25

«Y el primer premio —anunció Charlie por megafonía— es para Mary Jane Ivory por su tarta de uvas Concord con dos capas Yankee Doodle. Enhorabuena, Mary Jane. Si puedes guardarme una ración, pasaré luego a probarla.»

Charlie estaba sentado a una mesa con sus papeles en la plataforma de carga superior del establo. La mayoría de los espectadores estaban repartidos por la pendiente, justo debajo de él, mirando el campo de batalla. Pensó en cómo podía aprovechar el nombre de la tarta para mencionar a los New York Yankees, pero todo lo que se le ocurría resultaba forzado. Se conformó con decirle al público que en la recreación participaban muchos yanquis, pero no con el uniforme de rayas de los jugadores con que él se había enfrentado durante los dieciocho años que había pasado en el béisbol profesional, sino con el azul de los federales.

«Han venido a lo que hemos denominado el cruce de Brice —anunció a continuación—, con la intención de derrotar a Nathan Bedford Forrest y mantener abiertas las líneas federales de aprovisionamiento para el ejército del este. ¿No oyen los tambores? Son las tropas federales, que se acercan. Al otro lado del campo se encuentra la caballería del general Forrest, que está reconociendo el terreno antes de que pase su ejército.»

Los seis soldados de la caballería confederada habían salido del huerto y ahora estaban cruzando el campo de batalla. Pero de pronto aparecieron entre los matorrales de la izquierda unos soldados unionistas y dispararon a los jinetes varias ráfagas de humo blanco, con lo que les obligaron a dar media vuelta y ponerse a cubierto.

«La avanzadilla yanqui los ha frenado. Pero ahora el grueso de la brigada de Forrest va a atacar las líneas federales, y van a tener ustedes la oportunidad de oír el famoso grito rebelde. Luego verán a los yanquis sacar los cañones para responder al ataque. Prepárense. Ahí están.»

Charlie sacó el micrófono del pie, rodeó la mesa y, de pie en la plataforma de carga, vio a los participantes en la recreación a pleno sol, dando lo mejor de sí mismos.

Las líneas federales, desplegadas a lo largo de los matorrales, disparaban a discreción; sus fusiles hacían un ruido seco y la pólvora se transformaba en tenues nubes blancas.

La avanzadilla de rebeldes, que no paraba de gritar, se detuvo y se refugió en el humo para responder a los disparos. En esto empezaron a disparar los cañones desde ambos lados del campo.

Charlie levantó el micrófono.

«Los cañones que están haciendo tanto estruendo y escupiendo todo ese humo lanzan balas de tres kilos. Imagínense que se encuentran en una batalla de verdad, que ven el fuego de los cañones y que saben que se les viene encima una bola de hierro grande de cojones. Disculpen la palabrota, pero da miedo imaginarse en una situación semejante.»

Charlie recorrió el campo de batalla con la mirada. No paraban de disparar, y sin embargo no había bajas en ninguno de los dos bandos.

Buscó a Dennis entre las líneas azules, pero podía ser cualquiera de los que estaban disparando y cargando sus armas. El de la espada, adelantado unos metros, a poca distancia de la mitad de las líneas unionistas, parecía John Rau. Estaba observando cómo se replegaban los rebeldes. En el campo sólo quedaban algunos soldados dispersos, todos con una rodilla en tierra para recargar.

A Charlie le pareció entonces que Rau —el de la espada era sin duda él— se ponía a dar ánimos a sus hombres. Levantó el micrófono y dijo:

«Bien, los rebeldes han sido rechazados. Sin embargo, si se acuerdan de lo que sucedió en Brice, sabrán que el viejo Bedford no cejó en su empeño hasta que logró romper las líneas federales. Ya verán, ya… Pero, mientras se reagrupan los dos bandos, voy a contarles algo interesante. En Antietam, Gettysburg y la segunda batalla de Bull Run combatió un soldado unionista llamado Abner Doubleday. Pues bien, ¿saben ustedes lo que hizo veinte años antes de que estallara la guerra? Inventar el béisbol, un deporte al que yo he dedicado dieciocho años de mi vida. En mi mejor época era capaz de lanzar una pelota rápida a ciento sesenta kilómetros por hora. Si alguno de los jóvenes aquí presentes se ve capaz de lanzar a esa velocidad, le invito a pasar por el hotel Tishomingo y poner a prueba su brazo. La velocidad se calcula por radar. Si es capaz de lanzar la pelota a más de ciento sesenta kilómetros por hora, ganará un premio de diez mil dólares en el acto. Bien, veo en el campo al mismísimo general Forrest a lomos de su caballo, recorriendo las líneas confederadas y animando a sus chicos a dar un buen escarmiento a los yanquis. El hombre que encarna al viejo Bedford es Walter Kirkbride, de Ciudad del Sur… Aquí los tenemos otra vez, lanzándose de cabeza contra los fusiles yanquis, pero los unionistas van a salir a su encuentro.»

Ya era demasiado tarde para pasar de los fusiles yanquis a los bates de béisbol. Charlie soltó un juramento. La batalla había comenzado: unos cuantos rebeldes con sombrero negro habían rebasado la mitad del campo de batalla cuando un cañón yanqui escupió una nube de humo. Todos los confederados de ese grupo se tambalearon o se encogieron de dolor, y cayeron al suelo, muriendo aparatosamente. Eran algunos de los chicos de Arlen, los que ensayaban y luego se quedaban tumbados, bebiéndose el whisky ilegal de las cantimploras hasta que terminaba la batalla.

Sin embargo lo que hicieron fue arrastrarse por el suelo en dirección a las líneas unionistas, ponerse en pie y abalanzarse sobre John Rau, el oficial que se había adelantado. Cuatro de ellos lo pillaron por sorpresa y, sujetándolo de pies y manos, lo levantaron del suelo. Entonces se lanzaron contra las líneas confederadas, sosteniendo a Rau como si fuera un ariete, mientras los chicos de gris se detenían en medio del campo de batalla para responder a los disparos.

Charlie alzó el micrófono.

«Ya lo han visto, amigos. Los rebeldes han llevado a cabo una audaz incursión y han hecho un prisionero.»

Claro que lo habían visto. Todo el público estaba encantado y daba vítores mientras los del sombrero negro volvían a todo correr al huerto con John Rau a cuestas. Las líneas confederadas estaban replegándose.

Dennis se volvió hacia Héctor, que se encontraba a su lado.

—¿Te has fijado? Han capturado al policía.

—Joder con Robert… —exclamó Héctor—. Seguro que se le ha ocurrido a él.

Dennis lo dejó correr. Toro se le acercó y le dijo:

—¿Qué tal? ¿Tienes una carga?

Dennis le respondió que sí. Sólo había disparado dos veces. Tras la primera vez, fue a recargar el fusil, pero Toro se lo cambió por el suyo y le dijo que siguiera disparando, pues él prefería cargar a disparar sólo pólvora.

Héctor se volvió hacia Jerry, que se encontraba detrás de ellos, entre los matorrales.

—La próxima vez que vengan nos metemos en el bosque. Tú métete ya, así tendrás ventaja.

La voz de Jerry se oyó en los matorrales:

—¿Qué insinúas? ¿Que no soy capaz de correr tan rápido como vosotros?

Héctor no respondió. Miró al frente y le dijo a Toro:

—Le he insultado.

—Eso es fácil —respondió Toro—. Lo llevaremos si tenemos que hacerlo. Robert quiere que vaya.

—No lo veo —dijo Dennis, mirando al otro lado del campo, donde los confederados estaban cargando los fusiles para volver al ataque.

—Le han pegado un tiro —explicó Héctor—. ¿Ves esa espada en el suelo? Es la de Robert. —Entonces le dijo a Dennis—: Si vienen esta vez, nos largamos. No te olvides del fusil.

Dennis oyó a Charlie contarle al público por megafonía que, entre campaña y campaña, los soldados unionistas jugaban al béisbol para pasar el rato.

«Jugaban incluso en los campamentos de prisioneros de los confederados —añadió Charlie—. Así fue como aprendieron a jugar los sureños. No tardaron en organizar partidos entre los prisioneros y los guardias. Bueno, veo heridos en el campo de batalla, a pleno sol y con el uniforme de lana. Espero que nadie haya sufrido una insolación y sea una baja de verdad. Por si acaso, les recomiendo que beban abundante agua. Bien, se reanuda la acción: los chicos del viejo Bedford están preparando otra ofensiva. Les recuerdo que los confederados obligaron a los yanquis a retroceder desde Brice hasta Memphis, nada menos.»

Dennis levantó el fusil, vio al final del cañón la muralla de uniformes grises que se acercaba y dijo para sus adentros: Elige uno. Se preguntó si lo harían así o si dispararían al azar a las filas de tres en fondo. De este modo debía de ser muy fácil darle a uno. Aunque también cabía la posibilidad de que les dispararan en cuanto saliesen del huerto para tener tiempo de recargar, echar la pólvora, introducir la bala, meterla bien en el cañón, poner la cápsula en la chimenea de la recámara…

Pero entonces oyó a Héctor decir:

—Vamos.

Disparó y vio que Toro y Héctor desaparecían entre los árboles. Se dio cuenta de que no había tiempo para recargar el arma. Soltó un exabrupto y pensó que entonces el combate sería con bayoneta y que el enemigo estaría tan cerca que se verían las caras. Siguió a Héctor y Toro y se adentró a todo correr entre las sombras de los árboles con el Enfield en alto para apartar las ramas. Iba dando patadas a las hojas secas. Vio a Jerry delante de ellos abrirse paso con el sable entre las enredaderas que colgaban de los árboles, y a Héctor y Toro zigzaguear y adelantarlo. Dennis aminoró para quedarse detrás de él, pero entonces se preguntó por qué, apretó el paso, adelantó a Jerry sin decir palabra y vio que Héctor y Toro dejaban atrás la penumbra y salían a un calvero, un claro donde sólo había unos árboles altos aislados a la luz del sol. Salió sin dejar de correr y fue acortando distancias. Héctor y Toro habían llegado al final del claro y acababan de desaparecer tras una apretada barrera de árboles. Dennis los siguió, pasó entre los árboles y llegó a una zanja y un terraplén cubierto de hierbajos que ascendía hasta un camino de tierra roja donde había una furgoneta de reparto. Era blanca, pero la habían repintado del mismo color, y una fina capa de pintura tapaba un emblema consistente al parecer en unos globos rojos, azules y amarillos, y unas palabras apenas legibles: EL PAN MILAGROSO.

Groove y Cedric se encontraban en el camino, detrás de la furgoneta. Llevaban gafas de sol y estaban desnudos de cintura para arriba. Groove alzó el brazo y chocó la palma de la mano con las de Héctor y Toro, mientras Cedric abría la puerta lateral de la furgoneta y la deslizaba por las guías. Héctor exclamó:

—Danos los revólveres, tío, que hay que darse prisa. —Cuando Dennis llegó a lo alto del terraplén, le dijo—: Deja el fusil aquí, ya lo recogeremos cuando volvamos. Cedric está repartiendo revólveres de seis recámaras. Dile que quieres uno o dos y si vas a disparar mucho necesitarás otro tambor cargado para cuando vacíes los otros. Recoge los que saques. Si te cargas a alguien, recoge sus armas y tráelas aquí. Excepto la del general.

Héctor vio que Jerry se acercaba al terraplén agotado y sin aliento, y dijo:

—Nosotros recogeremos lo del general. —Y se dirigió a Jerry—: ¿Cómo va eso? ¿Te encuentras bien? ¿Tienes retortijones? ¿Estás mareado, con el estómago revuelto?

A Dennis, que se encontraba arriba junto a la furgoneta, le dio la impresión de que no podía más: Jerry se sentó en la cuesta, se quitó la chaqueta y, con la camisa empapada, se tumbó boca arriba sobre los hierbajos sin pronunciar palabra.

—Estás sudando —dijo Héctor—. Menos mal. Si hubieras sufrido una insolación no sudarías. Bebe agua, así te recuperarás.

Dennis se quitó la guerrera y la lanzó al terraplén. Le pareció oír detonaciones de fusil en el campo de batalla, pero sonaban tan lejanas que tuvo que prestar atención para oírlas otra vez.

—Siguen jugando —dijo Toro. Le cogió un Colt a Cedric, se lo pasó a Dennis y, con el pañuelo en la cabeza y las gafas de sol, le miró fijamente sin decir nada.

Dennis sostuvo el Colt con las dos manos, hizo girar el tambor y oyó el ruido seco que hacía cada bala al pasar. Entonces oyó a Jerry mascullar:

—Dame un Colt. Paso de esta puta espada.

Héctor le dijo:

—Pesa mucho, ¿eh?

Era otro insulto. Dennis pensó que lo hacía a propósito. Le oyó decir a Jerry que era perfectamente capaz de cargar con la puta espada todo el día, pero que no era ningún estúpido y no iba a hacer frente con una espada a alguien armado con una pistola.

Dennis seguía haciendo girar el tambor y oyendo los ruiditos secos que hacía. Toro, que se encontraba cerca de él, le dijo.

—Es bonito, ¿no te parece?

Dennis asintió con la cabeza y, mientras sentía en la mano la forma de la empuñadura que siempre le había fascinado, dijo:

—Es el arma que usan en la serie Lonesome Dove. Cuando están en el bar, alguien tira unos vasos pequeños al aire, y Robert Duvall y otro tío sacan unos revólveres enormes y hacen añicos los vasos antes de que lleguen al suelo.

—El otro es Tommy Lee Jones —dijo Toro—. ¿Quieres dos?

—¿Te piensas que yo voy a participar en esto con vosotros?

—¿Qué vas a hacer si Jerry está vigilándonos?

—No sé. Esconderme detrás de un árbol.

—¿No recuerdas lo que dijo que te hará si ve que no disparas?

Dennis vio a Héctor bajar por el terraplén y darle a Jerry un Colt y un tambor.

Entonces dijo:

—Cuando vengan, va a ocurrir todo muy rápido, ¿no?

—Si vienen todos a la vez, sí.

—Después de dispararles, ¿qué vais a hacer?

—Meterlos en la furgoneta con las armas que traigan. Van a desaparecer. Nadie los encontrará jamás.

—¿Cómo lo explicaréis a la policía?

—¿Explicar qué? Nosotros no hemos estado aquí.

Dennis dijo:

—Yo tampoco debería estar.

—Pero estás.

—¿De verdad crees que sería capaz de dispararle a uno de esos tíos? —preguntó Dennis.

—No lo sé —respondió Toro—. Y tú tampoco.

—Bueno, no tengo intención de disparar.

—Ya, pero sigues sin saberlo.

De joven Robert Taylor era de los que corrían para llegar al final de la calle y desaparecer tras la esquina. Nunca había corrido en pistas de atletismo o en un pastizal de vacas completamente irregular, exponiéndose a torcerse un tobillo y quedar fuera de circulación en el momento menos oportuno. Se dio cuenta de lo peligroso que era aquel campo durante el primer ataque, en plena carrera. Mientras señalaba a los yanquis con la espada y soltaba el famoso grito rebelde, tropezó con las rocas, los surcos y los terrones ocultos entre los hierbajos. Durante la segunda ofensiva resultó herido y dijo: «Me han dado, chicos, acabad con el cabrón que me ha disparado.» Luego cayó y clavó el sable en el suelo, no sin antes elegir bien el lugar, a menos de treinta metros de los árboles que había al norte. Mientras los rebeldes se replegaban, se arrastró en esa dirección y se quedó tumbado hasta que volvieron a salir los soldados del huerto para el siguiente ataque. Robert sacó el sable del suelo, lo agitó en el aire y vio que Héctor, Toro y Dennis se alejaban del frente y se adentraban en el bosque. Esperó para darles tiempo y se preguntó si Jerry sería capaz de correr tan rápido como ellos. Los rebeldes que estaban atacando se detuvieron para disparar y divertirse un rato. Robert miró hacia el huerto y vio a Walter, que había desmontado del caballo, y a Arlen con sus retrasados mentales. Arlen estaba siguiéndole precavidamente con la mirada, a ver qué hacía.

—A ver qué te parece esto —dijo Robert, y se marchó.

Soltando un juramento porque se había olvidado del sable, se metió en el bosque y trató de acordarse del camino. Cruzó el bosque y el claro, pasó entre unos árboles, y llegó al camino donde estaba aparcada la furgoneta. Le preguntó a Groove si la había robado, y éste le respondió que no, que se la había comprado a los de EL PAN MILAGROSO, de Detroit, que ahora tenían un casino y amasaban otro tipo de cosas.

Robert colocó a Groove y Cedric a un lado, y a Héctor y Toro al otro, algo más lejos, a cubierto. Rodeara por donde rodease el claro, Arlen acabaría topándose con alguno de ellos. Él iba a quedarse allí con Jerry y Dennis, aunque éste no parecía muy contento de hacerles compañía.

Arlen echó a andar muy seguro de sí mismo, convencido de que podía cargarse al negrata. Claro que sí, joder: a Robert iba a sorprenderlo en el bosque, cargando el arma. Como no estaba acostumbrado a esto y se le caerían las balas al suelo, podría acercarse a él y ¡pam!: un negrata menos. Arlen creía que tenía la ventaja de conocer el bosque y daba por supuesto que el general Grant y los dos sudacas planeaban dispararle cuando saliera al claro. Tenía que eliminar al negrata rápidamente y olvidarse del saltador.

Pero de pronto se dio cuenta de que no sabía dónde estaban los suyos: habían entrado en el bosque lentamente, sin prestar atención ni seguirle como les había dicho que hicieran. El Pez y Eugene continuaban peleándose por Rose. Les oía gritarse y revolcarse entre los árboles, ambos repletos de whisky ilegal. Pero, cuando se detenía a escuchar, no oía nada. Daba la impresión de que se hallaban a la derecha. No podían estar muy lejos. Posiblemente Newton se encontraba con ellos, pero estaba más borracho que los otros dos y no podría ayudarle. Quizá se habían detenido para recargar. Les había dicho que lo hicieran antes de salir del huerto, pero estaba ocupado ayudando a Walter a desmontar y no había comprobado si lo hacían. Estaba seguro de que se trataba de eso. Pensó en mandar a Walter a buscarlos, pero sabía que se largaría en cuanto se le presentara la oportunidad. No hacía más que mear, lamentarse de que éste no era asunto suyo y repetir que él no pintaba nada allí. Al final Arlen le dijo:

—Como no te calles y hagas lo que te digo, te pego un tiro. No te alejes de mí. Tengo una idea para cuando lleguemos al claro.

—¿Te piensas que van a estar esperándote en el claro?

Con todos los pertrechos colgando y un Colt cargado en la mano, Arlen, el combatiente, dijo:

—Si no están, creo que sé cómo hacerles salir.

Fue Newton quien se acordó.

—Mierda —dijo—, estamos dando vueltas por el bosque con las armas descargadas. ¿No nos ha dicho Arlen…? Sí, sí que nos lo ha dicho. Y vosotros no hacéis más que gritaros. Mierda, se me ha olvidado.

Newton llevaba una escopeta de dos cañones del calibre doce, tan oscura, rayada y vieja que parecía casi auténtica. Sacó unos cartuchos del bolsillo y los introdujo en el arma.

Cuando hubieron cargado todos las pistolas, Newton le quitó el corcho a la cantimplora, donde aún le quedaba algo de whisky de maíz, y se la pasó a los demás. Entonces le dijo a Eugene:

—¿Va a pagarte algo el Pez por matar a Rose?

Esto hizo que empezaran otra vez. Eugene respondió que para él Rose valía más que todo el oro del mundo. Y el Pez le dijo:

—En ese caso no tengo que pagarte nada. Aunque no iba a pagarte de todos modos.

Newton pensó que había sido el tono afeminado del Pez —mejor dicho: afectado, irritante— lo que había molestado a Eugene y le había llevado a golpearle con el cañón del Colt y hacerle un corte en la frente. El Pez se quedó desconcertado y cayó de espaldas. Eugene, todavía molesto, se arrojó sobre el Pez para darle otro golpe. El Pez lo vio venir y le pegó un tiro en la tripa. Eugene se dobló de dolor y soltó un gemido igual que si le hubieran dado un puñetazo, pero logró enderezarse lo suficiente para apuntar al Pez con su Colt y pegarle un tiro en la cara casi en el mismo momento en que el Pez volvía a dispararle y le atravesaba el corazón.

Cuando volvió el silencio, Newton dijo.

—Joder…

Oyeron primero un disparo y luego dos más, aunque sonaron prácticamente como uno solo. Luego esperaron hasta que Robert dijo:

—Esos disparos no son nuestros.

Se encontraban entre los árboles, al norte de la zona que había delimitado Robert. Jerry se acercó y le dijo lo mismo que le había dicho a Dennis:

—Vamos a esperar a ver qué pasa.

Pasaron un par de minutos y Jerry dijo:

—Estamos tardando demasiado, cojones. Vámonos a casa.

Toro apareció en ese preciso momento.

—Dos muertos. El Pez y otro que no sé cómo se llama.

—¿No es Arlen? —preguntó Robert—. ¿Ni Kirkbride?

—No lo conozco.

—El que iba a caballo.

—No, ése no es.

Se produjo un silencio.

—Eugene —dijo Robert—. Es Eugene. —Hizo una pausa y se acordó de cuando los había visto en el campamento. Entonces dijo—: Joder…

Cuando Arlen oyó los disparos, alzó la vista y se volvió hacia donde habían sonado, que era el mismo sitio donde había oído a los chicos riñendo. Walter preguntó qué ocurría, y Arlen, que estaba pensando en ello, respondió:

—Mierda, ha sido alguno de los nuestros. Pero eran disparos de revólver, conque Newton no ha podido ser. Si no, no me habría cabido la menor duda. —Y añadió—: Espero que no haya ocurrido lo que me temo. —Y entonces dijo—: Joder…

Walter estaba encogido de hombros. Arlen lo miró, lo observó con detenimiento y asintió con la cabeza, dando así su aprobación al plan que se le había ocurrido. Luego dijo:

—Vamos.

Cruzó con Walter el bosque, sujetándole por el cinturón con una mano, hasta llegar a un lugar desde el que se dominaba el claro —el sol caía oblicuamente entre unos ocozoles y unos fresnos verdes—, pero que no se veía desde el otro lado.

—Venga, sal y que te vean, a ver qué ocurre —dijo Arlen.

—¿Estás loco? —exclamó Walter—. Sé perfectamente lo que ocurrirá.

—Sal o te pego un tiro.

—¿Qué quieres que haga?

—Me da igual. Tú sal y mira.

—¿Y si me disparan?

—No lo creo. Si lo hacen, veré el humo y sabré dónde están. Sal de una vez, joder, o le diré a Traci que deje de follar contigo.

Arlen lo siguió hasta la linde del bosque y lo empujó. Walter salió al claro sin levantar la pistola, dio cinco pasos bajo los rayos de sol, se detuvo y se quedó mirando la oscura barrera de árboles que se alzaba a escasos treinta metros de distancia. Si querían pegarle un tiro, era hombre muerto.

Oyó la voz de Arlen a su espalda.

—Sigue adelante, hasta el centro.

Walter no se movió.

Entonces oyó a alguien detrás de la barrera de árboles:

—Walter, ven aquí o quítate de en medio. No vamos a dispararte. —Era la voz de Robert—. Vamos, Walter.

Sin embargo, Walter no se movió por miedo a que Arlen le disparase si echaba a correr. Pero entonces vio a Robert con el quepis, igual que los chicos de color de la escolta del viejo Bedford. Estaba saliendo al claro y haciéndole señas de que se acercara.

—Dispárale —gritó Arlen, y lo hizo él. La bala zumbó junto a Walter.

Robert reaccionó colocándose de lado y disparando. Mientras tanto Walter continuaba en medio del claro y Arlen seguía pegando tiros.

Con su uniforme de oficial confederado, Walter se vio a sí mismo como si fuera la estatua de un general del que nadie ha oído hablar, una figura de piedra en un parque que sólo sirve para que los pájaros se posen en ella y caguen.

Así se sintió cuando aquel ex presidiario de medio pelo volvió a gritarle.

—¡Dispara, joder!

Y esta vez disparó: Walter se volvió, levantó el Colt y, ¡pam!, le pegó un tiro a Arlen en el pecho. Se sintió tan bien que volvió a disparar, le dio otra vez y lo vio caer de espaldas al suelo, muerto.

Salieron de entre los árboles por tres lados. Héctor y Toro se acercaron a Walter, mientras Groove y Cedric se reunían con Robert, Dennis y Jerry, que estaba rezongando:

—¿Éste era el plan? ¿Que estos dos payasos se dispararan el uno al otro? Una idea cojonuda…

—No sé qué tiene de malo que al final haya salido así —respondió Robert—. El único problema es que falta uno: Newton. A menos que se haya desmayado por el camino… Puede que estuviera con Eugene y el Pez y se haya largado al ver que el asunto se ponía feo. —No parecía que Newton le preocupara.

Dennis vio cómo Toro le quitaba el arma a Walter. Ambos se acercaron a Héctor, que estaba mirando a Arlen.

—Hay que ver —exclamó Robert—. ¿Os habéis fijado en Walter? Joder, qué sorpresa me ha dado.

—Vámonos de aquí —dijo Jerry.

A Dennis le pareció una buena idea. Pero entonces vio que Héctor le decía algo a Walter y que éste sacaba una moneda del bolsillo del pantalón. Al parecer, iban a jugarse algo a cara y cruz. Héctor y Toro estaban mirándolo.

Dennis, Robert y Jerry estaban separados entre sí y a unos veinte metros del resto del grupo. Jerry seguía rezongando:

—¿Qué cojones están haciendo?

—Yo diría que están echándose algo a suertes —respondió Robert.

—¿Qué?

—Habrá que esperar a ver.

Walter arrojó la moneda. Dejó que cayera al suelo y los tres miraron. Héctor y Toro asintieron con la cabeza. Toro entregó el Colt de Walter a Héctor y éste le entregó el de Arlen.

—¿Qué cojones están haciendo?

Esta vez Robert no respondió.

Vieron que Toro se apartaba de Héctor y Walter, sacaba un Colt Navy del cinturón y se volvía hacia ellos con un arma en cada mano. Entonces dijo:

—¿Jerry?

Jerry levantó la voz:

—¿Qué cojones estás haciendo, gilipollas?

—Dispara, tío —dijo Toro—. Cuando te apetezca: primero tú y luego yo.

Jerry se volvió hacia Robert.

—¿Lo dice en serio?

—Está hablando contigo —respondió Robert.

—Serás cabrón. ¿Has organizado toda esta movida para esto?

—Ahora quien está hablando es tu enorme ego. No, colega, no. Ha sido una idea de último momento.

—Te estás equivocando. Sabes que tengo contactos.

—Tú no has tenido un amigo en toda tu vida.

—Como levante el arma, voy a dispararte a ti.

—Da igual a quién le apuntes con tal que la levantes. Ahora ocúpate de tus asuntos, que Toro está esperando.

Oyendo todo esto, Dennis se dijo: Joder. No daba crédito a lo que estaba viendo y no podía evitar pensar en Raíces profundas.

Todo acabó en unos segundos. Dennis ni siquiera hubiera sabido decir si Jerry levantaba el arma o si eso importaba. A Toro sí le vio levantar las suyas. Las tenía pegadas a las piernas, pero las alzó en un abrir y cerrar de ojos y vació ambas. Jerry salió disparado hacia atrás.

Dennis se quedó quieto y vio a Robert acercarse a mirar a Jerry.

—Uno en el pecho. Otro creo que en el cuello, y uno en cada brazo. ¿Cuántos tiros me ha disparado Arlen antes? ¿Tres?

Groove, que se encontraba a un lado, junto a Cedric, respondió:

—Cuando has salido agitando el brazo te ha disparado cuatro.

—Entonces Toro ha disparado unos ocho tiros y le ha dado cuatro veces. Menuda puntería, colega. ¿Ves? Las balas están agrupadas. ¿Dónde está la chaqueta de Jerry?

—Voy por ella —dijo Groove, pero no se movió—. No sabía que el plan era éste.

—Yo tampoco lo he sabido hasta que vi a Walter arrojar la moneda, colega —respondió Robert—. El caso es que habíamos hablado del tema, por si alguien tenía una buena idea… A mí se me ha ocurrido la posibilidad en cuanto Walter disparó a Arlen, pero no pensé que a Toro y Héctor fuera a ocurrírseles también. Ha salido redondo, colega.

Dennis seguía sin moverse. Les escuchaba, pero no abría la boca. Entonces oyó a Groove decir:

—¿Los metemos en la furgoneta?

—No —respondió Robert—, ahora no hace falta. Mira, ya trae Héctor el arma con que Walter mató a Arlen. Que se la ponga a Jerry en la mano y que Toro ponga la suya en la de Arlen. Toro va a decirle a Walter que no ha sido él sino el general quien ha matado a Arlen. Quizá sea un poco excesivo creer que Arlen Novis era capaz de pegarle al general cuatro tiros con dos armas. Espero que lo tuvieran por un buen tirador, porque eso es lo que va a pensar la policía, la AIC y el resto de la gente. —Se volvió y preguntó—: Dennis, ¿entiendes lo que ha sucedido?

—No me he movido de aquí, ¿no? —respondió Dennis con cierta brusquedad, pero no porque le molestara la pregunta o la calma que mostraba Robert, sino porque se encontraba presente, porque acababa de ver cómo mataban a dos hombres y, como había participado en ello a su pesar, ahora no sabía qué hacer.

Robert lo miró fijamente.

—No, tú no estabas presente.

—Como tampoco estaba presente cuando mataron a Floyd. Veo cómo matan a tres tíos delante de mis narices y resulta que no me encontraba presente.

Robert lo miró un momento más y luego se volvió hacia Groove y Cedric.

—Id a buscar las chaquetas de Jerry y Dennis, los fusiles y todo lo que hemos traído de la recreación. Dejadlo todo en la furgoneta del pan y llamadme esta noche. Quiero saber que habéis llegado a casa.

Groove y Cedric se marcharon. Dennis vio que Toro se acercaba y que Walter se quedaba junto a Arlen. Robert levantó el brazo, chocaron con Toro las palmas, y dijo:

—Toro Rey, mi colega…

Y se puso a explicarle todo lo que le había gustado: que si lo había visto venir, pero aun así le había cogido por sorpresa; que si lo habían planeado a la perfección, que si le había encantado el tiroteo… Dennis se fijó en lo natural que les resultaba la violencia. Para ellos no tenía nada de extraordinario. Toro miró a Jerry y dijo:

—Vaya día nos ha dado.

Luego se fue con Héctor. Robert se volvió otra vez hacia Dennis.

—Óyeme —dijo serio y con voz queda—. Me da igual cuántos asesinatos hayas visto sin haber intervenido, ¿comprendes? Nadie ha visto lo ocurrido aquí. Estos dos fanáticos deben de haberse entusiasmado tanto, deben de haberse tomado la recreación tan en serio, que seguramente vinieron aquí a hacerlo como es debido, con fuego real.

—Y seguramente acabaron matándose el uno al otro —añadió Dennis.

—¿Tan difícil resulta eso de creer? Es precisamente lo que han hecho el Pez y Eugene, sólo que por una causa mejor que una perra muerta. Eso es lo importante. Coincidieron unas cuantas veces, no se cayeron bien, y tenían una opinión diferente sobre la guerra. Se insultaron y cada uno le quitó méritos a los héroes del otro. Arlen decía que el general Grant era un borracho y que estaba colgado del speed; Jerry, que Stonewall Jackson era un comepollas, y acabaron enfrentándose por una cuestión de honor. Eso es, decidieron que lo honorable era batirse en duelo, igual que en la época de la guerra. En resumen: que tenemos que prepararnos, porque mañana o pasado mañana vendrán los periódicos y las cadenas de televisión de todas partes por la noticia. La Primera Recreación de la Guerra de Secesión de Tunica acaba en un tiroteo. La primera y seguramente la última. ¿Entiendes lo que te digo? Cuando termine los interrogatorios, la AIC vendrá a hacernos preguntas para averiguar el móvil. Yo puedo decir que, aunque no conocía muy bien a Germano Malaroni, sé que odiaba a los sureños y todas las razas en general. A los sureños porque se pasaba el día viendo vídeos de ese programa sobre la guerra de Secesión que emitían antes por televisión y acabó odiando todo lo que representaba la Confederación. Le reventaba que siguieran ondeando la bandera y diciendo gilipolleces sobre sus raíces. Luego está Arlen Novis, ex presidiario, prorebelde, ultraconservador, antiguo ayudante de sheriff y portador de armas. La policía se informará sobre Germano y se enterará de que él también solía llevar armas y manejar explosivos potentes. Entonces se preguntará si era la primera recreación en la que participaba y descubrirá que sí. ¿Y sabes por qué? Porque eso de no usar armas cargadas le parecía una mariconada. —Y añadió—: Todo esto se me acaba de ocurrir. Si nos lo tomamos en serio, todo el asunto del móvil será pan comido.

Guardó silencio, frunció el entrecejo y al final preguntó:

—¿Pero qué si de aquí a dos días no los encuentra nadie? No conviene que queden reducidos a huesos.

Dennis, que estaba pendiente de sus palabras, repuso:

—¿Qué tiene eso de malo?

Robert se volvió hacia Héctor:

—Escucha a mi colega, Dennis.

Animado por el comentario, éste dijo:

—Tu intención era meterlos en la furgoneta del pan para que desaparecieran. —Su intención no era ayudar, sino aclararse las ideas—. ¿Qué más da hacer una cosa u otra?

—Con Jerry la situación cambia —le explicó Robert—. Ahora es preciso que los encuentren pronto, antes de mañana. Y por un buen motivo.

—Su mujer —dijo Héctor.

—Exacto. Anne no aceptará la desaparición de Jerry. No querrá esperar, porque el asunto podría prolongarse mucho. Perdería la paciencia, lo echaría todo a perder, hablaría. —Robert miró a Dennis y preguntó—: ¿Lo entiendes?

No, no lo entendía. Dennis negó con la cabeza.

—Jerry tiene que aparecer muerto para que ella pueda cobrar y quedarse con la casa, las cuentas bancarias, el seguro… —Robert se volvió otra vez hacia Héctor—. Alguien tiene que hacer una llamada anónima al sheriff de Tunica. Tú y Toro id con Groove en la furgoneta. Llamad desde Memphis y quedaos allí. Beale Street, colegas… Decidme por dónde andáis. Ya os avisaré cuando podáis volver. Mierda, se me había olvidado que estamos trabajando. Marchaos ya, que Groove debe de estar a punto de irse.

Dennis estaba mirando a Walter, quien se encontraba junto a los árboles.

—¿Y Walter? —preguntó, al tiempo que lo señalaba con la cabeza.

Robert se volvió.

—¿Qué? ¿Piensas que va a arriesgarse a que lo condenen por homicidio? Walter sabe disimular mejor que yo incluso.

—¿Qué hace?

—Esperar a que lo llamen.

—¿Vas a contárselo a Anne? —preguntó Dennis.

—Se ha quedado viuda y ni siquiera se ha enterado todavía.

Fue esa palabra, tal como la dijo Robert, lo que llevó a Dennis a pensar en Loretta. Ella tampoco se había enterado. Mientras oía hablar a Robert, mientras oía sus palabras, Dennis vio mentalmente a Loretta levantarse la falda en la tienda de campaña y luego la vio sentada fuera, en la silla. Se quedó con esta imagen: Loretta con cara de serenidad. Se acordó de cómo había alzado la mirada cuando él se acercaba y entonces oyó a Robert:

—¿Estás escuchándome?

—Decías que tienes que impedir que Anne se ponga a celebrarlo demasiado pronto, que organice una fiesta, por ejemplo.

—Y también que sólo me preocupa una cosa.

—¿Sí…?

—Y no es Annabanana.

—¿Te preocupo yo? —preguntó Dennis.

—Te encuentras aquí: estás tan metido como yo. No somos simples testigos: hemos conspirado, hemos secundado e incitado. De ser esto cierto, podríamos acabar en la cárcel. En Misisipí. Y sé que no quieres pasar por eso.

Dennis meneó la cabeza. No, no quería pasar por eso.

—¿Entonces por qué me preocupas?