaban las murallas de los edificios abandonados que daban al fétido albañal medio tapado por los desperdicios. Se puso detrás de una Gatling y enfiló los relucientes caños múltiples en una y otra dirección. Quedó disconforme con la zona muerta que quedaba directamente debajo de las bocas del arma. Salió del nido de la Gatling, metiéndose en el limo del albañal y se puso en la línea de fuego, desde donde avanzó hacia el bastión.

—Manténgame enfilado con el arma —ordenó.

El artillero apuntaba cada vez más abajo, hasta que, exasperado, meneó la cabeza.

—Está demasiado cerca, general. No puedo cubrirlo.

—Capitán Ballantyne, si los derviches alcanzan este punto, quedarán bajo la ametralladora. —Gordon parecía complacido de haber pillado a Penrod en falta.

Penrod se dio cuenta de que el hecho de que Gordon lo hubiera sobrecargado de responsabilidades no era excusa: había sido negligente, y se regañó a sí mismo en silencio. No haber notado algo tan elemental era un error tan grande como que faltaran municiones para el arma, pensó amargamente. Les ordenó a los ingenieros que desarmaran el muro de bolsas de arena y volvieran a construirlo en una ventana más baja.

—¿Dónde puso la segunda Gatling? —preguntó Gordon. Ahora que tenía a Penrod a la defensiva, presionaba cada vez más.

—Sigue en el bastión de frente al hospital. Ése es el otro punto débil evidente en nuestro perímetro. No me atrevo a dejar esa brecha sin defensas y apostar todo a que ataquen aquí. Los derviches pueden incluso llevar a cabo dos golpes simultáneos contra ambas posiciones.

—Atacarán aquí —dijo Gordon en tono terminante.

—Concuerdo en que es la probabilidad más alta. De modo que aquí construí un segundo nido de ametralladoras con el que puedo cubrir la playa y enfilar ambas márgenes del albañal. En cuanto el ataque se desarrolle y el enemigo quede comprometido, puedo traer la segunda ametralladora desde el hospital hasta aquí. Del mismo modo, si nos equivocamos y atacan el hospital, puedo desplazar esta ametralladora para cubrir esa posición.

—¿Cuánto tomará mover las ametralladoras? —quiso saber Gordon.

—Estimo que unos diez minutos.

—Nada de estimaciones, Ballantyne. Lleve a cabo un simulacro y cronométrelo.

Al primer intento, el equipo de ametralladores tropezó con una pila de escombros que obstruía la primera callejuela detrás del puerto. Debieron despejarla antes de poder pasar con la pesada cureña. El segundo intento fue más exitoso: llevó doce minutos desplazarla por las calles y emplazarla en el nido preparado para cubrir la playa y las márgenes del albañal.

—Estará oscuro —señaló Gordon—. El equipo debe estar en condiciones de hacerlo con los ojos cerrados.

Penrod los tuvo practicando la maniobra hasta tarde por la noche. Quitaron todos los obstáculos y escombros producidos por las bombas de las calles y callejuelas, y rellenaron baches y cunetas. Penrod diseñó nuevos aparejos que permitían arrastrar el arma con menos esfuerzo.

A la mañana del segundo día, habían reducido el tiempo del desplazamiento a siete minutos y medio. Todos los ejercicios se debían hacer en la oscuridad, después del toque de queda. Si los derviches se enteraran de que estaban practicando mover las Gatling de un punto del perímetro a otro, sospecharían que se les quería tender una celada. Penrod no estaba seguro de si sabían de la existencia de las dos armas: en el arsenal estaban a salvo de ojos indiscretos, y probablemente habían sido olvidadas. Como sea, los derviches sentían un intenso desprecio por las armas de fuego. Era poco probable que nunca hubieran visto a las Gatling en acción, de modo que no tenían idea de su potencial destructivo. Hasta ahora, había cuidado de ejercitar a los ametralladores cuando estaban fuera de la vista del enemigo que ocupaba la otra orilla del Nilo. Sólo disparaban las ametralladoras hacia el desierto vacío que se extendía al sur del perímetro de la ciudad. Cuando no las usaban, las cubrían con lonas.

—Con su permiso, general, quisiera aposentarme permanentemente aquí en el puerto. Quiero estar en el lugar cuando el enemigo lance su ataque. Según van las cosas, durante el tiempo que me toma llegar del palacio hasta aquí, todo podría haber terminado.

—Bien —asintió Gordon—. Pero si los espías derviches descubren que usted se ha instalado permanentemente aquí en el puerto, nuestro plan quedará arruinado.

—He pensado en ello, general, y creo que podré ocultar mi paradero sin levantar sospechas.

Reclutaron la ayuda de David Benbrook para ocultarles a todos, incluidas las hermanas Benbrook y el personal del consulado, que sólo se había mudado al puerto. Se hizo circular la historia de que Penrod había dejado la ciudad en secreto, enviado por el general Gordon con un mensaje para la columna de socorro británica acampada en los pozos de Gadkul.

Penrod encontró que su nuevo alojamiento distaba mucho del lujo de sus aposentos del palacio. Instaló su angareb en una pequeña cueva en la pared del fondo del emplazamiento de la Gatling. No tenía mosquitero, y se pasaba la mayor parte de la noche aplastando insectos: al anochecer, se levantaban en nubes del albañal. Las magras raciones del palacio eran aumentadas por el ingenio de las hermanas Benbrook, Nazira, el personal de cocina y, por supuesto, por la puntería de David Benbrook. En su nuevo cuartel general, Penrod comía lo mismo que sus hombres. Gordon se había visto obligado a reducir las raciones de dhurra por debajo del nivel de hambre, que ahora era una constante, espectral, compañera. Yakub obtenía unas pocas cabezas de pescado secas y huesos de casa de su tío, y éstos iban a dar a la olla que Penrod compartía con sus ametralladores. Algunos de los egipcios comían la médula de las palmeras y hervían las tiras de cuero de sus angarebs. Aunque en su momento había desdeñado su sabor, ahora Penrod extrañaba amargamente las raciones de torta verde que las hermanas Benbrook traían regularmente del complejo de Ryder Courtney.

Penrod no podía permitirse ser visto en la ciudad, de modo que se confinó estrictamente al puerto. Este encarcelamiento autoimpuesto era más irritante que el hacinamiento en que vivía y la repugnante comida. Era un alivio dirigir toda su energía y su imaginación a los preparativos para el conflicto que se aproximaba.

Su plan tenía dos partes. Primero, tenía que atraer a los derviches al desagüe del portal de piedra de la muralla, y de ahí al angosto albañal que lo alimentaba. Luego, debía asegurarse de que no tuvieran modo de salir, al menos, no con vida. Gordon limitaba sus inspecciones a las horas de queda. Penrod no esperaba elogios del Chino Gordon, pero se aseguró de no darle más motivos de crítica.

Una vez que los preparativos estuvieron a punto, los elogios de Yakub fueron más entusiastas que los de Gordon.

—Con la ayuda del inteligente Yakub, has construido un matadero. —Lanzó una risita—. Un degolladero para los cerdos ánsar. —Instintivamente, jugueteó con la empuñadura de su daga mientras contemplaba la estacada que habían erigido. Los hombres apilaban maderos secos de los edificios abandonados de la ciudad en las hogueras que Penrod había ordenado construir a ambos lados del canal. Había cuidado de que, una vez encendidos, los fuegos alumbraran a sus enemigos sin deslumbrar a sus ametralladores y fusileros. Cada noche, en cuanto caía el sol, sus hombres empapaban las pilas de madera con aceite de lámpara para que su combustión fuese casi instantánea.

* * *

La súbita y misteriosa desaparición de Penrod produjo distintos grados de consternación y preocupación entre las hermanas Benbrook. La que menos sufría era Saffron. Sólo se vio privada de un látigo con el cual castigar a su gemela. En su ausencia, ya no era satisfactorio atormentar a Amber con su festejante. Además, la pena que Amber demostraba cuando sacaba el tema, reducía el placer de Saffron. Burlarse era divertido; infligir dolor, no.

Por otro lado, Rebecca estaba acostumbrada a disimular sus verdaderos sentimientos, de modo que Saffron no tenía ni idea de cuan profundamente la había afectado la desaparición de Penrod. De haberlo sabido, habría tenido amplio campo para divertirse.

Cuando Amber se hubo convencido de que nunca volvería a ver al capitán Ballantyne y de que la única solución a su trágica existencia era el suicidio, Yakub le salvó la vida. No se trató de un acto de caridad deliberado: fue que Yakub quiso satisfacer sus bajos instintos.

El estricto confinamiento de su amo a las defensas del puerto, infestadas de mosquitos, no le agradaba nada a Yakub. En los últimos meses, se había acostumbrado a una vida más regalada. Cada noche, Nazira le suministraba un plato de la misma comida que disfrutaban el cónsul general y su familia. Sin ser gran cosa, era muy superior al rancho de los ametralladores, que olía y sabía a pescado podrido y cueros de animal.

Sin embargo, el elemento más perturbador de su nueva existencia era que cada noche yacía despierto al pie del angareb de su amo, esperando el ataque derviche y preguntándose si Nazira le era fiel. A juzgar por su comportamiento anterior, era altamente improbable que así fuera. Cavilaba sobre el hecho de que el pérfido Bacheet, hijo ilegítimo de un beya y de una bailarina de placer gala no tuviera ningún tipo de limitación en sus movimientos nocturnos. La idea de que Bacheet se deslizaba cada noche al angareb de su amada mantenía a Yakub despierto noche tras noche con más eficacia que los mosquitos del albañal. Se levantó en silencio, como si fuese a usar el balde que hacía de letrina. Uno de los centinelas le dio el quién vive a la entrada del puerto, pero Yakub sabía el santo y seña.

Sin dormir, Amber se asomaba a la ventana de su dormitorio. Hacía ya tres días que el capitán Ballantyne había desaparecido. Se torturaba pensando que podía haber sido capturado por los derviches antes de llegar a las líneas británicas. Lo imaginaba prisionero del Madí. Había oído del destino que aguardaba a aquellos que caían entre las manos ensangrentadas del monstruo, y supo que esa noche ya no dormiría.

Bajo su ventana, alguien se movió en las sombras del patio. Ella se alejó rápidamente de la ventana. Podía tratarse de un asesino enviado por el maligno Madí. Pero en ese momento, el hombre alzó la vista y ella reconoció su guiño.

—¡Yakub! —susurró—. ¡Pero debería estar con Penrod camino a los pozos de Gadkul! —Yakub era la sombra de Penrod: donde éste fuera, Yakub lo seguía.

Se dio cuenta de la increíble verdad. Si Yakub estaba allí, Penrod debía andar cerca. Finalmente, no había ido a Gadkul. Desde hacía poco que pensaba en él llamándolo Penrod, no capitán Ballantyne.

La melancolía y los temores de Amber se desvanecieron. Sabía exactamente dónde se dirigía Yakub. Se incorporó de un salto del banco, corrió sin hacer ruido a su ropero y se echó una capa ligera sobre los hombros. Deteniéndose sólo el tiempo suficiente como para verificar que Saffron siguiera dormida, se deslizó fuera de la habitación y bajó las escaleras en silencio, cuidándose de evitar el duodécimo escalón, que siempre crujía y despertaba a su padre. Salió por la puerta lateral de la cocina y cruzó por el patio de los establos rumbo a los aposentos de la servidumbre.

La ventana de Nazira estaba alumbrada por una lámpara. Encontró un buen puesto de observación en una de las caballerizas vacías y se dispuso a aguardar. Pasó las siguientes horas tratando de imaginar qué seria lo que mantenía ocupados a Yakub y Nazira durante tanto tiempo. Rebecca había dicho que hacían el amor. Amber no estaba segura de en qué consistía este procedimiento: sus investigaciones más diligentes no habían aumentado gran cosa su comprensión del tema. Sospechaba que la propia Rebecca, a pesar de sus aires de conocimiento, era tan ignorante como ella.

—Es cuando las personas se besan —había explicado Rebecca con altivez— pero no es de buena educación hablar de eso. —A Amber esto le pareció poco satisfactorio. La mayor parte de los besos que había presenciado eran ligeros, y se daban, sobre todo, en la mejilla o en el dorso de la mano, lo cual, como diversión, era bien poco. La única, flagrante, excepción, había sido el intercambio entre Ryder y Rebecca que Saffron y ella habían presenciado, y que había producido tal alboroto. Eso había sido mucho más interesante. Estaba claro que ambos participantes disfrutaban el proceso, pero aun eso había durado menos de un minuto. En comparación, lo de Yakub y Nazira ya llevaba la mitad de la noche.

Le preguntaré a Nazira, decidió, luego tuvo una idea mejor.

—En cuanto averigüe dónde se encuentra, se lo preguntaré a Penrod Es hombre, así que debe saber cómo se hace.

Poco antes del alba, la luz de la habitación de Nazira se extinguió, y poco después Yakub apareció en la puerta y se lanzó a las calles oscuras y silenciosas con culpable prisa. Amber lo vio hasta que llegó al puerto, donde uno de los centinelas le dio el quién vive. Luego debió regresar al palacio antes de que alguien se diera cuenta de que no estaba en su cama.

* * *

—¿El gato se comió la crema? —preguntó Saffron. El ánimo eufórico de Amber contrastaba tan marcadamente con su lobreguez de los últimos días, que se vio obligada a interrogar a su hermana, cuando, más tarde, trabajaban juntas sobre las marmitas de torta verde en el complejo de Ryder Courtney.

Amber le dirigió una sonrisa dulce pero enigmática, pero no se dejó tentar.

Esa noche, una hora después del toque de queda, Penrod Ballantyne se asombró al oír la voz de Amber, que discutía con los centinelas a la entrada del cuartel general del emplazamiento de las Gatling. Se apresuró a salir, abrochándose el tahalí.

—Niña estúpida —la regañó con severidad—. Sabes bien que hay toque de queda. Te podrían haber pegado un tiro.

Amber había esperado un recibimiento más cálido.

—Te traje un poco de torta verde. Debes de estar muerto de hambre. —Desenvolvió un pequeño paquete que llevaba consigo—. Y una de las camisas limpias de papá. La que llevas puesta se huele desde aquí.

Penrod estaba a punto de preguntarle de cómo se había enterado de su paradero, cuando, a la luz de la linterna sorda, vio lágrimas de humillación en sus ojos. Pero ella pestañeó y se las tragó, enfrentándolo con el mentón alzado.

—Además, capitán Ballantyne, debe usted saber que no soy una niña estúpida.

—Por supuesto que no, señorita Amber —dijo, cediendo de inmediato—. Me tomó por sorpresa. Es que no la esperaba. Le pido disculpas.

Ella se alegró enseguida.

—Si me da esa camisa vieja, me la llevaré para lavarla.

Penrod se encontró en un dilema. Con la amenaza de un inminente ataque derviche al puerto, no podía permitirle permanecer allí ni un minuto más. Por la misma razón, no osaba abandonar el emplazamiento para escoltarla hasta el palacio, pero tampoco podía dejar que recorriera sola las calles después del toque de queda. Podía enviar a Yakub con ella, pero lo necesitaba allí; No podía confiar en nadie más. Eligió el mal menor.

—Me imagino que tendrás que pasar la noche aquí. No puedo permitirte que desafíes el toque de queda y te vayas sola a tu casa —murmuró.

El rostro de ella se iluminó de placer. Ese golpe de suerte sobrepasaba holgadamente sus mayores expectativas.

—Puedo hacer la cena —dijo.

—No hay mucho para cocinar, así que ¿por qué no compartimos tu tan generoso obsequio de torta verde?

Se sentaron en su angareb del hueco de la pared. No había cortinas en su alcoba, de modo que los ametralladores hacían de involuntaria carabina, y mordisquearon la torta verde mientras conversaban en voz baja. Era la primera vez que pasaba algún tiempo con ella, y Penrod no tardó en descubrir que Amber era una compañera divertida. Tenía un pícaro sentido del humor que le gustó, y una pintoresca manera de expresarse. Describió los varios viajes realizados junto a su padre, que iban de Ciudad del Cabo a El Cairo y, finalmente, Jartum. Luego, calló abruptamente, se apoyó el mentón en la mano y lo observó con aire reflexivo.

—Capitán Ballantyne, ahora que somos amigos, ¿sería usted tan gentil de responder a una pregunta que me preocupa desde hace tiempo? Nadie parece conocer la respuesta.

—Me honra que considere que somos amigos. —Penrod se sintió conmovido. Era una niñita tan graciosa—. Me deleitaría serle de ayuda, si eso fuera posible.

—¿Cómo hacen el amor las personas?

Penrod se quedó sin palabras ni aliento para pronunciarlas.

—¡Ah! —dijo, alisándose el bigote para ganar tiempo—. Creo que se hace de varias maneras. No parece haber reglas fijas.

Amber se sintió decepcionada. Había esperado más de él. Era evidente que sabía tan poco como Rebecca.

—Supongo que se besan como usted y yo vimos que se besaban Ryder y Rebecca. ¿Es así como lo hacen?

—Indudablemente —dijo él, aferrándose con gratitud a la oportunidad que se le ofrecía—. Creo que es exactamente así como se hace.

—Diría que después de un rato debe de ser bastante aburrido.

—Hay personas que se aficionan a ello —dijo Penrod—. Es cuestión de gustos.

Amber cambió de tema en forma que era desconcertantemente abrupta.

—¿Sabía que Lucy, la mona de Ryder, tuvo bebés?

—No tenía ni idea. ¿Niños o niñas? ¿Cómo son? —Agradecido, la siguió a terreno más firme.

Minutos después, los ojos de Amber se cerraron, se reclinó sobre el hombro de él y, como un cachorro, se durmió instantáneamente. Ni siquiera se movió cuando él la tendió en el angareb y la cubrió con la raída manta. Él estaba de buen humor, y sonreía mientras hacía su inspección de medianoche de las defensas del puerto. Por una vez, todos sus centinelas egipcios estaban perfectamente despiertos. O los estimulaban la proximidad del enemigo y el riesgo que ellos mismos corrían en esa posición avanzada, o el hambre les quitaba el sueño.

Encontró un lugar cómodo en la plataforma de tiro avanzada y escuchó los tambores del otro lado del río. Su ritmo monótono se hizo soporífico, y se encontró cabeceando. Se sacudió, sintiéndose culpable: si el Chino Gordon me sorprende, seré yo quien se encuentre frente al pelotón de fusilamiento. Dio una vuelta por el parapeto y volvió a su lugar. Se permitió relajarse y flotar hasta la orilla del sueño, pero abriendo los ojos cada tantos minutos. Se había entrenado para recorrer esa cuerda floja sin caer. Al otro lado del río, los tambores callaron.

Volvió a abrir los ojos y los alzó al cielo. El rojo Marte, dios de la guerra, cazaba en el cuadrante meridional del cielo sin luna, acompañado de Sirio, el Perro, el que llevaba con su traílla. Era la hora más oscura y solitaria de la noche. Se acercaba a la Orilla del sueño, pero sus ojos estaban abiertos.

—Penrod.

Unos dedos frescos rozaron su mejilla.

—¿Estás dormido? —Volvió su cabeza hacia ella, conmovido porque se había dirigido a él por su nombre de pila. Verdaderamente debía de considerarlo su amigo.

—No, pero tú deberías estarlo.

—Oí voces —susurró Amber.

—Tal vez fuera un sueño —replicó—. No hay voces.

—¡Escucha! —dijo Amber.

Oyó el lejano ladrido de un perro en la orilla occidental, y otro que le contestaba desde la isla Tutti, a más distancia río abajo. No quedaban perros en la ciudad. El último había sido matado y comido hacía meses.

—Nada. —Meneó la cabeza, dubitativo, pero ella se aferró de su brazo, clavándole dolorosamente sus pequeñas uñas.

—Escucha, Pen. ¡Escucha!

Sintió que sus terminaciones nerviosas se tensaban de golpe, como la línea de pesca cuando un pez pesado muerde el anzuelo. Era un susurro tan leve, tan insustancial en la brisa de la noche, que sólo oídos tan jóvenes y agudos podían haberlo detectado. Venía de lejos, del río. El agua transmite el sonido, pensó, incorporándose rápida y silenciosamente. Tenue como la brisa entre las frondas de la palmera, oyó la orden tradicional de arriar y plegar la vela latina de un dhow cuando éste atraca. Ahora, tendiendo el oído al máximo, oyó el suave palmear de pies descalzos sobre una cubierta de madera, y el chasquido de la lona. Segundos después, le llegó el crujido de un timón asordinado al girar en el vástago cuando el dhow se puso de proa.

—Vinieron —susurró, y recorrió rápidamente la plataforma de tiro para alertar a cada uno de sus hombres—. ¡Arriba! A las armas. Los derviches están aquí. No disparéis hasta que no os los ordene.

El sargento ametrallador le quitó la lona a la Gatling. La rígida tela crujió suavemente, y Penrod chistó para hacerlo callar. Miró al cargador de munición de la parte superior de la reluciente arma. Estaba lleno hasta el tope: seiscientos tiros. Levantó las tapas de las cajas de munición suplementaria. Estaban todas sin traba. En la colina de Isandlwana, cuando los impis zulúes rompieron el cuadro británico, las cajas de munición estaban trabadas, y los oficiales que tenían la llave Alien habían salido a patrullar. Ese día, todos los soldados blancos habían muerto. Ryder Courtney le había contado que su hermano fue uno de ellos. Esta noche, las cajas de munición estaban abiertas y los cuatro municioneros egipcios listos para mantener lleno el cargador.

Corrió a la parte posterior de la plataforma de tiro. El cabo de los señaleros, al mando de un destacamento de cuatro hombres, había abierto las cajas de cohetes, y diez bengalas se alineaban sobre sus plataformas de tiro, con los conos de sus morros apuntando al cielo.

—Al primer disparo, lanza una bengala. Mantén una ardiendo en el cielo hasta que se dispare el último tiro. Quiero toda el área iluminada como si fuese de día —ordenó Penrod.

No había tiempo para nada más. Penrod se precipitó hacia la plataforma de tiro avanzada para tomar el mando desde allí. No podía confiar en los timoratos egipcios, quienes no podrían resistirse a abrir fuego sin ton ni son al primer atisbo de los botes y antes de que los derviches hubieran desembarcado en la playa y estuvieran bien adentro de la celada.

Tropezó con Amber, que lo seguía de cerca.

—¡Virgen santa! Me había olvidado de ti. —La tomó del brazo y la arrastró a la entrada trasera del recinto—. ¡Corre! —ordenó—. Tienes que salir de aquí ya mismo. Éste ya no es lugar para ti. Hasta las calles son más seguras. Corre, Amber, y no te detengas hasta no llegar a tu casa. —Le dio un firme empellón, haciéndola pasar por la puerta y poniéndola en camino y, sin esperar a ver si lo obedecía, regresó a la plataforma de tiro.

Amber corrió unos pocos pasos por la callejuela, luego se volvió y se deslizó otra vez por la entrada del bastión. Vio a Penrod desaparecer en la oscuridad.

—Estoy harta de que me traten como a un bebé —susurró. Vaciló sólo un momento, y lo siguió.

Se movió en silencio, borrándose contra el parapeto para no llamar la atención de los hombres que apuntaban por las troneras. Están demasiado ocupados para preocuparse por mí, pensó. Su confianza aumentó, y apresuró el paso, buscando a Penrod. ¿Y si me necesita? No le serviré de nada sentada en mi dormitorio en el palacio. Distinguió su alta silueta un poco más allá.

Penrod ya estaba de pie sobre el parapeto que daba a la playa. Los señuelos de paja ya habían sido quitados, y ahora fusileros de carne y hueso se apoyaban sobre el parapeto, escudriñando la playa oscura. Tenía la espada desenvainada en la mano derecha. Amber sintió un estremecimiento de orgullo. Es tan valiente y noble, pensó. Encontró un lugar para esconderse en el ángulo de la pared del fondo y se acurrucó allí. Desde allí podría vigilarlo. Un silencio tenso y frágil cayó sobre los hombres del parapeto.

De pronto, Amber se dio cuenta de qué pocos eran los que se alineaban a lo largo de la muralla, separados unos de otros por veinte pasos. No parecían suficientes para detener a los hordas derviches.

Luego, uno que estaba cerca del escondite de Amber murmuró, tan bajo, que ella apenas pudo oír sus palabras.

—Ahí vienen. —Su voz temblaba de miedo. El cerrojo de su Martini-Henry chasqueó cuando metió una bala en la recámara. Se llevó el arma al hombro, pero antes de que pudiera disparar, una mano lo abofeteó.

Cuando se tambaleó hacia un costado, Penrod lo tomó del cuello y le habló al oído:

—Si disparas antes de que dé la orden, te haré volar desde la boca del cañón —prometió. La ejecución de al-Faroc había producida una honda impresión en los egipcios que la presenciaron. Penrod regresó al hombre a su puesto de un empujón, y continuaron la espera.

Entonces, Penrod aspiró aire de golpe. El primer barco derviche se deslizaba hacia la playa. Cuando tocó la arena, una oscura horda de ánsar descendió, metiéndose en el agua hasta la cintura y vadeó hacia la estrecha franja de barro que corría bajo las murallas. Llevaban sus espadas a la altura del hombro y se movían casi sin hacer ruido. Dé las oscuras aguas detrás de ellos, apareció una flotilla de dhows pequeños y falucas, cada una llevando una apiñada masa de hombres.

—¡No disparen! —Penrod recorría el parapeto, controlando a su pequeña fuerza con su amenazante susurro. Las falucas y dhows siguieron llegando, hasta que la playa estuvo atestada de cientos de ánsar. No había lugar para todos en tierra firme, y los que iban a la retaguardia aún estaban metidos en el río hasta la cintura. Los de la avanzada comenzaron a deshacer la barricada que bloqueaba la entrada al albañal.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —exhortaba Penrod.

Una parte de la barricada se derrumbó, y los derviches entraron como un enjambre. Se alzó su grito de guerra:

—¡El único Dios es Dios!

—¡Fuego graneado! —gritó Penrod, y los rifles tronaron. Los derviches avanzaban bajo el granizo de balas. Entonces, las primeras bengalas cortaron el cielo nocturno, y se vio a las masas de derviches, que pululaban como columnas de hormigas bajo la espectral luz verde. Los fusileros les disparaban, pero eran tantos que las balas hacían poco efecto. Cuando las primeras filas llegaron a la muralla del puerto, comenzaron a treparlas, presionados por los que venían detrás. Cuando llegaban arriba, los defensores los ensartaban con sus bayonetas.

Penrod recorría la muralla disparando su nuevo revólver Webley a quemarropa en los rostros barbados. Llevaba su sable en la derecha, y cuando su arma de puño quedó descargada, lanzó tajos y estocadas con la hoja. Los ánsar muertos y heridos caían sobre sus camaradas, que trepaban por detrás de ellos. La línea egipcia era demasiado endeble como para detenerlos durante mucho más tiempo: a lo largo de toda la muralla, grupos de derviches ganaban posiciones. Sus mandobles de cruzado siseaban en el aire como alas de murciélago. Uno de los egipcios se tambaleó y cayó del parapeto, con el brazo limpiamente cortado por arriba del codo. Su sangre se veía negra como la tinta a la luz de las bengalas.

—¡Retirada! —gritó Penrod—. ¡A la segunda línea! —En medio de su terror, Amber se asombró de lo clara que se oía su voz por encima del estrépito. Sus hombres formaron rápidamente una línea de escaramuza, con las bayonetas caladas apuntando hacia adelante y se retiraron caminando hacia atrás a lo largo de la muralla. Durante un terrible instante, Amber temió quedar atrás, pero se incorporó y corrió como una liebre asustada. Supo por instinto que el emplazamiento de la Gatling era el punto más fuerte de la defensa, y se dirigió hacia allí.

Lo alcanzó mucho antes que Penrod y sus hombres, y trepó como pudo hasta el remate de la pared de bolsas de arena. Cuando colgaba de allí, alguien la tomó del brazo y la arrastró hacia abajo. Cayó sobre su rescatador. Olía a cabezas de pescado podridas, y la fulminaba con un horrible guiño, su rostro verdoso a la luz de las bengalas.

—Nazira te matará con sus propias manos si sabe que estás aquí. —La arrojó de un rudo empellón a la cueva de la pared, en el momento mismo en que Penrod, a la cabeza de sus hombres, entraba a la carrera.

—¡Ametrallador de la Gatling! ¡Abra fuego! —Penrod había escogido al hombre encargado de darle a la manivela por su fuerza y su resistencia. El sargento Jaled era un colosal negro de las tribus nubias del alto Egipto. Hombres como él eran los mejores soldados del ejército del jedive. Subía y bajaba como una marioneta mientras hacía su trabajo. Los bruñidos cañones relucientes giraban como los rayos de la rueda de un carro. El centellear intermitente de los fogonazos alumbraba el parapeto como si fuese un escenario.

Como el sonido que produciría un rollo de lona gruesa desgarrado por un gigante, un continuo chorro de balas desgarró las apiñadas filas de los ánsar. Las pesadas balas de plomo se incrustaban en la carne viva y aullaban al rebotar de los parapetos de piedra, ahogando casi el clamor de la fuerza derviche. La Gatling, barriendo de un lado a otro, los guadañaba, amontonando pilas de cuerpos al pie de la muralla. Los que venían detrás trepaban por encima de los cadáveres y agarraban los cañones de los fusiles que les apuntaban por las aspilleras, tratando de arrebatar las armas humeantes de las manos de los defensores parapetados tras la muralla. Los soldados les clavaban sus bayonetas, rugiendo con la furia de la batalla, y los derviches respondían con los gritos de dolor que les arrancaba el acero al hundirse en sus cuerpos. Entonces, los cañones de la Gatling volvieron a apuntar en esa dirección, barriéndolos como el viento jamsin. Los últimos derviches cayeron rodando por el revestimiento de las murallas, donde yacieron ovillados, o se arrastraron por el limo negro del lecho del albañal.

El sargento Jaled se incorporó y su arma quedó en silencio. Una feroz sonrisa blanca cortó su cara negra, mientras ríos de sudor, que brillaban a la luz verde de las bengalas, corrían por su ancho pecho.

—¡Recargar! —gritó Penrod, recargando el tambor de su revólver de la canana que llevaba a la cintura—. Preparados para la próxima oleada.

Los encargados de la recarga trajeron los baldes de munición a la carrera, y los relucientes cartuchos encamisados en cobre cayeron en cascada al cargador de la Gatling. Otros muchachos encargados del municionamiento corrían a lo largo del parapeto, repartiendo paquetes de papel de balas Boxer-Henry para los fusileros. Los seguían los aguadores, virtiendo agua del pico de los odres directamente a las bocas resecas de los hombres.

—Estad preparados. No están vencidos. Vendrán otra vez por el albañal. —Penrod recorrió el parapeto habiéndoles a los hombres. El soldado del brazo cortado había muerto desangrado. Tendieron su cuerpo contra la pared del fondo, cubierto con una manta. Penrod regresaba a la Gatling para insuflarles coraje al sargento Jaled y sus ametralladores, pero al pasar por la puerta de su cueva, vio un pequeño rostro blanco que lo miraba—. ¡Amber! Creí que te habías ido.

Ahora que la habían descubierto, decidió no darle importancia a la cosa.

—Sabía que en realidad no querías echarme. De todos modos, ahora es demasiado tarde. Debo quedarme.

Estaba a punto de discutirle ese punto, cuando desde las profundidades del lecho del albañal se alzó el temido coro de los gritos de guerra de los derviches. Las hordas avanzaban en una inundación que colmaba el canal de una orilla a la otra.

Penrod sacó la Webley de la funda y la abrió para verificar que tuviera todos sus tiros. La cerró con un chasquido.

—Sé que sabes usar esto, te he visto practicando con tu padre. —Le tendió el arma, tomándola del cañón—. Vuelve a la cueva. Métete bajo la cama. Quédate ahí hasta que esto termine. Dispárale a cualquiera que te toque. Esta vez, haz lo que te digo. ¡Vamos! —Corrió de regreso al parapeto.

Los doscientos fusileros egipcios no esperaron sus órdenes para volver a abrir fuego. Las andanadas azotaban el lecho del albañal, y la Gatling se estremecía y castañeteaba, arrojando un río de vainas servidas que se apilaban en reluciente montón sobre el suelo del bastión, debajo de la cureña. Una serie de bengalas de colores estalló a gran altura por encima de la batalla, alumbrando con vivida luz a los derviches que avanzaban cuesta arriba entre el hediondo fango. Sus filas eran tan cerradas que cada bala que les disparaban debía alcanzar a alguno. Sin duda, cualquier mortal se habría quebrado ante semejante castigo, pero ellos continuaban su avance, pisando los cuerpos rotos y estremecidos de sus compañeros, sus aljubas multicolores cubiertas de hediondo fango negro, sin dudar nunca, cada uno procurando ubicarse en la primera línea de ataque, desafiando a la muerte, ansiosos por encontrarla en la boca humeante de los fusiles.

Pero había una línea al pie de la muralla que ni siquiera su coraje les podía hacer atravesar. Allí, los detenía la Gatling, como si se les interpusiera un muro invisible, al pie del cual se amontonaban pilas cada vez más altas de hombres muertos. Una oleada de guerreros tras otra avanzaba, sumando sus cadáveres a las crecientes pilas. Rápidamente, el albañal se transformó en un atroz matadero. Entonces, cuando el ataque flaqueaba, el fuego de la Gatling se detuvo.

—¡Capitán! ¡Atasco! —vociferó el sargento Jaled—. ¡La ametralladora se encasquilló! —Cuando los soldados egipcios comprendieron lo que significaban esas palabras, el horror se pintó en sus rostros a la luz de las bengalas. A medida que entendían el alcance del desastre, su fuego iba cediendo, tartamudeaba y terminaba por callar. Aun los ánsar del albañal quedaron capturados por el hechizo. Un silencio fantasmagórico, antinatural, cayó sobre el campo de batalla, sólo interrumpido por los gruñidos y ayes de los heridos. Sólo duró unos segundos.

Una voz habló.

—La ilaha illallah! ¡El único Dios es Dios! —Penrod reconoció la voz. Bajó la mirada al macabro albañal y vio a Osman Atalan en la primera fila de las hordas derviches. Sus ojos se encontraron. Entonces, el grito de batalla se elevó otra vez, coreado por cientos de gargantas, y los derviches volvieron a avanzar. Como si el muro invisible que los contenía se hubiese hecho pedazos, treparon por las márgenes resbaladizas y traicioneras del albañal, lanzándose sobre el bastión.

Las cabezas de los fusileros egipcios se volvieron, buscando una línea de retirada. Penrod conocía bien ese gesto. Lo había visto ese día terrible en que el cuadro se rompió en El Obeid. Era el preludio a la huida y el desastre.

—Mataré al primero que rompa filas —gritó, pero uno no le hizo caso.

Cuando se volvía para huir, Penrod dio un paso adelante y le dio una estocada en el vientre. La larga hoja del sable entró como si estuviese engrasada, y la punta apareció por la espalda de la guerrera caqui del hombre. Cayó de rodillas y aferró la hoja del sable con las manos desnudas. Penrod extrajo de un tirón la hoja afilada como una navaja, cortando la piel, carne y tendones de la mano de su víctima. El hombre gritó y cayó de espaldas.

—¡Manteneos en vuestros puestos y continuad disparando! —Penrod alzó la hoja empapada en sangre—. O cantad la misma canción que este cobarde. —Regresaron a sus aspilleras y derramaron sus andanadas sobre la masa de derviches que trepaba hacia ellos.

El sargento Jaled martillaba sobre el mecanismo de la recámara de la silenciosa Gatling con los puños desnudos, dejando la piel de sus nudillos en los afilados bordes de metal. Penrod lo tomó del hombro y lo hizo a un lado. A la luz de las bengalas, vio la aplastada vaina del proyectil encasquillada entre las fauces de uno de los seis cerrojos accionados por el gas del disparo. Era un atasco tipo tres, el más difícil de resolver. Por dura experiencia, Penrod conocía un truco. Arrebató la bayoneta de Jaled de la vaina que le colgaba del cinturón y, con la punta de la hoja, trató de abrir las fauces del cerrojo.

Los derviches llegaban al remate de la muralla, trepando como ardillas por el tronco de un roble. Los fusiles Martini-Henry callaron cuando los atacantes se deslizaron por las troneras y lucharon cuerpo a cuerpo con los egipcios que se habían mantenido en sus puestos. El cerrojo de la cámara seguía firmemente atascado. Penrod alzó la mirada: en ese momento, el destino de la ciudad y de todos sus habitantes estaba en sus manos.

Uno de los muchos mitos que rodeaban la imagen del general Chino Gordon era que su voz se oía por encima del estrépito de cualquier campo de batalla. Ahora, Penrod la oyó en medio del estruendo del desastre inminente.

—Ametralladora número dos, abrir fuego. —Penrod nunca hubiera esperado darle la bienvenida a esos tonos ásperos y dominantes. Llegaron claramente desde el emplazamiento secundario que Penrod había construido en previsión de un momento como ése. Luego, se preparó para lo que venía y regresó su atención al arma encasquillada.

* * *

Mientras esperaba despierto en el glacis de las fortificaciones del hospital, Gordon había oído las andanadas iniciales de la batalla, y las bengalas que se elevaban hacia el cielo nocturno desde el puerto. Despertó a los ametralladores. Montaron la Gatling sobre su cureña y la llevaron por las callejas y atajos de la ciudad. Les llevó ocho minutos y medio alcanzar el puerto y emplazar la Gatling en la plataforma vacía dispuesta para ella. Fiel a sí mismo, Gordon cronometró la operación. Dio una cabezada de asentimiento y se volvió a meter el reloj de caza en el bolsillo.

—Ametralladora número dos, abrir fuego —dijo con voz áspera y el monstruoso trueno de los seis barriles rotatorios sofocó los frenéticos gritos de guerra de los derviches. Una pared móvil de fuego barrió implacablemente el revestimiento de la muralla que daba al albañal. Desde ese ángulo, los alcanzaba desde la izquierda y atrás. Los disparos los hicieron caer de las murallas como manzanas maduras de un árbol que se sacude. La mayor parte perdía sus armas al caer. Los que se volvían a incorporar eran arrojados hacia adelante por la presión de los cuerpos que seguían brotando del albañal y quedaban atrapados contra el pie de las murallas.

—¡Retirada! ¡Regresen! Se acabó. —Gritaban los que estaban al frente.

—¡Adelante! —vociferaban los que venían de la playa—. ¡Por Dios y su Madí Siempre Victorioso! —El albañal se convirtió en un inmenso paquete de cuerpos hacinados, tan apretado que hasta los muertos quedaban de pie, sostenidos entre sus camaradas vivos.

Penrod no podía ver lo que ocurría, pues toda su atención se concentraba en el cerrojo encasquillado. Finalmente, logró meter la punta de la bayoneta tras el resorte de la recámara, y martilló la empuñadura con la mano abierta. Ignoró el dolor y le gritó al sargento Jaled:

—¡Gira hacia atrás la manivela! —Jaled giró la manija en el sentido contrario a las agujas de reloj, aliviando la presión sobre la recámara, y, de pronto, el cerrojo se cerró con un chasquido, con suficiente fuerza para arrancar el pulgar de Penrod, que éste quitó a tiempo. La aplastada y deforme vaina salió volando. Cuando Jaled soltó la manivela, el cartucho que esperaba en el cargador, cayó y entró suavemente en la recámara. El percutor se alzó con un dulce, casi musical, chasquido.

—Ametralladora número uno amartillada y lista, sargento —Penrod le palmeó el hombro a Jaled—. ¡Comience a disparar! —Jaled se inclinó sobre la manivela y el propio Penrod tomó las asas laterales y bajó los cañones de modo que apuntaran sobre la confusión en que se debatían los enfangados ánsar. El arma saltó, golpeó y se estremeció bajo las manos de Penrod.

Ni los más valientes pudieron soportar el fuego combinado de las dos Gatling. Los arrolló hasta que se apiñaron en el portal del desagüe del albañal, apilando sus cuerpos como haces de leña sobre esa angosta franja de playa. Mientras los sobrevivientes se tambaleaban por los bajíos, dirigiéndose a los barcos, las balas alzaban espuma en torno a ellos. Cuando al fin subieron a bordo, las pesadas balas astillaron las tablas de cubierta y derribaron a la tripulación que se acurrucaba en la sentina. Su sangre corrió por los agujeros de bala y chorreó por el casco, como vino tinto que se derramara de la copa de un ebrio.

Con sus cargas de cuerpos rotos sobre la cubierta, los dhows viraron, dirigiéndose a la otra orilla en la primera luz del alba. Cuando los últimos salían de la ensenada del puerto, las Gatling cesaron su atroz estruendo. El tímido silencio del alba sólo fue interrumpido por los lamentos de las flamantes viudas que se elevaron desde la ribera de Omdurman.

Penrod se alejó de la Gatling, cuyos cañones estaban al rojo, como si los hubiesen calentado en la fragua de un herrero. Miró en torno como quien despierta de una pesadilla. No lo sorprendió ver a Yakub a su lado.

—Vi a Osman Atalan en la primera fila de las huestes enemigas —le dijo.

—También yo lo vi, amo.

—Si aún sigue en esta orilla del río, debemos encontrarlo —ordenó Penrod—. Si está vivo, lo quiero. Si está muerto, debemos enviarle su cabeza al Siempre Victorioso Madí. Tal vez disuada a él y a sus ánsar de atacar otra vez la ciudad.

Antes de dejar el bastión, Penrod le dijo al sargento Jaled.

—Ocúpate de nuestros heridos. Llévalos al hospital. —Sabía de qué poco serviría eso. Los dos médicos egipcios habían desertado hacía meses del regimiento de Gordon, no sin haber robado y vendido antes todos los suministros médicos. En el edificio del hospital, unas pocas comadronas árabes trataban a los heridos con hierbas y pociones tradicionales. Había oído decir que Rebecca Benbrook había procurado enseñar a las mujeres sudanesas cómo tratar a los heridos en formas más ortodoxas, pero sabía que ella carecía de entrenamiento médico. No podía hacer mucho más que tratar de detener las hemorragias, y asegurarse de que los heridos tuviesen agua hervida limpia para beber y raciones extra de dhurra y torta verde.

No bien hubo terminado de hablar, oyó un grito. Miró en la dirección de donde provenía y vio a una mujer que llevaba amplias vestiduras negras inclinada sobre un derviche herido, Las mujeres árabes y nubias de la ciudad tenían instinto para la muerte y el pillaje. Las primeras llegaban antes que los cuervos y los buitres.

El derviche herido se debatió y retorció cuando la mujer le hizo adoptar la posición que quería punzándolo con la punta de su pequeña daga.

Luego, con un tajo experto en la garganta, que comenzaba bajo la oreja y seguía camino hacia adelante, le abrió las arterias carótida y yugular, alejándose para que la sangre no le manchara los faldones. Penrod había aprendido hacía mucho a no interferir en situaciones como ésa. Las mujeres árabes eran peores que los hombres, y ésta no intentaba ocultar en modo alguno lo que hacía. Se volvió.

—Sargento, necesito prisioneros para interrogar. Salve tantos como pueda. —Luego, le dijo a Yakub, acompañando sus palabras con una cabezada—. Ven, Yakub, que todo lo ves. Busquemos al emir Osman Atalan. La última vez que lo vi estaba en la playa, tratando de reagrupar a sus hombres mientras ellos corrían hacia los barcos.

—Espérame, Pen. Voy contigo. —Amber había salido de la cueva.

Una vez más, él había olvidado su presencia. Sus cabellos estaban en enmarañado desorden, sus ojos azules tenían ojeras color ciruela y su vestido amarillo estaba sucio de humo y polvo. El revólver era demasiado grande para la mano que lo empuñaba.

—¿Acaso no me libraré nunca de ti? —dijo—. Éste no es lugar para ti, nunca lo fue.

—Las calles no son seguras —argumentó Amber—. No todos los derviches escaparon en los barcos. Vi a cientos que se iban por allí. —Agitó la Webley en una dirección indefinida por encima de su hombro—. Estarán esperando para poseerme y cortarme la garganta. —"Poseer" era una de sus nuevas palabras, de cuyo significado aún no estaba muy segura.

—Amber, allí abajo hay muertos y moribundos. No es lugar apropiado para una damisela.

—Ya he visto muertos —dijo ella con dulzura— y aún no soy una dama, sino sólo una niña pequeña. Solamente me siento a salvo contigo.

Penrod rió con una aspereza un poco excesiva. Al finalizar un combate, siempre sentía la cabeza ligera y una sensación de irrealidad.

—¿Niña pequeña? Será sólo por tu estatura. Pero tienes todas las artimañas de una integrante de tu sexo hecha y derecha. No puedo resistirme. Vamos, pues.

Se resbalaron y deslizaron por la pendiente hasta la orilla del albañal. Los primeros rayos del sol doraban los alminares de la ciudad, y la luz aumentaba a cada minuto. Penrod y Yakub avanzaban con cautela entre los cuerpos desgarrados por las balas de los ánsar caídos. Algunos aún vivían, y Yakub se inclinó sobre uno de ellos, daga en mano.

—¡No! —exclamó Penrod.

Yakub adoptó una expresión agraviada.

—Sería misericordioso ayudar a esta pobre alma a entrar por las puertas del paraíso. —Pero Penrod le indicó con un gesto a Amber y meneó la cabeza en forma aún más terminante. Yakub se encogió de hombros y siguió su camino.

Penrod buscaba el turbante verde de Osman Atalan. Al agacharse para pasar por el arco de piedra por donde el albañal desaguaba sobre la playa fangosa, lo distinguió: en la cabeza de un cuerpo que flotaba boca abajo entre las ondas que lamían la orilla. A través de los pliegues de la aljuba que se adherían al cadáver, vio que el cuerpo era esbelto y atlético. Tenía dos orificios de bala en la espalda. El daño hecho por la Gatling era enorme. Podía haber metido el puño por los agujeros. Unos pocos alevines de perca del Nilo mordisqueaban los jirones de carne que colgaban de las heridas. El extremo del turbante colgaba suelto, ondeando como un zarcillo de algas en la corriente. El largo cabello negro de Osman Atalan estaba entrelazado con la tela.

Penrod, que hasta ese momento estaba eufórico, sintió que su ánimo caía en picada. Se sintió engañado y enfadado. Debía haber sido algo más que eso. Había percibido que Atalan y él se enfrentaban cara a cara en el cuadrilátero del destino. Ésa no era forma de terminar. Encontrar a su enemigo flotando en un albañal, mordisqueado por los peces como la carroña de un perro, no era satisfactorio.

Penrod envainó su sable y se hincó sobre una rodilla junto al cuerpo flotante. Con gesto extrañamente respetuoso tomó el brazo del muerto e hizo girar el cuerpo hasta que quedó boca arriba en el bajío. Lo contempló atónito. Era un rostro de más edad que el que esperaba ver, menos noble, de cejas brutales, labios gruesos y dientes rotos manchados por el humo de la pipa de hachís.

—Osman Atalan escapó. —Dijo en voz alta, aliviado. Sintió que lo inundaba un sentimiento de clarividencia. Aún no había concluido. El destino los había entrelazado a él y a Osman Atalan como una liana serpentina enlaza dos grandes árboles del bosque. Faltaba más, mucho más. Su corazón lo sabía.

Oyó un suave sonido a sus espaldas, pero no se alarmó. Pensó que serían Yakub o Amber. Siguió estudiando las facciones del emir muerto, hasta que Amber gritó:

—¡Pen! ¡Detrás de ti! ¡Cuidado! —Estaba ligeramente a la derecha de él. Mientras se daba vuelta, supo que lo que había oído tan cerca no había sido ella. Y supo que era demasiado tarde. Tal vez, al fin y al cabo, éste fuera el fin, aquí, en esta franja de barro junto al gran río.

Completó el giro, la mano en la empuñadura del sable, levantándose de sus rodillas, aunque sabía que no podría ponerse de pie y desenvainar la hoja a tiempo. El derviche se había hecho el muerto. Era uno de sus trucos. Enrollado como un áspid, había esperado el momento. Penrod había caído en la trampa: le había vuelto la espalda y había envainado el sable. El derviche se había incorporado con el montante alzado como un hachero que se dispone a darle el primer corte a un árbol. Ahora, balanceó todo su enjuto cuerpo detrás del tajo. Apuntaba a unas pocas pulgadas por encima de la cadera izquierda de Penrod.

Penrod vio cómo la inmensa hoja plateada cortaba el aire hacia él, pero le pareció que el tiempo se estiraba. Se sentía como un insecto atrapado en una jarra de miel, y sus movimientos eran lentos. Se dio cuenta de que la hoja cortaría los blandos tejidos de su vientre hasta impactar en su espinazo por encima del cinturón de la pelvis. Eso no la detendría. La circunferencia entera de su cuerpo ofrecería tan poca resistencia como el esponjoso tallo de un banano. Ese único tajo lo cortaría limpiamente en dos.

El disparo sonó a su derecha, el plano ladrido característico del estampido del Webley 44. Aunque no miraba directamente hacia ella, Penrod era consciente de la silueta de Amber en la periferia de su visión. Sostenía el arma con las dos manos estirando ambos brazos al máximo, pero el fuerte retroceso la alzó por encima de su cabeza.

El atacante era un joven de barba rala y desordenada, con piel color caramelo picada de viruelas. Penrod lo miraba a la cara cuando la pesada bala de Webley le dio en la sien izquierda y le atravesó la cabeza por detrás de los ojos. Sus rasgos se distorsionaron como si fuesen una máscara de goma. Sus labios se torcieron y alargaron y sus párpados aletearon como alas de mariposa. Los ojos abultaron en sus órbitas y la bala salió de su sien derecha en una erupción de astillas de hueso y húmedos tejidos.

A mitad del golpe, sus dedos se abrieron, exánimes, y el arma voló de su mano. El arma pasó a un palmo de distancia de la cadera de Penrod, girando en el aire hasta caer de punta en la barrosa orilla. El derviche dio un paso atrás antes de que sus piernas cedieran y se derrumbaran.

Con la derecha sobre la empuñadura del sable a medio desenvainar, Penrod se volvió, contemplando atónito a Amber. Fue hacia ella y tomó el Webley, lo enfundó y abrochó la tapa de la pistolera. Amber sollozaba como si se le rompiera el corazón. Se estremecía y sus labios temblaban, mientras trataba de decirle algo. Le puso un brazo en torno a los hombros y otro bajo las rodillas y la alzó como si fuese un bebé. Ella se aferró a él enlazándole sus delgados brazos detrás del cuello.

—Por hoy ya basta —le dijo él suavemente—. Esta vez, te llevaré a casa yo mismo.

Cuando subió de la orilla, Gordon lo aguardaba en el bastión de la Gatling.

—Buen trabajo el de esta noche, Ballantyne. El Madí lo pensará una o dos veces antes de volver a atacar y la población se animará mucho —encendió un cigarrillo, y su mano no temblaba—. Arrojaremos los muertos derviches al río como advertencia flotante para sus camaradas. Tal vez algunos floten hasta más allá de la garganta y nuestras tropas, que bajan por el río, los vean. Así sabrán que resistimos. Tal vez los inste a moverse un poco más rápido. —Le echó un vistazo a Amber, que seguía llorando en silencio. Todo su cuerpo se convulsionaba con los sollozos, pero sólo se oían pequeños sonidos cuando tragaba aire—. Tomo el mando aquí. Puede escoltar a la damisela de regreso con su familia.

Penrod sacó a Amber a la calle. Aún lloraba.

—Llora si te hace sentir mejor —le susurró— pero, en nombre de Dios, eres la cosita más valiente que nadie haya conocido nunca. —Dejó de llorar, pero se le aferró al cuello con más fuerza.

Cuando se la entregó a Rebecca y Nazira, Amber había llorado hasta dormirse. Tuvieron que abrirle las manos a la fuerza para que soltara el cuello de Penrod.

* * *

El general Gordon empleó su pequeña victoria para contrarrestar la paralizante desesperación de los habitantes de la ciudad. Recogió los cadáveres del enemigo, doscientos dieciséis, los dispuso en hileras en los muelles del puerto, e invitó al populacho a mirarlos. Las mujeres los escupieron, y los hombres los patearon e insultaron, invocando la maldición de Alá y condenándolos a los ruegos y tormentos del infierno. Gritaron regocijados cuando los cadáveres fueron arrojados al río, donde los cocodrilos se apoderaron de ellos haciendo chasquear sus mandíbulas y los arrastraron bajo la superficie.

En todas las plazas y zocos de la ciudad, Gordon hizo poner boletines oficiales en los que anunciaba que las columnas británicas de socorro estaban en marcha y que era casi seguro que llegarían en pocos días. También les dio la alegre noticia de que los derviches estaban tan descorazonados por su devastadora derrota y por la cercanía de las columnas británicas que vastos números desertaban de las negras banderas del Madí y marchaban al desierto, de regreso al territorio de sus tribus. Era cierto que había un gran movimiento de tropas derviches en la orilla opuesta, pero Gordon sabía que marchaban en orden de batalla para oponerse a las columnas británicas de socorro.

Otro boletín, más bienvenido, anunció que el general Gordon había duplicado la ración de dhurra a ser entregada de los depósitos que mantenía en el arsenal. Ese mismo boletín se informaba que los suministros que quedaban bastaban para alimentar a la población hasta la llegada de la columna de socorro. Aseguraba que cuando los vapores atracaran en el puerto, descargarían miles de sacos de grano.

Esa noche, Gordon hizo encender hogueras en la plaza de armas. La banda tocó hasta medianoche y el cielo nocturno volvió a iluminarse con cohetes y bengalas coloreadas.

Temprano por la mañana siguiente, convocó a una reunión más sombría en su cuartel general. Sólo había otros dos participantes: David Benbrook y Penrod Ballantyne.

Gordon miró primero a Penrod.

—¿Ha hecho el último inventario de provisiones de grano?

—No llevó mucho tiempo, señor. A las diez de anoche quedaban cuatro mil novecientos sesenta sacos. La entrega de raciones dobles ayer consumió quinientos sesenta y dos. Al actual ritmo de consumo, nos queda dhurra para quince días más.

—En tres días me veré obligado a reducir la ración a la mitad otra vez —dijo Gordon—, pero no es momento de decírselo a la población.

David pareció escandalizado.

—Pero general, indudablemente la columna de socorro estará aquí en dos semanas. Así lo aseguran sus propios boletines.

—Debo proteger a la población de la verdad —replicó Gordon.

—¿Cuál es, entonces, la verdad? —preguntó David.

Gordon contempló la ceniza de su cigarrillo antes de contestar.

—¿La verdad, señor? La verdad no es un monolito fundido en hierro. Es como una nube en el cielo, que cambia de forma constantemente. Según desde donde uno la vea, ofrece un aspecto distinto.

—No me cabe duda de que ésa es una descripción de gran valor literario, pero no muy útil dadas las circunstancias —dijo David con una lóbrega sonrisa—. ¿Cuándo podemos esperar que llegue la columna de socorro.

—La información que estoy por revelar no debe salir de las cuatro paredes de esta habitación.

—Entiendo.

—Seis derviches fueron tomados prisioneros en el puerto.

—Habría supuesto que serían más —dijo David, frunciendo el ceño.

—Lo eran. —Gordon se encogió de hombros. David sabía que era mejor no profundizar el tema. Eso era Oriente, y las normas que lo regían eran otras. Los interrogatorios bajo tortura eran parte de esas normas—. Los seis prisioneros fueron interrogados por mi sargento Jaled. Obtuvimos mucha información útil, aunque no tranquilizadora. Al parecer, los vapores de la división fluvial se demoraron en Korti.

—¡Buen Dios! En este momento ya deberían estar en Abu Hamed —exclamó David—. ¿Qué es lo que los retrasa?

—No lo sabemos, y especular es en vano.

—¿Qué ocurre con la división del desierto de Stewart?

—La misma triste historia. Stewart está acampado en los pozos de Gad-kul —le dijo Gordon.

—No parece posible que ninguna de esas divisiones pueda alcanzarlos antes de fin de mes —musitó David, mirando a los otros en la esperanza de que lo contradijeran. Ninguno respondió.

Gordon rompió el silencio.

—¿Cuál es el estado del río, Ballantyne?

—Ayer bajó cinco pulgadas —replicó Penrod—. Cada día que pasa, la bajante es más rápida.

—¿Se puede decir "bajante" en referencia al descenso del nivel de las aguas de un río? —preguntó David, como tomando en broma las serias implicaciones de la situación.

Gordon ignoró la frívola pregunta.

—Los prisioneros también nos dieron otra información. El Madí ha enviado a otros veinticinco mil de sus combatientes de élite al norte para reforzar su ejército. En este momento hay cincuenta mil derviches concentrados en Abu Hamed. —Hizo una pausa, como si prefiriera no continuar—. Stewart tiene dos mil hombres. Eso significa que lo sobrepasan veinticinco a uno. Los derviches saben exactamente qué ruta debe seguir para alcanzar el río. Elegirán con cuidado el terreno antes de atacar.

—Stewart es un excelente oficial —dijo David tratando de sonar confiado.

—Uno de los mejores —asintió Gordon—. Pero veinticinco a uno es mucho.

—En nombre de Dios, debemos advertir a Stewart del peligro.

—Sí, esa es mi intención. —Gordon dirigió la vista a Penrod—. Voy a enviar al capitán Ballantyne a los pozos de Gadkul a advertirlo y guiarlo.

—¿Cómo pretende que haga ese viaje, general? Por cuanto sé, no hay camellos en la ciudad Todos han sido comidos. Sólo hay un vapor, el Intrepid Ibis de Ryder Courtney, pero el motor sigue sin funcionar. Es altamente improbable que un dhow vaya a atravesar las líneas derviches.

Gordon sonrió glacialmente.

—He descubierto que el señor Courtney es propietario de un excelente rebaño de al menos veinte camellos de carrera. Ha sido lo suficientemente prudente como para mantenerlos lejos de la ciudad, donde yo podría haberlos encontrado, y los envió al desierto, a un pequeño oasis a dos días de camino hacia el sur. Allí están, pastoreando al cuidado de algunos de sus hombres.

David lanzó una risita.

—Ryder Courtney tiene más flechas en su aljaba que pulgas un mono.

—Para alguien que acaba de cuestionar mi empleo del idioma, ésa es una imagen tan magníficamente confusa que llevaría un año encontrarla si uno se la pusiera a buscar —le dijo Penrod con una sonrisa.

—Cuando lo presioné con respecto a los camellos, inicialmente negó ser el dueño. —Gordon no sonreía—. Luego, negó que tuviera intención alguna de ocultarlos de mí, y dijo que se trataba de una simple cuestión de disponibilidad de pasto para sus animales. Los requisé de inmediato. Si hubiera sido honesto conmigo desde el principio, podría haber considerado compensarlo.

—Tal vez no cumpla con sus órdenes —dijo David—. Ryder Courtney es un hombre de espíritu independiente.

—E instinto avaricioso —asintió Gordon—. Pero, en este caso, sería muy poco prudente discutir conmigo. Aun bajo ley marcial, uno vacilaría antes de fusilar a un súbdito de la Reina, pero él tiene varios depósitos colmados de marfil y un amplio surtido de animales exóticos, pero comestibles. —Gordon adoptó un aire virtuoso—. Mi lógica persuasiva prevaleció. Courtney les mandó decir a sus pastores del oasis que traigan los camellos, y espero tenerlos a disposición de usted pasado mañana.

—No tenía ni idea de la gravedad de la situación —murmuró David—. De haberlo sabido, no le habría permitido a mi hija que organizara una celebración de la victoria del puerto. Ha planeado una velada mañana por la noche. Desgraciadamente, nuestras cocinas ya no pueden suministrar cenas elaboradas. Sin embargo, habría recitales de piano y de canto. Si le parece poco apropiado, general, le diré a Rebecca que cancele la velada.

—De ninguna manera. —Gordon meneó la cabeza—. Aunque no asistiré, las festividades de la señorita Benbrook mantendrán la farsa y los ánimos. Decididamente, debe seguir adelante con sus planes.

* * *

Amber y Saffron abrieron el programa musical con Greensleeves tocando a dúo en el piano. Poco importaba que el piano de cola del palacio consular estuviese tan lamentablemente desafinado: las gemelas compensaban con su entusiasmo lo que les faltaba en otros aspectos.

Esa noche, Rebecca fue una anfitriona vivaz y alegre, y su padre no pudo dejar de notar su cambio de ánimo. La semana anterior la había visto triste y melancólica, pero ahora cantó Spanish Ladies con Ryder Courtney, convenciéndolo después de que interpretara como solista My Bortnie Lies Over the Ocean. El público lo recibió con entusiasmo Saffron, en particular, lo aplaudió, arrobada.

Luego, Amber arrastró a Penrod a la escena.

—Tú también debes cantar. Todos tienen que cantar o hacer algo.

Penrod cedió de buena gana.

—¿Sabes tocar Heart of Oak? —preguntó, y Amber corrió al piano. La voz de Penrod los sorprendió y emocionó a todos: era desenvuelta, lírica y aniñada.

¡Vengan muchachos!

A la gloria vamos.

Agreguemos algo a este hermoso año…

Cuando la canción finalizó, Rebecca pestañeó para ocultar las lágrimas que afloraron a sus ojos mientras exclamaba alegremente:

—Se servirá un refrigerio antes del próximo acto.

Sirvió fuerte café abisinio en delicados pocillos de porcelana de Limonges. No había leche ni azúcar. Mientras le servía al capitán Ballantyne, le volcó involuntariamente café caliente sobre las relucientes botas.

Su padre, que la observaba desde el otro lado de la habitación, la vio ruborizarse hasta ponerse de un vivo escarlata, y pensó que su confusión era tan poco propia de ella como su torpeza. Repentinamente, entendió el motivo de ambas. El bonito soldado la tenía bien atrapada en sus redes. Ella no hace más que agitarse y actuar sin ton ni son cuando él está en un radio de cincuenta pasos. Cuando desapareció, languidecía y ahora que regresó, está mareada de deleite. Frunció el ceño y hundió las manos en los bolsillos. No se da cuenta de que en dos días volverá a desaparecer. Detestaría ver que sale herida de esto.

Y advertirla es mi deber de padre. Pensó acerca de eso durante un momento. Y tal vez lo haga. A fin de cuentas, la identidad del padre de mis nietos es un asunto que me concierne y mucho.

Rebecca se recuperó y batió palmas pidiendo atención.

—Damas y caballeros, tengo reservado un número especial para ustedes esta noche. Desde Madrid, donde ha bailado ante el Rey y la Reina de España y otras testas coronadas de Europa, la señora Esmeralda López Conchita Montes de Tete de Singe, la célebre bailarina de flamenco. —Hubo algunos aplausos, breves y desconcertados cuando, desde detrás de las cortinas una regordeta dama española de mantilla de encaje y tintineantes ajorcas y aros apareció tomada del brazo de Ryder Courtney. Al llegar al centro del escenario, se dobló en una profunda reverencia, incorporándose luego con gracia desperada en tan rechoncha mujer. Hizo sonar unas castañuelas por encima de su cabeza y, cuando Rebecca tocó los primeros acordes de la Marcha de los toreadores, la señora Tete de Singe disparó un redoble de taconazos.

David lanzó un bufido de risa. Había sido el primero en reconocer al cónsul Le Blanc bajo la alta peluca y el espeso maquillaje. Entonces, un aullido de risa sacudió a toda la habitación, y no cedió hasta que Le Blanc se inclinó hasta el suelo en otra reverencia teatral, con el maquillaje que le chorreaba.

En el pandemonio que se produjo a continuación, David cruzó hasta donde estaba Rebecca y la tomó del brazo.

—Qué espectáculo más inspirado, querida. Le Blanc estuvo soberbio. Nada me gusta tanto como una buena imitación.

Rebecca estaba de tan buen humor que cuando él la condujo hacia las puertas-ventana, lo dejó hacer sin protestar.

—¡Ah! —dijo él—. ¡Mi reino por una bocanada de aire fresco! —La llevó a la terraza—. Y por supuesto que Ryder Courtney tiene una excelente voz. Un hombre de muchos talentos. Será un maravilloso esposo para una dama muy afortunada.

—Papá, siempre tan sutil.

—No tengo ni idea de a qué te refieres. Pero debo decir que me sorprendió el capitán Ballantyne. También tiene una voz extraordinaria para cantar. —Ella calló y desvió la mirada.

—Es una pena que se vaya, y esta vez para siempre, de modo que probablemente no tengamos el placer de volver a oírlo.

—¿Qué dices, papá? —Apenas le salía la voz.

—Caramba, no se me tendría que haber escapado eso. Gordon lo envía al norte con unos mensajes para El Cairo. Ya sabes cómo son esos militares. Me temo que son todos aves de paso. No se puede confiar en ellos.

—Papá, creo que tenemos que regresar a atender a nuestros invitados.

* * *

Rebecca se miró en el espejo de su vestidor. Su rostro estaba tan delgado que sus pómulos proyectaban sombras. Hoy día no hay personas gordas en Jartum. Hasta el cónsul Le Blanc es piel y huesos. Sonrió ante la exageración y notó con placer que la sonrisa mejoraba su aspecto. Debo procurar no fruncir el ceño. Hundió la borla de plumón en la polvera y se empolvó ligeramente las hondas ojeras.

—Cada vez mejor —susurró. Estaba delgada pero su piel aún tenía la suavidad de la juventud—. Al menos le parezco bella a papi. Me pregunto si él estaría de acuerdo. —Pensar en él hizo que se le arrebolaran sus mejillas—. Me pregunto si estará ahí afuera otra vez. —Echó una mirada hacia las puertas del balcón—. No voy a mirar. Si está ahí, pensará que lo estoy alentando. Creerá que soy una mujer ligera de cascos, lo cual sin duda no soy.

Dejó caer el vestido en torno a sus tobillos y tendió la mano hacia la bata de seda. Antes de ponérsela, se miró en el espejo. Luego, siguiendo un impulso, cruzó el dormitorio y trabó la puerta. Ya había despedido a Nazira, pero no quería que regresara inesperadamente. Cuando regresó al espejo, deslizó los tirantes de su combinación de sus hombros y la dejó caer al suelo junto al vestido. Contempló su cuerpo desnudo en el espejo. Las costillas se le marcaban bajo la piel blanca y los huesos de su pelvis sobresalían, orgullosos. Su vientre era cóncavo como el de un galgo. Se tocó los pechos. Nazira le había dicho que a los hombres no les gustan los pechos pequeños.

—¿Son demasiado pequeños?

Entonces, recordó la sensación de los labios de él allí, el cosquillear del bigote y los agudos dientes. Mientras se miraba, sus pezones se endurecieron y oscurecieron al calentarse. Súbitamente, volvió a ser consciente de esa humedad, cálida como la sangre que se difundía lentamente por el interior de sus muslos. Desde sus pechos, las yemas de sus dedos bajaron lentamente, pero cuando rozaron la nube de tul del vello dorado de la base de su vientre cóncavo, alejó la mano bruscamente.

—Nunca volveré a hacer eso —se dijo.

Se puso la bata y se la ajustó con el cinturón. Miró hacia la puerta del balcón.

—No voy a ir allí. Debería apagar la lámpara e irme a la cama. —Se desplazó lentamente por la habitación y, ante la puerta, vaciló—. Esto es estúpido y peligroso. Dios sabe a qué puede llevar. Sólo ruego que él no esté allí.

Puso la mano sobre el picaporte y dio una profunda inspiración, como si estuviera por sumergirse en un estanque helado. Hizo girar el pomo y salió al balcón. Sus ojos se dirigieron instantáneamente a la base del tamarindo.

Allí estaba, reclinado contra el tronco. Se enderezó y la miró. Su rostro estaba en sombras, y ella se acercó a la balaustrada para verlo mejor. Se quedaron muy callados, mirándose. Rebecca sintió que se estaba por sofocar. Cada respiración era un esfuerzo. Su piel estaba caliente y sensible. Todo su cuerpo estaba en el potro de tormentos, cada nervio se estiraba hasta casi romperse. Los largos tendones del interior de sus muslos estaban estirados como tanza. Volvió la cabeza y contempló una rama del tamarindo. Brotaba del tronco curvándose como una pitón, y se extendía por encima del balcón hasta donde estaba ella. Las gemelas la usaban de escalera y columpio. La corteza de la parte por la que se solían deslizar estaba ligeramente pulida. Ahora, puso una mano allí y volvió a mirar a Penrod.

—No lo estoy alentando —se dijo con firmeza—. Esto no es una invitación. No debe creer que lo es.

Él fue a la base del árbol y comenzó a trepar.

—¡No! —pensó ella—. ¡No debe hacer eso! ¡Ésa no era mi intención!

Quedó alarmada por la rapidez con que avanzó. Alcanzó la rama y, en vez de deslizarse con torpeza, con una pierna colgando a cada lado, se puso de pie y la recorrió con paso ligero y veloz, como si fuese una pasarela. Estaba a seis metros del suelo y ella temió que se cayera. Más miedo le daba que llegara a salvo al balcón; ¿qué ocurriría entonces?

Se metió otra vez al dormitorio, cerrando la puerta detrás de ella. Quiso correr el pasador, pero sus dedos no la obedecieron. Retrocedió hasta el centro de la habitación, respirando cada vez más rápido. El picaporte giró y sus puños se cerraron a sus costados. Quería decirle que se fuera y la dejara en paz. Pero de sus labios no salía ni un sonido.

Él abrió la puerta muy lentamente y ella deseó gritar. Pero la habitación de su padre estaba al otro lado del descansillo y la de las gemelas aún más cerca. No quería despertarlos.

Penrod entró en la habitación y cerró silenciosamente la puerta. Ella le clavó sus ojos, grandes y alarmados en el rostro delgado y pálido. Avanzó lentamente hacia ella, como para calmar a una potranca que no ha sido domada. Ella se echó a temblar.

Él le tocó la mejilla.

—Estás muy hermosa —susurró, y ella se sintió a punto de estallar en lágrimas. Él le puso ambas manos sobre los hombros, y se puso rígida. Se inclinó lentamente sobre ella. Ella no podía separar sus ojos de los de él: a la luz de la lámpara se veían grises, con motas y estrellas doradas en torno al iris. Suavemente, la boca de él tocó la suya. Sus labios eran cálidos y suaves. Sus manos se deslizaron de sus hombros y llegaron a su cintura. Los brazos de ella le colgaban a los costados como los de una muñeca de trapo. Él la atrajo hacia sí, y ella no se resistió. Sus labios se abrieron sobre los de ella, y el sabor y el olor de él la invadieron. Su lengua le abrió los labios, y ella levantó los brazos y se los enlazó al cuello. Él la apretó más fuerte, casi rudamente contra su cuerpo. Otra vez ella sintió la inmensa dureza que crecía entre la parte baja de ambos cuerpos. Su propia humedad brotó como un manantial, y apretó los muslos y la nalgas para que no se derramara, pero sintió que se deslizaba cremosamente por sus muslos.

Él se alejó, y ella sintió que el contacto entre ellos se rompía. Trató de seguir su cuerpo con el suyo. Él le desató el cinturón y le abrió la bata. Ella hizo un desganado intento de cubrirse, pero él la tomó de las muñecas y estudió su cuerpo pálido con expresión arrobada.

—Eres más hermosa que lo que pueden decir las palabras —dijo con voz ronca.

Su timidez se evaporó al calor de sus elogios, e instintivamente echó hacia atrás los hombros. Sus pechos eran erguidos y puntiagudos. Por sus ojos, vio que a él no le parecían demasiado pequeños. Deseaba desesperadamente sentir la boca de él allí otra vez. Fue poseída por la lujuria. Tomando un doble puñado del denso cabello que le crecía a él en la nuca, retorció sus dedos entre los rizos y le bajó la cabeza.

Jadeó al sentir cómo la boca de él se cerraba sobre ella. Nunca hubiera creído que un acto tan simple pudiera despertar tantas sensaciones. Su aliento sobre la piel de ella era alternativamente fresco y tibio, según inhalara o exhalara, sus labios primero firmes y secos, luego suaves y húmedos. Su lengua se retorcía como una anguila, para luego lamer como la de un gato en un plato de crema. Hacía como si se amamantara, tiraba y mordía y ella sintió que la sensación se repetía como un eco, hondo dentro de ella.

Cuando llegó al umbral del dolor, él interrumpió lo que hacía, la alzó y la llevó a la cama. Allí la tendió como si fuese algo frágil y precioso y después dio un paso atrás. Se desabotonó la camisa, se volvió a la lámpara del tocador, y protegiendo con la mano el fanal de vidrio tomó aire para apagarla de un soplido.

Ella se incorporó vivamente.

—¡No! —exclamó—. No la apagues. Me has visto, y ahora debo verte. —No podía creer en su propia osadía. Él regresó y quedó de pie frente a ella. Se quitó la camisa sin prisa. Su piel era lisa como marfil y, donde no le había dado el sol, inmaculada. Los músculos de su pecho eran duros y planos, forjados por la esgrima y la equitación. Quedó parado sobre un solo pie para quitarse la bota, y su equilibrio era firme como una roca. Puso a un lado la bota, cuidando de no dejarla caer, y ella se sintió agradecida por su consideración. Hizo lo mismo con la segunda bota. Luego, se desabrochó el cinturón y se quitó los pantalones de montar. Ya lo había visto desnudo una vez, y creía que recordaría esa imagen toda su vida. Pero no lo había visto así. Se mordió el labio para no gritar por la conmoción. Él fue a la cama y se hincó junto a ella.

—Por favor, no me lastimes —rogó.

—Antes preferiría morir —dijo él. Ella gimió al sentirlo en el umbral de su ser. Sintió que algo debía desgarrarse o ceder, y con un esfuerzo, hizo a un lado el dolor. Sentía un muro de resistencia en su interior.

Esto no puede estar ocurriendo, pensó, pero repentinamente, las consecuencias dejaron de importarle. Alzó con fuerza sus caderas para recibirlo, y sintió como se abría paso. El dolor fue agudo, pero pasajero. Se deslizó cada vez más adentro de ella, hasta que la llenó hasta lo más hondo de su ser. El dolor cesó, y se sintió llevada por el vacío, aterrorizada al principio, luego sintiendo que se elevaba cada vez más, como si escalara una inmensa montaña. Cuando llegó a la cumbre, la necesidad de vocear su triunfo fue tan intensa que debió apretar su boca abierta contra el cuello de él para sofocar un grito.

—Quédate conmigo —le rogó cuando, después, él se levantó para vestirse—. No me dejes tan pronto.

—Sabes que no me puedo quedar. Es tarde. Se acerca el alba y comenzará el movimiento en la casa.

—¿Cuándo te vas?

Él se dejó de abotonar la camisa.

—¿Quién te dijo que me voy? —le preguntó con aspereza. Ella meneó la cabeza—. Es peligroso que sepas eso, Becky. Si el enemigo se entera, me puede costar la vida, como mínimo.

—No se lo diré a nadie —respondió, sintiéndose desdichada—. Pero te extrañaré. —Quería que él le asegurara que regresaría. Papá había dicho: "Me temo que son todos aves de paso. No se puede confiar en ellos" Ella no quería que eso fuera así.

Él no le respondió, sino que, con un encogimiento de hombros, se acomodó la guerrera caqui.

—Prométeme que regresarás —suplicó. Él se inclinó sobre la cama y la besó en los labios—. Prométeme —insistió ella.

—Nunca hago promesas que tal vez no pueda cumplir —dijo, y se fue.

Ella sintió que las lágrimas querían brotar, pero se forzó a contenerlas.

—Nunca seré quejosa ni llorona —se prometió. A pesar del dolor que le embargaba el corazón, el sueño la cubrió como una avalancha oscura.

La despertó el sonido de disparos, pero las bombas estallaban cerca del puerto, donde el ataque había sido rechazado. Los derviches estaban descargando su despecho. Sus cortinas estaban abiertas de par en par y la luz de sol entraba a raudales.

Nazira se afanaba ostentosamente por la habitación.

—Son más de las ocho, Yamal. Ya hace dos horas que salieron las gemelas —dijo cuando Rebecca alzó su somnolienta cabeza de la almohada—. Llené dos baldes de agua caliente y te preparé la falda azul.

Rebecca, aún medio dormida, salió de debajo de las sábanas. Nazira la miró, atónita, y ella trató de no darle importancia a lo que mostraba.

—Oh, Nazira, parece que te hubiera asustado un yinni. ¿Cuántas veces me viste desnuda? —Corrió al baño y vació uno de los humeantes baldes en la tina de chapa galvanizada.

Nazira la siguió con la mirada y frunció los labios. Corrió las sábanas y dio un respingo de alarma. Había una mancha de sangre seca en la sábana que cubría el colchón. Nazira supo de inmediato que su origen no era menstrual: la luna de al-Yamal había pasado hacía doce días y era demasiado pronto para que regresara. Esta sangre era brillante, pura, virginal.

Oh, mi bebé, mi niñita, has cruzado el río y ahora estás en una nueva y peligrosa orilla. Se acercó más para descifrar las señales. La mancha no era más grande que la mano extendida, y tenía forma de ave con las alas extendidas.

¿Un buitre? Mal presagio, el ave de la muerte y el sufrimiento. No. Rechazó ese pensamiento. ¿Una dulce paloma? ¿Un halcón, bello y cruel? ¿Una vieja lechuza sabia? Sólo el futuro lo dirá, decidió, y recogió la sábana. La lavaría con sus propias manos, en secreto. Nadie más debía ver esa marca. Se detuvo, porque percibió que al-Yamal la miraba desde la abierta puerta del baño.

Dejó caer la sábana al suelo y se acercó a ella. Se hincó junto a la tina y tomó la esponja vegetal. No había jabón, habían terminado la última pastilla hacía una semana. Rebecca se sostenía el cabello por encima de la cabeza e inclinaba el cuello. Nazira comenzó el familiar ritual de fregarle la espalda.

Después de un rato, susurró la pregunta:

—¿Cuál de los dos fue, Yamal?

—No entiendo qué me preguntas. —Rebecca no la miraba a la cara.

—¿Quién trepó por el tamarindo anoche? —Pero Rebecca fingió que le había entrado agua a los ojos y se los cubrió con ambas manos.

—No puede haber sido Abadan Riyi, el soldado carilindo. Tiene otra mujer —dijo Nazira.

Rebecca bajó las manos y le clavó la mirada.

—Eres una mentirosa —dijo en voz baja pero con letal ferocidad—. Esa es una mentira cruel e hiriente.

—Así que fue el soldado. Ojalá que hubiera sido el otro, que te puede traer felicidad. Eso nunca ocurrirá con el soldado.

—Lo amo, Nazira. Por favor, entiéndelo.

—Ella también lo ama. Se llama Bakhita.

—¡No! —Rebecca se tapó los oídos—. No quiero oírlo.

Nazira calló. Tomó el brazo de Rebecca y lo restregó con la esponja. Cuando llegó a los dedos, los separó y los lavó de a uno.

—Bakhita es un nombre árabe —dijo al fin Rebecca, pero Nazira permaneció en silencio—. ¡Responde! —insistió Rebecca.

—No querías oír.

—Me estás torturando. ¿Es árabe? ¿Es muy bella? ¿La ama él?

—Es de mi pueblo y de mi Dios —respondió Nazira—. Nunca la vi, pero dicen que es bella, rica e inteligente. Si él la ama o no, no lo sé. ¿Puede un hombre como Abadan Riyi amar a una mujer como ella lo ama a él?

—Él es inglés y ella árabe —susurró Rebecca—. ¿Cómo puede amarlo?

—Ante todo, él es hombre y ella es mujer. Por eso es que puede amarlo.

—Nazira, hace una hora yo era feliz. Ahora, la felicidad se fue. —Tal vez es mejor que seas desdichada hoy y no desdichada por el resto de tu vida— dijo tristemente Nazira. —Por eso te conté estas cosas.

Dos horas después del toque de queda, los cuatro hombres dejaron la ciudad. Penrod y Yakub se tocaban con turbantes y vestían aljubas de ánsar, pues iban hacia el norte y debían atravesar las líneas derviches. Ryder y Bacheet vestían sencillas galabiyyas, como árabes del montón, pues regresarían a la ciudad.

A pesar de esas vestimentas, pasaron el canal que corría por detrás del complejo de Ryder Courtney sin que nadie les diera el quién vive. Se les había advertido a los centinelas que los dejaran pasar. Partían al desierto fuertemente pertrechados de armas y de bolsas de sisal tejido. No hablaban y avanzaban con cautela, manteniéndose separados pero sin perderse de vista.

Bacheet abría el camino. Nunca aflojaba el paso, ni cuando la arena le llegaba a los talones. Caminaron dos horas hasta llegar a un montículo de pizarra, de una palidez de escarcha a la luz trémula de la luna. Uno de los wadis que corría al pie de la ladera opuesta estaba lleno de una oscura masa amorfa de zarzas. Allí, Bacheet se detuvo y bajó al suelo la carga que llevaba. Le dijo unas pocas palabras en voz baja a Ryder Courtney. Ryder le entregó una bolsa de cuero con dólares María Teresa, y Bacheet siguió camino solo. Los otros tres se acuclillaron a esperarlo. A la distancia, oyeron cómo Bacheet lanzaba el grito solitario, hechizado, del corredor, el avefría nocturna del desierto. La respuesta surgió desde el wadi.

—Así que al-Majtum está aquí. Es un buen hombre. Puedo confiar en él —dijo Ryder con satisfacción.

—Vamos con ellos —Penrod Ballantyne, impaciente, se incorporó.

—Siéntese —ordenó Ryder—. Bacheet vendrá a buscarnos. al-Majtum no quiere que ningún desconocido vea su rostro. Vive una vida peligrosa. Cuando le haya entregado los camellos a Bacheet volverá a desaparecer en el desierto, como un zorro.

Una hora después, el corredor volvió a gritar y Ryder se puso de pie.

—Ahora —dijo y avanzó, guiando a Penrod y a Yakub. Había cuatro camellos echados entre las zarzas. Bacheet estaba en cuclillas junto a ellos, pero al-Majmut ya había partido. Penrod y Yakub se les acercaron para verificar sus arreos y cargas. Llevaban panes de dhurra y dátiles secos en las alforjas de las vituallas y uno de los animales iba cargado de forraje. Los odres estaban llenos en menos de una cuarta parte.

Penrod señaló esto.

—al-Majmut cuenta con que los llenen al cruzar el río. No tiene sentido llevar más de lo que necesitan. Deberían alcanzar el Nilo en Gutrahn antes de la medianoche de mañana. No traten de cruzar antes de allí. Hay tantos derviches como moscas tse tse antes de Gutrahn.

Penrod respondió con acritud:

—Yakub y yo ya hemos hecho esta travesía, pero aun así, le agradezco su excelente consejo. —Fue de un animal a otro, palmeándoles las jorobas. Estaban repletas de grasa. Luego, les verificó las patas, recorriéndolas con la mano desde la paleta y el anca hasta las canillas—. Sanos —dijo—. En buenas condiciones.

—No los hay más sanos —dijo Ryder con amargura—. Son yimal, los mejores camellos de carrera. Valen cincuenta libras cada uno. Y me los robó su jefe, el Chino Gordon.

—Los trataré como si fuesen mis hijos —prometió Penrod.

—Estoy seguro de que así lo hará —dijo Ryder— aunque los que lo llaman a usted Mata Camellos, que son muchos, lo encuentren difícil de creer.

Penrod y Yakub montaron y Penrod le dedicó a Ryder un irónico saludo con la aguijada.

—Enviaré sus saludos a las damas del Bar Largo del Club Gheziera. —Sabía que Ryder no era socio. Fue sólo una aspereza más en la desigual textura de su relación.

Pero así y todo, Ryder no se sentía particularmente complacido de verlo partir. Penrod Ballantyne nunca era aburrido. Bacheet y él vieron cómo la pequeña caravana desaparecía en la noche.

Bacheet gruñó y escupió. Era evidente que no compartía los sentimientos de su amo.

—Ambos andan juntos porque los dos son bandidos y libertinos, casi tan rápidos con el cuchillo y el revólver como con sus aguijadas de carne.

Ryder rió.

—Deberías alegrarte por la partida de Yakub. Tal vez ahora puedas disfrutar un poco más de la compañía de Nazira. —Se acomodó sobre el hombro la bandolera del fusil.

—También usted debería sentirse agradecido de verlos irse —dijo Bacheet secamente— aunque, según me dicen, el leopardo ya estuvo en el corral de las cabras.

Ryder se paró en seco y trató de descifrar la expresión de Bacheet a la luz de las estrellas.

—¿Qué leopardo, y las cabras de quién?

—Ayer por la mañana, Nazira cambió las sábanas de los dormitorios del palacio. Tuvo que lavar una en agua fría. —Era una referencia oblicua, pero Ryder la entendió. El agua caliente limpia la mayor parte de las manchas, pero no las de sangre. Para ésas, se usa agua fría.

No volvieron a hablar hasta que cruzaron el canal y entraron en la ciudad. Ryder aún estaba embargado de incredulidad y se sentía traicionado cuando entró en sus aposentos privados del interior del complejo. Claro que conocía la reputación de donjuán de Penrod Ballantyne pero, ¿Rebecca Benbrook? Era imposible. Era una joven de excelente familia, que había sido estrictamente educada. El respeto y afecto que sentía por Rebecca lo habían llevado a esperar ciertas normas de conducta en ella, las que uno pretende de una futura esposa.

Bacheet y Nazira son célebres por lo cotillas, no lo creo. Luego, repentinamente recordó una observación de Waite, su hermano mayor: "Tanto la esposa de un coronel como una irlandesa del pueblo son mujeres ante todo. En ciertas circunstancias, ambas piensan más bien con sus órganos reproductores que con la cabeza". En ese momento, la observación había hecho reír a Ryder. Ahora, le produjo asco.

No se sintió mejor hasta que se afeitó y bebió dos jarros de café negro, casi el último del que tenía reservado. Y aun entonces, cuando se sentó a su escritorio, le costó concentrarse en sus libros contables. Imágenes groseras y turbadoras se formaban en su mente. Se sintió aliviado cuando hizo el último asiento en el libro diario, cerró las pesadas tapas encuadernadas en cuero y salió a hacer su inspección matinal del complejo.

Cuando llegó al sector de los animales, Saffron corrió a saludarlo. Tenía a la mona Lucy en el hombro. Imperturbable, la cría que quedaba con vida se aferraba al pelo del vientre de Lucy con manos y patas y mamaba con entusiasmo. La otra cría había muerto, víctima de una enfermedad que ni Alí había sabido curar. Saffron lo acompañaba, relatándole feliz cada migaja de información y cada perla de sabiduría que Alí había compartido con ella esa mañana.

—Victoria tiene diarrea —le informó.

—¿Te refieres al bongo hembra o a la Reina de Inglaterra y Emperatriz de la India? —preguntó Ryder.

—¡Oh, no seas tonto! Sabes muy bien a quién me refiero. Alí dice que las hojas de acacia no le sientan bien. Él y yo la medicaremos en cuanto él termine de hacer la infusión. Es la que usa para los caballos.

Ryder sintió que su sombrío estado de ánimo mejoraba un poco. La compañía de Saffron siempre era curativa y entretenida.

—¿Por qué no ayudas a Amber en las cocinas de torta verde? —le preguntó cuando llegaban a las últimas jaulas.

—Mi hermana me aburre, es tan mandona y dominante. Hace semanas que no viene, y ahora se aparece y da órdenes como si fuese una duquesa.

Caminaron entre las filas de mujeres sudanesas que aplastaban los atados de lozana vegetación en los morteros de madera. Ryder saludó a casi cada una de ellas llamándolas por sus nombres, y haciéndoles alguna pregunta que expresaba su interés y preocupación por ellas. Algunas de las más jóvenes eran abiertamente descaradas y seductoras, pues Ryder era un gran favorito de todas. Sabía que la mejor manera de que su gente le respondiera era cayéndoles bien. Saffron participaba del intercambio de bromas con las mujeres, pues compartía el sentido del humor de éstas y ellas disfrutaban de su chispa. La alegría era rara en la ciudad, en la que el terror y el hambre habían convertido a las personas en fieras. Debemos agradecerle a la torta verde, pensó Ryder, que nos mantiene saludables y humanos.

Trató de ocultarlo, pero estaba ansioso por llegar al recinto interno, donde humeaba la hilera de calderas de tres patas. Cuando llegaron allí, vieron a Rebecca, Amber y a cinco muchachas árabes que pesaban la torta verde, para después ponerla en cestas, que se distribuirían entre los que más las necesitaban. Esto no era fácil de decidir, pues apenas si alcanzaba para todos. Rebecca leía lo que marcaba la balanza, y Amber iba anotando lo que decía su hermana.

—Nunca hemos tenido un día tan bueno, Ryder. Ciento treinta y ocho libras.

—Excelente. Han hecho un maravilloso trabajo, señoras. —Ryder se volvió a Rebecca. Vestía faldas largas y un sombrero de paja de ala ancha, pues el sol ya estaba alto y calentaba.

—Señorita Benbrook, espero que esté usted bien. —Vio que había perdido más peso. Estaba seguro de que podía rodearle la cintura con las manos. Pero la idea de tocarla lo puso incómodo, y balanceó su peso de uno a otro pie.

Ella le dirigió su primera sonrisa directa desde la ocasión en que habían sido sorprendidos comportándose indiscretamente, pero ésta careció de su habitual vivacidad y chispa. Parecía deprimida y abatida.

—Gracias, señor Courtney. No me sentí bien por un tiempo, pero ahora estoy completamente recuperada. —Intercambiaron algunas rígidas formalidades más, mientras Saffron, a quien Ryder ya no le prestaba atención, hacía pucheros.

—Nos disculpará, pero debemos volver al trabajo —dijo Rebecca, poniendo fin a la conversación—. Amber, ya terminamos con la balanza, puedes llevarla al cobertizo. Saffron, tu amor va a matar a Lucy y al bebé. Recésalos a su jaula. Te necesitamos aquí.

Saffron hizo una mueca, pero hizo lo que se le ordenaba, dejando a Ryder y a Rebecca solos.

—Va vestido de árabe —observó Rebecca—. Eso es inusual ¿verdad?

—De ningún modo —replicó Ryder—. Siempre visto así cuando viajo por el desierto. Es más fresco y práctico para cabalgar y andar. Además, mi gente prefiere verme así. Hace que parezca uno de ellos, y me hace menos extranjero.

—¿Ah, sí? Creí que sería porque Bacheet y usted fueron a buscar camellos para el capitán Ballantyne y para Yakub.

—¿Quién le dijo eso?

—Yo lo sé, usted averígüelo.

—Nazira no puede parar de hablar. No debe creer todo lo que cuenta.

—Está especulando, señor Courtney. Así y todo, siempre he encontrado que la información de Nazira es altamente confiable —replicó.

Si supieras cuál es el último boletín de Nazira, pensó, pero ella continuó:

—Dígame, señor, ¿el capitán Ballantyne logró partir sin problemas?

Era una pregunta directa, cuya respuesta ella evidentemente conocía. Ryder la evaluó cuidadosamente. Se le ocurrió que la partida de Penrod le había dejado el camino libre. Pero por otro lado, ¿realmente quería el juguete dejado de lado por el carilindo soldadito?

—¿Sí o no? —insistió Rebecca—. No es que me interese mucho, pero Nazira querrá saber de Yakub. Es su amigo especial.

Ryder hizo una mueca ante la delicada descripción de la relación. Se preguntó si Rebecca consideraría que el soldadito era su amigo especial.

—No me parece que debamos discutir asuntos militares que pueden hacer peligrar la seguridad de la ciudad —dijo al fin.

—¡Vamos, señor Courtney! No soy espía del Madí. Si no me lo dice, simplemente se lo preguntaré a mi padre. Es que me pareció que preguntárselo a usted sería más sencillo.

—Muy bien. No se me ocurre ninguna razón acuciante para que usted no lo sepa. El capitán Ballantyne partió poco después de medianoche. Yakub y él se dirigen al norte y lo más probable es que crucen el Nilo Azul esta noche. Planean unirse al ejército madista que avanza hacia el norte costeando el río rumbo a Abu Hamed.

Rebecca palideció.

—Planean viajar con los derviches. Eso es una locura.

—Se llama esconderse a ojos vista. Se disimularán en la multitud —aseguró—. No tiene de qué preocuparse. El capitán Ballantyne es experto en disfrazarse. Puede cambiar como un verdadero camaleón. —Y pensó, si quiere, que se lo tome como una advertencia.

—Oh, le aseguro que no estoy preocupada, señor Courtney, —la mentira era transparente: parecía a punto de estallar en lágrimas.

Ahora no quedaba duda de que Nazira había dicho la verdad, y que Ballantyne la había hecho suya, pero ¿y qué?, reflexionó Ryder. Nunca fue mía y no la amo, al menos no ahora, que ya es mercadería de segunda mano. Pero eso no le sonaba verdadero ni a él mismo. Trató de ser más honesto consigo mismo. ¿La amo? Pero no quena enfrentar esa pregunta directamente.

—La dejo a sus tareas, señorita Benbrook —murmuró. Y se volvió hacia la puerta del cobertizo—. Amber! —exclamó. Rebecca y él estaban tan absortos en su conversación que no la habían visto regresar.

—¿Hace cuánto escuchas? —quiso saber Rebecca.

En lugar de contestarle, Amber preguntó:

—¿Los derviches van a capturar a Penrod?

—Por supuesto que no. ¡No seas tonta! —Rebecca le volvió la espalda. Ambas hermanas estaban a punto de estallar en lágrimas—. Como sea, no debes oír lo que hablan los demás, ni referirte al capitán Ballantyne como Penrod. Ahora, ven y ayúdame a volver a llenar esas calderas.

Amber la apartó de un empujón y huyó por las puertas del complejo, atravesando las calles rumbo al palacio consular.

Pobrecita, pensó Ryder, pero a todos nos esperan días difíciles.

* * *