Fuera no estaba. Podía encontrarse dentro, aunque cabía la posibilidad de que Arlen estuviera con ella. Pero lo dudaba. Dennis se metió bajo el toldo.
—¿Loretta?
—¿Quién es? —Su voz sonaba cerca.
—Dennis —dijo, sin estar seguro de si bastaría.
La tienda se abrió y le vio la cara, sin maquillaje, con las facciones bien limpias, relucientes. Ella apenas le dirigió una sonrisa, pero sus ojos transmitían calma, y no cambió de expresión.
—Tengo que quitarme los galones.
—Por abandonar tu puesto anoche, ¿verdad? Y encima ni siquiera comiste tarta.
—No estaba pensando en la tarta. De todos modos, sólo necesito unas tijeras. —Notó que adoptaba un acento más suave, para hablar igual que Loretta.
—Bueno, pasa y quítate la guerrera.
Dennis dejó el fusil sobre la mesa y se detuvo junto a la entrada de la tienda para desabrocharse la guerrera. Se la dejó abierta, se quitó el quepis y lo puso al lado del rifle.
—¿Entras?
Dennis preguntó:
—¿Qué haces?
Cuando entró, la luz, filtrada por la lona, se atenuó. Loretta tenía en la mano una toallita para lavarse y, aparte de una falda larga, no llevaba nada salvo un sujetador fino y ligero que transparentaba. No parecía ni sorprendida ni cohibida, pero tampoco se comportaba seductoramente. Obraba de manera que a él le resultara natural verla así, enjabonándose un brazo.
—¿Vas a participar en la batalla?
—Podrían matarme aquí mismo —dijo Dennis.
La respuesta no hizo sonreír a Loretta.
—Te corto los galones —le dijo al tiempo que le tendía la toalla— si me lavas la espalda.
También al proponerle esto se comportó con naturalidad. Dennis cogió la toalla. Pensó que iba a darse la vuelta. Al ver que no se movía, se puso detrás de ella. Loretta bajó la cabeza y se recogió el pelo con ambas manos. Dennis le pasó la toalla por la espalda, tratando de no tocarle los tirantes del sujetador, oliendo el jabón. Luego fue bajando y le pasó la toalla por debajo del brazo levantado, acercando los dedos a la suave curva del seno.
—Tienes buena mano —dijo Loretta.
Dennis avanzó con la toalla hasta la parte inferior del otro brazo.
—No me extraña que las chicas se fijen en ti. ¿Lo haces todo con tanta ternura?
Dennis pensó en decirle que no estaba lavando un coche. Pero desechó la idea, porque era cierto que le inspiraba ternura recorrer con la mano sus pequeños huesos, su blanca piel… Aunque no la tenía tan blanca como Vernice: Vernice estaba mucho más rellenita que Loretta, quien, en comparación, era un saco de huesos, tenía un físico más atlético, tirando a fuerte, y probablemente sería una tigresa en la cama, aunque Vernice también era muy activa para su tamaño.
—Te he preguntado si lo haces todo con tanta ternura.
—Tocarte y sentir ternura ha sido todo uno. Pero estos tirantes me estorban un poco.
—¿Por qué no me desabrochas?
Le desabrochó el sujetador y se lo quitó. Cuando llegó con las manos a la altura de los senos —los tenía mucho más pequeños que Vernice, aunque seguían siendo senos de mujer—, pudo mirarle por encima de los hombros y vérselos. Loretta se apretó contra él. Podían irse al camastro en cualquier momento, así que tenía que decidir qué iba a quitarse. Ella se levantó la falda y se la recogió a la altura de la cadera. No llevaba nada debajo. Se volvió hacia él y dijo:
—No te quites la ropa. Vamos a hacerlo aquí mismo.
Dennis preguntó:
—¿Sólo una vez?
—Ay, encanto…
Hicieron el amor en la tienda. Aunque hacía calor, Dennis no se quitó el uniforme de lana. Se quedó con el pantalón a la altura de las rodillas, y todo resultó tan natural entre ellos que le pareció que había encontrado a una mujer con la que podía entenderse. Jugaron, se divirtieron, y estuvieron mirándose fijamente a los ojos hasta que al final los cerraron, primero ella y luego él. Esta vez Dennis no pensó en Vernice.
Luego ella le preguntó:
—¿Tienes coche?
—¿Adónde quieres ir?
—Adonde sea —le respondió. Y añadió—: Anunciaré los saltos y diré eso tan simpático sobre la «zona húmeda».
Dennis se quedó desconcertado.
—¿Has visto el espectáculo?
Y ella le respondió:
—Encanto, te he visto todas las noches que has saltado.
El vivac ofrecía un aspecto más militar que cuando él se había ido. No había ropa colgada de los fusiles apilados, se veían menos bártulos en el suelo, y los participantes vestidos de yanquis estaban desmontando las tiendas de campaña y preparándose para la batalla. Aquella noche Dennis había dormido al raso y por la mañana había desayunado con el soldado del Primero de Iowa cerdo curado frito y pan sin sal casero mojado en grasa. Acompañado por el café, a Dennis le había entrado con la misma fuerza que una manguera contra incendios.
El del Primero de Iowa le dijo:
—Te has perdido la instrucción. Hemos salido a la explanada y enseñado el equipo. El coronel ha dicho que no teníamos mala pinta.
Dennis, que ahora era soldado raso, dijo:
—Me estaban cortando los galones.
Y volvió a ver su cara junto a la de Loretta, en la tienda, acalorado.
El otro dijo:
—Ha venido el general Grant, pero al coronel no le ha hecho mucha gracia verlo. El sargento primero ha dicho que estaba de malhumor, porque el camión sigue en medio del vivac. Nadie tiene las llaves y nadie ha venido a llevárselo. El coronel le preguntó al general Grant qué cartas credenciales tenía, que quién aseguraba que él era el comandante en jefe del ejército unionista. Según el sargento primero, el general le respondió: «¿Quién cojones va a ser? Pues Abraham Lincoln.»
Jerry estaba sentado en la trasera del camión, fumándose un puro. Con él se encontraban Toro y Héctor con la espada de Jerry.
Antes de llegar Dennis decidió que no iba a saludarle militarmente ni a llamarle general. Vio que estaban esperándolo. Cuando se acercó, Jerry le dijo:
—¿Dónde te habías metido?
—Estaba quitándome los galones —respondió Dennis. Entonces le vino nuevamente a la memoria la cara de Loretta, y se acordó de cuando, en otro lugar, le había preguntado: «¿Te apetece que te quite los galones?»
—Éstos iban a ir ahora mismo a buscarte y a traerte a rastras si era necesario —dijo Jerry—. ¿Entiendes? Da igual lo que pienses.
—Lo que quiere decir es que tienes que hacernos de cebo —explicó Héctor.
—Ya sabemos dónde vamos a pillarlos —dijo Jerry—, así que no te alejes mucho. Si intentas escapar, uno de nosotros te pegará un tiro.
Su intención era tender una trampa a Arlen y los suyos. Pero el plan no tenía sentido.
—No lleváis balas en las armas —dijo—. Ni vosotros ni nadie.
—Ya veo que Robert no te lo ha contado. Vamos a cambiarlas por armas cargadas.
—¿Cómo?
—Ya lo verás.
—Vais a matar a esos tíos y luego, ¿qué? ¿Os vais a largar? —preguntó Dennis.
—Colega, Robert no te ha contado una mierda —dijo Héctor.
—Basta con que sepas que, como intentes huir, te matamos. ¿Que resulta que te detienen porque eres un estúpido y la policía te propone un trato para que nos delates? Eres hombre muerto, cojones. Tú estás con nosotros, ¿entiendes? A Robert le has respondido que estás con nosotros en las buenas y en las malas, ¿no?
—Se refiere al negocio —dijo Héctor.
—Todavía no le he dado ninguna respuesta.
—¿Pero a ti qué te pasa? —le soltó Jerry.
—Me lo estoy pensando.
—Si no aceptaste a la primera es que no eres la persona adecuada. No nos haces falta. —Se volvió hacia los otros y dijo—: Si vosotros os ocupáis de todo el trabajo, no os hace falta, ¿verdad?
—Es que si Robert dice que quiere que trabaje con nosotros… —respondió Héctor. Toro asintió con la cabeza.
—Por eso no os pido consejo, cojones —exclamó Jerry, y volvió a mirar a Dennis—. Tienes hasta que acabemos con este asunto. Pero, como me jodas, ya sabes lo que te espera.
—Eres hombre muerto —repitió Héctor.
—¿Qué cosas puedo hacer yo que vayan a joderte? —le preguntó Dennis a Jerry.
—Te lo acabo de decir.
—Aparte de salir huyendo y aceptar un trato.
—Me estás jodiendo ahora mismo. —Se le notaba la irritación en la voz.
—Lo que quiere decir es que no le toques los cojones —explicó Héctor—, sin más. —Y añadió—: Una pregunta: ¿sabes manejar un Colt?
—Sé que antes de disparar hay que amartillarlo —respondió Dennis—. Hay que apretar el percutor con el pulgar. También se puede apretar el gatillo y darle al percutor con la palma de la mano, como Alan Ladd en Raíces profundas, cuando le enseña al chico cómo dispara.
—Esa parte está muy bien —comentó Héctor—; es antes de que se enfrente a Wilson, el pistolero a sueldo.
—Y de que se lo cargue —añadió Dennis.
—¿Qué te decía? —le dijo Héctor a Jerry—. ¿Ves cómo Dennis sí que sabe?
Jerry estaba meneando la cabeza.
—Me ponéis enfermo. Sois más tontos que hechos de encargo, ¿lo sabíais?
Los participantes formaron mientras John Rau llevaba a cabo la inspección de seguridad. Había que coger todos los fusiles uno por uno, con sólo una cápsula en la recámara, apuntar al suelo y disparar a una hoja. Si la ráfaga de aire movía la hoja, significaba que el cañón estaba vacío.
Dennis esperó su turno. Olía a limpio por el jabón de Loretta.
Le había preguntado por qué la noche anterior, cuando ella trataba de adivinar cómo se ganaba la vida, le había dicho que no sabía quién era si le había visto saltar de la palanca. Loretta había respondido que porque se encontraba siempre lejos de la piscina cuando él salía del agua, y porque no saltaba vestido con un uniforme yanqui con galones de cabo. Luego le había pedido la chaqueta y en veinte segundos le había cortado lo que Vernice había tardado veinte minutos en coser sin parar de hablar en todo el rato.
Dennis había dado el primer paso para acercarse a ella el día anterior, cuando le había preguntado por qué la tarta se llamaba Niña Traviesa y ella le había pedido que se lo dijera si se enteraba. Tenía la sensación de que tenían mucho en común y podían hablar tranquilamente, sin tomarse nada demasiado en serio. Luego, por la noche, cuando había pensado que era una chica de campo que soñaba con parques temáticos, había dado un paso atrás: el lanzado rey de los parques de atracciones estaba juzgándola. Los parques temáticos no tenían nada de malo. Algunos incluso ofrecían espectáculos de saltos.
Mientras permanecía en posición de firmes, Dennis se dijo que como mucho le quedaban tres años más como saltador de palanca y se preguntó qué iban a hacer después él y la presentadora del espectáculo.
No la conocía bien, pero no paraba de pensar en ella, de verla mentalmente. Le gustaba su forma de moverse, el timbre de su voz, y sus ojos y la manera que tenía de mirarle. ¿Qué problema había entonces?
Aparte de que estuviera casada.
Por ahora, se dijo. Dentro de una hora puede que ya no lo esté.
Se vio a sí mismo en posición de duelo, entre los árboles, apuntando con un Colt a Arlen, que se abalanzaba hacia él.
Con una espada, con un sable de caballería.
¿Podía darse tal situación?
John Rau le dijo:
—Soldado, dígame en qué está pensando.