Penrod sabía de la reputación de Ryder Courtney: David Benbrook le había hablado de él, y hasta sir Evelyn Baring registraba que existía. Parecía tratarse de un personaje formidable, lleno de recursos. Si Penrod pretendiera cumplir con las órdenes de Gordon, no ganaría nada dirigiéndose al portón principal del complejo de Courtney, dándose a conocer y anunciando sus intenciones. Primero, pensó, se impone una pequeña expedición de reconocimiento del terreno.

Dejó los jardines del palacio por el portón que daba al río. No estaba custodiado, y tomó nota de ese hecho. Avanzó rápidamente por la ribera para evitar que su llegada fuese anunciada con antelación. En el primer bastión de las defensas, los centinelas estaban echados, descansando sus fatigados ojos y miembros. Penrod había oído hablar de la justicia sumaria de Gordon, y no tenía intención de precipitar una masacre en la que la guarnición egipcia resultara diezmada, de modo que empleó su bastón y sus botas para recordarles su deber.

Siguió su camino a lo largo de la línea de fortificaciones y emplazamientos de artillería que había sido erigida desde su última visita a la ciudad. Era evidente que había sido planificada por el general Gordon, pues estaba dispuesta con una comprensión del terreno propia del ojo de un soldado. Inspeccionó las piezas pesadas y, aunque no era artillero, registró las deficiencias en el cuidado y manejo de las armas. La escasez de munición era dolorosamente evidente. Cuando interrogó a los artilleros, éstos le dijeron que no se les permitía disparar por propia iniciativa, sino que antes de disparar —así fuera sólo una bomba al otro lado del río— debían esperar órdenes de sus oficiales. Los derviches de la otra orilla estaban libres de tal limitación, y se regocijaban disparando ilimitadas andanadas día y noche, con entusiasmo que compensaba cualquier falta de precisión. Habitualmente, la mitad del día era calma y pacífica, pues en ese momento ambos bandos descansaban del calor del sol.

Penrod pasó rápidamente por el puerto, donde notó un vapor fluvial blanco al que se le había quitado la mayor parte de la maquinaria, que estaba extendida sobre el desembarcadero para ser reparada. Su casco y superestructura estaban rociados de impactos de metralla. Un equipo de obreros árabes se afanaba emparchando y pintando los sitios dañados. Un maquinista blanco los supervisaba, alentando a los hombres con juramentos e imprecaciones con el acento de los muelles de Glasgow que llegaban claramente al otro lado del agua. Era obvio que pasarían semanas, si no meses, hasta que el vapor volviera a encontrarse en condiciones de navegar. Penrod continuó su camino por la ribera del Nilo Azul hacia fuerte Burri y el arsenal.

Mientras avanzaba como podía por las callejuelas, casi obstruidas por los escombros producidos por las bombas y la mugre, rostros morenos lo observaban desde las ventanas y balcones enclenques de uno y otro lado, que casi se tocaban por encima de su cabeza. Las mujeres exhibían a sus bebés desnudos para que él viera la hinchazón y los cardenales del escorbuto, los miembros esqueléticos.

—Estamos hambreados, efendi. Danos comida —suplicaban. Sus gritos alertaron a los pordioseros, que salieron renqueando de las sombrías honduras de las callejas para tomarse de sus vestiduras. Los dispersó con unos pocos bastonazos bien dados.

Los cañones de los parapetos del fuerte Burri cubrían la orilla norte del Nilo Azul y las fortificaciones derviches que los enfrentaban. Penrod se detuvo a estudiarlas, y vio que el enemigo tomaba pocas precauciones. Aun a simple vista se distinguían figuras que se desplazaban por las partes desprotegidas. Algunas mujeres derviches lavaban ropa a orillas del río y la tendían a secar a vista y paciencia de fuerte Burri. Debían de haberse dado cuenta de cuan peligrosamente escasas eran las provisiones de balas y municiones de Gordon.

Detrás del fuerte Burri se alzaban las feas construcciones cuadradas del arsenal y el depósito de municiones. El general Gordon las empleaba como granero de la ciudad. Había centinelas a la puerta y en cada uno de los revestimientos qué reforzaban los arruinados muros. Por lo que le dijo Gordon, ni siquiera esos guardias ni los refuerzos de los muros habían sido suficientes como defensa contra el ingenio de Ryder Courtney, o de los oficiales egipcios o quienquiera que fuese culpable de la depredación del granero. Sin embargo, éste no era momento de visitar el arsenal o realizar una auditoria de sus contenidos. Eso vendría más tarde. Penrod se dirigió al extenso complejo de construcciones del recinto de Ryder Courtney, que estaba poco más allá, casi sobre el canal que defendía a la ciudad de un ataque desde el desierto meridional.

A medida que se aproximaba, vio que había una actividad fuera de lo común en las orillas del canal que quedaban dentro de los muros del complejo. Esto le llamó la atención, de modo que, dejando la calle, siguió el camino de sirga que bordeaba el malecón. Primero creyó que los muchos hombres que trabajaban en el canal estaban construyendo algún tipo de fortificación. Luego, se dio cuenta de que las mujeres llevaban bultos sobre sus cabezas desde el malecón al portón trasero del recinto de Courtney.

Al acercarse, vio que una inmensa masa de yerbas del río casi bloqueaba el canal. Era similar a la isla flotante de vegetación sobre la cual Yakub y él habían escapado de Osman Atalan el día anterior. Docenas de árabes vestidos solamente de taparrabos y armados de guadañas y hoces se afanaban sobre la masa vegetal. Cortaban el papiro y las yerbas del río, y las ataban en paquetes que se llevaban las mujeres.

¿Qué demonios hacían? Estaba intrigado. ¿Y cómo había entrado esa isla de vegetación en el canal en forma tan conveniente para que Courtney la cosechara? Entonces, se le ocurrió la respuesta. ¡Por supuesto! Debía de haberla capturado y amarrado en el río principal, empleando luego los brazos de sus jornaleros para arrastrarla canal arriba. Ésa era una señal de astucia.

Los trabajadores saludaron respetuosamente a Penrod, invocando la bendición de Alá para él. Parecieron impresionados cuando respondió en fluido árabe coloquial. Aunque no iba de uniforme, sabían que se llamaba Abadan Riyi y que se les había escapado a Osman Atalan y sus aggagiers más famosos para llegar a Jartum. Yakub se había encargado de que toda la ciudad se enterara de su heroísmo.

Cuando Penrod entró en el complejo por el portón trasero tras la hilera de mujeres sudanesas, nadie lo detuvo. Se encontró en un amplio recinto amurallado donde reinaba una actividad como la de un enjambre. Las mujeres depositaban sus atados en el centro y regresaban en busca de otra carga. Otro equipo estaba sentado en grupos que charlaban mientras se inclinaban sobre los tallos cortados, clasificándolos en pilas. Descartaban todo el material marchito o seco, escogiendo sólo lo que aún era verde y suculento. Luego, clasificaban éste según el tipo de vegetación que fuera. La pila más grande estaba compuesta de papiro común, pero también había jacinto de agua, así como otros tres tipos de hierba y juncos. Era evidente que la ninfea era la planta más apreciada, pues no estaba apilada sobre el suelo polvoriento como el papiro y el jacinto, sino que era cuidadosamente metida en sacos que otro equipo de mujeres se llevaba para convertir su contenido en pulpa. Trabajaban sobre una larga fila de los morteros que se empleaban habitualmente para moler dhurra. Las mujeres trabajaban al unísono, golpeando con el pesado poste de madera que usaban como mano de mortero, machacando los lirios acuáticos con un poco de agua hasta convertirlos en pulpa. Cantaban, balanceándose y meciéndose al ritmo del golpe de los postes.

Una vez que el contenido de los morteros quedaba convertido en una espesa pasta verde, otra partida de mujeres la recogía en grandes jarros de arcilla negra y la llevaba por un portón a un segundo recinto. Interesado, Penrod las siguió. No bien atravesó el portón, una voz aguda e imperiosa lo detuvo.

—¿Quién es usted y qué hace aquí?

Penrod vio que le cerraban el paso dos niñas, ninguna de las cuales sobrepasaba mucho la altura de la hebilla de su cinturón. Una era morena; la otra, rubia. Una tenía los ojos color caramelo, la otra, más pequeña, azules como los pétalos de una petunia. Ambas lo miraron con expresión severa y labios fruncidos. La más alta tenía los puños sobre las caderas en actitud combativa.

—Usted no tiene permiso para estar aquí. Éste es un lugar secreto.

Recuperándose de su sorpresa, Penrod se quitó galantemente el sombrero y les hizo una profunda reverencia.

—Les pido mil perdones, señoras. No era mi intención meterme en propiedad privada. Por favor, acepten mis disculpas y permítanme que me presente. Soy el capitán Penrod Ballantyne, del décimo de Reales Húsares de Su Majestad. En este momento estoy adscrito al estado mayor del general Gordon.

La expresión de ambas niñas se suavizó mientras continuaban mirándolo. No estaban acostumbradas a que se dirigieran a ellas en términos tan corteses. Además, como la mayor parte de las mujeres, no eran inmunes a los encantos de Penrod.

—Soy Saffron Benbrook, señor —dijo la más alta con una reverencia—. Pero puede llamarme Saffy.

—A sus órdenes, señorita Saffy.

—Y yo soy Amber Benbrook, pero algunos me llaman Enana —dijo la rubia—. En realidad, no me gusta ese apodo, pero supongo que soy un poco más baja que mi hermana.

—Estoy totalmente de acuerdo. No es un nombre adecuado para un joven tan adorable. Si me lo permite, me dirigiré a usted diciéndole señorita Amber.

—¿Cómo está usted? —Amber respondió a su inclinación con una reverencia y, en cuanto se enderezó, se encontró con que estaba enamorada por primera vez. Era una sensación de calidez y presionen su pecho, perturbadora pero en modo alguno desagradable—. Sé quién es usted —dijo con el aliento apenas un poco entrecortado.

—¿De veras? Y, dígame, por favor, ¿cómo lo sabe?

—Oí a Ryder habiéndole a papi de usted.

—Supongo que papi es David Benbrook. Pero ¿quién es Ryder?

—Ryder Courtney. Dijo que usted tenía el mejor par de patillas de la cristiandad. ¿Qué ocurrió con ellas?

—¡Ah! —replicó Penrod, con un súbito matiz de escarcha en el rostro—. Debe de ser un afamado comediante.

—Es un gran cazador y es muy, muy inteligente. —Saffron se apresuró a defenderlo—. Sabe los nombres de todos los animales y plantas de mundo, los nombres en latín —agregó con solemnidad.

Amber estaba decidida a arrebatarle la atención de Penrod a su gemela.

—Ryder dice que las damas lo consideran atractivo y gallardo. —Penrod adoptó una expresión ligeramente más complacida, hasta que, inocentemente, Amber prosiguió—: Y que usted está totalmente de acuerdo con ellas.

Penrod cambió de tema.

—¿Quién es el jefe aquí?

—Nosotras —respondieron a coro las gemelas.

—¿Qué están haciendo? Parece interesante.

—Estamos haciendo cuajada de plantas para alimentar a nuestra gente.

—Me sentiría muy agradecido si tuvieran a bien explicarme cómo se hace. —Las gemelas aprovecharon con entusiasmo la ocasión que se les ofrecía y compitieron vigorosamente por su atención, interrumpiéndose y contradiciéndose una a otra a cada oportunidad. Cada una tomó una mano de Penrod, y lo arrastraron al patio.

—Una vez que se muelen las hojas más suculentas, deben ser filtradas.

—Para eliminar la fibra y los residuos. —Ya ni pensaban en custodiar secretos.

—La filtramos por géneros de los que Ryder usa como moneda de intercambio.

—Los exprimimos para extraerles todo lo aprovechable.

Pares de mujeres sudanesas echaban la pulpa verde sobre tiras de géneros estampados que luego retorcían entre las dos. Los jugos goteaban sobre las grandes marmitas de hierro fundido, que se alzaban sobre sus tres patas encima de los bajos fuegos de cocción.

—Medimos la temperatura… —dijo Saffron blandiendo un gran termómetro con aire de importancia.

—… y cuando llega a los setenta grados —interrumpió Amber— la proteína se coagula…

—Yo lo estoy contando —dijo Saffron furiosa—. Yo soy la mayor.

—Sólo por una hora —replicó Amber, lanzándose a contar lo que quedaba de la explicación a toda velocidad—. Después colamos la cuajada y la hacemos ladrillos que ponemos a secar al sol. —Señaló triunfalmente a las largas mesas de caballetes, cargadas de bloques cuadrados dispuestos en prolijas hileras. Era lo que Penrod había comido para el desayuno, y recordó la advertencia de David de que no había mucho más para comer que eso.

—Lo llamamos torta verde. Si quiere, puede probar un poco. —Amber rompió un bocado y poniéndose en puntas de pie, se lo puso entre los labios.

—¡Delicioso! —dijo Penrod, tragando valerosamente.

—Coma un poco más.

—Es excelente, pero por ahora tengo bastante. Su padre dice que es aún más sabroso con salsa Worcester —se apresuró a decir, demorando la llegada del siguiente bocado, que ya iba hacia él en la pequeña mano sucia de Amber—. ¿Cuánta torta verde pueden hacer en un día?

—No la suficiente como para alimentar a todos. Sólo lo suficiente para nosotros y nuestra gente.

La eficacia de las tortas verdes era evidente. A diferencia del resto de la desnutrida población, ninguno de los habitantes del complejo exhibía indicios de hambre. De hecho, las dos gemelas estaban rozagantes. Luego, recordó su breve encuentro de esa mañana con su hermana mayor. Ella tampoco parecía mal alimentada. Sonrió ante el recuerdo, y las dos niñas tomaron eso como signo de aprobación y le respondieron la sonrisa.

Penrod se dio cuenta de que ahora contaba con firmes aliados dentro del reducto de Courtney.

—Realmente son dos damiselas muy inteligentes —dijo—. Me sentiría muy agradecido si me mostraran el resto del complejo. He oído decir que hay toda clase de cosas fascinantes aquí.

—¿Le gustaría ver los animales? —exclamó Amber.

—¿Los monos? —dijo Saffron.

—¿Los bongos?

—Todo —asintió Penrod—. Me gustaría ver todo.

Pronto resultó evidente que las gemelas eran las favoritas de todos y que hacían lo que querían en el reducto de Courtney. Tenían una amistad Particularmente íntima con Alí, el cuidador de los animales. El anciano debía hacer un gran esfuerzo para evitar sonreír de deleite en cuanto sus ojos se posaban en ellas. Llevaron a Penrod de una jaula a la otra, llamando a los animales por su nombre y alimentándolos de su mano cuando respondían.

—Cuando les tratamos de dar por primera vez la torta verde no les gustó nada, pero ahora les encanta. Mire cómo la devoran —señaló Amber.

—Y el dhurra ¿también les gusta? —dijo Penrod, tendiéndoles un señuelo.

—¡Oh! supongo que sí —se apresuró a decir Saffron—, pero no alcanza para las personas ni mucho menos para los animales.

—Sólo nos dan una taza por día —confirmó Amber.

—Creí que su amigo Ryder tenía mucho dhurra y que lo vendía.

—¡Oh, sí! Tenía un barco entero cargado. Pero el general Gordon le quitó todo. Ryder estaba furioso.

Penrod se sintió aliviado de que las inocentes revelaciones de las niñas virtualmente garantizaran que, a pesar de las sospechas del general, Courtney no era culpable de robar grano del arsenal. No tenía ningún motivo para abrigar sentimientos cálidos hacia él, sobre todo después de sus observaciones acerca de sus patillas y de la buena opinión que tenía de sí. Pero se trataba de un inglés y a Penrod le habría desagradado confirmar las sospechas de Gordon.

—Me gustaría mucho conocer a su amigo Ryder —sugirió tentativamente—. ¿Me lo pueden presentar?

—¡Oh, sí! ¡Venga con nosotras!

Se lo llevaron a la rastra del sector de los animales, atravesando un patio interno, al final del cual se abría una pequeña puerta. Las gemelas le soltaron las manos y corrieron una carrera hasta la puerta. La abrieron de golpe y entraron en la habitación. Penrod las siguió de cerca y desde la puerta relevó la habitación con una rápida mirada.

Evidentemente, era al mismo tiempo oficina y aposento privado del dueño del complejo. Un inmenso par de colmillos de elefante, los más grandes que Penrod nunca hubiera visto, estaban montados sobre la pared más lejana. Las otras paredes estaban cubiertas de alfombras persas magníficamente tejidas y de docenas de borrosas fotografías amarillentas en marcos de madera oscura. Otras alfombras cubrían el piso y, en una recámara demarcada por cortinas, había un amplio angareb cubierto de pieles de leopardo doradas moteadas de negro. Las sillas y el inmenso escritorio estaban tallados en pulida teca local. Los anaqueles contenían hileras de periódicos encuadernados y libros científicos sobre flora y fauna. Una hilera de fusiles y mosquetes se desplegaba en un armero que se extendía entre los gruesos colmillos amarillos. La mirada de Penrod recorrió ese desprolijo despliegue masculino, hasta que se detuvo, clavada en la pareja que estaba en medio de la habitación. Hasta las tumultuosas gemelas callaron ante la conmoción que les produjo el espectáculo.

El hombre y la mujer estaban unidos en un apasionado abrazo, inconscientes de todo y todos lo que los rodeaba. Saffron rompió el silencio con un quejido acusador:

—¡Lo está besando! ¡Becky besa a Ryder en la boca!

Ryder Courtney y Rebecca Benbrook, con aspecto culpable, se separaron de un brinco, la mirada fija en el grupo que los miraba desde la puerta. A Rebecca la invadió una glacial palidez y sus ojos parecieron ocupar todo su rostro cuando los fijó en Penrod. Él le dirigió un saludo en tono de burlón aprecio.

—Qué pronto nos volvemos a encontrar, señorita Benbrook.

Rebecca miró al piso, y sus mejillas tomaron el carmesí intenso de brasas. Su mortificación fue tan intensa que sintió que se mareaba, y se tambaleó. Luego, con enorme esfuerzo, recuperó sus fuerzas. Sin mirar a los hombres, se precipitó hacia adelante y tomó a sus hermanas menores de las muñecas.

—¡Horribles niñas! ¿Cuántas veces les dije que se golpea la puerta antes de entrar a una habitación?

Las arrastró afuera, y la voz de Saffron se fue perdiendo en la distancia:

—Lo estabas besando. Te odio. Nunca te volveré a hablar. Estabas besando a Ryder.

Los dos hombres se miraron uno a otro como si ninguno hubiese oído la acusación de traición que le hacía una hermana a la otra.

—El señor Courtney, supongo. Espero que mi visita no se produzca en un momento inoportuno.

—Capitán Ballantyne. Oí que había llegado a nuestra bella ciudad. Su fama lo precede.

—Así parece —concedió Penrod—. Aunque no sabría explicar cómo ocurre eso.

—Es bastante simple, se lo seguro. —Ryder quedó aliviado al comprobar que Ballantyne no hacía chistes groseros con respecto al episodio romántico que acababa de presenciar; ello habría podido llevar a un estallido de las hostilidades—. Su asistente, Yakub, de los yaalin, es íntimo amigo del aya de las gemelas Benbrook, un baluarte de ese hogar, de nombre Nazira. Su inquieta lengua es uno de sus defectos más evidentes.

—¡Ajá! Ahora entiendo. Tal vez incluso usted esperara mi visita.

—No es una gran sorpresa —admitió Ryder—. Entiendo que el general Gordon, que el éxito lo acompañe en todo lo que emprenda, tiene algunas preguntas para hacerme con respecto al dhurra que falta del arsenal.

Penrod inclinó la cabeza en señal de admisión.

—Veo que usted se mantiene bien informado. —Mientras medían fuerzas, estudiaba a Ryder Courtney con una penetrante mirada, oculta con una sonrisa que pretendía desarmarlo.

—Trato de mantenerme al tanto de lo que ocurre. Ryder no quedó desarmado ante la sonrisa, y su mirada era tan astuta como la del otro. —Pero, entre por favor, querido amigo. Tal vez sea un poco temprano, pero ¿puedo ofrecerle un cigarro y una copa de brandy de primera?

—Estaba convencido de que esos dos maravillosos productos ya no existían en este mundo cruel. —Penrod se dirigió a la silla que le indicaba Ryder.

Una vez que los cigarros comenzaron a tirar bien, se miraron uno a otro por sobre las copas llenas. Ryder brindó:

—Lo felicito por su veloz viaje desde El Cairo.

—Ojalá ya estuviera viajando de regreso hacia allí.

—No se puede decir que Jartum sea una estación de aguas termales —asintió Ryder. Sorbían el brandy, hablando con cautela, sondeándose uno al otro. Ryder conocía a Penrod de vista y por su reputación, de modo que para él no hubo verdaderas sorpresas.

Penrod no tardó en darse cuenta de que lo habían informado bien, y que Ryder era un personaje formidable, duro, veloz y elástico. También era bien parecido, en un estilo rudo y directo. No era de extrañar que la adorable señorita Benbrook se hubiese mostrado susceptible a sus avances. Pero, ¿cuan susceptible? Podía ser divertido probar su grado de compromiso con ese sujeto, hombre a hombre y mano a mano, por así decirlo. Penrod sonrió educadamente, enmascarando el brillo acerado de sus ojos. Le encantaba competir, enfrentar su habilidad y su inteligencia con la de otro, en particular si había un buen premio de por medio. Había más que eso. La relación de la núbil señorita Benbrook con Ryder Courtney le agregaba una nueva dimensión a la poderosa atracción que había sentido hacia ella antes. Parecía que, a pesar de las apariencias, no estaba hecha de hielo, que había profundidades bajo la superficie, y que sería fascinante sondearlas. Le divirtió su propia metáfora.

—Usted dijo algo acerca del dhurra faltante —dijo Penrod, abordando otra vez el tema.

Ryder asintió.

—Tengo un interés de propietario en esa carga —dijo—. Alguna vez me perteneció. La transporté a costa de muchos gastos y no pocas penurias por cientos de millas río abajo, y me fue requisada, o, dirían algunos, robada, por el temible Chino Gordon en el mismo minuto en que la desembarqué sana y salva en Jartum. —Quedó en silencio, rumiando la injusticia.

—Naturalmente que usted no tendrá ni la menor idea de qué ocurrió con ella una vez que dejó sus manos —sugirió delicadamente Penrod.

—Hice algunas averiguaciones —admitió Ryder. Siguiendo órdenes suyas, Bacheet había pasado muchas semanas investigando. Ni siquiera la conejera de antiguas construcciones y callejuelas que era Jartum podía ocultar indefinidamente cinco mil ardebs de grano.

—Me fascinaría conocer los resultados de esas investigaciones.

Ryder contempló la punta de su cigarro con un ceño de irritación. La falta de humedad del aire del desierto desecaba la hoja de tabaco haciéndolo arder como una pradera incendiada.

—¿Ha oído usted si, por casualidad, el buen general ha ofrecido una recompensa a cambio del retorno del dhurra faltante? —preguntó—. Dios sabe que me pagó poco por él con ocasión de su primera compra. ¡Seis chelines por saco!

—El general Gordon no me habló de recompensas —Penrod meneó la cabeza—, pero se lo mencionaré. Creo que una recompensa de seis chelines por saco puede llegar a resultar en más información ¿no le parece?

—Tal vez no —replicó Ryder—. Sin embargo, creo que una oferta de doce chelines casi con certeza producirá resultados.

—Se lo mencionaré a la primera oportunidad que tenga —asintió Penrod—. Aunque parece un poco caro.

—Y nada de pagarés —advirtió Ryder—. Se sabe corrientemente que el Jedive le ha dado derechos para extraer doscientas mil libras del tesoro de El Cairo. Unos pocos soberanos de oro cantarían con voz más dulce que todos los canarios de papel que nunca hayan surgido de un bosque.

—Un sentimiento expresado de la forma más poética, señor —lo felicitó Penrod.

* * *

Rebecca estaba sentada en su lugar secreto en un ángulo oculto de las murallas almenadas del palacio consular. Estaba escondida detrás de un gigantesco cañón de cien libras, una monstruosa reliquia herrumbrada que probablemente no hubiera sido disparada en todo el siglo XIX y que ciertamente no volvería a serlo. Se había cubierto la cabeza y el camisón con una oscura capa de lana, y sabía que ni las gemelas la encontrarían allí.

Alzó su mirada al cielo nocturno y, por la altura de la Cruz del Sur por encima del horizonte del desierto, supo que pasaba holgadamente de medianoche, pero sentía como si nunca más fuera a dormir. En un solo día toda su existencia había sido arrojada al estrépito y la confusión. Se sentía como un ave silvestre prisionera, batiendo las alas contra los barrotes, sangrante y aterrorizada, cayendo al suelo de la jaula con el corazón latiendo a toda prisa y el cuerpo tembloroso, sólo para arrojarse una vez más contra los barrotes en otro inútil intento de huir.

No entendía qué le ocurría. ¿Por qué se sentía así? Nada tenía sentido.

Su mente regresó a la mañana cuando, en cuanto terminó de bañar y vestir a las gemelas, comenzó su inspección semanal de mantenimiento hogareño. En cuanto entró en la habitación de invitados azul, vio la figura desconocida que ocupaba la cama con baldaquín. El personal no le había informado de la llegada de ningún huésped y la sitiada Jartum no era el lugar más adecuado para atraer a visitantes casuales. Sabiendo esto, debería haber dejado el dormitorio de inmediato y dado la alarma. Nunca sabría qué la había hecho aproximarse a la cama. Cuando se inclinó sobre la figura cubierta por la sábana, ésta se lanzó sobre ella en forma tan repentina como un leopardo cuando se arroja sobre su presa desde un árbol. Se encontró inmovilizada contra el piso por un hombre totalmente desnudo con una daga en la mano.

Recordando ese momento terrible, inclinó la cabeza y se cubrió la cara con las manos. No era la primera vez que veía el cuerpo masculino. Cuando Rebecca cumplió dieciséis años, sus padres la llevaron de viaje por las principales ciudades de Europa. Su madre y ella habían ido a ver el David de Miguel Ángel. Había quedado impresionada con la belleza ultraterrena de la estatua, pero el frío mármol blanco no le había producido emociones turbadoras. Incluso había podido discutirla con su madre sin ruborizarse.

Su madre solía describirse a sí misma como una mujer emancipada. En su momento, Rebecca había supuesto que esto simplemente significaba que fumaba cigarrillos turcos en su vestidor y hablaba francamente de la anatomía humana y sus funciones. Después de su suicidio, Rebecca se dio cuenta de que la palabra tenía un significado más hondo. En el funeral en El Cairo había oído a algunas de las mujeres de más edad chismorreando y una había observado ácidamente que Sara Benbrook había hecho cornudo a su marido más frecuentemente que lo que le cocinaba el desayuno. Rebecca sabía que su madre jamás preparaba el desayuno. De todas maneras, había buscado la palabra "cornudo" en el diccionario de su padre. Le llevó algún tiempo dilucidar su verdadero significado, pero cuando lo comprendió, decidió que no quería ser emancipada como su madre. Sería fiel a un hombre toda su vida.

El año anterior, Rebecca había visto por primera vez el cuerpo masculino. David las había llevado a ella y a las gemelas a una visita oficial al tramo más alto del Nilo de Victoria. Los integrantes de las tribus shiluk y dinka que habitaban las orillas del río no llevaban ropa de ninguna especie. Las niñas se recuperaron de su sorpresa inicial cuando su padre observó que para ellos lucirse en su estado natural era mera costumbre y tradición, y que no debían darle importancia. Desde ese momento, Rebecca consideró que los enormes apéndices oscuros no eran más que una forma de ornamentación bastante fea, como los labios y narices perforados de las tribus de Nueva Guinea que había visto en ilustraciones.

Sin embargo, cuando Penrod Ballantyne saltó sobre ella esa mañana, el efecto fue devastador. En lugar de producirle un desinterés más bien compasivo, se encontró con que emociones y sentimientos de cuya existencia nunca había ni soñado hacían erupción en su conciencia. Incluso ahora, en la oscuridad, con la capa en la cabeza y el rostro cubierto con las dos manos, se ruborizó hasta que sintió que le ardía la cara.

Nunca volveré a pensar en eso, se prometió. "Eso" era lo más que se podía acercar a describir lo que había visto. Nunca. Nunca más. A su segundo intento, logró incluso olvidar cómo era. Luego, se encontró pensando de inmediato en "eso" con toda su atención.

Después de aquella lejana visita a Europa, Rebecca había oído sin querer a su madre discutiendo el tema con una de sus amigas. Llegaron a la conclusión de que la mujer en su estado natural era hermosa, pero el hombre, no, con excepción, claro, del David de Miguel Ángel.

—No era feo ni obsceno —le replicó Rebecca a la sombra de su madre—. Era… era… —Pero no estaba segura de qué era, fuera de que había sido muy perturbador, fascinante y obsesionante. Lo que había ocurrido más tarde con Ryder Courtney estaba conectado con el primer episodio de alguna forma extraña que no podía entender del todo.

A lo largo de los anteriores meses, Ryder y ella se habían hecho amigos gradualmente. Se dio cuenta de que él era fuerte, inteligente y divertido. Tenía una inextinguible provisión de historias maravillosas y, como solía decir Saffron, olía bien y tenía buen aspecto. Durante los días del asedio, cuando la muerte, la enfermedad y el hambre se apoderaron de la ciudad, se dio cuenta de que su compañía era tranquilizadora y consoladora. Como había observado su padre, Ryder Courtney era un hombre de logros. Había creado una floreciente empresa comercial, y la había mantenido funcionando aun cuando el mundo parecía caerse a pedazos. Cuidaba bien de su gente y sus amigos. Les había enseñado cómo hacer la torta verde, y podía hacerla reír y olvidar sus temores por unas horas. Cuando estaba con él, se sentía a salvo. Por supuesto que, una o dos veces, habían tenido contacto físico: un leve toque en el brazo mientras hablaban o sus manos que se rozaban al caminar juntos. Pero ella siempre se había alejado. Su madre le había advertido a menudo acerca de los hombres: solo quieren poseerte, te dejan mancillada para siempre y después no consigues marido. Eso ya era bastante malo pero, peor aún, que te poseyeran dolía, y, según la experiencia de su Madre, sólo dar a luz era más doloroso.

Luego, esa misma mañana, después de su horrible experiencia en la habitación azul, con sus emociones alborotadas, había ido a los aposentos de Ryder. Nunca lo había hecho antes. Siempre había llevado como carabina al menos a una de las gemelas. Pero esa mañana estaba confundida. Se sentía culpable por sus pensamientos extraños y ambivalentes acerca del capitán Penrod Ballantyne. Sentía terror de haber heredado la mala semilla de su madre. Necesitaba consuelo.

Como siempre, Ryder había estado feliz de verla y le ordenó a Bacheet que preparara un jarro del precioso café. Conversaron un rato, hablando al principio de las gemelas y sus lecciones, que, desde el comienzo del asedio, habían caído en una triste mora. Repentina e inesperadamente, hasta para ella misma, Rebecca había comenzado a sollozar como si su corazón se estuviese por romper. Ryder la miró atónito: sabía que no era quejosa ni llorona. Luego la había rodeado con sus brazos, estrechándola con fuerza.

—¿Qué te ocurre? Nunca te vi así. Siempre fuiste la muchacha más valiente que conozco.

Rebecca quedó sorprendida ante lo agradable que era que él la abrazara.

—Lo siento —susurró, aunque sin hacer ningún esfuerzo por soltarse—. Me estoy comportando de manera muy tonta.

—No eres tonta. Entiendo —le dijo en el tono profundo y suave que empleaba para consolar a un animal asustado o un niño lastimado—. Es demasiado para todos. Pero pronto pasará. La columna de socorro estará aquí en Navidad, recuerda lo que te digo.

Ella meneó la cabeza. Quería decirle que no se trataba de la guerra, el asedio, los derviches o el demente Madí, pero él le acarició el cabello y ella se tranquilizó, con el rostro apretado contra su pecho, su calidez, su fuerza y su rico olor masculino.

—Ryder —susurró, y alzó el rostro para explicarle qué sentía por él. Pero antes de que pudiera decir ni una palabra más, él se inclinó y la besó de lleno en los labios. La sorpresa fue tan total que no pudo moverse. Cuando recuperó la cordura lo suficiente como para apartarse, se dio cuenta de que no quería hacerlo. Eso era algo tan nuevo y diferente que decidió disfrutarlo por unos pocos momentos más.

Los pocos momentos se convirtieron en pocos minutos, y cuando finalmente abrió la boca para protestar, ocurrió algo increíble: la lengua de él se le metió entre los labios, sofocando su protesta. La sensación que eso le produjo fue tan abrumadora que sus rodillas estuvieron a punto de ceder, y se tuvo que aferrar a él para mantenerse en pie. Toda la musculosa altura de él se apretaba contra ella, y su protesta brotó en forma de sonidos maullantes, como los de un gatito recién nacido que busca mamar. Entonces, con espanto, sintió una monstruosa dureza que se elevaba entre las partes bajas de sus dos cuerpos, algo que parecía tener vida propia. Quedó aterrorizada, pero inerme. Su voluntad de escapar se desvaneció.

Una voz aguda y estridente cortó los lazos que la ataban, liberándola:

—¡Lo está besando! ¡Becky besa a Ryder en la boca!

Recordando ese momento, habló en voz alta en la oscuridad, bajo el gran cañón:

—Ahora hasta Saffy me odia, y me odio a mí misma. Todo es un embrollo tan terrible, quisiera morir.

No se dio cuenta de lo alto que había hablado hasta que una voz le contestó desde la oscuridad:

—Así que estás aquí, Yamal. —Ese nombre significaba Bella.

—Nazira, me conoces demasiado bien —murmuró Rebecca cuando vio aparecer la regordeta silueta familiar.

—Sí, te conozco bien y te amo más de lo que te imaginas. —Nazira se sentó junto a ella sobre la cureña, y la envolvió con sus brazos—. Cuando vi que no estabas en la cama, supe que te encontraría aquí. —Rebecca reclinó la cabeza sobre el hombro de Nazira y suspiró. Nazira era mullida y tibia como un edredón de plumas, y olía a esencia de rosas. Acunó suavemente a Rebecca. Después de un rato le preguntó—: Y ahora, ¿todavía quieres morir?

—No era mi intención que me oyeras —respondió Rebecca, apesadumbrada—. No, no quiero morir. Al menos no por el momento. Pero a veces, la vida es difícil, ¿verdad, Nazira?

—La vida es buena. Quienes casi siempre son difíciles son los hombres.

—¿Bacheet y Yakub? —se burló Rebecca. La identidad de los admiradores de Nazira no era un secreto en el seno de la familia—. ¿Por qué no eliges a uno de ellos, Nazira?

—¿Y por qué no eliges tú, Yamaf?

—No entiendo qué quieres decir —Rebecca se quitó la capa de la cabeza y miró fijamente a Nazira, sus ojos grandes y oscuros en la penumbra.

—Creo que si lo entiendes. ¿Cómo es que el día que el bello capitán vuelve a Jartum corres a al-Sajawi en busca de seguridad y cuando te das cuenta de que éste no se considera sólo un viejo amigo, decides que quieres morir?

Rebecca se cubrió el rostro otra vez. Nazira sabía casi todo, y había adivinado lo demás. Con pocas palabras, había ayudado a Rebecca a entender su confusión. Nazira siguió meciéndola. Comenzó a canturrear una nana, una vieja melodía con nuevas palabras:

—¿Cuál será? ¿Cómo elegirás, y quién será?

—Haces que parezca un juego de niños, Nazira. —Rebecca pretendía sonar severa.

—Oh, lo es. La vida no es más que un juego de niños, pero los juegos de los niños, como los de los adultos, suelen terminar en amargas lágrimas.

—Como la pobre pequeña Saffy —sugirió Rebecca—. Dice que me odia y que no me hablará más.

—Cree que le robaste su amor. Está celosa. —Es tan pequeña.

—No. Pronto será mujer, y al menos sabe qué quiere. —Nazira sonrió tiernamente—. A diferencia de ciertas mujeres más grandes que conozco.

* * *

—¿Doce chelines? —Insistió Ryder Courtney—. ¿Sin malentendidos?

—Doce chelines. Palabra de oficial y caballero.

—Una definición discutible —gruñó Ryder.

—¿No llevará armas?

—Si. —Ryder blandió el pesado garrote de madera dura.

—Me refiero a arma de fuego o arma blanca. —Penrod tocó el sable envainado que le pendía del tahalí.

—En la oscuridad será difícil distinguir amigos de enemigos. Prefiero abollar cabezas con puño o garrote. Es menos irreparable.

Salieron, hombro con hombro, a una de las sórdidas callejuelas del barrio nativo. Ambos vestían ropas oscuras. El sol se había puesto hacía menos de una hora, pero ya estaba oscuro. Apenas si quedaba suficiente luz como para que distinguieran por dónde iban. Bacheet los esperaba cerca de la Torre de Marfil, uno de los más notorios burdeles de la sección más peligrosa de la ciudad. Silbó suavemente para llamarles la atención, luego les hizo un gesto de que lo siguieran a las ruinas de un edificio destruido por los disparos de los cañones derviches. Los tres se sentaron entre las pilas de escombros y las vigas destrozadas. El fulgor intermitente del cigarro de Penrod arrojaba suficiente luz para que sus rostros se distinguieran.

—¿Ya llegó Aswat? —preguntó Ryder en árabe.

—Sí —replicó Bacheet—. Vino hace una hora, a la puesta del sol.

—¿Quién es él? —preguntó Penrod—. ¿Quién es el responsable de este asunto?

—Aún no puedo saberlo con certeza. Bacheet ha oído que sus hombres lo llaman Aswat, pero lleva una máscara y mantiene su rostro bien oculto. Así y todo, tengo mis sospechas. Lo sabremos con certeza antes de que termine la noche. —Ryder se volvió a Bacheet—. ¿Cuántos hombres tiene?

—Conté veintiséis. Eso incluye seis guardias armados. Hoy trabajarán hasta entrada la noche. Siempre lo hacen. Hay mucho dhurra y los sacos son pesados de mover. Aswat los divide en dos cuadrillas de unos doce hombres cada una. Cuando suena el toque de queda y las calles quedan desiertas, les llevan los sacos a clientes de otros puntos de la ciudad. Dos de los hombres armados de Aswat, que conocen el santo y seña de la noche, preceden a cada cuadrilla para asegurarse de que no haya patrullas en el camino. Otros dos custodian la retaguardia para asegurarse de que no son seguidos. Aswat espera en la curtiembre. Al parecer, no se arriesga a salir a la calle.

—¿Cuántos sacos distribuye Aswat cada noche? —preguntó Ryder.

—Unos ciento veinte.

—De modo que lleva vendidos algunos miles —calculó Ryder—. Probablemente le queden almacenados menos de tres mil. ¿Sabes cuánto cobra por saco?

—Al comienzo, cinco libras egipcias, pero ahora el precio ha subido a diez. Sólo acepta oro, no billetes —respondió Bacheet.

Ryder meneó la cabeza.

—Otra vez el Chino Gordon está obteniendo una ganga. El precio de mercado es de diez libras. Me ofrece una recompensa de doce chelines.

—Lloraré en su nombre mañana —prometió Penrod—. ¿Dónde almacena Aswat el grano robado?

—Al fondo de esta calle —explicó Bacheet—. Usa la curtiembre abandonada.

—¿A quién has dejado para vigilar el edificio? —le preguntó Penrod a Bacheet.

—A tu hombre, Yakub. Es un yaalin. La más traicionera de las tribus. Hasta esa raza de víboras lo ha expulsado del nido. No confío en Yakub en absoluto. No tiene sentido del honor, en particular en lo que hace a las mujeres —dijo Bacheet amargamente. Se sabía bien que Yakub y él competían por los favores de la viuda Nazira.

—Pero sirve en una pelea, ¿no? —dijo Penrod, defendiendo a Yakub.

Bacheet se encogió de hombros.

—Sí, si no le das la espalda. Espera detrás de la curtiembre, a orillas del canal. Mis hombres están escondidos en el patio de la Torre de Marfil. La patrona de la casa es buena amiga mía.

—No me sorprende —murmuró secamente Ryder—. Eres uno de sus mejores clientes.

Bacheet ignoró tan gratuita observación.

—Escogí este lugar para esperar porque desde estas ventanas podemos vigilar la calle. —Indicó con la cabeza las vacías aberturas de las ventanas. La explosión de las bombas había volado los vidrios, y los marcos habían sido robados como leña—. Es la única forma de alcanzar la curtiembre.

—Bien —dijo Ryder—. Dos de tus mejores hombres deben seguir a las cuadrillas. Quiero los nombres de todos los comerciantes que tratan con ellos. En cuanto los tengamos, caeremos sobre Aswat en la curtiembre.

En ese momento, oyeron un amortiguado sonido de pasos. Bacheet se deslizó por el agujero hecho por una bomba en la pared del fondo para llevar a cabo las órdenes de Ryder, Penrod apagó su cigarro y envolvió la colilla en su pañuelo antes de unirse a Ryder en la ventana vacía. Se quedaron bien metidos entre las sombras de modo de no ser vistos desde la calle. Un grupo de figuras oscuras y furtivas pasaron frente a la ventana. Primero, iban los dos guardias: vestían uniformes egipcios, color caqui, con fez en la cabeza. Colgados al hombro llevaban los fusiles, con bayoneta calada. Tras ellos venían los porteadores, encorvados bajo los pesados sacos de dhurra. Los dos hombres armados de la retaguardia los seguían a poca distancia.

Cuando desaparecieron, Penrod observó:

—Ahora entiendo por qué no me permitió usted traer tropas de la guarnición, y por qué insistió en recurrir sólo a sus árabes. Los egipcios de Gordon están metidos en esto hasta el cuello.

—Más hondo que el cuello —lo corrigió Ryder. Al poco tiempo, los porteadores, sin sus cargas, y sus escoltas regresaron a toda prisa por la callejuela, rumbo a la curtiembre. Bacheet reapareció en forma tan súbita como el genio de la lámpara.

—Alí Muhammad Acrani, que tiene una casa detrás del hospital, ha comprado él solo los veinticuatro sacos de la primera entrega —informó. Esperaron a que el siguiente envío pasara bajo las ventanas. Pasaba de medianoche cuando los porteadores pesadamente cargados dejaron la curtiembre por sexta vez y se tambalearon calle abajo.

—Ésa es la última entrega —le dijo Bacheet a Ryder—. En nombre de Dios, es hora de capturar al chacal mientras aún se está tragando a los pollos.

—En nombre de Dios —asintió Ryder.

Cuando se deslizaron por la parte trasera del edificio bombardeado, la banda de Bacheet los esperaba bajo las sombras del muro, armada de montantes y lanzas. Ninguno llevaba armas de fuego. Ryder los condujo en silencio por la callejuela, manteniéndose cerca de las casas a oscuras que la flanqueaban. La silueta de la curtiembre se recortaba contra el cielo del desierto que iluminaban las estrellas. Era un edificio de tres pisos, oscuro y abandonado, que bloqueaba el fondo de la callejuela.

—Muy bien, capitán Ballantyne, creo que es hora de que vaya a buscar a su Yakub.

Mientras esperaban en el edificio en ruinas, habían discutido los pormenores del ataque, de modo que ahora no había vacilaciones ni malentendidos. Habían acordado que, como éste era asunto de Ryder, él tomaría las decisiones y daría las órdenes. Pero Yakub era hombre de Penrod y sólo aceptaba órdenes de éste.

Penrod tocó el hombro de Ryder en señal de asentimiento y se desplazó rápidamente hacia el muro perimetral del patio de la curtiembre. El portón estaba cerrado con llave, pero Penrod, envainando su sable, dio un salto para tomarse de una grieta del muro. Impulsándose con un único movimiento ágil, pasó las piernas por encima del muro y desapareció del otro lado.

Ryder le dio algunos minutos para que se posicionara, y luego condujo a Bacheet y a los demás de la partida al portón principal. Conocía la disposición del edificio. Antes del asedio, había enviado casi todos los cueros que traía de Ecuatoria a ser procesados allí por el viejo alemán dueño de esa factoría. El curtidor había abandonado Jartum con el primer éxodo de refugiados. Ryder sabía que el portón daba al patio de carga. Probó abrirlo, pero estaba trabado desde dentro. No estaba pintado, era viejo y estaba resquebrajada Sacó el cuchillo, cuya punta se hundió en la madera como si fuese queso.

—Carcoma —gruñó. Metió la hoja en el estrecho espacio que separaba la puerta y la jamba y hurgó hasta sentir el cerrojo al otro lado. Retrocedió unos pasos, se alineó, dio un paso al frente y estampó la suela de su bota derecha en la puerta. Los tornillos que sujetaban el cerrojo al otro lado volaron de la madera podrida, y el portón se abrió de golpe.

—¡Rápido! ¡Síganme! —Al otro lado del patio había una plataforma de carga elevada a la que daban las puertas principales del depósito. Allí solía descargar sus atados de cuero crudo para ser curados, y allí retiraba el producto terminado. Aún había un carro roto junto a la plataforma. Todo el lugar hedía a cuero a medio curtir. El resplandor de las lámparas se colaba por las hendijas de las ventanas tapadas con tablas de la planta baja y por debajo de las puertas principales del depósito.

Ryder corrió escaleras arriba a la plataforma de carga. Cuando entró por la puerta principal, las ratas corrieron a sus agujeros. Se detuvo a escuchar y oyó voces amortiguadas a través de la madera. Suavemente, cargó su peso sobre la puerta, que se entreabrió una pulgada, y atisbo por la brecha. Un hombre estaba apoyado contra la jamba, dándole la espalda a Ryder. Llevaba un largo hábito de sacerdote cristiano copto, y la capucha le cubría la cabeza. Ahora se volvió rápidamente y se quedó mirando a Ryder con ojos atónitos.

—Ah, efendi Aswat —lo saludó Ryder alzando el garrote de madera dura—. ¿Tiene dhurra para vender? —Balanceó el garrote con todo el poder de sus anchos hombros, apuntando a la cabeza encapuchada, pero el golpe dio en el dintel de la puerta por encima de la cabeza de Ryder, con tal fuerza que le durmió la muñeca. El garrote se le escapó de las manos y le pegó a la figura encapuchada un golpe sesgado en el hombro que lo hizo retroceder con un aullido de dolor.

—¡A las armas! ¡Todos a las armas! ¡El enemigo está aquí! —gritó el sacerdote huyendo por el despejado piso del almacén.

Ryder perdió unos momentos más recuperando su garrote de donde había rodado, contra la pared. Al erguirse, recorrió con la vista el almacén, semejante a una caverna. Estaba alumbrado por una docena o más de lámparas de aceite que colgaban de la barandilla de la pasarela que daba la vuelta al recinto por debajo de las altas vigas. A la mortecina luz, Ryder vio que Bacheet había subestimado las fuerzas de su oponente: había al menos otros veinte hombres dispersos en el almacén. Algunos eran esclavos, desnudos a excepción de sus turbantes y taparrabos, pero otros vestían el uniforme caqui y fez rojo de las tropas egipcias de la guarnición. Todos habían quedado paralizados en la actitud que tenían al sonar el grito del sacerdote.

Los esclavos habían estado apilando inmensos montones de sacos en el centro del almacén, y el olor harinoso del dhurra maduro se mezclaba con el viejo hedor del cuero crudo y el tanino. Un teniente egipcio y tres o cuatro suboficiales supervisaban sus esfuerzos. Les llevó algunos momentos recuperar el ánimo. Miraron horrorizados cómo Ryder avanzaba sobre ellos blandiendo su garrote. Luego, con alaridos guerreros, Bacheet y sus árabes irrumpieron por las puertas principales.

Los suboficiales egipcios reaccionaron y se precipitaron hacia sus fusiles, que reposaban contra la pared del fondo. El teniente sacó su revolver de la funda y disparó una vez antes de que Bacheet y su banda cayeran sobre él, balanceando sus espadas y clavando sus lanzas. El combate y sus gritos, tajos y maldiciones se desplazaron por el piso del almacén. Uno de los esclavos se arrojó a los pies de Ryder y le abrazó las rodillas, pidiendo merced a gritos. Impaciente, Ryder procuró alejarlo de un puntapié, pero el otro se le aferró como un mono a un árbol frutal.

En el extremo más lejano del largo edificio, Aswat se escapaba. Con los faldones de su hábito aleteando en torno a él, saltó por encima de una desordenada pila de sacos de dhurra y se lanzó como una flecha al pie de una de las escaleras verticales de acero que subían hasta la pasarela elevada. Cuando comenzó a trepar, sus faldones se le enredaron en las piernas, entorpeciendo sus movimientos. A pesar de ese obstáculo, subió con agilidad. No dejaba de lanzar gritos de aliento y exhortación a su hombres:

—¡Mátenlos! ¡Que no escape ni uno! ¡Mátenlos a todos!

Ryder le dio un débil golpe en la sien al esclavo que lo retenía y éste se soltó y cayó al suelo hecho un ovillo. Ryder saltó sobre su cuerpo inerte y corrió al pie de la escalera. Se metió el garrote en el cinturón y saltó los primeros escalones, siguiendo al sacerdote y ganando terreno rápidamente. Vio que bajo los faldones de su casaca, el fugitivo llevaba lustradas botas de montar con espuelas y que sus piernas estaban enfundadas en pantalones de montar color caqui.

El sacerdote llegó a la pasarela y se aferró a la barandilla, jadeando para recuperar el aliento. Miró escaleras abajo. El pánico hizo estridente su voz cuando vio que Ryder subía rápidamente detrás de él.

—¡Deténgalo! ¡Mátenlo como a un perro! —Pero sus hombres estaban demasiado ocupados con sus propios problemas para prestarle atención. Luchó con los faldones de su hábito, tratando de alzarlos lo suficiente como para llegar al arma corta que abultaba sobre su cadera, pero no pudo alcanzarla. Ahora, Ryder estaba casi encima de él, y Aswat abandonó el intento. En cambio, tomó una de las lámparas de aceite que colgaban de la barandilla—. ¡Alto! ¡En Nombre de Dios se lo advierto! ¡Lo quemaré vivo!

La capucha del hábito cayó, revelando la chaqueta caqui del ejército egipcio, con las hombreras e insignias escarlata de mayor sobre los hombros. Sus rizos eran oscuros y ondulados, lustrosos de gomina. Ryder sintió un penetrante aroma a agua de colonia.

—Mayor Faroc. Qué agradable sorpresa —dijo alegremente.

La expresión del mayor Faroc era de frenesí.

—¡Se lo advertí! —chilló. Con ambas manos, le arrojó la lámpara a Ryder, quien se acható contra los escalones. La lámpara pasó volando por encima de su hombro, dejando a su paso una cola como de meteorito de aceite en llamas. Golpeó la escalera de acero cerca del suelo y explotó, rociando una sábana de fuego azul sobre la pila más cercana de sacos de dhurra. Arroyos de parpadeantes llamas azules se derramaron sobre los sacos secos como yesca, que se encendieron rápidamente, ardiendo con una luz viva como la de las velas.

—¡No se me acerque! —le gritó al-Faroc a Ryder—. Le advierto. No… —Sacó la segunda lámpara de su gancho, pero Ryder estaba preparado y sacó el garrote del cinturón. El mayor se la arrojó con toda su fuerza, lanzando un sollozo de esfuerzo cuando la lámpara dejó su mano.

Voló directo al rostro de Ryder. Él la vio venir y, a último momento, la desvió de un garrotazo. Cayó girando al almacén, y estalló sobre otra pila de dhurra. El grano se encendió en llamas devoradoras.

al-Faroc se volvió para correr, pero Ryder se izó en la escalerilla de un salto y, estirándose cuanto pudo, le agarró el tobillo. Chilló y procuró alejarlo de un puntapié, pero Ryder lo mantuvo agarrado sin esfuerzo y lo arrastró hacia el filo de la pasarela. al-Faroc se aferró a la barandilla, chillando como un cerdo al que llevan al matadero.

En ese momento, un tiro de pistola, disparado desde abajo, le rozó el hombro a Ryder e impactó en la escalera de acero, a seis pulgadas de sus ojos. Dejó una brillante mancha de plomo sobre el acero. La inesperada herida le ardió de tal manera que aflojó su presa sobre el tobillo de al-Faroc. Éste lo sintió ceder y pateó hacia atrás con la otra pierna. La rodaja de la espuela de su bota de montar desgarró la sien de Ryder, haciéndole perder el equilibrio. Ryder le soltó la pierna y se aferró al escalón que tenía frente a sus ojos. al-Faroc escapó corriendo por la pasarela.

Otro tiro proveniente de abajo silbó junto a la cabeza de Ryder e hizo saltar un trozo de yeso y una nubecilla de polvo de cemento de la pared. Miró hacia abajo y alcanzó a ver que los guardias egipcios que habían escoltado la última entrega de grano entraban a la carrera en el depósito Se dio cuenta de que debían haber visto las llamas y oído los disparos. Disparaban sin ton ni son y atacaban con bayonetas y espadas a los hombres de Bacheet. El que le había disparado a Ryder recargó su carabina, luego alzó el corto cañón y le apuntó con deliberación. Inerme, Ryder vio el relámpago del fogonazo y el pequeño torbellino del humo de pólvora negra. Otra bala repicó sobre el descansillo de acero que estaba a pulgadas por encima de su cabeza. Eso lo galvanizó y corrió los pocos pies que le faltaban para llegar a la pasarela. Se incorporó de un salto y se lanzó en persecución de al-Faroc.

El egipcio había desaparecido por la puerta baja que quedaba en el extremo más lejano de la pasarela. Ryder alcanzó la abertura, esperando otra bala del tirador del piso inferior, pero al mirar hacia abajo, vio al soldado estremeciéndose sobre el piso de concreto como un bagre recién capturado en el fondo de un bote. Bacheet estaba de pie sobre él, con un pie en su garganta, tratando de extraerle la lanza que tenía enterrada en el pecho. En ese preciso momento, otro de los enemigos cargó contra él. Bacheet dio un último tirón, logró sacar la lanza y la enfiló hacia su nuevo atacante.

Ryder vio que, en el piso inferior, sus hombres estaban en marcada inferioridad numérica y, aunque peleaban como gladiadores, iban siendo gradualmente sobrepasados. Estaba a punto de dejar escapar a al-Faroc y regresar para ayudarlos cuando otros dos hombres entraron a la carrera por una puerta trasera del depósito.

—¡Poder al glorioso décimo! —rugió Ryder al reconocer a Penrod Ballantyne y a Yakub, daga en mano. Penrod desvió el bayonetazo que le tiró el teniente egipcio a la cara y respondió con una estocada que le atravesó limpiamente la garganta; la plateada hoja pasó por entre las vértebras del teniente y salió por la nuca empañada de sangre rosada. Penrod recuperó su hoja en un movimiento fluido y el egipcio cayó al suelo. Sus talones redoblaron espasmódicamente sobre el concreto en las convulsiones de la muerte. Penrod tuvo un momento para dedicarle un despreocupado saludo con la mano a Ryder, quien señaló a la puerta del extremo de la pasarela.

—¡Es al-Faroc! —le gritó a Penrod—. Se fue por ahí. Trate de cortarle el paso. —No tuvo tiempo de decir más, y no supo si Penrod lo había oído ni mucho menos entendido. Las llamas rugían como una poderosa catarata, y todo el contenido del depósito ardía furiosamente, con llamas que avanzaban a toda velocidad por el reseco maderamen que sostenía las paredes y el techo.

Ahí va mi recompensa, pensó amargamente Ryder. Tosiendo por el humo, corrió en pos de al-Faroc. Alcanzó la puerta baja del extremo de la pasarela por donde el egipcio había desaparecido y asomó su cabeza por ella. Aspiró una honda bocanada del dulce aire nocturno y con ojos lacrimosos distinguió que por debajo de él otra escalera descendía por la pared trasera de la curtiembre hasta el camino de sirga del canal.

al-Faroc seguía luchando con los faldones de su hábito en los últimos escalones de esta escalera, pero al ver la cabeza de Ryder, se soltó y se dejó caer los seis pies que le faltaban para llegar al suelo, aterrizando sobre manos y rodillas. Se incorporó, indemne, y alzó la vista.

—¡Regrese! —gritó—. ¡No trate de detenerme! —Otra vez intentó alzarse los enredados faldones del hábito y logró alcanzar la pistolera que llevaba colgada del cinturón. Desenfundó el revólver y le apuntó a Ryder. La luz de las llamas que salía por las ventanas de atrás de la curtiembre arrojaba una viva luz sobre el camino de sirga. Ryder vio que la mano del mayor temblaba. Aceitosas gotas de sudor corrían por sus mejillas y goteaban de su papada. Disparó dos tiros en rápida sucesión, que fueron a dar uno a cada lado de la puerta. Agachándose, Ryder se metió otra vez y oyó los pasos de al-Faroc, que corría por el camino de sirga.

Si llega a la calleja, puede llegar a escapar —pensó—, mientras salía por la puerta y se colgaba de los escalones más altos de la escalera de escape. Bajó rápidamente, se arrojó desde tres metros antes de llegar al suelo y aterrizó con tal fuerza que se mordió la lengua. Escupió la sangre y vio que al-Faroc le llevaba una ventaja al menos de cien metros. Ya casi llegaba a la esquina del edificio.

Sin soltar su garrote, Ryder se lanzó en su persecución, pero al-Faroc dio la vuelta a la esquina y desapareció. Segundos más tarde, Ryder llegó allí y vio que ya iba a mitad de camino por la calleja, moviéndose a una velocidad sorprendente para tan rechoncha figura. Ryder se precipitó tras él. Cuando al-Faroc llegara al extremo de la calleja, desaparecería en el laberinto enmarañado de las calles de la ciudad. No esperará que lo capturemos. Dejará Jartum esta noche, pensó Ryder sombríamente. Al alba estará al otro lado del río, convertido en el discípulo más fiel del Madí. ¡Cuánto daño puede causar allí! Comenzaba a ganar terreno, aunque no le pareció que a suficiente velocidad.

Cuando al-Faroc llegó al extremo de la calleja, una elegante figura salió de una puerta en sombras y cruzó vigorosamente la pierna en el camino del otro. al-Faroc se estrelló contra el suelo con tal fuerza que se le vaciaron los pulmones. Aun así, se arrastró sobre su abultado vientre y trató de alcanzar el revólver que había volado de su mano cuando cayó, pero cuando sus dedos se cerraban sobre la culata, Penrod le pisó con fuerza la muñeca, inmovilizándole la mano.

Ryder se acercó, se inclinó sobre él y le dio un golpe en el occipucio con el garrote. al-Faroc cayó de bruces y quedó roncando contra la mugre del suelo de la calleja.

—Un tackle volador perfecto —le dijo Ryder a Penrod con admiración—. Indudablemente perfeccionado en los campos de rugby de Eton.

—Eton no, Harrow, querido amigo. No se confunda —corrigió Penrod. Luego, cuando Yakub apareció a su lado, pasó fluidamente al árabe—: Átalo bien. Gordon Pacha estará interesado en hablar con él.

—¿Tal vez me permita presenciar la ejecución? —preguntó Yakub, esperanzado, mientras le quitaba el cinturón a al-Faroc y lo usaba para atarle los brazos a la espalda.

—Bondadoso Yakub —dijo Penrod—. No me cabe duda de que te reservará un lugar en la primerísima fila del espectáculo.

Para entonces, el cielo y los techos de la ciudad estaban brillantemente iluminados por el incendio de la curtiembre. Dejaron a al-Faroc al cuidado de Yakub y volvieron corriendo al portón principal. El calor de las llamas era tan intenso que los combatientes se veían obligados a abandonar el edificio. Cuando emergían de las puertas o saltaban por las ventanas Bacheet y sus árabes los esperaban. Hubo gritos y bramidos pugnaces, el entrechocar de hojas y unos pocos disparos, pero gradualmente la mayor parte de las tropas egipcias renegadas fueron capturadas. Unos pocos se las compusieron para escapar por las callejuelas, pero Yakub fue tras ellos.

Rompía el día cuando los sobrevivientes, cargados de cadenas que tintineaban, entraron por el portón del fuerte Mukran. El general Gordon contempló su llegada desde las murallas y mandó llamar a Penrod. Su expresión benigna fue remplazada por una de fría ira cuando se enteró de la destrucción de los tres mil sacos de su precioso dhurra.

—¿Permitió usted que un civil tomara el mando de la operación? —le preguntó a Penrod, mientras sus ojos azules relampagueaban—. ¿A Courtney? ¿El mercader que trafica en el mercado negro? ¿Ese canalla sin un gota de patriotismo ni un grano de conciencia social?

—Le ruego me disculpe, general. Pero Courtney estaba tan comprometido como nosotros en la recuperación del grano faltante. De hecho, sus agentes descubrieron dónde estaba escondido —señaló Penrod en tono tranquilo.

—Su compromiso era el de doce chelines por saco y ni un penique más. De haber estado usted al mando podría haberse evitado ese fiasco.

—Parado en puntas de pie, Gordon lo fulminaba con la mirada. Penrod se quedó rígido en posición de firme y, con un esfuerzo, mantuvo la boca bien cerrada.

Haciendo un obvio esfuerzo, Gordon recuperó su ecuanimidad.

—Bueno, al menos pudo atrapar usted al jefe de la banda. No me sorprende en absoluto que se tratara del mayor al-Faroc. Voy a usarlo para dar un castigo ejemplar que ponga en vereda al resto de la guarnición. Voy a hacer que a él y sus cómplices les disparen desde la boca de un cañón.

Penrod parpadeó. Se trataba de un castigo militar particularmente cruel, que se reservaba para los crímenes más atroces. Por cuanto sabía, había sido empleado por última vez sobre los cipayos detenidos tras la sofocación del motín, treinta años atrás.

—No derramaría ni una lágrima si ese sinvergüenza de Courtney corriera esa misma suerte. —El pequeño general se dirigió a la ventana de su cuartel general pisando fuerte y frunció el ceño hacia las líneas enemigas al otro lado del río—. Sin embargo, no me parece que pueda hacerle eso a un inglés —gruñó— lo cual es una pena. Pero escogeré algún castigo que le deje clara cuál es mi opinión sobre su conducta y su valía moral. Tiene que ser algo que afecte su bolsillo. Ahí tiene la conciencia.

Penrod sabía bien que lo mejor que podía hacer era mantenerse en silencio. El buen Dios sabe que no siento mucho afecto por Ryder Courtney, pensó. Indudablemente, pronto se enfrentarían abiertamente por los favores de cierta damisela de su mutuo conocimiento. Pero era difícil suprimir la involuntaria admiración que le producían su inteligencia y su coraje.

Gordon dio la espalda a la ventana, y, tirando de la cadena, sacó del bolsillo su reloj de caza de oro.

—Las ocho. Quiero que este traidor de al-Faroc y sus secuaces estén juzgados, sentenciados y listos para la ejecución a las cinco de la tarde de hoy. Quiero que ésta tenga lugar en la plaza de armas para causar la máxima impresión posible en la población. No puedo tolerar el mercado negro en una ciudad en la que la mayor parte de la población pasa hambre. Hágase cargo, Ballantyne, y hágalo como corresponde.

* * *

Había salido todo muy bien, decidió Penrod, paseando por la terraza del palacio consular antes de retirarse a dormir. Llegó a un majestuoso tamarindo cuyas ramas sombreaban la mitad de la terraza y se reclinó sobre su tronco. Fumaba el cigarro cubano que Ryder había insistido en que aceptara antes de que se despidieran. Courtney había rechazado su invitación a presenciar las ejecuciones.

—No lo culpo. Yo mismo hubiera preferido tener que hacer en otro lugar —murmuró.

Al pensar en lo ocurrido, se sintió ligeramente asqueado, y le dio una larga, profunda, chupada al cigarro. A las cinco de esa tarde casi toda la guarnición de Jartum había desfilado por la plaza de armas para presenciar el castigo. Sólo se dejó una fuerza mínima que se hiciera cargo de las defensas de la ciudad. Aunque nadie le había ordenado hacerlo, parecía que también toda la población civil había acudido allí, rodeando en filas de a tres y cuatro en fondo todo el perímetro de la plaza. Los ocho cañones Krupp estaban alineados rueda con rueda, apuntando en su elevación máxima hacia las hordas sitiadoras de los derviches en Omdurman. La escasez de munición era demasiado severa como para desperdiciar incluso esos ocho tiros: una vez realizada su destrucción prioritaria, continuarían su trayecto hasta el otro lado del río para estallar entre las legiones sitiadoras y, con un poco de suerte, matar algunos enemigos.

Los primeros en aparecer fueron los traficantes y mercaderes de la ciudad descubiertos con depósitos del grano suministrado por al-Faroc en su poder. Ali Muhammad Acrani encabezaba la fila. Cuando Penrod registró sus instalaciones de detrás del hospital encontró seiscientos sacos escondidos bajo las celdas de esclavos de debajo de las barracas.

Los prisioneros fueron alineados en apretadas filas detrás de los cañones. Gordon Pacha los había sentenciado a presenciar las ejecuciones. Todas sus posesiones, además del dhurra comprado ilegalmente, les habían sido confiscadas. Serían expulsados de la ciudad y, del otro lado del río, no tendrían más remedio que confiar en la clemencia del Madí y sus ánsar. Penrod evaluó su situación. Ante esa opción, decidió, creo que preferiría besar a la hija del cañonero.

Su mente regresó al programa de espectáculos celebrado esa tarde en la plaza de armas. Una vez que todos los espectadores estuvieron allí, Penrod dio la orden y el mayor al-Faroc y los otros siete condenados fueron traídos marchando desde los calabozos del fuerte Mukran. Vestían uniforme de gala. Cada uno de ellos estaba parado en posición de firme frente a la pieza de artillería a la había sido destinado. El sargento mayor del regimiento leyó los cargos y sentencias con voz estentórea que llegaba hasta cada uno de los espectadores. Estiraban el cuello para oír sus palabras:

—… que se les dispare desde los cañones. —Un murmullo de expectativa se elevó de las cerradas filas. Era algo que ninguno de ellos había visto jamás. Alzaron a sus bebés y niños pequeños para que vieran mejor.

Vieron cómo el sargento mayor enrollaba el acta de acusación y se la entregaba a un mensajero, que la llevó donde esperaban Gordon Pacha y el capitán Ballantyne. El hombre hizo la venia y le entregó el rollo al general.

—Muy bien —dijo Gordon, haciendo la venia a su vez—. Que se cumpla la sentencia.

El sargento recorrió con paso marcial la fila de condenados, deteniéndose delante de cada uno para arrancarle ceremoniosamente las insignias de rango y mérito de los hombros y pechos de sus guerreras. Arrojó al polvo las coronas doradas, galones y medallas.

Cuando los ocho hombres quedaron con sus ropas desgarradas, desvalidos y deshonrados, dio otra orden. De a uno, los condenados fueron llevados hasta los cañones que los esperaban y atados a las bocas de éstos con los miembros en cruz. Las bocas quedaron en el centro de sus pechos, y sus brazos fueron atados a los costados de las brillantes, cañas negras. En ese grotesco abrazo, recibirían el beso de la hija del cañonero. al-Faroc se arrojó sobre el polvo de la plaza de armas. Aulló, lloró y pataleó. Finalmente, los soldados lo llevaron hasta el cañón que le tocaba.

—Preparados para cumplir la sentencia —bramó el sargento mayor.

—¡Que se cumpla, sargento mayor! —respondió secamente Penrod, con rostro y voz inexpresivos.

El sargento mayor desenvainó su espada y alzó la hoja desnuda. El joven tambor que tenía junto a él alzó los palillos hasta sus labios y luego los dejó caer en un largo redoble sobre el parche. El sargento mayor bajó la espada y él redoble cesó abruptamente. Hubo un momento de silencio, y hasta Penrod tomó aliento. Bramó el primer cañón.

La víctima desapareció por un instante en una densa nube gris de humo de pólvora. Luego, se vieron los fragmentos de su torso que volaban por el aire. Un silencio atónito siguió a la explosión, seguido de una espontánea explosión de vítores de los espectadores cuando la cabeza cayó a tierra y rodó por la arcilla cocida por el sol.

El sargento mayor volvió a alzar la espada. El tambor redobló y, una vez más, se interrumpió de golpe. Otra descarga tronó. Esta vez, los espectadores ya sabían qué esperar y sus entusiastas aplausos se mezclaron a aullidos de risa. al-Faroc era el último de la fila, y a medida que se aproximaba su turno, pedía misericordia con chillidos cada vez más estridentes. La muchedumbre vociferó, remedando sus súplicas, y las tripas de al-Faroc se vaciaron ruidosamente. Los fondillos de sus pantalones de montar quedaron manchados de heces líquidas. La hilaridad de los espectadores aumentó hasta convertirse en un bramido cuando el tambor redobló por octava y última vez. La cabeza de al-Faroc voló más alto que la de todos los que lo Precedieron.

Penrod examinó la colilla de su cigarro y decidió apenado que no podía dar otra chupada sin quemarse la punta de los dedos. La arrojó sobre las baldosas de la terraza y la aplastó con el taco. Aunque era tarde y ya había realizado su cotidiana ronda nocturna de las defensas de la ciudad, aún debía completar una pila de tareas administrativas antes de poder pensar en irse a la cama. Gordon quería disponer de todas sus listas e informes a primera hora de la mañana. El pequeño fanático del orden y la disciplina no fe hacía concesión alguna a las contingencias del asedio y a la pesada carga que ya había puesto sobre los hombros de Penrod:

—Debemos mantener los procedimientos a la perfección, Ballantyne, y dar ejemplo.

Al menos tiene menos piedad por él mismo que por mí, pensó Penrod.

Despegó la espalda del árbol y se disponía a dirigirse a los aposentos que David Benbrook le adjudicara, cuando un pequeño movimiento en uno de los balcones del segundo piso le llamó la atención. La puerta del balcón se había abierto, y pudo ver la habitación detrás de éste. El interior estaba alumbrado por una lámpara de aceite colocada sobre un tocador de dama y podía apenas distinguir las columnas y el dosel de una cama. El empapelado tenía un diseño de rosas rojas y ramitos de follaje.

Una esbelta figura femenina apareció en la puerta y el resplandor de la lámpara dibujó su silueta a contraluz, tejiendo un halo dorado en torno a su cabeza como el de una representación medieval de la Virgen. Aunque no se distinguía su rostro, reconoció a Rebecca de inmediato. Llevaba una bata de un material lustroso con un reflejo azul pálido, que posiblemente fuese seda natural. Era bien entallada, enfatizando la curva de su cintura y su cadera y dejando los brazos desnudos por debajo del codo. Avanzó hacia el frente del balcón, y la luz de la luna agregó sutiles tonalidades plateadas al dorado fulgor de la lámpara que la iluminaba desde atrás.

Miró el jardín y la terraza que se extendían por debajo de ella, pero no lo vio, pues las amplias ramas del tamarindo lo ocultaban. Se recogió los faldones y, con un gracioso movimiento recogió el cuerpo de modo que quedó sentada sobre la balaustrada del balcón. Sus pies estaban descalzos, y sus piernas quedaban expuestas hasta la rodilla. Sus pantorrillas estaban bien formadas, sus pies eran pequeños como los de una niña. Penrod quedó subyugado por su elegancia. Ahora, la luz de la lámpara alumbró su perfil y dejó la otra mitad de su rostro en una misteriosa sombra lunar. Tenía un cepillo de marfil en la mano, y llevaba suelto el largo cabello rubio. Se lo cepilló, comenzando en la pálida raya que fe corría por el centro del cuero cabelludo y terminando en su cintura, donde sus guedejas danzaban y ondulaban. Su expresión era serena y adorable.

Penrod quería acercarse más para estudiar cada ángulo y cada plano de su rostro y tal vez incluso llegara oler un dejo de su perfume. A pesar de los guantes, las mangas largas y el sombrero de paja de ala ancha que llevaba habitualmente durante el día, la piel de los brazos y piernas desnudos de Rebecca no era del color lechoso que dictaba la moda sino de un dorado claro. Su cuello era largo y grácil, y su cabeza se inclinaba en un ángulo hechizador. Comenzó a tararear suavemente. Él no reconoció la melodía, pero no pudo resistirse a ese canto de sirena. Se acercó más al balcón con cautela de cazador, esperando el breve momento en que ella cerraba los ojos al terminar cada cepillada para dar otro pequeño paso en su dirección. Ahora podía oír cómo aspiraba al fin de cada compás de la melodía, y casi podía sentir la tibieza y la textura de sus labios bajo los de él. Imaginó la forma trémula en que se abrirían, permitiéndole gustar los jugos de su boca, dulces como una manzana.

Finalmente, dejó de lado el cepillo, se retorció el cabello en un grueso rodete que se enrolló sobre la cabeza. Sacó un largo alfiler de cabeza alhajada de la solapa de su bata y lo alzó, disponiéndose a asegurar su peinado con él. Al hacerlo, desvió la cabeza, y Penrod aprovechó la ocasión para dar otro paso hacia ella.

Ella se congeló, como una gacela que percibe que un leopardo la acecha. Él se quedó quieto y contuvo el aliento. Entonces, ella se volvió y, al verlo frente a frente, sus ojos se abrieron como platos. Lo miró por un momento, y luego, recogió sus piernas de la balaustrada y quedó de pie en el interior del balcón. Sus labios modularon una silenciosa acusación: ¡Me estaba espiando!

Salió como un torbellino por la puerta abierta y la cerró detrás de ella, con apenas un leve chasquido del pestillo, como si no quisiese que nadie más oyera. Como si el hecho de que él la hubiera estado estudiando fuese un secreto entre ellos. El corazón de Penrod batía como un tambor y su respiración era agitada. Lamentó haberla espantado. Deseó haber podido contemplarla un rato más, como si por estudiar su rostro desprevenido se hubiera podido enterar de algún secreto.

Dejó la terraza, y mientras subía la gran escalera de caracol que conducía a sus aposentos, su instinto depredador que, durante un breve intervalo había quedado remplazado por un respeto casi reverente, se volvió a imponer. Sonrió. Al menos ahora sabemos dónde encontrar el tocador de mademoiselle para cuando sea necesario.

* * *

A diferencia de su gemela, a Amber no la perturbó la escena entre su hermana y Ryder que presenciaron al entrar sin aviso en los aposentos de éste. Al día siguiente, fue la única de las hermanas Benbrook que regresó al complejo del comerciante. Llegó a la hora de siempre, acompañada por Nazira, y de inmediato se hizo cargo del equipo de tres docenas de mujeres sudanesas que manufacturaban la preciosa torta verde. La complacía no tener que compartir la autoridad con Saffron.

* * *

Bacheet encontró a su amo en el taller del puerto y le susurró su informe.

Ryder alzó la vista de la línea de vapor del Ibis, que Jock McCrump y él soldaban.

—¿Y sus hermanas? —preguntó Ryder—. ¿La señorita. Saffron y la señorita Rebecca?

Bacheet meneó la cabeza.

—Sólo la señorita Amber. —Ryder no quería compartir esa conversación con Jock McCrump y los fogoneros y engrasadores del Ibis. Indicó la puerta con la cabeza, y Bacheet lo acompañó afuera.

Ryder sólo rompió el silencio cuando ya estaban a mitad de camino del complejo.

—¿Qué ocurrió, Bacheet? —Bacheet le dirigió una mirada de inocente incomprensión, pero Ryder tenía la certeza de que había compartido el catre de Nazira la noche anterior y que conocía todos los detalles de lo ocurrido en el transcurso de las últimas veinticuatro horas en los aposentos de las damas del palacio consular de Su Majestad Británica.

—Dime qué sabes —insistió.

—¡Soy un hombre simple —dijo Bacheet—. Sé de caballos y camellos, de las cataratas y corrientes del Nilo. ¿Pero qué sé del corazón de la mujer? —Meneó la cabeza—. Tal vez usted debería preguntarle acerca de esos misterios a alguien mucho más sabio que yo.

—Envíame a Nazira —dijo Ryder ocultando una sonrisa—. La esperaré en las jaulas de los monos.

Nazira aprobaba a Ryder Courtney. Por supuesto que tenía el aspecto mal cocido de la mayor parte de los ferenghi y sus ojos eran de un tono de verde antinatural, pero la edad y la apariencia de un hombre poco importaban si se trataba de un buen proveedor. Las esposas de éste nunca pasarían hambre: era un hombre fuerte y resuelto, y protegería a los suyos. Pero aun así, había algo gentil en él. Jamás les pegaría a sus mujeres, a no ser que éstas se comportaran de modo de merecerlo. Sí, lo aprobaba. Era de lamentar que, hasta ahora, al-Yamal no hubiera demostrado la misma sensatez que su aya.

Llegó al recinto de los animales, y le susurró al viejo Alí que se mantuviera a una distancia desde donde pudiera oír si se lo llamaba, pero no lo que se conversara. Por más que fuese una viuda de casi cuarenta años, era una mujer respetable y devota. Se había convencido a sí misma de que ella era la única que sabía de su discreta amistad con Yakub y Bacheet.

Saludó a Ryder, invocó las bendiciones del Profeta sobre él, se tocó corazón y labios, y se acuclilló a una distancia educada. Plegó su rebozo de modo que le cubriera la parte inferior del rostro y esperó a que él hablara.

Ryder se interesó por su salud, y ella le aseguró que se encontraba bien. Luego le preguntó por la salud de las muchachas que tenía a su cargo.

—al-Yamal está bien.

—Me alegro de oírlo. Estaba preocupado por ella. Hoy no vino a ayudar a las mujeres.

Nazira inclinó levemente la cabeza, pero no hizo ningún comentario.

—Nazira, ¿está enfadada conmigo? —preguntó.

Nazira lanzó un resoplido de desaprobación. La pregunta no tenía ni apariencia de sutileza. No merecía el honor de una respuesta. Sin embargo, por esta vez lo dejaría pasar: a fin de cuentas, él era un infiel.

—al-Yamal siente que te aprovechaste de su confianza. Necesitaba consuelo y consejo, y vino a ti como amiga, pero tú te comportaste como un libertino.

Nazira vio cómo en el rostro de él se pintaba la consternación.

—¿Libertino? —dijo—. Se equivoca. Siento gran respeto y afecto por ella. No soy un libertino.

Nazira hacía equilibrios sobre el filo de navaja de la lealtad. No podía decirle que el verdadero motivo de disgusto de Rebecca era que la habían sorprendido no sólo las gemelas, sino también el carilindo capitán. Pero Ryder le gustaba lo suficiente como para transmitirle un leve consuelo.

—La amo como si fuera mi propia hija, pero es joven, y no entiende nada, ni siquiera su propio corazón. Cambia como la luna, el viento y las corrientes, como un dhow sin capitán. Cuando dice que nunca más quiere ver a alguien, quiere decir que mantendrá esa decisión por lo menos hasta medianoche, pero probablemente no más allá del mediodía siguiente.

Ryder meditó sus palabras mientras le ofrecía un trozo de torta verde por entre los barrotes a Lucy, la hembra de cercopiteco verde. Estaba por dar a luz de un momento a otro. Lo tomó por la muñeca y lamió todas las migajas que le quedaban en los dedos.

—¿Qué debo hacer, Nazira? —preguntó.

Ella meneó la cabeza. Los hombres eran como niños.

—Cualquier cosa que hagas ahora no hará más que empeorar las cosas. No hagas nada. Le diré cuánto sufres. A la mayor parte de las muchachas le gusta oír eso. Cuando llegue el momento de hacer algo, volveremos a hablar.

A Ryder lo alegró mucho ese ofrecimiento de asistencia.

—Pero, ¿qué ocurre con Saffron? ¿Por qué no vino a ayudar a Amber?

—A Filfil, el comportamiento de usted la afectó tanto como a su hermana mayor. —Filfil, "pimienta" en árabe, era el apodo de Saffron—. También ella expresó la intención de no volver a verlo nunca. Dice que quiere morir.

Ryder volvió a parecer alarmado.

—Sólo un beso y, por cierto, bastante casto. ¿Y quiere morir?

—Hace tiempo que ha decidido que usted será su esposo Hasta ha discutido los detalles conmigo. Le debo advertir desde ahora que jamás le permitirá tener más de una esposa.

Ryder lanzó una carcajada de incredulidad.

—Es una niña dulce y divertida, pero niña al fin.

—En pocos años tendrá edad de casarse —Nazira no sonrió— y ya ha hecho sus planes.

Ryder lanzó otra carcajada, que esta vez contenía una nota de temor.

—Nazira, no quiero alentarla a que crea algo imposible, pero tampoco herirla. ¿Le transmitirías un mensaje de mi parte? ¿Le dices que tengo importantes tareas para ella? La necesito aquí.

—Se lo diré, efendi —Nazira se incorporó e hizo una reverencia—, pero necesitará más que eso para perdonarle su infidelidad. Pero ahora debo ir a ayudar a al-Zahra. —El nombre árabe de Amber significaba "la Flor"—. Con tantas bocas hambrientas, la torta verde nunca alcanza.

Cuando se fue, Ryder permaneció un rato más frente a la jaula de los monos, reflexionando sobre el atolladero en que se encontraba. Lucy, trepada en sus palos, con el vientre que le abultaba entre las patas, le ofreció la cabeza para que se la acariciara. Le encantaba que la rascaran detrás de las orejas. Finalmente, Ryder suspiró, y se dispuso a alejarse de la jaula. Cuando trató de sacar su mano por entre los barrotes, Lucy se la tomó y le hundió sus agudos colmillos blancos en el pulgar.

—¡Bicho maldito! —Le dio un ligero coscorrón. El animal chilló, como si sintiese una angustia mortal y se precipitó a la parte más alta de la jaula, desde donde le dirigió un furioso farfulleo.

—¡Que la plaga caiga sobre todos vuestros trucos femeninos! —la regañó y chupándose el pulgar dejó el recinto para bajar al puerto. Jock McCrump esperaba completar la reparación del casco y el motor ese día, y planeaba sacar al Ibis para probarlo.

* * *

Penrod estaba de pie en el parapeto del bastión avanzado que se alzaba en la ribera de frente a la isla Tutti. Pisó con fuerza las bolsas de arena para probar su solidez. A medida que las provisiones de dhurra se consumían, hacía llenar de arena los sacos vacíos para reforzar los puntos débiles de las defensas.

—¡Así está bien! —le dijo al sargento egipcio que comandaba el destacamento de trabajo—. Ahora necesitamos unas pocas defensas de madera más en las troneras de los emplazamientos de la artillería. —Siguiendo órdenes del general Gordon, estaba desmantelando los edificios abandonados y empleaba sus maderos para reforzar las defensas.

Recorrió la parte superior de la muralla, recubierta de bolsas de arena, deteniéndose cada cincuenta o cien pasos para supervisar la ribera que se extendía debajo de él. Había clavado estacas de demarcación en la estrecha franja de tierra barrosa que separaba el pie de la muralla de la orilla del agua. Hacía un mes, el Nilo lamía la muralla hasta una distancia de menos de un metro de su remate. Hacía dos semanas, se veían unas pocas pulgadas de barro al pie de la muralla. Ahora, la franja de playa tenía casi dos metros de ancho. El río caía día a día. En el transcurso de los próximos pocos meses entraría en la fase de Nilo bajo. Eso esperaban los derviches. Las amplias playas se secarían, proveyendo un ataque seguro a los dhows que cruzaran a sus legiones desde el otro lado del río, y un terreno firme desde donde lanzar el asalto final sobre la ciudad.

Penrod bajó de un salto a la fangosa orilla y trasladó sus estacas hasta el filo del río que retrocedía. En algunos lugares, ya se habían formado playas de cinco o seis metros de ancho. Necesitarán mucho más terreno para lanzar un ataque total, decidió, pero el río baja rápidamente. El Madí tenía hombres de guerra astutos y expertos al mando de su ejército, hombres como Osman Atalan. Pronto comenzarían a probar las defensas con incursiones y golpes nocturnos. ¿Dónde atacarán primero? se preguntó. Caminó por el perímetro, en busca de puntos débiles. Cuando llegó al fuerte Mukran, había escogido al menos dos puntos donde serían de esperar las primeras incursiones.

Encontró al general Gordon en una de sus atalayas favoritas del parapeto del fuerte. Estaba sentado bajo un enramada de junco frente a una mesa de campaña donde tenía sus binoculares, cuadernos de notas y mapas.

—Siéntese, Ballantyne —dijo—. Debe de tener sed. —Indicó la jarra de barro cocido que tenía sobre la mesa.

—Gracias, señor —dijo Penrod sirviéndose un vaso.

—Puede tener la certeza de que ha sido hervida durante media hora completa. —Era una broma intencionada. Bajo pena de azotes, Gordon había ordenado que toda el agua de la guarnición fuese hervida de esa manera. Había aprendido que era necesario hacerlo durante sus campañas en China. Los resultados eran notables. Aunque inicialmente había supuesto que se trataba de uno de los caprichos de Gordon, Penrod ahora era un fiel creyente en la eficacia del procedimiento. El cólera devastaba a la población civil de la ciudad, que desafiaba abiertamente las órdenes de Gordon y llenaba sus odres en el río y el canal, en el cual desaguaban los albañales de la ciudad. En contraste, las tropas de la guarnición sólo habían sufrido tres casos, el origen de los cuales había sido rastreado hasta verificar que provenían de la desobediencia, del empleo de agua sin hervir. Las tres víctimas habían muerto—. Lo cual fue afortunado para ellos —le dijo Penrod a David Benbrook—. Si hubieran vivido, Gordon los habría fusilado.

—Lo llaman la muerte del perro. Torrentes malolientes de cálidos excrementos y vómitos, todos los músculos y tendones del cuerpo anudados en dolorosos calambres, un esqueleto desecado por cuerpo y una calavera por cabeza! —David se estremeció—. No, gracias, no es para mí. Tomo agua hervida.

Penrod sintió un escalofrío al recordar la descripción: era muy precisa. Pero la sed podía matar con tanta velocidad como el cólera. El calor y el aire del desierto extraían la humedad del cuerpo, dejándole la garganta reseca. Alzó el vaso, saboreó el aroma a humo de leña y lo vació de cuatro largos tragos.

—Bien, Ballantyne, ¿qué ocurre con la margen norte? —Gordon nunca perdía tiempo en conversaciones intrascendentes.

—He marcado varios puntos débiles en la línea —Penrod desplegó su mapa de campaña sobre la mesa, posando la jarra de agua sobre una de sus esquinas para que no se volara. Lo estudiaron juntos—. Los peores están aquí y aquí. El nivel del río baja rápidamente. Desde el mediodía de ayer bajó tres pulgadas. Cada día que pasa quedamos más expuestos. Debemos reforzar esos lugares.

—Dios sabe que debemos ocupar muchos hombres y materiales para mantener las obras al día. —Gordon le dirigió una astuta mirada a Penrod—. ¿Sí? ¿Me iba a sugerir algo?

—Bueno señor, como usted dice, no tenemos esperanzas de mantener inexpugnable toda la línea… —Gordon frunció el ceño. No podía soportar lo que llamaba "pájaros de mal agüero". Penrod se apresuró a seguir antes de que el otro lanzara la acusación—… de modo que se me ocurrió que podemos dejar algunas brechas deliberadas en las defensas para incitar a los derviches a atacarlas.

—¡Ah! —El ceño de Gordon volvió a su posición normal—. ¡Regalos envenenados!

—Exactamente, señor. Dejamos una abertura, detrás de ella tendemos una trampa. Hacemos que se metan en un callejón sin salida y los rociamos con fuego de las Gatling.

Pensativo, Gordon se frotó la incipiente barba plateada del mentón. Solo tenían dos ametralladoras Gatling, restos de la expedición de Hicks. Éste no había querido llevárselas consigo al marchar a El Obeid, pues consideró que entorpecerían sus movimientos. Cada arma iba montada en una pesada cureña provista de un sólido eje y dos ruedas de hierro. Necesitaban de un tiro al menos de cuatro bueyes para posicionarlas. Los mecanismos eran frágiles y propensos a trabarse. Hicks prefería confiar en el tradicional fuego por andanadas de cuadros de infantería más bien que en el fuego sostenido desde una única posición expuesta. Concedía que las Gatling podían ser útiles en una posición defensiva estática, pero estaba convencido de que no tenían nada que hacer en una columna volante ofensiva. Había dejado las dos ametralladoras y cien mil tiros de la munición especial calibre 58 en el arsenal de Jartum antes de marchar a su aniquilación en El Obeid.

Penrod las había encontrado ocultas bajo polvorientas lonas en los recovecos más oscuros del arsenal, donde había ido a buscar un revólver para remplazar el perdido por Yakub. Estaba familiarizado con la Gatling. Había seleccionado a dos equipos formados por los integrantes de las tropas egipcias que tenía a sus órdenes que le parecieron más competentes, y, en el transcurso de una semana, les enseñó a servir las armas. Aunque el mecanismo de fuego era complicado, habían aprendido rápido. Los cartuchos 58 de percutor lateral encamisados en cobre entraban en el arma por gravedad desde un cargador vertical ubicado en la parte superior de ésta. El operador disparaba entonces accionando una manivela que hacía rotar los seis pesados caños de bronce en torno a un eje central. Cuando las balas caían de a una desde el cargador, las recogía uno de los seis cerrojos accionados por los gases del disparo que la alojaba en la recámara, donde era disparada y, una vez vacía, expulsada por gravedad. La cadencia de fuego dependía del vigor con que el operador hiciese girar la manivela. Requería fuerza y resistencia mantener el fuego durante más de unos pocos minutos, pero en la práctica, Penrod calculó que cada ametralladora disparaba casi trescientos tiros en medio minuto. Por supuesto que en cuanto se calentaba se atascaba. No conocía ninguna ametralladora que no lo hiciera.

En un aspecto, Hicks había tenido razón: las ametralladoras Gatling no eran muy móviles. Penrod se había dado cuenta de que en el transcurso de un ataque nocturno sorpresivo, no sería posible moverlas de un emplazamiento a otro en el perímetro de defensas de la ciudad, que se extendía por diez kilómetros.

Penrod resumió su plan:

—Hacerlos entrar por los supuestos puntos débiles hasta donde estén las Gatling, después cortarles la retirada.

—¡De primera! —dijo Gordon, radiante—. Muéstreme otra vez dónde tiene intención de poner sus trampas.

—Bueno, señor, me pareció que aquí, bajo el puerto, sería el lugar más obvio —Gordon asintió con la cabeza, aprobando—. El otro punto sería aquí, frente al hospital. —Penrod indicó con el índice en el mapa—. Bajo estas dos posiciones hay un laberinto de calles estrechas. Las bloquearé con pilas de escombros reforzados con vigas, y posicionaré las Gatling detrás de fuertes defensas de ladrillo… —Pasaron la siguiente hora discutiendo el plan.

—Muy bien, Ballantyne, puede retirarse —dijo al fin Gordon.

Penrod le hizo la venia y se dirigió a la rampa por la que se bajaba del parapeto del fuerte. A mitad del trayecto, se detuvo para escrutar hacia el norte. Sólo ojos tan agudos como los suyos habrían podido distinguir el minúsculo punto oscuro en el cielo de azul acerado sin nubes. Al comienzo, pensó que se trataba de un halcón saker que venía del norte, volando por sobre los descampados del desierto de Monassir. Había notado que un casal de esas espléndidas aves anidaba bajo el alero del techo del arsenal. Miró cómo se aproximaba la minúscula forma y meneó la cabeza.

—No es el típico aleteo del halcón. —La distante forma aumentó y él exclamó—: ¡Una paloma!

De golpe, recordó su última travesía desde el norte, cuando Yakub y él habían cortado el recodo del río. Observó la llegada de la paloma con agudo interés. Al acercarse al río, comenzó a trazar un amplio círculo —muy alto en el cielo acerado— cuyo centro era la ciudad de Omdurman.

—Vuelve al palomar. —Reconocía la maniobra. Las palomas casi siempre comenzaban un vuelo prolongado trazando una cantidad de círculos para orientarse, y procedían de la misma manera al regresar. Esta ave trazó una amplia curva sobre el río, luego pasó casi directamente sobre la cabeza de Penrod.

—¡Otra maldita mensajera derviche! —Había distinguido el minúsculo rollo de papel de arroz que llevaba atado a la pata. Sacó el reloj de su bolsillo y verificó la hora—. Pasan diecisiete minutos de las cuatro. —Le había comprado el reloj al cónsul Le Blanc a un precio exorbitante para sustituir el que se había empapado en su último cruce del río.

Vio cómo la paloma regresaba trazando otro amplio círculo que la hizo pasar por sobre el palacio consular, para luego comenzar un largo descenso sesgado por sobre las aguas del Nilo. La última vez que la vio fue cuando se lanzó en una abrupta caída hacia la bóveda encalada de la pequeña mezquita del sur de tos suburbios de Omdurman.

Al deslizarse el reloj de vuelta al bolsillo, sintió que lo observaban y se volvió a mirar. La cabeza del general Gordon asomaba por encima del parapeto.

—¿Qué ocurre, Ballantyne? —preguntó.

—No tengo la certeza de que sea así, general, pero apostaría un soberano de oro contra una pizca de estiércol de paloma seco que el Madí tiene un servicio regular de correo por palomas con su ejército del norte.

—De ser así, yo daría más que un soberano de oro para hacerme de uno de sus mensajes. —Gordon lanzó una sombría mirada a la mezquita donde aterrizara la paloma. Había pasado casi un mes desde la llegada de Penrod a la ciudad. Desde ese momento, no habían recibido noticias de El Cairo. No había forma de adivinar qué les había ocurrido al general Stewart y su columna de rescate. ¿Habían comenzado la marcha? ¿Habían sido rechazados? Por otro lado, tal vez sólo faltaran días para que llegaran.

—Ballantyne, ¿cómo puede conseguirme una de esas palomas? —preguntó Gordon en voz baja.

Poco después de las cuatro de la tarde siguiente, Penrod esperaba en la terraza del palacio consular, la cabeza echada hacia atrás para observar el cielo del norte.

—¡Justo a horario! —exclamó cuando vio el punto sobre el cielo del norte, ligeramente más al este de lo que esperaba. Cuando pasó por encima de su cabeza, calculó la velocidad y la altura del ave, entornando los ojos—. Doscientos pies justos, y rápida como si se le incendiara la cola. ¡Difícil! —murmuró—. Pero no hay viento, y he derribado faisanes que volaban más alto. —Se acarició el bigote, que regresaba lentamente a su anterior gloria.

* * *

La cena de esa noche en el consulado fue formal. Había una docena de invitados, todo lo que quedaba del cuerpo diplomático y de los funcionarios civiles del Jedive de El Cairo. Como de costumbre, Rebecca oficiaba de anfitriona. David le había enviado una invitación a Ryder Courtney sin consultar a Rebecca ni a Saffron, quienes, de haberlo sabido, habrían ejercido su derecho de veto.

Ryder había estado criando una vaquilla de búfalo en la esperanza de venderla con jugosas ganancias cuando se levantara el asedio. Pero la perspectiva de salvación parecía alejarse cada vez más, y la búfala tenía un apetito voraz que cada vez costaba más saciar. Cuando recibió la invitación de David, hizo sacrificar al animal y envió un cuarto trasero a las cocinas del Palacio consular.

Rebecca reconoció que el regalo había sido una ofrenda de paz, que la ponía en un terrible brete. ¿Podía rechazarla, sabiendo que haría que la vetada fuese un éxito triunfal? Significaría que reconocía que Ryder existía, algo que aún no estaba dispuesta a hacer. Resolvió el dilema haciéndole llegar una nota por medio de Amber en la que agradecía el obsequio en nombre de su padre. Sabía que había sido una debilidad de su parte, pero acalló su conciencia decidiendo no dirigirle ni una palabra si acudía a la cena.

Como de costumbre, Ryder llegó último. Lucía tan elegante con su chaqueta de etiqueta, y parecía tan en paz consigo mismo y con el mundo, que la ira de Rebecca se exacerbó.

Nazira mintió, pensó mirándolo por el rabillo del ojo mientras charlaba afablemente con su padre y con el cónsul Le Blanc. No sufre nada.

En ese momento se dio cuenta de que, a su vez, ella estaba siendo observada. Se volvió repentinamente y vio que el capitán Ballantyne la estudiaba desde el otro lado de la habitación con esa sonrisa de superioridad que ya comenzaba a enfurecerla. Siempre espiando, pensó. Antes de que pudiera recuperar la compostura y desviar la mirada, notó que su cabello y sus patillas habían comenzado a crecerle de modo muy sentador. Sintió que le ardían las mejillas, y esa sensación desconcertante en el bajo vientre. Se volvió a Inoran Pasha, el anterior gobernador de Jartum, ahora subordinado al general Gordon.

Diez minutos más tarde, echó una subrepticia mirada en torno para ver si el capitán Ballantyne la seguía espiando y sintió una punzada de irritación cuando lo vio absorto en las gemelas, o a ellas en él. Tanto Amber como Saffron aullaban de risa de forma muy poco propia de damas. Lamentó haber cedido a sus ruegos, permitiéndoles unirse a los invitados en vez de cenar con Nazira en la cocina. Se había anotado un pequeño punto al ubicar a Saffron junto a Ryder Courtney: a la niña le costaría mantener su voto de no hablarle nunca más. Había puesto al capitán Ballantyne tan lejos de ella como le fue posible, cerca de la cabecera que ocupaba su padre.

El interior del anca de búfala lucía un glorioso color rosado, y chorreaba jugo. Los invitados se mantuvieron en silencio mientras daban cuenta de sus porciones a toda velocidad. En cuanto se levantaron los platos, el capitán Ballantyne le susurró algo a David, se puso de pie, le dirigió una inclinación a Rebecca y salió de la habitación. Ella sabía que no debía esperar una explicación de su partida. Al fin y al cabo, estaban en guerra y él era el responsable de la defensa de la ciudad. Sin embargo, lamentó haberse perdido la ocasión de hacerle un desaire.

Miró al segundo objeto de su desaprobación, y vio que Saffron evidentemente había perdonado a Ryder. Al comenzar la comida, él había ignorado el desdén de la niña, concentrándose en Amber, sentada a su derecha. Eso casi había hecho a Saffron llorar de celos. Luego, cambió de táctica, concentrando todo su encanto en ella. Saffron no se lo esperaba.

—Saffron, ¿sabes que Lucy tuvo cría? —Sin darse cuenta de que había caído en la trampa, escuchaba ávidamente acerca de los gemelos que había dado a luz la cercopiteco, de cómo eran los bebés y de lo orgullosa que estaba Lucy de ellos. Él los había bautizado Billy y Lily.

—Oh, ¿puedo ir a verlos mañana? Por favor, Ryder —exclamó Saffron.

—Pero Saffy, me dijo Nazira que no te sientes bien —dijo Ryder.

—Eso fue ayer. Me sentía bastante enfermiza. —Ryder supuso que "enfermiza" era una de sus nuevas palabras—. Pero ahora estoy muy bien. Amber y yo estaremos allí mañana a las siete. —El duelo de voluntades había terminado con una total capitulación de su parte.

Rebecca hizo un pequeño mohín ante la estupidez de la niña y volvió su atención hacia el cónsul Le Blanc. Había oído que su padre le decía a Ryder que el diplomático era "una loca". Era una pena que no pudiera preguntarle a Ryder qué significaba eso. Sonaba misterioso, y Ryder sabía todo. Supongo, pensó, que en algún momento tendría que perdonarlo, pero todavía no.

El postre era un paté de torta verde con salsa de miel tibia: a instigación de David Benbrook, Bacheet había robado el nido que las abejas silvestres habían hecho en el techo del palacio. Le había advertido severamente que limitara el saqueo sólo a un panal pues a David le gustaba lo dulce y quería proteger la producción de las abejas. Ese plato también fue recibido con entusiasmo, y los bols de postre de porcelana de Limoges fueron concienzudamente limpiados por las cucharas de los invitados.

—Nunca había disfrutado tanto una comida desde mi última visita a Le Grand Véfour en el ochenta y uno —le aseguró Le Blanc a Rebecca.

A pesar de eso de la locura, es un viejo estúpido más bien simpático, pensó ella. En este nuevo ánimo benevolente, volvió a mirar a Ryder, cruzó sus ojos con los de él, y le sonrió, con una cabezada de asentimiento. Le pareció que el evidente alivio de él era muy gratificante. ¿Será que me estoy volviendo ligera de cascos?, se preguntó. No sabía muy bien en qué consistía ser ligera de cascos, pero se trataba de algo que su padre desaprobaba o decía desaprobar.

Una vez que los invitados partieron y ellos subieron a la planta de las habitaciones por la escalera de caracol, su padre le pasó el brazo por los hombros, la estrechó contra sí y le dijo que estaba orgulloso de ella, y que se estaba convirtiendo en una mujer muy bella.

De modo que no piensa que me estoy volviendo ligera de cascos, pensó Rebecca, sintiendo, sin embargo, una extraña insatisfacción. Mientras se preparaba para acostarse, susurró:

—Falta algo. ¿Por qué me siento tan desdichada? La vida es tan corta. Tal vez el Madí tome la ciudad mañana y todo habrá terminado, y ni siquiera habré vivido.

Como si el monstruo la hubiera oído y se hubiese removido en su guarida, desde el otro lado del Nilo se oyó el estrépito de la artillería. Oyó el aullido de una bomba por encima de su cabeza y después su explosión en algún lugar del barrio nativo cercano al canal. Con los cabellos formando una nube dorada sobre sus hombros, se puso su bata de seda, bajó la luz de la lámpara al mínimo y abrió la puerta que daba al balcón. Vaciló, sintiéndose culpable e indecisa.

—No habrá nadie allí —se dijo firmemente—. Ya pasa de medianoche. Si está despierto, estará en la ribera con esas Gatling.

Salió al balcón y antes de poder detenerse, miró hacia abajo, buscando entre las ramas extendidas del tamarindo. Sintió una intensa punzada de decepción cuando se dio cuenta de que su suposición había sido correcta. No había nadie allí. Suspiró, se reclinó sobre la balaustrada y miró a la otra orilla del río.

Hoy el Beduino Chiflado se fue a dormir temprano, pensó. Desde el anochecer, sólo había disparado ese único cañonazo, y ahora todo estaba en silencio. A la luz déla luna, vio cómo los murciélagos se zambullían y trazaban círculos cazando insectos en las ramas superiores del ficus del fondo de la terraza. Después de unos minutos, volvió a suspirar y se enderezó. No tengo sueño, pero es tarde. Debo irme a la cama, pensó.

Un fósforo se encendió entre las sombras de debajo del tamarindo y el corazón le saltó en el pecho. La llama se convirtió en un fulgor amarillo, y vio la cara de él, alumbrada como un perfil en un camafeo, mientras que el resto de su cuerpo quedaba en sombras. Tenía un largo cigarro negro entre los dientes. Llevó la llama a la punta de éste e inhaló profundamente. La llama ardió con más brillo.

—¡Oh, dulce Jesús! ¡Es tan hermoso! —La blasfemia brotó antes de que pudiera sofocarla. Sin apagar el fósforo que ardía entre sus dedos, alzó el rostro hacia ella. Ella le devolvió la mirada. Los separaban cincuenta metros, pero ella estaba hipnotizada, como un pájaro frente a una cobra.

Apagó él fósforo de un soplido y la imagen de su rostro desapareció. Sólo se veía el fulgor del cigarro, que aumentaba y disminuía cuando inhalaba. Volvió a invadirla un dolor difuso y debilitante, hasta que ya no pudo controlar sus emociones. Como en trance, se volvió lentamente, atravesó su dormitorio y salió al pasillo. Pasó ante la puerta de los aposentos de su padre y sus pies descalzos se apresuraron sobre la alfombra de seda que llevaba hasta la escalera. Corrió, súbitamente aterrada ante la posibilidad de que cuando llegara a la terraza él ya no estuviera allí. Manipuló con torpeza el pestillo de la puerta principal y le pareció que transcurría una eternidad hasta que se abrió. Corrió por el parque, y se paró en seco cuando vio la silueta oscura de él ocupando exactamente el mismo lugar que antes.

Se quitó el cigarro de la boca, lo arrojó sobre las lajas de piedra y aguardó. Los pies de ella se volvieron a mover por propia voluntad, lentamente al principio, después más rápido.

—No puedo… No quiero… —tartamudeó.

—No hables —ordenó él. Y ella se sintió abrumada por una profunda gratitud, aunque no pudo entender por qué. Fue hacia sus brazos, que se cerraron sobre ella. Perdió todo contacto con la realidad. La boca de él sabía a humo de cigarro mezclado con precioso almizcle, un destilado de ámbar gris masculino, un raro elixir de deseo. Se sintió aterrorizada e indefensa, pero al mismo tiempo tan a salvo y protegida como si la hubiesen trasladado mágicamente al torreón de una fortaleza de hadas.

Su bata de seda y el liviano camisón de algodón no eran obstáculo para él. La piel de ella ardía, caliente debajo de sus prendas, pero los hábiles dedos de él encendieron fuegos más profundos e intensos en su interior. Cerró los ojos, echó hacia atrás la cabeza y sucumbió a sus caricias. Súbitamente, jadeó y sus ojos se abrieron ante una sensación casi demasiado exquisita para soportarla. El doloroso nudo de la boca de su estómago estalló, remplazado por una sensación nueva y maravillosa que inundó todo su ser. Miró hacia abajo y vio que el frente de su bata estaba abierto hasta el ombligo y que la boca de él estaba apoyada contra su pecho. Sentía sus dientes en el pezón, y pensó que tal vez la mordiera hasta llegarle al corazón.

Él la alzó en sus brazos, y ella se sintió ingrávida. La depositó en el suelo, y sintió la hierba fresca y suave bajo su espalda. Le alzó los faldones de la bata, y ella sintió que el aire de la noche le acariciaba los muslos y el vientre. Sintió el peso de él sobre ella. La tocaba donde nunca la habían tocado antes. Sus muslos se separaron.

El cañón rugió al otro lado del río. Oyó el aullido de la bombas al aproximarse y sus piernas se cerraron como las hojas de una tijera. La bomba pasó por encima de ella, tan cerca que le quitó el aire, impidiéndole gritar. Se estrelló sobre el ala este del palacio, y estalló en una nube de llamas, polvo, yeso y ladrillos que volaban.

Con toda su fuerza, lo empujó y rodó de debajo de él. Se incorporó de un salto y corrió, sus largas piernas blancas alumbradas por la luna, como una gama asustada de su nido en el bosque. Atravesó la terraza a la carrera y se precipitó escaleras arriba. Frenética, entró en la habitación de las gemelas, al lado de los aposentos de su padre. Se lanzó sobre ellas, y las tomó en brazos, abrazándolas fuerte. Sollozaba por el alivio de verlas a salvo, y de haber escapado también ella.

—¿Están bien, queridas mías? Oh, Jesús querido, gracias por salvarnos. Las estrechó con más fuerza, pero las niñas, malhumoradas, sólo querían seguir durmiendo.

—¿Por qué nos despertaste? —preguntó Saffron.

—¿Qué te pasa, Becky? ¿Por qué lloras? —dijo Amber, bostezando y frotándose los ojos—. ¿Por qué te portas de esta manera estúpida?

Antes de que pudiera replicar, entró su padre, llevando una linterna.

—¿Están bien, niñas?

—¿Qué pasó? ¿Por qué tanto alboroto? —quiso saber Saffron.

—De modo que ni siquiera las despertó, ¿eh? —rió David—. El Beduino Chiflado se sentirá mortificado. Lleva meses disparándole al palacio. La primera vez que logra dar en el blanco, siguen durmiendo como si nada ocurriera. Me parece una falta de respeto.

—Oh, ¿fue una bomba? —dijo Amber—, creí que era un sueño.

—¿Dónde, papi? ¿Dónde dio?

—En el ala este, pero allí no hay nadie. No hay nadie herido, nada incendiado. Todo está a salvo.

Las gemelas se durmieron antes de que Rebecca las dejara; pero una vez que ella volvió a su cama, no pudo conciliar el sueño. Intentó rezar.

—Buen Jesús, manso y bueno, gracias por cuidar a papá y a las gemelas. Gracias por salvarme de… —No le pareció necesario entrar en detalles: Él sabía todo—… un destino peor que la muerte. —Había leído la expresión en algún lado, y ahora parecía el momento adecuado para usarla—. Por favor, líbrame de la tentación. —Pero la oración no pareció servir de mucho. En verdad, no sentía que hubiera sido salvada; al contrario, se sentía como si la hubieran privado cruelmente de algo de gran valor, algo tan precioso como la vida misma.

Recordó cómo la había tocado y otra vez sintió un dolor allí, donde habían estado los dedos de él. Se tocó tímidamente para cerciorarse de que no la hubiera lastimado. Dio un respingo de pánico al sentir que sangraba, que estaba caliente y mojada. Alejó su mano y la alzó hacia la luz de la luna que entraba a raudales por la ventana. Sí, sus dedos estaban húmedos, pero no de sangre. Volvió a poner la mano donde estaba y sintió otra vez el dolor que crecía en su interior. Jadeaba e imágenes perversas se proyectaban dentro de sus párpados, que cerraba con fuerza. Penrod Ballantyne de pie frente a ella, desnudo, con el cuchillo en la mano. Imaginó que sus propios dedos eran los de él.

La gran bola que tenía en su interior explotó y el dolor desapareció. Sintió una maravillosa sensación de libertad y euforia. Caía de espaldas, más allá del colchón, hundiéndose en un cálido y oscuro nido de sueño. Cuando Nazira la despertó, el sol entraba a raudales por la abierta puerta del balcón.

—¿Qué te pasó, Becky? Estás radiante como un durazno maduro en la rama cuando le da el sol de la mañana.

El árabe es un idioma tan romántico, pensó Rebecca. Concuerda a la perfección con mi estado de ánimo.

—Nazira querida, siento que ésta es la primera mañana de mi vida —replicó en el mismo lenguaje, y se preguntó por qué Nazira parecía, de pronto, tan preocupada.

* * *

Penrod entendía la renuencia de David a separarse aunque fuera por unas pocas horas de sus preciosas escopetas de doble caño calibre doce, el mejor modelo London de James Purdey & Sons. Eran armas extraordinarias y adivinó que probablemente le hubieran costado tanto como cincuenta libras cada una.

—Doscientas cincuenta —lo corrigió David—. Tanto el zar Alejandro de todas las Rusias como el kaiser Guillermo de Alemania tienen armas casi idénticas a éstas.

—Le aseguro que son necesarias para una muy buena causa, señor. Le doy mi solemne palabra de honor de que las cuidaré como si fuesen mi primogénito —insistió Penrod tratando de ser convincente.

—Espero que las trate mejor que eso. Siempre es posible concebir un niño. En cambio, Purdeys como ésta son un asunto completamente distinto.

—Tal vez debo explicarle para qué necesito tomarlas prestadas.

David lo escuchó con atención. A medida que Penrod contaba, su intriga crecía. Finalmente, suspiró, resignado.

—Muy bien, pero con una condición. Las gemelas van con ellas. —Ante la expresión azorada de Penrod, continuó—. Son mis cargadoras, y les he enseñado a ser adecuadamente respetuosas con mis armas.

Ambas niñas se sintieron deleitadas de que se les hubiese asignado esa misión, Amber más que Saffron. Era una oportunidad de tener a su héroe para ella por un rato. Estaban listas y esperaban en la terraza del palacio una hora antes de lo previsto.

Cuando Penrod llegó, insistieron en instruirlo en los misterios de cómo pasar y manipular una escopeta. Él se dio cuenta en seguida de lo seriamente que se tomaban su tarea. Para seguirles la corriente, fingió ignorancia y les hizo algunas preguntas estúpidas.

—¿Dónde se ponen las balas?

—No son balas, tonto. Son cartuchos —explicó Amber con aire de importancia. Ella era la instructora en jefe. Saffron y ella habían debatido el tema la noche anterior, cuando las luces ya estaban apagadas y ellas debían haber estado durmiendo. Finalmente, Amber zanjó la discusión—: Saffy, Ryder puede ser tu amigo especial, pero el capitán Ballantyne es mío. ¡Recuérdalo!

Cuando se trató del manejo de las escopetas, Penrod se mostró deliberadamente torpe y lento para no privar a Amber del placer de corregirlo.

—Cuando se la pase, debe tratar de recordar extender la mano izquierda con la palma hacia arriba, capitán Ballantyne, así puedo poner la parte delantera de la escopeta en su mano.

—¿Así, señorita Amber? —Logró contener la risa, mientras recordaba cómo, a la misma edad que Amber tenía ahora, le habían permitido asistir por primera vez a la gran cacería familiar en Clercastle, en la frontera de Escocia, donde había podido ocupar su lugar en la hilera como un hombre.

—No ponga la mano tan alta, capitán Ballantyne, que no alcanzo. —Detestó llamar la atención sobre la diferencia de altura entre ambos. Finalmente, quedó satisfecha. Hasta lo felicitó por sus progresos—: Debo decir que aprende rápido, capitán Ballantyne.

—Creo que usted y yo formamos un excelente equipo, señorita Amber —replicó con seriedad, y Amber se sintió mareada de satisfacción.

—Sí, pero, ¿usted ha disparado alguna vez antes? —Saffron se sentía excluida, sensación a la cual no estaba acostumbrada.

—Una o dos —le aseguró Penrod.

—Mi papá es uno de los mejores tiradores de Inglaterra —le informó Saffron con aire de importancia.

—Estoy segura de que el capitán Ballantyne hará las cosas bien. —Amber le dedicó una mueca de desaprobación a su gemela. ¿No podía Saffy mantenerse en silencio por una vez?

—Bueno, veremos si es así —dijo Saffron con altivez.

Los tres esperaron impacientes sobre la terraza, las gemelas compitiendo acerca de cuál de ellas distinguiría antes la paloma. La vieron al mismo tiempo, y chillaron de excitación. Las puntas de las alas del ave eran blancas como hueso. Relumbraban al sol. Al cruzar el río volaba alto, y cuando pasó por encima de ellos, mucho más. Los perdigones eran efectivos a una distancia de casi sesenta metros, pero esta paloma estaba al menos a cien metros de altura.

—¿Por qué no disparó? —preguntó Saffron al verla pasar.

—Estaba fuera de alcance —le dijo Penrod—. Si la toco y llega levemente herida al palomar, los derviches se darán cuenta de nuestras intenciones. No las usarán más. Debemos matarla limpiamente.

—Papá la habría matado fácilmente.

—Miren, viene hacia aquí otra vez —dijo Amber, tratando de que su hermana no provocara al capitán.

La paloma dio un amplio giro detrás de las desperdigadas construcciones de Omdurman, volvió a cruzar el río, trazando un ángulo hacia la ribera y perdiendo altura gradualmente.

—Esto debería servir —murmuró Penrod alzando el arma. El movimiento fue pausado, casi distraído. Su brazo izquierdo se extendía casi en línea recta con los cañones, su mejilla derecha se apoyaba sobre el vástago de la culata. Encañonó al ave desde atrás de la cola, y siguió con un movimiento fluido su línea de vuelo. En el instante final, cuando su índice se curvó sobre el gatillo, adelantó ligeramente el arma. Disparó, y el retroceso alzó el cañón. Con un movimiento fluido volvió a apuntar el arma, poniendo manos, hombro y cabeza en la misma posición de antes. Se volvió a oír un estampido, y el arma saltó mientras lanzaba un chorro de negro humo de pólvora por el cañón derecho.

—¡Erraste! —gritó Saffron.

El ave iba tan alto que hubo una demora perceptible entre el estampido del disparo y la llegada de los perdigones. La paloma perdió altura y vaciló en el aire. Sus patas se estiraron y comenzó a caer.

—¡Le diste! —aulló Amber.

Entonces, la rociada del segundo disparo impactó en el ave herida, y oyeron el castañeteo de los perdigones sobre el plumaje. Un perdigón impactó en la garganta del animal, que echó hacia atrás la cabeza cuando le llegó al cerebro.

—¡Muerta! —chilló Amber—. ¡Muerta al instante en el aire! Ni papá lo habría hecho tan bien. —Las alas de la paloma se plegaron y se precipitó a tierra, pero aún la movía el impulso del vuelo y comenzó a desviarse hacia el agua.

—¡Va a caer al río! —gritó Penrod alarmado, arrojándole la escopeta a Amber. La tomó por sorpresa, pero la atajó antes de que tocara tierra. Atravesando el parque de un salto, Penrod se lanzó a la carrera hacia la ribera, y ella corrió detrás de él, entorpecida por la pesada arma.

Durante un momento, pareció que el ave muerta caería en tierra firme, pero entonces, la brisa la desplazó. Penrod se paró en seco en la fangosa franja que bordeaba el agua y miró espantado cómo la paloma caía con un chapuzón treinta yardas río adentro. El cuerpo flotó en el centro de un creciente círculo de ondas y azules plumas pectorales sueltas.

—¡Un cocodrilo! —gritó Amber detrás de él. A cien yardas de la paloma derribada Penrod vio emerger una cabeza monstruosa. Su piel tenía tantos nudos y escamas como la corteza de un viejo olivo—. ¡De los grandes! —vociferó Amber.

—¡Va por la paloma! —exclamó Saffron.

Penrod no dudó. Se quitó las botas y las dejó a un lado, y corrió hacia la orilla arrancándose la camisa de un tirón, de modo que los botones volaron como trigo que se siembra al voleo. Luego fue el turno de los pantalones de montar, y quedó sólo con sus calzoncillos, de llamativa seda carmesí. Corrió dentro del agua verde hasta que le llegó a la cintura, unió las manos por encima de su cabeza, y se zambulló. En el momento mismo en que su cabeza emergió a la superficie, dio una poderosa brazada. El cocodrilo, atraído por el movimiento, avanzó hacia Penrod, impulsándose con su poderosa cola.

—¡Regresa! —gimió Amber—. ¡Deja esa tonta ave!

Penrod nadaba furiosamente, pataleando vigorosamente con ambas piernas, cortando el agua. El cocodrilo se movía mucho más rápido que él. Estaba en su elemento, pero debía recorrer el triple de distancia que Penrod. Éste llegó hasta donde el ave flotaba, la tomó de la cabeza con la boca y se volvió para regresar a tierra.

—¡Más rápido! —gritó Amber, desesperada—. ¡Te está alcanzando! ¡Más rápido, por favor! ¡Por favor!

El gran saurio había concentrado toda su atención en el hombre. En lugar de zambullirse, nadaba sobre la superficie, agitando la cola, que dejaba una bullente estela a su paso, de un lado a otro. Estaba tan cerca que se veían brillar sus ojos como opacas canicas amarillas. Largos colmillos sobresalían de sus labios escamosos, encajando en filas alternas. Se dirigía a las piernas desnudas de Penrod.

—¡Te va a atrapar! —Amber estaba enloquecida de miedo. No había recargado la escopeta, pero ahora corrió el cerrojo y abrió la recámara. Sacó torpemente un par de cartuchos de la escarcela de cuero que llevaba a la cintura, metió uno en la recámara y dejó caer el otro en el barro. No había tiempo de recuperarlo o de tomar otro, de modo que cerró el arma. Se metió corriendo en el agua, que primero le llegó a las rodillas, después a la cintura, finalmente a las costillas.

Penrod estaba directamente frente a ella, surcando el agua como un demente, dejando una espumosa estela con sus patadas. Con frío horror, Amber observó cómo el monstruo acortaba distancias. Repentinamente, se alzó del agua, con las quijadas abiertas de par en par. La mucosa de su boca y garganta era de un bello amarillo ranúnculo. Estaba tan cerca que se distinguía claramente el colgajo de piel que sellaba el fondo de su garganta, impidiendo que el agua inundase sus pulmones. Sus colmillos eran agudos e irregulares. Olió el hedor obsceno de esas fauces abiertas. La bestia se precipitó hacia las piernas de Penrod.

Amber alzó la escopeta y amartilló el percutor labrado. En otras circunstancias, habría necesitado ambas manos para correr el fuerte resorte del seguro lateral, pero estaba poseída. La culata era demasiado larga para poder apoyársela en el hombro, de modo que la sostuvo bajo la axila derecha. Apuntó, manteniendo los ojos abiertos, como le había enseñado su padre, al pulsar el segundo gatillo. Si hubiera gatillado con el primero, el percutor habría golpeado sobre vacío. David le había enseñado bien.

El arma saltó y bramó y una ráfaga de perdigones barrió el aire a pulgadas por encima de la cabeza de Penrod. El estampido lo ensordeció. Amber y la escopeta volaron hacia atrás por el retroceso, y desaparecieron entre los remolinos del río.

La perdigonada entera fue a dar en el garguero del cocodrilo. Sus grandes quijadas se cerraron con un golpe como el de un portón de acero, y su cuerpo se curvó en un arco tendido de agonía. El reluciente hocico negro casi le tocó la cola. Con la mitad del cuerpo fuera del agua, dio una voltereta hacia atrás, se zambulló bajo la superficie y desapareció en un gran remolino de aguas verdes.

Penrod sintió el fondo bajo sus pies y se lanzó, tambaleante, hacia donde Amber se había hundido. Los oídos le zumbaban dolorosamente por el estampido del disparo, y cuando sacudió la cabeza para despejarlos, el empapado cuerpo de la paloma que colgaba de sus dientes le golpeó las mejillas. Dorados zarcillos del cabello de Amber flotaban sobre la superficie como una bella planta acuática. Penrod tomó un puñado y la arrastró a la superficie. Escupía y se atragantaba, pero empuñaba firmemente la escopeta de su padre. Penrod la tomó de la cintura y, metiéndosela bajo el brazo, vadeó hasta la orilla llevando un poco digno revoltijo de faldas empapadas, cabello y miembros que se debatían.

—¡Suéltame! —se atragantó—. Por favor suéltame.

La depositó sobre sus pies.

—Tósela toda —ordenó—. No tragues nada. —La palmeó entre los omóplatos. Los albañales de la ciudad desaguaban río arriba. No quena que la niña pereciera ante el soplido de la trompeta de cólera.

David y la mayor parte del personal del palacio habían estado observando desde la terraza y corrieron hasta la orilla. Antes de que llegaran, Penrod se hincó frente a ella.

—¿Estás bien?

—Sí —jadeó—, pero la escopeta de papá se mojó.

—Qué niña valiente y maravillosa eres. —Penrod la abrazó con fuerza—. Te elegiría siempre como compañera para un combate. —Mientras David se acercaba a la carrera, mantuvo su brazo en torno a los hombros de Amber—. Disculpe que me tome estas libertades, pero le debo la vida a esta damisela.

—Perfectamente adecuado y justificado, capitán. Yo le voy a dar un beso.

Antes de que eso ocurriera, llegaron Nazira y Rebecca.

—¡Ese río mugriento! —Rebecca evitó la mirada de Penrod y alejó a Amber de él—. Nazira, la meteremos en un baño de desinfectante. —Las dos se llevaron a Amber a toda prisa.

* * *

En el baño, mientras Rebecca y Nazira le quitaban sus vestiduras desordenadas y cubiertas de fango, y Saffron echaba otro cubo de agua caliente en la tina de porcelana, Amber estaba arrobada.

—¿Oíste lo que dijo, Becky? Dijo que para una pelea, me tendría de compañera.

Evitando cuidadosamente responder, Rebecca se dirigió a la tina y volcó una generosa medida de lisol en la misma.

Saffron no fue tan reticente.

—Me imagino que eso significa que ahora es tu festejante —se burló.

—Ya lo creo que algún día lo será. Espera y verás —Amber se puso los puños sobre los caderas desnudas y fulminó a su gemela con la mirada.

—No seas tonta, Enana —la regañó Rebecca—. El capitán Ballantyne podría ser tu padre. Ahora, métete en el baño de una buena vez.

Nazira sintió una punzada al ver a Amber meterse en la tina. El cuerpo de la niña parecía haber cambiado, y pronto habría hondonadas y protuberancias femeninas en lo que hasta ahora era plano y limpio.

Estoy perdiendo a todos mis bebés, se lamentó para sus adentros.

* * *

En cuanto se puso los pantalones de montar, Penrod examinó a la paloma. Era un ave grande, de plumaje de bronce y puntas de ala blancas, probablemente hembra, pues éstas son las que saben retornar mejor a su punto de origen. El mensaje que llevaba había sido plegado y enrollado hasta formar un pequeño cilindro no mayor que la falangeta de su meñique, asegurado a la pata del ave con un fino hilo de seda. Cortó el hilo con su cortaplumas, y se guardó el ave para enviarla después a las cocinas. Envolvió el rollo de papel en su pañuelo para enjugarle el agua lo más posible, se puso las botas, y dejando a David llorando por su empapada escopeta, se dirigió al cuartel general de Gordon en el ala oeste del palacio.

* * *