26

Newton Hoon estaba sentado en su caravana, bebiendo bourbon en un vaso largo y viendo la televisión. La presentadora menuda del apellido compuesto se encontraba en el bosque, mostrando dónde se habían matado James Rein y Eugene Dean y diciendo que ambos eran de Tunica, pero sin hacer ninguna referencia a Rose.

A continuación la periodista apareció en el claro y, tras explicar que allí era donde se habían batido en duelo Arlen Novis, ex ayudante del sheriff del condado de Tunica, y Germano Malaroni, agente inmobiliario de Detroit, afirmó que habían «participado» en un enfrentamiento sin sentido que les había acarreado la muerte. Eso no te lo crees ni tú, pensó Newton Hoon. De Walter ni siquiera había hablado. Ni del negrata y los dos sudacas. Newton se acordó entonces del que le había respondido que el negrata había ido a follarse a su mujer cuando él le había preguntado dónde estaba. Le había molestado, por supuesto, pese a que sabía que no era cierto. Primero, porque Myrna no estaba nunca en casa —iba a jugar al bingo todas las noches sin excepción—; y, segundo, porque ni siquiera un negrata querría follársela. Myrna pesaba ciento ochenta kilos en pie. A ver quién era capaz de encontrarle el conejo.

La televisión emitió a continuación unas imágenes tomadas desde un helicóptero que mostraban el claro, el bosque y el camino del terraplén, el campo donde se había celebrado la recreación y los campamentos, donde las tiendas ya habían sido desmontadas. No quedaba nada salvo el establo con el cartel todavía colgado y los terrenos vacíos.

Como para creerse lo que contaban en los informativos, pensó Newton. Él lo había visto todo, joder.

Había llamado a Walter tanto aquel día como el anterior, y en ambas ocasiones le había salido el contestador automático con su voz, diciendo que en aquel momento no se encontraba en su oficina y que dejara un recado. En ninguna de las ocasiones había sabido expresar lo que quería decir. Walter tenía que enterarse de que él le había visto disparar a Arlen y de que iba a costarle caro. Pero Newton creía que no podía dejarle eso grabado en el contestador, sino que tenía que decírselo a la cara. Llamó a la oficina de Walter en Corinth y le respondieron que se encontraba en Ciudad del Sur, Tunica. Newton insistió: Kirkbride no estaba allí. Le repitieron que sí estaba: si se hubiera marchado a otra parte, les habría informado de ello.

La noche anterior Newton había ido al Tishomingo, a ver si el negrata seguía alojándose allí, y se había encontrado al saltador actuando. Había bastante público, porque había salido por televisión y la gente quería verlo saltar. Newton no tenía nada contra él, de lo contrario se habría escondido entre los árboles con una escopeta de caza y se lo habría cargado en la escalera. Eso era lo que debería haber hecho Arlen. Se dirigió a la recepción del hotel y preguntó en qué habitación se alojaba el chico de color, que era la expresión que habría utilizado Walter. La recepcionista le preguntó a quién se refería. Newton le respondió que al negrata y luego exclamó: «¿Tantos tienen alojados en el hotel, joder?» La joven le preguntó entonces cómo se llamaba el huésped, porque el nombre le permitiría averiguar si estaba registrado. Ése era el problema. No se acordaba, mierda. Newton salió al aparcamiento y estuvo veinte minutos buscando por todas partes el coche del negro. Luego fue a la entrada del hotel y lo vio. Debería habérselo imaginado. El negrata se creía muy importante y utilizaba el servicio de aparcamiento del hotel.

Newton sabía ahora lo que tenía que hacer: quedarse sentado en la camioneta con unos pastelillos y unas Pepsis para vigilar el coche. Cuando el negrata lo cogiera para volver al norte, lo alcanzaría en la carretera y le pegaría una buena perdigonada. Después ya tendría tiempo de encontrar a Walter y llegar a un acuerdo con él.

Annabanana no se tragaba la versión de lo ocurrido que daban en el informativo, pero no quería preguntarle a Robert directamente cómo había conseguido que interpretaran el caso de esa manera. Lo que le decía eran cosas como:

—¿Cuatro tíos se matan a tiros a la vez y casi en el mismo sitio, y la policía no sospecha nada?

—¿Sabes por qué? —dijo Robert—. Porque han muerto todos los malos de la película. A partir de ahora los agentes del sheriff y de la AIC no tendrán que volver a ocuparse de ellos. Y esta versión es la única que tienen. No hay testigos, ni pistas que puedan servirles de algo. ¿Hay algún sospechoso? Ninguno, porque con uniformes todos parecemos iguales y acabamos confundiéndonos unos con otros. ¿Entiendes lo que te digo?

Robert se encontraba en el balcón, viendo el espectáculo de saltos. Dennis estaba en ese preciso momento saltando del trampolín y demostrando que era un experto en la materia. De los anuncios se encargaba Charlie.

Anne estaba haciendo las maletas. Salía del dormitorio cuando tenía algo que decir y Robert aprovechaba entonces para hacer indagaciones.

—¿Qué te ha preguntado John Rau?

—Si lo veía venir y si me parece que el asunto tiene que ver con el pasado de Jerry, con sus contactos en Detroit. Le respondí si se refería a sus negocios inmobiliarios.

—La misma clase de preguntas que me han hecho a mí durante tres horas.

—John ha estado muy amable. He llorado un poco, me he sorbido la naricilla y me he sonado. Me lo habría hecho con él en el suelo.

—¿Se te ha ocurrido algún otro sitio extraño para hacerlo?

—¿Qué te parece la ducha?

—Chica, la próxima vez que quieras casarte búscate a un ejecutivo hecho y derecho al que le parezca una pasada hacérselo en la ducha. —Robert impostó entonces voz de blanco—: «¿En la ducha? ¿Lo dices en serio?» —Luego preguntó—: ¿Así que mañana van a entregarte el cadáver?

—John no ve ningún problema. No tengo ninguna gana de subir al avión.

—Querida, no van a ponértelo en el asiento de al lado. Lo llevarán con el equipaje.

—No sé por qué —dijo Anne—, pero tenía el presentimiento de que lo iban a matar.

Robert no dijo nada. Ella le preguntó si iba a asistir al funeral y él le respondió que seguramente iría a pasar un par de días. Anne entró en el dormitorio y él fue a ver el espectáculo. En ese momento no pasaba nada: Dennis estaba preparándose para el próximo salto. Se tomaba las cosas con calma. Quizá fuera a ejecutar el salto del fuego. Según le había explicado Charlie, no lo había hecho nunca.

Entonces oyó a Anne decir:

—¿Estás preocupado por mí?

Se volvió y la vio en la puerta del dormitorio, vestida con una braga y un sujetador pequeños.

—Teniendo en cuenta todo lo que te juegas, no. Es imposible que lo estropees todo. Pero ya sabes que John Rau podría pasar de nuevo a verte y hacer el puto numerito de Colombo. Cuando creas que ya te has librado, volverá y preguntará: «A todo esto, no estará usted acostándose con ese negro, ¿verdad?»

Anne se le acercó.

—Y yo le responderé: «Oh, de vez en cuando, para ver si me cambia la suerte.» ¿Vamos?

—Un minutito, encanto. Dennis está a punto de acabar.

—Pensaba que ya no os hablabais.

—Sólo lo veo por televisión, pero hemos hablado por teléfono. Hemos quedado mañana. Ven a ver esto conmigo, encanto: Dennis va a saltar de la escalera envuelto en llamas. —Volvió a mirar—. Ahí va. Está subiendo por la escalera con la capa puesta. —Anne se puso a su lado y él le rodeó los hombros con un brazo y la acarició—. Vas a echarme de menos, ¿lo sabes? Vas a echar de menos la diversión. —Luego dijo—: Fíjate, ya ha llegado arriba. Se ha empapado la capa con gasolina de alto octanaje. Debajo lleva dos chándales de algodón negro y la capucha de una sudadera bien atada. Se ha metido en la piscina para mojar los chándales lo más posible. Creo que es la única protección que lleva.

—¿Va a prenderse fuego a sí mismo?

—De eso se ocupa Charlie. Han tendido un cable que conecta una batería con un petardo, una bolsita con pólvora negra. Cuando Charlie apriete el interruptor, Dennis se convertirá en una antorcha humana. Le he preguntado si es algo simbólico, si es como la cruz en llamas del Ku Klux Klan y si, cuando caiga en el agua y se apague, el racismo quedará extinguido. Charlie me ha dicho que Dennis lo llama simplemente el salto del fuego.

Robert sonrió y enseñó sus dientes blancos.

Vieron cómo Dennis se transformaba en una bola de fuego a doce metros de altura y se quedaba inmóvil sobre el trampolín. No se le veía, pero ahí estaba, entre las llamas. Entonces Robert gritó desde el balcón:

—¡Salta!

Y Dennis se lanzó directamente a la piscina.

—Colega… —exclamó Robert.

—Joder, tampoco es para tanto —dijo Anne.

Dennis avanzó por la pasarela de la piscina con más de veinticinco kilos de ropa mojada encima, buscando a Loretta con la mirada. Las chicas chillaban, pero a ella no la veía. Tampoco había asistido la noche anterior.

Billy Darwin, encorvado y con un bastón, rodeó la piscina con ayuda de Carla. Dennis estaba quitándose los chándales y el traje de neopreno que llevaba debajo. Sin mencionar la lesión, Darwin le dijo que el salto del fuego causaba sensación y le preguntó si podía hacerlo desde la palanca más alta. Dennis le respondió que prefería no lanzarse de cabeza desde veinticinco metros con todo ese peso encima, que era demasiado arriesgado, pero que no le importaba saltar de pie envuelto en llamas.

—Pero ¿cómo lo anunciaría? ¿Como un mortal de fuego con caída de pie?

—Saltar desde arriba del todo se las trae, pero vaya sensación que produce, ¿eh? —comentó Billy Darwin.

Carla no dijo nada sobre el salto del fuego, pero le habló de la entrevista que le habían hecho Diane y su equipo el domingo en el campamento unionista.

—Estabas muy guapo por televisión con el uniforme.

Fue justo después del tiroteo. Cuando salía del bosque con Robert, Dennis no sabía si debía contarle a Loretta lo ocurrido o si debía esperar a que se enterase por su cuenta. Entonces se encontró con la cámara delante. Sin embargo, Diane sólo le preguntó por la recreación: si se había divertido, si se la tomaba en serio, si pensaba que repetiría. Robert estaba mirando, y John Rau, que pasaba en aquel momento por el campo, se fijó en ellos. Dennis respondió a todas las preguntas que sí, pues, con todo lo que tenía en la cabeza en ese momento, no podía pensar. Acabada la entrevista, Diane le preguntó.

—¿Quieres hablar ya conmigo? —Se refería al asunto de Floyd Showers—. Recuerda que me dijiste que me lo contarías.

Dennis recordaba que se había arrepentido de haberle contado que aquella noche estaba en la palanca. Diane lo había mirado con sus ojos dulces y le había preguntado si quería ir a Memphis. Pero ahora, después de lo que le había ocurrido a Arlen, las cosas habían cambiado. Robert lo salvó diciendo:

—Vamos, colega. Tenemos que irnos.

Dennis le aseguró a Diane que se pondría en contacto con ella. En el coche, Robert dijo:

—¿Te has fijado? Han dejado a John Rau en libertad. Además nos ha visto, de modo que no pensará que nos encontrábamos en otro sitio.

La entrevista de Diane había sido el domingo.

Cuando se marcharon Billy Darwin y Carla, Charlie le dijo a Dennis que la presentadora de televisión había venido al hotel sin su equipo.

—Supongo que querrás verla. Me ha pedido que te diga que está en el bar. De todas formas, te advierto que Vernice está preparándote la cena. Espera que vayas nada más acabar aquí. Si no vas, te perderás todo un banquete y ella se sentirá dolida. Pero a ti te da igual, ¿verdad?

Dennis se había puesto el vaquero y la camisa de trabajo.

—Espérame —dijo—. Tengo que subir a desenganchar el cable del petardo. —Charlie le respondió que le esperaba en el bar y Dennis dijo—: Pero si está Diane…

—Ya eres mayorcito —le contestó Charlie—. Si no quieres hablar con ella, dile que tienes que ir a casa a cenar.

Dennis subió por la escalera hasta el trampolín de doce metros, desenganchó el cable y lo dejó caer al suelo. Cuando se pasó al otro lado de la escalera para descender, advirtió que en el césped había una persona mirándolo. Estaba sola. Sin necesidad de distinguirle la cara supo que era Loretta.

Llevaba una falda negra corta y una especie de blusa de color claro.

—Ayer no pude venir —dijo—. Estaba en la funeraria.

—Estuve buscándote.

—Quería venir, pero… Tenía cosas que hacer.

—¿Tienes coche? —preguntó Dennis. Y vio que sonreía: ella le había hecho la misma pregunta.

—Ahora sí. Tengo dos, pero uno de ellos no sé dónde está.

—¿Podemos ir a alguna parte?

—A casa no voy a llevarte. Todavía hay demasiadas cosas de Arlen. —Luego le preguntó—: ¿Te apetece comer algo? ¿Ir a un bar o a un motel?

—Ya sé dónde podemos ir —dijo Dennis, y la llevó al hotel.

Pidieron una suite para una noche y se lo pasaron en grande, realmente en grande. Pusieron música, se desnudaron y se relajaron como se relajan un hombre y una mujer que no pueden quitarse las manos de encima. Hicieron el amor y se tomaron unos combinados de vodka y unos calamares.

Loretta dijo:

—El domingo fue el mejor día de mi vida. No lo digo porque muriera Arlen. Lo fue desde el momento en que entraste en la tienda a lavarme la espalda. No acabo de creerme que fuera capaz de pedírtelo, pero me alegro de haberlo hecho. Con eso me conformo para el resto de mi vida. Y eso a pesar del calor que hacía. Ahora ya son dos los mejores días de mi vida. ¿A qué estamos hoy? ¿A miércoles? Pensaré en los dos a la vez.

—Esto no es más que el principio —dijo Dennis.

—Dios, eso espero. ¿Te has quemado antes?

—Yo nunca me quemo.

—Eres lanzado y divertido. Y no te lo tienes creído en absoluto.

Él le dijo:

—Cuando te he visto con la falda negra, he sabido inmediatamente que eras tú.

—Es vieja.

—Me encantan tus piernas. —Añadió—: Me encanta todo tu cuerpo.

—¿Y mi cabeza?

—También. ¿Tienes hambre?

Pidieron al servicio de habitaciones un estofado de cangrejo que, según Dennis, era tan bueno como los que preparaban en Nueva Orleans. Luego le contó que un tío llamado Toro Rey decía que el mejor estofado de cangrejo lo había comido en Tucson, Arizona. Loretta dijo que era la primera vez que lo comía, pero que estaba rico. Mientras comían se miraron y de vez en cuando se acariciaron las manos. No hablaron sobre lo ocurrido el domingo. Ella no mencionó a Arlen, ni le preguntó a Dennis qué había hecho tras irse de la tienda. Él le preguntó si había visto la recreación. Ella respondió que no.

—Me quedé sentada fuera de esa estúpida tienda, pensando en ti. Podía olerte y sentía tu pelo en mis manos. Tienes un pelo muy bonito. —Luego le preguntó—: ¿Vamos a pasar la noche aquí?

—Eso tenía pensado.

—Mañana es el entierro. Tengo que salir temprano. —Entonces le dijo—: No me gusta ser tan brusca, pero ¿volveré a verte?

Loretta le tenía fascinado.

—Claro —respondió.

—¿No vas a salir huyendo inmediatamente?

—Ésta es mi última semana, pero estoy seguro de que voy a pasar aquí el resto del verano. Mi jefe ha acabado teniendo respeto por lo que hago.

—¿Sabes por qué estamos juntos?

—Sí, por la tarta Niña Traviesa.

Entonces ella le preguntó:

—Significo algo para ti, ¿verdad?

—Por supuesto.

—¿Sabes por qué?

—Es algo que… no sé, ocurre y punto. A veces conozco a una chica y pienso ¿y si…? Cuando te conocí, me dije: ¡Sí!, porque no puedo dejar de pensar en ti ni un segundo.

—A mí me pasa lo mismo —dijo Loretta—. Me muero de ganas de enterrar a mi marido y continuar con mi vida.

—Date prisa, ¿quieres?

Llegó a casa a las ocho y media de la mañana. Charlie estaba todavía en la cama. Vernice se encontraba en la cocina, con una revista abierta sobre la mesa.

—Vaya —dijo. Hizo una pausa y añadió—: Debes de habértelo pasado en grande. ¿Te has enamorado?

Podría haberle respondido que sí, pues creía que así era, pero le dijo que se había quedado dormido.

—Eso es lo que te ocurre después de hacerlo. ¿Has estado en Memphis?

—¿Por qué iba a ir yo a Memphis?

—Charlie me dijo que habías quedado con esa presentadora de televisión de apellido compuesto.

—No, no había quedado con ella.

—Bueno, según Charlie, ella había quedado contigo. También me dijo que un admirador le invitó a una copa y que, cuando volvió a mirar, ella había desaparecido. Se imaginó que os habríais ido juntos.

—Ni siquiera la vi. Oye, perdona que no viniera a cenar. ¿Qué preparaste?

—Eso ya no importa, ¿no crees?

—Me quedé en el hotel. Tomé una habitación, para ver cómo son. ¿Conoces a la recepcionista esa, Patti, la de la melena espectacular?

—Sí, Patti.

—Me invitó.

—Eres un impresentable. ¿Vais en serio?

—Es demasiado joven.

—Y además tiene los dientes salidos —añadió Vernice—. Dientes de conejo, como se suele decir.

—Es muy simpática.

—Menos mal. ¿Quieres desayunar?

—Ya he tomado un café.

—Siéntate, que voy a prepararte unos huevos. ¿Saltas esta tarde?

—Todavía no lo sé. Robert pasará a recogerme.

—No has hablado de él desde que mataron a su amigo, el que Charlie fue a recoger a Memphis, ¿te acuerdas? Vi a su mujer en el vestíbulo del hotel, con gafas de sol y un traje negro muy mono. Tiene estilo. Pero hay algo en ella que… No sé qué es, pero no me extrañaría si un día abriera esta revista y me la encontrara en una foto con las gafas de sol.

—¿Cómo les va a Nicole y Tom?

—Han averiguado la identidad del amante secreto de ella.

—¿Quién es?

—Un italianini. ¿Quieres un par de huevos fritos sí o no?

Newton vio que el mozo aparecía con el Jaguar y daba la vuelta para pararse delante de la entrada del hotel, donde esperaba el negrata con las gafas de sol. Se había pasado toda la noche en la camioneta y hacía poco había ido por un café para llevar. Se metió una bola de tabaco Copenhaguen entre los dientes y el labio inferior, lo chupó y encendió el motor.

Se llevó una sorpresa cuando vio que Robert Taylor —así se llamaba; para acordarse tenía que pensar en la estrella de cine— iba en dirección sur, hasta Tunica, y se detenía delante de una casa de School Street, pasadas las oficinas de fianzas. Cuando el saltador salió de la casa y subió al coche se llevó otra. Newton se preguntó adónde irían. Al final tomaron la 61, en dirección sur. Pero a él le daba igual adónde fueran: aquel trecho de carretera era el lugar perfecto para ponerse a su lado y meterles una perdigonada.

El problema era que, aunque podía seguir al puto coche negro con la mirada, no conseguía alcanzarlo.

Esta vez Robert no puso música. Pidió a Dennis que lo acompañara a ver a Walter Kirkbride. Quería decirle una cosa y podían hablar durante el trayecto.

—El salto del fuego, colega… —exclamó mientras conducía—. Cuando te vi hacerlo, me convencí de que eres el hombre que busco.

—Gracias de todos modos —dijo Dennis.

—Te lo impide tu conciencia —afirmó Robert—. Ése es el problema de tener conciencia. Yo controlo la mía: sólo le hago caso cuando quiero.

—Tú razonas las cosas a tu manera.

—Las distorsiono cuando me hace falta. ¿Recuerdas que te conté que todo el mundo creía que Robert Johnson tenía que haber vendido el alma para tocar como tocaba, pero que él nunca admitió haberla vendido o dejado de vender?

—Me acuerdo.

—Pues bien, ¿quién iba a saberlo mejor que él? Lo que hizo fue marcharse del Delta, ir a Hazlehurst, donde vivía su madre, y dedicarse a machacar. ¿Sabes lo que significa machacar? Significa encerrarte y encontrar tu propio sonido, tu toque particular, lo que te distingue. Robert Johnson estuvo encerrado dos años y encontró su estilo. Luego volvió al Delta y, según Sam House, «terminaba de tocar y todo el mundo se quedaba con la boca abierta». ¿Entiendes lo que te digo?

—Si quieres algo, esfuérzate —respondió Dennis—. Si quiero montar un espectáculo de saltos, tengo que mover el culo y buscar los medios para ello.

—Lo que quería decirte es que puedo ayudarte —dijo Robert—. No quiero prometerte nada hasta que vea cómo sale este asunto. Antes tengo que conseguir que Walter Kirkbride acepte. Si funciona, quizá pueda ayudarte.

—¿Por qué?

—Porque eres mi colega. Porque tienes el valor para empaparte de gasolina y lanzarte de esa palanca.

—¿Te refieres a si Walter se mete en el negocio contigo?

—Me refiero a si Walter trabaja para mí. Eso es lo que tengo que averiguar. He estado buscándolo, pero anda escondiéndose. El hecho de haber matado a un hombre no le dejará dormir tranquilo. Pero creo que sé dónde encontrarlo.

Un minuto después, en el cruce de Dubbs, doblaron a la izquierda.

—¿Vamos al Bichero? —preguntó Dennis.

Allí iban. Cruzaron el aparcamiento y fueron a la parte de atrás, donde había dos caravanas y un coche.

—¿Lo conoces?

—Es el Dodge de Arlen.

—El que suele conducir Walter cuando viene a visitar a su amorcito —precisó Robert—. Walter quiere mantener su romance en secreto.

—También es posible que Arlen lo dejara aquí… —dijo Dennis.

Robert dobló para salir por el otro lado.

—Eso es lo que vamos a averiguar.

Cuando llegó, Newton esperaba ver el coche negro aparcado delante del Bichero. Pero el vehículo no se encontraba allí. Tampoco estaba en la carretera, pese a que había ido en esa dirección y no podía haber desaparecido de vista tan rápidamente. Newton pasó lentamente por delante del establecimiento, preparado para disparar, y echó un vistazo por el retrovisor. Joder, allí estaba: acababa de salir de detrás del Bichero y ahora iba a aparcar.

Entraron —Robert con su maletín—, cruzaron la pista de baile y se dirigieron a la barra. Ambos recorrieron el bar con la mirada y comprobaron que no había nadie. Robert dijo:

—Wesley, colega… Te he traído un regalo que te va a encantar. No querrás quitártela. —Puso el maletín sobre la barra, lo abrió y sacó una de las camisetas de ¡PONGA A PRUEBA SU BRAZO! La extendió para que Wesley la leyera y luego se la arrojó a las manos—. Quítate esa camiseta de tirantes de paleto que llevas y ponte algo elegante.

Wesley dijo:

—¿No la puedo llevar encima?

—Claro, colega. Así irás a la última. Oye, dime una cosa. ¿Cuánto tiempo lleva mi amigo Walter ahí atrás con su chica? ¿Dos días?

Wesley respondió con la cabeza tapada.

—¿Cómo dices, Wes?

—Sí, creo que sí —dijo mientras se enfundaba su estrecho torso en la camiseta—. La chica le lleva comida. ¿Sabes quién va a dirigir el local ahora?

—Mi colega Dennis te pondrá al corriente —respondió Robert—. Ponle un cóctel mientras yo voy a ver a los tortolitos.

Newton aparcó junto al coche negro. Cogió la escopeta del bastidor que tenía a lo largo de la ventanilla, y bajó de la camioneta. Estaba nervioso y, debido a la ansiedad, le dieron ganas de mear. Se le ocurrió entrar en el bar, matarlos a los dos y luego ir al servicio. Pero pensó que sería mejor mear primero, allí mismo, sobre el coche del negrata.

Dennis pidió un botellín de cerveza y, entre trago y trago, le explicó a Wesley que no sabía exactamente si la propiedad del local iba a pasar a otras manos o si había otros socios. Luego dijo:

—Aunque quizás estén muertos también, ¿no?

Estaba pensando en Jim Rein, Eugene Dean y el otro, el barbudo, el que no sabían dónde se había metido. Aunque también era posible que la mujer de Arlen se quedara con el establecimiento.

No había que descartar esa posibilidad. Igual el bar acababa en manos de Loretta. Entonces Robert tendría que comprárselo si quería convertirlo en su centro de operaciones. Y así Loretta podría tal vez cambiar antes de vida.

Robert pasó al lado del Dodge Stratus y se dirigió a la caravana, subió hasta la puerta que tenía TRACI grabado con letra rebuscada, y llamó. Esperó y volvió a llamar.

—¿Traci?

La voz de la chica sonó dentro de la caravana.

—Hoy no puedo ver a nadie.

—No vengo a verte a ti, encanto. Tengo que hablar con mi socio, el señor Kirkbride. ¿Me abres, por favor?

La puerta se abrió unos centímetros, y Robert le vio la cara. Traci lo miró con recelo.

—¿Qué quieres?

Robert levantó la voz.

—Walter, sal de una vez antes de que se me acabe la paciencia.

Wesley apoyó los brazos en la barra. Su pálida piel mostraba manchas azules de viejos tatuajes cuyo dibujo Dennis no lograba distinguir. Puso el maletín de Robert a un lado y bajó la tapa, pero sin cerrarlo del todo. Había preguntado a Wesley cuánto tiempo llevaba trabajando allí. El camarero le respondió que desde que Arlen había comprado parte del Bichero.

—Soy su tío por parte de padre.

—No pareces tan mayor —comentó Dennis.

—No hace falta serlo —respondió Wesley.

El camarero alzó la vista y se apartó bruscamente de la barra para ponerse erguido. Dennis se volvió y vio a Newton en la puerta apuntándoles con una escopeta de dos cañones. Newton dio unos pasos y se detuvo a unos seis metros de distancia para recorrer el bar con la mirada.

—¿Dónde está todo el mundo?

—Todavía no ha venido nadie —respondió Wesley.

—¿Dónde está el negrata?

Wesley señaló el fondo. Dennis se volvió a tiempo de ver abrirse la puerta que había junto al escenario. Entonces entró Robert, seguido de Walter y Traci. Dennis vio que Newton los encañonaba.

—Dios mío, venís los dos juntos. Ni rezando hubiera podido esperar esto.

—¿Has venido a tomar algo fresco, Newton? —preguntó Robert. Parecía no haberse dado cuenta de que estaba apuntándole con una escopeta—. Te invito a una cerveza.

Robert echó a andar en dirección a la barra.

—¡Quieto donde estás! —le gritó Newton.

Robert se detuvo, puso cara de extrañeza y miró a Newton con ceño.

—¿Qué pasa?

Newton hizo una señal a Walter y Traci con la escopeta para que se apartaran de Robert y dijo:

—Walter, no quiero hacerte daño. Después hablamos.

Sin apartar la mirada de Newton, Dennis metió la mano izquierda en el maletín y hurgó entre los papeles y carpetas hasta encontrar la pistola de Robert, la Walther PPK de James Bond.

—¿Después de qué? —preguntó Walter.

—Pues después de que mate al negrata —respondió Newton—. Iremos a tu oficina a recoger el cheque que me debes.

—No sé de qué me hablas.

Dennis empuñó la pistola. Estaba seguro de que Robert la llevaba siempre cargada, pero no sabía si estaba lista para disparar ni si antes tenía que mover la pieza de arriba que se deslizaba. Si no había una bala en la recámara, cuando apretase el gatillo se oiría un ruido seco. Entonces habría una sin lugar a dudas.

Robert, que seguía con el entrecejo fruncido, le dijo a Newton:

—Vamos, colega, dime en qué estás pensando.

Newton ya lo había dicho: iba a matarlo. Tenía la escopeta apoyada contra el hombro y le apuntaba directamente. Dennis se dio cuenta de que no tenía opción: apretó el gatillo y la pistola se disparó dentro del maletín. La bala lo atravesó e hizo añicos una botella de Jim Beam que había detrás de la barra. Tras sacar el arma, vio que ahora Newton le apuntaba a él con la escopeta. Dennis le pegó un tiro y supo que había acertado en el preciso instante en que la escopeta hacía fuego. Oyó unos cristales hacerse añicos y a Robert decirle que disparase otra vez. Pero entonces vio sangre en la camisa de Newton, arriba del pecho, vio su rostro inerte, vio que soltaba la escopeta y doblaba las rodillas, que le salía algo marrón de la boca, y que caía de bruces al suelo. Dennis dejó la pistola sobre la barra y trató de no mirar a Newton.

Vio que Robert reaccionaba y se hacía cargo de la situación. Fue el primero en hablar. Lo miró y le dijo:

—Eres mi ídolo. No tienes de qué preocuparte. —Robert se volvió hacia Traci y preguntó—: Has visto lo ocurrido, ¿verdad, encanto?

—Sí, él le ha pegado un tiro a Newton —dijo ella.

—Porque Newton le ha disparado.

—Sí, bueno… —respondió ella.

—Tenemos las botellas para demostrarlo —dijo Robert. Entonces miró a Walter—. Walter, tú no has visto nada porque no has estado aquí. ¿Me entiendes? Tú no frecuentas esta clase de sitios. ¿Ves la suerte que tienes conmigo? —Y se dirigió a Wesley—. ¿Qué ha ocurrido, Wesley?

—Lo que ha dicho ella. Newton ha intentado matarnos.

—Ha intentado mataros a ti y a Dennis.

—Yo me encontraba aquí mismo.

—Y el arma estaba sobre la barra, ¿eh?

Dennis se fijó en cómo Robert se metía en el papel.

—Es el arma que guardas aquí, el arma de Arlen. Estabas enseñándosela a Dennis cuando Newton os ha disparado. Tú has cogido el arma y te lo has cargado.

Dennis lo interrumpió.

—Robert, si quieres que sea el arma de Arlen, por mí no hay problema. Pero le he disparado yo.

—Quieres que el mérito sea tuyo.

—No; quiero evitar complicar el asunto más de lo necesario.

Robert volvió a mirar a Wesley.

—Tú sabes que es el arma de Arlen porque fue él quien la guardó aquí. La gente del sheriff, sea quien sea, se la mirará bien y luego te la devolverá. Entonces será tuya, Wesley, podrás guardarla detrás de la barra, donde la tenías antes. —Y añadió—: También puedo darte más camisetas como ésa. ¡PONGA A PRUEBA SU BRAZO! significa que desafías a quien quiera a echarte un pulso. La persona que te gane se llevará una camiseta gratis. —Dennis le vio mirar los nervudos brazos tatuados de Wesley—. Aunque no tienes que hacerlo si no quieres. Ya hablaremos de eso más tarde. Estoy adelantando acontecimientos. —Se volvió hacia a Dennis—. Siempre ocurren imprevistos, ¿verdad? —Sin dejar de mirarlo, añadió—: Colega, me has salvado la vida. —Parecía que acababa de percatarse de ello y que le sorprendía—. ¿Te das cuenta?

—Sí, me doy cuenta —dijo Dennis.

—Estoy en deuda contigo, ¿verdad, colega? —preguntó Robert.

—Sí, sí que lo estás.

—Dime qué quieres.

—A ver, que piense… —dijo Dennis. Se quedó un momento callado y miró a Robert—: ¿Conoces a alguien en Orlando?