Rebecca se acodó en el alféizar de la amplia ventana sin vidrios, y el calor del desierto golpeó su rostro como la exhalación de un horno de fundición.
Hasta el río que corría allá abajo parecía humear como un caldero. En ese lugar, alcanzaba un ancho de casi una milla, pues era la estación del alto Nilo. La corriente era tan fuerte que creaba remolinos y relumbrantes olas sobre la superficie. El Nilo Blanco era verde, y hedía a la fetidez de las ciénagas que había atravesado tan recientemente, ciénagas que se extendían sobre una superficie del tamaño de Bélgica. Los árabes denominaban Bahr el Jazal a este vasto pantano, y los británicos lo llamaban Sud.
En los meses frescos del año anterior, Rebecca había viajado corriente arriba con su padre hasta donde el fluir del río emerge de las ciénagas. Pasado ese punto, los canales y lagunas del Sud no tenían sendas ni mapa, y estaban recubiertos de una densa capa de vegetación flotante que se desplazaba constantemente, ocultándolos de cualquiera que no fuese un navegante de los más hábiles y expertos. Ese mundo acuático plagado de fiebres era el reino de cocodrilos e hipopótamos; de una miríada de extrañas aves, algunas bellas, otras grotescas; y del sitatunga, el extraño antílope anfibio de cuernos retorcidos, largo pelaje y pezuñas alargadas adaptado a la vida acuática.
Rebecca volvió la cabeza y una espesa guedeja rubia le cayó sobre un ojo. La hizo a un lado y miró corriente abajo hacia donde los dos grandes ríos se unían. Era un espectáculo que siempre le interesaba, aunque lo había visto a diario durante dos largos años. Una inmensa isla flotante de plantas acuáticas avanzaba por el medio del canal. Provenía de las ciénagas, y seguiría su camino hasta que en el lejano norte la despedazara la turbulencia de las cataratas, esos rápidos que cada tanto interrumpían el fluir parejo del Nilo. Siguió con la vista su pesado avance hasta que llegó a la confluencia de ambos Nilos.
El otro Nilo bajaba del este. Era tan fresco y dulce como la vertiente de montaña que le daba origen. Durante esta fase, la del alto Nilo, sus aguas se teñían de un pálido gris azulado debido a los sedimentos que había barrido de los cordones montañosos de Abisinia. Este color era el que le daba nombre. El Nilo Azul era ligeramente más angosto que su gemelo, pero así y todo era una inmensa serpiente de agua. Los ríos se unían en el vértice del triángulo de tierra donde se alzaba la Ciudad de la Trompa de Elefante. Ése era el significado de su nombre, Jartum. Los dos Nilos no se mezclaban enseguida. Hasta donde alcanzaba la vista de Rebecca, corrían corriente abajo por el mismo lecho, manteniendo cada uno su color y su carácter distintivos hasta que, veinte millas más allá, se estrellaban juntos sobre las rocas de la entrada a la garganta de Shabluka, donde se revolvían en tumultuosa unión.
—No me estás escuchando, querida mía —dijo su padre abruptamente. Sonriendo, Rebecca volvió su cabeza hacia él—. Discúlpame padre, estaba distraída.
—Lo sé. Lo sé. Éstos son tiempos de prueba —asintió—. Pero debes enfrentarlos. Ya no eres una niña, Becky.
—Claro que no lo soy —asintió ella con vehemencia. No había sido su intención hablar en tono de queja. Nunca lo hacía—. Cumplí diecisiete años la semana pasada. A esa edad, mamá se casó contigo.
—Y ahora ocupas su lugar como señora de mi casa. —Su expresión se volvió desolada cuando recordó a su amada esposa y a la terrible naturaleza de su muerte.
—Padre querido, acabas de arrojarte por el precipicio de tu propio argumento. —Rió—. Si soy lo que dices que soy ¿cómo podrías convencerme de que te abandone?
David Benbrook pareció confundido. Luego, hizo su dolor a un lado y rió con ella. Era tan rápida y bonita que rara vez podía resistírsele.
—Te pareces tanto a tu madre. —Esa afirmación solía ser la bandera blanca con la que reconocía su derrota, pero esta vez siguió adelante con su argumentación. Rebecca regresó a la ventana, sin ignorarlo, pero prestándole sólo la mitad de su atención. Ahora que su padre le había recordado el terrible peligro en que se encontraban sintió, mientras miraba al río, las frías garras del miedo en la boca del estómago.
Las chatas construcciones de la ciudad nativa de Omdurman se extendían en la margen opuesta del río, color tierra, como el desierto que las rodeaba, pequeñas como casas de muñecas desde esa distancia, oscilando en el reflejo del sol. Pero de ellas emanaba la amenaza con tanta ferocidad como el calor emanaba del sol. Los tambores que no cesaban ni de día ni de noche eran un constante recordatorio de la amenaza mortal que pendía sobre ellos. Ofa su tronar, que parecía el latido del corazón de un monstruo, del otro lado de las aguas. Podía imaginárselo, sentado en el centro de su telaraña, mirando hambriento hacia donde ellos estaban al otro lado del río, un fanático insaciablemente sediento de sangre humana. Él y sus secuaces no tardarían en venir por ellos. Se estremeció y volvió a concentrarse en la voz de su padre.
—Claro que te debo conceder que tienes el coraje ciego y la obstinación de tu madre, pero piensa en las gemelas, Becky, piensa en las niñas. Ahora son tus bebés.
—Soy consciente de mis deberes para con ellas cada hora del día —estalló ella. Con la misma velocidad, disimuló su ira y sonrió otra vez con la sonrisa que siempre ablandaba el corazón de su padre—. Pero también pienso en ti. —Cruzó la habitación, y, de pie junto a la silla de él, le puso la mano en el hombro—. Si vienes con nosotros, padre, las niñas y yo nos iremos. —No puedo hacerlo, Becky. Mi deber está aquí. Soy el cónsul general de Su Majestad. Tengo una misión sagrada. Mi lugar está aquí, en Jartum—. Entonces, el mío también —dijo ella con sencillez, y le acarició la cabeza. Bajo sus dedos, el cabello de él aún era espeso y fuerte, pero ya tenía más plata que azabache. Era un hombre bien parecido, y ella solía cepillarle el pelo y recortarle y rizarle el bigote con tanto orgullo como lo hacía su madre.
Él suspiró y se dispuso a seguir protestando, pero en ese momento, un estridente coro de voces infantiles se oyó por la ventana. Se pusieron rígidos. Conocían esas voces, que a ambos les llegaban al corazón. Rebecca cruzó rápidamente la habitación y David se incorporó de su escritorio de un salto. Se relajaron cuando volvieron a oír los gritos, y reconocieron en ellos el sonido de la excitación, no del terror.
—Están en la atalaya —dijo Rebecca.
—No tienen permiso para ir allí —exclamó David.
—Hay muchos lugares donde no tienen permiso para ir —asintió Rebecca— y es allí donde habitualmente se las encuentra. Se dirigió a la puerta que daba al pasillo de piso de lajas. En el extremo más lejano de éste, una escalera de caracol trepaba hasta el interior de la torrecilla. Levantándose las enaguas, Rebecca corrió escaleras arriba con pie ágil y seguro. Su padre la siguió a paso más lento. Salió al sol cegador del balcón superior de la torre.
Las gemelas danzaban peligrosamente cerca del bajo parapeto. Rebecca tomó a cada una de la mano y las alejó de allí. Miró hacia abajo desde las alturas del palacio consular. Los alminares y techos de Jartum se extendían por debajo de ella. Ambos brazos del Nilo se veían a la perfección por una distancia de muchas millas en ambas direcciones.
Saffron trató de soltarse de la mano de Rebecca.
—¡El Ibis! —chilló—. ¡Miren! ¡Viene el Ibis! —Era la más alta y moreno de las gemelas. Era indisciplinada y obcecada como un varón.
—¡El Intrepid Ibis! —dijo Amber con voz aguda. Era pulcra y rubia, con una voz que tenía un timbre melodioso aun cuando estaba excitada—. Es Ryder en el Intrepid Ibis.
—El señor Ryder Courtney para ti —la corrigió Rebecca—. Nunca debes llamar a los grandes por su nombre de pila. No quiero tener que decírtelo otra vez. —Pero ninguna de las niñas se tomó en serio la reprimenda. Las tres miraron ansiosamente hacia el Nilo Blanco y al bonito y pequeño vapor que venía corriente abajo.
—Parece hecho de azúcar, como el revestimiento de una torta —dijo Amber, quien, con sus rasgos angelicales, naricilla respingada y grandes ojos azules, era la belleza de la familia.
—Dices eso cada vez que viene —observó Saffron sin rencor. Era la contrapartida de Amber: ojos color miel ahumada, pequeñas pecas que adornaban sus pómulos altos y una amplia boca riente. Saffron miró a Rebecca con un travieso brillo en esos ojos de miel—. Ryder es tu festejante ¿verdad? —"Festejante" era la última adición a su vocabulario, y se la aplicaba exclusivamente a Ryder Courtney. A Rebecca le parecía una palabra pretenciosa y que le producía una extraña furia.
—¡No lo es! —repuso Rebecca con altivez para ocultar su irritación—. Y nada de insolencias, señorita sabelotodo.
—¡Trae toneladas de comida! —dijo Saffron, señalando las cuatro grandes gabarras de fondo plano que remolcaba el Ibis.
Rebecca soltó los brazos de las gemelas y se hizo visera con ambas manos para protegerse del resol. Vio que Saffron tenía razón. Al menos dos de las gabarras iban llenas hasta el tope de sacos de dhurra, el grano que es el alimento básico en el Sudán. Los otros dos llevaban una carga surtida, pues Ryder era uno de los mercaderes más prósperos de ambos ríos. Sus puestos comerciales estaban dispuestos a intervalos de unas cien millas a lo largo de las márgenes de los dos Nilos, desde la confluencia del río Atbara al norte hasta Gondokoro y la lejana Ecuatoria al sur, extendiéndose luego hacia el este a lo largo del Nilo Azul desde Jartum hasta las tierras altas de Abisinia.
En ese momento, David entró en el balcón.
—Agradezco al buen Señor que haya llegado —dijo suavemente—. Ésta es tu última oportunidad de escapar. Courtney te podrá llevar a ti y a centenas de otros refugiados río abajo, lejos del alcance de las malignas garras del Madí.
Mientras hablaba, oyeron un disparo aislado de cañón desde el otro lado del Nilo Blanco. Todos se volvieron rápidamente y vieron el humo que surgía de la boca de uno de los cañones Krupp de los derviches montados sobre la margen opuesta. Un momento después, un surtidor de rocío se elevó de la superficie del río, cien yardas por delante del vapor que se aproximaba. La espuma estaba teñida de amarillo por la lidita de la explosión del proyectil.
Rebecca se cubrió la boca con la mano para sofocar un grito de alarma y David observó secamente:
—Oremos porque su puntería se mantenga en los estándares habituales.
Uno tras otro, los cañones de las baterías derviches estallaron en el redoble de una larga andanada, y las aguas en torno al pequeño barco saltaron e hirvieron con la explosión de los proyectiles. Las esquirlas azotaron la superficie del agua como lluvia tropical.
Entonces, todos los grandes tambores del ejército del Madí tronaron en un decidido desafío y las trompetas ombeia sonaron. De entre las construcciones de barro, surgieron jinetes montados en caballos y camellos que galoparon a lo largo de la orilla, manteniéndose a la altura del Ibis.
Rebecca corrió hacia el gran telescopio de bronce de su padre, que siempre estaba sobre su trípode en el extremo más distante del parapeto, apuntando hacia la ciudadela enemiga al otro lado del río. Se puso en puntas de pie para alcanzar la lente, que enfocó rápidamente. Recorrió con la vista la multitud de la caballería derviche, medio oculta por las nubes de polvo rojo que levantaba el galope de sus cabalgaduras. Parecían estar tan cerca que podía ver las expresiones de sus fieros rostros oscuros y casi podía leer los juramentos y amenazas que pronunciaban y oír su terrible grito de guerra: "¡Alá Akbar! El único Dios es Dios, y Mahoma es su profeta".
Esos jinetes eran los ansar, los ayudantes, la guardia de corps de élite del Madí. Todos vestían la aljuba, la túnica remendada que simbolizaba los harapos que habían sido sus únicas vestiduras al comenzar ese yihad contra los sin Dios, los descreídos, los infieles. Armados únicamente de piedras y lanzas, los ansar, a lo largo de los últimos seis meses, habían destruido tres ejércitos de los infieles, masacrando hasta el último de sus soldados. Ahora asediaban Jartum y se vanagloriaban de sus túnicas remendadas, enseña de su indomable coraje y de su fe en Alá y Su Madí, el Esperado. Mientras cabalgaban, blandían sus montantes y disparaban las carabinas Martini-Henry que habían capturado a sus derrotados enemigos.
Durante los meses que llevaba el asedio, Rebecca había visto muchas veces ese despliegue guerrero, de modo que alejó la lente de ellos, barriendo el río por entre el bosque de salpicaduras que levantaban los proyectiles y la espuma que saltaba hasta que el puente del vapor apareció en nítido foco. La figura familiar de Ryder Courtney se reclinaba sobre la barandilla del puente, contemplando con leve diversión las cabriolas de los hombres que trataban de matarlo. Mientras lo miraba, él se enderezó y se quitó de entre los labios el largo cigarro negro. Le dijo algo al timonel, que obedientemente hizo girar la rueda del timón, de modo que la larga estela del Ibis comenzó o doblarse hacía la margen del río donde se alzaba Jartum.
A pesar de las burlas de Saffron, Rebecca no sintió ninguna punzada de amor al mirarlo. Luego, sonrió para sus adentros: "Aun si fuese así, dudo de que lo admitiría". Se consideraba inmune a emociones tan triviales. De todas formas, sintió un asomo de admiración por la indiferencia de Ryder en medio de tal peligro, que fue seguida de una cálida sensación de amistad. "Bueno, no tiene nada de malo admitir que somos amigos", se aseguró a sí misma, y sintió que se llenaba de aprensión por su seguridad.
—Por favor, Dios, que Ryder esté seguro en el ojo de la tormenta —musitó, y, al parecer, Dios la estaba escuchando.
Mientras lo miraba, una acerada esquirla de metralla perforó un agujero irregular en la chimenea por encima de la cabeza de Ryder y el negro humo de la caldera brotó de allí. Él no se volvió a mirar, sino que regresó el cigarro a sus labios y exhaló una larga bocanada de humo gris de tabaco. Vestía una camisa blanca bastante sucia, con el cuello abierto y las mangas arremangadas hasta arriba. Con el pulgar, se echó hacia atrás su sombrero de ala ancha hecho de palma entretejida. Un primer vistazo daba la impresión de que era retacón, pero esto no era más que una ilusión causada por la anchura y posición de sus hombros y por el grosor de sus brazos, musculosos por el trabajo duro. Su estrecha cintura y la forma en que se elevaba por encima del timonel árabe, desmentían esa primera impresión.
David había tomado las manos de su joven hija para contenerla y se inclinaba sobre el parapeto para mantener una conversación a gritos con alguien que se encontraba en el patio del palacio consular que se extendía por debajo de ellos.
—Mi querido general, ¿le parece que podrá persuadir a sus artilleros de que devuelvan el fuego de modo de alejar sus atenciones del barco del señor Courtney? —Su tono era deferente.
Rebecca miró hacia abajo y vio que su padre le hablaba al oficial a cargo de la guarnición egipcia que defendía la ciudad. El general "Chino" Gordon era un héroe del Imperio, vencedor en guerras de todas partes del mundo. Se había ganado su sobrenombre en China, al frente de su legendario "Ejército Siempre Victorioso". Había salido de su cuartel general, ubicado en el ala sur del palacio, tocado con su fez rojo en forma de maceta invertida.
—Ya se les ha transmitido la orden a los artilleros, señor. —La respuesta de Gordon sonó, nítida y terminante, con un matiz de impaciencia. No necesitaba que le recordaran su deber.
Su voz llegaba claramente hasta donde estaba Rebecca. Se decía que él podía hacerse oír sin esfuerzo en medio del fragor de un campo de batalla.
Pocos minutos después, la artillería egipcia abrió un desganado fuego desde su emplazamiento sobre la costa de la ciudad. Sus piezas eran de pequeño calibre y diseño obsoleto, cañones de montaña Krupp de seis libras; su munición era vieja y escasa, y solía fallar. Sin embargo, a pesar de la habitual ineptitud de la guarnición egipcia, su precisión era sorprendente. Unas pocas nubes del negro humo de los proyectiles explosivos aparecieron en el cielo despejado, directamente por encima de las baterías derviches, pues los artilleros de ambos bandos habían afinado la puntería sobre las posiciones del contrario a lo largo de los meses que llevaba el asedio. El fuego de los derviches disminuyó considerablemente. Aún indemne, el blanco vapor alcanzó la confluencia de ambos ríos y la hilera de gabarras lo siguió cuando viró abruptamente a estribor, ingresando en la boca del Nilo Azul, donde quedó inmediatamente protegido de los cañones de la margen occidental por las construcciones de la ciudad. Privadas de su presa, las baterías derviches callaron.
—Por favor, ¿podemos bajar al muelle a recibirlo? —Saffron arrastraba a su padre hacia las escaleras—. Vamos Becky, vamos a recibir a tu festejante.
Mientras la familia pasaba a toda prisa por los jardines del palacio, descuidados y desteñidos por el sol, vieron al general Gordon, que también se dirigía hacia la ensenada, seguido por un apresurado grupo de sus oficiales egipcios. Apenas pasado el portón, un caballo muerto bloqueaba a medias la calle. Yacía allí desde hacía diez días, muerto por una bala perdida de los cañones derviches. Su panza estaba hinchada y sus heridas abiertas bullían en masas de gusanos blancos. Las moscas volaban, zumbando en una densa nube azul. Mezclado con los demás olores de la ciudad asediada, el hedor de la carne putrefacta del caballo era sulfuroso. Rebecca sentía que cada vez que respiraba se le cerraba la garganta y su estómago se rebelaba. Combatió la náusea para no pasar vergüenza, ni hacérsela pasar a la dignidad de la función de su padre.
Las gemelas competían en una pantomima de asco. Aullando de deleite con sus propias gracias, gritaban "¡puaj!" y "¡qué olor!", doblándose mientras hacían realistas sonidos de vómito.
—¡Basta, pequeñas salvajes! —dijo David frunciendo el ceño y alzando su bastón de caña con puño de plata. Ellas chillaron, fingiendo alarma y luego corrieron hacia la ensenada, saltando por encima de las pilas de escombros de las casas bombardeadas y quemadas. Rebecca y David las seguían a buen paso, pero antes de pasar la aduana se encontraron con que las multitudes de la ciudad iban en esa misma dirección.
Era un ininterrumpido río humano, compuesto de pordioseros y lisiados, esclavos y soldados, mujeres ricas, putas de la tribu gala apenas vestidas, madres con niños de pecho sujetos a sus espaldas, que llevaban a la rastra a llorosos niños de más edad, uno de cada mano, funcionarios de gobierno y gordos traficantes de esclavos con anillos de oro y diamantes. Todos tenían un solo propósito: descubrir qué carga llevaba el vapor y ver si éste ofrecía una remota posibilidad de escapar del pequeño infierno que era Jartum.
Las gemelas no tardaron en quedar sumidas en la multitud, de modo que, abriéndose paso a empujones, David cargó a Saffron sobre sus hombros, mientras Rebecca aferraba la mano de Amber. La muchedumbre reconocía la alta e imponente figura del cónsul británico y le cedía el paso. Llegaron al muelle sólo unos minutos después del general Gordon, quien les indicó que se unieran a él.
El Intrepid Ibis avanzaba por el canal, y cuando llegó a las más calmas aguas protegidas, a medio cable de distancia de la costa, soltó sus amarras de remolque y las cuatro gabarras echaron ancla en fila, con sus proas contra la fuerte corriente del Nilo Azul. Ryder Courtney puso guardias armados en cada gabarra para proteger a la carga de saqueos. Luego, tomó el timón del vapor y maniobró hacia el muelle.
En cuanto estuvo lo suficientemente cerca como para oírlas, las gemelas le dieron la bienvenida con sus agudas voces:
—¡Ryder! ¡Somos nosotras! ¿Nos trajiste un regalo? —Las oyó por encima del rumor de la multitud y no tardó en distinguir a Saffron, encaramada sobre los hombros de su padre. Se quitó el cigarro de la boca, lo arrojó por encima de la borda, luego tomó la cuerda de la sirena del barco, lanzó al aire un musical chorro de vapor y le envió un beso a Saffron con la punta de los dedos.
Ella se convulsionó de risa, retorciéndose como un cachorro. —¿No es el más buen mozo de los festejantes del mundo?— miró de soslayo a su hermana mayor.
Rebecca la ignoró, pero ahora los ojos de Ryder se fijaron en ella. La saludó quitándose el sombrero, dejando al descubierto sus espesos rizos alisados por la transpiración. El sol del desierto le había bronceado el rostro y los brazos hasta dejárselos color teca lustrada, a excepción de la banda de piel color crema justo debajo de la línea del cabello, donde el sombrero lo había protegido. Rebecca le devolvió la sonrisa y le hizo una ligera inclinación. Saffron tenía razón: realmente era muy bien parecido, especialmente cuando sonreía, pensó, pero tenía arrugas en la comisura de sus ojos. Es tan viejo, pensó. Seguro que tiene treinta años cumplidos.
—Creo que le gustas —opinó Amber con seriedad.
—Mademoiselle, no empiece con esos infernales disparates —le advirtió Rebecca.
—Disparates infernales, mademoiselle —repitió suavemente Amber, y ensayó las palabras para emplearlas contra Saffron en la primera ocasión.
En el río, Courtney concentraba toda su atención en la maniobra de atraque del vapor. Lo piloteó hasta ponerlo en el sentido de la corriente y lo mantuvo allí con un hábil golpe de acelerador, luego, ayudándose con el timón, lo hizo derivar de costado corriente abajo hasta que el flanco de acero besó los amortiguadores tejidos que pendían del costado del muelle. La tripulación arrojó los cabos a los hombres que aguardaban en el embarcadero; éstos, tomando los extremos, amarraron la nave. Ryder hizo sonar el telégrafo de la sala de calderas y Jock McCrump asomó su cabeza por la escotilla de la sala de máquinas. Su rostro estaba veteado de negra grasa.
—¿Sí, capitán?
—Mantén la presión de la caldera, Jock. Nunca se sabe cuándo hace falta salir a escape.
—Sí, capitán. No quiero como tripulante a ninguno de esos hediondos salvajes. —Jock se limpió la grasa de sus grandes manos callosas en un puñado de algodón crudo.
—Quedas al mando —le dijo Ryder, tomándose de la barandilla y bajando a tierra de un salto. Se dirigió hacia donde lo esperaban el general Gordon y sus oficiales, pero antes de haber dado una docena de pasos, la multitud se cerró en torno a él, y quedó atrapado como un pez en una red.
Un agitado grupo de egipcios y otros árabes lo rodeó, tomándolo de la ropa.
—Efendi, por favor, efendi, tengo diez hijos y cuatro esposas. Dénos lugar a todos en su hermoso barco —rogaban en árabe y mal inglés. Agitaban fajos de billetes ante su rostro—. Cien libras egipcias. Es lo único que tengo. Tómelas, efendi, y le rezaré a Alá para que tenga una larga vida.
—¡Soberanos de oro de tu Reina! —ofrecía otro, haciendo tintinear la escarcela que sostenía como si fuese una pandereta.
Las mujeres se quitaban sus joyas, pesados brazaletes de oro, aros y collares adornados con gemas relucientes.
—Mi bebé y yo. Llévanos contigo, gran señor. —Le presentaban sus bebés, pequeños y enclenques desdichados, con las mejillas sumidas por el hambre, algunos cubiertos con las lesiones y llagas abiertas del escorbuto, sus pañales teñidos de un color amarillo tabaco por las heces del cólera. Se empujaban y luchaban entre sí para llegar a él. Una mujer cayó de rodillas y dejó caer al niño bajo los pies de la multitud que avanzaba. A medida que lo pisoteaban, sus aullidos se fueron haciendo más débiles. Finalmente, una sandalia de suela claveteada aplastó el cráneo delgado como cáscara de huevo y el niño calló abruptamente y quedó tirado en el polvo como una muñeca rota.
Ryder Courtney lanzó un bramido de furia y se abrió paso con los puños. Derribó a un gordo mercader turco de un solo golpe en la mandíbula, bajó el hombro y cargó contra la apiñada masa humana. Se dispersaron para dejarlo pasar, pero algunos volvieron a dirigirse hacia el Intrepid Ibis, y pugnaron por abordarlo.
Jock McCrump los esperaba en la barandilla, una llave inglesa en el puño y cinco hombres de la tripulación a sus espaldas, armados de bicheros y hachas de incendio. Jock quebró el cráneo del primer hombre que intentó subir a bordo, quien cayó a la estrecha franja de agua ubicada entre el barco y el muelle de piedra y desapareció bajo la superficie. No volvió a emerger.
Ryder se dio cuenta del peligro y trató de regresar a su barco, pero ni él pudo abrirse paso entre la compacta masa de cuerpos. —¡Jock, suéltalo y fondea junto a las gabarras!— gritó. Jock lo oyó por sobre el estrépito y agitó la llave para indicar que había comprendido. Saltó al puente y dio una seca orden a la tripulación. No perdieron tiempo desatando los cabos, sino que cortaron las amarras que los unían a tierra con unos pocos y precisos golpes de hacha. El Intrepid Ibis dirigió la proa hacia la corriente, pero antes de que lograse enfilar, más refugiados intentaron saltar a bordo. Cuatro cayeron al agua y fueron arrastrados río abajo por la rápida corriente. Uno se tomó de la barandilla y quedó colgando de allí, implorando piedad a la tripulación.
Bacheet, el contramaestre árabe, se dirigió a la barandilla y con un único golpe de hacha seccionó con precisión los cuatro dedos de la mano del hombre. Cayeron sobre la cubierta como salchichas de cerdo pardas. Su víctima lanzó un alarido y cayó al río. Bacheet tiró los dedos por la borda de un puntapié, limpió el hacha en el faldón de su túnica y se dirigió a sacar el ancla de popa de su pañol. Jock cruzó la corriente con el vapor y se dispuso a fondear a la cabeza de la hilera de gabarras.
Un gemido de desesperación se elevó de la multitud, pero Ryder, con los puños cerrados, les lanzó una mirada amenazadora. Habían aprendido exactamente qué presagiaba ese gesto y retrocedieron. En tanto, el general Gordon había ordenado a un pelotón de sus soldados que dispersara a la multitud. Avanzaron en línea con bayonetas caladas, empleando las culatas de sus rifles para golpear a todo el que se pusiera en su camino. La multitud se dispersó ante ellos y desapareció en las estrechas callejuelas de la ciudad. Dejaron al bebé muerto y a su madre que, sangrando, lo lloraba y a media docena de los agitadores aturdidos, sentados en charcos de su propia sangre. El turco derribado por Ryder yacía inmóvil de espaldas, roncando sonoramente.
Ryder miró a su alrededor buscando a David y sus hijas, pero el cónsul había tenido la sensatez de llevar a su familia a la seguridad del palacio ante los primeros indicios de desorden. Lo invadió una oleada de alivio. Luego, vio al general Gordon que avanzaba hacia él entre la basura y los cuerpos.
—Buenas tardes, general.
—¿Cómo le va, señor Courtney? Es un gusto darle la bienvenida. Espero que su travesía haya sido placentera.
—Fue muy agradable, señor. Pasamos bien por el Sud. En esta estación el canal está bien dragado. No hace falta abrirse paso con el anclote. —Ninguno de los dos se dignó mencionar el ataque de las baterías derviches, ni el tumulto que le dio la bienvenida al comerciante.
—¿Va usted muy cargado, señor? —Gordon, que era unos buenos quince centímetros más bajo que Ryder, lo miró con sus extraordinarios ojos. Tenían el azul acerado del cielo del mediodía sobre el desierto. Pocos de quienes los miraran podían olvidarlos. Eran hipnóticos, poderosos, señal externa de la férrea fe de Gordon en sí mismo y en su Dios.
Ryder comprendió de inmediato la importancia de la pregunta.
—Tengo mil quinientos sacos de sorgo dhurra en mis gabarras, y cada saco pesa diez cántaros. —El cántaro era una medida árabe que equivalía a aproximadamente cincuenta kilos.
Los ojos de Gordon chispearon como zafiros pulidos y se golpeó el bastón contra el muslo.
—Muy buen trabajo, señor. La guarnición y el total de la población ya están a raciones extremadamente escasas. La carga que usted trae bien puede permitirnos aguantar hasta que llegue la columna de socorro desde El Cairo.
Ryder Courtney parpadeó, sorprendido ante el optimismo de la estimación. Había cerca de treinta mil almas atrapadas en la ciudad. Aun con raciones de hambre, la multitud devoraría cien sacos por día. Las últimas noticias recibidas antes de que los derviches cortaran la línea de telégrafo que iba al norte era que la columna de socorro recién se estaba congregando en el delta y no estaría en condiciones de comenzar su viaje hacia el sur hasta dentro de varias semanas. Y una vez que partieran, aún debían recorrer más de mil millas para llegar a Jartum. Debían atravesar las cataratas y el terrible desierto conocido como la Madre de las Piedras. Y luego, para alcanzar la ciudad y levantar el asedio, deberían combatir para atravesar las hordas derviches que guardaban los largos tramos de las costas del Nilo. Mil quinientos sacos de dhurra ni siquiera se aproximaban a lo que hacía falta para alimentar en forma indefinida a los habitantes de Jartum.
Luego, se dio cuenta de que la mejor armadura de Gordon era su optimismo. Un hombre como ése jamás podría permitirse aceptar lo insostenible de su situación y entregarse a la desesperación.
Asintió con la cabeza.
—¿Cuento con su permiso para comenzar con las ventas de grano, general? —La ciudad estaba bajo ley marcial. No se permitía la distribución de comida sin la autorización personal de Gordon.
—Señor, no puedo permitirle vender las provisiones. La población de mi ciudad está pasando hambre. —Ryder notó que Gordon usaba el modo posesivo—. Si usted las vendiera, serían acaparadas por comerciantes ricos en detrimento de los pobres. Debe haber raciones iguales para todos. Yo supervisaré la distribución. No tengo más remedio que requisar toda su carga de grano. Por supuesto que le pagaré un precio justo.
Por un momento, Ryder se quedó mudo, contemplándolo. Luego, le volvió la voz.
—¿Un precio justo, general?
—Al fin de la última cosecha, el precio del dhurra en los zocos de la ciudad era de seis chelines por saco. Era un precio justo, y lo sigue siendo, señor.
—Al final de la última cosecha no había guerra ni sitio —replicó Ryder—. General, seis chelines no toma en cuenta el precio extorsivo que me vi obligado a pagar. Tampoco contempla las dificultades que experimenté al transportar el sorgo ni la justa ganancia a la que tengo derecho.
—Tengo la certeza, señor Courtney, de que seis chelines le dejarán una considerable ganancia. —Gordon lo miró con dureza—. La ciudad está bajo ley marcial, señor, y la especulación y el acaparamiento se penan con la muerte.
Ryder sabía que no era una amenaza ociosa. Había visto a muchos hombres azotados o ejecutados en forma sumaria por cualquier falla en el desempeño de su función o por desafiar las órdenes del hombrecito. Gordon desabrochó el bolsillo del pecho de su chaqueta de uniforme y sacó su cuaderno de notas. Garrapateó rápidamente algo, arrancó la hoja, y se la pasó a Ryder.
—Éste es mi pagaré personal por la suma de cuatrocientas cincuenta libras egipcias. Es pagadero en el tesoro del jedive en El Cairo. —El jedive era el gobernante de Egipto—. ¿En qué consiste el resto de su carga, señor Courtney?
—Marfil, aves y animales salvajes vivos —replicó amargamente Ryder.
—Puede descargarlos en su complejo. Por el momento, no me interesan, pero más adelante puede ser necesario sacrificarlos para proveer de carne a la población. ¿Cuan pronto puede tener el vapor y las gabarras listos para partir, señor?
—¿Partir, general? —Ryder palideció bajo su bronceado: percibió qué estaba por ocurrir.
—Le requiso sus barcos para transportar a los refugiados río abajo —explicó Gordon—. Usted puede requisar toda la leña que le haga falta para sus calderas. Lo compensaré por el viaje a razón de dos libras por pasajero. Estimo que usted puede llevar quinientas mujeres, niños y cabezas de familia. Estudiaré personalmente las necesidades de cada uno y decidiré quién tiene prioridad.
—¿Me pagará con otro pagaré, general? —preguntó Ryder con velada ironía.
—Exacto, señor Courtney. Usted esperará en Metemma hasta que la fuerza de socorro lo alcance. Mis propios vapores ya están allí. Su celebrada habilidad como piloto fluvial será muy necesaria para atravesar la garganta de Shabluka, señor Courtney.
El Chino Gordon despreciaba lo que consideraba codicia, adoración de Mamón. Cuando el Jedive de Egipto le ofreció un salario de diez mil libras para encargarse de la peligrosa operación de evacuar Sudán, Gordon insistió en recibir sólo dos mil. Tenía una percepción propia acerca de cuáles eran sus deberes hacia su prójimo y su Dios.
—Por favor, traiga sus gabarras y póngalas junto al muelle. Mis tropas vigilarán la descarga y el dhurra será llevado al depósito de la aduana. El mayor al-Faroc, de mi estado mayor, estará a cargo de la operación. —Gordon le dirigió una inclinación de cabeza al oficial egipcio que tenía a su lado, quien saludó distraídamente a Ryder. al-Faroc tenía expresivos ojos oscuros, y un fuerte olor a brillantina—. Y ahora, señor, debe excusarme. Tengo mucho de qué ocuparme.
Como anfitriona oficial del cónsul general de Su Majestad Británica para el Sudán, Rebecca era responsable de la marcha de los asuntos hogareños del palacio. Esa noche, bajo su supervisión, los sirvientes tendieron la mesa de la cena en la terraza que daba al Nilo Azul, de modo que los invitados de David pudieran disfrutar de la brisa del río. Al ponerse el sol, los sirvientes encenderían braseros donde arderían ramas y hojas de eucaliptus. El humo mantendría a los mosquitos a distancia. Los aspectos recreativos serían cortesía del general Gordon. Todas las noches la banda militar tocaba, y había un despliegue de fuegos artificiales: la intención del general Gordon era que el espectáculo distrajera a la población de Jartum de los rigores y privaciones del sitio.
Rebecca había planeado una mesa espléndida. La platería y la cristalería del consulado habían sido lustradas hasta que tuvieron un brillo deslumbrante, y la mantelería era tan blanca como el ala de un ángel. Desgraciadamente, la comida no sería de calidad comparable. Comenzarían con una sopa hecha del yerbajo conocido como amor seco y de capullos de rosa mosqueta provenientes de las ruinas del jardín del palacio. A continuación, vendría un paté de corazón de palma hervido y dhurra molido en mortero de piedra, y el plato principal sería una suprema de pelícano.
La mayor parte de las tardes, David se instalaba en la terraza que daba al río con una de sus escopetas Purdey prontas y esperaba a que las aves acuáticas que regresaban a sus nidos volaran por encima de su cabeza. Detrás de él, las gemelas aguardaban con las otras armas. Un trío de armas de fuego de estas características se conocía como una guarnición de armas. David creía que cualquier mujer que viviera en África, ese continente de animales salvajes y hombres aún más salvajes, debía saber usar armas de fuego. Bajo su tutela, Rebeca ya era una experta tiradora con pistola. Con los seis disparos que cargaba el pesado revólver Webley y desde una distancia de diez pasos, habitualmente podía acertarles al menos a cinco latas vacías de carne en conserva, derribándolas desde el muro de piedra ubicado en la parte inferior de la terraza, desde donde caían girando a las aguas del Nilo. Las gemelas aún eran demasiado pequeñas para soportar el retroceso de un Webley o una Purdey, de modo que las entrenó para servir a las escopetas adicionales, hasta que se hicieron tan veloces y hábiles como un cargador profesional de los páramos de Yorkshire donde se cazan perdices. En cuanto su padre descargaba ambos cañones, Amber le arrebataba la escopeta vacía y, casi en el mismo instante, Saffron le ponía la segunda escopeta entre las manos. Mientras escogía sus aves y volvía a disparar, las niñas recargaban el arma vacía y se disponían a entregársela en cuanto la necesitara. Entre los tres podían mantener una impresionante cadencia de fuego.
David era célebre como tirador, y era raro que desperdiciase un cartucho. A veces, mientras las niñas lo alentaban con sus agudas vocecitas, llegaba a derribar cinco o seis trullos de una bandada que pasara por sobre él. Durante las primeras semanas del sitio, los patos silvestres se habían acercado habitualmente hasta estar a tiro de la terraza, trullos, espátulas y especies más exóticas, como gansos egipcios, todos los cuales resultaron una importante adición a la despensa del palacio. Pero los patos que sobrevivieron no tardaron en aprender y habitualmente daban un gran rodeo para evitar la terraza. Ahora, la puntería de David sólo traía a la mesa las aves más estúpidas y menos sabrosas. Sus víctimas más recientes eran un casal de pelícanos de grandes picos.
Como acompañamiento, Rebecca planeaba servir las hojas y tallos hervidos del lirio acuático sagrado egipcio. Al recomendarle esta planta, Ryder Courtney le dijo que su nombre botánico era Nymphea alba. Tenía un amplio caudal de conocimientos del mundo natural. Ella usaba los bonitos capullos azules como ensalada pues su sabor picante ayudaba a disimular el persistente gusto a pescado de la carne de pelícano. Esas plantas crecían en el angosto canal que dividía a la ciudad de tierra firme. En esa estación, el agua llegaba a la cintura, pero en la fase baja del Nilo, se secaba. El general Gordon había puesto a sus tropas a ensanchar y profundizar el canal de forma de convertirlo en un foso que reforzara las defensas de la ciudad y, para gran irritación de Rebecca, al hacerlo destruían la fuente de esa nutritiva exquisitez.
Las alacenas del palacio estaban casi vacías, a excepción de una única caja de champaña Krug que David reservaba para cuando la fuerza de socorro llegara desde el norte. Sin embargo, cuando Ryder Courtney envió a Bacheet al consulado para aceptar la invitación a cenar, envió también tres calabazas llenas de tej, la poderosa cerveza de miel nativa, que parecía sidra de mala calidad. Rebecca tenía intención de servirla en botellones de cristal para clarete, que le daban una importancia que normalmente no se le concedía.
Ahora, estaba dándole los toques finales a los arreglos para la cena y a la decoración floral de la mesa, hecha con adelfas de los descuidados jardines. Los invitados comenzarían a llegar en una hora, y su padre aún no había regresado de su reunión diaria con el general Gordon. Estaba un poco preocupada ante la posibilidad de que David se retrasara y arruinara la velada. Sin embargo, se sentía secretamente aliviada de que el general Gordon hubiera rechazado la invitación: era un gran hombre, con algo de santo y un héroe del imperio, pero despreciaba las cortesías sociales. Su conversación era pía y poco comprensible y su sentido del humor estaba, para ser caritativos, atrofiado, si es que existía.
En ese momento, oyó los familiares pasos de su padre que resonaban en los claustros, y su voz que se alzaba para llamar a uno de los sirvientes. Corrió a saludarlo cuando apareció en la terraza. Le devolvió el abrazo de forma distraída e indiferente. Retrocedió y miró su rostro.
—Padre ¿qué ocurre?
—Dejamos la ciudad mañana por la noche. El general Gordon ha ordenado que todos los británicos, franceses y austriacos sean evacuados de inmediato de la ciudad.
—¿Eso significa que vendrás con nosotros, papi? —últimamente, empleaba rara vez ese término afectuoso.
—Ciertamente sí.
—¿Cómo viajaremos?
—Cordón ha requisado el vapor y las gabarras de Ryder Courtney. Le ha ordenado que vaya río abajo con todos nosotros a bordo. Traté de discutir con él, pero en vano. Es un hombre intratable y no hay forma de desviarlo una vez que elige un camino. —David sonrió, la tomó de la cintura y la hizo girar en un paso de vals—. A decir verdad, es un gran alivio que la decisión me haya sido quitada de las manos y que las mellizas y tú vayan a ser puestas a salvo.
Una hora más tarde, David y Rebecca estaban bajo la araña del vestíbulo de recepción para recibir a los invitados, casi todos varones. Meses atrás, todas las mujeres blancas habían sido evacuadas hacia el delta, en el norte, a bordo de los vapores de Gordon, que parecían cafeteras de hojalata. Ahora, esas naves estaban varadas en Metemma, a una buena distancia hacia el sur. Rebecca y las gemelas eran de las pocas mujeres europeas que quedaban en la ciudad.
Las gemelas estaban modestamente paradas detrás de su padre. Habían convencido a su hermana mayor de que las dejara estar allí cuando llegara Ryder, y que les permitiera contemplar los fuegos artificiales junto a él antes de que su aya, Nazira, las llevase a su habitación. Nazira también había sido aya de Rebecca y era una amada integrante del hogar de los Benbrook. En ese momento, se mantenía cerca de las gemelas, lista para entrar en acción en cuanto dieran las nueve. Para gran decepción de las gemelas, Ryder Courtney fue el último en llegar, pero cuando lo hizo, lo recibieron con risitas y murmullos compartidos.
—¡Qué buen mozo es! —dijo Saffron, fingiendo desvanecerse.
Nazira la pellizcó y murmuró en árabe:
—Aunque nunca serás una dama, debes comportarte como si lo fueras, Saffy.
—Nunca lo había visto vestido de gala. —Amber coincidió con su hermana: Ryder vestía uno de las nuevas chaquetas de noche que el Príncipe de Gales había puesto de moda recientemente. Tenía brillantes solapas de satén y cintura entallada. La había hecho copiar de un figurín del London Illustrated News por un sastre armenio de El Cairo, y la llevaba con una elegancia casual muy diferente del aspecto que presentaba con la arrugada ropa de fustán que usaba para trabajar. Estaba recién afeitado y su cabello brillaba a la luz de las velas.
—Y, ¡mira!, ¡nos ha traído regalos! —Amber había distinguido el bulto delator en el bolsillo del pecho de su chaqueta. Tenía una agudeza femenina para esos detalles.
Ryder estrechó la mano de David y le hizo una reverencia a Rebecca. Evitó besarle la mano en el gesto afrancesado que muchos de los integrantes del cuerpo diplomático, que habían llegado antes que él, habían adoptado. Les guiñó el ojo a las gemelas, quienes se taparon la boca para sofocar sus risitas, mientras lo saludaban con una reverencia.
—¿Puedo tener el honor de escoltar a estas dos bellas damas a la terraza? —se inclinó.
—Ui, ui, musié —dijo Saffron con solemnidad, lo que resultó casi demasiado para la capacidad de controlarse de Amber.
Ryder tomó a cada una de un brazo, inclinándose para que pudieran alcanzarlo, y juntos pasaron por las puertas-ventana. Uno de los sirvientes, que vestía túnica blanca y turbante azul, les dio vasos de limonada, hecha con la poca fruta que quedaba en los árboles del huerto, y Ryder les entregó sus regalos a las gemelas. Se trataba de collares de cuentas de marfil talladas en forma de pequeños animales: leones, monos y jirafas. Cerró los broches en torno a sus cuellos. Quedaron encantadas.
Casi en ese mismo instante la banda militar comenzó a tocar desde la plaza de armas ubicada junto al viejo mercado de esclavos. La distancia disminuía agradablemente el sonido, y los músicos lograban embellecer el habitual repertorio de polcas, valses y marchas del ejército británico con hechizantes cadencias orientales.
—Ryder, canta para nosotras ¡por favor! —rogó Amber, y cuando él rió y negó con la cabeza, apeló a su padre—. Por favor, hazlo cantar, papi.
—Mi hija tiene razón, señor Courtney. Una voz sería una contribución invalorable al placer de la ocasión.
Ryder cantaba con naturalidad, y pronto todos golpeaban con los pies o batían palmas al compás de la música. Aquellos que gustaban de sus propias voces se unían al estribillo de Over the Sea to Skye.
Luego comenzó el cotidiano aporte del general Gordon: los fuegos artificiales. Del cielo cayeron en cascadas las chispas azules, verdes y rojas de los cohetes de señales del barco, y el público lanzó oohs y aahs de admiración. Desde la otra orilla del Nilo, el artillero derviche que David había bautizado el Beduino Chiflado lanzó unas pocas bombas explosivas al punto del cual suponía que partían los cohetes.
Como de costumbre, apuntó mal, y nadie buscó refugio. En cambio, todos abuchearon con entusiasmo sus esfuerzos.
A continuación, las gemelas fueron llevadas, protestando en vano, a su habitación y los invitados fueron convocados a la mesa por uno de los criados árabes, que golpeó un tambor de mano con un dedo. Todos tenían buen apetito. Aunque no estaban hambreados, iban camino de estarlo. Las porciones eran minúsculas, apenas de más de un bocado, pero herr Schiffer, el cónsul austriaco, declaró que la sopa de amor seco estaba excelente, que el paté de palmito era nutritivo y el pelícano asado "muy extraordinario". Rebecca se convenció a sí misma de que se trataba de un elogio.
Cuando terminó la comida, Ryder Courtney hizo algo que lo confirmó en su papel de héroe de la velada. Batió palmas y Bajit, su contramaestre, apareció en la terraza con una sonrisa de gárgola, llevando una bandeja de plata en la que reposaban una botella de cristal tallado de coñac Hiñe VSOP y una caja de cedro de cigarros cubanos. Con sus vasos cargados y aspirando el humo de los cigarros hasta que la punta de éstos relucía, los hombres entraron en un estado de ánimo expansivo. La conversación fue divertida hasta que se incorporó monsieur Le Blanc.
—Me pregunto por qué el Chino Gordon rechazó tan divertida invitación. —Lanzó una irritante risita propia de una muchacha—. Sin duda, no puede estar salvando al poderoso imperio británico durante las veinticuatro horas del día. Hasta Hércules debió reposar después de sus trabajos. —Le Blanc encabezaba la delegación belga enviada por el rey Leopoldo para establecer contacto diplomático con el Madí. Hasta el momento, sus esfuerzos no habían tenido éxito, y había terminado por quedar cautivo en la ciudad como todos los demás. Los ingleses que estaban allí lo miraron con compasión. Como extranjero que era, no sabía lo que decía y había que perdonar sus errores.
—El general se negó a asistir a un banquete mientras el pueblo pasa hambre —dijo Rebecca, saliendo en defensa de Gordon—. Creo que fue muy noble de su parte. —Y se apresuró a agregar con modestia—: No es que crea que mi humilde ofrecimiento sea un gran banquete.
Siguiendo el ejemplo de su hija, David se embarcó en un elogio de la inflexible personalidad y los maravillosos logros del general.
Ryder Courtney aún sentía en carne propia la última demostración del duro carácter de Gordon y no se unió al coro de elogios.
—Ejerce un poder casi mesiánico sobre sus hombres —les dijo David con entusiasmo—. Lo siguen a donde sea, y si no lo hacen, los arrastra de sus coletas, como hizo con el Ejército Siempre Victorioso en China, o les deja el trasero morado a golpes, como hace con la chusma egipcia con la que se ve obligado a defender la ciudad en este momento.
—Qué manera de hablar, papi —lo reprendió pudorosamente Rebecca—. Lo siento, querida, pero es así. No conoce en absoluto el miedo. Solo, montado en camello y con uniforme de gala, entró en el campamento de rebeldes de ese criminal bandido Suleimán y los arengó. En lugar de asesinarlo ahí mismo, Suleimán abandonó la rebelión y se fue a su casa.
—Lo mismo hizo con los zulúes en Sudáfrica. Cuando caminó solo entre sus guerreros impis, y los miró con esos ojos extraordinarios, lo adoraron como a un dios. Y cuando eso ocurrió, les azotó el induna por blasfemos. Otro tomó la palabra: —Reyes y potentados de muchas naciones han competido entre ellos para contratar sus servicios: el emperador de China, el rey Leopoldo de los belgas, el jedive de Egipto y el premier de la Colonia del Cabo.
—Es un hombre de Dios antes que un guerrero. Desprecia el mundanal ruido y antes de tomar una decisión importante, pregunta en oración solitaria qué es lo que Dios quiere de él.
Me pregunto si habrá sido Dios quien le dijo que robara mi dhurra, se dijo amargamente Ryder. No expresó ese sentimiento, pero cambió abruptamente de conversación:
—¿No es notable que el hombre que ahora lo enfrenta del otro lado del Nilo comparta tantas características con nuestro gallardo general? —La observación, indigna de un hombre del calibre de Ryder Courtney, casi tan mala como la torpeza de Le Blanc, produjo un silencio.
Hasta Rebecca quedó escandalizada ante la idea de comparar al santo con el monstruo. Pero notó que cuando Ryder hablaba, los otros escuchaban. Aunque era el hombre más joven de la mesa, los otros lo respetaban, pues su fortuna y su reputación eran formidables. Había viajado infatigablemente por lugares donde pocos hombres se habían aventurado antes que él. Había llegado a las Montañas de la Luna y navegado todos los grandes lagos del interior africano. Era amigo y confidente de Juan, emperador de Abisinia. Los mutesa de Buganda y los mamrasi de Bunyoro se consideraban emparentados con él y le habían concedido derechos comerciales exclusivos en sus reinos.
Hablaba el árabe con tal fluidez que podía debatir sobre el Corán con los mulás en sus mezquitas. Hablaba una docena de los idiomas más primitivos y podía regatear con los desnudos dinka y shiluk. Había cazado y capturado toda especie conocida de bestias y aves salvajes de Ecuatoria, vendiéndolas a los jardines zoológicos, reyes y emperadores de Europa.
—Ése es un concepto extraordinario, Ryder —dijo cautelosamente David—. Mi impresión es que el Madí Loco y el general Charles Gordon están en polos opuestos. Pero tal vez puedas señalar alguna de las características que comparten.
—En primer lugar, David, ambos son ascetas que practican la negación del yo y se abstienen de las comodidades mundanas —replicó rápidamente Ryder—. Y ambos son hombres de Dios.
—De distintos Dioses —replicó David.
—¡No señor! De un solo y mismo Dios: el Dios de los judíos, los musulmanes, los cristianos y todos los otros monoteístas es el mismo Dios. Simplemente, ocurre que lo adoran de distintas maneras.
David sonrió.
—Tal vez podamos debatir eso más tarde. Pero por ahora dinos qué más tienen en común.
—Ambos creen que Dios les habla directamente a ellos, y que, por lo tanto, son infalibles. Una vez que toman una decisión, no vacilan y son sordos a cualquier argumento. Pero, como muchos grandes hombres y bellas mujeres, los traiciona su creencia en el culto de la personalidad. Creen que pueden hacer lo que quieran debido al azul de sus ojos o a la separación de sus incisivos y a su elocuencia.
—Sabemos de quién son los hipnóticos ojos azules —dijo David con una risita—. Pero ¿de quién es la sonrisa con brechas?
—De Muhammad Ajmed, el Madí, el Guiado por la Divinidad —dijo Ryder—. La brecha en forma de cuña que separa sus dientes se llama falya y sus ansar consideran que es una señal de divinidad.
—Habla como si estuviera familiarizado con él —dijo Le Blanc—. ¿Lo conoce?
—Sí —confirmó Ryder, y todos se quedaron mirándolo como si hubiera admitido haber cenado con el propio Satanás.
Rebecca fue la primera en reaccionar.
—Díganos, por favor, señor Courtney, ¿cuándo y dónde? ¿Cómo es él en realidad?
—Lo vi por primera vez cuando vivía en una cueva en la barranca de la isla Abbas en el Nilo Azul, cuarenta millas río arriba desde donde estamos. A menudo, cuando pasaba por allí, yo bajaba a tierra a sentarme con él y conversar de Dios y de los asuntos de los hombres. No puedo decir que fuésemos amigos, ni tampoco quisiera que fuera así. Pero había algo en él que me parecía fascinante. Percibí que era diferente, y siempre me impresionaron su piedad, su callada fuerza y su sonrisa imperturbable. Es, como el general Gordon, un verdadero patriota, otro rasgo que comparten.
—Ya basta de general Gordon. Todos sabemos de sus virtudes —interrumpió Rebecca—. Cuéntenos más bien acerca de este terrible Madí. ¿Cómo puede usted decir que hay en él un grano de esa misma nobleza?
—Todos sabemos que el dominio del Sudán por el Jedive de Egipto ha sido inicuo y brutal. Tras la magnífica fachada del dominio imperial han florecido la corrupción y la crueldad más indecibles. La población nativa ha estado sujeta a pachás codiciosos y sin corazón, y a un ejército de cuarenta mil hombres que se usaba para recaudar los extorsivos impuestos que imponían los pachás. Sólo la mitad de lo recaudado iba a dar a los jedives de El Cairo y el resto a las arcas personales de los pachás. La región era gobernada con la bayoneta y el kurbash, el cruel látigo de piel de hipopótamo. Los afeminados pachas de Jartum se complacían en inventar las más salvajes torturas y ejecuciones. Se arrasaban aldeas y sus habitantes eran masacrados. Árabes y negros por igual temblaban bajo la sombra del odiado "turco", pero nadie osaba protestar.
Aunque los egipcios aspiraban a la civilización, protegieron y alentaron el tráfico de esclavos, pues así era como se pagaban los impuestos. He visto esos horrores con mis propios ojos, y quedé asombrado ante la paciencia de la población. Discutí estas cosas con el ermitaño que vivía en su agujero en la barranca del río. Ambos éramos jóvenes, aunque yo era el más joven de los dos. Procuramos descubrir entre ambos por qué persistía esta situación, pues los árabes son orgullosos, y no les faltaban provocaciones. Decidimos que faltaban dos elementos esenciales de la revolución, el primero de los cuales era el conocimiento de que existen cosas mejores. El general Charles Gordon, como gobernador del Sudán, demostró que eso era posible. El otro elemento faltante era un catalizador que uniera a los oprimidos. Con el tiempo, Muhammad Ajmed demostró ser ese elemento. Así fue cómo nació la nueva nación madista.
Quedaron en silencio, hasta que Rebecca volvió a hablar, y su pregunta fue una pregunta de mujer. Los aspectos políticos, religiosos y militares de la historia del Madí le interesaban muy poco.
—Pero ¿cómo es él en realidad, señor Courtney? ¿Cuáles son su apariencia y sus modales? ¿Cómo suena su voz? Y cuéntenos más acerca de esa extraña separación de sus dientes.
—Es dueño del mismo gran carisma que Charles Gordon, otro rasgo que comparten. Es de estatura mediana y esbelto. Siempre vistió túnicas inmaculadamente blancas, aun cuando vivía en su agujero. Sobre su mejilla derecha tiene una marca de nacimiento en forma de ave o de ángel. Sus discípulos y seguidores consideran que ésa es una señal divina. Cuando habla, uno no puede dejar de mirar la brecha que separa sus dientes. Es un orador persuasivo. Su voz es suave y sibilante hasta que se despierta su ira. Entonces, habla con un trueno como el de los profetas bíblicos, pero aun cuando se encoleriza sonríe. —Ryder sacó su dorado reloj de bolsillo—. Falta una hora para medianoche. Los he demorado. Debemos descansar bien esta noche, pues como ya les habrán dicho es mi deber, según las órdenes del general Gordon, asegurarme de que ninguno de los que estamos aquí esta noche se vea obligado a oír la voz de Muhammad Ajmed. Recuerden, por favor, que deberán estar a bordo de mi vapor en el muelle de la ciudad vieja antes de la medianoche de mañana. Mi intención es partir mientras esté lo suficientemente oscuro como para que los artilleros derviches no nos distingan claramente. Si tenemos buena suerte, podremos pasar antes de que tengan tiempo de disparar ni un solo tiro. Por favor, reduzcan su equipaje a lo mínimo indispensable.
David sonrió.
—Eso llevaría cierta participación de la suerte, señor Courtney, pues la ciudad pulula de espías derviches. El Madí sabe exactamente cuáles son nuestras intenciones casi antes de que lo sepamos nosotros.
—Tal vez esta vez logremos ser más astutos que él. —Ryder se incorporó a medias y le hizo una reverencia a Rebecca—. Mis disculpas por haberme quedado más de la cuenta, señorita Benbrook.
—Aún es demasiado temprano para que se vaya. Ninguno de nosotros se irá a dormir todavía. Por favor siéntese, señor Courtney. No puede dejarnos así. Termine su historia, que nos ha intrigado a todos.
Ryder hizo un gesto de resignación y se volvió a hundir en su silla.
—¿Cómo puedo resistirme a sus órdenes? Pero me temo que todos conocen el resto de la historia, pues ha sido contada a menudo, y no quisiera aburrirlos.
En toda la mesa se oyeron murmullos de protesta.
—Prosiga, señor; la señorita Benbrook tiene razón. Debemos oír su versión hasta el final. Parece diferir en gran medida de lo que hemos llegado a creer.
Ryder Courtney hizo un gesto de asentimiento y prosiguió:
—En nuestras sociedades occidentales, nos enorgullecemos de gloriosas tradiciones y elevadas normas morales. Sin embargo, entre los pueblos salvajes y carentes de educación, la ignorancia es de por sí una fuente de gran fuerza. Engendra en ellos el poderoso estímulo del fanatismo. Aquí, en el Sudán, hubo tres pasos gigantescos en el camino a la rebelión. El primero fue la miseria de todos los pueblos de la región. El segundo fue cuando miraron en torno a ellos y se dieron cuenta de que la fuente de todos sus males eran los odiados turcos, los secuaces del Jedive de El Cairo. Sólo hacía falta un paso más para que la poderosa ola del fanatismo viniera a estrellarse sobre la tierra. Ese momento llegó cuando surgió el hombre que llegaría a ser el Madí.
—¡Por supuesto! —interrumpió David—. La semilla había sido sembrada desde hacía tiempo. Los shukri creen que algún día, cuando imperen la vergüenza y el conflicto, Alá enviará a un segundo gran profeta que conducirá a los fieles de vuelta a Dios y sostendrá al Islam. Rebecca miró severamente a su padre.
—Es el relato del señor Courtney, padre. Por favor, deja que él lo cuente. Los hombres sonrieron ante su fogosidad, y David adoptó un aspecto culpable.
—No fue mi intención usurparle el relato. Por favor prosiga, señor.
—Pero es que usted tiene razón, David. Durante cien años, el pueblo de Sudán ha mirado con atención a todo asceta que llegara a destacarse. A medida que cundía la fama de éste, multitudes de peregrinos comenzaron a ir a la isla Abbas. Llevaban valiosos presentes, que Muhammad Ajmed distribuía entre los pobres. Escuchaban sus sermones y, cuando se iban de regreso a sus hogares, llevaban con ellos los escritos de este santo hombre. Su fama cundió por todo el Sudán, hasta que alcanzó los oídos de uno que había esperado ansiosamente toda su vida la llegada del segundo profeta. Ab-dulahi, hijo de un oscuro escribiente, el menor de cuatro hermanos, viajó a la isla de Abbas colmado de descabelladas expectativas. Llegó finalmente, cabalgando un asno llagado por la silla de montar, y reconoció de inmediato que el joven ermitaño era el verdadero mensajero de Dios.
David ya no pudo contenerse:
—¿O reconoció al vehículo que lo llevaría a increíbles alturas de poder y riqueza?
—Tal vez eso sea más preciso —rió David, asintiendo—. Sea como sea, la cuestión es que ambos formaron una poderosa alianza. Pronto llegó a oídos de Rauf Pacha, el gobernador egipcio de Jartum, la noticia de que este sacerdote loco predicaba la desobediencia al Jedive de El Cairo. Envió un mensajero a Abbas para convocar a Muhammad Ajmed a la ciudad para que allí presentase su justificación. El sacerdote escuchó al mensajero, luego se puso de pie y dijo, con la voz de un verdadero profeta: "Por la gracia de Dios y su profeta, soy el amo de esta tierra. En nombre de Dios declaro la yihad, la guerra santa, al turco".
"El mensajero se apresuró a regresar hacia su amo, y Abdulahi congregó una pequeña banda de infelices desarrapados y los armó de piedras y palos.
"Rauf Pacha envió un vapor río arriba con dos compañías de sus mejores soldados para que capturaran al sacerdote revoltoso. Su método era guerrear mediante incentivos. Le prometió un ascenso y una gran recompensa al capitán —había enviado dos— que hiciera el arresto. Al caer la noche, el capitán del vapor desembarcó sus hombres en la isla y las dos compañías, que ahora competían, marcharon por rutas separadas hacia la aldea donde se afirmaba que se refugiaba el sacerdote. En la confusión de la noche sin luna, los soldados se atacaron furiosamente unos a otros, luego huyeron de regreso al embarcadero. El aterrado capitán del vapor se negó a embarcarlos si no nadaban hasta su barco.
"Pocos aceptaron el ofrecimiento, pues la mayoría no sabía nadar, y los que podían hacerlo temían a los cocodrilos. De modo que el capitán los abandonó y regresó a Jartum. Muhammad Ajmed y Abdulahi, al frente de su ejército harapiento, cayeron sobre los desmoralizados egipcios y los masacraron.
"Las nuevas de esta extraordinaria victoria, hombres armados de palos arrollando al odiado turco, se difundieron por todo el país. Sin duda de que quien estaba detrás de ella era el Madí. Como sabía que se enviarían más tropas egipcias a matarlo, el autoproclamado Madí comenzó una hégira, muy parecida al éxodo de La Meca del Único y Verdadero Profeta hace más de mil años. Sin embargo, antes de comenzar la retirada, designó al fiel Ab-dulahi como su califa, su representante ante Dios. En esto, seguía la tradición y la profecía. La retirada no tardó en convertirse en avance victorioso. Precedían al Madí historias de milagros y vaticinios prodigiosos. Una noche, una sombra oscureció la luna creciente, símbolo de Egipto y de los turcos. Este mensaje de Dios inscripto en la altura del cielo de medianoche fue visto claramente por toda la población del Sudán. Cuando el Madí alcanzó un despoblado montañoso muy al sur de Jartum, al que rebautizó Yebel Masa, para cumplir la profecía, consideró que quedaba a salvo de Rauf Pacha. Sin embargo, aún estaba al alcance de Fashoda: el gobernador de esa ciudad, Rashid Bey, era más valiente y emprendedor que la mayoría de los gobernadores egipcios. Marchó sobre Yebel Masa a la cabeza de mil cuatrocientos hombres bien armados. Pero como despreciaba a esa chusma campesina, tomó pocas precauciones. El intrépido califa Abdulahi le tendió una emboscada. Rashid Bey se metió de cabeza en ella y ni él ni uno solo de sus hombres sobrevivieron. Fueron masacrados por los harapientos y mal armados ansar.
El cigarro de Ryder se había apagado. Se puso de pie, tomó un tizón del brasero de ramas de eucaliptus, y lo volvió a encender. Una vez que prendió bien regresó a su silla.
—Ahora que Abdulahi había capturado rifles y grandes cantidades de pertrechos, además del tesoro de Fashoda, donde encontró casi medio millón de libras, se convirtió en una fuerza formidable. El Jedive de El Cairo ordenó que se pusiera en pie de guerra un nuevo ejército aquí, en Jartum, y le dio el mando a un oficial británico retirado, el general Hieles. Era uno de los ejércitos más abismalmente incompetentes que nunca se haya puesto en campaña, y la autoridad de Hicks resultaba diluida y desautorizada por el torpe Rauf Pacha, quien ya era autor de dos desastres militares.
Ryder hizo una pausa y, sirviéndose lo que quedaba del Hiñe en su copa, meneó tristemente la cabeza.
—Han pasado casi dos años justos desde el día en que el general Hicks dejó esta ciudad al frente de siete mil infantes y quinientos montados. Tenía apoyo de artillería montada, cañones Krupp y ametralladoras Nordenfelt. La mayor parte de sus hombres eran musulmanes y habían oído la leyenda del Madí. Comenzaron a desertar antes de haber recorrido ni cinco millas. Encadenó a cincuenta hombres de la batería Krupp para estimularlos a ser más valientes, pero aun así desertaron, llevándose sus grillos consigo. —Ryder echó la cabeza hacia atrás y rió, y aunque su relato era aterrador, el sonido fue tan contagioso que Rebecca se encontró riendo junto a él.
—Lo que Hicks no sabía y lo que no creyó ni siquiera cuando el teniente Penrod Ballantyne, su oficial de inteligencia, se lo advirtió, era que para ese momento, cuarenta mil hombres se congregaban bajo la bandera verde del Madí. Uno de los emires que llevó su tribu a unirse a esas fuerzas era nada menos que Osmar Atalan, de los beya.
Los hombres reunidos en torno a la mesa se movieron inquietos, al oír ese nombre. Tenían razones para hacerlo, pues los beya eran los más feroces y temidos de los árabes combatientes, y el más temido de sus jefes de guerra era Osman Atalan.
—El tres de noviembre de 1883, la abigarrada fuerza de Hicks chocó de frente con el ejército del Madí, y resultó deshecha por las cargas de los ansar. El propio Hicks resultó herido de muerte cuando encabezaba el último cuadro que formaron sus tropas. Cuando cayó, el cuadro se dispersó y los ansar lo envolvieron como un enjambre. Penrod Ballantyne, que había advertido a Hicks del peligro, vio al general vaciar su revólver sobre los árabes que cargaban, hasta que su cabeza fue rebanada por un montante. El propio oficial superior de Ballantyne, el mayor Adams estaba tendido en el suelo, con heridas de bala en ambas piernas, y los árabes masacraban y mutilaban a los caídos. Ballantyne se subió de un salto a su caballo y se las compuso para cargar en ancas al mayor Adams. Luego, abriéndose paso a sablazos, consiguió escapar. Alcanzó a la retaguardia egipcia que, para ese momento, ya estaba en plena huida hacia Jartum. Era el único oficial europeo sobreviviente, de modo que se hizo cargo del mando. Los reunió y condujo una retirada ordenada que combatió hasta Jartum. Ballantyne trajo de regreso consigo a doscientos hombres, entre ellos, al herido mayor Adams. Doscientos hombres, de los siete mil quinientos que partieron con el general Hicks. Su conducta fue el único rayo de luz en un día en que reinó la oscuridad. Así, el Madí y su califa se adueñaron de todo el Sudán, y, junto a sus cuarenta mil hombres, cerraron el cerco sobre esta ciudad, trayendo con ellos los cañones capturados con que nos atormentan a diario. Y por eso es que el pueblo languidece y muere de hambre o de peste o de cólera, a la espera del destino que el Madí reserve para Jartum. Cuando Ryder calló, había lágrimas en los ojos de Rebecca.
—Este Penrod Ballantyne parece ser un joven bueno y valiente. ¿Lo conoce usted, señor Courtney?
—¿Ballantyne? —Ryder pareció sorprenderse ante ese abrupto cambio del enfoque de la historia—. Sí, yo estaba allí cuando regresó del campo de batalla.
—Señor, por favor, cuéntenos más acerca de él.
Ryder se encogió de hombros.
—La mayor parte de las damas con quienes hablé me aseguran que lo encuentran muy atractivo y gallardo. En particular, las enamora su bigote, que es formidable. Puede que el capitán Ballantyne esté demasiado dispuesto a compartir la generalizada opinión femenina sobre su propia valía. —Me pareció entender que su grado es el de teniente—. En un intento de cosechar alguna minúscula cantidad de gloria de ese día terrible, el comandante de las tropas británicas en El Cairo le dio gran importancia al papel de Ballantyne en la batalla. Ocurre que Ballantyne es subalterno en el décimo de Húsares, el antiguo regimiento de lord Wolseley. Wolseley siempre está dispuesto a darle una mano a un camarada de los húsares, de modo que Ballantyne fue elevado a la capitanía, y como si eso no alcanzara, se le otorgó también la Cruz de Victoria.
—¿Usted no aprueba al capitán Ballantyne, señor? —preguntó Rebecca.
Por primera vez, David detectó una clara frialdad en la actitud de su hija hacia Ryder Courtney. Se preguntó sobre el más bien excesivo interés que ella demostraba por Ballantyne a quien presumiblemente no conocía, y recordó, con una pequeña conmoción, que el joven Ballantyne había visitado el consulado algunas semanas antes de que el ejército de Hieles marchara a su aniquilación en El Obeid. El joven había venido a enviarle un despacho —demasiado reservado para confiarlo, aunque fuera cifrado, al telégrafo— a Evelyn Baring, cónsul británico en El Cairo. Aunque en ese momento nada se dijo al respecto, adivinó que Ballantyne era un oficial de la sección de inteligencia del equipo de Baring, y que su función en el abigarrado ejército de Hicks no era más que una fachada.
¡Maldición, sí! Ahora recuerdo todo, pensó David. Rebecca había entrado en su despacho cuando él estaba reunido con Ballantyne. Los dos jóvenes intercambiaron unas pocas palabras corteses cuando los presentó, y luego Rebecca los dejó solos. Pero más tarde, cuando acompañaba a Ballantyne a la puerta, notó que Rebecca estaba arreglando unos floreros en el vestíbulo. Y al mirar por la ventana de su despacho poco después, vio a su hija caminando junto a Ballantyne hacia los portones del palacio. Ballantyne parecía atento. Ahora, todo se explicaba. Tal vez no fuera pura casualidad que Rebecca estuviera en el vestíbulo cuando Ballantyne salió de su despacho. Sonrió para sus adentros ante la manera en que su hija fingió no conocer a Ballantyne cuando le preguntó a Ryder Courtney su opinión sobre él.
Tan joven, reflexionó David y ya tan parecida a su madre. Ladina como un palacio lleno de pachas.
Ryder Courtney continuaba respondiendo a la pregunta de Rebecca:
—Estoy seguro de que Ballantyne es un auténtico héroe, y su vello facial realmente me impresiona. Sin embargo, no he detectado en él un exceso de humildad. Pero claro que mis sentimientos hacia todos los militares son ambivalentes. Cuando terminan de castigar a los paganos, tomar ciudades y apoderarse de reinos, simplemente se van sobre sus caballos, haciendo tintinear sus sables y medallas. Les queda a los administradores como su padre tratar de imponer algún orden en el caos que dejan detrás de sí, y a los hombres de negocios como yo restaurar la prosperidad de una población destrozada. No, señorita Benbrook, nada me enfrenta al capitán Ballantyne, pero no me siento muy amigo de la rama del aparato estatal a la que pertenece.
Los ojos de Rebecca eran fríos, y su expresión severa cuando Ryder Courtney se puso de pie para irse, ahora con más decisión. Esta vez, Rebecca no procuró demorar su partida.
* * *
Era más de medianoche cuando Ryder cabalgó de regreso a su almacén. Durmió sólo unas pocas horas antes de que Bacheet lo despertara. Comió su desayuno —tortas de dhurra duras y frías y carne salada con encurtidos— sentado frente a su escritorio, trabajando en su libro diario a la luz de las lámparas de aceite. Sintió una vertiginosa sensación de miedo al ver lo delgado del hilo del que pendían sus negocios.
Con excepción de las seiscientas libras depositadas en la sucursal cairota del Barings Bank, todos sus bienes se concentraban en la ciudad asediada. En su almacén tenía dieciocho toneladas de marfil, de un valor de cinco chelines por libra, pero sólo cuando llegaran a El Cairo. En la asediada Jartum, no valían ni un saco de dhurra. Lo mismo podía decirse de la tonelada de goma arábiga, la resina de acacia secada en pegajosos lingotes nebros. Era un valioso insumo que se empleaba en la industria del arte, los cosméticos y la impresión. En El Cairo, su provisión se vendería por muchos miles de libras. Además, tenía cuatro grandes depósitos abarrotados hasta el techo de cueros bovinos secos adquiridos a los dinka y los shiluk, las tribus pastorales meridionales. Otro depósito estaba colmado de bienes de intercambio: rollos de alambre de cobre, cuentas de cristal de Venecia, cabezas de hacha y de azada de acero, espejos de mano, viejos mosquetes Tower, barricas de pólvora negra barata, rollos de calicó y de algodones de Dirmingham, además de todas las demás fruslerías y bagatelas que hacían las delicias de los regentes de los reinos del sur y sus subiditos.
En las jaulas y corrales del otro extremo del recinto estaban las aves y (mímales salvajes que eran parte importante de sus bienes transables. Habían sido capturados en las sabanas y bosques de Ecuatoria y traídos río abajo en sus gabarras y su vapor. En los corrales descansaban, se amansaban y se acostumbraban a sus cuidadores humanos. Al mismo tiempo, los cuidadores aprendían qué alimentos y qué trato asegurarían que llegaran con vida hasta que fuesen transportados al norte, Nilo arriba, para ser vendidos en remate a los traficantes y sus representantes en El Cairo y Damasco, e incluso en Nápoles y Roma, donde los precios eran considerablemente mayores. En esos mercados, algunas de las especies africanas más raras podían cotizarse en más de cien libras por cabeza.
Sus posesiones más valiosas estaban escondidas tras la puerta de acero de la habitación-fuerte, oculta detrás de un tapiz persa: más de cien bolsas de dólares de plata María Teresa, moneda ubicua del Cercano Oriente, así llamada por llevar la efigie de la rechoncha reina de Hungría y Bohemia. Era la única moneda aceptable en los reinos montañosos de los abisinios y los otros pueblos relativamente sofisticados con los que comerciaba, como los mutesa de Buganda y los hadendowa y los saar de los desiertos orientales. Por el momento, habría poco comercio con los emires de esas tribus árabes del desierto. La mayor parte de ellos se había unido en masa a la yi-had del Madí.
Sonrió sardónicamente a la luz de las lámparas. Me pregunto si el Madí será susceptible a un ofrecimiento de dólares María Teresa, pensó. Pero supongo que no. He oído que ya lleva acumulado pillaje por valor de más de un millón de libras.
En la habitación fuerte, junto a los bolsas de lona llenas de dólares había tesoros aún más valiosos: cincuenta sacos de grano dhurra, un par de docenas de cajas de cigarros cubanos, media docena de cajas de coñac Hiñe y cincuenta libras de café abisinio.
El Chino Gordon está fusilando acaparadores. Espero, pensó, que me ofrezca un último cigarro y una venda para los ojos. Luego, volvió a ponerse muy serio. Antes de que Gordon requisara el Intrepid Ibis, Ryder había hecho planes para trasladar la mayor cantidad posible de su mercadería por el río hasta El Cairo. Luego, desafiaría el bloqueo fluvial.
También había planeado que, mientras él se ocupara de esa travesía, Bacheet llevaría la mercadería que más abultaba y menos valía por caravana de camellos hasta Abisinia y tal vez a uno de los puertos comerciales de la costa del Mar Rojo. Aunque el Madí había desplegado sus ejércitos a lo largo de la margen izquierda del Nilo Azul, y bloqueaba el río, aún quedaban muchas brechas en el cordón del asedio. La principal era una amplia cuña de desierto abierto entre los dos ríos, el vértice de la cual era ocupado por la ciudad. Sólo el canal angosto protegía esta parte del perímetro de la ciudad y aunque los hombres del general Gordon lo estaban ensanchando y profundizando, más allá de aquél no había nada: ningún ejército derviche, sólo arena, matas y unos pocos sotos de acacia espinosa en cientos de millas.
Said Majtum, uno de los pocos emires que aún no se había pasado a los derviches, había convenido con Ryder, a cambio de una suma, acercar sus camellos a la ciudad, desde donde no se verían pues los ocultaría una baja cresta rocosa. Allí, bajo la supervisión de Bacheet, cargarían las mercancías y las harían pasar subrepticiamente la frontera del Sudán hasta una de las estaciones comerciales de Ryder, al pie de las montañas abisinias. Ahora, todos esos planes debían ser descartados. Se vería forzado a dejar todas sus posesiones en la ciudad asediada, llevando tan sólo una carga de refugiados consigo.
—¡Maldito general condenado Chino condenado Gordon! —dijo poniéndose de pie abruptamente y caminando por la habitación. Además de su cámara en el Intrepid Ibis, ése era su único hogar permanente. Su padre y su abuelo habían sido hombres errabundos. De ellos había aprendido la vida itinerante del cazador y mercader africano. Pero ese almacén era su hogar. Sólo necesitaba de una buena mujer para estar completo.
Una repentina imagen de Rebecca Benbrook se desplegó en su mente. Sonrió con tristeza. Tenía la sensación de que, por alguna razón que no sabía explicar, había quemado sus puentes en ese aspecto. Cruzó la habitación hasta la pared de piedra donde anillas de bronce sostenían dos inmensos colmillos de elefante y acarició distraídamente uno de los manchados y amarillentos objetos. La sensación del marfil pulido bajo sus dedos era tan tranquilizadora como la de las sartas de cuentas que los árabes manosean incesantemente. Ryder había matado al poderoso macho al que habían pertenecido los colmillos de un solo tiro en los sesos en Karamoyo, mil millas al sur de Jartum por el Nilo de Victoria.
Sin dejar de acariciar el marfil, estudió la desteñida fotografía con marco de ébano que pendía de la pared más cercana. Representaba a una familia de pie frente a una carreta de bueyes en un paisaje melancólico pero inconfundiblemente africano. El vehículo llevaba uncido un tiro de dieciséis bueyes y el conductor negro estaba de pie junto a ellos, listo para hacer restallar su largo látigo y emprender la marcha hacia algún destino sin nombre allí en la azul lontananza. En el centro de la imagen, se veía al padre de Ryder sobre su caballo preferido, un animal castrado color gris que se llamaba Zorro. Era un hombre grande, de físico poderoso y espesa barba oscura. Había muerto hacía tanto tiempo que Ryder no-podía recordar si se parecía razonablemente a esa fotografía. Sostenía a Ryder, de seis años, cuyas largas y flacas piernas pendían a ambos lados de la montura. Su madre estaba de pie junto a la cabeza del caballo, mirando a la cámara con serenidad. Recordaba cada detalle de sus hermosas facciones y, como siempre que las miraba, su corazón se contrajo ante su recuerdo. Tenía a su hermana de la mano. Alice tenía unos pocos años más que Ryder. Al otro lado se veía al hermano mayor de Ryder, que rodeaba a su madre de la cintura con gesto protector. Ese día, Waite Courtney cumplía dieciséis años. Tenía diez años más que Ryder, y había sido más padre que hermano para él después de que el padre fuera muerto por un búfalo herido en el transcurso de la travesía en que los cinco que salían en la foto estaban a punto de embarcarse. La última vez que Ryder lloró fue cuando recibió desde Londres el telegrama en que su hermana Alice le daba la terrible noticia de que Waite había sido muerto por los zulúes en algún campo de batalla olvidado de Dios, en Sudáfrica, al pie de una colina llamada Isandlwana, el Lugar de la Pequeña Mano. Había dejado a su viuda, Ada, con dos hijos, Sean y Garrick; afortunadamente ya eran casi hombre hechos y derechos y podrían ocuparse de ella.
Ryder suspiró y alejó esos tristes pensamientos de su mente. Llamó a Bacheet. Aunque aún estaba oscuro, había mucho que hacer ese día si querían estar listos para partir antes de medianoche.
Los dos hombres se dirigieron a la puerta del corral de los animales, pasando por el depósito de marfil. El viejo Alí los recibió tosiendo y refunfuñando.
—¡Oh, bienamado de Alá! —lo saludó Ryder—. ¡Que los vientres de todas tus jóvenes esposas sean fructíferos! Y que su ardor encienda tu corazón y afloje tus rodillas.
Alí trató de no sonreír ante la falta de respeto, pues sus tres esposas eran viejas brujas. Cuando casi se le escapa una risa, la convirtió en tos, escupiendo un gargajo amarillento en el polvo. Alí era el encargado de los animales, y aunque parecía odiar a todo el género humano, era un mago para tratar con los seres salvajes. Llevó a Ryder a inspeccionar las jaulas de los monos. Todas estaban limpias, y el agua y el alimento de los comederos estaban recién puestos. Ryder entró en la jaula de un colobo y su favorito le saltó al hombro y mostró los dientes. Ryder encontró lo que quedaba de la torta de dhurra de su desayuno en su bolsillo y se la dio. Acarició el bello pelaje blanco y negro mientras continuaban recorriendo la hilera de jaulas. Había cinco especies distintas de simio, incluyendo babuinos cinocéfalos y dos chimpancés jóvenes, muy solicitados en Europa y Asia y que encontrarían ávidos compradores en El Cairo. Treparon y se abrazaron al cuello de Alí; el más pequeño le chupó una oreja como si se tratara de una mama de su madre. Alí les gruñó en tono suave y amoroso.
Detrás de los monos había jaulas llenas de aves, desde estorninos de vividos tonos metálicos hasta águilas, grandes lechuzas, cigüeñas de largas patas y calaos, con picos que parecían grandes trompetas amarillas.
—¿Aún puedes encontrar comida para ellos? —dijo Ryder, indicando a las aves carnívoras atadas de la pata a sus postes. Alí gruñó sin comprometerse, pero Bacheet respondió por él.
—Las ratas son los únicos anímales que aún medran en la ciudad. Los chicos las traen por dos monedas de cobre cada una. —Alí le dirigió una mirada ponzoñosa por divulgar información que no le concernía.
En el extremo más lejano del corral, los antílopes estaban encerrados juntos. En cambio los búfalos del Cabo, demasiado agresivos para convivir con otros animales, tenían un recinto propio. Aún eran crías, apenas destetadas, pues los animales jóvenes eran más resistentes y viajaban mejor que las bestias maduras. Ryder dejó para el final los dos raros y hermosos antílopes que había capturado en su última expedición. Tenían lustroso pelaje rojizo con nítidas bandas blancas, grandes ojos líquidos y orejas en forma de trompeta y también eran crías, pero cuando llegaran a su plena madurez tendrían el tamaño de un pony. Entre sus orejas apuntaban unos bultos que pronto brotarían, transformándose en fuertes cuernos retorcidos. Aunque ya se conocían cueros curtidos del bongo, hasta donde Ryder sabía no habían salido a la venta especimenes vivos en Europa. Una yunta en condiciones de reproducirse, como ésta, valdría lo que el rescate de un príncipe. Les dio torta de dhurra y lamieron golosamente la palma de su mano, y mientras continuaban su gira, Ryder y Ali discutieron acerca de cuál Hería la mejor manera de mantener una constante provisión de forraje que mantuviera a sus pupilos vivos y saludables. Los bongos eran animales que ramoneaban, y Alí había descubierto que aceptaban el follaje de acacia. En sus camellos, los hombres de al-Mahtoum traían regularmente del desierto cargas de ramas cortadas a cambio de puñados de dólares María Teresa. —Pronto deberemos capturar otra isla flotante de juncos, pues de no ser así, los demás animales morirán de hambre— advirtió Alí en tono lúgubre. Disfrutaba transmitiendo noticias preocupantes. Cuando islas flotantes de yerbas del pantano y papiro se desprendían de las densas masas de las lagunas y canales del Sud, el Nilo las llevaba corriente abajo. Algunas de estas islas eran tan extensas y sólidas que a menudo traían en ellas grandes animales de los pantanos. A pesar de que los derviches procuraban impedirlo a toda costa, Ryder y sus hombres lograban apoderarse de esas balsas vivientes con largos cables y subirlas a la orilla. Allí, equipos de trabajadores cortaban la densa vegetación en bloques manejables, que dejaban amarrados en el foso del canal. Las hierbas y juncos se mantenían verdes hasta que llegaba el momento de usarlas como forraje.
Apenas si quedaba la suficiente luz diurna como para que Ryder finalizara sus preparativos para dejar Jartum, y para el momento en que Bacheet y él dejaron el recinto rumbo al muelle viejo, acompañados de una fila de camellos de carga, el sol se ponía. Cuando subieron a bordo, Jock McCrump ya había juntado presión en las calderas del Intrepid Ibis.
Mientras terminaban de cargar los últimos atados de leña para la caldera, Ryder tenía dolorosa conciencia de los ojos que los espiaban desde la ciudad. Cuando terminaron, el sol ya se había puesto hacía dos horas, pero el calor del día aún estrechaba a la ciudad en un sudoroso abrazo cuando la luna comenzó a asomar por encima del horizonte al este, transformando las feas construcciones de la ciudad con sus pálidos rayos románticos.
Inadvertida en medio del escaso tráfico fluvial, una pequeña faluca empleó lo que quedaba de la brisa del atardecer para dejar la orilla de Omdurman y deslizarse río abajo. A cubierto de la oscuridad pasó a una distancia no mucho mayor que su propio largo de la entrada al puerto viejo. El capitán, de pie en una de las bancadas, miraba atentamente la entrada. Vio antorchas que ardían, las cuales, junto a los rayos de la luna, le permitieron distinguir toda la desusada actividad que se desarrollaba en torno al vapor del ferenghi amarrado en la ensenada interior. Oyó el clamor y los gritos de muchas voces. Era tal como le habían informado. El barco ferenghi se disponía a abandonar la ciudad. Volvió a sentarse junto a la caña del timón, le silbó suavemente a su tripulación de tres hombres para que tensaran la gran vela latina para aprovechar mejor la brisa de la noche e hizo girar el timón. La pequeña nave viró y cruzó la corriente a gran velocidad, dirigiéndose a Omdurman, en la orilla occidental del río. En cuanto se acercaron a tierra, el capitán volvió a silbar, pero con un sonido más penetrante, que fue respondido casi de inmediato desde la oscuridad:
—¡En nombre del Profeta y del Divino Madí, habla!
El capitán volvió a ponerse de pie y respondió a los centinelas de la orilla:
—El único Dios es Dios, y Mahoma es su profeta. Traigo noticias para el califa Abdulahi.
El Intrepid Ibis continuaba atracado en el muelle de la ciudad vieja. Jock McCrump y Ryder Courtney revisaban la fila de rifles Martini-Henry en el armero de la parte trasera del puente abierto, asegurándose de que estuvieran cargados, y de que hubiera paquetes adicionales de los grandes cartuchos Boxer-Henry. 45 a mano, para el caso de que chocaran con el bloqueo derviche al dejar el puerto.
En cuanto terminaron los preparativos finales, los primeros de los pasajeros más importantes subieron por la planchada. Bacheet los conducía a sus aposentos. El Ibis sólo tenía cuatro camarotes. Uno le pertenecía a Ryder Courtney pero, a pesar de las protestas de Bacheet, se lo cedería a la familia Benbrook. Sólo había dos literas en el pequeño camarote. Estarían hacinados, pero al menos tendrían su propio baño. Las niñas tendrían alguna privacidad en el atestado vapor. Presumiblemente, una de las gemelas podía dormir con su padre, mientras que la otra lo haría con Rebecca. Los restantes camarotes se les habían adjudicado a los cónsules extranjeros, mientras que el resto de los casi cuatrocientos pasajeros debería contentarse con las cubiertas o ir apiñados en las tres gabarras vacías. La cuarta gabarra estaba cargada de leña, de modo de que no se vieran forzados a bajar a tierra en busca de ese precioso insumo.
Ryder miró hacia el horizonte al este. Faltaban pocos días para la luna llena, y daba la suficiente luz como para distinguir el canal que descendía hacia la garganta de Shabluka. Desgraciadamente, también alumbraría el blanco para los artilleros derviches. Su puntería mejoraba día a día, pues crecían su experiencia y su práctica para apuntar los cañones Krupp capturados en El Obeid. Parecían poseer un suministro inagotable de municiones.
Ryder miró al muelle y sintió una punzada de irritación. El mayor al-Faroc, del estado mayor de Gordon, había hecho formar a una compañía de sus tropas para que protegiera el perímetro del puerto.
Con bayonetas caladas, se disponían a evitar que la muchedumbre de refugiados que no tenían el salvoconducto del general Gordon intentara tomar por asalto el pequeño vapor y abordarlo por la fuerza. El desesperado populacho recurriría a cualquier procedimiento y correría cualquier riesgo con tal de tener una oportunidad de abandonar la ciudad. Lo que molestaba a Ryder era que al-Faroc les había permitido a sus hombres encender antorchas para poder examinar los rostros y los documentos de los aspirantes a pasajeros que formaban fila a la entrada. Ahora, la luz de las antorchas iluminaba todo el muelle al escrutinio de los centinelas derviches al otro lado del río.
—¡En nombre de Dios, mayor, haga que sus hombres apaguen esas luces! —bramó Ryder.
—Tengo órdenes estrictas del general Gordon de no permitirle el paso a nadie sin examinar sus papeles.
—Está llamando la atención del Madí a nuestros preparativos para partir —gritó Ryder en respuesta.
—Tengo mis órdenes, capitán.
Mientras discutían, la multitud de pasajeros y aspirantes aumentaba velozmente. La mayor parte de ellos llevaban niños pequeños o atados con sus posesiones. Y se estaban poniendo ansiosos y llenándose de pánico al ver que les era prohibida la entrada. Muchos gritaban y agitaban sus pases por encima de sus cabezas. Los que no tenían pase permanecían, obcecados y con expresión adusta, esperando su ocasión.
—Deje pasar a esos pasajeros —gritó Ryder.
—No sin examinar antes sus pases —respondió el mayor y le volvió la espalda, dejando a Ryder en la barandilla, lleno de rabia impotente. al-Faroc era terco, y el altercado no tendría otro resultado que demorar interminablemente el embarque. Entonces, Ryder notó la alta figura de David abriéndose paso entre la multitud, con sus hijas siguiéndolo de cerca. Con alivio, vio que al-Faroc los había reconocido y les hacía pasar su cordón de tropas. Se apresuraron a alcanzar la planchada, cargados de sus posesiones más preciadas. Saffron arrastraba su caja de pinturas y Amber una bolsa de lienzo donde llevaba sus libros favoritos. Nazira empujó a las niñas para que subieran por la planchada, pues David había usado toda su influencia y la dignidad de su función para obtener un salvoconducto para ella.
—Buenas noches, David. Tú y tu familia ocuparán mi camarote —le dijo Ryder en cuanto subió a bordo.
—¡No! ¡No! Querido amigo, no vamos a desalojarlo de su casa.
—Estaré constantemente ocupado sobre el puente durante el viaje —le aseguró Ryder—. Buenas tardes, señorita Benbrook. Sólo hay dos literas angostas. Me temo que estarán un poco hacinados, pero es lo mejor que hay. Su doncella deberá ocupar su lugar en una de las gabarras.
—Buenas noches, señor Courtney. Nazira es una de nosotros. Puede compartir una litera con Amber. Saffron puede compartir con mi padre. Yo dormiré en el suelo del camarote. Estoy segura de que todos estaremos muy cómodos —anunció Rebecca con tono definitivo. Antes de que Ryder pudiera protestar, ominosos gritos a coro y abucheos surgieron de la gran multitud que los guardias detenían a la entrada del muelle, como una inundación contenida por una represa frágil. Fue una bienvenida excusa para evitar otra confrontación con Rebecca. Había un brillo ominoso en sus ojos oscuros y algo desafiante en su forma de levantar la barbilla.
—Con permiso, David. Los dejaré para que se instalen. Tengo que hacer en otra parte. —Ryder los dejó y bajó corriendo por la planchada. Cuando llegó junto al mayor al-Faroc vio que la multitud contenida por la línea de soldados se volvía más grande y revoltosa a cada minuto y que ya presionaba contra las puntas mismas de las bayonetas. Monsieur Le Blanc fue el último integrante del cuerpo diplomático que llegó. Incongruentemente, vestía una amplia capa de ópera y un sombrero tirolés con la banda adornada de un puñado de plumas. Lo seguía una procesión de sirvientes, cada uno pesadamente cargado con equipaje del diplomático. Sobre los hombros de sus porteadores había un par de grandes baúles de viaje con herrajes de bronce, cada uno de ellos del tamaño del sarcófago de un faraón.
—No puede traer todas esas porquerías a bordo, Monsieur —le dijo Ryder en cuanto los guardias le permitieron pasar.
Le Blanc llegó hasta él, con el sudor que le chorreaba de la barbilla y abanicándose con un par de guantes amarillos.
—Esas "porquerías", como usted las llama, Monsieur, son mi guardarropas completo, que es irreemplazable. No puedo irme sin él.
Ryder percibió inmediatamente que discutir con él era inútil. Pasó por delante de Le Blanc y enfrentó al primer grupo de porteadores cuando atravesaban el cordón, tambaleándose bajo el peso de su carga.
—¡Déjenlos! —ordenó en árabe. Se detuvieron y lo miraron fijamente—. ¡No le hagan caso! —chilló Le Blanc y se precipitó a abofetearlos en la cara con su guante—. ¡Traedlo, mes braves! Los porteadores volvieron a avanzar, pero Ryder, tras medir con la mirada a quien era claramente el porteador jefe, se dirigió a éste y le pegó un puñetazo en la punta del mentón. El porteador se desplomó como si le hubieran pegado un tiro en la cabeza. A sus compañeros se les resbaló el baúl, que se estrelló sobre el piso de losas de piedra. La tapa se abrió violentamente y una pequeña avalancha de vestimentas y artículos de tocador se derramó sobre el muelle. Los demás porteadores no esperaron a que ocurriera nada más, sino que dejaron caer sus cargas y huyeron de la furia del demente capitán ferenghi.
—¡Mire lo que hizo! —gritó Le Blanc, y cayó de rodillas. Comenzó a recoger brazadas de sus esparcidas posesiones, tratando de meterlas de nuevo en el baúl. Detrás de él, la multitud percibió una oportunidad. Empujaron con más fuerza, y los guardias se vieron obligados a retroceder unos pasos.
Ryder aferró el brazo de Le Blanc y lo obligó a ponerse de pie.
—Vamos, francés imbécil —dijo. Trató de arrastrarlo hacia la planchada.
—Si yo soy un imbécil, usted es un bárbaro inglés —aulló Le Blanc. Se inclinó y aferró la pesada manija de bronce de uno de los baúles. Ryder no pudo hacer que la soltara, aunque tiró de él con todas sus fuerzas.
Desde la multitud, alguien lanzó una pesada piedra contra la cabeza del mayor al-Faroc. Erró el blanco y golpeó la mejilla de monsieur Le Blanc. Con un chillido de dolor, soltó la manija del baúl y se aferró la cara con las dos manos.
—¡Estoy herido! ¡He sufrido una grave lesión!
De la multitud surgieron más piedras, que cayeron entre los soldados y rebotaron contra el suelo. Una golpeó a un sargento egipcio, que soltó su fusil y cayó sobre una rodilla, tomándose la cabeza. Sus hombres retrocedieron, mirando por encima de sus hombros en busca de una línea de retirada. La multitud ululó como una jauría de sabuesos y empujó con más fuerza. Alguien recogió el rifle caído del sargento y lo apuntó al mayor al-Faroc. El hombre disparó, y una bala rozó la sien del mayor. al-Faroc cayó, aturdido. Sus hombres rompieron filas y corrieron, pisoteando su cuerpo postrado. En un instante, se habían transformado de guardias en refugiados. Ryder recogió a Le Blanc y corrió con él pateando, gritando y luchando entre sus brazos, como un niño con un berrinche.
Ryder dejó caer al francés sobre la cubierta, y corrió al puente. —¡Suelten amarras!— le gritó a su tripulación, en el momento mismo en que la primera ola de la soliviantada multitud y la mitad de los askaris egipcios trepaba a bordo. Ahora, la cubierta estaba tan llena de gente que la tripulación resultó desplazada de sus puestos y no pudo llegar a las amarras. Cada vez más personas corrían por el muelle y saltaban a bordo del vapor o trepaban a las gabarras. Los que ya estaban a bordo trataban de rechazarlos, y la cubierta quedó tapada por el revoltijo de cuerpos que luchaban.
Saffron asomó la cabeza del camarote principal para ver la diversión. Ryder la tomó, la puso a la fuerza en los brazos de su hermana mayor, y empujó a ambas de vuelta a la cabina.
—¡Quédense fuera del camino! —gritó, y cerró la puerta de un golpe. Luego, tomó el hacha de incendio de su lugar al comienzo de la escalera que conectaba las cubiertas. Hordas interminables de nuevos revoltosos salían de la oscuridad.
Ryder sintió cómo la cubierta del Ibis se inclinaba ante la despareja distribución de peso.
—¡Jock! —gritó desesperadamente—. Estos bastardos harán que volquemos. Tenemos que alejar el barco del muelle. —Él y Jock se abrieron paso peleando entre la multitud. Lograron cortar las amarras, pero para ese momento, el Ibis ya se escoraba peligrosamente.
Cuando Ryder llegó otra vez al puente y abrió el acelerador, sintió el enorme lastre de las gabarras sobrecargadas. Echó una mirada hacia éstas y vio que la más cercana tenía menos de dos pies por encima de la superficie del agua. Hizo girar el timón hacia la entrada de la ensenada.
El Ibis era impulsado por un motor Cowper, una poderosa unidad de tres cilindros. Ese diseño moderno incorporaba una cámara de vapor intermedia para expansión compuesta, que permitía una presión en las calderas muy superior a la de modelos previos. El Ibis necesitaba toda esa potencia para poder remolcar la hilera de gabarras, pesadamente cargadas, aguas arriba a través de las veloces corrientes de las cataratas. Ahora, con la tracción del Cowper, tomó velocidad y una ola blanca brotó en torno a la proa de cada gabarra. A medida que aumentaba la velocidad, las aguas se curvaban por encima de las proas. De los pasajeros de las gabarras se elevó un coro de gritos de desesperación cuando éstas comenzaron a hacer agua y a hundirse aún más. Ryder bajó la potencia y logró pilotear el Ibis y sus remolques pasando por la entrada de la ensenada hasta río abierto, donde tenía más espacio para maniobrar, pero el aumento de la turbulencia en la superficie exacerbaba el crecimiento de las olas que azotaban las proas.
Ryder se vio obligado a disminuir la aceleración hasta casi quedarse sin potencia. El barco fue atrapado por la corriente y derivó a lo largo de canal, mientras los cables de remolque se enmarañaban. Las pesadas gabarras se precipitaron contra el Ibis. La que iba más adelante chocó contra su popa, y lo hizo vibrar.
—¡Suéltelos! —gritó Le Blanc. El terror había vuelto tan estridente su voz, que la misma se oía por sobre el estrépito—. ¡Corte las amarras! ¡Déjelos atrás! ¡Es todo culpa de ellos!
Los barcos enredados, unidos por sus cables de remolque, derivaron pasando los últimos edificios de la ciudad hasta llegar a las amplias aguas de los Nilos combinados. Ryder se dio cuenta de que debía fondear para darse tiempo a corregir la estiba de las gabarras de modo de poder remolcarlas sin problemas. Consideró la posibilidad de regresar para hacer descender a sus polizones. Tal como estaban las cosas, podían darse vuelta en la garganta de Shaluka. Aun si lograran sortearla, los pasajeros legítimos no soportarían el hacinamiento durante el calor de la travesía del Desierto Madre de las Piedras. Ryder dio orden de echar el ancla mayor antes de que resultaran arrastrados más allá de la protección de la artillería del general Gordon. De pronto, Bacheet lanzó un grito de advertencia.
—¡Se acercan barcos a toda velocidad! ¡Barcos derviches de la otra orilla! —Ryder corrió hacia él y vio una flotilla de docenas de pequeñas embarcaciones fluviales que surgieron de la oscuridad, veloces y silenciosas desde la dirección de Omdurman, falucas, nuggars y pequeños dhows. Regresó corriendo al puente. La lámpara de diez mil bujías de potencia estaba montada sobre la brazola del puente. Dirigió el brillante haz blanco sobre las naves que se acercaban. Vio que estaban atestadas de ansar armados. Los derviches debían de estar plenamente informados de sus planes de fuga, y habían estado esperando para emboscar al Intrepid Ibis. A medida que se acercaban al vapor y a su enredada ristra de gabarras, los ansar vociferaban su terrible alabanza a Dios, blandiendo sus montantes. Las largas hojas relucían en el haz y los pasajeros de las gabarras gimieron de terror.
—¡A la barandilla! —le gritó Ryder a sus hombres—. ¡Listos para repeler el abordaje!
La tripulación sabía los pasos a seguir. Los practicaban frecuentemente, pues el Nilo superior era un lugar peligroso y las tribus que vivían a sus orillas y en sus pantanos eran salvajes y combativas. Se abrieron paso para ocupar sus puestos al costado del barco y enfrentar al enemigo, pero los pasajeros se apiñaban y era casi imposible pasar por entre ellos. La masa de cuerpos humanos fue impulsada hacia adelante al ser empujada desde atrás, y algunos de quienes estaban más cerca de la borda cayeron al río. Gritaron y chapalearon en la superficie, hasta que la corriente los arrastró o desaparecieron bajo las aguas. Una joven esposa que llevaba a su recién nacido atado a la espalda cayó, y aunque manoteó desesperada para mantener la cabeza de su bebé fuera del agua, ambos fueron absorbidos por la hélice del Intrepid Ibis.
Era inútil tratar de rescatar a los que habían caído al agua. Tampoco había tiempo para fondear, pues los botes de los derviches se acercaban rápidamente: en cuanto llegaron a las gabarras, lanzaron sus ganchos de abordaje, y los guerreros ansar intentaron trepar a bordo, pero les fue imposible hacer pie en las atestadas cubiertas. A estocadas y tajos, procuraban abrir un claro entre los pasajeros que gritaban. Las gabarras se balanceaban sin control. Más cuerpos cayeron por la borda.
La siguiente ola de botes derviches avanzó sobre el Ibis desde estribor. Ryder no osaba acelerar sus máquinas, pues temía que ello inundara la primera gabarra. Si eso ocurría, la tracción sobre la amarra de remolque sería tan poderosa que la gabarra podía llegar a hundir al Ibis tras ella. No se podía huir, así que habría que rechazarlos peleando.
Para ese momento, Jock McCrump y Bacheet ya habían distribuido los rifles Martini-Henry del armero. Algunos de los askaris egipcios habían traído a bordo sus carabinas Rémington y formaron hombro con hombro junto a la tripulación en la barandilla. Ryder enfocó el haz sobre los botes que se acercaban. La desnuda luz alumbraba los rostros de los ansar, homicidas con el ansia de batalla y el ardor religioso. Parecían tan inhumanos como una legión surgida de las puertas de infierno.
—¡Apunten! —gritó Ryder, y todos se echaron sus rifles al hombro—. Una andanada. ¡Fuego!
El granizo de pesadas balas de plomo llovió sobre las cerradas filas de los árabes de las falucas y Ryder vio cómo un derviche caía al río, mientras su espada saltaba de su mano dando vueltas en el aire y la mitad de su cráneo volaba en una vivida nube de sangre y sesos que dibujó un rocío carmesí en la luz del foco. Muchos más fueron derribados o arrojados por la borda por el impacto a tan corta distancia de las balas de 450 granos.
—¡Carguen! —vociferó Ryder. Los bloques de cierre lanzaron su metálico chasquido y las vainas servidas cayeron con un tintineo. Los fusileros cargaron nuevos cartuchos en las recámaras abiertas y corrieron el cerrojo.
—Una andanada. ¡Fuego!
Antes de que los hombres de los botes se recuperaran de la primera descarga, los golpeó la segunda, que trataron de evitar.
En ese momento, Ryder oyó la voz de David por encima de los gemidos y chillidos de los demás pasajeros.
—¡Detrás de usted, señor Courtney! —David se había trepado al techo de la cabina. Estaba de pie allí, con una de sus escopetas lista para disparar, a la altura del pecho. Ryder vio que junto a él estaba Rebecca. Tenía un revólver Webley de su padre en cada mano, y los manejaba con aire expeditivo. Detrás de ellos estaban las gemelas, cada una con una escopeta cargada lista para pasarle a su padre. Sus rostros estaban pálidos como la luna, pero decididos. La familia Benbrook formaba un pequeño y heroico grupo por encima de la confusión que reinaba en cubierta. Ryder sintió que lo invadía una oleada de admiración por ellos.
David señalaba hacia la otra barandilla con el cañón de su escopeta, y Ryder vio que otra ola de botes derviches se acercaba de ese lado. Se dio cuenta de que sus hombres no podrían atravesar la atestada cubierta para llegar allí antes de que los atacantes subieran a bordo. Si lo intentaran, el lado de estribor quedaría indefenso. Antes de que pudiera tomar una decisión y dar la orden del caso, David se hizo cargo de la situación. Alzó la escopeta Purdey y disparó a derecha e izquierda sobre la tripulación de la nave más cercana. A esa distancia, la difusa nube de perdigones era más potente que la aislada bala Boxer-Henry. La instantánea carnicería que produjo en la faluca desconcertó a los derviches atacantes. Habían caído cuatro o cinco de ellos, y se debatían sobre la cubierta en charcos de su propia sangre. Otros cayeron por la borda y fueron arrastrados por la corriente.
Saffron le pasó la segunda Purdey a su padre mientras Amber recargaba la recién disparada. Rebecca disparó los revólveres Webley sobre la faluca más cercana. El retroceso de cada tiro alzó hasta encima de su cabeza las pesadas armas, pero el efecto fue letal. David volvió a disparar, en una sucesión de tiros tan veloz que parecían mezclarse unos con otros con abrumadora potencia. Cuando este infierno de perdigones de plomo y balas de revólver roció los botes, y vieron al alto hombre blanco que ocupaba el techo de la cabina alzar una tercera escopeta y apuntarles, dos de los capitanes de las falucas volvieron sus proas hacia tierra y emprendieron el regreso, poco deseosos de seguir recibiendo semejante castigo.
—¡Buen trabajo! —rió Ryder—. ¡Y bien por ustedes, bellas damas! Las falucas de los derviches renunciaron a tan peligrosa y cruel presa y volvieron sus atenciones a las sobrecargadas e indefensas gabarras. Ahora que todos los atacantes se concentraban sobre ellas, su suerte parecía echada. Los ansar derviches las abordaron repartiendo tajos con sus espadas y los pasajeros, retrocediendo como sardinas atacadas por una barracuda, se hacinaron contra el lado opuesto de la pesada embarcación. El peso de todos juntos hizo que la nave se escorara y la barandilla quedara por debajo de la superficie del agua, que inundó la nave. La gabarra osciló y se dio vuelta. Su fondo, cubierto de plantas acuáticas miró a la luna durante un instante. Luego, se sumergió y desapareció.
De inmediato, la gabarra actuó como ancla sobre el cable de remolque y el Intrepid Ibis se encabritó cruelmente, como un caballo al que se hace sentar a la fuerza. La línea de remolque estaba compuesta de tres amarras comunes trenzadas entre sí. Era inmensamente poderosa, demasiado fuerte para cortarse y soltar la gabarra. La popa del Ibis era arrastrada irresistiblemente hacia abajo, y el agua inundó de una oleada la cubierta de popa. Ryder arrojó su fusil a uno de los fogoneros del Ibis y tomó la pesada hacha de incendio que éste llevaba. Saltó a la cubierta que se inundaba y se abrió paso con los hombros hasta la popa. El agua, que caía en cascadas por sobre el yugo, no tardaría en inundar la sala de máquinas y apagar el fuego de la caldera. Ryder repartió bien su peso, parándose firmemente ante la línea de remolque, que, tensada hasta quedar dura como una barra de hierro, salía de la pasteca de las planchas de popa. Era gruesa como la pantorrilla de un hombre gordo, y los filamentos que la formaban, empapados, no cedían ni tenían elasticidad alguna.
Con toda su fuerza, Ryder alzó cuanto pudo el hacha por sobre su cabeza, y cuando golpeó, una docena de filamentos se cortaron. Volvió a balancear el hacha lo más alto que pudo, concentrando cada onza de musculatura en el golpe. Otros doce filamentos cedieron. Siguió golpeando, gruñendo con la potencia de cada impacto. Los filamentos que quedaban se destrenzaron y cortaron ante la feroz tensión ejercida por la gabarra sumergida y el poder de la hélice del Ibis. Ryder retrocedió de un salto justo antes de que la línea seccionada, como una serpiente monstruosa, diera un latigazo en su dirección. Si el cable cortado lo hubiera alcanzado de lleno, podría haberle roto las dos piernas, pero le erró por unas pocas pulgadas.
Sintió cómo el Ibis saltaba bajo sus pies al liberarse de la gabarra, y cómo, luego de otro salto, se enderezaba. Pareció sacudirse el agua de las cubiertas, como un perro de aguas cuando llega a tierra firme con un ave en la boca. Luego, la hélice se enroscó, poderosa, en las aguas y el Ibis aceleró y avanzó en forma súbita. El sacudón hizo que Saffron, que seguía en el techo de la cabina, perdiera pie. Agitó los brazos mientras Rebecca trataba de sujetarla, pero se deslizó de entre sus manos y cayó hacia atrás con un alarido. De haber golpeado la cubierta de acero, se habría hundido el cráneo, pero Ryder arrojó el hacha, se zambulló por debajo de la niña y la atajó en el aire. Durante un momento, la mantuvo estrechada contra su pecho. —Te aseguro que no eres un pájaro, Saffy—. Le sonrió y corrió con ella hacia el puente. Aunque trataba de aferrarse a él, la arrojó sin ceremonias en los brazos de Nazira. Sin mirar atrás, saltó detrás del timón del Ibis y abrió al máximo los aceleradores gemelos. Lanzando un chorro de vapor de los escapes de sus émbolos, avanzó a toda máquina, feliz de quedar libre de la línea de remolque, y alcanzó rápidamente su velocidad máxima de doce nudos. Ryder la hizo girar en una estrecha curva de ciento ochenta grados, dirigiéndola a toda velocidad a la enmarañada masa de gabarras y falucas.
—¿Qué está por hacer? —preguntó David, apareciendo junto a Ryder, escopeta al hombro—. ¿Recoger a los que nadan?
—No —repuso sombriamente Ryder—. Voy a aumentar, no disminuir la cantidad de nadadores. —La proa del Ibis estaba reforzada con un doble blindaje de planchas de acero de media pulgada que le permitían soportar los choques contra las rocas de las cataratas—. Voy a embestir —le advirtió a David—. Dígales a las chicas que vamos a pegar un tremendo impacto, que se agarren fuerte.
Los barcos derviches eran como una bandada de buitres sobre un elefante muerto. Ryder vio que algunos de los ansar soltaban las líneas de remolque que unían a las gabarras y les pasaban los cables a los dhow. Era evidente que su intención era arrastrarlos de a uno a los bajíos de la orilla opuesta, donde podrían completar la masacre y el pillaje con tranquilidad. Los demás seguían sableando a los cuerpos temblorosos que se hacinaban sobre la cubierta, o inclinándose por las bordas para acuchillar a los que bregaban en el agua, pidiendo misericordia a gritos. En el haz del foco del Ibis, las aguas del Nilo estaban teñidas color jugo de mora por la sangre de los muertos y los heridos, y arroyuelos de sangre corrían por los costados de las gabarras.
—Cerdos asesinos —murmuró. Y le dijo a Nazira—: Llévate a las gemelas al camarote. No tienen que ver esto. —Sabía que era una orden inútil. Hacía falta más fuerza física que la de Nazira para sacarlas del puente. En el reflejo del haz del foco, los ojos de las niñas se veían abiertos con horrible fascinación.
La gabarra que se había dado vuelta aún flotaba, pero no por mucho tiempo. De pronto, su popa se alzó, apuntó a la luna, se deslizó bajo la superficie y desapareció. Ryder se dirigió a un grupo de tres grandes falucas que se habían amarrado al costado de la más próxima de las gabarras restantes. Los ansar estaban tan concentrados en su sangrienta tarea a bordo de aquélla que no parecieron notar que el Ibis se lanzaba contra ellos. A último momento, uno de los capitanes de dhow alzó la vista y percibió el peligro. Gritó una advertencia, y, cuando algunos de sus camaradas intentaron regresar a las falucas, el Ibis golpeó.
Ryder maniobró el vapor tan hábilmente que su proa de acero destrozó un casco de madera detrás de otro en rápida sucesión, haciendo chillar y reventar el maderamen con el ruido de un cañonazo, mientras los barcos volcaban o se sumergían bajo las aguas ensangrentadas. Aunque el Ibis rozó a la pasada el costado de la gabarra, fue un golpe sesgado, y la embarcación se hizo a un lado, indemne.
Ryder miró hacia abajo, a los rostros aterrados de los refugiados sobrevivientes, y oyó sus penosos pedidos de auxilio. Debía endurecer su corazón: había que elegir entre sacrificar a todos y rescatar a algunos. Se alejó de ellos y volvió a virar el Ibis, aún a toda máquina, apuntándolo al siguiente grupo de barcos de ataque de los derviches, que se agitaban inermes, sin espacio para maniobrar, junto a la otra gabarra a la deriva.
Ahora, los ansar eran plenamente conscientes del peligro. El Ibis se precipitó sobre ellos, cegándolos con el reluciente ojo de cíclope del foco. Algunos se arrojaron al agua. Pocos sabían nadar, y sus escudos y montantes no tardaron en arrastrarlos al fondo. A toda máquina, el Ibis embistió la primera faluca, la destrozó y siguió su camino casi sin disminuir la velocidad. Ahora, enfrentaba a uno de los mayores dhows de los derviches, que tenía casi la misma longitud que el Ibis. La proa de acero del vapor se hundió profundamente en su casco, pero no logró cortarlo en dos. El impacto la hizo encabritarse, y algunos de los que iban en cubierta fueron lanzados por la borda junto a la tripulación del dhow.
Ryder puso marcha atrás y, mientras se alejaba retrocediendo del mortalmente herido dhow, recorrió las aguas con el haz de su lámpara. La mayor parte de los botes derviches habían recuperado sus partidas de abordaje de las gabarras, abandonando su presa ante el ataque feroz del Ibis. Izaron sus velas y regresaron hacia la margen occidental. Las tres gabarras que quedaban ya no estaban unidas entre sí, pues los árabes habían logrado cortar las líneas que las unían. Separadas, se dispersaban y derivaban hacia la orilla occidental, impulsadas por la corriente de la gran curva del río. A la luz del poderoso haz, Ryder llegaba apenas a distinguir las hordas derviches esperándolas para darles la bienvenida completando la masacre. Hizo virar al Ibis en la esperanza de que pudiera alcanzar por lo menos a una de ellas y recoger la línea de remolque a tiempo para alejarla de la orilla hostil.
Mientras avanzaba a toda velocidad hacia las gabarras vio que la que contenía la leña, que era la más pesada, derivaba corriente abajo más lentamente que las demás. La corriente se había apoderado de las otras dos, con sus cubiertas de pilas de muertos y heridos, sus costados embadurnados de sangre brillando rojos a la luz de la lámpara. Pronto alcanzarían los bajíos, donde el Ibis no podía seguirlas.
Ryder conocía cada banco y cada meandro de ese río tan íntimamente como un amante conoce el cuerpo de su amada. Entrecerró los ojos y calculó los ángulos y velocidades relativas. Con un sentimiento de desazón en la boca del estómago, se dio cuenta de que no las alcanzaría a tiempo para salvarlas a todas. Mantuvo el rumbo del Ibis a toda máquina corriente abajo, aunque sabía que era en vano. Vio cómo primero una gabarra, después la otra, se detenían abruptamente al encallar en los bajíos. Desde la orilla, los guerreros derviches que esperaban se zambulleron al río y lo vadearon con el agua a la cintura para finalizar la matanza. Ryder se vio obligado a dar marcha atrás y contemplar con horror y piedad como los ansar trepaban a bordo y retomaban su sangrienta tarea. Dirigió fútilmente la fusilería de sus hombres contra las hordas derviches que aún vadeaban entre las naves encalladas, pero la distancia era mucha y las balas no surtieron demasiado efecto.
Luego, vio que la gabarra que llevaba la leña no había encallado. Si actuaba de prisa, aún estaría a tiempo de rescatarla antes de que encallara. Recuperar esa provisión de combustible para sus calderas era de vital importancia. Con la misma podrían llegar hasta la primera catarata sin verse forzados a bajar a tierra para cortar madera. Ryder le gritó a Jock McCrump que preparara una nueva línea de remolque, condujo al Ibis hasta al lado de la gabarra y la mantuvo allí hasta que Jock y una partida de abordaje saltaron a bordo a amarrar la nueva línea.
—Tan rápido como puedas, Jock —gritó Ryder—. Tocaremos fondo de un momento a otro.
Miró ansioso hacia la orilla enemiga. Ahora, estaban a tiro de pistola, y en el momento mismo en que lo pensó vio los fogonazos cuando los fusileros derviches abrieron fuego contra ellos desde la costa. Una bala golpeó el pasamanos del puente y rebotó tan cerca del oído de David, que éste se agachó instintivamente, enderezándose luego con aire avergonzado. Se volvió hacia Rebecca con expresión adusta:
—Baja inmediatamente con las gemelas y asegúrate de que se queden allí hasta que te avise.
Rebecca sabía que no convenía discutir con él cuando usaba ese tono. Tomó a las gemelas y abandonó la cubierta junto a ellas, haciéndolas obedecer con su tono y expresión más severos. Nazira no necesitó que la alentaran, y bajó rápidamente al camarote, precediéndolas.
Ryder barrió las orillas con el foco, esperando intimidar a los tiradores misar o, al menos, iluminarlos de modo que sus hombres pudieran dispararles con más precisión. Aunque Jock trabajaba rápido para fijar la nueva línea de remolque, parecía que se tomaba una eternidad, mientras derivaban rápidamente hacia los bajíos y el enemigo que los aguardaba. Finalmente, bramó:
—Todo asegurado, capitán. Ryder hizo retroceder lentamente al Ibis hasta que la brecha entre ambas naves fue lo suficientemente pequeña como para permitir que Jock y su equipo volvieran a saltar a bordo del vapor. En cuanto sus pies tocaron la cubierta de acero del Ibis, gritó:
—¡Remolquen!
Sintiendo que lo inundaba una oleada de alivio, Ryder aceleró cuidadosamente hacia adelante y tiró con suavidad de la gabarra hasta que ésta lo siguió como un perro obediente atado a su traílla. Comenzaba a remolcarla hacia la corriente principal del río, cuando un sonido sibilante llenó el aire y algo pasó tan cerca de él que su sombrero salió volando. Inmediatamente después sonó el estampido de un cañón de seis libras, sonido que seguía al proyectil disparado desde la orilla occidental.
—¡Ah! Han traído una de sus piezas de artillería —dijo David, en el tono de quien conversa de temas intrascendentes—. Lo único raro es que hayan tardado tanto.
Ryder apagó rápidamente el foco.
—Antes no disparaban por temor a acertarles a sus propios barcos —dijo. Y sus últimas palabras quedaron ahogadas por el aullar de otro proyectil por encima de sus cabezas—. Ése no pasó tan cerca. —Mantuvo la mano derecha sobre las manivelas del acelerador para exprimirle hasta la última gota de velocidad a su nave. El peso y la inercia de la gabarra les restaban al menos tres nudos.
—Están lo suficientemente cerca como para emplear miras abiertas —dijo David—. Deberían obtener mejores resultados.
—Ya lo harán, oh, estoy seguro de que será así. —Ryder miró a la luna con la esperanza de ver que la sombra de una nube la ocultaba. Pero el cielo brillaba de estrellas y la luna iluminaba la superficie del Nilo como si fuese un escenario. Para los artilleros, el Ibis debía destacarse como una mole de granito sobre las aguas plateadas.
El siguiente proyectil cayó tan cerca de ellos que un chorro de agua de río bañó el puente y empapó a los que estaban allí, dejándoles la camisa pegada a la espalda. Luego, se vieron más fogonazos de cañón a medida que los artilleros derviches traían más piezas y las descargaban de sus carros para hacer fuego sobre el Ibis.
—Jock, tendremos que concederles la victoria y deshacernos de la gabarra —le dijo Ryder a su maquinista.
—Sí, capitán. Imaginé que estaba por decir justamente eso. —Jock recogió el hacha y se dirigió hacia popa.
Otro carro de transporte de cañones de los derviches galopó por la orilla hasta quedar ligeramente por delante del Ibis, que bregaba con el peso de su remolque. Aunque ni Ryder ni David lo sabían, el maestro artillero que comandaba la batería era el ansar a quien David había bautizado el Beduino Chiflado.
Montado en el caballo guía del equipo, dio una seca orden. Sus hombres maniobraron el carro, alineándolo de forma de que la boca del cañón apuntara hacia el río, y descargaron la pieza. Los servidores número dos y tres de la pieza asentaron la pesada placa de acero de la base en la blanda tierra de la orilla. Encajaron la palanca de puntería en su ranura de la cureña. Mientras trabajaban, el maestro artillero daba órdenes a alaridos, enloquecido de excitación: nunca en su vida había tenido ante él un blanco tan fácil como el que presentaba en ese momento el barco ferenghi. Casi presentaba de lleno el flanco. Su silueta se destacaba nítida sobre las centelleantes aguas. Estaba tan cerca que podía oír las voces aterrorizadas de los pasajeros que se alzaban en plegarias y súplicas, y las perentorias órdenes del capitán en ese idioma infiel que el artillero no comprendía.
Empleó el espeque para orientar los últimos pocos grados de puntería hasta que el largo cañón quedó apuntando directamente hacia el barco. Luego, hizo girar la manivela de elevación hasta que pudo contemplar su blanco a través de la ventana de puntería.
—En nombre de Alá, ¡traed los bombones! —les gritó a los servidores. Tambaleándose bajo su peso, trajeron la primera caja de municiones, e hicieron saltar las abrazaderas que cerraban la tapa. Dentro, cuatro pulidas bombas yacían en sus cunas de madera, reluciendo con un brillo ominoso.
El artillero, autodidacta en el arte de la artillería, aún no había asimilado los misteriosos principios de las espoletas de acción retardada. Con torpe prisa, empleó la llave Allen que llevaba colgando al cuello para fijar las espoletas en su posición de máxima, creyendo que de ese modo le daba a cada proyectil su mayor poder destructivo. El Ibis estaba a unas meras trescientas yardas de la orilla. Programó sus espoletas para dos mil yardas.
—¡En nombre de Dios, comencemos! —dijo.
—En nombre de Dios. —Su segundo abrió el bloque del Krupp con gesto cortesano.
—En nombre de Dios —entonó el tercero, deslizando una de las largas bombas en la cámara hasta que quedó bien encajada. El número dos cerró de un golpe el bloque de cierre.
—Dios es grande —dijo el Beduino Chiflado, mientras miraba por la ventana de puntería guiñando los ojos para afinar el tiro. Desplazó la corredera cuatro grados hacia la izquierda, hasta que quedó apuntando a la base de la chimenea del Ibis. Luego, retrocedió y tomó el cordel de tiro.
Alá es poderoso —dijo—. El único Dios es Dios —respondieron a coro sus hombres—. Y Mahoma y el Madí son sus profetas. —El artillero tiró del cordel y el Krupp retrocedió sobre su base metálica. La descarga ensordeció a los artilleros con su estampido y los cegó con el fogonazo y con el polvo que levantó.
Con trayectoria casi plana, la bomba aulló por sobre el río e impactó al Intrepid Ibis dos pies por encima de la línea de flotación, apenas adelante del medio del barco. Atravesó su casco en forma oblicua con tanta facilidad como un estilete cortando carne humana, pero debido a que la espoleta estaba puesta en su posición de retraso máximo, no explotó.
Si hubiera golpeado tres pulgadas más arriba o más abajo, el daño habría sido mínimo, nada que Jock McCrump no pudiera reparar en pocas horas con su equipo de soldar a gas. Pero no fue así. Al pasar, seccionó la principal línea de vapor de la caldera. Vapor calentado hasta tener el doble de la temperatura del agua hirviendo, a una presión de casi trescientas libras por pulgada cuadrada, brotó en un ululante chorro del caño roto. Barrió al fogonero que tenía más cerca en el momento en que éste se inclinaba a meter un leño en la cámara de combustión abierta de la caldera. Estaba desnudo en el calor, con excepción de un turbante y un taparrabos. El vapor peló grandes trozos de la piel y la carne de su cuerpo en forma instantánea, dejando sus huesos al descubierto. El dolor fue tan terrible, que el hombre no pudo emitir ni un sonido. Con la boca abierta en un alarido silencioso, cayó retorciéndose sobre la cubierta, y quedó congelado en una escultura de dolor total.
El vapor llenó la sala de máquinas y surgió en hirvientes nubes blancas por las lumbreras de ventilación, derramándose sobre las cubiertas y amortajando al Ibis en una densa nube. El Beduino Chiflado y sus artilleros aullaron con la excitación del triunfo mientras recargaban. Pero ahora su presa quedaba oscurecida por su propia nube de humo. Aunque bombas de muchas de las baterías Krupp emplazadas en las orillas cayeron al agua a su lado o desgarraron el aire por encima de él con un sonido como el que produciría un gigante al desgarrar una vela mayor de lona, ni una más golpeó al pequeño Ibis.
Jock McCrump estaba en el puente con Ryder cuando el proyectil golpeó. Tomó un par de gruesos guantes de trabajo del pañol ubicado junto al guinche a vapor de proa y se los puso mientras corría hacia la escotilla de la sala de máquinas. El vapor que brotaba por la abertura quemó su rostro y la piel desnuda de sus brazos, pero la presión de la caldera había disminuido al escaparse el vapor por la rotura del caño. Arrancó de su guía la gruesa cortina de lona que cubría la escotilla y le dijo a Ryder: "¡Envuélvame, capitán!" Ryder entendió de inmediato su intención. Desplegó la pesada cortina sacudiéndola y luego la envolvió en torno a Jock, cubriendo su cabeza y todo su cuerpo, menos los brazos.
—¡El tarro de grasa! —la voz de Jock sonaba amortiguada por los pliegues del lienzo. Ryder lo tomó del gancho del que colgaba junto al guinche y, sacando con la mano puñados de la espesa grasa negra, la untó sobre la piel expuesta de los musculosos brazos de Jock.
—Con eso alcanza —gruñó Jock, y abrió una hendija en el lienzo que le cubría la cabeza para aspirar una última y honda bocanada de aire. Luego se cubrió la cara y se zambulló a ciegas por la escalera de acero que llevaba a la sala de máquinas. Contuvo la respiración y cerró fuerte los ojos. Pero el vapor escaldó la piel expuesta, derritiendo la capa de grasa negra de sus brazos desnudos.
Jock conocía tan íntimamente cada pulgada de su sala de máquinas que no necesitaba verla. Se guió tocando levemente la familiar maquinaria con sus dedos enguantados, desplazándose rápidamente hacia la principal línea de presión. El chillido del vapor que escapaba a alta presión de la rotura amenazaba con reventarle los tímpanos. Sintió que sus brazos se cocían como langostas en una olla, y resistió el impulso de gritar, para no gastar el último aire que quedaba en sus doloridos pulmones. Tropezó con el cadáver del fogonero, pero recuperó el equilibrio y dio con la principal línea de vapor. Estaba recubierta de soga de amianto para evitar la pérdida de temperatura, de modo que pudo recorrerla con sus manos enguantadas hasta encontrar el grifo de la espita que controlaba el ingreso de vapor a la línea. Hizo girar rápidamente la rueda y el sonido sibilante del vapor que escapaba aumentó súbitamente, para extinguirse cuando se cerró la válvula.
Hace falta mucho dolor para hacer llorar a un hombre como Jock McCrump, pero éste lloraba como un niño mientras se tambaleaba hacia la escalera y la trepaba dolorosamente hasta la cubierta. Salió tropezando al aire de la noche, que se sentía frío en comparación con la infernal atmósfera de la sala de máquinas, y Ryder lo atajó antes de que cayera. Miró con horror las grandes ampollas que colgaban de los antebrazos de Jock. Luego reaccionó, y tomó más grasa del tarro para cubrirlas, pero Rebecca apareció repentinamente y lo hizo a un lado.
—Ésta es tarea para una mujer, señor Courtney. Ocúpese de su barco y déjeme esto a mí. —Llevaba una lámpara de querosén y, a la débil luz que ésta daba, examinaba los brazos de Jock, frunciendo los labios muy seria. Depositó la lámpara sobre cubierta, se acuclilló junto a Jock y comenzó a tratar sus heridas. Las tocaba con mano hábil y suave.
—Que Dios sea con usted, Jock McCrump, por lo que acaba de hacer por salvar mi barco. —Ryder se demoraba junto a Jock—. Pero lo derviches nos siguen disparando. —Como para subrayar su afirmación, otra bomba Krupp se zambulló en el río, tan cerca que su salpicadura los roció como una lluvia tropical—. ¿Cuan graves son los daños? ¿Podemos hacer llegar vapor al menos a uno de los motores para alejarnos del alcance de los cañones de la orilla?
—No se veía mucho allí abajo, pero en el mejor de los casos la caldera principal no llegará a tener ni la presión del pedo de una virgen. —Jock miró a Rebecca—. Con su perdón, señorita. —Contuvo un gruñido cuando Rebecca tocó una de las colgantes ampollas, que reventó.
—Lo siento, señor McCrump.
—No es nada. No se preocupe, mujer. —Jock miró a Ryder—. Tal vez, sólo tal vez, pueda inventar algún dispositivo improvisado que haga llegar vapor a los cilindros. Sólo depende de cuánto daño se haya producido allí abajo. Pero en el mejor de los casos, sólo lograremos hacer llegar unas pocas libras de presión a la línea.
Ryder se enderezó y miró en torno. Vio la forma oscura de la isla Tutti a no más de un cable de distancia corriente abajo de donde derivaban a merced de los cañones derviches. Lo que a los cañones derviches les faltaba en precisión, lo compensaban con la rapidez. La cantidad de bombas que les estaban disparando hacía que el ser alcanzados en forma directa otra vez fuera una mera cuestión de tiempo.
Contempló durante un momento más la isla, cuya posición con respecto a ellos cambiaba a medida que avanzaban.
—La corriente nos llevará más allá de la isla. Si fondeamos a sotavento, nos protegerá de los cañones. —Los dejó y se abrió paso entre los pasajeros, llamando a los gritos a Bacheet y a su oficial, Abou Sinn.
—Despejen esta chusma y prepárense para echar ancla cuando yo lo ordene.
Ocuparon sus puestos de inmediato, haciendo a un lado a empujones a los atontados askari y polizones para hacerse lugar para trabajar. Bacheet soltó el aparejo de retención de la anilla de la pesada ancla de pescador que colgaba de la proa. Abou Sinn se puso donde la cadena emergía de la pasteca de su pañol, con la maza de cuatro libras lista para golpear.
Ryder miró otra vez a tierra, observando los fogonazos de los cañones de los derviches y esperando el momento oportuno. Durante unos pocos minutos contuvo el aliento, pues parecía que se estrellarían contra la isla, luego, un remolino de la corriente los desvió, y derivaron hasta tan cerca del lado oriental de la isla que quedaron protegidos de las baterías derviches.
—¡Echen anclas! —le gritó Ryder a Abou Sinn, quien con un golpe de maza hizo saltar la chaveta del grillete de ancla. El ancla se zambulló en el río, con la cadena rugiendo detrás de ella, y tocó fondo. La cadena dejó de correr y Bacheet la aseguró. El Ibis se detuvo abruptamente, y giró en la corriente, de modo que quedó mirando río arriba, con la gabarra de la leña atada detrás de ella por la línea de remolque. El fuego de los cañones derviches se fue extinguiendo al quedar los artilleros privados de su blanco. Unas pocas bombas más zumbaron por encima de sus cabezas o estallaron sin causar daño en los bancos de arena de la isla que los protegía, luego los artilleros se dieron por vencidos y reinó el silencio.
Ryder encontró a Jock sentado en la litera de la cabina, atendido por todas las damas Benbrook.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, solícito—. No muy mal, capitán. —Indicó sus brazos—: Estas bonitas damiselas han hecho un buen trabajo. —Rebecca le había vendado ambos brazos con liras que las gemelas habían hecho con una de las raídas sábanas de algodón, y luego había preparado un doble cabestrillo del mismo material. Ahora preparaba un jarro de té en la pequeña cocina contigua. Jock sonrió—: Mi hogar no era tan bueno como esto. Por eso es que me escapé. —Lamento interrumpir su reposo, pero ¿podría molestarse y echarle una mirada a las máquinas?
—Justo cuando me comenzaba a divertir —gruñó Jock, pero se puso de pie.
—Yo le llevaré su jarro a la sala de máquinas, señor McCrump —prometió Amber.
—Y yo le llevaré uno a usted, Ryder —dijo Saffron.
Jock McCrump siguió a Ryder hasta el cuarto de máquinas. Bacheet y Abou Sinn se llevaron el cadáver del fogonero, y a la luz de un par de lámparas de querosén estudiaron los daños. Ahora que Jock podía examinar su (tinado motor más de cerca, gruñó amargamente para ocultar su alivio. —¡Malditos paganos! No se puede confiar en ellos. No saben lo que es la decencia, mira que hacerle esto a mi bonito Cowper—. Sin embargo, sólo la principal línea de vapor estaba atravesada por el disparo; el motor misino estaba intacto.
—Bueno, nada puedo hacer por la línea de vapor sin mi taller de Jartum. Pero tal vez, en el ínterin, pueda improvisar algo para lograr que llegue algo de vapor a la máquina, aunque supongo que no batiremos ningún récord de velocidad. —Alzó sus brazos vendados—. Usted tendrá que hacer el trabajo pesado, capitán. Ryder asintió.
—Ya que estamos, enviaré a Bacheet a mudar a todos los pasajeros no Invitados a la gabarra. Eso nos estibará correctamente y me dará un poco más de capacidad de maniobra y control. También le dará más lugar a la tripulación para trabajar correctamente en el barco.
Mientras se transbordaba a los pasajeros, Ryder y su ingeniero comenzaron con las reparaciones. Trabajando rápida pero cuidadosamente, hicieron salir el vapor que quedaba en las calderas y apagaron los fuegos de la parrilla. Luego emplearon las espitas de las válvulas de la línea para aislar la sección dañada de la principal línea de vapor. Una vez hecho esto, pudieron comenzar a improvisar una línea alternativa que llevara el vapor a la unidad de potencia. Debían medir los largos que necesitaban y cortar nuevos secciones de caño a medida con la sierra, luego agarrarlas en la poderoso morsa del banco de trabajo de Jock y hacer roscas en los extremos de los caños con la terraja manual. Envolvieron las uniones en hilo de amianto y apretaron las juntas y codos cargando el peso combinado de ambos en la llave de caños de cabo largo. El resultado fue un retorcido laberinto de cañerías improvisadas.
El trabajo les llevó lo que quedaba de la noche, y para el momento en que estaban en condiciones de comprobar su solidez, asomaba el alba por los ojos de buey de la sala de máquinas. Les llevó otra hora encender los fuegos de las parrillas y juntar vapor a presión en la caldera. Cuando la aguja del manómetro tocó la línea verde, Jock abrió cautelosamente la espita de la válvula de vapor. Ryder, de pie junto a él, miraba ansioso, con las manos negras de grasa y los nudillos magullados y sangrantes por el rudo contacto con los caños de acero. Contuvieron la respiración y miraron con ansiedad cómo subía la aguja del manómetro secundario mientras contemplaban las juntas de la nueva cañería en busca de indicios de alguna pérdida.
—Todo aguanta —gruñó Jock, tomando el acelerador de la máquina de babor. Con un sonido de succión y un siseo de vapor a presión los grandes pistones triples comenzaron a subir y bajar en sus cilindros, las bielas comenzaron a moverse como las piernas de hombres que marchan y el vástago de la hélice comenzó a rotar en sus cojinetes con un movimiento parejo.
—Hay potencia, y se mantiene —dijo Jock, sonriendo con el orgullo del logro—. Pero no puedo correr riesgos y abrirla al máximo. Tendrá que conformarse con lo que hay, capitán, y agradecérselo al Señor y a Jock McCrump.
—Jock, eres un milagro viviente. Espero que tu madre estuviera orgullosa de ti —Ryder lanzó una risita. Cuando se enjugó el sudor de la frente, el dorso de su puño le dejó una mancha negra—. Ahora, quédate listo para dar toda la potencia que puedas en cuanto levemos ancla y la recojamos. —Corrió escaleras arriba hacia el puente. Abou Sinn fue tras él y corrió a los controles del cabrestante a vapor.
A medida que el Ibis avanzaba lentamente contra la corriente del río, la cadena del ancla entró en el escobén con un sonido metálico. Las uñas del ancla se soltaron del lecho del río y Ryder abrió el acelerador. El Ibis respondió con tan poco entusiasmo que apenas si logró avanzar contra la corriente de cuatro nudos. Ryder sintió una fría oleada de decepción. Miró por sobre la popa hacia la gabarra. Profundamente hundida bajo su carga de leña y pasajeros no invitados, actuaba de forma tan recalcitrante como una mula. Docenas de rostros patéticos le devolvieron la mirada.
Por Dios si no tengo ganas de cortar amarras y dejaros a merced del Madí, pensó venenosamente, pero apartó la tentación con esfuerzo. En cambio, se volvió a David, quien se le había acercado en silencio.
—No hoy forma de que resista en la garganta de Shabluka. Cuando todo el flujo combinado de ambos Nilos entra a la fuerza en ese desfiladero, la corriente alcanza los diez nudos. Con sólo la mitad de su potencia, el Ibis nada podrá hacer contra ella. El riesgo de ir a estrellarse contra los acantilados rocosos es demasiado grande para aceptarlo.
—¿Qué otra opción tenemos?
—No nos queda más remedio que pelear y volver a Jartum.
David se mostró preocupado.
—¡Mis niñas! Odio tener que llevarlas de regreso a esa trampa mortal. ¿Cuánto podrá resistir Gordon hasta que los derviches se adueñen de la ciudad?
—Esperemos que lo suficiente como para que Jock termine sus reparaciones y podamos hacer otro intento de escapar. Pero ahora nuestra única esperanza es regresar al puerto. —Ryder volvió al Ibis corriente abajo y la dirigió a la orilla oriental. Trató de mantener al bulto de la isla Tutti entre la nave y las baterías derviches, pero antes de que llegaran a mitad de camino, las primeras bombas aullaban sobre el río. Sin embargo, con alguna asistencia de la corriente, Ryder no tardó en encontrarse fuera de alcance, y la habilidad del Beduino Chiflado y sus camaradas no estaba a la altura de acertarle a un blanco tan pequeño como el Intrepid Ibis a una distancia de más de una milla, a no ser que se produjera una intervención directa de Alá. Sin embargo, ese día las plegarias de los artilleros no tuvieron respuesta, y aunque hubo algunos disparos que le cayeron alentadoramente cerca, el Ibis y su gabarra lograron cruzar a salvo la corriente principal y viraron hacia el sur, rumbo a la ciudad, manteniéndose contra la orilla del canal, en el extremo más lejano del alcance de los Krupp.
Las falucas derviches partieron de la orilla occidental e hicieron otro intento de interceptar el vapor, pero para entonces el sol ya estaba alto. La artillería del general Gordon, emplazada en la costa de Jartum, logró dirigir un fuego furioso y notablemente preciso sobre la flotilla enemiga cuando ésta se puso a su alcance. Ryder vio cuatro pequeños botes que volaban hechos astillas por impactos directos con bombas de alto poder explosivo con la espoleta correctamente regulada. Los miembros y cabezas seccionados de las tripulaciones volaron entre nubes amarillas de vapores de lidita. Esto desalentó a todos menos a algunos de los capitanes más valientes y temerarios, y la mayor parte de los barcos pequeños regresó a la costa.
Tres de los barcos de ataque continuaron presionando desde el otro lado del río, pero soplaba un fuerte viento del sur y la corriente corría a cinco nudos en esa misma dirección. Dos de las falucas fueron arrastradas corriente abajo, de modo que les fue imposible interceptar al Ibis, Sólo una de ellas se le interpuso. Pero Ryder había tenido sobrado tiempo para prepararle la recepción. Ordenó a todos los pasajeros de cubierta echarse al suelo de modo de no ofrecer blanco a los atacantes. Mientras la nave enemiga se lanzaba contra ellos, impulsada por el viento y empujada por la corriente, Bacheet y Abou Sinn esperaban acuclillados detrás de la barandilla de estribor.
—Déjalos que se acerquen —dijo Ryder desde el puente, calculando el momento oportuno. Luego, su voz se elevó hasta su máxima potencia—. ¡Ahora! —bramó.
Bacheet y Abou Sinn salieron de su escondite y apuntaron los picos de bronce de las mangueras de vapor hacia la desprotegida cubierta de la faluca. Abrieron las válvulas y sólidos chorros blancos de vapor a presión de la caldera del Ibis envolvieron a los guerreros de la abierta nave. Sus sanguinarios gritos de guerra e iracundas provocaciones se transformaron en gritos de angustia cuando las densas nubes de vapor les despellejaron y descarnaron caras y cuerpos. El casco de la faluca chocó pesadamente contra el acero del casco del Ibis, y el impacto le tronchó el mástil por la base. La faluca se arrastró contra el costado de acero del vapor, luego giró, incontrolable, en la estela de éste. Derivó directamente hacia el camino por el que avanzaba la gabarra pesadamente cargada. Los ansar estaban tan cegados por el vapor que no la vieron venir. La gabarra se estrelló contra la frágil nave y la hundió. Ni uno solo de sus tripulantes reapareció.
—Asunto resuelto —murmuró Ryder, satisfecho, forzando luego una sonrisa para Rebecca—. Discúlpeme por privarla de las comodidades del piso del camarote, pero mañana tendrá que arreglárselas con su propia cama del palacio.
—Es una privación que estoy decidida a soportar con el mayor estoicismo, señor Courtney. —Su sonrisa era casi tan poco convincente como la de él, pero aun así él quedó asombrado al ver cuán bella estaba en medio de tanto caos y horror.
* * *
El general Charles Gordon, de pie en los escalones que dominaban la entrada al puerto, vio como el Ibis entraba renqueando. Cuando Ryder lo miró desde el puente, le devolvió una mirada fría y cortante como hielo azul, sin rastros de una sonrisa ni indicios de compasión. Cuando el vapor amarró en el embarcadero de piedra, Gordon se volvió y desapareció.
El mayor al-Faroc quedó allí para dar la bienvenida a los conmocionados pasajeros que bajaron tambaleándose de la gabarra. Su cabeza estaba envuelta en un vendaje blanco, pero su expresión era feroz mientras individualizaba a los hombres que habían dejado sus puestos e intentado escapar.
A medida que los reconocía, los azotaba en el rostro con el látigo Icurbosh que llevaba y hacía una señal con la cabeza a la línea de askaris formada a sus espaldas. Tomaban a los hombres señalados y les aherrojaban las muñecas.
Esa misma tarde, cuando Ryder fue convocado al despacho del general en el palacio consular para presentar su informe, Gordon se mostró distante y poco interesado. Escuchó sin comentarios el informe de Ryder, condenándolo con su silencio. Luego, asintió con la cabeza.
—La responsabilidad también es mía. Lo cargué con una responsabilidad excesiva. A fin de cuentas, usted no es un soldado sino un comerciante mercenario. —Hablaba con desdén.
Ryder estaba a punto de contestar con ira cuando una descarga de fusilería se oyó desde el patio del palacio. Se volvió rápidamente a la ventana y miró hacia abajo.
—al-Faroc se está ocupando de los desertores. —Gordon no se había levantado de su silla. Ryder vio que los diez integrantes del pelotón de fusilamiento se apoyaban descuidadamente sobre sus armas. Contra el muro del patio frente a ellos, yacía una desprolija hilera de cadáveres. Todos los muertos tenían los ojos vendados y las manos atadas a la espalda. Sus camisas estaban tintas en sangre. El mayor al-Faroc recorría la fila, con su revólver reglamentario en la mano derecha. Se detuvo ante un cuerpo que se estremecía espasmódicamente y disparó un tiro a la cabeza vendada. Cuando llegó al final de la hilera, le hizo un gesto con la cabeza a un segundo pelotón, que se adelantó y apiló los cuerpos en un carro. Luego, otro grupo de hombres condenados fue traído de sus celdas al patio, donde se los alineó contra la pared. Mientras un sargento les vendaba los ojos, el escuadrón de fusilamiento se puso en posición de atención.
—Espero, general, que a las hijas del cónsul se les haya advertido de estas ejecuciones —dijo sombríamente Ryder—. No es algo que jóvenes damas deban ver.
—Les mandé decir que debían permanecer en sus aposentos. Su preocupación por las jóvenes damas habla bien de usted, señor Courtney. Sin embargo, podría haberles sido más útil trasladándolas a algún lugar seguro río abajo.
—Es mi intención hacerlo, general, en cuanto logre efectuar las reparaciones de mi vapor —le aseguró Ryder.
—Tal vez ya sea demasiado tarde para eso, señor. En el transcurso de las últimas horas he recibido información muy confiable de que el emir Osman Atalan de la tribu beya está en marcha con sus tropas para unirse a la fuerza de asedio del Madí que tenemos aquí. —El general Gordon señaló por la ventana hacia el Nilo Blanco y la orilla donde se alzaba Omdurman.
Ryder no pudo contener su alarma. Si el notorio Osman Atalan se les ponía en contra, la naturaleza del sitio cambiaría. Escapar de Jartum se volvería incalculablemente más difícil.
Como para subrayar sus sombríos pensamientos, Ryder oyó la siguiente descarga de la escuadra de ejecución, seguida del blando sonido de cuerpos humanos que caían inertes a tierra.
* * *
El emir Osman Atalan, amado del divino Madí, avanzaba. En respuesta a la convocatoria hecha por el Madí desde Jartum, ya llevaba varias semanas cabalgando junto a su ejército desde las colinas del Mar Rojo. Su espíritu guerrero se sublevaba ante la monotonía y lo lento del paso que imponían la gran aglomeración de animales y personas. El tren de bagajes de camellos y asnos, las columnas de esclavos y sirvientes, mujeres y niños se extendía por más de veinte leguas, y cada vez que acampaban, se formaba una ciudad de tiendas y corrales de animales. Cada una de las esposas de Osman iba en una litera con cortinados en ancas de su propio camello, y por la noche dormía en su cómoda tienda, atendida por sus esclavas. A la vanguardia y a la retaguardia cabalgaban los cuarenta mil combatientes que tenía a sus órdenes.
Todas las tribus que le obedecían se habían congregado bajo su estandarte negro y escarlata: los hamran, los rufar de las colinas y los hadendowa del litoral del Mar Rojo. Eran los mismos guerreros que, en el transcurso de los últimos dos años, habían aniquilado dos ejércitos egipcios. Habían masacrado a las fuerzas superiores de Baker Pasha en Tokar y El Teb, dejando una amplia avenida de huesos blanqueando en el desierto. Cuando el viento venía del oeste, los habitantes de Suakin, a veinte millas de allí, sobre la costa, aún podían oler a los muertos insepultos.
Muchas de las tribus que respondían a Osman Atalan habían desempeñado un papel importante en la batalla de El Obeid, en la que el general Hicks y sus siete mil hombres perecieron. Eran la flor del ejército derviche, pero al ser tantos, se movían demasiado lento para un hombre como Osman Atalan.
Sentía el llamado del desierto abierto y del silencio de las tierras salvajes. Dejó que sus multitudinarias legiones continuaran la marcha hacia la Ciudad de los Infieles mientras él y una banda de sus aggagiers de más confianza salían de avanzada en sus caballos para practicar la más peligrosa de las actividades de las más valientes de las tribus.
Al frenar su corcel sobre la cumbre de un largo cerro boscoso que dominaba el valle del río Atbara, Osman Atalan presentaba una figura romántica y heroica. No llevaba turbante, y su espeso cabello negro, peinado con raya al medio, caía en una larga trenza hasta la faja de seda azul que ceñía la cintura de su aljuba adornada de ricas aplicaciones. Sostenía la vaina de su espada contra su montura con la rodilla. La empuñadura era de cuerno de rinoceronte, patinado hasta parecer ámbar, y la hoja estaba incrustada de oro y plata. Bajo la delgada tela suelta de la aljuba, su cuerpo era esbelto y nervudo, con piernas y brazos de músculos como los tendones trenzados de una cuerda de arco. Bajó de su cabalgadura, y barrió con la mirada el amplio terreno que se extendía a sus pies, buscando los primeros indicios de la caza que perseguía. Sus ojos eran grandes y oscuros, adornados por pestañas espesas y curvadas como las de una bella mujer, pero sus rasgos parecían tallados en marfil viejo, carne dura y hueso aún más duro. Era una criatura del desierto y de los lugares salvajes, y no había blandura alguna en sus carnes. El inexorable sol había dorado su piel sin ennegrecerla.
Sus aggagiers cabalgaron hasta él y desmontaron. Ese título de honor se reservaba para aquellos guerreros que cazaban las presas más peligrosas a caballo, armados únicamente con sus espadas. Eran hombres tallados de la misma piedra que su señor. Aflojaron las cinchas de sus caballos, luego ataron los animales a la sombra. Los hicieron beber, echando agua de los odres a baldes de cuero, luego tendieron tapetes de palma tejida en los que pusieron una pequeña cantidad de dhura molido para que comieran. Ellos no comieron ni bebieron, pues la abstinencia era parte de su tradición guerrera.
—Quien beba copiosa y frecuentemente, nunca aprenderá a resistir el sol y la arena —decían los viejos.
Mientras los caballos descansaban, los aggagiers tomaron sus espadas y escudos, que iban atados a las sillas. Se sentaron, formando un grupo pequeño lleno de camaradería en el sol, y comenzaron a asentar el filo de sus hojas en sus escudos de cuero de jirafa curtido. El cuero de jirafa es el más duro del de todos los animales salvajes, aunque no tan pesado como el del búfalo o el hipopótamo. Los escudos eran rodelas sin adornos, imágenes o emblemas, marcados sólo por las hojas de las armas enemigas o por las garras y colmillos de sus presas. Afilar sus hojas era el pasatiempo con que llenaban sus ocios, y una parte de su vida tan importante como respirar, más importante que comer o beber.
—Avistaremos a nuestras presas antes de mediodía —dijo Hassan Ben Nader, el portador de la lanza del emir—. Dios sea alabado.
—En Nombre de Alá —respondieron los demás al unísono y en voz baja—. Nunca he visto rastro como el que este gran macho deja sobre la tierra —continuó Hassan, hablando con suavidad para no ofender a su amo ni a los demonios del desierto.
—Es el macho de los machos —asintieron—. Habrá una lucha digna de hombres antes de que se ponga el sol.
Miraron de soslayo a Osman Atalan, pues clavarle los ojos de frente habría sido una falta de respeto. Estaba sumido en la reflexión, sentado con los codos sobre las rodillas, y su mentón perfectamente afeitado apoyado en la palma de la mano.
Se hizo el silencio, sólo interrumpido por el susurro del acero sobre el cuero. Sólo detenían esa incesante actividad para probar el filo con el pulgar. Cada hoja de doble filo tenía más de un metro de largo. Eran una réplica de los montantes de los cruzados que, siglos atrás, tanto habían impresionado a los sarracenos frente a las murallas de Acre y de Jerusalén. Las más apreciadas de esas hojas habían sido forjadas en acero de Solingen y transmitidas de padre a hijo. El temple maravilloso de ese metal daba un inmenso poder a esas hojas, que podían afilarse hasta quedar como el bisturí de un cirujano pues el más leve golpe cortaba cuero y pelo, carne y tendón hasta llegar al hueso más oculto. Un mandoble bien dado podía cortar a un enemigo por la cintura con tan poco esfuerzo como si fuera una granada madura. Las vainas estaban hechas de dos trozos planos de blanda madera de mimosa, unidas y recubiertas por cuero de oreja de elefante que, seco, era duro y fuerte como el hierro. Del cuero que forraba la vaina sobresalían dos protuberancias, a unos treinta centímetros una de otra, que mantenían al arma sujeta bajo el muslo del jinete. Aun yendo a todo galope, no pendía y se agitaba de la incómoda manera en que lo hacían las espadas de la caballería europea.
Los aggagiers descansaron durante el tiempo que le llevó al alto sol recorrer un arco de tres grados en el cielo. Entonces, Osman Atalan se puso de pie con un solo movimiento fluido y gracioso. Sin una palabra, sus acompañantes también se pararon, fueron hacia sus cabalgaduras y les ajustaron las cinchas. Cabalgaron ladera abajo hasta el valle, atravesando una sabana abierta en la que majestuosas acacias de copa plana crecían a las orillas del río Atbara. Desmontaron junto a uno de los hondos estanques verdes. Los elefantes los habían precedido. Tras llenarse las panzas de agua, se habían bañado en desorden, lanzando poderosos chorros con sus trompas sobre sí mismos y sobre los bancos de arena de las orillas. Habían recogido grandes cantidades de espeso barro negro, con el que se cubrieron cabezas y lomos como protección contra el sol y los enjambres de insectos que los picaban. Luego, las tres poderosas bestias grises se habían alejado por la orilla, pero la arena y el fango que habían dejado a las orillas del estanque eran tan recientes que aún estaban húmedas.
Los aggagiers susurraron excitados entre ellos, señalando las inmensas pisadas redondas del macho más grande. Osman Atalan puso su escudo sobre una de las huellas. La circunferencia de ésta era un dedo más ancha que lo de la rodela de piel de jirafa.
—En Nombre de Dios —murmuraron—. Éste es un animal poderoso, digno de nuestro acero.
—Nunca vi macho más grande que éste —dijo Hassan Ben Nader—. Es el padre de todos los elefantes que hayan existido. —Llenaron sus odres, dejaron que sus caballos volvieran a beber, y luego volvieron a montar y siguieron el rastro por el bosque abierto de acacias. Los tres machos iban delante de ellos, moviéndose viento abajo para detectar cualquier peligro que los precediera. Los aggagiers se movían silenciosa y atentamente detrás de ellos.
El macho jefe había dejado una pila de bosta de un amarillo fuerte en un claro. Tenía un aspecto fibroso por la corteza mascada que había arrancado a las acacias, y estaba incrustada de carozos del fruto de la palmera doum. La rodeaba un enjambre de mariposas de vivos colores. El olor era tan fuerte que uno de los caballos bufó, nervioso. Su jinete lo calmó con una tranquilizadora palmada en el pescuezo.
Siguieron cabalgando, con Osman Atalan a la cabeza, por delante de los demás. El rastro se veía a cien pasos o más, pues los elefantes habían Arrancado largas tiras de corteza del tronco de las acacias. Las pálidas heridas eran tan frescas y recientes que relucían con la savia que corría y se flecaría formando pegajosos bultos negros de preciosa goma arábiga. El emir Osman se irguió sobre sus estribos y se hizo visera con la mano para mirar ante él. Casi media milla más adelante, la copa irregular de una palmera doum se alzaba por encima de los árboles de la sabana. Aunque la brisa era tan leve que apenas se percibía, la distante copa de la palmera se agitaba de un lado a otro como si la azotara un huracán. Miró hacia sus compañeros y asintió con la cabeza. Sonrieron, pues entendían qué era lo que veían. Uno de los elefantes había apoyado la frente sobre el tronco en forma de botella de la palmera y lo sacudía con toda su Inmensa fuerza como si fuese un renuevo. Así, hacía caer las nueces maduros de la palmera sobre su cabeza.
Pusieron sus corceles al paso. Los caballos habían olido la presa, y sudaban y temblaban de miedo y excitación, pues sabían qué estaba por ocurrir. Súbitamente, Osman puso su mano sobre la cruz de su cabalgadura. Era una yegua de un cremoso color miel. Alzó su hermosa cabeza árabe y dilató las amplias narinas características de su raza, pero se detuvo obedientemente. Se llamaba Hulu Mayya, Agua Dulce, la sustancia más preciosa de esa tierra sedienta. Tenía seis años, la flor de la edad, y era veloz como una gacela y mansa como un gatito, pero con el corazón de una leona. En el clamor de la batalla y la furia de la caza, nunca vacilaba.
Como su jinete, miró delante de ella, en busca de un primer vistazo a la presa. De pronto, la vieron. Uno de los machos más pequeños, separado de sus compañeros, dormitaba bajo la amplia copa de una mimosa. Las moteadas sombras desdibujaban su silueta.
Osman hizo un gesto con la mano derecha, y los caballos pisaron con tanto cuidado como si esperaran que una cobra se irguiese bajo sus cascos. Casi imperceptiblemente, las sombras de las otras dos bestias emergieron de debajo de los árboles. Una, atormentada por la picadura de los tábanos, sacudió la cabeza con tanta violencia que sus orejas palmearon contra sus paletas con un ruido atronador. Sus colmillos, teñidos por la savia y los jugos vegetales hasta tener el color de una pipa de espuma de mar manchada por el humo del tabaco, relucían en la sombra con un brillo opaco. Los marfileños pilares curvos y puntiagudos eran tan enormes que los aggagiers gruñeron de satisfacción, tocando la empuñadura de sus montantes. El tercer elefante quedaba casi completamente escondido por un soto de la mata espinosa llamada kittar. Desde ese ángulo era imposible juzgar cómo eran sus colmillos comparados con los de sus compañeros.
Ahora que Osman Atalan sabía dónde estaba cada elefante, podía planificar cómo atacarlos. Primero, debían enfrentar al que tenían más cerca, pues si se ponía viento arriba, los olería. El olor de hombres y caballos lo haría salir a escape, barritando para alarmar a los demás, y sólo se lo podría hacer regresar a la manada galopando a toda velocidad. Con un susurro que apenas era más que un movimiento de labios, pero con expresivos gestos de sus manos, Osman Atalan les dio sus órdenes a los aggagiers. Cada hombre sabía, por larga experiencia, qué se esperaba de él.
El elefante que estaba debajo de la mimosa quedaba en un ángulo que lo alejaba ligeramente del camino de los cazadores, de modo que cuando avanzaron tras Osman, éste se abrió hacia la derecha y luego avanzó en forma ligeramente más directa desde atrás. El elefante tiene mala vista si se la compara con la de otras criaturas salvajes, como el babuino y el buitre. Pero aunque le cuesta distinguir las formas, no tiene problemas para detectar el movimiento.
Osman no osó aproximarse más sobre su caballo. Se deslizó a tierra y se recogió el faldón de la aljuba con la faja azul, dejando sus piernas cubiertas sólo por sus pantalones bombachos. Ajustó las correas de sus sandalias y desenvainó el montante. Instintivamente, probó el filo, y se chupó la gota de sangre que brotó de la yema de su pulgar. Arrojándole las riendas de Agua Dulce a Hassan, se dirigió hacia la inmensa figura gris a la sombra de la acacia. El elefante parecía tan majestuoso como un buque de guerra de tres puentes. Parecía imposible que tan poderosa bestia pudiera caer ante la insignificante hoja.
Con lo gracia de un bailarín, Osman avanzaba ligera y ágilmente, con su espada en la mano derecha. El primer tramo de hoja después de la cruz del montante estaba envuelto, en la longitud de una mano, en una tira de cuero de la oreja de un elefante recién muerto: ahora, seca y curada, ésta formaba una empuñadura doble que se tomaba con la izquierda, permitiendo esgrimir la espada con ambas manos a la vez.
Al acercarse al elefante, oyó el suave ronroneo de su panza; el animal compartía su satisfacción y su placer con el resto de la manada, que dormitaba cerca de allí en el calor soñoliento del mediodía. El macho se hamacaba suavemente, espantándose perezosamente las moscas con su corlo rabo; el mechón de pelos duros como el alambre que lo remataba estaba casi totalmente desgastado por los años. Los gigantescos colmillos manchados eran tan largos y gruesos que sus puntas romas descansaban sobre la tierra endurecida por el sol. Su curtida trompa arrugada colgaba, laxa, entre las columnas de marfil. Acariciaba un viejísimo fémur de búfalo reseco y desteñido por el sol con el extremo de la trompa, pasándoselo por la pata delantera, llevándolo cada tanto a sus labios para sentir su sabor y frotándolo entre las carnosas protuberancias parecidas a dedos que bordeaban cada lado de sus narinas, lo que lo hacía parecerse mucho a un anciano sacerdote copto que, sentado al sol, pasara perezosamente las cuentas de su rosario.
Ahora Osman empuñó la espada con las dos manos, disponiéndose a asestar el tajo fatal y se acercó al flanco del elefante lo suficiente como para tocarlo con la punta de la espada. El grueso cuero gris colgaba en pliegues en torno a las rodillas del macho, y en flojos colgajos bajo su bamboleante panza, como la ropa de un viejo, demasiado amplia para su cuerpo consumido.
Sus aggagiers lo contemplaban con respeto y admiración. Un guerrero de menos valía se hubiera conformado con desjarretar a su presa, aproximándose a la desprevenida bestia desde atrás y seccionándole con veloces (ajos dobles los vitales tendones y arterias por encima de las inmensas palas chatas. Una herida de esas características le permitía escapar al cazador, pero dejaba inerme e inmovilizado al elefante hasta que quedaba sin vida, desangrado, una muerte lenta que podía tardar hasta una hora. En cambio, el intento de enfrentarlo en forma directa que hacía el emir, aumentaba cien voces el peligro. Ahora, Osman estaba dentro del alcance de la trompa del animal, capaz de asestar un golpe que podía quebrar todos los huesos de su cuerpo. Esas enormes orejas detectaban hasta el menor sonido, incluso una respiración cuidadosamente controlada, y a tan corta distancia los ojillos legañosos detectarían hasta el más mínimo movimiento.
Osman Atalan, de pie a la sombra del elefante, miró uno de esos ojos.
Parecía demasiado pequeño para la enorme cabeza gris, y quedaba casi totalmente escondido por el espeso flequillo de pestañas incoloras cuando el soñoliento animal parpadeaba. La colgante trompa quedaba protegida por los gruesos colmillos amarillos. Osman debía incitar al animal a extenderla hacia él. Cualquier movimiento inesperado, cualquier sonido incongruente, dispararían una respuesta devastadora. Sería derribado por un golpe de la trompa, o pisoteado por esos enormes pies, o atravesado por un colmillo de marfil, y luego el elefante se hincaría sobre él, machacándolo con el protuberante hueso de su frente hasta convertirlo en una plasta sanguinolenta.
Osman hizo girar suavemente la hoja hasta que el metal pulido reflejó uno de los rayos solares aislados que perforaban el dosel de hojas por encima de su cabeza. Dirigió el reflejo hacia la oreja del animal, que se agitaba suavemente, y lo hizo avanzar gradualmente hasta que llevó la minúscula cuña diamantina de luz hasta su ojo entrecerrado. El elefante abrió el ojo, que relució mientras buscaba la fuente de esa ligera incomodidad. No detectó otro movimiento que el del tembloroso punto de luz solar, y alargó su trompa hacia éste, no alarmado, sino con leve curiosidad.
Osman no necesitó corregir su doble agarre de la empuñadura. La hoja trazó un arco reluciente en el aire, tan veloz como el propio cazador, que se agachó mientras golpeaba. La trompa no tenía hueso que detuviera el golpe, de modo que la plateada hoja la rebanó limpiamente, haciéndola caer al suelo.
El elefante retrocedió, tambaleándose por la sorpresa y el dolor. Osman retrocedió de un salto en ese mismo instante, y el animal detectó el movimiento y trató de azotarlo con la trompa. Pero ésta yacía en tierra, y, cuando el muñón trazó un arco en la dirección de Osman, la sangre, que brotaba a chorros de las arterias abiertas, lanzó un chorro carmesí que le empapó la aljuba.
El animal alzó el muñón de su trompa amputada y barritó con mortal angustia, mientras la sangre le bañaba la cabeza y los ojos. Cargó hacia el interior del bosque, destrozando los árboles y matas que le cerraban el camino. Sobresaltados en su entresueño por sus barrites, los otros machos huyeron con él.
Hassan Ben Nder picó espuelas y avanzó, llevando de las riendas a Agua Dulce. Osman tomó un mechón de sus sedosas crines y saltó a la silla sin soltar su montante.
—¡Dejadlo que corral —gritó. Corriendo, el bombear del enorme corazón haría que se desangrase más rápidamente. Al cabo de una milla, el animal se debilitaría y caería. Volverían a buscarlo después. Sin detener su caballo, Osman pasó por el lugar donde el animal agonizante había girado bruscamente. Se irguió sobre los estribos para distinguir más claramente los rastros de los dos elefantes indemnes. Los siguió hasta alcanzar las primeras colinas del valle del río, donde se separaron. Uno de los animales tomó rumbo sur, atravesando el bosque, mientras que el otro subió directamente por la rocosa ladera. No había tiempo de estudiar el rastro para ver cuál era el animal más grande, así que Osman eligió al azar.
Hizo una señal levantando su espada, y los aggagiers se separaron fluidamente en dos partidas. La primera subió por la ladera detrás de un elefante, y Osman condujo a la otra detrás del otro. El polvo levantado por su huida aún flotaba en el quieto aire caliente, de modo que no hacía falta seguir el rastro. Agua Dulce continuó su galope por otra milla hasta que, a cuatrocientos pasos, Osman distinguió la oscura joroba del lomo del elefante abriéndose paso a través del gris y espinoso matorral del kittar, como una ballena avanzando por un mar turbulento. Ahora que su presa estaba a la vista, Osman frenó a Agua Dulce hasta que adoptó un cómodo trote, para ahorrar sus fuerzas para el desesperado encuentro final. Aun a esa velocidad, no dejaban de ganarle terreno al elefante.
Pronto, los guijarros y piedritas que levantaban las grandes patas del elefante resonaron contra su escudo y le golpearon las mejillas. Entrecerró los ojos y se acercó aún más, hasta que el elefante percibió su presencia y se volvió contra ellos con velocidad y ligereza asombrosas en un animal de ese tamaño. Los jinetes se dispersaron ante la carga, pero uno de los aggagiers no fue lo suficientemente rápido. El elefante estiró su trompa, y a todo galope, lo quitó de la silla. El montante, con el que podía haberse defendido, salió volando de su mano, lanzando brillantes reflejos mientras giraba al sol antes de caer de punta y clavarse sobre la dura tierra, donde quedó oscilando como un metrónomo. El elefante se hizo a un lado y, con su trompa enroscada en torno al cuello del aggagier, estrelló al hombre contra una palmera doum con tal fuerza que le arrancó la cabeza. Luego, hincándose sobre el cuerpo, lo destripó con sus colmillos, atravesándolo una y otra vez.
Osman hizo retroceder a Agua Dulce y aunque ésta sacudió aterrada sus largas crines, respondió a la presión de sus rodillas y a la orden que transmitieron las riendas. La cruzó directamente delante de la línea de visión del elefante, y lanzó un grito para atraer la atención de éste.
—¡La!, ¡la! —gritó—. ¡Ven, oh hijo de Satán! ¡Sígueme, oh bestia del mundo infernal!
El elefante dio un brinco, con el cadáver colgando de uno de sus colmillos. Meneó la cabeza, arrojando al muerto hacia un costado. Luego cargó contra Osman, chillando de rabia, meneando su gran cabeza de modo que sus grandes orejas se agitaban como la vela mayor de un barco azotado por el viento.
Agua Dulce corrió como una liebre asustada, alejando velozmente a Osman del ataque del elefante, pero él la demoró con una suavísima presión del freno. Aunque estaba estirado a lo largo del pescuezo de la yegua, miraba hacia atrás.
—Despacio, mi amado corazón. —Moderó su velocidad—. Lo que tenemos que hacer ahora es incitar a esa bestia.
El elefante se dio cuenta de que ganaba terreno y avanzó hacia ellos tronando como un escuadrón de caballería pesada. Estiró el cuello y extendió la trompa. Pero la yegua corrió como un golondrina que roza la superficie de un lago para beber mientras vuela. Osman mantenía a su flameante cola a un brazo de distancia de la punta de la trompa que se agitaba. El elefante se forzó a aumentar la velocidad, pero cuando estaba a punto de atrapar a cabalgadura y jinete, Osman galopaba más rápido, de modo que siempre se mantenía fuera de su alcance. Osman le habló suavemente al oído, y ella volvió su cabeza para escuchar su voz.
—Sí, querida mía. Ahí vienen. —A través de la polvareda que levantaba el elefante distinguió las siluetas de los aggagiers que se aproximaban. Osman se le ofrecía al elefante como si fuera la capa de un torero, dándoles así oportunidad a sus hombres de acercarse y asestarle el golpe mortal. El elefante estaba tan concentrado en el jinete que galopaba ante él que no vio a los hombres que cabalgaban detrás de su extendido rabo. Osman vio cómo Hassan Ben Nader saltaba con ligereza a tierra, justo detrás de los talones del elefante. Su palafrenero, que cabalgaba junto a él, tomó las riendas y contuvo a su cabalgadura para darle a Hassan el instante que éste necesitaba.
Hassan tocó tierra, aprovechando el impulso de su caballo para lanzarse hacia adelante. En el momento en que el elefante apoyó todo su peso en una de sus patas traseras, la cuerda de su tendón se tensó, abultando bajo el grueso cuero gris. Hassan dio un tajo en el jarrete con su hoja, a un palmo de distancia del punto donde el tenso tendón se unía a la coyuntura. El reluciente filo de acero cortó hasta el hueso, y el tendón principal se cortó con un chasquido elástico, que aun en medio del fragor de la caza, llegó claramente a los oídos de Osman. En ese mismo instante, Hassan Ben Nader le arrebató las riendas a su palafrenero y volvió a montar de un salto. Su caballo se lanzó otra vez a todo galope. Fue una maravillosa proeza del jinete. En tres pasos, su caballo lo alejó de los colmillos y la trompa del elefante.
El elefante alzó la pata herida y se dispuso a dar otro paso, pero cuando cargó todo su peso, la articulación cedió y su pata se dobló. Los elefantes no pueden correr sobre tres patas, como lo hacen otros cuadrúpedos, de modo que quedó instantáneamente inmovilizado, clavado a su lugar. Chillando de dolor y furia, buscó a tientas al que lo atormentaba. Osman hizo girar a Agua Dulce y, taloneándola, la hizo meterse casi debajo de la trompa extendida, gritándole al elefante para concentrar su atención, volviéndose en el límite del alcance de éste. El elefante trató de perseguirlo, pero tropezó pesadamente y estuvo a punto de caer cuando su pata inutilizada cedió bajo su peso.
En tanto, Hassan había vuelto grupas, dirigiéndose hasta la bestia y, sin que ésta lo detectara, cabalgó hasta su parte trasera. Volvió a echar pie a tierra y, para demostrar su coraje, dejó que su corcel continuara su galope, quedando él solo a espaldas del elefante. Aguardó un instante a que el peso del animal se cargara sobre la pata indemne, y cuando el tendón se destacó, estirado bajo la piel, lo seccionó con la habilidad de un cirujano. Ambas patas traseras del elefante cedieron debajo de él, y cayó sentado, inerme, gritando su angustia al cielo despiadado y al triunfante sol africano. Hassan Ben Nader le dio la espalda al animal que se debatía y se alejó sin apresurarse. Osman bajó de Agua Dulce y lo abrazó. —Galopaste como un hombre, mataste como un príncipe—. Rió. —Hoy, tú y yo haremos el juramento y comeremos juntos la sal de la fraternidad—. Es un honor demasiado grande —susurró Hassan, cayendo respetuosamente de rodillas— pues soy tu esclavo y tu hijo, y tú eres mi amo y mi padre.
Dejaron descansar los caballos a la sombra y les dieron agua de los odres mientras contemplaban los últimos momentos de su presa. La sangre brotaba a chorros de las abiertas arterias de las patas traseras del elefante, al ritmo del latir del corazón. La tierra bajo sus patas se disolvió en un bailo de fango y sangre, hasta que sus miembros inutilizados patinaron y resbalaron cada vez que intentaba desplazar su peso. No tardó mucho. La vivida inundación carmesí disminuyó, y la laxitud de la muerte inminente se apoderó de él. Finalmente, el aire escapó de sus pulmones en un largo suspiro hueco, y cayó de costado, golpeando la tierra con un sonido que resonó en las colinas.
—Dentro de cinco días te enviaré aquí con cincuenta hombres, Hassan Ben Nader, para que busques estos colmillos. —Osman acarició uno de los enormes cilindros de marfil que se alzaban en el aire por encima de su cabeza. Ése sería el tiempo necesario para que la descomposición ablandara el cartílago que los unía a sus alvéolos óseos lo suficiente como para sacarlos sin dañarlos con descuidados hachazos. Montaron, y regresaron a buen paso sobre su propio rastro para encontrar a la bestia que había atacado Osman. Para este momento, también debía de haber muerto desangrada por su terrible herida. Seria fácil rastrearla hasta al punto donde había caído, pues debía de haber dejado un río de sangre a su paso.
No llevaban recorrida ni media legua cuando Osman alzó una mano para detenerlos e inclinó la cabeza para oír mejor. El sonido que lo había alertado venía del otro lado de la cresta rocosa hasta el otro costado de la cual los demás aggagiers habían perseguido al tercer elefante. Las colinas que se interponían entre ellos y ese lugar debían de haber amortiguado los ecos, y por eso no habían oído nada antes. El sonido era inconfundible para esos expertos cazadores: era el producido por un elefante furioso, que no estaba impedido ni debilitado por sus heridas.
—al-Noor no lo ha matado limpiamente —dijo Osman—. Debemos ir a ayudarlo.
Se lanzó cuesta arriba al galope seguido por los demás, y en cuanto cruzaron al otro lado de la cima, los sonidos de la lucha les llegaron fuertes y cercanos. Osman cabalgó hacia ellos y encontró un caballo muerto, con el espinazo destrozado por un golpe de la trompa del elefante. El aggagier había muerto con él. Pasaron a su lado sin detenerse y encontraron otros dos hombres muertos. De un vistazo, Osman entendió lo ocurrido: uno había resultado desmontado cuando el elefante cargaba de frente. Las rojas y ganchudas espinas del kittar lo habían arrancado de la silla cuando trataba de escapar de la carga de la bestia. El otro muerto era su hermano de sangre, quien se había vuelto atrás para salvarlo. Habían muerto como vivieron, sus sangres se mezclaban y sus cuerpos quebrados se entrelazaban. Sus caballos habían escapado.
El elefante barritó otra vez. Ahora, el sonido era más cercano y claro. Resonaba de un soto de kittar no muy lejano. Talonearon con fuerza los flancos de sus cabalgaduras y galoparon hacia el kittar. Cuando se aproximaron, un jinete surgió de entre las espinas a todo galope. Era al-Noor sobre su caballo gris, que exhibía los más extremos terror y agotamiento. al-Noor estaba casi desnudo: su aljuba le había sido arrancada del cuerpo por las espinas y su piel estaba lacerada como por las garras de una fiera. El caballo se tambaleaba, pisando sin cuidado, demasiado agitado para notar la cueva de cerdo hormiguero que se interponía en su camino. Tropezó y estuvo a punto de caer, arrojó a al-Noor por encima de su cabeza, y siguió su carrera, dejando a su jinete aturdido y en el camino del gran elefante macho que emergió del soto espinoso. Era el patriarca cuyo rastro los había asombrado. Tenía sangre en una pata trasera, pero en un lugar demasiado alto y demasiado adelante como para que el tendón estuviera afectado. al-Noor le había infligido una herida demasiado superficial como para entorpecer o detener al animal. Avanzaba con la cabeza alta para que sus largos colmillos no se enredaran en las espinosas matas ni golpearan la tierra pedregosa. Se extendían desde sus labios al doble del ancho que podía abarcar un hombre alto con los brazos completamente extendidos. Eran casi tan gruesos como el muslo de una mujer, y casi no se disminuía su diámetro desde el labio hasta la punta.
¡Diez cántaros codo uno! —gritó Hassan, atónito. Ése era un animal legendario, con casi doscientas libras de marfil saliendo de cada lado de su gran cabeza gris. Todavía aturdido, al-Noor se puso de pie con esfuerzo y se tambaleó como un ebrio, con el rostro cubierto de sangre y polvo. Su espalda estaba vuelta hacia el elefante que cargaba, y había perdido su espada. El animal lo vio, volvió a chillar y enrolló la trompa contra el pecho. al-Noor se volvió. Cuando vio que la muerte descendía sobre él, alzó la mano derecha con el índice extendido en señal de que moría en el Islam y exclamó—: ¡Dios es grande! —Era su momento de aceptación. Sin miedo, se dispuso a enfrentarlo.
—¡Por mí y por Alá! —le dijo Osman a su yegua y Agua Dulce respondió con sus últimas reservas de fuerza y velocidad. Se precipitó bajo el combado arco de los colmillos, con Osman achatado contra su pescuezo. La trompa del elefante estaba arrollada y no le ofrecía blanco a la hoja. Su única esperanza era desviar la carga que estaba por sufrir su hombre. La mirada del elefante estaba tan concentrada en al-Noor que no notó al caballo y su jinete que se le acercaban por el flanco hasta que pasaron como un relámpago frente a él, tan cerca que el hombro de Osman rozó uno de los colmillos. En un Instante pasaron, como el fugaz vuelo de una nectarina. El elefante giró hacia un costado, olvidando al hombre indefenso y siguiendo a ese nuevo y más atractivo blanco para su furia. Se lanzó en persecución del jinete—. ¡Oh bienamado de Alá! —gritó el agradecido al-Noor al emir que acababa de salvarlo—. ¡Que Dios perdone todos tus pecados! Osman sonrió sombrío cuando las palabras le llegaron por encima del furioso barritar, el trueno de las pisadas y el ruido de las matas pisoteadas y quebradas.
—Que Dios me conceda algunos pecados más antes de morir —respondió, mientras se alejaba, perseguido por el elefante.
Hassan y los demás aggagiers cabalgaron tras él, gritando y silbando para llamar la atención del elefante, pero éste siguió persiguiendo a Agua Dulce. La yegua había galopado mucho, pero aún no estaba agotada. Osman miró por debajo de su brazo y vio que el elefante se acercaba a toda velocidad, tan rápido que ni Hassan ni ningún otro podía ubicarse de modo de atacar sus vulnerables patas traseras. Miró hacia adelante y se dio cuenta de que se estaba metiendo en una trampa. Agua Dulce galopaba por un estrecho corredor de terreno despejado entre densos matorrales de lattar, pero ese camino quedaba interrumpido por un sólido muro de espinas. Osman sintió que la yegua aminoraba el paso. Luego volvió la cabeza, mirando a su amado jinete, como si le preguntara qué hacer, y revolvió los ojos hasta que se vio el rojo interior de sus párpados. Le chorreaba espuma blanca de las comisuras de la boca.
Caballo y jinete se zambulleron en el kittar, que se cerró en torno a ellos como una ola verde. Las espinas se engancharon en el cuero y la tela como garras de águila, y, casi de inmediato, el gracioso galopar de Agua Dulce se transformó en la pugna de un ser atrapado en la arena movediza. El elefante se lanzó sobre ellos, sin que su poderoso avance fuera demorado por el kittar.
—Vamos, pues, terminemos con esto. —Lanzando este desafío, Osman soltó las riendas y sacó sus pies de los estribos. Se puso de pie sobre la silla, vuelto hacia las ancas de la yegua, erguido en toda su estatura, y mirando cara a cara al elefante. El hombre y la bestia se enfrentaron, separados por una brecha que disminuía rápidamente.
—Tómanos si puedes —le dijo Osman al elefante, sabiendo que el sonido de su voz enfurecería al animal. El elefante acható sus orejas contra los costados del cráneo, enrollando las puntas en señal de furia y agresión. Luego, hizo lo que Osman esperaba: desenrolló la trompa y la extendió para atrapar al hombre y derribarlo del lomo de su caballo.
Desplazando el peso para mantener el equilibrio entre los violentos saltos y corcovos de Agua Dulce, Osman tenía la larga hoja dispuesta y cuando la anillada trompa gris se estaba por cerrar en torno a su cuerpo, golpeó. El acero silbó, desdibujándose en un relumbrón plateado. El tajo dio de lleno, y no pareció encontrar resistencia: el acero seccionó cuero, carne y tendones como si fuesen niebla. Rebanó la trompa cerca del labio tan limpiamente como la hoja de la guillotina corta la cabeza del condenado.
Por un instante, no hubo sangre, sólo el relucir de la carne recién expuesta y el destello de las terminaciones nerviosas y los blancos tendones. Entonces, la sangre brotó, envolviendo la gran cabeza gris en la nube carmesí que vomitaron las arterias. El elefante volvió a gritar, pero ahora de dolor y desesperación. Luego, al perder su sentido del equilibrio y de la orientación, se hizo a un lado.
Osman volvió a sentarse en la silla y guió a Agua Dulce con las rodillas, alejándola del alcance de la vista del elefante, oscurecida por la sangre. El animal se desplazó en un amplio círculo incierto, y Hassan cabalgó hasta detrás de él y lo desjarretó por la izquierda. Osman echó pie a tierra y, de un tajo, le cortó el otro corvejón.
El corazón bombeó chorros de sangre por las terribles heridas de las patas y la trompa, pero el elefante se mantuvo de pie el tiempo suficiente para que un mulá recitase una sura del Corán. Osman Atalan y sus aggagiers desmontaron y permanecieron junto a sus caballos para contemplar su agonía y orar por él, alabando su poder y su coraje. Cuando finalmente cayó a la pedregosa tierra con estrépito, Osman exclamó:
—Alá es todopoderoso. La gloria de Dios es infinita.
* * *
La noticia corrió como reguero de pólvora por callejuelas y zocos, y se gritó desde azoteas y alminares. A medida que se difundía, un ánimo sombrío, fúnebre, descendió sobre la ciudad de Jartum. Murmurando acongojados entre ellos, los habitantes corrieron a buscar lugares elevados desde donde pudieran mirar hacia el otro lado del río y contemplar el destino que les aguardaba.
Ryder Courtney estaba en el taller de sus almacenes detrás del hospital y de las murallas de barro rojo del Fuerte Burri cuando un sirviente le trajo una nota de David Benbrook, garrapateada en una hoja desgarrada de papel del consulado. Desde las primeras luces del alba, Ryder trabajaba junto a Jock McCrump en las reparaciones del Intrepid Ibis. Cuando desarmaron la cañería de metal perforada, descubrieron que había más daño de lo que habían sospechado inicialmente. Algunos de los fragmentos de metal habían llegado a los cilindros, rayando las camisas. Lo sorprendente era que hubieran podido regresar al puerto.
—Menos mal que no lo dejé acelerar a fondo —murmuró sombríamente Jock—. De haber sido así, tendríamos un verdadero problema. Se habían visto obligados a sacar el pesado motor del casco del Ibis y descargarlo en el embarcadero de piedra. Luego, lo habían llevado al taller en carreta de bueyes, tomando un largo camino para evitar las callejuelas estrechas. Llevaban diez días trabajando en él, y las reparaciones casi estaban completas. Ryder se limpió las manos en un trozo de algodón y le echó un vistazo a la nota. Se la pasó a Jock.
—¿Quieres venir a ver el espectáculo que dará el alcalde?
Jock gruñó. Con unas largas pinzas levantó una incandescente placa de metal de la fragua y la llevó al yunque.
—Lo más probable que es que no tengamos más remedio que ver muy de cerca a ese digno caballero oriental, Osman maldito Atalan, sin necesidad de ir a mirarlo ahora. —Alzó la pesada maza de herrero y comenzó a martillar el metal para darle forma. Ignorando a Ryder, lo sumergió en una tina llena de agua. Se enfrió en una siseante nube de vapor, mientras Jock miraba con ojo crítico. Estaba haciendo un parche para uno de los agujeros de cañonazo del casco del Ibis. No quedó satisfecho con el resultado, y, silbando desafinadamente, lo regresó a la fragua. Sonriendo, Ryder fue a los establos a buscar su caballo.
Cruzó el canal por el arrecife de tierra, y cabalgó atravesando multitudes hasta el portón del palacio consular. Esperaba poder eludir al general Gordon, y distinguió con satisfacción su inconfundible figura de uniforme caqui en el parapeto superior del fuerte Murkan, rodeado de media docena de sus oficiales egipcios. Cada uno tenía un telescopio o un par de binoculares, que enfocaban hacia la orilla norte del Nilo Azul, de modo que Ryder pudo pasar frente al fuerte y alcanzar el consulado sin que lo notaran. Entregó su caballo a uno de los mozos de cuadra y caminó por los desnudos jardines hasta la entrada a la legación. Los centinelas lo reconocieron de inmediato y le hicieron la venia cuando entró en el vestíbulo principal.
Un secretario egipcio se apresuró a recibirlo. Como la de todos, su expresión era preocupada y nerviosa.
—El cónsul está en la atalaya, señor Courtney —le dijo el hombre—. Me pidió que tenga la bondad de buscarlo allí.
Cuando Ryder salió al balcón, la familia Benbrook no lo vio de inmediato. Estaban agrupados en torno a un gran telescopio montado sobre un trípode. En ese momento, era el turno de Amber, quien estaba de pie sobre una silla con respaldo de caña para llegar a la lente. Entonces, Saffron se volvió y lanzó un chillido de deleite.
—¡Ryder! —corrió a tomarlo del brazo—. Tienes que venir a ver. Es muy emocionante.
Ryder miró a Rebecca y sintió que se le cerraba la boca del estómago. No demostraba rastros de sufrimiento por el reciente y frustrado viaje río abajo. Por el contrario, lucía fresca, incluso bajo las capas de enaguas de crespón verde que emergían de su miriñaque. Llevaba una cinta color amarillo fuerte en la copa de su sombrero de paja y su pelo caía en bucles sobre sus hombros. El sol se reflejaba en ella.
—No deje que la niña lo moleste, señor Courtney —le dijo con una sonrisa formal—. Desde el desayuno hace lo que se le da la gana.
—Eso es majestuoso y digno de una reina —dijo con satisfacción Saffron.
—No —le dijo Amber quitando los ojos del telescopio—, es que eres desobediente y molesta.
—Que reine la paz —dijo Ryder sonriendo—. El amor entre hermanas es una cosa hermosa.
—Me alegro de que haya podido venir —le dijo David—. Lamento alejarlo de su trabajo, pero vale la pena ver esto. Ya has mirado bastante por el telescopio, Amber. Déjaselo un rato al señor Courtney.
Ryder se dirigió al parapeto, pero antes de mirar por el telescopio, dirigió su mirada al otro lado del río. Era un espectáculo extraordinario: hasta donde alcanzaba la vista, la tierra parecía estar en llamas. Le llevó un momento darse cuenta de que lo que le daba al cielo ese aspecto brumoso y empañado no era humo, sino la polvareda que levantaba una vasta masa en movimiento de seres vivientes, humanos y animales, que se extendía hasta el horizonte del este.
Aun a la distancia se percibía un grave reverberar en el aire, como el zumbido asordinado de una colmena, o el murmullo del mar en un día sin viento. Era el sonido de asnos que rebuznaban, vacas que mugían, ovejas de rabos gordos que balaban, y de miles de pezuñas, pies que marchaban. Era el crujido de la carga de los camellos y el rechinar de los ejes. Era el castañeteo de las rodelas de cuero de jirafa, de las lanzas y las espadas que golpeaban sus vainas, el trueno de los carros de artillería y el tren de municiones. Luego, más claramente, oyó el barrito de las ombeias, las trompetas de batalla sudanesas, talladas en un solo colmillo de marfil. La llamada guerrera de esos instrumentos viajaba inmensas distancias por el aire del desierto. Por debajo de ella se oía el grave latir de cientos de grandes atabales de cobre. Cada emir cabalgaba a la cabeza de su tribu precedido por sus tambores, sus trompetas y portaestandartes. Los rodeaban sus mulamezin, sus guardaespaldas, sus hermanos, sus hermanos de sangre y sus aggagiers. Aunque ahora cabalgaban unidos por la santa yihad del Divino Madí, la mayor parte de estas tribus estaban enfrentadas por seculares deudas de sangre y no confiaban una en la otra.
Los estandartes eran de todos los colores del arco iris, bordados con textos del Corán y alabanzas a Alá. Algunos eran tan grandes que hacían falta tres o cuatro hombres para mantenerlos en alto, flameando y chasqueando en la caliente brisa del desierto. La colorida belleza de los estandartes y las arlequinescas aljubas con aplicaciones de los guerreros contrastaba con el despojado paisaje.
—¿Cuántos le parece que son? —preguntó David como si hablara del público de un día de carreras en Epsom.
—Sólo el diablo lo sabe —Ryder meneó la cabeza, dudando—. Desde aquí no se ve dónde terminan.
—¿Diría que llegan a cincuenta mil?
—Más —dijo Ryder—. Tal vez muchos más.
—¿Puede distinguir al grupo de Osman Atalan?
—Desde ya que debe estar a la vanguardia. —Ryder aplicó su ojo al telescopio y lo enfocó a las primeras filas. Distinguió los estandartes escarlata y negro—. Allí está el diablo ése. ¡Delante de todo!
—Creí que me había dicho que nunca lo había visto —dijo David.
—No hace falta que nos presenten. Le digo que es él.
En medio de la agitación y la algarabía, la dignidad y el carisma de la esbelta figura montada en un caballo color crema eran inconfundibles.
En ese momento, se produjo una súbita conmoción entre la vasta muchedumbre de la otra orilla. Por el telescopio, Ryder vio que Osman se erguía sobre los estribos y enarbolaba su montante. Las primeras filas de los mulazemin se lanzaron a una furiosa carga, y él los condujo directamente a un pequeño grupo de jinetes que se acercaba a ellos desde la dirección de Omdurman. Mientras se precipitaban hacia adelante, las masas montadas en caballos y camellos descargaban festivas andanadas de disparos al aire. El humo azul se mezclaba con la polvareda, y las puntas de las lanzas y las hojas de las espadas destellaban como estrellas entre las nubes.
—¿A quién van a recibir? —preguntó alarmado David.
Ryder enfocó la lente sobre un pequeño grupo de jinetes y lanzó una exclamación al reconocer los turbantes verdes de los dos jinetes que iban a la cabeza.
—Vaya, parece que son el Divino Madí en persona y su califa, el poderoso Abdulahi. —Ryder procuró que su tono fuese sardónico y peyorativo, pero nadie se engañó.
—Con esa simpática banda de forajidos sentando sus reales allí, el camino al norte queda firmemente cerrado. —Aunque David lo dijo con tono ligero, sus ojos se velaron cuando miró a sus tres hijas—. Ya no podremos escapar de este malhadado lugar. —Cualquier respuesta que Ryder hubiese dado habría sonado hueca, y contemplaron en silencio el encuentro de los dos hombres que tenían la suerte de la ciudad y de todos sus habitantes en sus manos ensangrentadas.
Con la espada desenvainada y su larga trenza golpeándole la espalda, Osman Atalan cargó directamente hacia la figura montada del Madí. El profeta de Alá lo vio avanzar en un remolino de polvo entre el ensordecedor rebuzno de los cuernos de guerra y el batir de los tambores. Frenó su corcel blanco. El califa Abdulahi detuvo su caballo unos pasos por detrás de su amo, y ambos esperaron la llegada del emir.
Osman frenó de golpe a Agua Dulce, que se detuvo con un patinazo y sacudió su montante frente al rostro del Madí.
—¡Por Dios y su profeta! —gritó. La hoja que había matado a cientos de hombres y elefantes estaba a sólo un dedo de los ojos del Madí.
El Madí se quedó inmutable, con una sonrisa serena que mostraba la falya que separaba sus dientes.
Osman volvió grupas y se alejó al galope. Su guardaespaldas y portaestandartes lo siguieron en un galope tan salvaje como el suyo, disparando al aire sus fusiles Martini-Henry. A una distancia de trescientos pasos, Osman convocó a sus hombres, que se reagruparon detrás de él. Alzó su espada y volvieron a cargar en falange escalonada directamente hacia las dos figuras aisladas. En el último instante, Osman frenó a su yegua con tanta violencia que ésta cayó sentada sobre su grupa.
—La ilaha ilallah! ¡El único Dios es Dios! —aulló—. Muhammad Rasul Alá! ¡Mahoma es el profeta de Dios!
Los jinetes se retiraron cinco veces, y cinco veces volvieron a carga. A la quinta carga, Muhammad Ajmed, el divino Madí, alzó la mano derecha y dijo suavemente: "Alá karim! ¡Dios es generoso!"
De inmediato, Osman se arrojó de su yegua y besó el pie del Madí, que, calzado con su sandalia, reposaba sobre el estribo. Era un acto de la máxima humildad, la entrega del alma de un hombre a otro. El Madí le sonrió tiernamente. Emanaba un perfume especial, mezcla de sándalo y esencia de rosas, conocido como el Aliento del Madí.
—Me complace que hayas venido a unirte a mis fuerzas y a la yihad contra el turco y el infiel. Levántate, Osman Atalan. Cuentas con mi favor. Entrarás conmigo en la ciudad de Alá, Omdurman.
* * *