Robert bajó hasta el huerto, donde se encontraba el campamento confederado, con el sable colgado de la cadera y la mano en la empuñadura para no golpearse la pierna y tropezar. Llevar una espada no era tan alucinante como parecía. Joder, se dijo, todos los sudistas serios que hay por aquí ya están preparándose. Calculó que habría ciento cincuenta como mínimo. Vivían rodeados de mierda, comían mal y aun así estaban encantados.
Vio varios pelotones marchando entre la maraña de árboles al son del tambor. Algunos ya estaban ocupando sus posiciones en la línea de batalla. También vio media docena de soldados de caballería montados a caballo, y tres cañones —con balas de tres kilos probablemente— apuntando al otro lado del campo de batalla. Había fanáticos con aspecto de llevar en campaña desde el ataque a Fort Sumter, junto a aficionados con uniformes de tres al cuarto cuyo propósito era divertirse un rato.
Robert cruzó unas matas y llegó al riachuelo seco que separaba el principal campamento confederado de una reunión de sureños barbudos con sombrero negro y pinta de paletos que le hizo pensar en una banda de moteros sin prendas de cuero. Debía de encontrarse ya cerca del grupo de Kirkbride. Vio a unos soldados que estaban pasándose una jarra de whisky ilegal y se presentó.
—¿Qué tal? Soy el explorador jefe de Forrest y vengo a presentarme ante el general.
Pero los soldados se quedaron mirándole con un gesto entre serio y estúpido, una mirada a la que ya estaba acostumbrado. Primero trataban de hacerse una idea de quién era, luego hacían un par de comentarios para ponerlo en su sitio y por último se divertían un rato a su costa.
—Como empecéis a tocarme los cojones, voy a llamar a Arlen y os va a quitar las ganas de joder —dijo—. Me he pasado toda la noche tumbado entre los matorrales, espiando el campamento de los federales, y el general está esperando mi informe.
Había hablado en tono oficial para desconcertarlos y recordarles qué estaban haciendo allí. Robert consiguió que le indicaran el camino. La tienda de campaña de Kirkbride se encontraba a tiro de piedra, a la sombra de unos álamos de Virginia. Aparte de Walter Kirkbride, estaban Arlen y su gente con una jarra de fruta en conserva llena de alcohol ilegal. El primero en fijarse en él fue Arlen y luego lo miraron los demás. Walter les dijo algo y salió solo a su encuentro.
Era buena señal. Significaba que Walter había estado pensando en la encrucijada y que no le había contado nada a Arlen. Ahora se mostraba cauto porque no quería que le salpicase ningún asunto relacionado con la mafia. Sin embargo, Robert tenía la intención de pescarlo y hacerle ver que debía tomar partido.
Cuando llegó a su lado, Walter parecía un auténtico general, pero Robert le dijo:
—¿Qué tal? Tengo entendido que ha traído al campamento a la pequeña Traci.
Kirkbride se paró en seco y olvidó al instante lo que tuviera pensado decir.
—Me refiero a esa chica tan mona que tiene una caravana detrás del Bichero. Mi colega Toro la ha visto paseando por el campamento. Pero el que me ha contado que es su amiguita ha sido Wesley, el camarero, el de la camiseta, ¿sabe a quién me refiero?
Kirkbride se había quedado completamente inmóvil con su uniforme de oficial, el sombrero puesto y la mirada triste, igual que un general cansado de la guerra y a punto de entregar su sable. Igual que Bobby Lee en Appomattox.
—Oiga, Walter, no voy a chantajearle con Traci. Eso no es asunto mío. Usted siga divirtiéndose. Lo que quiero decirle es que me hago cargo de la clase de retrasados mentales con que tiene que tratar. Usted vale más que eso. Quizá podría incluso serme útil para mi negocio. ¿Entiende lo que le digo?
—Me hago una idea —respondió Walter algo más animado.
—Usted no merece caer con Arlen y su gente. Y le aseguro que ellos van a caer —añadió Robert, mirando detrás de Walter—. Todos los que ahora nos están mirando y tienen curiosidad por saber qué estoy diciéndole van a caer.
—Pase lo que pase… —dijo Walter.
Pero Robert lo interrumpió:
—Viene Arlen.
Walter se volvió y ambos vieron a Arlen acercarse con el fusil. Parecía un confederado salido directamente de la guerra de Secesión.
Entre el uniforme, la pistola, el sable, la cantimplora colgada del cinturón y las correas cruzadas sobre el pecho, tenía todo el aspecto de un fanático. Sólo le fallaban las botas de vaquero.
—Arlen, das miedo —comentó Robert—. Parece que tienes ganas de cargarte a unos cuantos yanquis.
Arlen se olvidó de Walter y se fijó sólo en él.
—¿Dónde van a estar?
—Al norte del campo de batalla. De lo que se trata es de empujarles al interior del bosque y entrar tras ellos para terminar allí el trabajo.
—Como la brigada de Tyree Bell —comentó Walter—. Aunque en realidad él flanqueó el otro extremo de las líneas federales.
—Es verdad —dijo Robert, contento de ver que Walter volvía a estar por la labor.
Arlen preguntó:
—¿Estará Germano, el que se cree el general Grant?
—No se lo perdería por nada del mundo.
—¿Y el saltador ese?
—También.
—¿Quién más?
—Los dos que viste anoche.
—¿Los sudacas? —dijo Arlen.
—Ésos. Llámales así cuando entremos en el bosque.
—¿Cómo vamos a evitar que John Rau se meta?
—De eso te ocuparás tú —dijo Robert—. Hazlo prisionero y átalo a un árbol.
Arlen se ajustó el sombrero mientras reflexionaba.
—Nunca he visto que se haga eso.
—En Brice lo hicieron —comentó Walter—. El viejo Bedford hizo cientos de prisioneros. Joder, a la mayoría de los mil ochocientos yanquis los dieron por desaparecidos.
—Tienes que evitar que vea nada, ¿entiendes? —dijo Robert—. Diles a esos paletos con pinta de moteros que lo hagan. Que lo traigan aquí, lo aten y le pongan una bolsa en la cabeza. Que se diviertan un rato con él.
Arlen no dijo si iba a hacerlo o no, sólo preguntó:
—¿Tú dónde vas a estar?
—Por aquí cerca. Voy a dar un paseo por el campamento, a echar un vistazo a esos cañones. Luego vuelvo.
—No vas a alejarte mucho, ¿verdad?
—Si ésa fuera mi intención, no habría venido, ¿no te parece?
Vieron a Robert alejarse por el huerto. Walter esperó a que Arlen dijera lo que tuviera que decir. Quería que se hiciera cargo de ese negro que se daba tantos aires de superioridad.
Sin dejar de mirar a Robert, Arlen dijo:
—Ese negrata está tramando algo. Lo presiento.
—Eso es cosa tuya —respondió Walter—, no mía. No quiero saber nada del asunto, pase lo que pase.
—Creo que quiere tenderme una trampa.
—Arlen, fue idea tuya arrastrarlo hasta el bosque. Todavía me acuerdo de cuando lo dijiste, en mi oficina: hay que pegarles un tiro y enterrarlos cuando se haga de noche. ¿Sigues teniendo el mismo plan?
—Me refería al negrata y al saltador. Pero ahora son cuatro o cinco.
—Bueno, pues dispara a los que te dé la gana —dijo Walter.
Arlen se volvió y lo miró con cara de pocos amigos.
—¿Crees que vas a quedarte al margen? Tú vas a estar allí conmigo, socio, con la pistola cargada. Y cuando te diga que dispares, más vale que lo hagas.
Robert se paseó por los campamentos atrayendo miradas. Inspeccionó los cañones y se acercó a la linde del bosque. Cuando regresó pensó que la batalla estaba a punto de comenzar. ¿No decían que en el ejército uno no hacía más que darse prisa y esperar? Esto era cierto incluso cuando sólo se trataba de una ficción. Robert estuvo haciendo tiempo sin acercarse mucho a la gente de Arlen. No quería provocarlos más: estaban todos borrachos y se daba cuenta de lo peligrosos que podían llegar a resultar.
Dos de ellos, el Pez y uno al que llamaban Eugene, no paraban de gritarse por lo que le había sucedido a una tal Rose. Por lo visto, el Pez la había matado de un tiro. Vaya gente, colega, se dijo Robert. Eugene había montado en cólera: estaba fuera de sí, como si le hubiera subido la tensión al máximo. El Pez, por su parte, se defendía con furia y decía que no le había quedado otro remedio. De pronto empezaron a darse empujones y puñetazos —azuzados por un tal Newton—, pero no tardaron en acabar los dos sentados en el suelo, tratando de recuperar el aliento en medio del calor, y es que la temperatura rozaba los cuarenta grados.
Robert preguntó a Walter quién era Rose y Walter le dijo que la perra de Eugene.
—¿Están intentando matarse el uno al otro por una perra? —exclamó Robert.
Pero Walter tenía sus propios problemas que resolver. Según le contó, Arlen quería que los acompañara y decía que iban a entrar en el bosque con armas cargadas.
—¿No lo sabía? —preguntó Robert. Y añadió—: Si usted no me dispara, Walter, yo tampoco le dispararé a usted.
No sirvió de nada. Walter seguía con cara de circunstancias. Parecía perdido.
Robert no apartaba la mirada de Newton, el racista convencido que llevaba la barba manchada de tabaco. Su hermano, Bob Hoon, que parecía tener más cerebro que el resto de aquellos blancos, era el encargado del laboratorio de metanfetaminas al que le había hablado de la posibilidad de trabajar juntos en el futuro. De vez en cuando se preguntaban en voz alta dónde se había metido, se volvían hacia Newton, y éste hacía un gesto de negación y decía que debería estar allí con ellos. Robert interpretó la ausencia de Bob Hoon como una señal de que le interesaba llegar a un acuerdo con él y de que le daba igual a quién le vendía la metanfetamina y qué le ocurría a Newton. Quizás incluso se alegraba de deshacerse de él, ya que era la clase de tío por el que deberían ofrecer una recompensa.
Justo antes de dirigirse a la línea de batalla, cuando estaba a punto de comenzar el espectáculo, Arlen fue con Newton adonde se encontraba Robert esperando.
—Newton no entiende qué pintas tú aquí, en nuestro bando —dijo Arlen.
—Dile que soy un esclavo libre y que hago lo que me da la gana.
—Newton dice que eso es una gilipollez, que eres el negrata al que estamos buscando y que te tenemos delante de las narices. ¿Y si te pegamos un golpe en la cabeza y te atamos?
—Dile que debería darle vergüenza.
—Lo que le he dicho es que ya habrá ocasión —explicó Arlen—. Mira, aquí al lado, en el Coldwater, hay un puente, ¿sabes? En esta época del año el río es un lodazal, pero el puente es bastante alto. —Entonces preguntó—: ¿Has pensado alguna vez que acabarías colgado de un puente, igual que tu abuelito?
—Mi bisabuelo —precisó Robert.
—¿Y que en la foto saldré yo encima del puente? Aunque supongo —añadió— que alguno de nosotros tendrá que pegarte un tiro antes. —Le señaló la pistolera con la cabeza—. ¿La llevas cargada?
Robert hizo un gesto de negación.
—Todavía no.
—Más vale. Examinan las armas antes de que salgamos al campo y empiece el espectáculo. ¿Sabrás cómo cargarla cuando entres en el bosque?
—He practicado —respondió Robert—. Lo hago igual que tú.
Arlen se le quedó mirando.
Tenía el ala del sombrero de confederado sobre los ojos: estaba listo para la batalla.
—Conque has estado practicando… ¿Y has disparado con ella?
—Un par de veces.
Arlen lo miró con los ojos entornados.
—¿Me estás mintiendo?
—No; lo digo para joderte —respondió Robert—. Si quieres saber realmente si sé disparar, vente al bosque conmigo.
Arlen se volvió hacia Newton, que se mantenía al margen con los ojos vidriosos por el sol. Arlen miró otra vez a Robert y por un momento pareció que iba a sonreír, que quería hacerlo. Pero, en cambio, lo único que hizo fue decir:
—Estás tramando algo contra mí, ¿verdad? Por eso te haces el estúpido.
—¿Vienes o no? —preguntó Robert. Era lo único que quería saber.
—Ve tú primero —dijo Arlen—, nosotros te seguiremos.