En la terraza de su casa, el Madí estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un angareb bajo, un diván cubierto con una alfombra de oración de seda y varios cojines. La terraza estaba techada con una enramada de juncos tejidos para protegerla del sol, pero los costados estaban abiertos a la refrescante brisa del río y daban a la ciudad de Jartum, al otro lado del ancho Nilo de Victoria. El feo cubo del fuerte de Mukran dominaba las defensas de la ciudad sitiada. El emir Osman Atalan estaba sentado frente a él, y una joven esclava hincada le ofrecía un plato de agua en el que flotaban unos pocos pétalos de adelfa. Osman tomó un poco de agua con los dedos e hizo las abluciones rituales, luego despidió a la mujer con un gesto. Otra hermosa muchacha esclava de la tribu gala puso entre ellos una bandeja de plata donde había tres copas de plata enjoyada de alto pie: cálices provenientes del saqueo de la catedral católica romana de El Obeid.

—Refréscate, Osman Atalan. Vienes de lejos —invitó el Madí. Osman hizo un elegante gesto de rechazo.

—Os agradezco vuestra hospitalidad, pero he comido y bebido al amanecer y no volveré a comer hasta que el sol se ponga.

El Madí asintió. Conocía la frugalidad del emir. Sabía bien de la especial iluminación religiosa y el sentido de propósito y dedicación que traían el ayuno y el negar los apetitos. El recuerdo de su permanencia en la isla Abbas estaba tan fresco como si hubiera estado allí el día anterior, en vez de hacía tres años. Alzó una de las copas de plata a sus labios, mostrando por un instante la brecha entre sus incisivos, signo de divinidad. Por supuesto que nunca bebía alcohol, pero le gustaba un refresco hecho de jarabe de dátiles y jengibre molido.

Alguna vez había sido esbelto y duro como ese fiero guerrero del desierto, pero ya no era un ermitaño solitario. Era el jefe espiritual de una nación, y Dios lo había escogido. Alguna vez había sido un asceta descalzo que se negaba todo placer sensual. Hacía no mucho tiempo, se había proclamado en todo el Sudán que Muhammad Ajmed nunca había conocido mujer. Ahora, ya no era virgen, y su harén contenía los primeros frutos de todas sus gloriosas victorias. El primero en escoger entre las mujeres capturadas era él. Todos los jeques y emires le traían como obsequio a las muchachas más bellas de sus territorios, y él aceptaba con generosidad ese imperativo político. El número de sus esposas y concubinas ya pasaba de mil, y aumentaba a diario. Sus mujeres lo fascinaban. Pasaba la mitad de sus días con ellas.

A ellas las deslumbraba su aspecto, su altura, su gracia, sus delicados rasgos, la marca alada de su mejilla y la sonrisa angelical que ocultaba todas sus emociones. Amaban su perfume y la brecha que separaba sus dientes. Su riqueza y su poder las embriagaban: su tesoro, el Beit el Mal, contenía oro, alhajas y millones en especias, el fruto de sus conquistas, del saqueo de las principales ciudades del Nilo. Las mujeres cantaban: "El Madí es el sol de nuestro cielo y el agua de nuestro Nilo".

Ahora, hizo a un lado la copa de plata y tendió su mano. Una de las doncellas se hincó para ofrecerle una servilleta de seda perfumada para que se enjugase el pegajoso jarabe de los labios.

Detrás del Madí, sobre otro angareb con cojines, estaba el califa Abdulahi. Era un hombre bien parecido, de facciones cinceladas y una nariz como el pico de un águila, pero su piel estaba moteada como la de un leopardo por las cicatrices de la viruela. Su naturaleza también era como la del leopardo, depredadora y cruel. El emir Osman Atalan no le temía a hombre ni fiera algunos, a excepción de los que tenía delante de él en ese momento. A ésos los temía con toda su alma.

El Madí levantó una mano graciosamente formada y señaló al río. Aun a simple vista podían distinguir la solitaria figura sobre los parapetos del fuerte Mukran.

—Allí está Gordon Pachá, el hijo encarnado de Satanás —dijo el Madí—. Te traeré su cabeza antes de que comience el ramadán —dijo su califa—. A no ser que el infiel te atrape antes a ti —sugirió el Madí con su voz suave y placentera. Se volvió a Osman—. Nuestros escuchas nos informan que el ejército infiel por fin se ha puesto en marcha. Navegan por el río hacia el sur con una flotilla de vapores para salvar a nuestro enemigo de mi venganza.

—Al comienzo, se moverán a paso de camaleón. —El califa confirmaba el informe de su amo—. Pero una vez que pasen por las cataratas y alcancen el recodo del río en Abu Hamed, tendrán el viento norte a favor y habrá menos corriente. La velocidad de su avance se multiplicará por seis. Llegarán a Jartum antes de la estación del bajo Nilo, y no podremos tomar por asalto la ciudad antes de que el río baje y deje al descubierto las defensas de Gordon Pachá.

—Debes mandar a la mitad de tu ejército al norte al mando de tus jeques de más confianza y detener a los infieles en el río antes de que lleguen a Abu Klea. Luego, debes aniquilarlos, del mismo modo en que destruiste los ejércitos de Baker Pachá y Hicks Pachá. —El Madí le clavó la mirada a Osman y éste sintió que su espíritu se conmovía—. ¿Vencerás a mi enemigo por mí, Osman Atalan?

—Santo hombre, lo pondré en tus manos —replicó Osman—. En nombre de Dios y con la bendición de Alá, haré tuya esa ciudad y a todos sus habitantes. —Los tres guerreros de Dios miraron hacia la otra orilla del Nilo como guepardos que acecharan a una manada de gacelas que pasta en una llanura.

* * *

El capitán Penrod Ballantyne llevaba cuarenta y ocho minutos esperando en la antecámara del consulado de Su Majestad Británica en El Cairo. Consultó la hora en el reloj ubicado sobre la puerta de la oficina privada del cónsul general. A la izquierda de la inmensa puerta tallada colgaba un retrato de tamaño natural de la reina Victoria en el día de su boda, aún pura y bella con la frescura de la juventud, con la corona del Imperio sobre 8U cabeza. Del lado opuesto de la puerta, había un retrato similar de su consorte, el príncipe Alberto de Saxo-Coburgo y Gotha, bien parecido y dotado de maravillosas patillas.

Penrod Ballantyne se echó una rápida mirada en el espejo de marco dorado alto hasta el techo que adornaba la pared lateral de la antecámara y registró con satisfacción su parecido con el príncipe consorte, quien ya llevaba mucho tiempo muerto, mientras que él, Penrod, era joven y vital. Sus charreteras de capitán y los galones de la chaqueta de su uniforme eran dorados, nuevos y relucientes. Sus botas de montar estaban lustradas hasta brillar como cristal, y el fino cuero de guante se plegaba sobre bus tobillos como el fuelle de un acordeón. Su sable de caballería pendía paralelo a la lista escarlata de sus pantalones de montar. Su dolmán, que le colgaba de un hombro, se le ceñía al cuello con una cadena dorada, y llevaba su colpac, el gorro de húsar de piel de oso, bajo el brazo derecho. Sobre el pecho, a la izquierda, lucía una cinta de muaré violeta de la que pendía una cruz de bronce con la inscripción "Al Valor", hecha del metal de los cañones rusos capturados en Sebastopol. Era la máxima condecoración militar del Imperio.

Entró el secretario de sir Evelyn Baring.

—El cónsul general lo recibirá ahora.

Penrod se había mantenido de pie para preservar el aspecto impecable de su uniforme pues no le habría gustado exhibir arrugas en los codos, la parte trasera de la chaqueta o las rodillas de sus pantalones de montar. Volvió a ponerse el alto colpac, mirándose de soslayo al espejo para asegurarse de que estuviera centrado y cubriera las cejas, y que la cadena pasara por encima del mentón, y marchó a la oficina privada a través de las talladas puertas.

Sir Evelyn Baring estaba sentado a su escritorio, leyendo de una pila de despachos que se encontraba frente a él. Penrod se puso en posición de firme e hizo la venia. Baring lo hizo entrar con un gesto, sin alzar la vista. El secretario cerró la puerta.

Oficialmente, sir Evelyn Baring era el agente del Gobierno de Su Majestad Británica en Egipto y su cónsul general plenipotenciario en El Cairo. En realidad, era el virrey que gobernaba al gobernador de Egipto. Desde que el jedive había sido salvado de las masas insurrectas por el ejército británico y por la presencia de la armada real en el puerto de Alejandría, Egipto se había vuelto en todo, menos en el nombre, un protectorado británico.

El jedive Tawfig Pachá era joven y débil, y no podía ni compararse a un hombre como Baring y al poderoso imperio que éste representaba. Se había visto forzado a renunciar a todos sus poderes y, a cambio, los británicos le habían dado a él y a su pueblo la paz y la prosperidad que no conocían desde los tiempos del faraón Ptolomeo. Sir Evelyn Baring tenía una de las mentes más brillantes del servicio colonial. El primer ministro William Gladstone y su gabinete eran conscientes de sus cualidades, que apreciaban mucho. Sin embargo, el trato a sus subordinados era altivo y condescendiente.

Ignoró a Penrod y continuó leyendo, haciendo anotaciones al margen con una lapicera de oro. Finalmente, se incorporó, dejando a Penrod de pie, y se dirigió a las ventanas que daban al río y a Guizé, en la otra orilla, donde se alzaban las despojadas siluetas de las tres enormes pirámides.

Maldito idiota, se dijo Baring. Nos ha metido en camisa de once varas. Desde el comienzo se había opuesto a la designación del Chino Gordon. Hubiera preferido enviar a Sam Baker, pero Gladstone y el secretario de guerra lord Harrington se habían salido con la suya. Provocar conflictos está en la naturaleza de Gordon. El Sudán debía ser abandonado. Su tarea era sacar a nuestra gente de esa tierra condenada, no enfrentarse al Madí loco y sus derviches. Esto es exactamente lo que le advertí a Gladstone que ocurriría. Gordon procura imponer sus términos y forzar al primer ministro y su gabinete a enviar un ejército a recuperar el Sudán. Si no fuera por los desdichados ciudadanos que han quedado atrapados gracias a él, y por el honor del Imperio, debería dejarlo que se las arregle solo.

Baring se alejó de la ventana y de la contemplación de los inmemoriales monumentos que se alzaban al otro lado del Nilo, y sus ojos cayeron sobre un ejemplar del Times de Londres que se encontraba sobre la mesa, junto a su sillón favorito. Su ceño se frunció más. Para colmo, había que tener en cuenta las opiniones desinformadas y sentimentales de las masas sudorosas, tan fácilmente manipuladas por los pequeños potentados de la prensa.

Podía casi recitar de memoria el artículo de fondo: "Sabemos que el general Gordon está rodeado de tribus hostiles y que sus comunicaciones con El Cairo y Londres están cortadas. En estas circunstancias, el Parlamento tiene el derecho a preguntarle al gobierno de Su Majestad si tiene intención de hacer algo para socorrerlo. ¿Quedará indiferente ante el destino de un hombre al que ha recurrido para salvarse en momentos de peligro, lo dejará librado a su suerte sin hacer ni un esfuerzo por él?" Randolph Churchill había dirigido estas palabras a la cámara de los comunes el 16 de marzo de 1885. ¡Maldito demagogo! pensó Baring, mientras alzaba sus ojos hacia el capitán de húsares.

—Ballantyne. Quiero que vaya a Jartum. —Eran las primeras palabras que le dirigía a Penrod desde que éste había entrado en la habitación.

—Por supuesto, señor. Puedo partir dentro de la próxima hora —respondió Penrod. Sabía que la palabra que al amo de Egipto le gustaba oír por sobre todas las demás era "sí".

Baring se permitió una sonrisa glacial, un infrecuente signo de aprobación. Su sistema de inteligencia llegaba muy lejos y todo lo abarcaba. Sus raíces atravesaban todos los estamentos de la sociedad egipcia, desde los niveles más altos del gobierno y las fuerzas armadas hasta los conciliábulos prohibidos de los mulás en sus mezquitas y de los obispos en sus catedrales y monasterios coptos. Tenía agentes en los palacios del jedive y los harenes de los pachás, en los zocos, bazares y burdeles de las ciudades más grandes y las aldeas más miserables.

Penrod no era más que un minúsculo renacuajo en las bullentes ciénagas de intriga en las que sir Evelyn Baring arrojaba sus líneas y redes. Sin embargo, últimamente el muchacho le empezaba a caer simpático. Detrás de su atractivo aspecto y su atildada apariencia, Baring había detectado una mente brillante y rápida y una atención al deber que le recordaban cómo había sido él mismo a esa edad. Los contactos familiares de Penrod Ballantyne eran sólidos. Su hermano mayor tenía el título de baronet y grandes propiedades en las fronteras de Escocia. El propio húsar gozaba de una sólida renta de la fortuna familiar, y la cinta violeta que adornaba su ancho pecho daba amplio testimonio de su coraje. Además, el joven había mostrado una aptitud natural para las tareas de inteligencia. De hecho, gradual y sutilmente se estaba volviendo valioso, aunque no indispensable, pues nadie lo es, pero sí valioso. La única posible debilidad que Baring le había detectado hasta entonces era la que llevaba bajo los pantalones.

—Por las razones de costumbre, no le daré un mensaje escrito —dijo.

—Naturalmente, señor.

—Hay un mensaje para el general Gordon y otro para David Benbrook, el cónsul británico. Estos mensajes no deben confundirse. Tal vez le parezcan contradictorios, pero le ruego que no permita que eso lo preocupe.

—Sí, señor. —Penrod adivinó de que Baring confiaba bastante en Benbrook, pues éste carecía de brillo. Del mismo modo, no sentía confianza alguna por el Chino Gordon debido a que éste era brillante.

—Esto es lo que les transmitirá. —Baring habló durante media hora sin consultar ni un papel, apenas deteniéndose para recuperar el aliento—. ¿Lo recordará, Ballantyne?

—Lo recordaré, señor.

Una de las virtudes de este individuo es su aspecto, pensó Baring. Era difícil creer que detrás de esas patillas y esas facciones tan agradables hubiera una mente capaz de asimilar una secuencia tan larga y compleja de una sola sentada, y de transmitirla con precisión un mes más tarde.

—Muy bien —dijo sin énfasis—. Pero debe dejarle claro al general Gordon que el gobierno de Su Majestad no tiene ni la menor intención de reconquistar el Sudán. El ejército británico que en este momento avanza Nilo arriba no es de ninguna manera una fuerza expedicionaria. No es un ejército de reocupación. Es una columna de rescate de fuerza mínima. El objetivo de la columna del desierto es insertar en Jartum un pequeño cuerpo de tropas regulares de primera línea para reforzar las defensas de la ciudad durante el suficiente tiempo para que evacuemos a toda nuestra gente. Una vez hecho esto, les dejaremos la ciudad a los derviches y regresaremos.

—Entiendo, señor.

—En cuanto le transmita usted sus mensajes a Benbrook y a Gordon, regresará al norte a unirse a la columna de socorro de Stewart. Será su guía, y lo llevará hasta el recodo del Nilo, a Metemma, donde los vapores de Gordon esperan para llevarlos río arriba. Procurará mantenerse en contacto conmigo. Recuerde emplear los códigos habituales.

—Por supuesto, sir Evelyn.

—Muy bien, pues. El mayor Adams, del estado mayor del general Wolseley lo espera en el segundo piso. Tengo entendido que lo conoce.

—Así es, señor. —Por supuesto que Baring sabía que Penrod había ganado su Cruz de Victoria rescatando a Samuel Adams del ensangrentado campo de batalla de El Obeid.

—Adams le dará instrucciones más detalladas, y lo proveerá de los salvoconductos y requisas que necesite. Puede tomar el vapor de Cook está noche y estar en Asuán el martes al mediodía. De ahí en más, deberá arreglárselas solo. ¿Cuánto tardará hasta Jartum, Ballantyne? Ya ha hecho muchas veces ese viaje.

—Depende de las condiciones en el desierto Madre de las Piedras. Si los pozos tienen agua, puedo evitar el gran doble recodo del río y llegar a Jartum en veintiún días, señor —respondió Penrod sin vacilar—. Veintiséis como máximo.

Baring asintió.

—Mejor veinte que veintiséis. Puede retirarse. —Baring lo despidió sin ofrecerse a estrecharle la mano. Antes de que Penrod llegara a la puerta, estaba otra vez sumido en sus despachos. A Baring no le importaba caerle bien a la gente. Sí que cumpliera con su tarea.

* * *

Al mayor Adams le deleitó volver a ver a Penrod. Ahora caminaba ayudándose sólo con un bastón.

—Los matasanos dicen que para Navidad estaré jugando otra vez al polo. —Ninguno de los dos mencionó la larga cabalgata de regreso del campo de batalla de El Obeid. Todo lo que había para decir al respecto ya había sido dicho hacía tiempo, pero Adams lanzó una mirada de admiración a la cruz de bronce del pecho de Penrod.

Penrod compuso un telegrama cifrado para el oficial de inteligencia que acompañaba a la vanguardia de la Columna del Desierto que se estaba congregando en Wadi Halfa, ochocientas millas Nilo arriba. El ayudante de Adams se lo llevó al telegrafista de la planta baja y regresó con la confirmación de que había sido enviado y recibido. Luego, el mayor Adams invitó a Penrod a almorzar en el Hotel de Shepheard, pero Penrod adujo tener otra cita. En cuanto tuvo sus papeles, partió. Un mozo de cuadra tenía su caballo a las puertas, y en menos de media hora de cabalgata a lo largo de las orillas del río llegó al Club Gheziera.

Lady Agatha lo esperaba en la Veranda de las Damas. Tenía apenas veinte años y era la hija menor de un duque. El vizconde Wolseley, comandante en jefe del ejército británico en Egipto, era su padrino. Tenía una renta de veinte mil al año. Como si esto fuera poco, rubia, menuda y exquisita, era un delicioso bocado para cualquier hombre.

—Preferiría tener la gonorrea antes que a lady Agatha —había oído decir Penrod a un gracioso del bar de lo de Shepheard, y no había sabido si reír o decirle al otro que salieran a pelear. Finalmente, le había convidado un trago.

—Llega tarde, Penrod. —Estaba reclinada en una silla de caña, e hizo un mohín cuando lo vio subir la escalera que daba al jardín. Él le besó la mano, y luego miró el reloj que coronaba la puerta que unía el jardín con el comedor. Ella notó el gesto—. Diez minutos pueden ser una eternidad.

—El deber, mi bienamada. La Reina y la patria.

—Qué cosa más aburrida. Tráigame una copa de champaña. —Penrod alzó la mirada y un camarero vestido con un larga galabiyya blanca y un fez adornado de una borla apareció tan milagrosamente como el genio de la lámpara.

Cuando llegó el vino, Agatha bebió un sorbo.

—Grace Eddington se casa el sábado —dijo.

—¿No es un poco repentino?

—No, de hecho, justo a tiempo. Antes de que se empiece a notar.

—Al menos espero que se haya divertido.

—Me dice que no, en absoluto, pero su padre está como loco y le dice que tiene que cumplir con las formas. Honor familiar. Claro que será tranquilo y discreto, pero conseguí una invitación para usted. Puede acompañarme. Tal vez sea divertido ver cómo los dos hacen el ridículo.

—Lamento decirlo, pero estaré muy lejos de aquí.

Agatha se enderezó en su asiento.

—¡Oh, Dios! ¡No! Otra vez. Tan pronto.

Penrod se encogió de hombros.

—No tengo otra opción.

—¿Cuándo parte?

—Dentro de tres horas.

—¿A dónde lo envían?

—Ya sabe que eso no se pregunta.

—No puede irse, Pen. La recepción en la embajada austriaca es mañana. Tengo un vestido nuevo. —Él volvió a encogerse de hombros—. ¿Cuándo regresará?

—No hay forma de saberlo.

—Tres horas —dijo ella, y se puso de pie. El movimiento atrajo la mirada de todos los hombres de la veranda—. ¡Venga! —ordenó.

—¿A almorzar? —preguntó él.

—Me parece que no. —La familia de ella tenía una suite permanente en lo de Shepheard, y Penrod acompañó cabalgando su calesa abierta. En cuanto la puerta de la suite se cerró, se lanzó sobre él como un gatito sobre un ovillo de lana, al mismo tiempo ágil, juguetona y ávida. Él la alzó entre sus brazos sin esfuerzo y la llevó al dormitorio.

—¡Rápido! —ordenó ella—. Pero no demasiado.

—Soy un oficial de la reina, y órdenes son órdenes.

Más tarde, lo contempló mientras se vestía, tendida en la cama, lánguida y satisfecha, exhibiéndose para ser admirada.

—No encontrarás nada mejor que esto, Penrod Ballantyne. —Se tomó los pechos con las manos. Eran pálidos y grandes en comparación a su cintura de muchacha. Se apretó los pezones para erguirlos, y él se detuvo a contemplarla—. ¿Ves? Te gusta. ¿Cuándo te casarás conmigo?

—¡Ah! Ésa es una cuestión que analizaremos en otro momento.

—Eres un bestia. —Se pasó los dedos por la nube de vello rojizo de la base de su vientre—. ¿Me depilo aquí? Las muchachas árabes lo hacen. —Probablemente, tu información al respecto sea más precisa que la mía.

—He oído que te gustan las muchachas árabes.

—A veces eres divertida, lady Agatha, Otras, no. A veces te comportas como una dama, y otras, todo lo contrario. —Se echó el dolmán al hombro, y, ajustando la cadena, se dirigió a la puerta.

Ella saltó de la cama como un leopardo herido, y él apenas si tuvo tiempo de darse vuelta para defenderse. Las agudas garras perladas de Agatha buscaron sus ojos. Pero él la tomó de las muñecas. Ella trató de morderle la cara, y sus blancos dientes chasquearon a una pulgada de su nariz. Él se dobló hacia atrás para ponerse fuera de su alcance. Agatha trató de darle un rodillazo en la ingle, pero él detuvo el golpe con el muslo y la hizo volverse. Quedó indefensa, atrapada entre sus brazos, con su espalda contra su pecho. Presionó sus firmes nalgas redondas contra él y, al sentir como se hinchaba y endurecía, lanzó una jadeante risita de triunfo. Dejó de debatirse, cayó de rodillas y levantó las medias lunas gemelas de sus nalgas. Separó los muslos de modo que el nido de rizos rojizos asomara entre ellos.

—¡Te odio! —dijo.

Cayó junto a ella, aún de botas y espuelas, con su sable colgando al costado. Se abrió la bragueta de un tirón, y ella lanzó un involuntario grito cuando la penetró. Cuando él volvió a pararse, ella quedó jadeando a sus pies.

—¿Cómo sabes siempre qué quiero hacer? ¿Por qué siempre sabes qué decir y cuándo decirlo? Esa cosa horrible que me dijiste hace un momento fue como ají picante en un mango dulce, me quitó el aliento. ¿Cómo sabes esas cosas?

—Algunos lo llaman genio, pero soy demasiado modesto como para coincidir con ellos.

Alzó la mirada hacia él. Sus cabellos estaban enmarañados y sus mejillas arreboladas.

—Dímelo otra vez.

—Por más que lo merezcas, con una vez basta por ahora. —Se dirigió a la puerta.

—¿Regresarás?

—Tal vez pronto, tal vez nunca.

—Bestia. Te odio. Te odio de veras. —Pero él ya se había ido.

* * *

Tres días más tarde, Penrod bajó del vapor rápido en el muelle de Asuán. Llevaba uniforme tropical color caqui sin condecoraciones ni insignias de su regimiento. Había cambiado el colpac por un casco de corcho de ala ancha. Había al menos cincuenta soldados y oficiales vestidos en forma casi idéntica a él por allí, de modo que no llamó la atención. Un harapiento porteador tocado con un turbante mugriento tomó su equipaje y lo precedió corriendo por el laberinto de callejuelas de la ciudad vieja. Dando zancadas con sus largas piernas, Penrod avanzaba por detrás de él sin perderlo de vista.

Cuando llegaron a una puerta que se abría en una pared de barro igual a las demás al fin de un callejón estrecho y serpenteante, Penrod le arrojó una piastra al porteador y recuperó su maleta. Tiró del cordón y oyó el familiar campanilleo. Después de un rato, se oyeron suaves pisadas vacilantes al otro lado de la puerta y habló una voz cascada:

—¿Quién es? Aquí no hay nada, somos pobres viudas dejadas de la mano de Dios.

—Abre la puerta, hurí del paraíso —replicó Penrod— y rápido, antes de que yo la abra a patadas.

Hubo un momento de atónito silencio, interrumpido al fin por una risa cacareante y el sonido de alguien que manipulaba los cerrojos. Luego, éstos se corrieron y la puerta se abrió con un crujido. Asomó una cabeza anciana, parecida a la de una tortuga, aunque cubierta a medias por un velo de viuda. Lucía una ancha sonrisa, que expuso dos dientes torcidos separados por una larga extensión de encía rosada.

—¡Efendi! —chilló la vieja, y todo su rostro se surcó de arrugas—. Señor de las mil virtudes.

Penrod la abrazó.

—¡Es usted un desvergonzado! —protestó, deleitada—. Amenaza mi virtud.

—Ése es un tesoro que ya perdió hace cincuenta años. —La soltó—. ¿Dónde está tu ama?

La vieja Líala lanzó una significativa mirada hacia el otro extremo del patio. En el centro del jardín, una fuente manaba en un estanque en que nadaban apaciblemente percas del Nilo. En torno de éste se alzaban estatuas de los faraones: Seti, Tutmosis y el gran Ramsés, robadas de los sepulcros de éstos por ladrones de tumbas en tiempos inmemoriales. Penrod nunca dejaba de asombrarse de que semejantes tesoros se exhibieran en tan humilde escenario.

Penrod atravesó el patio rápidamente. Su corazón latía más aprisa. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de cuánto había deseado volver a verla. Cuando llegó a la cortina de abalorios que cubría la puerta se detuvo para recuperar la compostura antes de hacerla a un lado y entrar. Al principio, ella sólo fue una silueta incierta y etérea, pero cuando sus ojos se adaptaron a la fresca penumbra, vio surgir su figura. Era esbelta como el tallo de un lirio, su túnica estaba entretejida de hilos de oro, y llevaba oro en sus muñecas y tobillos. Cuando avanzó hacia él, sus pies pintados con alheña no hicieron ruido sobre las baldosas. Se detuvo ante él y le hizo una reverencia, llevándose la punta de los dedos a los labios y al corazón.

—¡Amo! —susurró—. Amo de mi corazón. —Luego, inclinó la cabeza y esperó en silencio.

Él le alzó el velo y estudió su rostro.

—Eres bella, Bakhita —le dijo, y la sonrisa que floreció en la cara de ella multiplicó por cien esa belleza. Alzó el mentón y lo miró, y sus ojos brillaron de tal manera que parecieron iluminar hasta los rincones más oscuros de la habitación.

—Sólo han pasado veintiséis días, pero me parecieron toda una vida —dijo, y su voz vibró como las cuerdas de un laúd pulsado por dedos hábiles.

—¿Contaste los días? —preguntó él—. También las horas —respondió, asintiendo con la cabeza. La perfección de sus mejillas de cera se adornó de rosas, y sus largas pestañas se entrelazaron cuando desvió tímidamente la mirada. Luego, regresó sus ojos al rostro de él.

—Sabías que volvería —le dijo él en tono acusador—. ¿Cómo es posible, si ni yo mismo lo sabía?

—Mi corazón lo sabía, como la noche sabe que llegará el alba. —Le tocó el rostro como una ciega que trata de recordar algo con la yema de los dedos—. ¿Tienes hambre, señor mío?

—Hambre de ti —respondió él.

—¿Tienes sed, señor mío?

—Tengo tanta sed de ti como la que siente el viajero por el agua del pozo cuando lleva siete días cazando en el desierto bajo el sol implacable.

—Ven —susurró ella, y lo tomó de la mano. Lo llevó a la habitación interior. Su angareb se alzaba en el centro del aposento, y vio que la tela de lino que lo cubría había sido lavada, blanqueada y alisada con una plancha caliente hasta parecer la salina de Shokra. Se arrodilló ante él y le quitó el uniforme. Cuando quedó desnudo, se puso de pie y dio un paso atrás para admirarlo—. Me traes un gran tesoro, señor mío —dijo, extendiendo su mano para tocarlo—. Un cetro de marfil coronado por el rubí de tu hombría. —Si esto es un tesoro, muéstrame qué traes para comprarlo. Desnuda, su cuerpo era pálido como la luna, y sus pechos pendían, grandes y abultados, con pezones como uvas maduras, oscuras como el vino e hinchadas. Sólo llevaba una delgada cadena de oro a la cintura, y su vientre era redondeado y suave como granito pulido de las canteras que están por encima de la primera catarata. Sus manos y pies estaban ornados con finas guirnaldas de hoja de acanto dibujadas con alheña.

Soltó sus largas guedejas oscuras y se tendió junto a él en el diván. Él la devoró con ojos y dedos, y ella se movió suavemente obedeciendo las órdenes de sus manos, alzando las caderas y meneando los hombros de modo de que su pecho cambiaba de forma y no había parte secreta de su cuerpo que se le ocultara.

—Tu sexo es tan bello, tan precioso, que Alá lo debió de haber puesto en la frente de un león furioso. De ese modo, sólo los valientes que fueran dignos de él podrían poseerlo. —Había maravilla en su voz.

—Es como un higo maduro, que se abre al sol y chorrea sus dulces jugos.

—Sacíate a tu gusto del higo de mi amor, señor querido —susurró roncamente ella.

Después, durmieron entrelazados, refrescados por su propio sudor. Finalmente, la vieja Liala les trajo un cuenco de dátiles y granadas y una jarra de sorbete de limón. Se sentaron con las piernas cruzadas sobre el angareb, uno frente al otro. Ella tenía mucho para contarle, importantes y graves noticias de Nubia y más allá. Todas las tribus árabes atravesaban un período de flujo y cambio, se forjaban nuevas alianzas y se quebraban lazos seculares. En medio de tanto alboroto, estaban el Madí y su califa, como dos arañas venenosas en el centro de su tela.

Bakhita tenía tres años más que Penrod. Había sido la primera esposa de un próspero comerciante de granos, pero no pudo darle un hijo. Su marido tomó a una mujer más joven por esposa, una criatura de escasa inteligencia y anchas caderas adecuadas para la maternidad. Diez meses después, dio a luz un hijo. Desde esa posición de poder conyugal, importunaba a su esposo. Él trató de resistirse, pues Bakhita era leal e inteligente, y con su habilidad para los negocios había duplicado su fortuna en cinco breves años. Sin embargo, finalmente la madre de su hijo se impuso. Con dolor, había pronunciado las temidas palabras: "Talaq! Talaq! Talaq! ¡Te divorcio!" Así, Bakhita fue expulsada a ese terrible limbo del mundo islámico que sólo habitan las viudas y las divorciadas.

Los únicos caminos que parecían abiertos para ella eran encontrar un marido viejo con muchas esposas que necesitara una esclava sin tener que pagar por ella, o venderse como juguete a distintos hombres. Pero mientras servía a su marido había aguzado sus habilidades de comerciante. Con las pocas monedas que tenía ahorradas les compró a los beduinos y a los huérfanos que escarbaban las ruinas, los lechos de ríos secos y las nulás del desierto fragmentos de cerámica e imágenes desconchadas y dañadas de los dioses antiguos, y se las vendió a los turistas blancos que venían río arriba desde el delta en los vapores.

Pagaba lo justo, hacía una diferencia razonable, y cumplía con su palabra, de modo que pronto los excavadores y los ladrones de tumbas le trajeron porcelana y cerámica, estatuillas religiosas, amuletos y escarabajos que, después de cuatro mil años, conservaban una milagrosa perfección. Aprendió a descifrar los jeroglíficos que los antiguos sacerdotes trazaban en osas reliquias, y los escritos de los griegos y los romanos que llegaron mucho después de ellos; Alejandro y la dinastía de los Ptolomeos, Julio César y Octavio, también llamado Augusto. Con el tiempo, su reputación llegó lejos. Los hombres acudieron a comerciar y hablar a su pequeño jardín. Algunos habían viajado por el gran río desde lugares tan lejanos como Ecuatoria y Suakin. Con ellos, traían noticias y rumores que eran casi tan valiosos como las mercancías y reliquias. A menudo, los hombres hablaban más de lo que debían, pues era muy bella y la deseaban. Pero no podían poseerla: después de lo que el hombre en quien había confiado hizo con ella, no confiaba en ellos.

Bakhita se enteraba de todo lo que ocurría en cada aldea de las que orillaban el gran río y en los desiertos que lo rodeaban. Se enteraba de cuando el jeque de los árabes yaalin saqueaba a los bisharin, y de cuántos camellos habían robado. Sabía cuántos esclavos enviaba Zubeir Pachá en sus dhows a Jartum y los impuestos y sobornos que le pagaba al gobernador egipcio de la ciudad. Seguía de cerca las intrigas de la corte del emperador Juan de la alta Abisinia, y los embarques comerciales de los puertos de Suakin y Adén.

Un día, un chico le trajo una moneda envuelta en un trapo sucio, una moneda como nunca había visto, ni nunca volvió a ver. Llenó la palma de su mano con el peso del oro fino. En la cara tenía la efigie de una mujer coronada, y en la ceca un auriga coronado de laurel. Los dibujos eran tan nítidos que parecían recién acuñados. Leyó con facilidad las inscripciones debajo de cada retrato. La pareja de la moneda era la compuesta por Cleopatra Thea Philopator y Marco Antonio. Se guardó la pieza y no se la enseñó a nadie, hasta que un día entró un hombre en su tienda. Era un franco, como llaman los árabes a los occidentales, y quedó muda de asombro, pues su perfil era el mismo que el de Marco Antonio en la moneda. Cuando recuperó el habla, hablaron un rato, Bakhita con el velo puesto y la vieja Liala a mano, oficiando de carabina. El desconocido hablaba un bello y poético árabe, y pronto dejó de parecer un desconocido. Sin darse cuenta, comenzó a confiar en él. —He oído que eres sabia y virtuosa y que tal vez tengas objetos raros y bellos para vender— dijo al fin.

Hizo salir a Liala con algún pretexto, y cuando le sirvió a su huésped otra minúscula taza de café espeso, dejó deslizar su velo como por accidente de modo que él pudiera vislumbrar su rostro. Él dio un respingo y la miró fijamente hasta que se lo volvió a acomodar. Siguieron hablando, pero algo quedó suspendido en el aire, como la promesa del trueno antes de los primeros vientos del jazmín.

Bakhita la invadió gradualmente un irresistible deseo de enseñarle la moneda. Cuando se la puso en la mano, él estudió gravemente los retratos, y al cabo dijo:

—Ésta es nuestra moneda. Tuya y mía. —Ella inclinó la cabeza en silencio, y él dijo—: Perdóname, te he ofendido.

Alzó la vista hacia él y se quitó el velo, para que pudiera mirarla a los ojos.

—No me ofendes, efendi —susurró.

—Entonces ¿por qué se llenan tus ojos de lágrimas?

—Lloro porque lo que dijiste es cierto. Y lloro de alegría.

—¿Quieres que me vaya?

—No, quédate tanto como lo desees.

—Podría ser mucho tiempo.

—Si Dios quiere —asintió ella.

En los años que siguieron a ese primer encuentro, ella le dio generosamente todo lo que podía dar, sin pedirle nada a cambio, más que lo que él le diera por propia voluntad. Sabía que algún día la dejaría, porque era joven y provenía de un mundo a donde ella nunca podría seguirlo. No había prometido nada. En su primer encuentro dijo, "podría ser mucho tiempo", pero nunca dijo "siempre". Ella no trató de extraerle un compromiso. La certeza del fin le agregaba a su amor una intensidad dulce como la miel y amarga como el melón silvestre del desierto.

Hoy, se sentó junto a él, y le contó todo aquello de lo que se había enterado durante los últimos veintiséis días. Él escuchó e hizo preguntas, escribiendo a continuación todo en cinco páginas de su cuaderno de despachos. No necesitó consultar un código, pues se había aprendido de memoria el cifrado que le dio sir Evelyn Baring.

La vieja Liala se cubrió la cabeza con su capa de viuda y se deslizó al callejón con el despacho guardado entre la ropa interior. El sargento de guardia de la base militar británica la conocía como visitante regular. La escoltó hasta el cuartel general, siguiendo las estrictas órdenes recibidas del oficial de inteligencia de la base. Menos de una hora después, el mensaje zumbaba por la línea de telégrafo que iba a El Cairo. A la mañana siguiente, había sido descifrado por el empleado de comunicaciones del consulado, y el texto decodificado estaba sobre la bandeja de plata del cónsul general cuando éste entró en su oficina después del desayuno. Una vez que envió a Liala con el informe a la base, Bakhita regresó a Penrod. Se hincó junto al taburete de éste y comenzó a recortarle patillas y mostacho. Trabajaba rápido y, con la experiencia de una larga práctica, no tardó en reducir las grandes patillas a la moda a la forma desprolija propia de un pobre felá árabe. Luego, dedicó su atención a sus densos rizos ondulados, y las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras los cortaba.

—No tardarán en crecer, paloma mía —dijo Penrod tratando de consolarla, mientras se pasaba la mano por su rapada cabeza.

—Es como asesinar a mi propio hijo —susurró ella—. Estabas tan hermoso.

—Volveré a estarlo —le aseguró él.

Ella recogió el uniforme del ángulo de la habitación donde había quedado tirado.

—No dejaré que ni Liala lo toque. Lo lavaré con mis propias manos —prometió—. Esperará tu regreso, pero no tan ansiosamente como yo. Luego, trajo la bolsa de lienzo en la que guardaba las sucias y harapientas ropas que había vestido en su último viaje al sur. Le enrolló el mugriento turbante en torno a la cabeza rapada. Él se ató a la cintura la escarcela de cuero y guardó su revólver reglamentario en la liviana funda de lona, envainando después el corvo puñal junto al Webley. No se verían bajo la sucia galabiyya. Luego se calzó un par de sandalias de cuero de camello crudo, y se dispuso a partir.

—Regresa pronto a mí —murmuró ella—, pues si pereces, pereceré contigo. —No pereceré— le aseguró.

* * *

El capitán de puerto le echó apenas un vistazo al pase de viaje militar antes de asignar a Penrod a la cuadrilla de estibadores del próximo barco de transporte de municiones con destino al sur. Penrod se preguntó una vez más si las elaboradas precauciones que estaba tomando para evitar ser reconocido eran realmente necesarias. Luego, se recordó que casi cada rostro moreno o negro de la muchedumbre que llenaba los muelles pertenecía a un simpatizante de los derviches. También sabía que era un hombre marcado. Su heroísmo en El Obeid había sido muy comentado, pues era la única mácula en la casi perfecta victoria del Madí y su califa. Bakhita le había advertido que cuando se pronunciaba su nombre en los zocos de los muelles, siempre se lo acompañaba de un fruncir de ceño y una maldición.

La carga del vapor estaba completamente compuesta de pertrechos militares para el ejército que se concentraba en Wadi Halfa para prepararse para la marcha río arriba. La carga continuó durante toda la noche y la mayor parte del día siguiente. Había pasado mucho tiempo desde que Penrod hiciera una faena tan ruda y debilitante. Una pausa para enderezar la cintura dolorida o hasta la vacilación más mínima producían el silbido y el restallar del kurbash de alguno de los capataces. Necesitó de todo su autocontrol para soportar los azotes sin responderlos a puñetazos. A medida que las pesadas cajas de munición se estibaban sobre cubierta, la línea de flotación del barco se hundía cada vez más. Cuando dejó el embarcadero al amanecer, entró en el canal que daba al río y surcó la corriente con su fea proa redonda, el agua llegaba a apenas dos pies de sus barandillas.

Penrod encontró un lugar entre las altas pilas de cajas y se estiró allí. Apretó sus nudillos desollados y sus dedos llagados bajo las axilas. Le dolían todos los músculos y articulaciones del cuerpo. Llegar al puerto de Wadi Halfa tomaba unas veinte horas de remontar la corriente. Durmió durante casi todo el viaje, y estaba casi totalmente recuperado para el momento en que llegaron, temprano por la mañana siguiente. Había catorce grandes vapores anclados en el brazo principal del río. En la orilla izquierda se alzaba un vasto campamento, compuesto de hileras de tiendas de campaña blancas y enormes pilas de pertrechos. Botes cargados de tropas tocadas con cascos bajaban de los vapores en nuggars y pequeños dhows.

Sir Evelyn Baring le había explicado en detalle el plan de la expedición de rescate. Ésa era la División Fluvial del doble avance hacia el sur. La flotilla se disponía a pasar la gran curva occidental del río. En su camino debía sortear tres peligrosas cataratas. Los hombres que iban abordo tendrían que sirgar los vapores con largos cabos desde la orilla para pasar esos bullentes rápidos sembrados de peñascos.

Precediéndolos, la Columna del Desierto se desplazaría rápidamente hasta Metemma, más allá de la curva del Nilo, donde los cuatro pequeños vapores del Chino Gordon esperaban para llevar a Jartum a un pequeño destacamento de hombres escogidos para reforzar la ciudad antes de la llegada de la principal columna de socorro.

El barco de transporte de municiones atracó contra la orilla, y los porteadores fueron despertados de inmediato para comenzar la descarga. Penrod fue uno de los primeros en descender y una vez más su permiso de viaje, al serle mostrado al subalterno a cargo de la operación, operó su pequeño milagro. Se le permitió pasar. Se dirigió al campamento, donde tuvo que presentar sus papeles varias veces hasta que finalmente llegó al puesto de guardia de la zareba donde se alojaba la Columna del Desierto. Sus cuatro regimientos, al mando del general sir Herbert Stewart, se adiestraban y ejercitaban en la plaza de armas en preparación para la larga marcha que los aguardaba. Pero podían pasar semanas o hasta meses hasta que recibieran la orden final de partir desde Londres. El sargento de guardia debía de estar advertido de la llegada de Penrod, pues no presentó objeción alguna cuando el sucio jornalero árabe, dirigiéndose a él en el idioma del comedor de oficiales, le pidió ser llevado a la tienda del ayudante.

—¡Ah, Ballantyne! Recibí el telegrama del mayor Adams desde El Cairo, pero no lo esperaba hasta dentro de tres o cuatro días. Ha llegado rápido. —El mayor Kenwick le estrechó la mano, pero evitó mencionar la inusual vestimenta de Penrod. Como la mayor parte de los oficiales de más edad, sentía simpatía por ese joven aventurero que parecía tener el don de aparecer cuando silbaban las balas y había ascensos en el aire—. Gracias, mayor. Por casualidad ¿sabe si mis hombres están aquí? —Maldita sea, vaya que sí. Ese sargento suyo se apropió de cinco de mis mejores camellos. Si no me hubiera puesto firme, se habría llevado toda una tropa.

—Entonces partiré cuanto antes, si me excusa, señor.

—¿Tan pronto? Esperaba que esta noche tuviésemos el placer de su compañía en el comedor.

Penrod se dio cuenta de que lo devoraba la curiosidad por su misteriosa visita.

—Tengo bastante prisa, señor.

—Entonces, ¿tal vez nos veamos en Jartum? —el ayudante continuaba sondeando decididamente.

—Oh, lo dudo, señor. ¿Le parece que quedemos citados en el Bar Largo del Club Gheziera cuando este asuntillo quede resuelto?

El sargento al-Saada lo esperaba junto a los corrales de los camellos. Muchos ojos los miraban, de modo que su saludo fue frío y distante, expresivo del ancho abismo social que separa a un sargento de un regimiento de la Reina de un fellah común. Montaron hasta las dunas, Penrod, montado en una hembra gris, por detrás del otro. En cuanto el animal se movió, su espíritu se regocijó: se dio cuenta de inmediato de que el animal escogido por al-Saada era veloz como una flecha. En cuanto llegaron donde no los podían ver desde el campamento, al-Saada se detuvo. Cuando Penrod se le acercó, transformó su expresión severa en una deslumbrante sonrisa, y cruzó su pecho con el puño cerrado en el saludo de la caballería.

—Te vi sobre la cubierta del vapor cuando pasaron la vuelta de Ras Indera. Viajaste rápido, Abadan Riyi. —El nombre significaba El Que Nunca Retrocede—. Le dije a Yakub que estarías aquí en menos de cinco días.

—Llegué rápido —asintió Penrod—, pero debemos partir aún más rápido.

Yakub los esperaba a una milla de allí. Tenía los otros camellos echados bajo un saliente de roca negra. Sus formas se veían grotescas debido a los odres que cargaban, que parecían negras excrecencias cancerosas sobre sus lomos. Cada camello podía cargar quinientas libras, pero en el desierto Madre de las Piedras cada hombre necesitaba casi diez litros de agua al día para permanecer con vida. En cuanto desmontaron, Yakub se apresuró a saludar a Penrod. Se hincó sobre una rodilla y se tocó los labios y el corazón.

—El fiel Yakub te está esperando desde Kurban Bairam.

—A ti te veo, Bienamado de Alá —le dijo Penrod con una sonrisa—. Pero, ¿te olvidaste mi equipaje?

Yakub adoptó una expresión dolorida. Corrió, bajó un atado de uno de los camellos y se lo llevó. Penrod lo desató sobre la dura tierra cocida por el sol. Vio que su galabiyya estaba recién lavada. Se cambió rápidamente sus harapos por la túnica de lana fina que lo protegería del sol. Se cubrió la cabeza con el tocado de algodón negro al modo de los beduinos y se ciñó a la cintura la faja negra. Metió la daga curva y el revólver Webley en la faja sobre su cadera derecha, y su sable de caballería del otro lado para repartir el peso. Luego, sacó el sable de su sencilla vaina de cuero y probó el filo. Cortaba como una navaja de afeitar, y le hizo una señal de aprobación con la cabeza a Yakub. Después, hizo un par de golpes de práctica con el acero, cortando a uno y otro lado, tirando estocadas a fondo arriba y abajo, recuperando en seguida. El sable se sentía bien en su mano, y parecía adquirir vida propia. En esa era de fusiles de retrocarga y munición pesada, Penrod aún disfrutaba del arma blanca.

Casi todos los árabes usaban el largo montante, y Penrod había observado cómo la forma en que empleaban la espada contrastaba con la que él le daba. La pesada arma no era la adecuada al físico árabe. A diferencia de los cruzados revestidos de cota de malla de quienes habían copiado la pesada hoja, no eran hombres grandes y poderosos: eran más bien terriers que mastines. Eran demonios dando tajos y estocadas, y el montante podía infligir heridas terribles. Pero eran lentos para recuperar la hoja. No entendían el quite, y usaban sus rodelas de cuero exclusivamente para defenderse. Ante un espadachín experto, eran vulnerables a una finta alta sobre la línea natural Su respuesta instintiva era alzar la rodela, lo que los hacía perder de vista la punta del adversario, que regresaba en la estocada que, como un rayo, seguía a la finta. En El Obeid, cuando el cuadro se quebró y los derviches se lanzaron sobre ellos en masa, Penrod había matado a cinco en otros tantos minutos con ese truco. Envainó el sable y le preguntó a Yakub:

—¿Está abierto el Madre de las Piedras?

—Hay agua en Marbad Tegga. —En el dialecto taka, el nombre de ese pozo significaba Mata Camellos—. Poca y amarga, pero suficiente para los camellos —repuso Yakub.

Yakub era un árabe yaalin que había sido expulsado de las tiendas de su pueblo por una deuda de sangre originada en una pelea por la honra de su hermana. Yakub era rápido y experto con el cuchillo, y su oponente murió. Pero era hijo de un poderoso jeque. Yakub se había visto obligado a huir para salvar la vida.

Los ojos de Yakub miraban uno para cada lado. Los rizos que se escapaban de su turbante eran grasientos y cuando le sonreía a Penrod se veían sus dientes amarillos y torcidos. Conocía y comprendía el desierto y las montañas con el instinto de un asno salvaje. Antes de que fuera expulsado de su tribu, había recibido una cuchillada que lo dejó cojo. Debido a esa lesión, no lo habían aceptado en el ejército de la Reina ni en el del Jedive. De modo que, sin tribu y sin amo, Penrod era lo único que tenía. Yakub lo veneraba como a un padre y un dios.

¿Así que aún podemos cortar la serpiente? Cuando Penrod planteaba una pregunta de semejante importancia, Yakub le dedicaba todo su respeto y su atención a ésta. Se metió los faldones de la galabiyya entre las piernas y se acuclilló. Con su aguijada para camellos dibujó en la tierra una gran S, cuya curva superior era de la mitad de tamaño que la inferior. Era un plano aproximado del curso del Nilo desde donde estaban hasta la boca de la garganta de Shabluka. Seguir la orilla del río por ese serpentino meandro alargaría la travesía en varias semanas. Ésa, claro, era la ruta que la División Fluvial se vería obligada a tomar. La División del Desierto y sus camellos cortarían camino por la curva mayor, alcanzando otra vez el río en Metemma. Ese atajo estaba bien marcado por las caravanas que lo habían recorrido desde tiempos antiguos, y por los huesos pelados que habían ido dejando a su paso. En el camino había dos pozos que le daban al viajero suficiente agua como para hacer el cruce. Una vez que alcanzaran Metemma podían seguir el brazo superior del Nilo, manteniendo siempre el río a la vista una vez que éste doblaba otra vez hacia el oeste, hasta que finalmente, regresaba a su habitual rumbo sur, dirigiéndose a Jartum. Era un camino duro, pero había otro, aún más duro. Los guías de caravanas lo llamaban "cortar la serpiente".

Yakub hizo un amplio movimiento con la aguijada, trazando una línea recta que unía su ubicación actual con la ciudad de Jartum. La línea cortaba la curva en S del río por la mitad. Ahorraba cientos de millas de durísima travesía. Pero la senda no estaba marcada, y equivocarse en una de sus vueltas equivalía a pasar de largo el único pozo, Marbad Tegga, encontrando en cambio una muerte segura y terrible. El pozo anidaba en el vientre, caliente como una fragua, del Madre de las Piedras, y estaba bien escondido. Sería fácil pasar a cien pasos de él y no notarlo. Los camellos podían beber su agua, pero sus sales cáusticas enloquecerían a cualquier hombre. Una vez que los camellos bebieran en Marbad Tegga, aún quedarían cien millas hasta las orillas del Nilo en Korti, bajo la cuarta catarata. Mucho antes de que llegaran al río se terminaría toda el agua de sus odres. Podían llegar a pasar veinticuatro horas sin una gota hasta que volvieran a ver el Nilo, y aún más si los djinni del desierto no los ayudaban.

Una vez llegados a la orilla, debían cruzar el río. Aquí, la corriente era veloz y el río tenía una milla de ancho, y a los camellos no les gusta nadar. Pero había un vado que pocos conocían. Una vez que hubiesen cruzado, bebido hasta saciarse y rellenado sus odres, se verían obligados a dejar atrás el Nilo otra vez y cruzar el desierto de Monassir al otro lado, otras doscientas millas sin agua. Yakub repitió todo esto, dibujándolo en la tierra con su aguijada. Penrod escuchó sin interrumpirlo: aunque ya había cortado la serpiente en tres ocasiones, llegando hasta el vado de Korti, siempre había algo nuevo que aprender de Yakub.

Una vez que explicó todo eso, Yakub anunció:

—Con la guía del intrépido Yakub y la protección de los ángeles, tal vez sí podamos cortar la serpiente. —Luego, balanceándose acuclillado, esperó la decisión de Penrod.

Mientras el otro hablaba, Penrod consideraba las posibilidades de que la jugada resultara. Ni se le ocurría intentarla sin Yakub. Con él como guía, lo que se ganaba en tiempo y distancia para llegar a Jartum hacía que la apuesta valiera la pena, pero además había otra consideración importante.

Bakhita le había dicho que el Madí y su califa eran bien conscientes de los preparativos británicos para rescatar a Gordon. Sus espías los habían mantenido bien informados de la concentración de regimientos británicos y de la flotilla en Wadi Halfa. Le dijo que el Madí había ordenado a una docena de los emires más importantes que abandonaran el asedio de Jartum y llevaran a sus tribus al norte bordeando el río, para interrumpirles el paso, saliéndoles al encuentro en Metemma, Abu Klea y Abu Hamed. Dijo que ambas orillas del río, desde Jartum hasta la primera gran curva, hervían de jinetes árabes y tropas montadas en camellos.

—El Madí sabe que debe detener a todos los francos antes de que alcancen la ciudad —dijo, empleando la palabra que servía para describir a todo europeo—. Sabe que es un ejército pequeño y mal provisto de caballos y camellos. Dicen que ha enviado a veinte mil hombres al norte a repeler a los británicos y mantenerse dueño de la línea del río hasta la estación del bajo Nilo, momento en que podrá terminar la destrucción de Jartum y mandarle la cabeza del general Gordon a la Reina. —Agregó—: Cuidado, señor mío. Han cortado las líneas de telégrafo por el norte y saben que los generales de El Cairo deberán enviar mensajeros a Jartum para mantener su contacto con el general. El Madí estará aguardando que trates de llegar a la ciudad. Sus hombres te esperan para interceptarte.

—Sí, esperarán a que crucemos por el recodo, pero me pregunto si custodiarán el camino a Marbad Tegga —reflexionó Penrod en voz alta. Yakub meneó la cabeza, pues no entendía inglés. Penrod volvió a hablar en árabe—: En nombre de Dios, bravo Yakub, llévanos al amargo pozo Mata Camellos.

* * *

Montaron a sus altas sillas de madera. Penrod verificó que tuviera el rifle en su funda bajo la pierna y la canana atada a la perilla de la silla, y espoleó a su camello. Gruñendo y bufando, éste se incorporó.

—En nombre de Dios, partamos —dijo al-Saada.

—Que Él abra nuestros ojos para que veamos bien el camino —exclamó Yakub—. Y que muestre claramente a nuestros ojos el Mata Camellos.

—Dios es grande —dijo Penrod—. El único Dios es Dios. Cada uno llevaba un camello de carga, y el agua que éstos acarreaban se movía en los odres con un suave gluglú. Al comienzo, algunos pertrechos rechinaban o golpeteaban con el paso bamboleante de los camellos, pero no tardaron en reajustar las cinchas y ataduras que aseguraban las cargas.

En un momento, se detuvieron brevemente para quitar el aire de los odres, que dejaron de gorgotear. Cuando siguieron su camino, guardaron silencio, un silencio extraño, antinatural en el vacío del calor y el horizonte insondable. Las almohadillas esponjosas de las patas de los camellos pisaban la arena en silencio. Sin hablar, los hombres se envolvieron las cabezas de modo que sólo se les vieran los ojos. Iban encorvados sobre las altas sillas de madera, entregados al ritmo del andar de los camellos.

Siguieron el antiguo camino de caravanas, que atravesaba una extensión llana de arena anaranjada que relucía al sol, haciéndoles doler los ojos con su reflejo. La senda estaba apenas señalada por los huesos pálidos y las osamentas resecas de camellos que llevaban años muertos, algunos de los cuales, preservados por el sol, tal vez estuvieran allí desde hacia siglos. El aire que respiraban les escaldaba y raspaba la mucosa de la garganta. El horizonte se estremecía y desaparecía en el lago plateado del espejismo. Los camellos y sus jinetes parecían suspendidos en el aire, y aunque avanzaban, silenciosos como jirones de niebla, parecían inmóviles contra el fondo tembloroso. El único punto de referencia era el tenue rastro de la senda de caravanas, pero ni siquiera éste parecía extenderse por el suelo, sino elevarse ante ellos como un flotante zarcillo de humo.

Penrod se dejó envolver por el trance mesmérico de quien viaja por el desierto. Su mente vagaba libremente, y pensó qué fácil sería creer, como los beduinos, en poderes sobrenaturales que habitan ese paisaje sobrenatural. Soñó con jinn, y con los espectros de los ejércitos perdidos que habían perecido en esas arenas. Aunque Yakub sólo estaba a medio tiro de pistola de él, por momentos parecía tan lejano como un espejismo, aleteando como un gorrión con las alas de su túnica. En otros momentos, parecía agigantarse sobre el lomo de una bestia del tamaño de un elefante, hinchada y alargada por el juego engañoso de la luz. Avanzaban, en silencio, más y más.

Lentamente, algo empezó a aparecer delante de ellos, una inmensa pirámide que hacía parecer pequeñas a sus pares artificiales del delta. Se estremecía en el plateado espejismo, desprendida de la tierra, pendiendo invertida sobre el horizonte, en equilibrio sobre la punta, llenando el cielo con su ancha base. Penrod se quedó mirándola atónito, y una vez más, su sentido de lo real fue puesto a prueba cuando se encogió rápidamente, casi desapareció, convirtiéndose en un punto negro, que comenzó a crecer otra vez, pero esta vez con su base anclada a la tierra y el puntiagudo ápice apuntando al cielo.

A medida que avanzaban, la vieron tomar su forma verdadera, un cerro cónico acompañado de otros dos, más pequeños, que se alzaban apenas por detrás de él. En un relámpago de clarividencia, Penrod se dio cuenta de que debían de haber sido formaciones naturales como ésa las que sirvieron de modelo a esas otras pirámides, las hechas por el hombre, que han asombrado a la humanidad durante edades. La senda de las caravanas iba directo hacia ellas, pero antes de alcanzar la primera, Yakub viró hacia un lado, dejando la senda a la izquierda. Los guió hacia un descampado que no tenía ni el más pequeño indicio del paso del hombre. Era el camino oculto a Marbad Tegga.

Penrod se sumió otra vez en esa suspensión hipnótica del tiempo, y con el correr de las horas, el sol llegó a su meridiano y comenzó su ígneo descenso hacia la tierra. Finalmente, lo despabiló el cambio de la andadura de su camello. Miró en torno rápidamente, y vio cómo había cambiado el paisaje. La arena ya no era anaranjada, sino de un quemado color gris ceniza. En todos los puntos del horizonte se distinguían pilas de cenizas volcánicas y lava de varios cientos de pies de altura, como si todos los mundos del universo se hubieran quemado y sus restos hubieran sido arrojados en ese cementerio infernal y cubiertos por esos túmulos imponentes. El aliento de antiguos volcanes había calcinado al desierto mismo. No había vestigios de vegetación, ni de nada que viviera, fuera de los tres hombres y sus bestias. Penrod vio qué había hecho cambiar el paso de su cabalgadura. La tierra estaba cubierta de una espesa capa de cantos rodados y guijarros. Algunos eran grandes y perfectamente iguales a proyectiles de cañón de gran calibre, otros pequeños como balas de mosquete. Parecían los detritos de un campo de batalla olvidado. Pero Penrod sabía que no se trataba de municiones de guerra. Esas rocas eran un revestimiento dejado por las erupciones volcánicas. La lava líquida había sido disparada al cielo en una lluvia mortal. Al caer a la tierra, se había enfriado, coagulándose en esas formas. Los camellos se veían obligados a andar con cuidado en ese piso peligroso, y su velocidad se reducía mucho.

El sol se puso, y al tocar la tierra pareció estallar en una explosión de luz verde y carmesí, que al desaparecer entregó al mundo a una noche repentina.

—¡Dulce noche! —susurró Penrod, y sintió cómo se resquebrajaban sus labios—. ¡Bendita noche fresca! —Hicieron echarse a sus camellos y les dieron una pequeña ración de dhurra molido, tras lo cual verificaron sus arneses y monturas en busca de señales de llagas o mataduras. Mientras los hombres sacaban sus tapetes de oración y se postraban en dirección a la Meca, Penrod caminó por esa desolación para aflojar sus músculos acalambrados y sus endurecidas coyunturas. Escuchó la noche, pero el único sonido era el de la brisa entre las dunas, susurrando con las voces de los yinni. Cuando regresó, Yakub hacía café en el pequeño brasero. Bebieron tres lazas cada uno, y comieron dátiles sobre delgados discos de galleta de dhurra. Se untaron los labios y la piel expuesta con grasa de carnero para que no se les despellejaran y partieran. Luego, se tendieron junto a los camellos y durmieron. Al cabo de dos horas de reposo, Yakub los despertó. Montaron y siguieron avanzando hacia el sur en la noche.

Las estrellas brillaban en el cielo, en tal profusión que era difícil distinguir los principales cuerpos que orientan la navegación en ese resplandor argentino. El aire era fresco y dulce, pero tan seco que horneó la mucosidad de los conductos nasales de Penrod endureciéndola como perdigones. Hora tras hora, los camellos continuaban su marcha. Cada tanto, Penrod echaba pie a tierra y caminaba junto a su cabalgadura, para descansarla y estirar las piernas. Volvieron a detenerse antes del amanecer, bebieron café caliente sin endulzar, durmieron una hora y continuaron su camino cuando el sol se alzaba a su izquierda. Los primeros rayos golpearon, y ellos se doblegaron ante su tiranía, cubriéndose las cabezas.

El desierto nunca era igual. Cambiaba de personalidad y de aspecto con tanta sutileza como una hermosa cortesana, pero siempre era peligroso y engañoso. Por momentos, las dunas eran suaves y carnosas, de una palidez marfileña, como los pechos y el vientre de una bailarina, y luego tomaban el color de damascos maduros. Fluían como las olas del océano, o se entrelazaban como serpientes que copulan. Luego, se derrumbaban por escarpadas murallas de roca.

Las horas y las millas iban quedando detrás de ellos. Cuando se detenían a descansar a la sombra de los odres, solía hacer demasiado calor como para dormir. Se tendían, jadeando como perros, y después seguían su camino. Los camellos gruñían y bramaban suavemente al echarse y también cuando los obligaban a ponerse de pie para seguir la marcha. Sus jorobas se encogían. Al quinto día, se negaron a comer la pequeña ración de dhurra molido que les ofreció Yakub en sus tapetes de comer de paja trenzada.

—Éste es el primer indicio de que están alcanzando el límite de sus fuerzas —le advirtió Yakub a Penrod—. Debemos llegar al pozo antes del atardecer de mañana. Si no, comenzarán a morir.

No hacía falta mencionar cuáles serían las consecuencias para los hombres si fallaran los camellos. A la mañana siguiente, mientras descansaban al filo de una gran hondonada, Penrod señaló hacia adelante. A lo largo de la orilla opuesta, se destacaba, como un friso, la silueta de una manada de gacelas. Eran pequeñas y pulcras como seres de un sueño, del color de la crema y del chocolate con leche, con cuernos en forma de lira y blancos rostros enmascarados. Después de un momento, desaparecieron al otro lado del cerro tan silenciosas como si nunca hubieran existido.

—Beben en Marbad Tegga. Ahora estamos cerca. —Era la primera vez en muchas horas que Yakub hablaba—. Estaremos allí antes del ocaso. —Entornó los ojos, satisfecho.

A mediodía, los camellos se negaron a echarse. Gruñían, gemían y sacudían la cabeza.

—Huelen agua. Quieren ir a ella —dijo alegremente Yakub—. Nos llevarán al pozo como los perros de caza llevan a la presa. —En cuanto los hombres rezaron y bebieron su café, los tres volvieron a montar y siguieron su camino.

Los camellos apresuraron el paso y gimieron de excitación a medida que el olor del agua crecía en sus fosas nasales. Cuando volvieron a detenerse a última hora de la tarde, Penrod reconoció el terreno, que había cruzado en su última travesía. Era un fantástico despliegue de montículos de pizarra, que el viento y el tiempo habían esculpido hasta convertirlos en una galería de formas extrañas y caprichosas tallas.

Algunos parecían ejércitos de guerreros de piedra que marchaban, otros eran leones agazapados, y había dragones alados, gnomos y jinn. Pero por encima de todos ellos se elevaba una alta e imponente columna de piedra que parecía una mujer de larga túnica y velo de viuda, en actitud de duelo.

—Ésa es la Viuda de Ajab —dijo Yakub—, mira hacia el pozo donde murió su marido. —Picó a su cabalgadura con la larga aguijada, y volvieron a andar, los camellos con más ansiedad que sus jinetes.

—¡Alto! —gritó Penrod con tono urgente, y cuando Yakub y al-Saada volvieron la vista, los detuvo con un gesto imperioso. Condujo a su camello a un wadi de poca profundidad que los ocultó por completo. Lo siguieron sin vacilar. Tuvieron que luchar con los camellos para forzarlos a echarse, aguijándolos y retorciéndoles los testículos, hasta que bajaron, bramando su protesta. Luego, los manearon con tiras de cuero crudo para que no pudieran levantarse. al-Saada se quedó a vigilarlos y asegurarse de que no trataran de escapar en busca del agua. Penrod llevó a Yakub a la cima del cerro, donde encontraron una atalaya natural entre los montículos de pizarra. Penrod se echó de bruces y barrió con sus binoculares el áspero terreno que se extendía más allá de la Viuda de Ajab. Yakub se tendió junto a él, con sus ojos guiñando horriblemente a la luz del sol. Tras una larga espera, murmuró—: No hay nada más que arena y rocas. Viste una sombra, Abadan Riyi. Ni un jinn habitaría este lugar —y comenzó a ponerse de pie.

—Al suelo, imbécil —ordenó Penrod. Quedaron inmóviles y silenciosos por otra media hora. Luego, Penrod le tendió sus binoculares a Yakub—. Ahí tienes tus jinni.

Yakub miró por la lente, y respingó y lanzó una exclamación al distinguir la distante figura de un hombre. Sentado a la sombra de un monolito de pizarra, se había hecho invisible. Sólo un punto de luz que se reflejaba en la hoja de la espada que estaba afilando había alertado a Penrod de su presencia. Ahora, se puso de pie y caminó por la sesgada luz del sol, una forma que se destacaba en el paisaje ominoso.

—Lo veo, Abadan Riyi —concedió Yakub—. Tu vista es aguda. Lleva la aljuba remendada de los madistas. ¿Hay más de uno?

—No te quepa duda —murmuró Penrod—. En este lugar, nadie viaja solo.

—¿Una partida de batidores? —arriesgó Yakub—. ¿Espías que esperan la llegada de los soldados?

—Saben bien que el pozo de Mata Camellos es demasiado escaso y de aguas demasiado amargas para serle útil a un regimiento. Están esperando para interceptar a los mensajeros que le lleven despachos a Gordon Pachá en Jartum. Saben que no hay otro camino. Saben que debemos pasar por aquí. —Están custodiando el agua. No podemos continuar sin darles agua a los camellos.

—No —asintió Penrod—. Debemos matarlos. No debe escapar ni uno solo, si no queremos que adviertan que estamos cruzando. —Se puso de pie y, cubriéndose tras el montículo, regresó donde al-Saada esperaba con los camellos. No se atrevieron a hacer café mientras esperaban que cayera la noche, pues el olor del humo podría llegarles a sus enemigos y delatar su presencia. En cambio, bebieron un poco de agua de sus odres, y afilaron sus hojas mientras comían su ración nocturna de dátiles. Luego, los árabes desenrollaron sus tapetes y oraron.

Cayó la oscuridad sobre las colinas, caliente y pesada como una capa de lana, pero Penrod esperó hasta que Orion el cazador llegara a su cenit en el cielo del sur antes de que, dejando a los camellos, salieran a pie. Penrod iba a la delantera, con el Webley en la faja que ceñía su cintura y el sable desenvainado en la derecha. Ya habían hecho eso muchas veces, y se desplazaban bien separados, aunque siempre en contacto. Penrod se desplazó en círculo, viento abajo del lugar donde vio por última vez al centinela derviche, sintiéndose agradecido por la brisa de la noche, que cubría los pequeños ruidos que tal vez hicieran a medida que se acercaban. Primero los olió, el humo de su brasero, el penetrante aroma de la bosta de camello al quemarse. Chasqueó suavemente los dedos para alertar a Yakub y al-Saada, y los vio agacharse obedientemente a sus espaldas, bultos oscuros a la luz de las estrellas.

Siguió su camino, con el viento de frente y el humo directamente ante él. Se detuvo cuando oyó a un camello que eructaba y gruñía suavemente. Se tendió en el suelo y miró hacia adelante, acechando con la paciencia del cazador. Sus ojos escudriñaron lentamente el quebrado terreno, registrando cada piedra y cada irregularidad. Luego, algo cambió de forma, y sus ojos regresaron a ese punto. Era pequeño, oscuro y redondo, y estaba a menos de veinte pasos de él. Se volvió a mover, y se dio cuenta de que se trataba de una cabeza humana. Había un centinela sentado a la orilla de un nula poco profundo. Aunque era más de medianoche, el hombre estaba despierto y alerta. Penrod olió a Yakub junto a él, olor a sudor, rapé y camellos, y sintió su cálido aliento en su oreja.

—Lo he visto, y ya es hora de que muera.

Penrod asintió apretándole el brazo, y Yakub se deslizó como una víbora del desierto. Era un artista de la daga. Su figura se confundió con las rocas y con las sombras que proyectaban las estrellas. Penrod vio que otra cabeza surgía repentinamente detrás de la del centinela. Durante un momento, se confundieron en un único manchón oscuro. Se oyó una súbita exhalación, y ambas cabezas desaparecieron de su vista. Penrod esperó, pero no oyó grito ni alarma alguna. Entonces, Yakub salió del nulá con sus peculiares andares de cangrejo. Se tendió junto a su amo.

—Hay cinco más. Duermen junto a sus camellos en el fondo del nulá. —¿Los camellos están ensillados?—. Era una pregunta ociosa. Esos hombres eran guerreros y estarían listos para saltar a la silla y cabalgar en cuanto abrieran los ojos.

—Lo están. Los hombres duermen con sus armas a mano.

—¿Hay otro centinela?

—No vi ningún otro.

—¿Dónde está el pozo?

—No fueron tan tontos como para acampar al lado del agua. Está a unos trescientos o cuatrocientos pasos para ese lado —dijo Yakub, señalando hacia el extremo derecho del oculto nulá.

—De modo que si hay otro hombre, está allí, vigilando el agua. —Penrod reflexionó durante unos instantes y volvió a chasquear los dedos. al-Saada se acuclilló junto a ellos.

—Esperaré entre el campamento y el pozo para ocuparme del otro centinela. Vosotros dos iréis a enviar al paraíso a estos hijos del Madí. —Penrod palmeó a ambos en el hombro en señal de afirmación y bendición. Eran mejores que él para ese trabajo cuerpo a cuerpo. Nunca había logrado suprimir la repulsión que le producía matar a alguien que duerme—. Esperad a que me posicione.

Penrod se dirigió rápidamente hacia la derecha. Llegó a la orilla del nulá y miró hacia abajo. Vio al hombre que había matado Yakub, tendido bajo el reborde. Tenía las rodillas recogidas contra el pecho, y Yakub le había tapado la cabeza con el turbante para que pareciera que se había dormido en su puesto. Más allá, los hombres y animales del lecho del nulá eran un bulto oscuro en el que no se distinguían formas individuales. Yakub debió de haberse acercado mucho para contarlos. Se desplazó hasta la sombra de una peña, desde donde podía seguir viendo el nulá y cubrir cualquier movimiento que se produjera en las inmediaciones del pozo. Sintió hormiguear sus nervios cuando, primero Yakub, después al-Saada se deslizaron en el nulá que se extendía por debajo de él. Se confundieron con la masa de hombres y animales, y pudo imaginar la sangrienta faena del cuchillo mientras pasaban rápidamente de uno a otro de los durmientes. Luego, resonó un grito y sus nervios se tensaron de golpe. Alguien había errado el golpe, y supo que no había sido Yakub. Al instante, se produjo una confusión cuando la masa de cuerpos que hasta entonces dormía explotó en violentos sonidos y movimientos. Bramando, los camellos se pusieron de pie, los hombres gritaron y el acero chocó contra el acero. Vio cómo un hombre saltaba al lomo de uno de los animales y salía a escape del campamento, cabalgando por sobre la margen más lejana del nulá. Otro derviche escapó de la contienda y saltó al fondo del nulá; sólo había recorrido un corto trecho cuando una figura se lanzó tras él en el inconfundible paso de cangrejo que ganaba terreno con engañosa velocidad. Ambos desaparecieron en forma casi instantánea.

Penrod se disponía a correr hasta el nulá y unirse a la lucha cuando oyó pasos a sus espaldas y se mantuvo agachado. A la luz de las estrellas vio otra figura corriendo hacia él desde la dirección de la Viuda de Ajab. Debía de ser el segundo centinela derviche. Llevaba la espada en la derecha y la rodela en el hombro izquierdo. Cuando estuvo demasiado cerca para escapar, Penrod se interpuso en su camino de un salto. El derviche no vaciló y cargó contra él, alzando la larga hoja. Penrod la desvió con facilidad, con un resonar de acero contra acero, y le hizo una finta a la cabeza. El derviche alzó su rodela para detener el golpe. Instantáneamente, Penrod clavó su arma en una estocada clásica, directo al centro del pecho, atravesando limpiamente a su oponente, de modo que la hoja le sobresalió dos palmos por la espalda. Casi en el mismo movimiento, sacó y recuperó su arma, y el derviche cayó sin un grito.

Abandonándolo, Penrod se lanzó margen abajo al nulá. Vio a al-Saada inclinado sobre un cuerpo caído, cortando la garganta de su víctima con su daga; de la arteria seccionada brotó un chorro de sangre negra. al-Saada se enderezó y miró en torno a sí, pero sus movimientos eran torpes. Tres cuerpos yacían en el mismo lugar donde habían estado durmiendo.

—¡La estropearon! Dos escaparon —exclamó Penrod, furioso—. Yakub se encargó de uno, pero el otro va montado. Debemos alcanzarlo.

al-Saada dio un paso hacia Penrod y su daga manchada de sangre se le cayó de la mano. Cayó de rodillas lentamente. Las estrellas daban suficiente luz para que Penrod distinguiera su expresión de sorpresa.

—Fue demasiado rápido —dijo al-Saada, con voz confusa. Se quitó la otra mano del pecho y se miró. La sangre de la herida que tenía bajo las costillas le oscurecía la túnica hasta las rodillas—. Persíguelo, Abadan Riyi. Te seguiré dentro de un momento —dijo, y cayó de cara. Penrod vaciló sólo durante un instante, combatiendo su instinto de socorrer a al-Saada. Pero se había dado cuenta por la forma desmañada en que éste cayó de que ya estaba más allá de cualquier ayuda que pudiera prestarle, y si dejara que el derviche escapara, sus propias posibilidades de llegar a la ciudad asediada corrían grave peligro.

—Ve con Dios, Saada —le dijo suavemente mientras se alejaba. Corrió hacia el más cercano de los camellos de los derviches y lo montó. Cortó con el sable el cabresto que lo ataba de la rodilla. El camello se incorporó y se lanzó a un galope que los llevó justo por encima de la orilla del nulá. Apenas si pudo distinguir la silueta en sombras del camello que lo precedía, huyendo como una mariposa nocturna a la luz de las estrellas. En unos pocos cientos de pasos, se había adaptado al paso del animal que cabalgaba. Parecía fuerte y bien dispuesto, y seguramente se había alimentado y bebido a gusto durante la vigilia en Marbad Tegga. Empleó el cuerpo para hacerlo apresurar el paso, como un jockey que lucha por llegar al disco. Un rápido vistazo a las estrellas le confirmó lo que ya sabía: el fugitivo se dirigía directamente al sur, hacia el punto donde el Nilo estaba más cerca.

Corrieron durante una milla más, y Penrod se dio cuenta de que ahora el derviche iba al trote. O había sido herido en la escaramuza, o no se daba cuenta de que lo seguían, o estaba ahorrando las energías de su cabalgadura para el largo y terrible viaje que lo esperaba si pretendía llegar al río. Penrod instó a su camello a que galopara a su máxima velocidad, y acortó distancias rápidamente.

Comenzaba a pensar que tal vez pudiera llegar hasta el derviche antes de que éste se diera cuenta de que estaba en peligro, pero súbitamente vio el pálido destello del rostro del hombre cuando éste se volvió a mirarlo. En el momento en que divisó a Penrod, clavó la aguijada y alentó a su cabalgadura con fuertes voces. Los dos camellos, corriendo como si estuviesen atados uno a otro, bajaron a un wadi y luego subieron a la cresta rocosa de éste. Luego, gradualmente, la cabalgadura de Penrod comenzó a imponer su velocidad y resistencia superiores y cerró implacablemente. Penrod se desvió ligeramente a la izquierda, apostando a que el hombre fuera diestro y no se defendiera bien de ese lado.

Repentina, inesperadamente, el derviche se desvió en ángulo recto de su línea de avance y se detuvo en seco a cien pasos de él. Cuando giró sobre la alta silla de madera, Penrod vio que tenía un fusil en sus manos, y que lo alzaba, apuntándole. Había estado seguro de que el árabe sólo contaba con su espada, sin considerar la posibilidad de que llevara un arma de fuego en la funda de la parte trasera de la silla.

—¡Vamos, comedor de cerdo! —gritó Penrod, sacando el Webley de la faja. Estaba demasiado lejos para el alcance del revólver, y el lomo de un camello al galope no es una plataforma estable para disparar, pero debía procurar estropear la puntería de su oponente de modo de poder acercarse lo suficiente para emplear el sable.

El árabe disparó desde el lomo del detenido camello. Por el fogonazo de la pólvora negra y el característico estampido ensordecedor, Penrod supo que enfrentaba una carabina Martini-Henry, probablemente capturada en El-Obeid o Suakin. Una fracción de segundo más tarde, la pesada bala de plomo impactó, y su camello trastabilló debajo de él. El derviche reemprendió su fuga, encorvándose sobre la carabina mientras procuraba meter otro cartucho en la recámara. A todo galope, Penrod lo alcanzó por la izquierda, con el sable de punta al modo de una carga de caballería. El árabe se dio cuenta de que no tendría tiempo de recargar, y dejó caer la carabina. Se llevó la mano al hombro y sacó el montante de la vaina que llevaba a la espalda. Miró a Penrod y retrocedió en su silla ante la sorpresa que le produjo reconocerlo.

—¡Te conozco, infiel! —gritó—. Te vi en el campo de El Obeid. Eres Aba-dan Riyi. Los maldigo a ti y a tu sucio Dios de tres cabezas. —Lanzó un golpe de través a la cabeza del camello de Penrod. A último momento, Penrod frenó a su bestia y el golpe resultó demasiado alto. La hoja rebanó una de las orejas del animal casi a ras del cráneo y el camello se hizo a un lado. Penrod lo sujetó, pero lo sintió trastabillar, debilitado por la herida en el pecho. El derviche quedaba apenas más allá del alcance de su sable, y aunque le lanzó una estocada, no pudo tocarlo. Su camello gruñó. De pronto, sus patas delanteras cedieron, y cayó despatarrado. Penrod apartó sus piernas a un lado y cayó de pie, logrando mantenerse erguido.

Para cuando recuperó el equilibrio, el derviche y su camello estaban a cien pasos de él y se alejaban rápidamente. Penrod sacó el revólver Webley de la faja y vació el tambor sobre las ya casi invisibles siluetas de jinete y camello. No oyó el alentador impacto de las balas golpeando un cuerpo. Segundos después, se perdían en la oscuridad. Penrod inclinó la cabeza para escuchar, pero sólo se oía el viento.

Su camello se debatía débilmente para ponerse en pie, pero de pronto lanzó un bramido hueco y cayó sobre el lomo, agitando convulsivamente en el aire sus grandes patas almohadilladas. Luego, se derrumbó y se tendió cuan largo era, con el cuello estirado. Respiraba pesadamente, y Penrod vio que arroyos de sangre gemelos brotaban de sus narices a cada espiración. Recargó el Webley, se inclinó sobre el animal moribundo y, apoyándole el cañón en la nuca, le pegó un tiro en los sesos. Se tomó unos minutos más para registrar las alforjas para ver si había algo importante, pero no había mapas ni documentos, sólo un ajado ejemplar del Corán, que se guardó. Sólo encontró una bolsa que contenía carne seca y tortas de dhurra, que servirían para suplementar sus frugales raciones.

Alejándose del animal muerto, volvió sobre sus pasos rumbo a Marbad Tegga. No llevaba recorrida ni media milla cuando vio a otro camello con un jinete que se dirigía hacia él. Se emboscó, arrodillado detrás de un grupo de afiladas rocas negras, pero cuando el jinete estuvo más cerca, reconoció a Yakub y lo llamó.

—¡Alabado sea el nombre de Alá! —se regocijó Yakub—. Oí un tiroteo.

Penrod se le subió en ancas y volvieron grupas hacia Marbad Tegga.

—Se me escapó la presa —admitió—. Tenía un rifle y mató a mi cabalgadura.

—El mío no escapó, pero supo morir. Era un guerrero y honro su memoria —dijo Yakub con sencillez—. Pero también al-Saada está muerto. Mereció morir por torpe.

Penrod no respondió. Sabía que esos dos no se querían, pues aunque ambos eran musulmanes, al-Saada era egipcio y Yakub un árabe yaalin.

A la orilla del nulá, más allá del campamento enemigo, Penrod encontró una honda hendidura en las rocas y tendió allí a al-Saada. Le envolvió la cabeza en su capa y le puso el Corán capturado sobre el pecho. Luego, lo cubrió de pizarra suelta. Fue un entierro simple, pero que cumplía con lo prescripto por la religión del caído. No llevó mucho tiempo, y ninguno de los dos habló durante la tarea.

Cuando terminaron, se apresuraron a regresar al campamento derviche, y se dedicaron a hacer los preparativos para continuar la travesía.

—Si vamos rápido, aún estamos a tiempo de cruzar las líneas enemigas antes de que el que escapó dé la alarma —advirtió Penrod.

Los camellos capturados estaban gordos, y habían bebido y descansado a gusto. Les transfirieron sus arreos, y soltaron a sus exhaustos animales para que encontrasen agua en Marbad Tegga, tras lo cual siguieron camino hacia el lejano río. En los odres de los derviches había más agua dulce del Nilo de la que necesitaban. Entre las provisiones, encontraron más bolsas de dhurra molido, dátiles y carne seca.

—Ahora tenemos suficientes vituallas como para llegar a Jartum —dijo Penrod, satisfecho.

—Creerán que nos dirigimos al vado de Korti, pero hay otro cruce más al oeste, bajo la catarata —le dijo Yakub.

Montaron en dos de los nuevos camellos y, llevando de tiro a los otros, cargados de abultados odres, siguieron camino hacia el sur.

* * *

Al mediodía descansaban, acostados en la magra sombra que arrojaban los animales. Los camellos se echaban bajo los rayos del sol, que habrían hecho hervir la sangre de un humano o de cualquier otra bestia, pero que no parecían incomodarlos. En cuanto cedía la tiranía del sol, cabalgaban durante el atardecer y la noche. Al amanecer el tercer día, mientras la lámpara eterna de la estrella de la mañana ardía por encima del horizonte, Penrod dejó a Yakub con los camellos y subió a la cima de un cerro cónico, único rasgo saliente de ese desolado mundo quemado.

Cuando llegó a la cumbre, ya era de día, y lo aguardaba un espectáculo extraordinario. Dos millas más adelante, algo blanco como la sal y grácil como las alas de una gaviota se deslizó cruzando ese océano de arena y roca estériles. Supo qué era antes de llevarse los binoculares a los ojos. Miró fijamente la única, abultada, vela latina que parecía tan fuera de lugar en ese marco. Perdió un poco más de tiempo gozando de la sensación de alivio y triunfo que lo invadía: la blanca ala del dhow navegaba sobre las aguas del Nilo.

Se acercaron al río con infinitas precauciones. Ahora que los terrores del Madre de las Piedras habían quedado atrás, una nueva amenaza los esperaba: hombres. El dhow había continuado su marcha río abajo hasta perderse de vista. Cuando llegaron a las orillas las encontraron desiertas, sin indicios de presencia humana. Sólo una bandada de garzas blancas que volaron hacia el este formadas en punta de flecha, a ras de las aguas aceradas. Había una estrecha banda de vegetación a lo largo de cada orilla, unas pocas matas de junco, palmeras raquíticas y un único sicomoro magnífico con raíces que casi alcanzaban el fango de la orilla. A su sombra, había una antigua tumba de ladrillo. Su revoque estaba resquebrajado y pedazos del mismo se habían desprendido de los muros. Desteñidas cintas de colores aleteaban atadas a las anchas ramas que le daban sombra.

—Ése es el árbol de san al-Maula, un santo ermitaño que vivió en este lugar hace cien años —dijo Yakub—. Los peregrinos ponen esas cintas en su honor para que el santo los recuerde y les conceda lo que piden. Estamos a dos leguas al oeste del vado, y la aldea de Korti está más o menos a esa misma distancia hacia el este.

Se alejaron de las orillas para no ser vistos por la tripulación de algún dhow que pasara y se dirigieron al oeste cruzando wadis y colinas, hasta que llegaron a un alto acantilado de piedra desde el que se divisaba una larga extensión del Nilo. Durante el resto del día, se mantuvieron vigilantes en la cumbre de ese otero.

Aunque el Nilo era la principal arteria de comercio y comunicación para un área mayor que toda Europa occidental, no pasó ninguna otra nave, ni había indicio alguno de presencia humana en esa sección de sus márgenes. Eso bastó para que Penrod se sintiera incómodo. Algo debía de haber interrumpido el comercio a lo largo del río. Tenía la casi certeza de que se trataba de aquello sobre lo cual Bakhita lo había advertido, y que en algún lugar cercano estaba teniendo lugar un inmenso movimiento de los ejércitos derviches. Quería atravesar los despoblados del desierto de Monassir cuanto antes, manteniéndose lo más lejos de las orillas que pudiera hasta llegar al otro lado de la ciudad de Jartum, para desde allí hacer un último esfuerzo y entrar en el asediado bastión de Gordon.

Cuando el ángulo del sol se alteró, penetró en el agua, poniendo al descubierto la silueta oscura de los bajíos. Una cresta rocosa sumergida se distinguía en la mitad del río y desde el otro lado, un extenso banco de fango casi se le unía. El canal entre ambos bajíos era verde oscuro, pero angosto. Penrod memorizó cuidadosamente su ubicación. Si emplearan los odres vacíos inflados a manera de flotadores podrían cruzar a sus camellos por la parte más profunda. Por supuesto que debían cruzar en la oscuridad. Quedarían terriblemente expuestos si la aparición repentina de un dhow derviche los sorprendiera a mitad del cruce en pleno día. Una vez del otro lado, podían volver a llenar los odres de agua y seguir hacia Monassir. A última hora, Penrod dejó a Yakub con los animales en la cima del acantilado y bajó a examinar la orilla en busca de huellas. Tras estudiar el terreno río arriba y río abajo quedó convencido de que recientemente no habían pasado grandes contingentes de tropas enemigas. Cuando cayó la oscuridad Yakub bajó la recua de camellos. Había vaciado toda el agua de los odres, tras lo cual los infló y los volvió a tapar. Cada camello llevaba un par de esos enormes globos negros atados al costado. Los animales estaban atados en yuntas de modo de que no se separaran en el agua.

Los camellos se resistían a entrar en el agua pero, aguijándolos, Penrod y Yakub lograron llevarlos primero hasta el banco, después a la cresta rocosa. A medida que se acercaban a la mitad del Nilo, la profundidad aumentaba, hasta que les llegó hasta el mentón y tuvieron que tomarse de los arreos de los camellos. Las largas patas y cuellos de las bestias les permitieron cruzar casi hasta el otro lado antes de que perdieran pie y se vieran obligados a nadar torpemente. Pero los odres los mantenían a flote, y Penrod y Yakub nadaban junto a ellos, alentándolos a seguir y apuntando sus cabezas en la dirección correcta, cuidándose de las patas delanteras de los animales, que se agitaban bajo la superficie. Nadaron hasta el banco de barro de la orilla opuesta y en cuanto hicieron pie otra vez, salieron a tierra firme. Llenaron rápidamente los odres e hicieron beber a los camellos por lo que sería la última vez en muchos días.

El cruce tardó más de lo que había calculado Penrod, y el horizonte oriental ya palidecía cuando se dispusieron a alejarse del Nilo, con los odres llenos a reventar y las panzas de los camellos hinchadas de agua. Antes de partir, procuraron borrar sus huellas de la orilla, pero fue imposible hacerlo en la oscuridad y con tal cantidad de camellos de carga. Debían confiar en que los vientos y las aguas del río borraran las huellas antes de que las descubrieran los batidores derviches.

Pero cuando llegaron al desierto de Monassir, un oscuro mal presagio cabalgaba junto a Penrod. Tras unas pocas horas de travesía, la sensación fue tan abrumadora, que supo que debía borrar sus huellas si quería asegurarse de que el cruce no fuera descubierto. Tomó los animales más dóciles y obedientes de la recua pues ahora conocía el temperamento y las virtudes de cada uno de ellos. Dejó que Yakub siguiera camino con los otros animales y regresó sobre sus pasos. Cuando aún estaba a pocas millas del río, dejó la senda y se dirigió a una línea de bajas colinas que, según había notado antes, daban al río. Agazapado, ató a su cabalgadura de modo que no se destacara contra el cielo y avanzó sin incorporarse. Al acercarse a la cima de la colina, se echó de bruces, reptó hasta detrás de un promontorio rocoso y miró hacia el valle del Nilo. Su corazón dio un salto contra sus costillas y sus nervios se tensaron ante lo que vio por debajo de él.

Una pequeña partida de batidores derviches estaba pie a tierra en la orilla del Nilo más próxima, y era evidente que había descubierto el rastro que salía del agua. Estudió atentamente al enemigo con sus binoculares. Eran seis. Le pareció que uno de ellos era el hombre al que había perseguido en Marbad Tegga, pero no tenía la certeza de que fuera así. Eran todos árabes del desierto, esbeltos y duros, posiblemente integrantes de la tribu beya. Vestían las aljubas madistas, adornadas de vistosas aplicaciones, y llevaban las características rodelas y largos montantes envainados. Apoyados en las largas astas de sus lanzas, discutían animadamente los rastros de la orilla. Uno se volvió y señaló el rastro que se extendía hasta el sur, y todos miraron hacia esa dirección. Parecían mirar directamente hacia el punto donde se ocultaba Penrod.

Acuclillado detrás de las rocas, evaluó su situación. Parecía evidente que el hombre al que había perseguido en Marbad Tegga, aun si no era él quien estaba allí, había llegado al río antes que ellos. Debía haber advertido a los elementos de vanguardia del principal ejército derviche, que bajaba desde el norte. Tal vez uno de los emires que lo comandaban había enviado esa partida de exploración para reconocer los vados e interceptarlos. De un vistazo, Penrod se dio cuenta de que éstos eran aggagiers, los mejores guerreros derviches. Los sobrepasaban a él y a Yakub a razón de tres a uno, y los derviches estaban alertados. Descartó cualquier idea de combatirlos. Sólo podían salvarse huyendo.

Ahora, su atención se desplazó de los hombres a sus cabalgaduras. Cada uno de ellos montaba un buen caballo. Sólo los acompañaba un camello de carga que llevaba alforjas de cuero de las que se emplean para llevar artículos varios, alimentos y municiones, aunque no odres de agua. Era obvio que se trataba de una partida rápida de reconocimiento que, como no llevaba agua, estaba confinada a actuar en una estrecha franja a cada lado del río. No estaban equipados para penetrar en las honduras del Monassir. Si querían interceptar la partida de Penrod, se verían obligados a llegar a marchas forzadas más allá del gran recodo del río y cortarles el paso en la orilla de frente a Jartum. Era una travesía de casi doscientas millas más que la que enfrentaban Yakub y él. Sintió una gran oleada de alivio cuando se dio cuenta de que ni los caballos más veloces podrían interceptarlos antes de que llegaran a destino.

—Os dejo a la merced de Alá —dijo en sardónica bendición, y, arrastrándose para no destacarse contra el cielo, regresó a su cabalgadura para reunirse con Yakub. Entonces, un inesperado movimiento de los hombres de la orilla lo hizo detenerse. Rápidamente, volvió a enfocar los binoculares, Dos de los aggagiers habían regresado a su único camello de carga y lo forzaron a hincarse. Luego, descargaron algunos equipos del lomo del animal. Uno de los árabes, sentado con las piernas cruzadas, tenía sobre su regazo algo que parecía una tableta de escribir. Escribía con gran cuidado y concentración.

El otro hombre bajó una pequeña caja de la carga del camello y le quitó la cubierta de algodón que la protegía. Abrió una puerta trampa de la lupa y metió las manos adentro. Penrod se estremeció al ver la cabeza de un ave que se movía a uno y otro lado entre los dedos del hombre. El escriba dejó su pluma, plegó cuidadosamente el mensaje y se incorporó. El otro hombre le acercó el ave y ambos hicieron algo que les tomó un momento más.

Entonces, el amanuense retrocedió y asintió con la cabeza. Con ambas manos, el otro lanzó hacia arriba la lustrosa paloma gris. El ave se lanzó a volar, remontándose cada más alto por encima del río con un golpeteo de alas. Echando sus cabezas hacia atrás, los árabes la miraron. Sus débiles gritos de aliento alcanzaron a Penrod aun desde esa distancia.

—¡Vuela pequeña, con las alas de los ángeles de Dios! —¡Apresúrate a llegar al seno del santo Madí! La paloma subía más y más, y cuando se convirtió en una mota contra el azul del cielo, trazó una serie de amplios círculos, hasta que se orientó y se lanzó en línea recta hacia el sur, más allá del recodo, directo a la ciudad derviche de Omdurman.

Penrod la vio perderse de vista, deseando que apareciera la silueta de alas como cuchillos de un halcón saker del desierto por encima de ella para lanzarse en una picada mortal, pero no apareció ningún ave de presa y la paloma desapareció.

Penrod corrió ladera abajo por el otro lado de la colina y saltó a la silla de su camello. Volvió la cabeza hacia la dirección sur en la que había desaparecido la paloma, e instó a su cabalgadura a tomar el rítmico paso que podía mantener por cincuenta millas sin detenerse. Pero la paloma llegaría a Omdurman antes de que cayera la noche, mientras que a Yakub y a él aún les quedaban doscientas cincuenta millas por cabalgar. Ahora, sabía qué terribles desafíos debería enfrentar antes de llegar a Jartum y entregarle su despacho al Chino Gordon.

* * *

Osman Atalan marchaba entre la horda de fieles que se dirigían a la gran mezquita de Omdurman. Su estandarte personal, inscripto con textos del Corán y llevado por dos de sus aggagiers flameaba por encima de su cabeza. En torno a él latían los grandes atabales de guerra de cobre. Las ombeyas balaban y rebuznaban y las multitudes vociferaban alabanzas a Dios, al Madí y a su califa. El calor envolvía a la densa masa de hombres y el polvo que levantaban sus pies flotaba en una nube por encima de sus cabezas. A medida que se acercaban al muro exterior de la mezquita, la excitación aumentaba lentamente, pues sabían que ese día el Madí, la luz del Islam, predicaría la palabra de Dios y de su profeta. Los ansar comenzaron a danzar. Alguna vez, los habían llamado derviches, pero el Madí había prohibido ese término por considerarlo denigrante.

—El Santo Profeta me habló muchas veces y me dijo que quien llame derviches a mis seguidores debe ser azotado con espinas siete veces y recibir una plaga de latigazos. ¿No les di acaso a mis fíeles guerreros, que triunfaron en la batalla de El Obeid, un orgulloso nombre y la promesa del paraíso? ¿No ordené acaso que fuesen conocidos como ansar, mis partidarios y ayudantes? Que sean conocidos sólo como ansar, y que se glorien de ese nombre.

Los ansar danzaban a la luz del sol, girando como remolinos de polvo, cada vez más rápido, dando vueltas de modo que sus pies apenas parecían tocar la tierra, y las multitudes de fieles que los rodeaban ululaban y gritaban los hermosos noventa y nueve nombres de Alá: al-Hakim, el Sabio. al-Mayid, el glorioso, al-Hac, el Verdadero… Uno tras otro, los danzarines fueron poseídos por el éxtasis sagrado y cayeron al suelo, lanzando espumarajos por la boca y estremeciéndose hasta que los ojos se les daban vuelta en las órbitas y sólo se veía el blanco.

Osman entró por el portal de la mezquita. Era un vasto recinto abierto, rodeado de un muro de ladrillos de barro de seis metros de altura. Sus ochocientos pasos cuadrados estaban colmados de densas filas de fieles arrodillados uniformados por sus aljubas. En el extremo más lejano de la mezquita había una abertura que bloqueaban ansar de túnica negra, los verdugos del Madí.

Osman se abrió paso lentamente entre las multitudes hasta allí. Las filas de figuras hincadas le abrían paso, alabándolo pues era el principal de los grandes emires. En la primera hilera de fieles, sus aggagiers desplegaron su tapete de oración de fina lana de colores. Junto a éste apilaron los seis grandes colmillos que habían obtenido en su cacería en el valle del Atbara. Osman se arrodilló sobre el tapete, de cara al estrecho portillo del muro que llevaba a los aposentos privados del Madí.

Gradualmente, el alboroto de los fieles disminuyó hasta transformarse en un murmullo, que luego se convirtió en un silencio cargado de expectativa. Lo rompió el resonar de un ombeya, que acompañó la aparición de una pequeña procesión en el portillo. La encabezaban los tres califas. Al designar a esos hombres como sus sucesores, el Madí no había hecho más que seguir el precedente fijado por el primer Profeta, Mahoma.

Debía haber habido también un cuarto califa, Al Senussi, gobernador de Cirenaica. Había enviado un emisario al Sudán para que le informase acerca de esa persona que se decía el Madí. El hombre había llegado en pleno saqueo de la ciudad de El Obeid. Había contemplado con horror la masacre, el pillaje, la tortura, los niños cortados en pedazos por los ansar. No esperó a conocer al Madí sino que, huyendo de la carnicería, se apresuró a regresar a informar a su amo de las atrocidades que había presenciado.

—Este monstruo no puede ser el verdadero Madí —decidió Al Senussi—. No quiero tratos con él.

De modo que había sólo tres califas, de los cuales Abdulahi era el más importante. Abdulahi los llevó a los tapetes de oración que habían sido dispuestos para ellos en el estrado. Una vez que ocuparon sus lugares, se produjo otra pausa llena de expectativa.

La ombeya volvió a chillar y el portador de la espada del Madí apareció en el portillo. Llevaba ante sí el símbolo de los poderes temporales del Madí: una espada con una hoja extraordinariamente larga y brillante. Su empuñadura de oro estaba incrustada de piedras preciosas que formaban medias lunas y estrellas y el acero tenía, incrustadas en oro, el águila bicéfala del Sacro Imperio Romano y la leyenda "Vivat Carolus". No era una reliquia islámica, sino que alguna vez debió de pertenecer a un cruzado cristiano. Era un legado que había sido transmitido de un siglo a otro hasta que llegó a ser la espada del Madí. Detrás del portador de su espada, entró el profeta de Dios.

El Madí vestía una aljuba maravillosamente acolchada, de inmaculada limpieza. Iba tocado con un casco de oro con defensas de malla para las mejillas que podía haber pertenecido a uno de los sarracenos de Saladino. Comenzó a avanzar lenta y dignamente por entre los arrodillados fieles. Las filas se abrían a su paso, y jeques, guerreros, sacerdotes y emires se le acercaron arrastrándose para besarle los pies y hacerle ofrendas.

Le tendían puñados de perlas, de alhajas de oro y de piedras preciosas y objetos de plata hermosamente labrada. Pusieron a sus pies rollos de seda y de telas bordadas con hilo de oro puro. El Madí sonreía angelicalmente y les tocaba la cabeza en aceptación de las dádivas. Mientras los ansar que lo seguían recogían las ofrendas, el Madí les predicaba.

—Alá me ha hablado muchas veces, y me ha dicho que debo prohibiros usar ropas lujosas y alhajas, pues eso es vanidad y orgullo. Sólo debéis vestir la aljuba, que os hace como amantes del Profeta y del Madí. De modo que es lo correcto y adecuado que me confiéis estos lujos y juguetes.

Quienes estaban lo suficientemente cerca como para oír sus palabras las repetían a voces de modo que todos escucharan y conocieran la sabiduría del Madí, y otros las volvían a repetir de modo que al fin llegaban hasta los extremos más lejanos del vasto recinto. Los fieles agradecían a Dios que les permitiera oír esas palabras de sabiduría.

Alzaban sacos de cuero llenos de monedas de oro y de plata y los vaciaban a sus pies, relucientes pilas de dólares María Teresa, mohurs de oro y soberanos ingleses, el dinero de Oriente y de Occidente. Osman Atalan se le acercó a gatas, encorvado bajo el peso del mayor de los seis colmillos, y sus aggagiers lo siguieron cargando ofrendas similares. El Madí le sonrió a Osman y se inclinó a abrazarlo.

Quienes contemplaban, murmuraron asombrados ante semejante muestra de favor.

—Sabéis que estas riquezas no os pueden comprar un lugar en el paraíso. A quien retenga tesoros y no me los traiga libremente y por voluntad propia, Alá lo quemará con su fuego, y la tierra lo tragará. Arrepentíos y obedeced mis palabras. Regresadme todo lo que hayáis tomado para vosotros. El Profeta, la gracia sea con él, me ha dicho muchas veces que el hombre que se guarde para sí el producto del pillaje será destruido. Creed en la palabra revelada del Profeta.

Volvieron a gritar de alegría al oír la palabra de Dios, su Profeta, y del Divino Madí, y se abrieron paso a la fuerza para entregarle sus tesoros.

Una vez que el Madí completó la circunambulación de la mezquita, regresó a su estrado y se sentó sobre su tapete de oración de seda. De a uno, sus tres califas se hincaron ante él y le presentaron sus ofrendas. Uno batió palmas y sus asistentes trajeron un potro negro que brillaba al sol como obsidiana mojada. Su silla estaba tallada en ébano y su brida y sus riendas estaban hechas de hilo de oro trenzado, adornadas de borlas de pluma de marabú y de águila.

El segundo califa le ofreció un angareb real, cuya armazón era de marfil intrincadamente labrado e incrustado en oro.

Abdulahi era el califa que mejor conocía a su amo. Le ofreció al Divino Madí una mujer, pero no una mujer cualquiera. Él mismo la acompañó hasta el recinto. Estaba envuelta en una capa que la cubría de pies a cabeza, pero la silueta que se distinguía bajo la seda era graciosa como la de una gacela y sus pies descalzos eran de una elegante forma. El califa le abrió la capa de modo que sólo la pudieran ver los ojos del Madí. Estaba desnuda.

Apoyado sobre un codo, el Madí tendió el cuello para verla mejor. Era una bella niña de la tribu gala, de catorce años, con ojos oscuros como estanques de aceite y piel suave como la mantequilla. Se movía como una gama que se acaba de despertar. Sus pechos eran pequeños e infantiles, pero tenían la forma de higos maduros. Su sexo había sido cuidadosa y totalmente depilado de modo que los rebordes rosados de los labios menores asomaban tímidamente de la pequeña raja carnosa, enfatizando su corta edad. El Madí le sonrió. Ella inclinó la cabeza, se cubrió la boca con una pequeña mano y lanzó una pudorosa risita. El califa Abdulahi la cubrió otra vez, y el Madí le dirigió una cabezada de asentimiento.

—Llevadla a mis aposentos. Luego se incorporó, abrió los brazos y comenzó a hablar de nuevo.

—El Profeta me ha dicho muchas veces que los ansar son un pueblo elegido y bendito. Por eso, os prohíbe fumar o mascar tabaco. No beberéis alcohol. No tocaréis otro instrumento musical que el tambor y la ombeia. No danzaréis, como no sea en alabanza de Dios y su Profeta. No fornicareis ni cometeréis adulterio. No robaréis. Mirad qué ocurre a quienes desobedecen mis leyes.

Batió palmas y sus verdugos trajeron a un hombre de edad por el portillo lateral. Iba descalzo y sólo vestía un taparrabos. Le habían sacado el turbante y su pelo sin lavar era de un blanco sucio. Se lo veía confundido y desesperado. Tenía una soga atada al cuello. Cuando estuvo frente al estrado, uno de los verdugos le dio un tirón que lo hizo caer al suelo. Los cuatro lo rodearon, alzando sus látigos.

—Este hombre fue visto fumando tabaco. Debe recibir cien azotes con el kurbash.

—¡En Nombre de Dios y de su victorioso Madí! —asintió la congregación al unísono, y los verdugos comenzaron su tarea. El primer latigazo hizo aparecer un magullón rojo en la espalda del hombre, y el segundo hizo brotar la sangre. La víctima se debatía y gritaba mientras el resto de los azotes caía en rápida sucesión. Finalmente quedó inmóvil, y se lo llevaron arrastrando por el portillo por el que había entrado. En el lugar donde recibió el castigo, el polvo quedó empapado en sangre.

El siguiente infractor llegó atado de la misma manera que el anterior, y el Madí lo contempló con sonrisa amable y benigna.

—Este hombre robó los remos del dhow de su prójimo. El Profeta ha dispuesto que se le corten una mano y un pie.

El verdugo que estaba detrás de él dio un tajo bajo y recio con su montante y cortó el pie derecho a la altura del tobillo. El hombre se derrumbó sobre el polvo y cuando extendió una mano para detener la caída, el verdugo se la pisó para inmovilizarla y de un tajo la cortó por la muñeca. Rápida y expertamente cauterizaron los muñones sumergiéndoles en una pequeña olla de asfalto que bullía sobre un brasero. Luego, le ataron la mano y el pie seccionados al cuello y se lo llevaron arrastrando por el portillo lateral.

—Alabadas sean la justicia y la merced del Madí —aullaron los fieles—. Dios es grande y el único Dios es Dios.

Osman Atalan contemplaba desde su lugar en la primera fila. Estaba atónito ante la sabiduría y el discernimiento del Madí. Sabía instintivamente que un nuevo orden religioso no se forja concediendo lujosas indulgencias sino imponiendo la austeridad moral y la devoción a la palabra de Dios.

El Madí volvió a hablar:

—Mi corazón pesa como una piedra por el dolor, pues hay entre nosotros una pareja, hombre y mujer, que han cometido adulterio.

La grey rugió de furia y agitó las manos por encima de su cabeza gritando:

—¡Deben morir! ¡Deben morir!

Primero trajeron a la mujer. Era apenas más que una niña, una figura patética de brazos y piernas delgadas como palos. Su cabello enmarañado le caía sobre el rostro y los hombros y gimió lastimosamente cuando la ataron al poste ubicado frente al estrado.

Luego, trajeron al hombre. También era joven, pero alto y orgulloso, y le dijo a la mujer:

—Sé valiente, amor mío. Nos volveremos a encontrar en un mejor lugar.

A pesar de la soga que llevaba al cuello, dio un paso adelante hacia el estrado, como si quisiera dirigirse al Madí, pero de un tirón el verdugo se lo impidió.

—No te acerques más, bestia sucia, que tu sangre puede manchar las vestiduras del Victorioso.

—El castigo por adulterio es la decapitación —dijo el Madí, y sus palabras se repitieron a gritos en el extenso recinto. El verdugo se puso a espaldas de su víctima y, para tomar puntería, le tocó la nuca con la hoja de su espada. Luego, dio un paso atrás y golpeó, y la hoja silbó en el aire. La muchacha del poste dio un grito de desesperación al ver cómo volaba por el aire la cabeza de su amado. Él quedó en pie durante un instante más, mientras un brillante chorro brotaba de su cuello y caía en cascadas sobre su torso. Con aire remilgado, el Madí dio un paso atrás, pero una única gota manchó el faldón de su aljuba blanca. El muerto cayó en una desmañada pila, y su cabeza rodó hasta el pie del estrado. La muchacha gimió y luchó con sus ataduras para alcanzarlo.

—El castigo para la mujer adúltera es ser lapidada —dijo el Madí. El califa Abdulahi se alzó de su cojín y se dirigió a la muchacha del poseo. Con un gesto extrañamente tierno le quitó el cabello de la cara y se lo ató detrás de la cabeza, de modo que los creyentes pudieran ver su expresión al morir. Luego, retrocedió hasta el montón de piedras que había sido opilado de antemano. Eligió una que encajaba a la perfección en su mano y se volvió a la muchacha-niña.

—En nombre de Alá y del Divino Madí, que se apiaden de tu alma.

Arrojó la piedra con la fuerza y la velocidad de quien maneja la lanza, y alcanzó a la muchacha en el ojo. Desde su lugar, Osman Atalan oyó como se quebraba el filo de la órbita. El ojo se salió y quedó sobre la mejilla, colgando del nervio como una fruta obscena.

Uno tras otro, los califas, emires y jeques dieron un paso adelante, tomaron una piedra de la pila y la arrojaron. Cuando le llegó el turno a Osman Atalan, la parte delantera del cráneo de la muchacha ya estaba aplastada y ella pendía exánime de sus ataduras. La piedra de Osman le golpeó el hombro, pero ella no se movió. La dejaron colgando allí mientras el Madí terminaba de pronunciar su sermón.

—El Profeta, la gracia y la vida eterna sean con él, me ha dicho muchas veces que quien dude de que soy el verdadero Madí es un apóstata. Quien se me opone es un renegado y un infiel. Quien me haga la guerra, perecerá en este mundo y será destruido y obliterado en el otro. Sus bienes y sus hijos quedarán en manos del Islam. Mi guerra contra los turcos y el infiel fue ordenada por el Profeta. Me ha confiado muchos secretos terribles. El mayor de éstos es que todos los países de los turcos, los francos y los infieles que me desafían a mí y desafían la palabra de Alá y su profeta serán vencidos por la santa religión y la ley. Quedarán como polvo, pulgas y pequeñas cosas que se arrastran en la oscuridad de la noche.

* * *

Cuando Osman Atalan regresó a su tienda en el bosquecillo de palmas Junto a las aguas del Nilo y, mirando la fortaleza del infiel que se alzaba en la otra orilla, sintió que su cuerpo estaba cansado como si acabara de pelear una terrible batalla, pero que su espíritu se sentía triunfante como si Alá y el Divino Madí ya le hubiesen concedido la victoria. Se sentó sobre su preciosa alfombra de seda de Samarcanda y sus esposas le trajeron una calabaza de leche agria. Después de que hubo bebido, su principal esposa lo susurró:

—Alguien os espera, señor.

—Que entre —dijo Atalan.

Se trataba de un hombre anciano, pero erguido y de ojos brillantes.

—Te veo, amo de las palomas —lo saludó Osman—, y que la gracia de Alá sea contigo.

—Te veo, poderoso emir, y le rezo al Profeta para que te tenga en su seno. —Ofreció la paloma gris que sujetaba suavemente contra el pecho.

Osman tomó el ave y le acarició la cabeza. El pájaro lanzó un suave arrullo, y Osman desató el hilo de seda que sujetaba un rollito de papel de arroz a su escamosa pata roja. Lo alisó sobre el muslo y, al leerlo, sonrió y sintió que el cansancio abandonaba sus hombros. Releyó cuidadosamente la última línea de la minúscula escritura que cubría la hoja:

"Vi su rostro a la luz de las estrellas. Ciertamente era el franco que escapó a tu furia en el campo de batalla de El Obeid. Aquel a quien llaman Abadan Riyi".

—Llamad a mis aggagiers y ensillad a Agua Dulce. Vamos al norte. Ha llegado mi enemigo. —Se apresuraron a cumplir su orden.

—Por la gracia de Dios, no necesitaremos recorrer el desierto de Monassir a lo largo y a lo ancho —les dijo a Hassan Ben Nader y al-Noor, que esperaban junto a él en la puerta de la tienda a que los mozos trajeran sus caballos—. Sabemos cuándo y dónde cruzó el recodo, y sólo puede dirigirse a un lugar.

—Hay doscientas cincuenta millas desde donde cruzó hasta donde pretende alcanzar el río frente a Jartum —dijo al-Noor.

—Sabemos que es un guerrero duro por lo que vimos en El Obeid. Viajará rápido —dijo Hassan Ben Nader—. Asesinará a sus camellos.

Osman asintió con la cabeza. Sabía qué tipo de hombre estaba cazando. Hassan tenía razón: éste no tendría remordimientos en forzar sus camellos hasta matarlos.

—Tres días, a lo sumo cuatro, y nadará hasta meterse como un pececillo en nuestra red. —El mozo le trajo a Agua Dulce, que relinchó al reconocer a Osman. Él le acarició la cabeza y le dio torta de dhurra para que mascara mientras verificaba que estuviera bien embridada y cinchada—. Se mantendrá lejos de la orilla del río hasta que esté listo para cruzar. —Osman hablaba en voz alta, pensando como un cazador—. ¿Cruzará al norte o al sur de Omdurman? —se preguntó en voz alta mientras se aproximaba a la cabeza de la yegua, y antes de que ninguno de sus compañeros pudiera responderle, se contestó a sí mismo—: No cruzará por el norte, pues en cuanto entrara al agua, la corriente lo arrastraría de regreso, alejándolo de la ciudad. Debe cruzar por el sur, de modo que el flujo del Bahr El Abiad —usó el nombre árabe del Nilo Blanco— lo arrastre hasta Jartum.

Un hombre tosió y refregó sus pies en el polvo. Osman le echó una mirada. Sólo uno de sus aggagiers podía osar cuestionar sus palabras.

—Habla, Noor. Que tu sabiduría nos deleite como los cánticos de los serafines celestiales.

—Recuerdo que este franco es astuto como un chacal del desierto. Puede que haga el mismo razonamiento que tú y, conociendo cómo piensas, decida hacer lo contrario. Puede escoger cruzar bien al norte, luego abrirse hacia las montañas y cruzar en Bahr El Abiad más bien que en Bahr El Azrak. Osman meneó la cabeza.

—Como dijiste, no es tonto y conoce el terreno. También sabe que el peligro para él no está en el desierto abierto sino en los ríos donde se concentran nuestras tribus. ¿Crees que elegirá cruzar dos ríos antes que sólo uno? No, cruzará el Bahr El Abiad al sur de la ciudad. Allí lo esperaremos. —Saltó a la silla con ligereza, y sus aggagiers siguieron su ejemplo—. Vamos al sur.

Partieron con el fresco de la tarde, y un largo velo de polvo rojo se levantó detrás de ellos. Osman Atalan iba a la cabeza, sobre Agua Dulce, que andaba en un fluido trote. Apenas llevaban recorridas algunas millas cuando sofrenó a la yegua y se alzó sobre los estribos para estudiar el terreno. Las frondas de las palmeras que bordeaban el río se distinguían apenas a la Izquierda, pero a la derecha se extendía el gran desierto del Monassir, que, dos mil millas después, daba lugar a los infinitos despoblados del Sahara. Osman echó pie a tierra de un salto y se acuclilló delante de la yegua. Sus aggagiers hicieron lo mismo al instante.

—Abadan Riyi trazará un amplio círculo hacia el oeste de modo de mantenerse lejos del río hasta que llegue el momento de cruzar. Luego, saldrá del desierto y tratará de atravesar nuestras líneas en la noche. Tenderemos nuestras redes así y así. —Esbozó sus líneas de vigilancia en el polvo y los otros asintieron con la cabeza, para mostrar que entendían y aprobaban su plan—. Noor, llevarás a tus hombres y cabalgarás por aquí y por allí. Tú, Hassan Ben Nader, cabalgarás por allá. Yo estaré aquí, en el centro.

Penrod llevaba los camellos a un paso que ni siquiera los hombres y bestias más duros podían mantener por mucho tiempo. Ganaron terreno a ocho millas por hora, durante dieciocho horas sin descanso, pero ese ritmo ponía a prueba su resistencia hasta el límite. Ambos estaban exhaustos cuando dio la primera orden de detenerse. Descansaron durante cuatro horas, según su reloj de bolsillo, pero cuando trataron de hacer incorporar a los camellos para seguir adelante, el más viejo y débil se negó a ponerse de pie. Penrod lo mató de un tiro ahí mismo. Distribuyeron el agua de ése entre los demás camellos, después montaron y prosiguieron al mismo ritmo.

Cuando llegaron al fin de las siguientes dieciocho horas de marcha, Penrod calculó que les faltaban aproximadamente de noventa a cien millas para alcanzar el Nilo a diez millas de Jartum. Yakub estuvo de acuerdo con la estimación, aunque sus cálculos se basaban en otros criterios. Habían hecho la mayor parte de la travesía, pero les había costado caro. Treinta y seis horas a marchas forzadas y sólo cuatro horas de descanso. Cuando trataron de alimentar a los camellos, éstos se negaron a comer su magra ración de dhurra.

Una vez que los seis camellos se echaron, Penrod fue a cada uno de los odres para estimar cuánta agua les quedaba. Luego, reflexionó sobre la ecuación entre pesos, distancias, y el estado de cada bestia. Decidió hacer una deliberada y peligrosa apuesta. Se la explicó a Yakub, que suspiró, se hurgó la nariz y alzó los faldones de su galabiyya para rascarse la ingle, que en él eran síntomas de duda. Pero finalmente asintió con un lúgubre cabezazo, ya que temió que le fallara la voz si respondía con palabras.

Seleccionaron a los dos camellos más fuertes y los apartaron de los cuatro más débiles. Les dieron agua de los odres, poniendo el agua dulce en baldes de cuero. La sed de los animales parecía inextinguible, y tragaron un balde tras otro. Se bebieron casi ciento treinta litros cada uno. La forma en que su estado cambió fue increíblemente rápida. Los dejaron descansar una hora más y después les dieron el dhurra que habían rechazado sus compañeros. Las dos bestias escogidas lo devoraron con entusiasmo. Ahora, estaban fuertes y alertas otra vez. La capacidad de recuperación de esas bestias extraordinarias nunca dejaba de sorprender a Penrod.

Cuando las cuatro horas de descanso pasaron, llevaron los dos camellos hasta donde los otros yacían desanimados. Obligaron a los animales agotados a ponerse de pie. Cuando partieron, los animales escogidos sólo cargaban con sus sillas. Los cuatro camellos exhaustos se repartían lo que quedaba de agua y los equipos, y a los dos jinetes. Uno se derrumbó después de otras tres intensas horas. Penrod le pegó un tiro. Él y Yakub bebieron tanta agua como les entró en la barriga. Lo que quedaba, lo repartieron entre las dos bestias más fuertes.

Continuaron forzando la marcha al mismo paso, pero en el transcurso de las siguientes diez millas, las dos bestias más débiles cayeron en rápida sucesión. A mitad de camino de la ladera de una duna baja, uno cayó como si le hubieran pegado un tiro en los sesos, y media hora más tarde, el otro gruñó, y sus patas traseras cedieron. Se hincó para morir y cruzó la espesa doble hilera de pestañas sobre sus ojos líquidos. Penrod, de pie ante él con el Webley en la mano, le dijo:

—Gracias, viejo. Espero que tu próxima travesía no sea así de ardua-Y puso fin a sus sufrimientos.

Permitieron a los camellos que quedaban que bebiesen cuanta agua pudieran y luego bebieron ellos. Cargaron lo que quedaba. Los camellos restantes estaban fuertes y bien dispuestos. Yakub, de pie junto a los animales, estudió el terreno que se extendía ante ellos, el perfil de las dunas, y la forma de las lejanas colinas.

—Ocho horas hasta el río —estimó.

—Si mi trasero dura todo ese tiempo —se lamentó Penrod mientras trepaba hasta la silla. Le dolían cada nervio y cada músculo del cuerpo, y sus ojos se sentían despellejados y raspados por la arena y el resol. Se abandonó al paso de la bestia sobre la que montaba, sus piernas, que colgaban a uno y otro lado, balanceándose al unísono, de modo que se agitaba en la silla hacia atrás y adelante, y hacia un lado y otro. Fueron dejando a sus espaldas el paisaje desolado, y las dunas y colinas desnudas eran tan monótonamente similares que por momentos lo invadía la ilusión de que no avanzaban, sino que repetían infinitamente la misma travesía.

Aferrado a la silla, cayó en un oscuro sueño plomizo. Se deslizó hacia el costado y estuvo a punto de caer, pero Yakub cabalgó hasta su lado y lo sacudió para despertarlo. Alzó la cabeza, sintiéndose culpable y miró la altura del sol. Sólo llevaban dos horas cabalgando.

—Faltan seis. —Sentía la cabeza ligera y sabía que de un momento a otro el sueño volvería a vencerlo. Se deslizó a tierra y corrió junto a su camello hasta que el sudor le hizo arder los ojos. Luego volvió a montar y siguió a Yakub a la reverberante desolación. Dos veces más debió desmontar y correr para mantenerse despierto. Luego, sintió que el camello cambiaba de paso debajo de él. Al mismo tiempo, Yakub gritó—: Olieron el río.

Penrod se puso a la altura del camello de su compañero.

—¿Cuánto falta?

—Una hora, tal vez un poco más, antes de que podamos doblar al este con seguridad y dirigirnos directamente al río.

La hora pasó lentamente, pero los camellos avanzaron con paso regular hasta que vieron aparecer en el horizonte otro bajo cerro de pizarra azul entre la bruma del calor. A Penrod le pareció idéntico a cientos de otros que habían pasado desde el cruce del recodo, pero Yakub rió al señalarlo:

—¡Conozco este lugar! —Hizo doblar a su camello, y la bestia apuró el paso. El sol estaba a mitad de su camino hacia el horizonte occidental y sus sombras aleteaban por delante de ellos sobre la tierra yerma.

Llegaron a la cima del cerro y Penrod miró ante sí ansioso en busca de algún atisbo de verde. Nada quebraba la monotonía implacable del yermo. Yakub no se preocupó y agitó sus largos rizos en el viento caliente mientras los camellos continuaban su carrera por el llano.

Por delante de ellos, otro bajo montículo de pizarra parecía elevarse a no más de la altura de sus cabezas sobre el suelo plano. Yakub blandió su aguijada y miró a Penrod con un satánico guiñar de ojos.

—Confía en Yakub, el amo de las arenas. El bravo Yakub ve la tierra como la ve el buitre desde el cielo. El sabio Yakub conoce los lugares secretos y los senderos ocultos.

—Si se equivoca, el bravo Yakub necesitará un nuevo cuello, porque le quebraré el que sirve de soporte a su cabezota —respondió Penrod.

Yakub lanzó una cacareante risa e instó a su cabalgadura a un desganado galope. Llegó a la cima del montículo cincuenta pasos antes que Penrod, se detuvo y señaló ante sí con gesto teatral.

Sobre el horizonte vieron una línea de palmeras que cruzaba el paisaje, pero en la plana luz incierta resultaba difícil calcular a qué distancia se encontraban. Los manojos de palma que remataban cada tronco le recordaron a Penrod los ornados peinados de los guerreros hadendowa. Estimó que faltaban menos de dos millas para el palmar más cercano.

—Haz que se echen los camellos —ordenó, saltando a tierra. Sorprendentemente, se sentía fuerte y alerta. Esa primera visión del Nilo pareció hacer que lo abandonase el cansancio de la travesía. Llevaron los camellos detrás del cerro e hicieron que se echaran de modo que no se los pudiera ver desde el lado del río.

—¿En qué dirección queda Jartum? —preguntó Penrod.

Sin vacilar, Yakub señaló a la izquierda.

—Se ve el humo de los fuegos con que cocinan en Omdurman.

Parecían tan tenues sobre el horizonte, que Penrod los había tomado por polvo o por bruma del río, pero ahora vio que Yakub tenía razón.

—De modo que estamos al menos cinco millas río arriba de Jartum —observó. Habían llegado al lugar exacto al que pretendía.

Avanzó cautelosamente y se acuclilló en lo más alto con sus binoculares. De inmediato, se dio cuenta de que había sobreestimado la distancia hasta la costa del río. Estaba más bien a una milla que a dos. Nada cubría la llanura fluvial, llana y desnuda. Parecía haber algún cultivo bajo las palmas, pues distinguió una línea de verde más oscuro bajo las frondas despeinadas.

—Probablemente sean campos de dhurra —murmuró— pero ni rastros de una aldea. —Una vez más, calculó la altura del sol. Faltaban dos horas para que cayera. ¿Debían apresurarse en llegar al río antes del ocaso o esperar a que cayera la noche? Sintió que lo invadía la impaciencia, pero se controló. Mientras evaluaba las opciones, seguía mirando por los prismáticos. La ribera podía estar mucho más allá de los primeros árboles del palmar, o comenzar allí mismo.

Un movimiento le llamó la atención y se concentró en éste. Un leve sombreado de polvo pálido se alzaba ente las palmas. Se movía de izquierda a derecha, en dirección opuesta a Omdurman. Pensó que tal vez fuese una caravana que avanzaba por el camino que bordeaba el río. Penrod se dio cuenta de que se movía demasiado rápido para que fuese así. Decidió que eran jinetes, montados en camellos o caballos. De pronto, la polvareda dejó de moverse y flotó durante unos minutos sobre el mismo lugar antes de asentarse de a poco. —Se han detenido en el palmar— pensó, justo entre nosotros y la orilla del río. Quienesquiera que fuesen, habían tomado su decisión por él. Ahora, no le quedaba otra opción que esperar la oscuridad. Regresó a donde Yakub aguardaba, sentado junto a los camellos.

—Hombres montados a orillas del río. Deberemos esperar a que caiga la noche para deslizamos sin que nos vean.

—¿Cuántos?

—No estoy seguro. Una banda grande. A juzgar por la polvareda, son unos veinte. —Quedaba poca agua en los odres, sólo unos pocos galones. Con el río a la vista, podían permitirse ser dispendiosos, así que bebieron cuanto quisieron. Por entonces, estaba viscosa de algas verdes, y había tomado el sabor del cuero toscamente curtido, pero Penrod bebió con deleite. Les dieron a los camellos lo que no llegaron a consumir.

Luego, inflaron los odres vacíos. Era una ardua faena: sujetaban los odres de a uno por vez entre las rodillas y soplaban por el pico, manteniéndolo cerrado con la mano mientras recuperaban el aliento. Cuando los odres quedaban bien hinchados, los tapaban. Luego, los amarraron al lomo de los camellos arrodillados. Todo estaba dispuesto para el cruce del río y Yakub miró a Penrod.

—Yakub el incansable vigilará mientras descansas. Te despertaré cuando se ponga el sol.

Penrod abrió la boca para rechazar el ofrecimiento, pero luego reconoció su sensatez. Su euforia disminuía y se dio cuenta de que si no dormía, estaría al límite de sus fuerzas. Sabía, también, que Yakub era casi infatigable. Sin protestar, le entregó los binoculares, se extendió a la sombra de su camello, se envolvió la cabeza con su chal y se durmió casi al instante.

—Efendi —dijo Yakub sacudiéndolo para que se despertara. Su voz era un susurro ronco. Con sólo mirar su cara una vez, Penrod se dio cuenta de que había problemas. La mirada de Yakub era espantosa, con un ojo fijo en el rostro de Penrod mientras el otro miraba hacia uno y otro lado.

Penrod se sentó, cerrando la mano derecha sobre la culata de su Webley.

—¿Qué ocurre?

—¡Jinetes! Detrás de nosotros. —Yakub señaló hacia el camino que habían seguido. A lo lejos, una apretada banda de jinetes avanzaba rápidamente sobre el llano requemado por el sol—. Siguen nuestras huellas.

Penrod le arrebató los binoculares y los dirigió hacia el grupo. Vestían aljuba. Contó a nueve. Ganaban terreno al trote. Los que iban a la cabeza se reclinaban sobre sus sillas para mirar el suelo.

—Nos esperaban —dijo Yakub—. La paloma los puso sobre aviso.

—¡Sí! La paloma. —Penrod se incorporó de un salto. Le echó una última mirada a la altura del sol. Éste ya se reclinaba cansado sobre el horizonte, de modo que quedaba poco tiempo de luz. Los camellos, deseosos de agua, ansiaban correr y se pusieron de pie al primer toque de la aguijada.

Penrod saltó a la silla y apuntó la cabeza de su cabalgadura hacia la distante hilera de palmeras. Lo picó con la aguijada, y el animal se lanzó al galope. Desde atrás oyó el distante estampido de un disparo de fusil, y una bala rebotó sobre el suelo pedregoso en un surtidor de polvo y piedrecillas aunque a cincuenta metros a su izquierda. Aún a una distancia tan grande, era un mal tiro, pero los derviches preferían la espada y la lanza al fusil. Consideraban que ser experto en el empleo de armas de fuego era cosa afeminada e indigna de hombres. El verdadero guerrero mataba con la espada, hombre frente a hombre.

Segundos más tarde, los camellos habían cruzado el cerro y quedaron cubiertos del fuego enemigo por la montaña de pizarra. Penrod sabía que en distancias cortas no podían competir con un buen caballo, pero estimuló al suyo con gritos de "¡la!, ¡la!", picándolo con la aguijada y moviendo su propio cuerpo con urgencia. Pero Yakub era más ligero que él, y su cabalgadura fue adelantándosele gradualmente.

Mientras galopaban hacia el filo de los palmares, Penrod miraba en busca de indicios de los jinetes que había visto antes. Tenía la esperanza de que hubiesen seguido camino hacia Omdurman, dejándoles libre el acceso al río. —Hasta los mejores necesitamos un poco de suerte— pensó, y entonces oyó leves pero excitados gritos desde muy atrás. Miró por debajo de su brazo y vio a los nueve jinetes que atravesaban el montículo de pizarra que ellos acababan de pasar. Iban bien separados, a galope tendido. Sonaron más disparos, pero pasaron lejos de ellos. Los palmares se acercaban y sintió que renacía su confianza. El camino hasta las orillas del Nilo estaba despejado.

—Ven efendi, mira a Yakub y aprenderás cómo se monta en camello. —El pequeño integrante de la tribu yaalin rió deleitado ante su propio sentido del humor. Ahora, ambos animales iban a galope tendido, y Penrod se encogió cuando los guijarros sueltos que hacían volar las patas almohadilladas del camello silbaron junto a sus oídos.

De pronto se oyó un distinto sonido dé armas de fuego, mucho más nítido y fuerte. La banda de jinetes que habían visto antes surgió del palmar.

Debían de haberse detenido para descansar bajo los árboles, pero los disparos de los que los perseguían los debían de haber alertado. Todos vestían la aljuba de los derviches e iban armados de lanza, espada, rodela y fusil. Convergían sobre ellos, galopando desde la derecha por el filo del palmar para impedirles llegar al río. Penrod entrecerró los ojos, calculando su velocidad y la distancia a la que se cruzarían sus trayectos.

Llegaremos, pero muy justo, decidió. En ese momento, una pesada bala Boxer-Henry calibre 45 dio en la cabeza del camello de Yakub, matándolo instantáneamente. Cayó sobre su morro y sus largas patas se agitaron por encima de su cabeza cuando rodó. Yakub fue arrojado lejos, y golpeó pesadamente la tierra al caer.

Penrod sabía que debía estar muerto o inconsciente. No osó detenerse a ayudarlo. Los mensajes de Baring valían más que la vida de un solo hombre. Aun así; se sintió embargado de horror ante la idea de dejar a Yakub a merced de los derviches. Sabía que se lo darían a las mujeres para que jugaran. Las mujeres hadendowa podían castrar a un hombre y luego despellejar su cuerpo pulgada por pulgada sin permitirle que perdiera nunca la conciencia, forzándolo a sentir cada agónico tajo de la hoja.

—¡Yakub! —bramó, con poca esperanza de que le respondiera. Quedó atónito cuando Yakub se incorporó con dificultad y miró en torno, atontado.

—¡Yakub! Prepárate. —Penrod se inclinó hacia un costado sobre la silla. Yakub se volvió y corrió en su misma dirección, para amortiguar el choque que se produciría cuando se juntaran. Habían practicado a menudo ese truco en preparación para cuando un momento como ése ocurriese en el campo de batalla o en una cacería. Yakub miraba por encima de su hombro para calcular el momento justo para saltar. Cuando el camello pasó junto a él, se extendió y enlazó su brazo al de Penrod. Salió despedido con el tirón, pero Penrod usó el impulso para subirlo a la grupa del camello.

Yakub se le aferró a la cintura y se le pegó como una garrapata a un perro. El camello continuó su camino sin detenerse. En el momento mismo en que Penrod vio que Yakub estaba seguro, se dio vuelta en su montura y vio que el derviche más cercano estaba a doscientos metros de su flanco derecho. Cabalgaba una magnífica yegua color crema de abundantes crines doradas. Aunque llevaba el turbante verde de emir, no era un anciano, sino un guerrero en la flor de la edad, y cabalgaba amenazador como una lanza envainada, esbelto, ágil y letal.

—¡Abadan Riyi! —Penrod quedó atónito cuando el emir lo llamó por su nombre—. Desde El Obeid estoy esperando que regreses a Sudán.

Entonces, Penrod lo recordó. No eran un rostro ni una figura fáciles de olvidar. Era Osman Atalan, emir de los beya.

—Pensé que te había matado allí-respondió Penrod gritando. El emir lo había seguido cuando él se llevaba a Adams herido, del cuadro quebrado, en el momento mismo en que éste quedaba abrumado por la carga derviche. En esa ocasión Osman montaba otra cabalgadura, no esa hermosa yegua. Penrod montaba un caballo castrado, grande y fuerte. Aunque iba cargado con Adams, a Osman le había llevado su buena media milla alcanzarlos. Luego, cabalgaron estribo con estribo y hombro con hombro, como si se disputaran la bocha en un partido de polo, Osman lanzando estocadas y tajos con su gran hoja plateada, y Penrod respondiéndole con quites y bloqueos, hasta que vio la ocasión que esperaba. Hizo una finta recta a los ojos de Osman. El derviche alzó la rodela para detener la punta y Penrod bajó el arma y se tiró a fondo por abajo del duro borde del escudo. Sintió cómo su acero se clavaba bien. Osman se tambaleó en la silla y su cabalgadura se hizo a un lado, rompiendo su enfrentamiento.

Mirando por debajo de su brazo mientras se alejaba llevando a Adams, Penrod había visto cómo la cabalgadura de Osman disminuía su andar hasta ponerse al paso, y que su jinete estaba encorvado y se bamboleaba. Creyó que probablemente estuviera mortalmente herido.

Pero claramente no había sido así, porque ahora Osman gritó:

—Juro por el amor que le tengo al Profeta que hoy te daré otra oportunidad de matarme.

Los hombres de Osman cabalgaban detrás de éste, y Penrod vio que eran peligrosos como una manada de lobos. Uno de los aggagiers apuntó su carabina y disparó. El cañón vomitó humo de pólvora negra y la bala cortó el aire tan cerca de Penrod que éste sintió que le besaba la mejilla. Se agachó instintivamente y oyó que Osman gritaba:

—¡Nada de disparos! Sólo hojas. Quiero a éste para mi acero, porque ha mancillado mi honor.

Penrod se volvió hacia adelante, concentrando todos sus esfuerzos en extraerle el máximo posible a su camello. Se precipitaban hacia el palmar, pero oía cómo el trueno de los cascos de sus perseguidores crecía a sus espaldas. Cuando sobrepasó los primeros árboles del palmar, se dio cuenta de que se había equivocado; no era un campo de dhurra, sino un denso soto de renuevos de palmito. Sus largas espinas agudas como agujas podía perforar el cuero de un caballo, aunque no el de un camello. Hizo girar a su cabalgadura, que cargó directamente hacia el renoval.

Oyó que el ruido de cascos se aproximaba y la ronca respiración de un caballo a todo galope, y luego, la dorada cabeza de la yegua apareció en la periferia de su visión.

—¡Ahora es el momento, Abadan Riyi! —exclamó Osman, y azuzó a la yegua hasta que quedó junto al camello. Penrod se inclinó y lanzó una estocada hacia la cabeza tocada de turbante de su oponente, pero Osman solo se echó hacia atrás, manteniendo la rodela baja, y le dijo sarcásticamente por encima del borde:

—El zorro no cae dos veces en la misma trampa.

—Aprendes rápido —concedió Penrod, deteniendo la gran espada de cruzado con su delgada hoja, haciéndola volverse en el aire de modo que se desvió de su cabeza. Guió al camello con los dedos de los pies en el pescuezo, dirigiéndolo al soto de palmitos espinosos. El camello entró en éste haciendo crujir la fronda, pero Osman se hizo a un lado, prefiriendo interrumpir su ataque antes que mancar o estropear a su yegua.

Galopó furiosamente por el borde del soto, mientras el camello la atravesaba corriendo. Perdió al menos cien pasos antes de retomar la senda del camello y lanzarse a todo galope para alcanzarlo otra vez.

Penrod vio la ancha superficie del Nilo directamente delante de él, una temblorosa luminiscencia en la luz que moría. Al ver el río, el camello saltó debajo de él. Penrod llevaba el sable en la derecha y la aguijada y las riendas en la izquierda.

—¡Yakub, toma mi pistola! —dijo en voz baja—. Y en nombre del amor y la piedad de Alá, esta vez procura apuntar bien y disparar certeramente.

Yakub tendió la mano y le sacó el Webley de la faja.

—El notable Yakub matará a ese falso emir de un solo tiro —dijo, apuntando con cuidado y cerrando los ojos antes de disparar.

Osman Atalan no se sobresaltó con el estampido del disparo: siguió avanzando rápidamente, aunque había visto lo cerca que estaban de la orilla. Hizo girar a su yegua hacia las ancas del camello y se paró en los estribos alzando su larga espada.

Penrod vio que había cambiado de técnica y que ahora pretendía inutilizar al camello desjarretándolo. Picándolo con la aguijada y con un seco tirón de riendas hizo que el pecho de su cabalgadura topara con la yegua. Osman, de pie en los estribos, no tuvo el equilibrio necesario para contrarrestar el golpe a suficiente velocidad, y los dos animales chocaron con la inercia de sus pesos combinados. El camello tenía casi el doble de la altura de la cruz de la yegua, y un cincuenta por ciento más de peso que ésta. Agua Dulce se tambaleó y cayó de rodillas. Osman fue arrojado sobre su pescuezo.

Con la habilidad y equilibrio de un acróbata se mantuvo en la silla y no soltó la espada. Sin embargo, para cuando la yegua se incorporó otra vez, el camello había ido demasiado lejos para que lo alcanzara antes de que llegara a la orilla del río.

Mientras se dirigía hacia allí a toda velocidad Penrod sólo tuvo un momento para estudiar el río que lo esperaba. Vio que la orilla caía a pico tres metros y que el agua allá abajo era verde y profunda. Tenía al menos una milla de ancho hasta la orilla opuesta y tres grandes islas de juncos y papiros flotaban en majestuosa procesión hacia Jartum, al norte. Eso fue todo lo que pudo observar. Con Osman y su aggagiers a la carrera detrás de él, urgió al camello en línea recta hacia la barranca.

—¡En nombre de Dios! —chilló Yakub—. No sé nadar.

—Si te quedas aquí, las mujeres derviche te cortarán las pelotas.

—¡Sé nadar! —dijo Yakub, cambiando de opinión.

—¡Sensato Yakub! —gruñó Penrod y cuando el camello vaciló, le clavó reciamente la aguijada en el cuello. Dio un salto tan violento que Yakub soltó el Webley al procurar agarrarse de algo. Con la sensación de que se les retorcían las tripas, cayeron y golpearon el agua con una salpicadura que llegó hasta la orilla. Los aggagiers frenaron sus caballos y dieron vueltas por la parte superior de la barranca, disparándoles a los dos hombres que flotaban en la superficie.

—¡Basta! —gritó furioso Osman, y desvió de un golpe la carabina de Noor. Intervino demasiado tarde, porque una bala disparada por uno de los otros impactó en el camello, hiriéndole el espinazo. La aterrada bestia nadó desesperadamente con las patas delanteras, pero sus paralizadas patas traseras la anclaban, de modo que giraba en pequeños círculos, bramando y siseando de terror. A pesar de la herida invalidante, flotaba sobre la superficie del agua, pues los odres hinchados hacían de boyas.

—Crees que te me has escapado otra vez —gritó Osman— pero soy Osman Atalan y tu vida me pertenece.

Por el tono de bravata del emir, Penrod se dio cuenta de inmediato de que, como la mayor parte de los árabes del desierto, no sabía nadar. A pesar de todo su temerario valor en tierra, nunca se expondría él mismo ni a su bella yegua a los ataques de los jinn y los monstruosos cocodrilos del Nilo que infestaban esas aguas. No se lanzaría por el barranco al veloz río verde tras su enemigo.

Durante un minuto más, Osman luchó con sus instintos caballerescos, su deseo apasionado de combate singular, de vengarse de su enemigo con la espada. Luego, cedió a la practicidad e hizo un abrupto, elocuente gesto de corte con su mano derecha.

—¡Matadlos! —ordenó. Al momento, sus aggagiers echaron pie a tierra y formaron una hilera sobre la barranca. Dispararon una andanada tras otra sobre el grupo de cabezas que aparecían y desaparecían sobre las aguas. Penrod tomó a Yakub del brazo y lo arrastró detrás del camello que se debatía para que les hiciese de escudo. La corriente los arrastraba velozmente río abajo, y los aggagiers los seguían, corriendo por la orilla mientras descargaban un granizo de balas con sus carabinas. Pero la corriente los alejaba de la ribera y la distancia entre ellos crecía. Finalmente, un disparo afortunado alcanzó al camello en la cabeza, y éste, como un tronco, se dio vuelta en el agua.

Penrod sacó la daga de la faja y cortó las amarras de uno de los odres inflados de la montura.

—Agárrate aquí, bravo Yakub —jadeó y el aterrado árabe se aferró al asa, hecha de una tira de cuero crudo. Abandonaron el cuerpo del camello y Penrod, remolcando a su compañero, nadó lentamente contra la corriente hacia la mitad del río.

Cuando la oscuridad cayó sobre ellos, envolviéndolos en la repentina noche africana, las siluetas de los derviches en la orilla se desvanecieron y sólo se vieron los fogonazos de sus fusiles. Penrod nadaba con un suave movimiento lateral, pateando con ambas piernas, dando brazadas de un lado y sosteniendo a Yakub por el cuello de sus vestiduras del otro. Yakub se aferraba al flotador de cuero, temblando como un cachorro medio ahogado.

—En este maldito río hay cocodrilos tan grandes que se podrían comer un búfalo con cuernos y todo. —Le castañetearon los dientes y se atragantó con una bocanada de agua.

—Entonces no se tomarán el trabajo de atacar a un yaalin pequeño y enclenque —lo consoló Penrod. Una gran forma oscura apareció entre las sombras, dirigiéndose hacia ellos. Era una de las islas flotantes de papiro y juncos. Cuando derivó frente a ellos, Penrod tomó un puñado de juncos y subió a ella, arrastrando a Yakub tras él. La vegetación estaba tan densamente enmarañada y entrelazada que podía haber soportado a una manada de elefantes. Onduló suavemente bajo sus pies cuando la atravesaron a gatas hasta el lado más cercano a Jartum. Allí se acuclillaron, recuperando fuerzas y escudriñando la margen oriental.

A Penrod le preocupaba la posibilidad de que, en esa noche sin luna, pudiera no distinguir la ciudad cuando la alcanzaran, y clavó la vista en la oscuridad hasta que le dolieron los ojos. Repentinamente, le pareció que vislumbraba la fea forma cuadrada del fuerte Mukran, pero sus ojos lo engañaban, y, cuando miró con más atención, la apariencia se desvaneció.

—Después de semejante travesía, sería el colmo de la estupidez pasar de largo Jartum en la noche —murmuró, y luego, sus dudas desaparecieron.

Desde la dirección en la que bajaba el río llegó el estruendo del fuego de artillería. Se incorporó de un salto y espió por entre los tallos de papiro. Vio la costa de Omdurman delineada por los fogonazos anaranjado brillante de los cañones. Segundos más tarde, las bombas estallaban sobre la margen oriental, iluminando la ribera de Jartum. Esta vez sí apareció, inconfundible la despojada silueta del fuerte Mukran y, detrás, el palacio consular. Sonrió sombríamente al recordar el bombardeo que cada noche realizaba é artillero derviche al que David Benbrook llamaba el Beduino Chiflado.

—Al menos, hasta ahora no se le han acabado las municiones —dijo, y le explicó a Yakub qué debían hacer.

—Acá estamos a salvo —alegó Yakub—. Si nos quedamos aquí, al fin el río nos llevará hasta la orilla, y pondremos pie a tierra andando como hombres, no nadando como iguanas.

—Eso no ocurrirá hasta que no lleguemos a la garganta de Shabluka, donde esta isla flotante sin duda se despedazará. Sabes bien que esa garganta es el hogar de los más malignos jinni fluviales.

Yakub lo pensó por unos minutos y anunció:

—El bravo Yakub no teme a los jinni, pero nadará contigo hasta la ciudad para cuidarte.

El odre hinchado ya había perdido la mitad de su aire, y volvieron a inflarlo bien mientras esperaban que la isla llegara al punto más adecuado para tocar tierra. Para entonces, había salido la luna, y, si bien el bombardeo derviche se había extinguido, distinguían claramente el perfil de la ciudad e incluso algunos pequeños fuegos en que se cocinaba. Se deslizaron al agua. Yakub se volvía más valiente a cada minuto que pasaba, y Penrod le mostró cómo patalear para ayudar al odre en el cruce de la corriente.

Tras nadar laboriosamente, Penrod sintió el fondo bajo sus pies. Abandonando el odre, arrastró a Yakub a tierra.

—El intrépido Yakub desafía a todos los cocodrilos y jinni de este arroyuelo. —Parándose en la orilla con aire osado, Yakub hizo un gesto obsceno hacia el Nilo.

—Yakub debería cerrar su intrépida boca —le aconsejó Penrod— antes de que los centinelas egipcios le metan una bala en su desafiante trasero. —Quería entrar a la ciudad en secreto. Aparte del peligro de que los guardias le dispararan, cualquier contacto con las tropas tendría como resultado que lo llevarían ante el general Gordon. Las órdenes de sir Evelyn Baring eran transmitir en primer lugar el mensaje a Benbrook y sólo entonces reportarse a Gordon.

Penrod había pasado meses en Jartum tanto antes como después del desastre de El Obeid, de modo que estaba íntimamente familiarizado con sus defensas y fortificaciones, que se concentraban sobre la ribera. Manteniéndose bien lejos de las murallas y el canal, avanzó rápidamente hacia los suburbios del sur. Cuando estuvo casi frente al techo abovedado del consulado francés, se aproximó a la orilla del canal. Una vez que tuvo la certeza de que el camino estaba expedito, vadearon por el agua que les llegaba al mentón.

Cuando alcanzaron el otro lado, se tendieron en un palmar a la espera de que pasara la patrulla. Penrod sintió el olor del tabaco turco antes de verlos. Pasaron caminando descuidadamente por el sendero, con sus rifles a la rastra, el sargento fumando. Era el típico comportamiento de las desprolijas tropas egipcias.

En cuanto se fueron, se metió en la zanja de desagüe que lleva a la muralla externa de la ciudad. El limo olía a residuos cloacales sin procesar, pero gatearon por el túnel, pasaron más allá del muro trasero del consulado francés y salieron a la ciudad vieja. Penrod se inquietó ante la facilidad con que entraron. Las defensas de Gordon debían estar extendidas hasta el punto de ruptura. Al comenzar el asedio, estaba al mando de siete mil egipcios, pero ese número debía de haberse reducido mucho por la enfermedad y las deserciones.

Se apresuraron por las callejuelas desiertas, esquivando hinchados cadáveres de hombres y animales. Hasta el apetito de los cuervos y buitres era insuficiente para dar cuenta de semejante abundancia. El hedor de la ciudad asediada asaltó sus narinas: muerte y putrefacción. Lo había oído llamar el perfume del cólera.

Penrod se detuvo a sacar su reloj de bolsillo de su estuche y se lo llevó al oído. No había sobrevivido al chapuzón en el río. Miró a la luna, calculando que debía ser bien pasada la medianoche y se apresuró, sin que nadie le diera el quién vive, por las calles desiertas. Cuando llegaron a las puertas del palacio consular, aún había luz de lámpara en algunas ventanas. El centinela del portón principal dormía, enroscado como un perro, en su garita. Su fusil estaba apoyado contra la pared, y Penrod se encargó de él antes de despertar al hombre de un puntapié. Llevó algún tiempo y mucha argumentación pero, a pesar de su apariencia y del olor a cloaca que desprendía su túnica, Penrod logró convencer al sargento de la guardia de que era un oficial británico.

Cuando lo condujeron al despacho de David Benbrook, el cónsul leía a la luz de la lámpara. Cuando se puso de pie, quitándose los anteojos de lectura, pareció irritado por la intrusión. Vestía una chaqueta de fumar de terciopelo y había estado revisando una pila de documentos.

—¿Qué pasa? —preguntó secamente.

—Buenas noches, cónsul —saludó Penrod—. Lamento molestarlo a esta hora de la noche, pero acabo de llegar de El Cairo y traigo mensajes de sir Evelyn Baring.

—¡Dios bendiga mi alma! —David miró atónito a Penrod—. ¡Usted es inglés!

—Lo soy, señor. He tenido el honor de ser presentado a usted previamente. Soy el capitán Ballantyne del décimo de húsares.

—¡Ballantyne! Lo recuerdo bien. De hecho, hablamos de usted el otro día. ¿Cómo le va, querido muchacho? —Tras estrecharle la mano, David se llevó el pañuelo a la nariz—. Lo primero es que usted se dé un baño y se ponga ropa limpia. —Llamó a los sirvientes con la campanilla—. No estoy seguro de que haya agua caliente a esta hora de la noche —se disculpó—. Pero poner en marcha la caldera no debería tomar demasiado tiempo.

No sólo el agua del baño estaba hirviendo, sino que David Benbrook hasta consiguió media pastilla de jabón perfumado de París y le prestó una navaja de afeitar a Penrod. Mientras se afeitaba, David se sentó sobre la tapa del tocador, al otro lado del cuarto de baño azulejado. No parecía registrar la desnudez de Penrod, y garrapateaba en un pequeño cuaderno encuadernado en cuero rojo mientras aquél repetía el largo y complejo mensaje de Baring. Luego, interrogó ávidamente a Penrod acerca de los preparativos del general Stewart para la expedición de rescate.

—¿Aún ni siquiera ha dejado Wadi Halfa? —exclamó alarmado—. Por Dios, espero que podamos resistir hasta que llegue aquí.

David era casi de la misma talla que Penrod. Incluso, un par de sus botas le entraron al joven como si hubiesen sido hechas para él. Penrod tenía mucha menos cintura, pero se ajustó los pantalones con el cinturón, metiéndose los faldones de la camisa blanca recién planchada dentro de éstos. Una vez que estuvo vestido, David lo llevó de regreso al estudio.

—No puedo ni siquiera ofrecerle brandy para ayudar a tragarlo —dijo mientras un sirviente ponía un bello plato de Sévres frente a Penrod. Contenía una pequeña porción de torta de dhurra y un trozo de queso de cabra no mayor que la primera falange de su pulgar—. Raciones un poco duras, me temo.

—Muy nutritivo, señor. —Penrod mordisqueó el dhurra.

—Qué feliz estoy de haber recibido sus despachos, Ballantyne. Aquí llevamos meses a oscuras. ¿Cuánto tardó en llegar desde El Cairo?

—Salí de allí el diecinueve del mes pasado, señor.

—Maldita sea, eso sí que es ir a buen paso. —David asintió con la cabeza—. Ahora, dígame qué dicen los periódicos de Londres. —Tenía hambre de hasta el último retazo de noticias que Penrod le pudiera transmitir.

—Informan muy abiertamente acerca de las malas relaciones entre el general Gordon y el señor Gladstone, señor, y la opinión pública está fuertemente inclinada hacia Gordon. Quieren que socorran a Jartum, que rescaten al general y que les enseñen buenos modales a los salvajes.

—¿Cuál es su opinión, capitán?

—Como oficial en actividad, no me permito opinar sobre tales materias, señor.

—Muy prudente —dijo David sonriendo—. Pero, como integrante de la opinión pública, ¿piensa usted que el Primer Ministro ha mostrado poca decisión?

Penrod vaciló.

—¿Puedo hablar con franqueza, señor?

—Eso es lo que lo estoy invitando a hacer. Lo que usted diga, queda entre nosotros. Le doy mi palabra de que será así.

—No me parece que, como cree la mayor parte del público británico, el señor Gladstone haya mostrado cobardía ni indecisión al rehusarse a enviar un ejército río arriba para salvarle la vida al general Gordon. El general no tenía más que embarcar en uno de sus propios vapores y regresar a casa. Creo que al Primer Ministro no le pareció que fuera justificable involucrar a la nación en operaciones caras y riesgosas aquí en el corazón del Sudán meramente para vindicar el honor de un hombre.

David respiró hondo.

—¡Dios mío! Le pedí su opinión franca, y la obtuve. Pero, dígame, Ballantyne, ¿no le parece que existe en Whitehall cierto resentimiento personal hacia un oficial cuyo carácter intratable y acciones impulsivas le han valido tantos odios?

—Sería notable si no fuese así. Queda claramente demostrado en los despachos de sir Evelyn que le acabo de transmitir.

David evaluó seriamente a Penrod. Pensó que no sólo era una cara bonita, sino que usaba la cabeza para pensar.

—¿De modo que se opondría usted al envío de una fuerza de socorro al mando del general Wolseley?

—¡Oh, jamás! —dijo Penrod riendo—. Soy un soldado, y los soldados medran en la guerra. Espero encontrarme en medio de la acción, aun si se trata de una insensatez, lo cual parece el caso, e incluso si la cosa se pone fea, lo cual es altamente posible.

David rió con él.

—La guerra rara vez es sensata —coincidió—. Es refrescante oír que lo dice un militar. Pero ¿por qué cambió Gladstone de opinión y dispuso enviar un ejército?

—El deseo expresado por la nación es una fuerza a la que el señor Gladstone siempre cedió. Por lo que me dice sir Evelyn Baring, entiendo que al primer ministro se le dijo que sólo necesitaría una brigada para la expedición. Sólo después de que hubo tomado la decisión de mala gana, y se la anunció a la nación, el Ministerio de Guerra solicitó una fuerza mucho mayor. Era demasiado tarde para volverse atrás con la decisión, de modo que el ejército de socorro pasó de una sola brigada a diez mil hombres.

Las horas pasaban a toda velocidad mientras hablaban, y cuando las campanas del viejo reloj de la repisa de la chimenea sonaron otra vez, David lo miró atónito.

—¡Dios salve mi alma! ¡Las dos! Debemos darle a usted unas pocas horas de sueño antes de su encuentro con Gordon. Imagino que lo espera un momento difícil con él.

Los sirvientes velaban esperándolo, pero David los despidió y llevó personalmente a Penrod a una de las habitaciones de invitados. La noche era tan cálida y se sentía tan cansado que no se molestó en ponerse el grueso camisón de franela que le suministró David. En cambio, se desnudó y antes de meterse bajo la única sábana, puso su daga bajo la almohada. Luego, se apagó como una vela en un vendaval.

Se despertó sin que cambiara el ritmo de su respiración y de inmediato percibió que había alguien en el dormitorio con él. Mientras fingía seguir durmiendo, trató de recordar dónde se encontraba. A través de sus pestañas vio que las cortinas estaban corridas y que la habitación estaba en penumbras. Aún era de mañana temprano. Movió su mano infinitesimalmente bajo la almohada hasta que sus dedos se curvaron sobre la empuñadura de la daga. Esperó, como una víbora enrollada que se dispone a atacar.

Sintió unos pasos ligeros junto a su cama y oyó una suave y nerviosa tos. El pequeño sonido lo orientó y saltó de la cama. Derribó al intruso al piso, tomándolo de la garganta con una mano, mientras que con la otra le apoyaba allí la punta de su daga.

—Si te mueves, te mato —susurró ferozmente en árabe—. ¿Quién eres?

Entonces, percibió que su cautivo olía a rosas y que la garganta que atenazaba era suave y tibia. El cuerpo que tenía bajo el suyo vestía blusa y falda de tafetán y bajo la tela se sentían maravillosas protuberancias y hondonadas. Soltó su presa y se incorporó de un salto. Miró con asombro y consternación cómo se sentaba su presa. Le llevó algunos segundos tomar conciencia de que había atacado y amenazado a una joven de brillante cabello rubio. Y de que allí sentada en el suelo, con su falda en desorden, sus ojos se encontraban a la misma altura de la ingle desnuda de él y se clavaban en algo que resultaba ser una parte de la anatomía que rara vez se expone al escrutinio público.

Sin dejar de empuñar su daga, se volvió para tomar la sábana del lecho. Antes de envolverse en ella, se dio cuenta de que le ofrecía a la joven el panorama de su parte posterior. La prisa lo entorpecía, y se afanó hasta que, modestamente cubierto, giró para darle la cara otra vez.

—Me siento mortificado, señorita Benbrook. No tenía ni idea de que fuese usted. Me sobresaltó.

Las pálidas mejillas de ella se cubrieron lentamente de un rubor rosado. Su respiración se entrecortaba como si hubiese corrido. El efecto sobre lo que tenía bajo la blusa era hipnótico.

—Si yo lo sobresalté a usted, señor, no tiene idea de cuánto me alarmó usted a mí. ¿Quién es usted y qué hace…? —Se llevó la mano a la boca al reconocerte a pesar del poco sentador corte de cabello—. ¡Capitán Ballantyne!

—A sus órdenes, madam. —Su reverencia quedó estropeada por la necesidad de mantener agarradas daga y sábana a la vez. Ella se incorporó a los tropezones, lo miró por un momento más con los ojos muy abiertos y abandonó la habitación. Él se quedó mirándola. Había olvidado cuan agradable de ver era ella, condición que no había quedado menoscabada en lo más mínimo por la confusión y el disgusto—. Luego sonrió. —Eso solo valió el viaje— se dijo.

Silbó mientras se afeitaba y vestía, luego se guiñó el ojo en el espejo y dijo en voz alta:

—Ahora que conoce otro de mis atributos, tal vez la próxima vez me reconozca más rápido. —Luego se dirigió escaleras abajo.

David ya estaba sentado a la mesa de desayuno pero, con excepción de los sirvientes de blancas túnicas, estaba solo.

—Pruebe un poco de esto. —Colocó una cucharada de una amorfa sustancia color verde pálido en el plato de Penrod—. El sabor es detestable, pero tengo de muy buena fuente que es altamente nutritivo.

Penrod lo escrutó con desconfianza. Parecía queso verde.

—¿Qué es?

—Entiendo que se trata de una cuajada de papiro y junco hecha por mis hijas. Comemos mucha. De hecho, desde que las raciones oficiales se redujeron a una taza de dhurra al día, comemos poco más que esto.

Penrod se llevó una cucharada a la boca con cautela.

—Felicitaciones a sus hijas. Es muy sabroso. —Trató de sonar convincente.

—En realidad no es feo. Pruébelo con salsa Worcester o pasta de anchoa Gentleman’s Relish. Pronto se acostumbrará. Ahora, ¿vamos a visitar al general Gordon?

* * *

El general Gordon se volvió desde la ventana por la que miraba a las posiciones enemigas del otro lado del río. Contempló a Penrod con su desconcertante mirada azul mientras éste le hacía la venia.

—Descanse, capitán. Entiendo que hizo la travesía desde El Cairo en tiempo récord —dijo.

¿Cómo lo sabía?, se preguntó Penrod, y la respuesta le pareció obvia. Debemos agradecerlo a la jactancia del intrépido Yakub.

En silencio, el general Gordon escuchó su informe y los mensajes de sir Evelyn Cuando Penrod terminó de hablar, Gordon no replicó de inmediato. Recorrió la larga habitación una y otra vez, deteniéndose finalmente a contemplar el mapa a gran escala del Sudán que se extendía sobre la mesa, junto a las ventanas. Nada interrumpía el panorama que ofrecían éstas: los vidrios habían sido volados por la metralla de la artillería derviche del otro lado del río, pero Gordon no había tomado medida alguna para fortificar su cuartel general ni proteger su persona. Sólo parecía preocuparlo la seguridad de la ciudad y el bienestar de sus habitantes.

—Supongo que debemos sentirnos agradecidos porque el Primer Ministro haya venido al rescate de la población, aunque se haya retrasado muchos meses —observó al fin. Luego, alzó la vista hacia Penrod—. El único consuelo para mí es que ahora tengo al menos un oficial británico en mi estado mayor.

Ante estas palabras, Penrod sintió un primer frío de incomodidad que se deslizaba por su columna vertebral.

—Mis órdenes del general Stewart, señor, son regresar a Wadi Halfa en cuanto le haya hecho entrega a usted de mis despachos. Se me ha destinado al nuevo Cuerpo de Camellos y mis órdenes son guiar su paso por el recodo del Nilo para el asalto a Metemma.

Gordon lo pensó durante un momento y luego meneó la cabeza.

—El general Stewart aún no ha dejado Wadi Halfa, y le llevará meses llegar a Metemma. Usted será más útil aquí que sentado en Wadi Halfa. Además, debe haber cientos de otros guías con capacidad de atravesar el recodo con el Cuerpo de Camellos. Cuando la columna de socorro llegue a Abu Hamed, volveré a pensarlo. En tanto, lo necesito a usted aquí.

Lo dijo en tono tan terminante que Penrod se dio cuenta de que discutir sería en vano. Sus sueños de acción y gloria se hicieron pedazos. En vez de cabalgar a la cabeza de sus tropas tras abrirse paso combatiendo en Metemma, ahora se veía sentenciado a la oscura monotonía del sitio.

Debo tomarme mi tiempo y aguardar la ocasión propicia —decidió—, sin permitir que sus verdaderos sentimientos se traslucieran en su expresión.

—Será un honor servir a sus órdenes, general, pero me gustaría tenerlas por escrito.

—Las tendrá —prometió Gordon—, pero ahora debo interiorizarlo de cuál es la situación aquí, y de cuáles son nuestros problemas más inmediatos y urgentes. Tome asiento, Ballantyne.

Gordon hablaba rápidamente, casi agitado, saltando de un tema a otro y fumando un cigarrillo tras otro de su cigarrera de plata. De a poco, Penrod comenzó a darse cuenta de la inmensa tensión a la que había estado sometido, y a atisbar cómo era la inmensa soledad del mando. Percibió que antes de que él llegara, no había habido nadie en quien Gordon confiara lo suficiente como para compartir esa carga. Aunque Penrod no era un par en materia de rango, al menos era oficial de un regimiento británico de primera línea y, como tal, valía más que un dhow repleto de oficiales superiores egipcios.

—Mire, Ballantyne, yo aquí tengo la responsabilidad y el deber, pero no el control total. Cada día me afectan no sólo la incompetencia de los oficiales egipcios, sino su comportamiento negligente y su total falta de moral o de sentido del deber. Desobedecen deliberadamente las órdenes, si les parece que pueden librarse de las consecuencias de su actitud, no cumplen con sus deberes y pasan la mayor parte del tiempo con sus concubinas. Si yo no los aguijoneo, rara vez se molestan en visitar las defensas de la línea del frente. Sé que conspiran e intrigan con los derviches en la esperanza de sacar alguna ventaja cuando la ciudad caiga, y están convencidos de que eso ocurrirá. Les roban a sus propios hombres. Las tropas se duermen en sus puestos y, a su vez, le roban a la población. Sospecho que grandes cantidades de dhurra han sido robadas de los graneros. Las mujeres y los niños me escupen y vilipendian en la calle cuando me veo obligado a seguir reduciendo sus raciones. En este momento, sólo podemos suministrar una taza de grano por persona por día. —Encendió otro cigarrillo, y la llama del fósforo tembló entre sus manos. Pitó rápidamente, y le dirigió una fría sonrisa a Penrod—. De modo que puede imaginarse que su colaboración será bienvenida. En particular, porque usted está tan bien familiarizado con la disposición de la ciudad.

—Por supuesto que cuenta conmigo, general. —Penrod se preguntó cuan cerca estaría Gordon del límite a pesar de su fría mirada mesiánica.

—Para empezar, delegaré en usted las siguientes responsabilidades. Hasta ahora, el mayor al-Faroc ha estado a cargo del almacenamiento y distribución de alimentos. Sus esfuerzos han sido, en el mejor de los casos, patéticamente insuficientes. Sospecho, aunque no puedo probarlo, que sabe algo del grano faltante. Lo relevará de inmediato. Quiero que me haga un inventario de los suministros disponibles cuanto antes. Bajo la ley marcial, tiene autoridad de requisa. Debe confiscar cualquier mercancía que necesite. Cualquier transgresión debe ser tratada con la máxima severidad. Puede azotar o fusilar a quienes trafiquen en el mercado negro sin necesidad de consultar conmigo. Las tropas y la población deben ser forzadas a aceptar las leyes poco agradables; su tarea es hacerles entender que las alternativas son peores. ¿Me entiende?

—Por supuesto, general.

—¿Conoce a un tal Ryder Courtney?

—Superficialmente, señor.

—Es un comerciante y tratante de esta ciudad. Me vi obligado a requisarle un cargamento de dhurra. Como es un mercenario que carece de altruismo alguno, quedó resentido. Tiene su propio complejo de instalaciones dentro de la ciudad, y se comporta como si fuera independiente de toda autoridad. Quiero que le haga entender cuál es su verdadera posición.

—Entiendo, señor —dijo Penrod, y pensó con acritud: de modo que ya no soy húsar sino policía y encargado de intendencia.

Gordon observaba su expresión, y vio cómo reaccionaba, pero continuó, impertérrito:

—Entre otros negocios, es propietario y operador de un gran vapor fluvial. En este momento, lo está reparando en su taller. Una vez que esté otra vez en condiciones de funcionar, será útil en futuras operaciones militares y en la posible evacuación de la población, si la columna de Stewart no llegara a tiempo. Courtney también tiene caballos y camellos, y muchas otras cosas que serán vitales para nosotros a medida que los derviches cierren el cerco. —Gordon se puso en pie para indicar que la reunión había finalizado—. Averigüe cuáles son sus planes y qué sabe del dhurra faltante, Ballantyne. Luego, tráigame su informe.

* * *